Mandrágora (Talena)

No quiso admitirlo abiertamente, pero respiró aliviada cuando comprobó que Basile no se había molestado con la cháchara. Para una persona medianamente decente que encontraba en París sin los prejuicios de la Iglesia, no habría sido muy oportuno ganarse su enemistad o su desconfianza. Aunque realmente poco importaba. En cuanto salieran de ese bosque, Basile volvería a ser un hombre con apariencias que guardar mientras que Talena regresaría a la carpa que le habían asignado en el circo. Volvería a danzar, cantar y hacer acrobacias para gente a la que ni siquiera conocía y que probablemente nunca llegaría a conocer. Pero lejos de disgustarla, su vida como gitana le encantaba y quería que siguiera siendo así por mucho tiempo. Sonrió de medio lado al oír la aclaración de Grushenko y cabeceó.

- No tiene que darme explicaciones, señor- advirtió alzando ambas cejas y sin rastro ya del tono sarcástico o incluso mordaz que empleó cuando se encontraron-. Recuerde que no le conozco. No soy quién para juzgarle, aunque nadie debería hacerlo realmente. Además... Todos nos tememos a nosotros mismos. Es precisamente el miedo lo que nos hace valientes llegado el momento.

¿En qué bendita hora se había vuelto tan filosófica? Talena frunció el ceño tratando de recordarlo. No le sorprendió averiguar que su carácter se había tornado tan reflexivo por culpa de la compañía de Armand, su primer prometido. Un hombre erudito que gustaba de un buen libro y había contagiado esa afición a la muchacha, que cuando lo conoció apenas contaba los quince. Diez años después, Talena todavía divagaba como si alguien fuera a hacer caso de lo que dijese. De forma inconsciente, la mujer se llevó la mano al cuello y extrajo del interior de la capa los dos colgantes que portaba. El crucifijo de plata brilló reflejando la luz de la luna. También lo hizo el anillo ensartado en otra cadena a parte, con el que jugueteó mientras consideraba la invitación de su acompañante. Hacía mucho que no iba a la ciudad y, la rara vez que lo hacía, procuraba resguardarse en los callejones para evitar ser vista por gente para la que era tan indeseable, como ellos mismos lo eran para ella.

- Lo tendré en cuenta- asintió y después rodó los ojos hasta ponerlos en blanco-. Pero espero que no tenga muchos clientes en caso de que vaya, o que no los aprecie en demasía. Probablemente los acabe espantando con mi mera presencia.

Soltó el anillo e hizo un aspaviento con los brazos como si realmente fuese una bruja a las puertas de una maldición que pretendía tender sobre Basile. Volvió a cabecear y dejó caer los brazos a cada lado de su cuerpo.

- Dudo que lo haga, pero si decide divertirse un rato, el circo está abierto para todo el mundo. Nosotros no discriminamos a nadie... Y creo que soy la única gitana a la que se le ha ocurrido la gran idea de tener un amago de bandera con una salamandra pintada en lo alto de su carpa, pese a no ser suya.

Recordó fugazmente cómo la familia del domador le ofreció cobijo a cambio de que ella trabajase junto a ellos en el espectáculo que habían preparado. "La Danza del Látigo", lo llamaban, y no consistía en otra cosa que en que Talena bailase sinuosamente cerca de un león y bajo el son del retumbar de los tambores y el chasquido del látigo. Dicho así parecía una tontería, pero algo tan simple guardaba un peligro bastante considerable. Cualquier cosa que saliera de lo previsto (un grito, un silbido, el murmullo de la gente...) podría espantar al león y lograr que éste enloqueciera los segundos suficientes para que causase estragos. Pensando en ello, Talena recordó por qué no quería darle más vueltas al asunto: para no arrepentirse de haber aceptado.

- No quiero ser una molestia- señaló negando con la cabeza y alzando las manos-. Seguramente tendrá cosas más importantes que hacer que perder el tiempo acompañándome.

No dijo nada. La única despedida que hizo, fue una leve inclinación de cabeza en respuesta a su gesto. Después observó en silencio a que la figura del boticario desapareciese entre los árboles. Talena, sin embargo, no se fue de inmediato. Se sentó en el suelo y observó largamente todo cuando la rodeaba. Los pasos de Basile dejaron de oírse y dieron paso a otro silencio aún más inmenso que solo se vio quebrantado por la vida nocturna. Cerró los ojos, respiró hondo, volvió a llenarse de todas esas sensaciones que le provocaba el bosque. Aquella noche resultó culminar con el enfrentamiento de ambos a sus miedos y la aceptación de los mismos. No solo Basile admitió sus temores, sino que la propia Talena accedió por voluntad propia y sin reparos a usar las habilidades que heredó de su madre. Abrió los ojos y cuando lo hizo sus iris negros escrutaron el cielo preguntándose si algún día conocería a la mujer que la llevó en su vientre y le dio la vida tras nueve meses largos y duros. Quizá ya no la recordase o quizá incluso hubiese muerto. Quizá diese con ella y la gitana no quisiera saber nada de la hija que le fue arrebatada.

No supo cuánto tiempo pasó hasta que fue consciente del entumecimiento de sus huesos. Parpadeó percibiendo el cansancio y se levantó frotando la parte trasera de la capa para limpiarla de tierra húmeda. Con un último vistazo se colocó la capucha, escondió los mechones rojizos que sobresalía en su interior y dio media vuelta dispuesta a deshacer el camino recorrido aquella noche. De vez en cuando veía alguna que otra huella que, supuso, pertenecía a Sabile. Pero su camino se desvió cuando distinguió el brillo de sus pulseras en la rama del árbol que dividió su senda. Sonrió satisfecha de ver que el invento cumplió con su cometido y las recogió, las devolvió a su muñeca y caminó en linea recta esquivando los matorrales, las ramas y algunas raíces que amenazaban con tirarla. Se demoró más de lo que creía, pero finalmente encontró el sendero de vuelta.

Para cuando dejó el bosque camino al circo de los gitanos, Talena supo que yendo a ese bosque había cumplido con un deber que tiempo atrás había dejado pendiente. Puede que físicamente estuviese sola la mayor parte del tiempo, a excepción de cuando encontró al boticario. Pero para ella alguien más paseaba a su lado, y ese alguien no era otro que Maurice Levou.

Su padre.