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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Mina Zwaan Mar Mar 27, 2012 5:03 am


Despertó serenamente, enredada entre colchas y sabanas tersas de las cuales lentamente se iba liberando sin total consciencia de sus aún aletargados movimientos, pues su azulado mirar contemplaba los vagos rayos del Sol de invierno a través del inmenso ventanal que se situaba a unos pocos metros delante de su cómoda y hospitalaria piltra, aquella que por instantes parecía no dejarle ir mediante la cálida y suave retención de los onerosos hilos egipcios que le invitaban a permanecer silentemente recostada por unos instantes más.

Arropada en un largo camisón de blanco algodón con pequeños detalles en encaje del mismo tono, espabilo su mente en el momento en que sus delicados y desnudos pies hicieron contacto con el frio suelo marmoleado. Aquel estremecimiento que recorrió su rosácea piel le hizo encogerse de hombros hasta que, tras unos cuantos pasos lentos, el acostumbramiento le invadió, disolviendo aquellos gestos característicos de las jornadas invernales.
Tras un regocijante baño, pacientemente la damisela se alistaba para lo que sin dudas sería una jornada diferente en la capital francesa.

Había arribado lozanamente a París hacía cuatro días, suficientes para que tanto su persona como el exquisito hotel en el que se alojaba hubiesen sido detectados por ajenos y conocedores ojos, mismos que con seguridad informaron al caballero de la extranjera presencia en la ciudad. Aquel conocimiento no tardo en manifestarse, siendo en la protocolar forma de una carta que la bienvenida ajena llego a los ojos de la condesa.
Una amena e inesperada sorpresa. De esa manera había sido digerida aquella misiva que además de contener gratas líneas, adjuntaba en meticulosa fuente cursiva la invitación a un prometido reencuentro.

Cepillando su larga y dorada cabellera frente a un pulcro espejo con labrado marco de bronce, recordó la primera vez que sus ojos se toparon con aquel hombre. Reservado y altivo se hizo notar instantáneamente, más allá de su evidente y notoria altura que rebasaba la media de los aristócratas presentes. Proyectante de un conocimiento basto en aquellos temas de índole oficial que les habían hecho intercambiar vocablos, despertó en la fémina una singular curiosidad que internamente demandaba ser esclarecida. De allí partió el trato personal, el recíproco argumentar y la exposición de idealismo individual, conllevando al interés de la reiteración de aquel momento en un espacio y circunstancias diferentes.

- Monsieur Wilhelm Sebastian Wittelsbach – profirió memoriosamente, observando el movimiento de los reflejados labios a la par que su cabello recibía la ultima caricia por parte de aquellas cerdas de rígido pelo de jabalí que diariamente le peinaban. Era tiempo de alistarse. Entre otras características, Emma Zwaan siempre gustó de ser reconocida por su excelsa puntualidad y en aquella ocasión no se daría la excepción.

Con un tornasolado y sobrio atuendo de color índigo, la condesa disponía a partir hacia aquel destino detallado en la recibida carta, no sin antes rociar su cuello con una exquisita fragancia de marcados acentos de fresca lavanda, reminiscente de las adoradas praderas holandesas en primavera.
Fuera ya del hotel, sobre los adoquines de las fragorosas calles parisinas le esperaba un modesto carruaje que la transportaría hacia el lugar deseado. La dama tenía preferencia por no llamar la atención cuando se encontraba de viaje por asuntos de índole personal, optando por circular de forma desapercibida entre los ciudadanos, como otra residente más. Solo en aquellas visitas que conllevaban compromisos oficiales eran asistidos de los incontables lujos de los que la noble poseía.
Entretenida con el ajetreado transitar de las personas que vislumbraba a través de la pequeña ventanilla del landó, el recorrido a efectuarse se hizo fugaz. Asistida por el chofer del transporte, la damisela descendió del carruaje, posando sus taconados zapatos en la acera, observando la fachada de aquel refinado establecimiento para beber café.

Dejando atrás el pórtico del lugar, inmediatamente fue bien recibida por un mozo al que tras pronunciarle su nombre, educadamente le escoltó hacia una mesa reservada donde tras un vistazo general a su entorno, la condesa tomó asiento.
Armoniosamente decorado, el café irradiaba una sensación de tranquilidad única para lo que comúnmente suelen ser aquel tipo de espacios donde las personas entran y salen constantemente. No esperaba menos de la elección de su aguardado acompañante.
Lentamente quitó sus sedosos guantes, guardándolos en el pequeño bolso que yacía sobre sus faldas. Relajada posó ojo sobre uno de los cristalinos ventanales que permitían el ingreso de luz al local. Silente se dejó invadir por aquellos templados rayos que iluminaban su blanquecino rostro mientras la espera del ajeno arribo, del prometido reencuentro, continuaba.


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Mensaje por Bilge Şahin Dom Abr 01, 2012 11:13 pm

- Yakın gel, götveren! – aquella provocación en una lengua que evidenciaba rudeza, a través de sus rasgos guturales, surcó el aire, cortándolo, desde la sonrisa del emisor hasta los oídos de aquel que repitiera la mueca. Con un alarido, éste no dudó en correr de pronto hacia el hombre que se erguía frente a él, con su espalda algo combada para refrenar cualquier embestida. De poco le sirvió, pues, a raíz del impulso del otro, ambos terminaron en el suelo. El rubio, aquel que se encontraba debajo, soltó un burdo gruñido al notar las piedras del suelo clavándose en la piel desnuda de su espalda; estaba seguro de que alguna habría hecho herida -. Ekselânsları, creo que nuestro encuentro ha tocado a su fin – comentó el moreno, con un evidente matiz de burla en su tono, pronunciando aquel vocablo que utilizara para molestar al germano-turco, el cual no era más que un tratamiento protocolario en su lengua natal. Sus palabras hacían referencia al color rosado que estaba cobrando la línea del horizonte, pues su encuentro tenía como punto final la salida del sol. El vencido enseñó sus dientes, por habérsele negado la revancha, antes de soltar un complacido bufido y empujar a su captor para poder levantarse y ponerse en pie.

El resto de la mañana transcurrió con parsimonia, pues aquel era el estado que lo embargaba a causa del remedio que había tomado la noche anterior para conciliar el sueño. No era alguien acostumbrado a madrugar, pero su compañero había insistido en ejercitarse a última hora de la noche, algo que no agradó al varón de primeras, pero a lo que terminó cediendo. Tras haber maldecido el frío del país galo, pues era una de las principales quejas para con el norte europeo, la lucha pronto le hizo entrar en calor.

Ya bajo la luz diurna, lo primero que hizo el muchacho fue ordenar que le prepararan un baño caliente, en el cual se relajó un tiempo difícil de definir, pero que él aventuraba no ser corto, a juzgar por lo arrugado de las yemas de sus dedos. A continuación el desayuno, plenamente turco, pues no estaba dispuesto a cambiar sus costumbres por mucho que sí cambiara de nación. El hombre se revelaba como fiel a lo que él consideraba su verdadera patria y ni siquiera se molestaba en ocultarlo, por muy temerario que resultase aquello. Cuando terminara, aún debió de aguardar un par de horas hasta salir de la residencia, que aprovechó para vestirse y tomar dos tazas más de café, con la esperanza de que el brebaje, tan apreciado en el mundo islámico, contrarrestara los efectos del sedante. Las prendas que escogió fueron una casaca, a juego con unos ajustados calzones turquesa, y unas medias blancas, como la camisa y el pañuelo al cuello. Odiaba aquella indumentaria usada en los países civilizados, pues se sentía plenamente atrapado por ella, convirtiéndose más en un estorbo que en una ayuda para su propia comodidad o, incluso, para sentirse más atractivo y no un arrogante mal vestido. Echaba de menos la holgura de las telas islámicas, con la soltura y el vuelo que invitaba a la sensualidad, olvidando aquella soberbia que hablaba mucho y decía más bien poco.

Media hora antes de la media mañana, momento en el que la cita concertada tenía lugar, procedió a abandonar el palacete de su familia en París, emplazado en la isla Saint-Germain , para adentrarse en la villa, propiamente dicha. El carruaje avanzó sin pausa, con aquel traqueteo que casi pudiera haberlo llegado a adormecer. El clima de los últimos días de invierno aún dejaba mucho que desear, a juzgar por aquel día, cargado de un cielo gris plomizo que amenazaba con una densa lluvia. Por suerte, su destino no tardó en hacer acto de presencia al girar una esquina. El lugar parecía agradable, al menos dentro de los límites que imponían aquellas rígidas líneas occidentales. Él no había escogido el café, con suelos y paredes de mármol, sino que había pedido consejo a un conocido con más experiencia en la ciudad, el cual, al parecer, no se había equivocado.

Con pulso firme, mas no impulsivo, empujó una hoja de la puerta de acceso para no tardar ni un segundo en recibir la despampanante sonrisa del muchacho que se había interpuesto en su camino. El otomano respiró hondo para calmar sus nervios antes de exponer amablemente su reserva.

-
¿Espera a alguien, Condesa? – la sonrisa en el rostro alargado de aquel había hecho acto de presencia precisamente en el momento en el que sus pupilas captaron el cabello dorado de la mujer que estaba de espaldas a la puerta, hecho que facilitara su pequeña, aunque esperada, sorpresa - ¿Puedo? – preguntó él, señalando el asiento al otro lado del tablero, una mera formalidad, pues la indudable respuesta era un sí. En ocasiones podía detestar aquellas banalidades, pues podía considerarlas una pérdida de tiempo carente de sentido, pero aun así era consciente que intentar romperlas no iba a ser una carta jugada a su favor. Así pues, aguardó pacientemente la afirmación.
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Mensaje por Mina Zwaan Miér Abr 04, 2012 3:12 am


Aquellos varoniles vocablos resonaron en los oídos de la damisela en la misma forma que solían hacerlo algunas de las tantas melodías que por agrado personal mantenía grabadas en su mente, como todo sonido ameno y familiarizado con algo u alguien que perteneciera a su vida de algún modo.
Una cálida sonrisa de bienvenida no tardó en dibujarse en el delicado rostro de aquella que, alegre por el arribo del caballero que sus azulados ojos vislumbraban, resguardaba interiormente la sorpresa generada al notar el alborozado gesto plasmado en el recio rostro de quien generalmente solía reflejar un porte severo y casi irrevocable.
- Pese a no esperarle, será todo un placer que me acompañe en esta solitaria velada, Duque - respondió amenamente con un simulado dejo de resignación en su semblante, intencionado en fomentar la gracia del ocurrente comentario.
Impartida la afirmación solicitada ante el protocolar cuestionamiento, aguardó con su característica paciencia el acomodamiento del caballero frente a su persona, quien a través de sus azulados ojos notaba como el germánico lucía exactamente igual a la última vez que le había cruzado, como si desde ese entonces hasta aquel preciso instante la innegable fuerza del tiempo no hubiese generado estrago alguno tanto en el alto y estilizado físico del hombre, así como en su rostro, vivo y cabal retrato congelado del pasado.
Le sonó paradójico que alguien gustoso en nutrirse de variados conocimientos y experiencias propias del transcurso de la vida mantuviera una imagen exterior sin reflejo de cambio alguno, cuando la realidad intrínseca seguramente había avanzado, evolucionado de manera fructífera. O no.

- Me es inevitable pronunciarle con sumo respeto, la admiración a su camaleónico vestir, siempre a juego con los formalismo impuestos por la cultura que le rodea - glosó tras un fugaz e inevitable análisis del atuendo ajeno, justo en el instante en que su iluminado rostro se veía repentinamente opacado ante la aparición de un denso manto conformado por grisáceas nubes que cuan indeseados obstáculos ocultaban aquel Sol matutino que colándose por los cristalinos ventanales del café, adornaba grácilmente con su resplandecer natural a las sedosas facciones de la Condesa, aún alumbrada por el contento interno que aquel encuentro le generaba.

Y sí, para Emma era algo complicado el hecho de aceptar que en las sociedades de aquellas épocas, la voz femenina era inadmisible en casi la totalidad de los temas solicitantes de solidos argumentos, así como en los debates demandantes de soluciones concisas, mismas que siendo respaldadas por sus bastos conocimientos, simplemente no eran tomadas en cuenta hasta que alguien de género opuesto plantease con similares palabras lo expuesto por aquella que solía terminar resignada ante la conducta machista que con cada negación trataba de anular algo inexorable de cualquier ser humano consciente; el conocimiento.
Pero afortunadamente, existían hombres que estimaban la erudición femenina, teniendo hasta cierta afinidad y respeto hacia la misma. Emma creía que el señor Wittelsbach era uno de esos. Tal vez por la propensión de su persona hacia otras culturas, o por el simple hecho de que la vida misma le había demostrado que el valor de un razonamiento preciso y puro no estaba ligado a la naturaleza física de quien lo expusiera, como muchos nobles creían en aquellos tiempos.

De ahí y más, aquel perseverante interés de la oriunda de Assen en mantener contacto, un lazo con aquel hombre impregnado de un saber admirado por muchos.

- Oh, lamento la falta de aún no haberle agradecido de forma personal tan honorable y amena invitación -
impartió sin sentir la verdadera necesidad de hacerlo, más gustaba de mantener el protocolo presente ante aquellos que también los reflejaban en sus accionares, sin embargo tenía presente los comentarios de que el Duque no era gran partidario de aquellas costumbres occidentales que más que un sincero respeto, proyectaban un palpable fariseísmo. Algo cierto y asentido por copiosos conformantes de la hipócrita aristócracia.
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Mensaje por Bilge Şahin Sáb Abr 14, 2012 9:21 pm

Si en momentos anteriores su sonrisa había sido predispuesta, no de manera hipócrita, pero sí acusada de una fuerte formalidad, sus palabras, haciendo parecer aquel encuentro como uno casual, la tornaron más sincera y, por lo tanto más amplia, haciendo que sendos labios se separaran suavemente para sugerir la dentadura que se escondía tras ellos. Sin más, con dicha confirmación vino el propio retirar de la silla para hacer el hueco que, no tardando, ocupó su persona.

- Bueno, debo sincerarme. No es que me incruste en estos ropajes por gusto, sino más bien por deber y precaución – su rostro mostró un leve hastío, acompañando sus palabras -. Imagínese que paseo con la vestimenta propia de Estambul. No habría mirada que no robase y seguro que alguno me acusaría de hereje e infiel. No quisiera acabar en la Bastilla – bromeó él, exagerando claramente la situación -. Además, un embajador germánico en París, por muy temporal que sean sus funciones, debe mostrar una etiqueta correcta o nadie le tomaría en serio – no había mucho más que decir, ya que no quería agotarla insistiendo en lo incómodo de aquellas prendas y el consuelo que era llegar a donde residiera y poder deshacerse de ellas

En tanto que caían apenas un par de segundos de silencio, esperando la respuesta de la neerlandesa o la ratificación de que, en efecto, no debía hablar más, un camarero aprovechó para colocarse al borde de la mesa, con afán de no importunar más de lo debido. El de origen alemán pidió un café turco, contrario a perder más costumbres de las necesarias. En Estambul, como en la mayor parte del Imperio otomano, el café era ya una costumbre social aceptada y consolidada, por mucho que en sus orígenes tuviera tanto partidarios como detractores. La misma característica se repitió en Europa un siglo después. Si en Occidente las cafeterías podían tener cierta relevancia, en las tierras musulmanas constituían uno de los indispensables corazones de la vida social. Tras que aquel hombre se retirara a preparar el pedido, Wilhelm regresó su mirada a la mujer.

- Debo decirle que no ha cambiado nada. Físicamente, me refiero; ya veremos en cuanto a su pensamiento – y aquello era real en cierta medida, pues aquella había cambiado levemente, propio de un apenas perceptible madurar, pero sin perder la belleza y el atractivo de la juventud. Era evidente que ella, como él, era alguien procedente del norte, pero tampoco se podía decir que no estuviera acostumbrado al cabello rubio y a los ojos claros, pues los sultanes siempre habían querido hacer de su capital un reflejo de las tierras que dominaban, dando, curiosamente, mucho peso a la población eslava y cristiana, quienes nutrían las filas de su cuerpo de élite y los salones del harén -. Y no se moleste en agradecer la invitación; el placer es mío – por mucho que pudiera resultar un mero trámite, una exigencia de aquel guion preparado para decir mucho y no desvelar nada, y por mucho que él no se afanase en contradecir las apariencias, sus palabras expresaban sus verdaderos sentimientos. Aquella era una de las pocas personas que, dentro de los que el denominaba como norteños, había tenido en estima en su momento y poder verla de nuevo resultaba ser un placer en una ciudad que tanto podía desagradarle

Las manos del chico, que antes estaban reposando cómodamente sobre sus piernas, se movieron hasta ocupar su lugar encima de la mesa, cogiendo con los dedos el borde de una servilleta, en una acción que parecía sólo atender a la necesidad de mantenerse físicamente ocupado. Adelantó la otra, hasta ocupar un tercio de la madera con su antebrazo.

- Pero cuénteme, ¿qué tal le ha ido todo? ¿Visita Francia con asiduidad o permanece en Holanda? – el error del término se debía meramente a la confusión que había entre la región y el país que la englobaba, algo que se había traducido al idioma turco, sin hacer distinción de ambas. El varón no se percató del desacierto - ¿Hay alguna novedad en la corte? No se habla mucho de las noticias de Ámsterdam en el Imperio, y eso es un fallo, a mi entender, para ser una nación que tanto tiempo ha estado ligada al Imperio – su intención al verla no se resumía a la política, pero, si podía, además, sacar provecho del momento, no veía el por qué no formular sus dudas.
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Mensaje por Mina Zwaan Jue Abr 26, 2012 6:41 pm


Pese a contemplar al caballero en una faceta mucho más “humana” de lo que generalmente el mismo solía ser, sobre todo frente a cuestiones oficiales que solicitaban una rigidez más palpable, la damisela discernía en si lo conveniente en aquellos momentos era mantener una balanceada dualidad entre el congenio personal y los caracteres soberanos.
No olvidaba que sus primeros encuentros con el muniqués fueron enteramente por temas de índole áulicos. Era esa misma razón la que jugaba en su mente con la inquieta duda de no saber con certeza hasta que punto existía tan efectiva confianza entre ambos como para darse el gusto de sencillamente, poder explayarse sin la necesidad impuesta de filtrar cada palabra, cada expresión a fin de no caer en malos entendidos. Después de todo, el germánico había sabido cosechar cierta estimación, suficiente como para que la rubia no desease generar ningún tipo de disgusto con el mismo.

- Lamentablemente, son aún los ropajes que nos visten los encargados de darle peso a nuestras palabras - profirió con su característica serenidad a modo de respuesta por los comentarios del Duque, proyectando inevitablemente en su delicado rostro una sensación de resignación tal que, lejana a ser vista como simple mansedumbre, daba a entender aquella aflicción interna con respecto a las incongruencias propias de una sociedad que daba mayor envergadura a los dichos ajenos dependiendo el reflejo adquisitivo de quienes, inauditamente, anulaban los certeros pensamientos de aquellos que como máxima fortuna acarreaban a sus espaldas ni más ni menos que la erudición sana y pura, impugnada de vestigios de interés personal.
Entregó un resonante suspiro al aire, sonriendo levemente al tiempo de imaginar infantilmente, la reacción de muchos si el extranjero se presentase a un encuentro oficial con la vestimenta típica de aquella cultura con la que tanto apego mantenía. Una situación digna de presenciar, pero que lamentablemente no sería bien vista por muchos. La aristocracia moldeaba hasta el humor de sus conformantes.

Un leve gesto de negación alcanzo para que el joven y atento camarero se retirase en búsqueda del pedido solicitado por el muchacho. Pese a tener en cuenta de encontrarse en un espacio donde las miradas no le seguían como de costumbre, nunca sintió comodidad alimentándose frente a otros. Una inocua manía presente en la Condesa desde su adolescencia, aquella a la que de a momentos pareciera aún ligada.

Recibió sosegadamente el nuevo mirar de aquellos azulados irises, inesperadamente acompañados por atentos halagos vocales. - Una momentánea atemporalidad física, común de las mujeres de la familia a estas edades. Dichosamente solo se presenta a nivel exterior - una clara realidad, o por lo menos ella lo sentía de esa forma. Desde la perdida de sus padres, Emma había ocupado mayormente su tiempo en expandir los horizontes de su intelecto, abriéndose ante sí un abanico de incertidumbres que solamente eran saciadas con la incorporación de nuevos conocimientos que insertaban nuevas dudas, haciendo de aquella necesidad del saber, una maravillosa e infinita espiral que entregaba descubrimientos novedosos para aquella insaciable cabeza, anhelante de tener la oportunidad de exponer todos sus raciocinios ante aquellos que valoraran su opinión, ajena a su genero o posición social. Sueños…

La amabilidad de Monsieur Wittelsbach era tal, que pensó dejar pasar aquel pequeño error por alto estaría bien. Sin embargo su mente era la que susurraba que no sería lo correcto.
- Nederland, Hertog - profirió orgullosa en su lengua natal, demarcando aquel pequeño infortunio de parte ajena con respecto al mencionar de su nación. La sutil equivocación era comprensible, y la necesidad de reflejar estima por la patria, también. Una sonrisa sincera esa esbozada en son de que la acción no fuese tomada a mal.

- Visito constantemente esta ciudad, tanto por asuntos de cualidad real así también por opción personal - comentó ligeramente, no abocaba mucho interés en informar el porqué de sus constantes visitas a la capital francesa, donde íntimos motivos de su persona buscaban ser esclarecidos.
- Las cortes se han abocado a posar atención al crecimiento de naciones como Francia e Inglaterra en estos momentos, ya que estas son las que han venido opacando el brillante desarrollo en expansión de comercio y cultura neerlandeses. Supongo será la razón por la que en el Imperio las noticias ligadas a mi querida nación no resuenan tanto - y aunque sus palabras no proyectaban molestia alguna, sería falso negar que aquellos acontecimientos habían ofuscado su mente en copiosas ocasiones, sobre todo cuando a sus oídos llegaban las despreciables acciones de aquellos dos países que, ofreciendo particulares beneficios a los comerciantes nacionales, convencían a los mismos de emigrar en son de mejorar económicamente. Patrañas merecedoras de ser denominadas como conductas de caza fortunas.

Interrumpiendo aquellos precisos comentarios que no ahondaban en más allá de lo estrictamente necesario, el mesero arribó a la mesa con el pedido anteriormente solicitado. Presentada en una delicada taza de porcelana adornada con una guarda colorida, la caliente bebida expandió su peculiar aroma en el ambiente a través de aquellos finos y humeantes hilos provenientes de aquel café que llevo a la dama a cerrar sus finos parpados por un instante, dejándose envolver por aquel perfume firme pero deleitante. Tal y como su consumidor lo era.

- Espero sea tan bueno como en el Imperio Otomano - comentó tras posar nuevamente el mirar en su acompañante, internamente sabiendo que aquel café jamás podría compararse con el preparado en Estambul. Solía ser así con todo aquello de procedencia ajena a la ciudad donde uno se encontrase.
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