Desayuno francés (Vaël)

Al principio la idea de ir junto a Vaël a desayunar (es decir, ambos al unísono) no le había atraído demasiado. La palabra adecuada no era "atraer" porque le apetecía más caminar a su lado que ir separados y reunirse allí como si fuesen la familia real, pero sí podría decirse que su sentido común le instaba a que extremaran precauciones. Siempre ese concepto, precaución-precaución-precaución como si no pudiera pensar en otra maldita cosa. ¿Tan difícil era disfrutar de la vida? Generalmente lo hacía sin problema pero el cortesano significaba conflictos para él. Conflictos y otras muchas cosas, para ser justos, como diversión, lujuria, pasión, disfrute y un largo etcétera. Pero lo que le pesaban más siempre eran las pegas, porque no había vivido treinta y dos años siendo cauto para que ahora una noche feliz junto a otro hombre lo arruinara todo. Sin embargo no tuvo corazón para decirle que no quería que fueran juntos porque tal vez se enfrentaría a una cara de decepción. ¿Cómo convencerle de que era porque tenía miedo y no porque se avergonzara de que le vieran con él? Tal vez Vaël era susceptible a lo que su condición de cortesano acarreaba a sus relaciones sociales, así que Basile le dijo que podían ir a la vez.

Se vistió rápido y dejó que el otro le arreglara un poco la camisa. También disfrutó de su último beso antes de salir, aunque era raro para él estarse besando tanto. No es que le molestara, porque muchos de aquellos roces los había buscado o propiciado él mismo, pero sí se preguntaba por qué se los había negado durante tanto tiempo a las mujeres y ahora se los prodigaba a raudales a Vaël. Dejó de pensarlo cuando bajaron las escaleras hasta la calle y salieron del edificio, encontrándose por fortuna la calle desierta. Basile se puso los guantes y el sombrero y caminó junto a su acompañante hasta una de sus cafeterías favoritas, no por el lujo o la decoración pero sí por las crèpes, que eran las mejores de todos París. Al menos las mejores que él conociera. Cuando llegaron y entraron la dueña saludó al boticario con familiaridad y entonces Basile dudó que hubiera sido tan buena idea ir allí. Por una vez decidió mandar todo al diablo, relajarse y disfrutar del momento, a saber cuándo podía volver a pasar una mañana junto a Vaël sin que ninguno de los dos tuviera prisa por ir a atender sus obligaciones.

- Yo quiero lo de siempre, Lucille. - Indicó a la señora mientras iba a sentarse en una mesa bien situada debajo de una claraboya que dejaba entrar la luz a través de una vidriera de colores.

Esperaba que eso fuera bueno. Abrió la boca para pedirle explicaciones divertido a Vaël pero tuvo que dejarlo para más adelante por la presencia de Lucille. Era cierto que se le conquistaba por el estómago, no lo iba a negar, tal vez porque era tan negado en la cocina que agradecía profundamente que alguien se tomara la molestia de crear tales exquisiteces solo para complacerlo.

- Ya le he dicho que tú estás primero, Lucille. - Le siguió la chanza a Sunderland, ayudando también con su bandeja para evitar que se pudiera caer aunque fuera una gota de zumo al suelo.

Los presentó porque la señora ya se había quedado mirando a Vaël encantada por las atenciones que el cortesano dispensaba a sus crèpes, solo que como era obvio no dijo a qué se dedicaba su acompañante. La mujer les aseguró que no tenían que pelearse porque si su marido faltaba, Dios no lo quisiera, ella sería feliz de casarse con los dos a la vez. Después se interesó por la salud de la madre de Basile y se marchó deseándoles bon appetit. El boticario cortó un trozo de aquellas tortitas jugosas con cuchillo y tenedor y se lo llevó a la boca, fijándose en los labios brillantes de almíbar de Vaël y reprimiéndose para no ir a limpiárselos con la lengua. Aquello iba a ser más complicado de lo que había esperado porque cada maldita cosa que hacía el cortesano era sugerente aunque no se lo propusiera.

- Lucille es mi segunda mujer preferida. - Le confesó al inglés. - Y reconozco que sus dotes culinarias tienen mucho que ver.

Sonrió al tiempo que removía su infusor de té para que las hojas dejaran toda su sustancia en el agua hirviendo. Cuando hubieran transcurrido un par de minutos vertería el contenido en la taza y le añadiría tos terrones como hacía siempre, en ese sentido era un hombre de costumbres.

Generalmente Basile prefería lo salado a lo dulce, pero las crèpes Suzette eran una excepción, su manjar preferido sobre todos, lo único que podría comer todos los días sin aburrirse jamás. Había intentado hacerlas él mismo en casa pero como era de esperar el resultado no había ascendido jamás de la categoría de desastre carbonizado. Tampoco tenía la paciencia necesaria. Era capaz de machacar y mezclar hierbas y polvos durante horas fijando la vista sin tener casi luz para lograr un bálsamo, pero no quería repetir tres veces la misma crèpe. También porque consideraba que la cocina era cosa más de mujeres y que si podía pagar a Lucille para que lo alimentara no había razón para estarse esforzando tanto.

- Tu pastel de carne no se puede mejorar. - Lo halagó siendo totalmente sincero. - Estaba delicioso, se nota que eres inglés. Así entre nosotros los franceses somos más de pescado.

Sonrió cuando Vaël se lamentó de no estar entre sus mujeres favoritas y no le dijo que estaba en la lista homónima de varones. ¿Cómo iba a confesárselo? No se conocían apenas, solo habían pasado juntos una noche y parecería un amante obsesivo si le decía cada dos horas lo mucho que le estaba gustando su compañía, su mirada pícara, el tacto de sus manos, su olor, su sabor y absolutamente todo cuanto tuviera que ver con él. Esas eran la clase de cosas que a Basile Grushenko le costaban más de decir, antes se atrevería a clavarse un alfiler en una oreja.

Como estaba comiendo todo entregado hacía un rato que no miraba a Vaël, y solo alzó la vista cuando lo oyó preguntarle sobre riesgos y lo vio con el labio lleno de azúcar líquida. Poco más y se le desencaja la mandíbula del susto. ¿Quería en serio jugar a eso... allí? El boticario miró nervioso a su alrededor y después alargó una mano hacia el rostro de su acompañante. No iba a besarlo en el restaurante, tendría que haberse vuelto loco para hacer algo así, pero deslizó el pulgar derecho por todo el labio húmedo del cortesano y después se lo llevó a la boca para chuparlo y comerse así el almíbar. Lo miró con una cara que decía mucho sobre sus deseos contenidos y sobre la conveniencia de no llamar la atención, a su pesar.

- ¿Por qué no hace ni dos horas que te has vestido y ya quiero quitarte la ropa otra vez? - Le preguntó en voz baja moviendo la cucharilla dentro de su taza y dando el primer sorbo, cauto para no quemarse. - Puede ser. O puede que no me guste que nadie me diga lo que tengo que hacer.

Le guiñó un ojo y con toda diversión siguió desayunando. ¿Qué haría Vaël esa tarde mientras él estuviera trabajando? Ah claro. Por un momento se había olvidado de la profesión de Sunderland, seguramente mientras Basile dispensaba medicinas y buenos consejos el cortesano estaba enredado en las sábanas con algún otro caballero. El boticario no pudo más que esperar secretamente que Vaël pensara en él mientras lo hacía con otros. ¿Orgullo racial, presunción, celos? Quizá un poco de todo.

No podía explicarle todo con claridad a Vaël porque él mismo desconocía los detalles de sus sentimientos. Sí estaba seguro de que no estaba enamorado de Thibaut y de que las mujeres le gustaban. Le gustaban mucho, en realidad. No es que intentara excusarse con eso para no admitir que le atraían los hombres porque sabía perfectamente - y más aún después de conocer al cortesano - que sí lo hacían, pero no solo se fijaba en los del sexo masculino. De hecho hasta la noche anterior siempre pensó que viviría toda su vida reprimiendo ese impulso y tampoco era algo que le ahogara el espíritu. Las mujeres eran deliciosas, bonitas y a Basile le gustaba colmarlas de atenciones, decirles lo que querían oír y después acostarse con ellas. Eran suaves y olían bien, tenían unas voces cantarinas, sonrisas preciosas y todo eso era estupendo. Al boticario le encantaban las muchachas y si pudiera tendría un harén propio, pero por alguna razón el deseo de probar con hombres había hecho que su íntima amistad con Thibaut evolucionara hacia algo más. Tal vez saber que nunca podría hacer realidad sus fantasías con su amigo alentaba ese sentimiento. Quizá si Beaudelaire fuera una moza a la que Basile pudiera cortejar hubiera perdido ya el interés hacía tiempo, pero no había manera de saberlo y por eso no habría podido dar respuestas al cortesano aunque se las hubiera pedido. De lo que estaba seguro también era de que le gustaba Vaël, por todas las razones antes mencionadas, y de que quería verlo de nuevo. Quería dormir con él después de deshacer juntos la cama y no le importaría en absoluto emplearlo de criado para tenerlo cerca y para saber que no retozaba con otros cuando no estaba con él. No es que quisiera tenerlo siempre en sus brazos, si hacía poquísimo que se conocían, pero el simple hecho de que no se hubiera cansado ya de su compañía o de que hubieran pasado la noche acurrucados uno contra el otro ya le permitía intuir al boticario que si no podía remedio podía acabar muy enganchado con Sunderland. No era estúpido.

- Repito que no tiene nada que ver con amor. - Lo interrumpió. - Y además yo no soy uno de tus clientes.

Había espetado eso último en un tono un poco seco e inmediatamente lo lamentó. Vaël no tenía la culpa de ser como era. Es más, precisamente por eso le gustaba a Basile, pero también le había decepcionado un poco que no hubiera mostrado ninguna reacción territorial cuando le había hablado del muchacho que le interesaba. Posiblemente el cortesano se había formado una coraza difícil de quebrar para que nadie consiguiera nunca atraerlo tanto como para llegar a lastimarlo o a hacer peligrar su cómoda vida y su profesión. El boticario debería hacer lo mismo. Decidió que ambos compartirían camaradería, charlas y noches encendidas, pero que intentaría poner freno a sus emociones. Era lo mejor para los dos. Estiró una mano por encima de la mesa y la puso encima de los dedos de Vaël. Lamentaba haber estado un poco molesto antes.

- Hay poco que contar de mí. Mi abuelo vino de Rusia para ser cirujano barbero, mi padre fue cirujano barbero y yo estudié en el Colegio Francés para especializarme en botánica, un poco de física, nociones de anatomía y farmacopea. Tengo una botica que ya sabes dónde está y una casa en Les Ecoles. Mi madre vive en la casa de al lado, mi padre murió hace tiempo. No tengo hermanos ni mascotas, aunque hay un ratón que visita de vez en cuando mi jardín trasero. Le llamo Stilton aunque no sé si siempre es el mismo. - Sonrió y le acarició a Vaël el dorso de la mano con el dedo pulgar, siempre pendiente de que no se acercara nadie que pudiera verlos. - ¿Qué hay de ti, cuál es tu historia? ¿O tengo que pagar para escucharla?

Parecía que la había fastidiado por dos veces seguidas y no era su intención, ojalá pudiera callarse, borrar lo dicho y empezar de nuevo. No le culpó por ofenderse, le había hecho una broma pero a sabiendas de que a Vaël no le gustaba mucho que hablara sobre su trabajo en aquel tono de burla. Agachó la vista, cosa rara en él, sabiendo de sobra que se merecía una reprimenda. Cuando el inglés volvió a cogerle de la mano Basile miró sus dedos mientras los entrelazaba con los de él. No veía por qué eso estaba mal y hacerlo con una mujer no. Solo eran dos manos, daba lo mismo el sexo, el amor y el cariño nada sabían de biología ni de ciencias naturales.

- Lo siento. - Se disculpó.

No se iba a poner bravucón con Vaël, no cuando sabía que el otro llevaba razón. A veces la bocaza le perdía porque decía lo primero que se le pasaba por la cabeza, pero se prometió que compensaría al cortesano. No podía comprarle un Manfredi pero algo se le ocurriría, un premio por soportar su humor voluble y caprichoso. Se enfrascó con interés en su historia, olvidándose momentáneamente de su desayuno del que todavía quedaban restos. No le fue difícil suponer que si su madre no aprobó su relación de entonces sería porque se trataba de otro hombre, Basile imaginó que un muchacho de su edad, quizá de clase inferior. ¿Quién sabía? Pero el mismo Sunderland le había dicho que no le gustaban las mujeres. Cuando hubo terminado de relatarle todo el boticario tiró suavemente de su mano, se la llevó a los labios y le besó las puntas de los dedos con cierto aire furtivo a la par que comprensivo.

- Quien quiera que fuese fue un estúpido. - Sentenció refiriéndose al chico al que amó. - Por dejarte marchar.

Y después tuvo que soltarle la mano para acabar con su crèpe y con lo que le quedaba del té, quedando totalmente ahíto.

Eso le hizo pensar, ciertamente. Si aquel tipo fue un estúpido no iba a ser tonto él también, ¿no? Claro que igual aquel otro hombre de antaño no tenía los problemas sociales que tendría Basile si alguien se llegaba a enterar de que se traían algo entre manos. Bueno, podía acogerse a su amor por la ciencia, en realidad el boticario había deseado cosas prohibidas mucho tiempo pero no había sido hasta la noche anterior que las había llevado a cabo. Eso le ofrecía la ventaja de sus treinta y dos años de conducta casi intachable, lo cual le otorgaba cierta reputación. En aquella época si a su edad no había contraído matrimonio no sería de extrañar que no lo hiciera ya nunca, pero eso no se veía tan raro si uno era hombre. Las mujeres tenían que casarse y tener hijos, pero los varones podían dedicarse a sus trabajos o incluso ser docentes y vivir siempre enclaustrados en una universidad o academia. ¿Quién podía asegurar que allí dentro no tuvieran amantes o asuntos turbios? Nadie, pero nadie tampoco los investigaba. No tendría que descuidarse pero tampoco que ser paranoico. No vivía en el centro de París y su calle no era precisamente un hervidero de gente. A veces atendía urgencias en su domicilio particular o lo visitaban amigos, sería difícil que alguien llegara a sospechar o lo tuviera en tan baja estima como para pensar en denunciar su conducta.

- Dime cuándo. - Lo urgió entonces, sin molestarse en fingir que no había entendido su indirecta. - Cuándo puedo verte otra vez.

Colocó su infusor, los cubiertos y la servilleta sobre la bandeja y apartó la silla de la mesa, sabiendo que ya era hora de marcharse y que Vaël también tendría que prepararse para sus obligaciones, cualesquiera que fuesen. Presumiblemente al oír aquel chirrido Lucille dedujo que sus clientes se marchaban, porque los tacones de la señora comenzaron a dejarse oír atravesando la sala derechos a su mesa. Sunderland tendría que contestarle rápido antes de que ella llegara o quedaría todo demasiado raro. Basile sacó su cartera y dejó un par de billetes sobre la mesa, los necesarios para pagar sus desayunos y también la propina de aquella excelente cocinera.