AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Perdiendo la cabeza [Zore]
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Perdiendo la cabeza [Zore]
Hacía ya algunos meses que había vuelto a París. Toda la ciudad me llenaba de terribles recuerdos, todos relacionados con la bella Annabel. Pensar en ella me llenaba de dolor. Hacía ya un año y medio de su muerte, pero seguía recordando su dulce mirada y la ternura que me inspiraba cuando la tenía entre mis brazos. Era como mi pequeño ángel, necesitaba protegerla, y ella, tan dulce, necesitaba mi protección. Estaba a punto de ser padre cuando Dios me arrebató a la causa de mi felicidad, y también al pequeño que crecía en su interior.
Negué con la cabeza mientras caminaba por las calles oscuras. Era de noche, quería apartar todos esos pensamientos del pasado de mi mente, pues debía estar despejado para trabajar. Aquella noche había salido en busca de un vampiro del que llevaba un tiempo recopilando información. No era ningún demonio demasiado importante, sólo un chupasangres de 109 años. Tenía por nombre Olivier Kurtz, aparentaba unos 30 años y no era demasiado alto. Sería una presa fácil comparado con otros a los que me había enfrentado a lo largo de mi vida como inquisidor. Tenía informadores siguiéndole desde hacía unas semanas y me habían comunicado que aquel hijo del demonio frecuentaba el burdel los jueves por la noche.
Yo llevaba cerca de media hora rondando por los alrededores del burdel. No podía negar que aquello me avergonzaba. Tenía que entrar y cazar a ese monstruo, pero nunca había entrado a un burdel y lo que pudiera ver allí dentro, ese mundo de lujuria y exceso me preocupaba. Tomé valor pensando en que luego iría a confesarme. Me acerqué a la puerta y tomando aire, la abrí. Apenas sin darme cuenta ya estaba dentro. Al abrir los ojos vi muchas cosas a mi alrededor. Había mujeres semidesnudas, mostrando sus pechos, otras seduciendo caballeros. Y caballeros detrás de jovencitas desvergonzadas. Aquello me dejó en estado de shock algunos minutos. Yo jamás había visto otro cuerpo desnudo que el de Annabel y tal vez el de alguna cambiaformas o licántropa que se había trasformado ante mis ojos, pero nada comparado con aquel exceso de erotismo que me había hecho ruborizarme nada más verlo.
Intenté centrarme y pasé la mirada por la estancia en busca de mi objetivo de aquella noche. Pero de pronto mis ojos quedaron fijos en una muchacha. No podía apartar mi mirada azul de ella. Era joven, de unos 16 o 17 años, muy bella. De una esbelta figura. Sin darme cuenta de ello me había acercado a su lado. Tenía el cabello oscuro y la piel morena, y un enorme parecido a Annabel. Mi fallecida amada tenía los ojos verdes, pero la cortesana los tenía oscuros. Oscuros como los pensamientos que venían a mi mente. Y no era sólo eso, no sólo me sentía atraído físicamente por ella, sino que sentía que un ser tan bellamente angelical no merecía estar en un lugar así, rodeada de pervertidos. Sentí la necesidad de abrazarla, besarla y llevarla conmigo lo más lejos posible. Recordé entonces a Annabel y sentí que la estaba traicionando, al igual que a Dios, por sentir todo aquello, pero mirándola se desvanecía toda mi culpa.
Llevaba un rato a su lado, mirándola en detalle, muy ruborizado y apartando la vista de vez en cuando avergonzado.- Buenas noches, señorita...- murmuré intentando evitar mirarla, porque aunque lograse controlar que mi mirada no fuese a su precioso escote- el cual besaría y abrazaría eternamente- se perdían en sus grandes ojos negros que hacían que mis tripas se estremecieran. Había olvidado totalmente a Olivier...
Negué con la cabeza mientras caminaba por las calles oscuras. Era de noche, quería apartar todos esos pensamientos del pasado de mi mente, pues debía estar despejado para trabajar. Aquella noche había salido en busca de un vampiro del que llevaba un tiempo recopilando información. No era ningún demonio demasiado importante, sólo un chupasangres de 109 años. Tenía por nombre Olivier Kurtz, aparentaba unos 30 años y no era demasiado alto. Sería una presa fácil comparado con otros a los que me había enfrentado a lo largo de mi vida como inquisidor. Tenía informadores siguiéndole desde hacía unas semanas y me habían comunicado que aquel hijo del demonio frecuentaba el burdel los jueves por la noche.
Yo llevaba cerca de media hora rondando por los alrededores del burdel. No podía negar que aquello me avergonzaba. Tenía que entrar y cazar a ese monstruo, pero nunca había entrado a un burdel y lo que pudiera ver allí dentro, ese mundo de lujuria y exceso me preocupaba. Tomé valor pensando en que luego iría a confesarme. Me acerqué a la puerta y tomando aire, la abrí. Apenas sin darme cuenta ya estaba dentro. Al abrir los ojos vi muchas cosas a mi alrededor. Había mujeres semidesnudas, mostrando sus pechos, otras seduciendo caballeros. Y caballeros detrás de jovencitas desvergonzadas. Aquello me dejó en estado de shock algunos minutos. Yo jamás había visto otro cuerpo desnudo que el de Annabel y tal vez el de alguna cambiaformas o licántropa que se había trasformado ante mis ojos, pero nada comparado con aquel exceso de erotismo que me había hecho ruborizarme nada más verlo.
Intenté centrarme y pasé la mirada por la estancia en busca de mi objetivo de aquella noche. Pero de pronto mis ojos quedaron fijos en una muchacha. No podía apartar mi mirada azul de ella. Era joven, de unos 16 o 17 años, muy bella. De una esbelta figura. Sin darme cuenta de ello me había acercado a su lado. Tenía el cabello oscuro y la piel morena, y un enorme parecido a Annabel. Mi fallecida amada tenía los ojos verdes, pero la cortesana los tenía oscuros. Oscuros como los pensamientos que venían a mi mente. Y no era sólo eso, no sólo me sentía atraído físicamente por ella, sino que sentía que un ser tan bellamente angelical no merecía estar en un lugar así, rodeada de pervertidos. Sentí la necesidad de abrazarla, besarla y llevarla conmigo lo más lejos posible. Recordé entonces a Annabel y sentí que la estaba traicionando, al igual que a Dios, por sentir todo aquello, pero mirándola se desvanecía toda mi culpa.
Llevaba un rato a su lado, mirándola en detalle, muy ruborizado y apartando la vista de vez en cuando avergonzado.- Buenas noches, señorita...- murmuré intentando evitar mirarla, porque aunque lograse controlar que mi mirada no fuese a su precioso escote- el cual besaría y abrazaría eternamente- se perdían en sus grandes ojos negros que hacían que mis tripas se estremecieran. Había olvidado totalmente a Olivier...
Cole McGregor- Inquisidor Clase Media
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Fecha de inscripción : 15/10/2011
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Re: Perdiendo la cabeza [Zore]
Parecía ser una noche normal, o al menos una sin mucha gracia. Me arreglaba el cabello frente al espejo una vez más, deseando perder el mayor tiempo posible, como de costumbre. Si me demoraba lo suficiente, todos los hombres tendrían ya sus mujeres, o estarían los suficientemente ebrios como para procurar más que besos y manoseos sin futuro. Aquello lo había aprendido durante mí corta estadía en aquel sitio, el tiempo era mí mejor amigo a la hora de escapar de las obligaciones.
Me miré al espejo, el oscuro cabello enmarcaba a la perfección mi pálido rostro. Apenas me había coloreado los labios y los pómulos, a la hora de destacar prefería la naturalidad y la elegancia, aunque esos no eran siempre los criterios de evaluación de quienes frecuentaban aquel sitio. "Mejor así" pensaba, aunque también algunos buscaban otra cosa. No había perdido aún mis rasgos de niña, o más bien los de mujer estaban apenas acentuándose.
Mi vestido era sencillo, tal vez demasiado. Se ceñía a mi cintura y marcaba mi torso en forma delicada pero llamativa, era de fina tela celeste claro y cubría hasta mis tobillos. Calzaba sandalias con taco bajo, y sobre mis hombros una delicada chalina blanca.
Un golpeteo impaciente llamó a mi puerta, era la seña de que no podía postergarlo más. Tomé aire, como intentando recaudar valor, y me dirigí al exterior del cuarto que, tarde o temprano, volvería a recibirme. El pasillo estaba aún desierto, pero pronto se poblaría de lujuriosas parejas y gemidos que traspasarían las paredes. Era imposible solo ver la paz en aquel sitio, cada segundo de calma predecía horas de guerra.
Bajé las escaleras en forma desganada, pero sabiendo que si no empezaba a cambiar mis modos no la pasaría bien en absoluto. Erguí la espalda como cada noche, sacando pecho para que las miradas pudiesen tener un punto en que centrarse, pero como había supuesto todos ya estaban en "lo suyo". Aquello me alivió por un momento, dándome el valor para sonreír y mostrarme mucho más segura.
De pronto noté que las puertas se abrieron y un joven entró. No parecía querer lo que los otros, en sus ojos no se reflejaba deseo, de hecho había un atisbo de seriedad que la hizo estremecerse. Pero las cosas cambiaron, en ese cruce de miradas. El hombre pareció cambiar de idea, y yo de actitud. Lo vi acercarse y mi corazón se aceleró, como si se tratase de alguien a quien aguardaba hacía mucho tiempo.
Él tardó unos momentos en hablar, tal vez debatiéndose internamente por lo que estaba a punto de hacer, o buscando las palabras en su propia mente. Sus ojos iban y venían, como si algo le impidiese verme directamente por mucho tiempo. Cuando por fin oí su voz, toda mi piel se erizó, vi como sus ojos evitaban los míos pero se escapaban hacia mi escote sin consentimiento de su dueño.
- Muy buena noche- susurré en respuesta, tomándolo por el mentón para que alzara el rostro y me mire.
Me miré al espejo, el oscuro cabello enmarcaba a la perfección mi pálido rostro. Apenas me había coloreado los labios y los pómulos, a la hora de destacar prefería la naturalidad y la elegancia, aunque esos no eran siempre los criterios de evaluación de quienes frecuentaban aquel sitio. "Mejor así" pensaba, aunque también algunos buscaban otra cosa. No había perdido aún mis rasgos de niña, o más bien los de mujer estaban apenas acentuándose.
Mi vestido era sencillo, tal vez demasiado. Se ceñía a mi cintura y marcaba mi torso en forma delicada pero llamativa, era de fina tela celeste claro y cubría hasta mis tobillos. Calzaba sandalias con taco bajo, y sobre mis hombros una delicada chalina blanca.
Un golpeteo impaciente llamó a mi puerta, era la seña de que no podía postergarlo más. Tomé aire, como intentando recaudar valor, y me dirigí al exterior del cuarto que, tarde o temprano, volvería a recibirme. El pasillo estaba aún desierto, pero pronto se poblaría de lujuriosas parejas y gemidos que traspasarían las paredes. Era imposible solo ver la paz en aquel sitio, cada segundo de calma predecía horas de guerra.
Bajé las escaleras en forma desganada, pero sabiendo que si no empezaba a cambiar mis modos no la pasaría bien en absoluto. Erguí la espalda como cada noche, sacando pecho para que las miradas pudiesen tener un punto en que centrarse, pero como había supuesto todos ya estaban en "lo suyo". Aquello me alivió por un momento, dándome el valor para sonreír y mostrarme mucho más segura.
De pronto noté que las puertas se abrieron y un joven entró. No parecía querer lo que los otros, en sus ojos no se reflejaba deseo, de hecho había un atisbo de seriedad que la hizo estremecerse. Pero las cosas cambiaron, en ese cruce de miradas. El hombre pareció cambiar de idea, y yo de actitud. Lo vi acercarse y mi corazón se aceleró, como si se tratase de alguien a quien aguardaba hacía mucho tiempo.
Él tardó unos momentos en hablar, tal vez debatiéndose internamente por lo que estaba a punto de hacer, o buscando las palabras en su propia mente. Sus ojos iban y venían, como si algo le impidiese verme directamente por mucho tiempo. Cuando por fin oí su voz, toda mi piel se erizó, vi como sus ojos evitaban los míos pero se escapaban hacia mi escote sin consentimiento de su dueño.
- Muy buena noche- susurré en respuesta, tomándolo por el mentón para que alzara el rostro y me mire.
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Fecha de inscripción : 01/10/2011
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