Una niña merodeando ¿estas segura de querer hablarle? [Privado]

La Inquisición no cesaba nunca en su búsqueda de víctimas, ya fueran inocentes o culpables. Para ellos no había juicio posible de ganar a no ser que contases con el beneplácito del pueblo, al que no les convenía provocar, o de alguien demasiado poderoso y acaudalado como para hacer oídos sordos y ojos ciegos. Lo sabían desde hacía mucho y lo había corroborado una vez más aquella noche, mientras escapaban de sus garras.

Las calles se abrían oscuras y vertiginosas a la carrera de los cuatro gitanos. Tres hombres y una mujer que, luchando por su vida y libertad, se precipitaban entre los laberínticos callejones de piedra para dar esquinazo a la Santa Iglesia. Ninguno de ellos era sobrenatural, pero eso no importaba. Solo un loco se pararía e intentaría explicar a su enemigo algo que no quisiese escuchar. A los Inquisidores les había bastado el simple hecho de poner los ojos sobre la única mujer del grupo para decidir que aquella noche cazarían con o sin motivo. Tenía el pelo largo hastala cintura, liso salvos ondas ocasionales y del mismo color rojo que el fuego del infierno contra el que ellos predicaban. En su piel marmórea destacaban un par de ojos negros como dos pozos sin fondo repletos del conocimiento de una anciana, pese a que a sus veinticinco años era una mujer hermosa, fuerte y vivaz. El aspecto de una bruja, decían, pese a que no lo fuera. Para colmo no llevaba ningún vestido recatado propio de una dama elegante. Tan solo una camisa de puño cerrado y puntilla blanca y con aire gastado resaltaba en el negro del resto de las prendas. Unos pantalones negros se ceñían bajo el cinturón de donde pendía el puñal y la mayor parte de sus pertenencias. Las botas mosqueteras del mismo color se cerraban por encima de sus tobillos y de sus rodillas facilitándole el movimiento; probablemente hubiese venido montando a caballo. El corsé negro ceñía la camisa bajo el pecho hasta alcanzar las caderas, y una chaquetilla negra que llegaba hasta por debajo del pecho, con bordados rojos y mangas acampanadas, muy propia entre los gitanos, complementaba el atuendo. Parecía una cazadora, ciertamente, pero estaba lejos de serlo.

Algunos la llamaban Talena. Otros, la Salamandra, y era una rebelde que ya había causado bastantes problemas en España como para dejarla suelta y a sus anchas por París.

Cuando lograron sacar tajada a la distancia que los separaba de sus opresores, Talena alzó el brazo y sin decir nada lo bajo enérgicamente. Era la señal que sus tres acompañantes habían estado esperando. Se separaron tomando direcciones totalmente opuestas y comenzaron a correr en círculos para marear a sus perseguidores. La única que resultó ser alcanzada fue Talena, pero no pareció preocuparle. Cuando el Inquisidor la acorraló en un callejón sin salida, la gitana simplemente separó las piernas hasta que estas estuvieron alineadas con sus hombros. Esperó. El hombre, confiado, se precipitó sobre ella cuchillo en mano. Talena fingió que lo recibiría, pero hizo una finta con la que no solo pasó a sus espaldas, sino que también le desenfundó la espada. La hoja del arma rozó el cuello del hombre hasta que un hilo de sangre corrió bajo la camisa. El que fuese su dueño comprendió que se había equivocado al pensar que cazaría a la gitana por el simple hecho de ser mujer. Bajo la apariencia frágil, era capaz de desarmarlo y empuñar un arma con la misma firmeza que un hombre.

-Camina hasta la pared con las manos en alto -exigió la rebelde arrastrando las palabras con fiereza.

El "santo" obedeció al sentir el metal amenazando con cortarle el cuello. Se pegó a la pared y no hizo amago de removerse cuando Talena comenzó a desarmarle. De haber sido un hombre, probablemente habría puesto resistencia o incluso se habría visto venir el ataque... ¡Pero qué humillante resultaba pensar que había caído en el juego de una mujer! ¡Una mujer!

-Bonne nuit, mon amour -susurró después en su oído, logrando que el hombre se estremeciese.

Apenas tres segundos después, la empuñadura de la espada lo golpeaba en la cabeza. El Inquisidor sintió que su visión se turbaba. Un segundo golpe lo hizo perder el sentido y caer al suelo, a los pies de la que supuestamente debía ser su víctima. La gitana permaneció junto a él con los sentidos agudizados en busca de cualquier ruído que delatase compañía. Ningún sonido acudió a su oído, pero sí lo hizo un escalofrío familiar que recorrió su espina dorsal de arriba a bajo. Aquella sensación que comenzaba a hacerse demasiado frecuente desde que llegara a París: alguien, o mejor dicho algo, se acercaba.

-¿Quién va? -exigió saber alzando la voz a la par que se giraba hacia el callejón.

Oscuridad, silencio. Inseguridad, paranoia. Todo se sucedía a una velocidad demasiado rápida para que Talena pudiese asimilarlo. La gitana, que sufría de acluofobia, no podía verse encerrada en un callejón sin salida en el que reinasen las sombras. Su psique estallaba, su corazón se aceleraba, toda ella se ponía en tensión ante los demonios imaginarios que acudían a su cabeza. Pero entonces, cuando creyó que aquella sensación era solo eso, producto de sus miedos, uno de estos demonios se personificó ante sus narices. Encerrado en el cuerpo de una niña pequeña que lucía aquel vestido con una elegancia insultante para alguien sin educación como Talena. Era hermosa, o eso le pareció, y su cara inocente no reflejaba la maldad que pudiesen alcanzar los de su especie. Talena se encontró a sí misma con la boca y los ojos abiertos, clavados sus iris negros en alquella muñeca de porcelana que la saludaba con semejante naturalidad. Y sin embargo, la niña consideraba que la muñeca era Talena. La gitana se estremeció. A su mente acudió un congénere de la niña. En efecto, no era la primera vez que veía a un vampiro. De hecho, aquella niña bien vestida era la tercera. En su visita al cementerio, un misterioso hombre llamado Alexandrai intentó aprovecharse de ella. Ese hombre resultó ser un inmortal, un novivo. Pero lo más irónico de todo, al menos a su juicio, aconteció cuando otra vampira le salvó la vida. Una vampira que pertenecía a la Inquisición. Así pues, aquellos santos pontífices que condenaban a etnias distintas de las suyas jugaban con un arma de doble filo cargada de hipocresía. O así lo vio en su momento la gitana.

-¡Salamandra!

Talena no giró la cabeza cuando el gitano gritó su apodo. Se encontraba anonadada observando cada gesto y expresión de la pequeña inmortal. Veía sus colmillos y una parte de ella los temía. Porque sabía que, si quisiera, podría clavárselos sin que tuviese oportunidad de defenderse. Porque la fuerza y destreza de un humano no eran ni por asomo la sombra de las de un vampiro. Pero algo se removía en su interior. Quizá fuese aquello que algunas mujeres llamaban "instinto maternal". Fuera como fuese, Talena no terminaba de ver a aquella niña como una amenaza, muy a pesar de lo evidente de esto último.

-¿Quién eres? -susurró, pero supo que la niña la oiría perfectamente-. ¿Qué haces aquí sola?

Un destello de colores atrajo fugazmente su atención. Los tres gitanos que la acompañaban aparecieron en el callejón y miraron atónitos a ambas féminas. Por un momento debieron creer que fue la vampiresa y no la gitana quien tumbó al Inquisidor. Pero bastaba echar un vistazo al cuerpo inconsciente del cazador para darse cuenta de que estaba vivo y sin rastros de violencia extrema. Eso ya era mucho pedir a un vampiro sediento de sangre y vengaza. Los cuatro gitanos a una observaron con un respeto temeroso los colmillos de la niña antes de que se los tapase. Uno de ellos enarboló un cuchillo en ademán ofensivo para apuñalarla, pero, para su sorpresa, Talena se puso en medio de su camino con los brazos abiertos.

-No -advirtió con dureza-. Sólo es una niña.
-¡Es una de ellos! ¡No es humana!
-Ha dicho que no nos hará daño -repitió la mujer, quizá tratando de autoconvencerse-. Es más de lo que cualquiera de los oficiales que nos han perseguido esta noche podría siquiera pensar ofrecernos.

Los tres gitanos se miraron entre sí y consideraron la idea. Talena tenía razón. Unos humanos habian tratado de apresarlos y torturarlos por mera diversión. Aquella niña, pese a ser vampira, parecía tener algún tipo de relación con su gente y no daba muestras de querer atacarles. Pero los gitanos, temerosos, la observaban con cierto recelo. Solo Talena tuvo el valor suficiente para dejar las armas en el suelo y acercarse a la vampiresa, frente a la que quedó arrodillada y vulnerable.

-¿Podemos confiar en ella?
-Podéis confiar en mí -habiendo quedado a su altura, los ojos negros de Talena se clavaron en los de aquella criatura eterna e inexorable-. Gracias.

Porque, a fin de cuentas, tenía que agradecerle que no los tomara como presas pudiendo hacerlo. Ya había visto antes de lo que podría llegar a ser capaz de hacer un vampiro enojado. Talena no se planteaba poner en duda que aquella niña reflejase los mismos efectos.