Invocación al espíritu {Privado}

El maldito reloj marcaba ya la media noche. Elòise se preparaba para entregarle una vez más, la vena en sus muñecas. La mujer de cabello castaño y ojos verdosos, era virgen y estaba al lado del inválido por una única razón. El control mental que uno de ellos vertió sobre si. Como Elòise, existían otros dos más, simples muñecos de sangre de los cuales Hannes se alimentaba sin consideración alguna, pero había encontrado en esa mujer, un particular sabor en su sangre que no podía simplemente asesinarla y deshacerse de ella. Le prohibió a Aria alimentarse de esa humana, le advirtió a su séquito de guardias que si ella resultaba lastimada alguien pagaría las consecuencias.

La chica se arrodilló frente a él con la mano extendida sobre su cabeza, espera que los colmillos penetren la piel, un dolor efímero, aceptable, casi deleitable. El vampiro no esperó por mucho tiempo y, aunque observó los celos en las pupilas de su amante bebió y bebió de ella como nunca lo había hecho con nadie más. La delicadeza, las bellas palabras y las caricias con la yema de sus dedos, fueron actos insoportables para la pobre Aria, una esposa enamorada de un infeliz desgraciado que no puede siquiera complacerla. Bufó.

-Aria- la voz ardentosa de Hannes desquebrajó el silencio de la habitación en el hotel de mala muerte en el que se encontraban. Un escalofrío recorrió la columna vertebral de la vampiresa. Suena imposible que tras varios siglos de estar juntos, él siga provocando en ella ese irrefutable respeto y la obsesiva devoción que le tiene. La dama sólo fue capaz de mirar sus ojos casi blancos por el paso del tiempo, durante un par de segundos antes de agachar la cabeza e inclinarse a un lado de la silla en la que se encontraba descansando. -¿A qué hora la citaste?- Preguntó el hombre con su tono característico de impaciencia. La demacrada piel de Hannes se comenzaba a caer en pedazos y los dedos de sus manos ya se encontraban desencarnados, en cualquier momento él podría terminar en el suelo en cientos de pedazos apenas digeribles para los canes.

La dama de negro frente a él, clavó su vista en el reloj al fondo de la habitación y suspiró con un lamento total. Le tenía miedo sólo a lo que pudiese decirle, imaginen entonces lo que sería capaz Hannes de no hacerse lo que está ordenando. Puede sonar fácil el romper el lazo que une a esa pareja para que así ella deje de estar encadenada a un parásito. No sólo son padre e hija; esposo y amante; maestro y discípulo, a ambos los unía un sentimiento más allá de cualquier paradoja amorosa que se conozca.

La puerta se escuchó resonar, Aria recorrió rápidamente la distancia, con suma gracilidad y antes de que pudiesen advertir quien era, abrió –Hemos estado esperándote- Hannes se tomó la libertad de comenzar la plática con el invitado pero no hubo ninguna recriminación por su parte. Todos los que entran al palacete en donde la pareja se encuentra, son tratados con una cordialidad sublime, esto sólo y exclusivamente para sus invitados… los enemigos y esclavos no van dentro de la norma.

Hannes sonrió con amargura quejándose con los labios de algún dolor que sintió quizá en alguna parte de su cuerpo –Sea lo que sea que hagas con tu magia, hazlo de una bendita vez porque estoy a punto de colapsar- Con un movimiento de su cabeza le indicó a Elòise que se retirara. Estuvo a punto de pedírselo a Aria pero supo que esta no aceptaría dejarlos a solas –Dime niña, ¿aún no has podido encontrar la cura para mi mal?- Preguntó con un tono amenazante en la voz. No es que la presionara o que desconfiara de ella, tal vez sí, pero no rugió por eso, sino por el dolor que veía disimuladamente en el rostro de la mujer que ama.