Strider Sterling

Habilidades. Sigilo, sentidos aumentados, buenos reflejos, agilidad, flexibilidad, velocidad y fuerza sobrehumana. 1. Transformación. Habilidad de cambiar de forma humana a animal y viceversa. Cuando el licántropo está en su forma transformada aumenta un 50% su potencia física. 2. Sanación acelerada. Habilidad para sanar rápidamente heridas y contusiones no tan graves (esto no aplica al desmembramiento; si les arrancan un brazo, el brazo no volverá a crecer). El tiempo de recuperación varía según el personaje y la gravedad de la herida o lesión. Cuando se trata de balas de plata o fuego pueden morir si las heridas son muy graves. 3. Percepción del aura. Habilidad para ver las auras de otros seres, cuyos colores indican su humor, identidad y nivel de hostilidad, de este modo saben si están bajo amenaza. Este poder también les permite reconocer a otros vampiros e identificar a los licántropos gracias a su aura colorada y su característico olor. 4. Visión compartida y visión remota. Habilidad de poder ver a través de los ojos de los demás o en otros casos, hacer que los demás puedan ver lo que estamos viendo en ese momento. Esta habilidad funciona únicamente cuando se toca a la person 5. Memoria fotográfica. Capacidad de recordar cosas oídas y vistas con un nivel de detalle perfecto. Las personas con esta habilidad no olvidan nunca escritos, sonidos, imágenes y los recuerdan mucho tiempo después como si lo hubieran escuchado/visto apenas unos días antes. 6. Ojo superior. Habilidad para tener visión aún con los ojos cerrados o en la oscuridad. El licántropo posee naturalmente una visión más aguda, pero no se compara con esta habilidad que se puede igualar a la visión de un halcón.



Su vida ha sido una lucha constante de caer y levantarse. Cansado. Esa es la palabra que puede describirlo en su totalidad. Está cansado de tener que arrastrarse para llevar comida hasta su boca. Está cansado de despertar, a sabiendas de que otro día más reclama que se mueva. Desde niño tuvo que salir a las calles a trabajar. No le importaba hacerlo. Si su esfuerzo permitía que a su hermana no le faltara nada, él se daba por bien satisfecho. No era egoísta. No pensaba en sí mismo. Jamás culpó a su padre por haberlos criado en la pobreza. Sabía que Edward hacía todo cuanto podía por llevar el alimento a casa, lo menos que podía hacer era apoyarlo. Y así fue hasta el día que fue traicionado, la noche en que todos sus esfuerzos fueron pisoteados. Odiar, odiar todo después de que alejaran a Dulcie, fue tremendamente fácil. Observaba a las familias adineradas y sentía la envidia corroerlo. Los pensamientos -  “y si hubiésemos sido ellos”, “y si mi padre hubiese hecho algo para salir de la pobreza”, “y si hubiese escapado con ella” - fácilmente cruzaban su mente. La culpa lo atormentaba a cada paso que daba. Haber descubierto el destino que selló la vida de su melliza, todo lo malo que él habría evitado incluso si se requería su vida, no lo hace más que sentirse responsable. No importa cuán duro hubiese trabajado para encontrarla, nada es comparable con la vida que a ella le ha tocado. Ahora que forma parte – como un maldito cómplice – de todo lo que le pasa, se siente sucio, un traidor. ¿No había jurado cuidarla siempre? Siente pena por su melliza, por sí mismo, por la vida que les fue negada. Ha llegado al punto de ser esclavo solo para tenerla cerca. Hace todo lo que le piden sin cuestionar, pues teme que eso anule el trato que ha conseguido para liberarla. Su verdadera tortura no es saberse prisionero, sino saber que su hermana lo ve como alguien sin valores. Antes, ella había estado orgullosa de él, ahora… No queda nada de eso.


El nacimiento de los mellizos Sterling no fue motivo de alegría ni de celebración, solo de penas. Edward, el padre de los recién nacidos, no pudo devastarse por la pérdida de su amada esposa. Zettie no habría descansado en paz si él no hubiese hecho algo para salvaguardar la vida de sus hijos. Eran demasiado frágiles. ¿Cómo se suponía que sobrevivirían sin el cuidado de su madre? El miedo junto con el dolor se reflejaba en su rostro. El agua de la torrencial tormenta se filtraba a través del techo, el frío hacía a los pequeños acurrucarse  el uno con el otro. Mientras los veía, barajeó la posibilidad de dejarlos a las puertas del orfanato más cercano. ¿Qué podía ofrecerles él? Dentro de esas cuatro paredes no había más que carencias. Se acercó al cuerpo inerte de Zettie, como si ella pudiese guiarlo en esa desesperada situación. No supo cuánto tiempo estuvo ahí parado, pero cuando miró a través de la ventana, solo una leve cortina de lluvia le dio la bienvenida. Sus hijos, quienes habían permanecido callados hasta ese momento – como si fuesen conscientes de la desgracia que se cernía sobre todos ellos – empezaron a llorar. Cerró los ojos por un momento y, por primera vez desde hacía muchos años, oró; esperando que el mismo Dios que lo había abandonado se apiadara de su familia. Como si éste hubiese escuchado sus ruegos y decidido ayudarlo, Suzie, quien había perdido a su hijo en el parto un par de días atrás, se ofreció a amamantarlos. Edward ya había decidido, para ese entonces, quedarse con los mellizos. Sabía que su decisión solo los hacía partícipes de su mismo destino. ¿Quién era para destruir todo el trabajo que su esposa había hecho para tenerlos? Zettie y él habían trabajado día y noche para reunir las monedas para pagar a la partera y comprar algunas mantas para cuando él o ella nacieran. Él mismo se levantaba temprano y se iba a dormir – cada vez más tarde –. Solo tenía que seguir haciendo lo mismo. Por ellos. Se lo debía a ella.

Crecieron en la pobreza. Strider aprendió, desde muy pequeño, a ser el hombrecito del hogar cuando su padre no estaba – que era la mayor parte del tiempo. Edward llegaba demasiado cansado. Se lamentaba por eso. Había sido testigo de cómo su padre forzaba una sonrisa para ellos. Quería ayudarlo. Así que, antes de cumplir los seis años, empezó a vender periódicos en las calles. Mientras otros niños jugaban, él trabajaba. Algunas veces era maltratado por los mayores, quienes se aprovechaban para quitarle las únicas monedas que la venta le dejaba. Nunca compró nada para sí mismo. Había visto como las jovencitas que tenían padres ricos presumían sus vestidos y lazos. Él quería eso para su hermana. Dulcie no era diferente a ninguna de ellas.  Era hermosa, con una sonrisa que podía contagiar a cualquiera, ¿por qué no podía disfrutar de lo que otras tenían, entonces? Descubrió que, si se levantaba antes de que sol alumbrara el firmamento, tendría tiempo para llegar hasta el centro antes que los otros vendedores aparecieran. Cuidó coches, cargó compras, llevaba recados y, aunque no le gustaba robar, empezó a hacerlo conforme fue creciendo. Se alegraba de que ella fuese instruida por Suzie, así nadie le humillaría – como a él – por no saber escribir o leer. Una tarde su  padre lo acompañó, tenía que decirle algo importante. Strider escuchó atentamente. Cada vez que abría la boca para interrumpir, Edward le lanzaba una mirada de advertencia. - ¿Alejar a Dulcie? El miedo teñía cada una de sus palabras. – Solo si nuestra situación no mejora. Le recordó. Ambos sabían que ésta no mejoraría. Incluso aunque él trabajaba, solo pasaban el día con lo justo. Tras aquélla conversación, su vida ya no fue la misma. Vivía con miedo de regresar a casa y no encontrar a su hermana. Entendió entonces, porqué su padre forzaba sus sonrisas.  Su octavo cumpleaños llegó, se aseguró de comprar una pequeña tarta para su melliza. Escuchó todo lo que tenía para decirle. Estaba contenta con los progresos en sus estudios. ¿Quién diría que esa sería el último ocasión que la vería? Al día siguiente, cuando regresó de las calles, encontró el cuarto vacío. Supo, en el momento en que entró, que su padre la había alejado de su lado.

El vacío se instaló en su pecho. Esperó a su padre con impaciencia. Cada minuto que pasaba amenazaba con volverlo loco. Si su dolor no lo hubiese cegado, habría visto el mismo dolor reflejado en el rostro de su padre cuando éste llegó. - ¿Dónde está? Exigió furioso. – Dime donde está. No hubo respuesta. Lo maldijo. Una y otra vez. Una y otra vez. En sus orbes solo había asco, acusación, decepción. – He trabajado duro, Edward. Por ella. ¿Cómo pudo no ser suficiente? Las lágrimas resbalaron por sus mejillas. Esa era la primera vez que las derramaba. Ni siquiera cuando su estómago pedía comida o cuando regresaba golpeado, había llorado. Llorar no solucionaba nada. Llorar era debilidad. No le importó. – No había otra salida, Strider. Ella estará mejor ahora. Lanzó al suelo las pocas pertenencias que tenían.  Así fue como descubrió el guardapelo y la nota bajo la almohada. Las letras en el papel no le decían nada. Suzie. Suzie le diría lo que había escrito. Esperó, tontamente, que ella hubiese descubierto a dónde la llevaban. No fue así. Si antes había trabajado arduamente, ahora trabajaba con el mismo fervor para reunir las monedas que se necesitaban para poner un pequeño anuncio en los periódicos que vendía. Eran demasiadas, parecía que jamás las juntaría. Así que cuando el circo gitano se instaló en Londres, vio su oportunidad de viajar en sus caravanas. Abandonó a Edward a los trece años. Era un joven trabajador. No tardó en ganarse un lugar entre los gitanos. Cada que el circo paraba, él recorría las calles del lugar esperando, siempre esperando cruzarse con su hermana. ¿La reconocería? Francia les dio por tercera – y última vez para él -  la bienvenida. Cruzaba las calles parisinas cuando escuchó que alguien pronunciaba el nombre de su melliza. Se había encontrado con muchas Dulcie a través del tiempo, pero en cuanto sus orbes recayeron en esa larga cabellera y perfecto rostro, supo que había encontrado aquello que le había sido arrebatado.


■ Descubrió que su padre vendió a su hermana a un vampiro. Ha pactado con este ser su esclavo los próximos diez años para liberarla del trato.
■ Es participante en las peleas que se dan en el Club Fangtasia para divertir a los clientes. No porque lo disfrute. Es solo otra orden.
■ No sabe leer ni escribir.
■ Se culpa a sí mismo por no haber encontrado a su melliza antes de que acabaran con su inocencia.
■ Ha presenciado cómo otros hombres ultrajan el cuerpo de su hermana. Tiberius lo obliga.
■ Intenta no encontrar culpable a Dulcie. Falla fervientemente. La acusa por aceptar así sin más, su destino.