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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Cardenal Richelieu Mar Jun 26, 2012 9:04 am

"Mientras callé mi pecado, mi cuerpo se consumió con mi gemir durante todo el día; porque día y noche tu mano pesaba sobre mi; mi vitalidad se desvanecía con el calor del verano"(Salmo 32:3,4)

Bella mañana de Domingo, las efímeras y hermosas palomas alzaban vuelo tras sentir los primeros rayos de sol acariciando sus plumas, dentro de el majestuoso Domo de Milán, la luz del día que entraba por los vitrales glorificaba las más grandes representaciones hechas por el hombre...la Virgen María, Jesús siendo bajado de la Cruz, los ángeles danzando y alabando a su Cristo redentor...oohh...que mágico, el poder de Dios encarnado en una estructura ósea...realmente un deleite para cualquier clase de hombre. Silencio...solamente silencio se escuchaba en ese interior, un silencio tal que destruía toda clase de pensamiento ahogando las penas de aquellos que son atormentados por su propia alma. Un hombre se mantenía sentado, sus ropajes de rojo color se desplegaban en el suelo de cerámica, tan sólo moviendo sus dedos, cambiaba de página un libro con bordes dorados y escrituras antiguas. Su cabello, algo rubio y acechado por la vejez, brillaba al sonido de el silencio y a la oscuridad de la luz...sus ojos centrados...su barba bien definida...era el, uno de los que Dios había designado para hacer su trabajo en la tierra...el que tenía el poder para excomulgar y privar de las puertas de San Pedro a los impíos sin perdón.

Yo...el Cardenal Richelieu.

Death Strip Serenade:

De pronto oí unos pasos, que retumbaban por todo el Domo, mi cabeza dio un giro leve...viendo a la persona dueña de esos pasos. El obispo de el Domo, se sentó junto al piano y comenzó a tocar la música más bella que he escuchado en mi vida, cerré mis ojos mientras estaba sentado...el piano comenzó a relajarme de forma tal que todo lo exterior a mi interior fue lento, mi respiración fue cada vez mas lenta..los latidos de mi corazón más lentos...estaba en un estado de gozo que no tiene explicación. Poco a poco sentí que los ángeles comenzaron a levantarme con sus manos, un viento cálido y a la vez frío me saturo el rostro...hojas secas de un otoño lejano rozaban mis pies por debajo de mis ropajes, acariciando mis yagas dolidas...drenando todo ese dolor que a cualquiera aturde, en el aire...comencé a girar poco a poco...todo sentimiento de maldad o agonía fue desapareciendo, estaba levitando y los ángeles eran mi soporte...ahh...que sentimiento tan dulce y lejano, probar un néctar sólo derramado por la mano de Dios que llegue a mis labios, mis manos danzaban en el aire muy lentamente como un algodón que es presa del viento matutino...mi capa roja se extendió hacia atrás como cual bandera se alza para dar grito de guerra.
Luego de unos segundos mi cuerpo comenzó a descender nuevamente, cadenas de flores arrojadas desde el cielo sostenían mi cuerpo para que no cayese, mi biblia cayó lentamente al suelo desparramando apuntes sobre el sermón de hoy...pero yo no escuchaba nada más,sino la Sinfonía de Muerte final que tocaba el Obispo, hermosa música sin duda. Al finalizar de tocar, abrí mis ojos... el día que ya era maduro me dio la bienvenida a ese sitio. Sonriendo...levanté mi biblia y junté mis apuntes...ya era hora para mi sermón. El obispo se me acercó...susurrándome unas palabras, se alejó hacia la entrada de el Domo. El sueño que había tenido hace momentos puso en mi un estado de calma eterna...las yagas sufridas por mis delicados pies me privaban de dolor en esos momentos...besé el crucifijo que poseo en mi pecho, y arrodillándome delante de la Cruz de nuestro señor, comencé a dar marcha hacia lo que sería mi primer sermón como Cardenal de la Iglesia Católica en el mundo. Mis pasos hacia la puerta fueron eternos...

uno....dos...tres...cuatro...

...pasos que no tenían fin aparente...más enfrente de la puerta, tome mi biblia firmemente y abrí las puertas del Domo en dos, la luz de la mañana me cegó, el bullido de la gente era insoportable, algunos aplausos, en fin, sonidos por doquier. A unos metros de distancia, el Obispo había preparado un púlpito especial para mi, el camino estaba cubierto de rosas en los bordes, la manta roja característica de la Iglesia habría paso ante la plebe. Caminé...y caminé...mi garganta ya no podía tragar más saliva...al llegar, apoyé mi biblia en el púlpito e hice una señal a las personas para que quedaran en silencio...obviamente...directo al grano.


Sean bienvenidos hoy ante el señor, hijos míos...como ya deben saber, soy el Cardenal Armand Jean-Du Plessis De Richelieu, estoy hoy aquí ante ustedes como un humilde servidor de Dios, para traerles su palabra y que sus corazones afligidos tengan un respiro que solo Dios puede ofrecer.
Mi sermón de hoy, se trata sobre los pecados de la Carne, algo que hoy en día nos preocupa mucho, tanto como el Papa como a mi. Así que hablaré sobre esto hoy en día.


Abrí mi biblia suavemente, un nerviosismo pocas veces experimentado se encargó de gobernar mi ser completamente...dirigí mi fría mirada hacia las palabras contextuales del santo libro...y comencé mi sermón...

Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne... porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis. Pero si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley. Y manifiestas son las obras de la carne, que son adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios. Libro de Gálatas, Capitulo 5, del versículo 16 al 21

Levanté mi vista para dirigir mi palabra hacia los oyentes, vi cara de diferentes formas, expresiones y tamaños...

Dios ha hablado y yo traduciré mis hermanos e hijos...todo aquel que ha transitado por el camino del mal, tiene el perdón del cielo pero con una condición, que entreguen vida y alma a su señor Jesucristo. Muchos de ustedes no han sabido aun controlar su cuerpo...su cuerpo manda sobre sus mentes, los acecha...los dirige...los hace cometer los actos más atroces que nunca jamás se han visto. Todo porque no son dueños de su cuerpo ni de su espíritu...pero hay alguien que se oculta entre las sombras...acechando a cada paso, a cada decisión que ustedes toman, Satanás, el ángel caído , el rey de las tinieblas se regocija con cada acto de pecado que ustedes realizan. Su alma comienza a apartarse poco a poco hasta que el sombrío las atrae y la encierra...en una jaula que después es muy difícil de abrir. Hermanos e hijos míos, son tiempos crueles para los hijos de Dios, hay organizaciones que pretenden destruir lo que Dios ha hecho en la tierra...mercenarios pagados, cortesanas de la carne pagadas, muchos quieren destruir a la Iglesia, pero son ustedes, mis hermanos en Cristo, quienes han de luchar y apoyarnos para que esto no ocurra...¡El poder de la iglesia jamás será...!

Comencé a toser de pronto, el mal que habita en mis entrañas había salido a luz en pleno sermón, sangre salía de mi boca, un suave murmullo de las personas se hizo sentir sobre mis oídos...me di cuenta de que me había desviado del tema...un mero error de mi parte que no se volverá a repetir...

Mis hermanos, estamos preocupados al igual que Dios lo está...nuestros ojos se han desdichado por recibir informes de cosas que la carne ha hecho...blasfemias entre familias, mujeres que venden su cuerpo a los placeres de la carne, establecimientos que son el centro de la maldad...parad ya con toda esta blasfemia hacia el nombre de Cristo, manchan a hombres honrados...tentándoles con deseos negros y maliciosos...dominen su cuerpo y espíritu no hagan caso a las enseñanzas negras, tomen la biblia y comiencen a predicar sobre la palabra pero primero...pidan perdón al señor y confiesen sus pecados al creador...

¡Muerte a las prostitutas!...!que mueran las que llevan en su interior la semilla del mal!

Se escuchó entre la multitud...una idea que a pasado sólidamente por mi cabeza hace algunos años, en sí tiene razón, ellas/ellos no dejarán de cometer actos impuros sólo porque un libro se los aconseje...hay que tomar las riendas del asunto...no...¿en que estoy pensando?...alcé mi mano y dirigí mi palabra en contra de aquel anunciador de muerte

No!...eso es lo que Satán quiere, no dejemos que nuestras emociones nos controlen...no dejemos que esa semilla nos provoque deseos de muerte...los brazos del señor están abiertos para cualquier tipo de personas...asesinos, cortesanas, falsos profetas...todos tienen el perdón de Dios si lo buscan de corazón...hermanos y hermanas...doy finalizado mi sermón por hoy...realmente es un agrado y una bendición haber compartido con ustedes la palabra de nuestro salvador..que Dios los bendiga...adiós.

Tomé mi biblia y rápidamente comencé a alejarme hacia el interior de el Domo...sabía que si seguía hablando, mucha gente comenzaría a gritar ofensivamente ante mi reclamo de piedad ante las personas descarriadas, detrás de mi, la guardia personal del Cardenal caminaba...tendría que enviarlos a las calles si se formaban disturbios...mi primer sermón fue un fiasco...
Ya dentro de el Domo, el Obispo me felicitó por el sermón dado...no le creí...su cara sólo representaba la tapa de un libro lleno de maldiciones hacia mi persona...no me importaba...la causa fue justa, de un gesto rápido...uno de los servidores de la iglesia me trajo una copa de agua...la miré...una y otra vez...para luego observar al hombre de forma sarcástica...


¿Agua?...hijo mio...traedme de la sangre de Cristo...por favor...

Humillado el hombre...salió corriendo en busca de vino...cuando de repente...se acerca el obispo nuevamente, mi rostro no expresó felicidad ni nada parecido...estaba cansado ya y quería ver que tenía que decirme...

Cardenal...una...bueno...una mujer de reputación dudosa...busca hablar con usted a toda costa...

Interesante... fu lo primero que se me cruzó en la cabeza...rápidamente hice un gesto para que la dejara pasar...el vino tardaba...mi reputación debía ser forjada en base a escuchar a los demás...este era el comienzo de mi Ministerio en este mundo...peldaño a peldaño...escalaré hasta encontrar el poder...
Cardenal Richelieu
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Mensaje por Dulcie Sterling Vie Jun 29, 2012 10:47 pm

La mayoría de los pecadores pasan su vida ofendiendo a Dios y confesándose.”
Vicente XIV

Se colocó la bata sobre la piel desnuda, se tomó el cabello rubio en la coronilla y salió al pasillo en busca de una doméstica que le preparara el baño, procurando no hacer ni un ruido. Una mujer de unos cuarenta años, con el cabello entrecano y esbelta figura, le salió al encuentro ni bien hubo cerrado la puerta. Dulcie se ajustó el cinto sobre la cintura algo incómoda, era sabido que era la cocotte de turno del señor de la casa, un rico italiano que la había llevado hasta su país para que lo acompañase durante un viaje de negocios, pagando muy bien sus servicios y asegurándole a Mikhail Argeneau que la tendría vigilada. Se sometió a la inquisidora mirada de la señora, que examinaba su rostro y su cuerpo como si de un animal se tratase, ¿acaso era algo más que eso? No. Suponiendo que hablaba francés, le pidió en ese idioma aquello por lo que había salido, la empleada aceptó a regañadientes e ingresó a la habitación como si su amo no descansase. La muchacha entró tras ella, a punto de pedirle que no hiciera ruido, pero se encontró con el hombre sentado en la cama, con la espalda apoyada en el respaldar y el torso desnudo, le ordenó a la señora que se retire y a Dulcie que volviera a la cama, donde le hizo el amor violentamente, una vez más, como desde hacía tres días.

Donattelo Englaro tenía cuarenta y tres años, era sumamente rico y demandante. Todavía con la muchacha sobre él, le pidió, en ese tono altanero que lo caracterizaba, que le preparara la tina con agua caliente. Dócil, servil y porque no tenía otra opción, se puso de pie, antes de tomar la bata que descansaba entre el suelo y el colchón, recibió un pequeño golpe en la mano, miró al hombre que le prohibió que se cubriera, que la quería desnuda caminando por la habitación. Asintió levemente, le sonrió –de manera forzada- y se dirigió al cuarto de baño meneando las caderas de manera natural. Cuando hubo terminado su labor, se apoyó en el umbral de la puerta para avisarle que ya estaba listo. Englaro se levantó de un salto, y con su físico imponente, su piel bronceada y el cabello suelto que le llegaba a los hombros, se dirigió hacia ella. Desde el agua, le extendió la esponja y le susurró que lo ayudase. Dulcie tomó el objeto entre sus manos, se acuclilló en el suelo, y se lo pasó suavemente por la espalda, por el cuello, por el pecho, el vientre, sintió la erección del italiano, que la obligó a entrar con él y la poseyó vehementemente, quedando la mitad del líquido desparramado por el suelo. Ambos quedaron rendidos, ella se apoyó en el pecho de su amante de turno y escondió su rostro en la curvatura del hombro, depositando un diminuto beso. ¿Por qué tuvo ese último acto de ternura? Quitó rápidamente el pensamiento de su cabeza, pero fue porque Strider cruzó un instante por su mente. Se adormilaron, abrazados, era difícil complacer a Donattelo, sin embargo, Dulcie había sido generosa hasta el extremo y lo había enloquecido de placer, su cara de ángel desmentía su experiencia y destreza en las artes amatorias. Había algo en ella que lo cautivaba y llenaba de paz. Era un hombre de mundo, no se dejaba engatusar por las mujerzuelas de mala vida, sin embargo, no sabía si era el tono tranquilo de su voz, su mirada serena e inocente, o su piel suave como la seda, algo en ella hacía que no se cansara de contemplarla, un misterio muy profundo que ocultaba en su interior. Desde que la conoció había intentado descifrar si la ingenuidad que expresaba era fingida, en ese momento, allí, descansando en sus brazos, con la respiración serena y los labios entreabiertos, dedujo que esa mujer, tenía más de niña que de cortesana.

A media mañana, el hombre partió, dejándola en el lecho. Dulcie recorrió la mirada por la lujosa alcoba, todavía le dolía el cuerpo de la pasión compartida con el italiano. Descorrió las sábanas y se observó las piernas. La piel estaba rojiza, la parte más cercana a su entrepierna algo irritada, su vientre también enrojecido por las mordidas que le había propiciado. Le llamaba la atención el salvajismo de ese simple humano. También le dolían los senos a causa de la violencia con que los había tomado entre sus manos, entre sus labios, entre sus dientes. Las imágenes de esos días eran inevitables, sin embargo, nada de dicha la embargaba, ella había gozado en los brazos de uno sólo, nunca más había experimentado el deseo que Argeneau le había provocado y le provocaba. Se cubrió hasta el pecho y se recostó. Con la mirada clavada en el techo, recordaba que se había ido sin despedirse de su hermano… Apretó los párpados con fuerza, y fue sólo un segundo, pero una escena en la que él la besaba apasionadamente se le apareció. De un salto estaba en el piso, con las lágrimas desbordándole de mera desesperación, ¿cómo podía tener esos pensamientos horrorosos? Esa vida errante le estaba trastocando la cabeza. Se dirigió hacia el baúl donde guardaba sus pertenencias, tomó los aceites y ungüentos para pasarse sobre los moretones, necesitaba ocupar su imaginación en algo. Luego se puso uno de sus vestidos, no imaginó que saldría de día, por lo que no había llevado ropa adecuada, sin embargo, quería despejarse. Terminó enfundada en uno de color celeste claro, con puntillas en color negro y con un profundo escote que mostraba más que lo indicado en las normas sociales. Le daba vergüenza, pero se consoló diciendo que era una simple prostituta, que nada tenía que aparentar; así y todo, se colocó una mantilla blanca sobre los hombros, intentando cubrir lo más posible su pecho.

Salió al mediodía. A pesar de ser invierno, el Sol calentaba lo suficiente, lo que la obligó a abrir su sombrilla. Se había percatado que la seguían, seguramente algún oficial que Englaro había contratado para que ella no escapara, no obstante, el hecho de irse y no volver a ver más a Strider, la atormentaba, de todas formas, sabía que si Mikhail la quería de vuelta, lo haría. Lo amaba (¿o temía?) demasiado como para atreverse a desafiarlo. Sentía como la observaban, tanto damas como caballeros, algún que otro grupo de mujeres que estaban sentadas en un banco, murmuraban cuando pasaba frente a ellas, le daban vuelta la cara y no faltaba aquella que la insultaba. Había aprendido a simular desatención, pero eso no significaba que no la lastimara. ¿Cómo era posible que se dieran cuenta que ella no era una más de esas personas elegantes? Llegó a la conclusión de que el pecado se huele, se percibe, se arrastra, se carga…

Una melodía tranquilizadora llegó a sus oídos. Una música serena cruzaba las barreras del sonido y la obligó a detenerse, a cerrar los ojos y dejarse llevar. De a poco, todos los ruidos externos desaparecieron, sólo sentía la brisa fresca acariciándole la piel del rostro y el compás que los instrumentos se esmeraban en articular. Caminó como autómata, dejándose guiar, y llego hacia el imponente Duomo di Milano. La catedral construida en estilo gótico, se elevaba ante ella disminuyéndola, empequeñeciéndola, la muchedumbre estaba en completo silencio, hasta que quien abrió la puerta fue recibido con aplausos y gritos de jolgorio. Se quedó allí, quieta, atenta… Un par de miradas condenatorias se posaron sobre ella, pero las ignoró, y decidió quedarse a un costado. Escuchó sin atención el inicio de la ceremonia. Los minutos transcurrieron y la voz que hacía eco en el lugar la sacó del transe en que la había sumergido la belleza de la catedral. Era algún miembro del clérigo el que empezaba su predicación, la piel se le erizaba a medida que lo escuchaba, cada frase se colaba entre sus huesos, por sus venas, se mordió el labio inferior para retener el llanto, y a pesar de sus esfuerzos, tuvo que refregarse los ojos varias veces para evitar que las lágrimas le surcaran las mejillas. Pegó el mentón al pecho y así se mantuvo hasta el final, atendiendo lo que decía el hombre. Algunas frases reprobatorias llegaron a sus oídos, la polémica se había desatado entre el gentío. Entre tantas personas, logró escuchar que el que daba el sermón era el cardenal Richelieu.

La misa dominical finalizó, y ella se quedó petrificada. El cardenal…él la entendería, él la ayudaría a aclarar la mente, él le quitaría la culpa, ¿sería Dios capaz de arrancarle la mancha del cuerpo y del alma? Cuando todos se habían retirado, caminó a paso ligero y entró. Se tomó varios instantes para absorber la magnificencia del interior, que aún no estaba terminado, la estatua de San Bartolomé de Marco da Agrate la retuvo un poco más. Recordó porque estaba allí y caminó por el pasillo central, el taconeo de sus zapatos retumbaba con fervor, por lo que un monaguillo que había escuchado el ruido, la frenó antes de que lograra llegar al altar. En sus ojos se expresaba la misma reprobación que en todos los demás, a pesar de ser un muchacho joven, era igual al resto, no lo culpaba, era la reacción normal. El chico le dijo que ella nada tenía que hacer allí, que su escote era inapropiado, que no era digna de ser recibida en la casa del Señor, que se retirara ya mismo si no quería que el mismísimo Jesús bajara de la Cruz para hundirla en el infierno. Dulcie reposó su mirada adorable en la del servidor, que detuvo la catarata de insultos. Le tomó las manos entre las suyas y le suplicó que le conciliara un encuentro con el cardenal Richelieu. Balbuceó negativas, hasta que se percató del inicio de sus senos, Dios lo castigaría por sus imaginarias intenciones, pero, inmediatamente, trasladó la culpa a la mujer de mala vida que tentaba a los hombres con su cuerpo, de todas maneras, de mal modo, le pidió que esperase.

Cuando el monaguillo volvió por ella, le agradeció tantas veces, hasta que la impaciencia en las pupilas del chico se hizo evidente, algo que la sonrojó. La guió por un largo pasillo. Él caminaba adelante a una distancia por más prudencial. Se detuvieron ante una puerta, subieron dos escalones y entraron a una sala algo lúgubre, con imágenes de santos, de cruces, de Vírgenes, una Biblia rodeada de velas descansaba a los pies de un Cristo crucificado. El joven le indicó que cruzara a la habitación contigua, que el cardenal la estaba esperando. Murmuró un “gracias” y con las manos temblando, se aventuró. Allí estaba el eclesiástico de espaldas. Dulcie, con un nudo en la garganta, la voz entrecortada y los ojos a punto de rebosar de lágrimas le dijo:

Perdóneme, Padre, porque he pecado.

Se mantuvo expectante, quizá se había apresurado al querer hablar con él. Seguramente sus reflexiones eran simples apariencias y estaba frente a un ortodoxo igual a los demás, que la haría sentir inferior, que le diría que no valía absolutamente nada y que tenía merecido todo lo que le sucedía por no tener a Dios en su alma.
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Mensaje por Cardenal Richelieu Vie Jul 06, 2012 12:57 pm



“Si nosotros confesamos nuestros pecados, el es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad.”
(Juan 1:9)

Sosteniendo mi copa de vino me encontraba, mis ojos temblorosos por pensamientos oscuros se mantenían fijos...analizadores...el silencio que prometía un estallido de emociones no muy lejanas se acento en todo el sitio...la estatua del Cristo crucificado, tan glorificado en el pasado y en el presente, con detalles mínimos pero hermosos de la sangre que caía por sus rodillas, por su costado...una obra tan efímera y al mismo tiempo divina que adornaba el lugar otorgándole un esplendor mágico...así debía de ser, el humano es un ser bastante crédulo cuando se trata de imágenes santificadas, aquellos que se aprovechan de la Fe para conseguir sus fines deben explotar este error humano lo máximo posible, ese es el verdadero propósito de las imágenes...conmover y doblegar las almas de los débiles. Una sonrisa tan maquiavélica salió de mi, me glorificaba ami mismo por mis actos en este mundo...de la nada pasé a convertirme en uno de los hombres con más poder de la tierra, aveces me arrepiento de mi mismo por haber cometido tantos actos malvados para llevar a cabo mis fines...bah...en el mundo humano no hay reglas...y si algún día he de pagar mis pecados ante el altísimo...lo haré...pero mientras tanto, seguiré hundiendo en un poso de excremento a quienes se lo merecen y tratando de hacer el bien con aquellos que tienen un propósito más grande en este mundo.
Continué tomando mi copa de vino, el éxtasis que me otorgaba la sangre de Cristo era indescriptible, con cada sorbo lamía apenas y decentemente mis labios poco agrietados, mi bigote bien formado sudaba con el calor invisible que ascendía del néctar de Dios. Cerré mis ojos por un instante...recordando viejas parábolas y futuros planes para hacer en Roma...mi imperio comenzaba a ser construido, ya había recibido mensajes de ciertas personas con influencia en la corte Francesa...planes e intrigas...para eso nací...oh...y para predicar la palabra de Dios claro está. Aquellos delirios de grandeza que sentía se esfumaron con el maldito murmullo proveniente de un cuarto distante acompañado de algunas blasfemias cometidas por el monaguillo, por el variado sonido de los pasos sabía que el Obispo no venía solo, eran...zapatos...zapatos con tacos, por el estruendo de estos últimos supe que no era una persona de gran corpulencia, sino leve...como una pluma que se desliza por el viento azotador, que cae...y cae hasta desplazarse al suelo llano.
El viento ayudó en mi cometido...lenta y gustosamente pude percibir los aromas provenientes de la entrada principal, el lúgubre aroma a encierro del Obispo...que rápidamente fue tapado gracias al cielo por el aroma relajante de aquella mujer de identidad desconocida...oh...intrigante...una...una mezcla de aromas difíciles de discernir...aceites variados, dignos de una mujer. El obispo...cual impertinente perro faldero parece, se marchó hacia otro lugar del inmenso Domo de Milán. Me fastidiaba, un demonio vestido con sotana blanca aparentando ser hombre de Dios, sé lo que guardan sus ojos llenos de codicia, buscando favores de personas con mejor posición que el.
Aquella mujer quedó a mis espaldas...yo me encontraba sentado finalizando mi copa de vino, esperando que comience a recitar las palabras que mi mente se imaginaba, así fue, pero la sorpresa sobrevino al escuchar una serie de palabras que había escuchado durante toda mi triste vida...


"Perdóneme, Padre, porque he pecado."

Clásicas palabras de una obra de teatro representando las almas aturdidas que vienen buscando el perdón de Dios...para luego romper su fe con más pecado...iniciando un circulo de perdón y pecado que no tendría fin...hasta la inevitable y absoluta muerte. Sonreí...inclinando mis ojos hacia un costado, observando fijamente el suelo sin tener imagen de la silueta de la mujer, la punta de mi lengua baño mis dientes blancos quitándole los últimos rastros de vino sin otorgar algún sonido al momento. Con la copa en mi mano, comencé a balancearla de un lado a otro...hasta que me paré de aquella silla, mirando hacia el frente y de espaldas a la chica, comencé a caminar lenta y prodigiosamente hacia la estatua del Cristo, mis manos se encontraban por detrás de mi cintura sosteniendo mi copa de vino, que con cada paso que daba despedía gotas hacia el suelo.

¡Perdóneme Padre!...¡porque he pecado! -Mi voz era tan burlona como irónica...conjuntamente con estas palabras, mis manos se balancearon hacia ambos lados de mi cuerpo, como si estuviera desesperado o algo por el estilo- Siempre escucho lo mismo dulce joven con voz temblorosa...todos están arrepentidos de pecar...pero no lo dejan de hacer...todos están arrepentidos de fallar ante Dios...pero no lo dejan de hacer....todos pecan y todos se arrepienten...pero, dime...dulce joven...¿de qué tendrían que arrepentirse?. -Me paré en ese momento, el camino hacia la estatua del Cristo estaba bastante lejos, lo necesario para recitar el sermón privado, esperé respuesta de aquella mujer...sólo medio segundo luego de terminar la última palabra- ¡tendrían que arrepentirse de arrepentirse!..eso sería lo más lógico desde mi punto de vista...mujer... - No gritaba, simplemente hablaba fuerte- Mis disculpas joven, mis primeras palabras no fueron para burlarme de tu dolor, no pongo en duda que tu espíritu está siendo masacrado por tus actos o pensamientos, a lo cual me siento apenado aún sin saber de que se trata, aunque tengo una endeble idea del porqué. -Seguí caminando rumbo hacia la estatua, estaba a la mitad...era el momento de aconsejar sabiamente a la mujer sobre el "pecado" en su totalidad, sin especificarle en un tema debido- Y el miró el cielo y habló...entonces el reino de los cielos será semejante a 10 vírgenes, que tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo.Y las cinco de ellas eras prudentes, y cinco eran insensatas, Las que eran insensatas, tomando sus lámparas, no tomaron consigo aceite; mas las prudentes tomaron aceite en sus vasos, juntamente con sus lámparas y tardándose el esposo, cabecearon todas y se durmieron...a la media noche se oyó un clamor “!He aquí el esposo viene, salid a recibirle!”. Entonces todas se levantaron, y arreglaron sus lámparas
Y las insensatas dijeron a las prudentes "danos de vuestro aceite, porque nuestras lámparas se apagan", más las prudentes respondieron diciendo "para que no nos falte a nosotras y a vosotras, id mas bien a los que venden, y comprad para vosotras mismas". Pero mientras ellas iban a comprar, vino el esposo, y las que estaban preparadas entraron con el a las bodas; y se cerró la puerta. Después vinieron también las otras vírgenes, diciendo "¡señor, señor , ábrenos!" mas el respondiendo diciendo: "de cierto os digo, que no os conozco".
velad, pues porque no sabéis el dia ni la hora en que el hijo del hombre ha de venir.


Me detuve enfrente de la estatua, tocando los pies del redentor, me había iluminado por completo para ofrecer palabra a los corazones oprimidos. Arrastrando mis rojos ropajes por el suelo, me di la vuelta viendo a aquella mujer, pelo rubio y ondulado, ojos celestes fácilmente apreciables desde una distancia mayor. Un vestido provocativo que no concordaba con la casa de Dios...pero...¿quién era yo para juzgar los actos de una joven?...nadie...y al mismo tiempo...todo...era Armand-Jean du Plessis De Richelieu, Cardenal Universal de la Iglesia Católica, tenía el poder para privar a las personas del reino de Dios, tanto poder en la palma de un sólo hombre para usarlo con jerarquía y sabiduría. Continué observando a aquella joven, mientras que mi caminata se dirigía hacia ella.

Ésta es la Parábola de las Diez Vírgenes, mujer...si no la haz entendido, te la explicaré...las diez mujeres representan obviamente diez personas, cabe destacar que las diez personas creen en dios...pero...hay un problema... -Continuaba caminando hacia ella lentamente, explicándole y haciendo ademanes con las manos, mientras que mi rostro representaba gestos respetando cada palabra que mi boca expresaba-
...que hay cinco personas prudentes y cinco personas insensatas...llevándolo a la realidad, hay cinco personas que creen en Dios y viven según sus leyes...y hay cinco personas que creen en Dios, pero no practican su palabra continuamente. Resumiendo, joven, cuando a las cinco personas insensatas les falta aceite, se lo piden a las que no les hacía falta...pero al ver que continuarían sin aceite ante la llegada del esposo, tendrían que ir a buscar mas. Estas cinco personas creyentes buscan el perdón de Dios...pero cuando pecan...como las cinco personas insensatas que van a buscar aceite cuando no lo tienen. Mientras que las otras cinco sensatas, se preocuparon antes de tener aceite en sus manos, obviamente esto representa lo contrario...que esas personas estaban en el camino de Dios y no pecaron, pues el esposo llegó y las recibió en las bodas del Cordero.

Ya estaba delante de la mujer, no me importaba que clase de pecados había cometido si en realidad estaba dispuesta a perdonarse a ella misma primero por cometerlos...sonreí sinceramente, mi discurso había sido un éxito...

Espero no haberte enredado joven, por cierto...en la palabra que te he dado hace unos momentos...el esposo es Jesucristo, quién vendrá por segunda vez a la tierra, de ahí surge la palabra, las personas que vayan a buscar aceite, no irán al cielo, y las que ya lo tenían... irán a las bodas, por eso es importante estar perdonado y mantenerse en la linea que nuestro señor nos ha dado

Respetuosamente, tome las manos de aquella mujer, era muy hermosa por cierto, y era el deber como hombre de Dios aconsejarla.

Antes de que digas palabra, déjame decirte algo...aunque creo que ya he hablado lo suficiente... reí ...si bien los ropajes que tu traes no son los adecuados para estar en la casa de Dios, es la casa de Dios y son bienvenidas todas aquellas personas con ánimos de arrepentimiento verdadero, no debes sentirte incómoda, nerviosa o algo de ello por el estilo, estoy aquí para quitar tus dudas y aconsejarte de buena Fe, no encontrarás en mi lenguaje adverso o insultos de mi parte... así que siéntete cómoda...dime...mujer...como te llamas, a que te dedicas...que es lo que oprime tu mente y porqué deseas ser perdonada...

Sus manos estaban frías, las cuales aparte de mí para que no se sintiera incómoda...pero soy hombre de Dios, y la maldad que pueda hacer en este mundo no está relacionada con mujeres oprimidas, sino con los que abusan de el poder terrenal y olvidan del poderío de Dios...de esa forma...la escuché atentamente

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Cardenal Richelieu
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Sermón sobre los Pecados de la Carne (Privado) [[Dulcie Sterling]] Empty Re: Sermón sobre los Pecados de la Carne (Privado) [[Dulcie Sterling]]

Mensaje por Dulcie Sterling Dom Jul 08, 2012 12:53 am

"¿Quién es usted para condenar el pecado de otro? El que condena el pecado se convierte en parte de él, lo abraza."
Georges Bernanos

Estaba nerviosa, un hormigueo en el estómago, las manos transpiradas bajo los guantes y su rostro sonrojado por demás, eran las expresiones físicas de su estado emocional. Envuelta en la santidad del lugar, se sentía completamente ajena, no debía estar allí. Ni siquiera la habían bautizado al nacer, su padre era ateo, y la mujer que la había educado los primeros años de su infancia, protestante. Entonces, ¿qué hacía en presencia de un cura católico? No estaba segura de la existencia de Dios, pero tampoco de que no existiera, algo más allá, mucho más grande que los pecados de la carne y del alma, mucho más grande que ese mundo que habitaban, debía de haber, no le entraba en su cabeza que todo haya aparecido por arte de magia. Su instrucción religiosa había sido mínima, pero había aprendido que ese Ser que llamaban Dios, no juzgaba ni castigaba, si no que eran los hombres quienes lo hacían. Ella nunca lo había visto golpeando, insultando, blasfemando o matando, pero sí había visto a los de carne y hueso hacerlo, Él no podía ser tan malo.

El Cardenal se levantó de su sitio y repitió las palabras que ella había utilizado en cuanto entró. Se sintió ridícula, burlada, denigrada, deseó huir de allí, pero sus pies estaban pegados al suelo, no podía moverse ni articular palabras. No pudo ni responder a su pregunta, él se levantó de súbito, Dulcie dio un paso atrás automáticamente, y allí volvió a quedarse estancada, con el mentón pegado al pecho, los dedos entrelazados y las frases que se agolpaban en sus tímpanos. Un hormigueo le recorría la columna vertebral. Se atrevió a levantar la mirada y ver al religioso que profesaba sin cesar. Se percató que él caminaba hacia un Cristo crucificado, y de pronto, la voz se hizo ajena, la atrapó el cuerpo herido, ensangrentado, sucio, traicionado, los ojos mirando al cielo, “Padre, ¿por qué me has abandonado?” pensó evocando la pregunta que Jesús le hizo a Dios cuando hubo sufrido su calvario y posterior crucifixión. Los clavos que se sumergían en la carne de sus manos y de sus pies, eran sumamente reales, lo notaba a pesar de la distancia. La expresión de desolación, los labios mínimamente fruncidos, el cabello sudado y pegado a las sienes y mejillas, le fue inevitable trazar un paralelismo con su vida, “Padre, tú también me abandonaste” recordó. Las lágrimas caían inevitablemente, no tenía fuerzas ni para sacar un pañuelo y limpiárselas, sus labios enrojecidos se llenaban del gusto salado y seguían su camino por el mentón, algunas caían sobre su pecho, otra continuaba hacia su garganta. Era un llanto sordo, tal como se había acostumbrado con los años a que fuera.

De pronto, volvió su atención al Cardenal, que comenzaba a relatar una parábola de la Biblia. Había adoptado otro timbre de voz, lo agradecía, ya que la había asustado al principio. En su cabeza cada una de las vírgenes del relato tomaba el nombre y la cara de sus amigas cortesanas, no justamente porque fueran mujeres puras, si no, porque algunas de ellas eran más sensatas, otras no tanto, tal como era la historia. Las imaginaba con sus plumas, sus joyas, siempre coquetas, intentando seducir a un esposo, también podía verlas pedirse prestados sus objetos porque algunas derrochaban más que las otras, su imaginación divagaba sin cesar. Terminó avergonzada por no haber valorado el tiempo que el hombre se tomó en ella. Él se detuvo frente a la Cruz, y recién en ese momento, lo vio de cuerpo entero. Volteó tan rápido que Dulcie no pudo disimular que lo observaba con profunda emoción, y sólo atinó a sostenerle la mirada a medida que caminaba hacia ella. Se empequeñecía más y más a medida que se acercaba, ella era de una estatura muy baja y su figura menuda, motivo por el cual se sentía aún más avasallada por la fuerte presencia del Cardenal.

Espero no haberte enredado, joven…” lo oyó decir, y le hubiera gustado responder que la había confundido aún más, sólo pudo captar que la esencia del ser humano es egoísta. A ninguna de las vírgenes sensatas les hubiera costado compartir su aceite, más eso es lo que hacen las buenas personas, ser solidarios con quienes lo necesitan, sin importar lo que hayan hecho para estar en las circunstancias que se encontraran, o por lo menos, es lo que ella hubiera hecho. Cuando le tomó las manos, la sacó del ensimismamiento al que había caducado, de sus reflexiones sin sentido. “Las mujeres como tú, cariño, no deben pensar, sólo limitarse a hacer lo que los hombres como yo les pedimos” le había dicho una vez un cliente, un cruel, despiadado y ruin cliente, que subestimaba su inteligencia y la maltrataba, así y todo, ella creía que el tipo sólo había tenido una infancia difícil, y por ello, le costaba ser cortés con los demás.

Dulcie respondió a la risa del Cardenal con una sonrisa insegura. Sus siguientes palabras la incomodaron, terminó revoleando sus ojos, con su rostro, garganta y pecho teñidos de carmesí, pensó que era la hora de que la echaran del sacro lugar, que le recordaran que ese no era sitio para una pecadora como ella, para una perdida, pero no fue así. Hubo una cascada de comprensión, de sus labios brotó consuelo y hasta respeto, ¿alguien podía respetarla? Se relajó, como si un peso hubiera sido quitado de sus espaldas, como si le ayudaran a cargar la pesada cruz que llevaba, y lo admiró. Admiró profundamente la capacidad del religioso de abrir su mente y su corazón, para no ver sólo a esa señorita de ropas inadecuadas, de reputación mancillada y de cuerpo impuro, si no, que reconoció el tormento de su alma, el sometimiento del cuál era víctima, no culpaba a nadie, sólo que no estaba conforme con lo que tenía. Tiberius le repetía que debía sentirse agradecida que la sacó de la vida de pobre y la convirtió en eso que era ahora, ¿qué era ahora? Cuando la soltó, Dulcie exhaló lentamente, cuando quiso hablar, notó que tenía la boca seca, la lengua se le había pegado al paladar, así y todo, con la garganta rasposa, pudo emitir sonido.

Oh… Cardenal, le agradezco infinitamente que me haya recibido… Nunca imaginé que sería bienvenida aquí —continuó con un hilo de voz. —Mi nombre…mi nombre es Dulcie…Sterling —titubeaba al hablar— Mi profesión, yo…no se cómo definirlo —lo cierto es que no era una prostituta común y corriente, no hablaría del Señor Argeneau—A mi mente la oprimen muchas cosas, pero hay algo que últimamente ronda por mi cabeza, algo horrible…

No pudo continuar, estaba completamente avergonzada. Ella jamás conversaba con nadie de sus sentimientos, de sus pesares, siempre intentaba mostrar una sonrisa para los demás, y de pronto, verse en esa circunstancia, le demostraba lo terrible que era su existencia, la carencia de amor, de sentimientos valiosos, de gente que se interesara por su bienestar, era tan marcada, que le aterró. No quería hacerle perder más tiempo en vano al hombre, ella no valía nada, el Cardenal tendría asuntos más importantes que atender.

Disculpe, no…no quisiera atormentarlo con mis problemas —pudo decir al fin.
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