AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Tú que eres muerte, te obligo a que me regreses la vida {Dulcie Sterling}
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Tú que eres muerte, te obligo a que me regreses la vida {Dulcie Sterling}
"Cuando apuntas con un dedo, recuerda que los otros tres dedos te señalan a tí."
Proverbio inglés
Proverbio inglés
El sol veraniego aun reinaba en lo alto del cielo, a ese horario en que en invierno ya sería de noche y todos estarían acurrucados en sus camas con la intención de dormir o follar con quien sabe cuanta mujerzuela, cosa de lo que el tampoco se libraba con facilidad, le gustaban las cortesanas, le gustaban las vampiresas fogosas, las apuestas, el alcohol; le gustaba la mala vida y disfrutaba de ella como muy pocos lo hacían, ya que el pasar de los años siempre cobraba sus costos; el cuerpo se demacraba, la gente enfermaba, la piel se les ponía de una textura semejante a la del papel, seca, quebradiza. Pero no para él, él había conseguido algunos secretos de inmortalidad, mucho mejores que aquellos en que otros brujos conceden su alma al diablo y luego comienzan a escuchar voces, no, el compartía su cuerpo con nadie, él tenía pacto con otros seres menos malditos y poderosos que el mismo Satán, y por eso que estaba salvado para la siguiente vida, o al menos eso era lo que cría cada vez que hacía pactos con los no muertos.
Caminaba por las calles, sólo pensando en que esa nuevamente sería su noche, que la exprimiría hasta la saciedad de la última gota sin importar el que, por eso se paseaba fuera de los burdeles, dejándose querer por las cortesanas que salían a la calle a buscar clientela. Le gustaba tantear, tocar y besar sin pagar un céntimo, sólo con el pretexto de “Lo pensaré, pero tal vez me convenzas si me das una pequeña muestra”. Nunca fallaba, todas entregaban alguna parte, unas mostraban sus senos, otras se dejaban tocar y las más regalaban sus besos. Era un buen pretexto para elegir a alguna que en verdad le gustara, como hacía mucho tiempo que no tenía una favorita, aunque en realidad debía reconocer que sólo había tenido a una: Dulcie Sterling.
Aún recordaba su nombre con suma claridad, y cómo no si hasta casi habían formado una familia, casi, porque aquello jamás hubiera ocurrido. A sus ojos las cortesanas eran cortesanas, por muy favoritas que fueran no servían para otra cosa que entregar placer y, aunque en su momento lo dudó y sí creyó sentir algo por ella, se dio cuenta del pavor que ello le preocupaba cuando ella se embarazó. Aquel día permanecía todavía grabado en su memoria; el miedo, la rabia, el asco de saberse el padre de un hijo que no había deseado y que tampoco creía suyo ¿Cómo creerlo si ella era una puta? Le había pagado un innumerable monto por su exclusividad y eso le señalaba a él como único candidato a esa paternidad no deseada, pero ¿quién le aseguraba a él que ella no hacía de las suyas cuando él no estaba presente?
Excusas jamás le faltaron para hacerse a un lado y evadir las responsabilidades, aún ahora, cuando tenía mucha más edad de la que realmente representaba, no se sentía preparado para tales situaciones ¿Un hijo, él? No, no lo creía y no lo creyó hasta que vio su barriga abultada y ella recurrió en su ayuda, él obviamente le echó a la calle ¿Cómo iba a recibir a una puta cuando su carrera de político comenzaba a emerger a semejante velocidad? No, nada pudo ni podría aún apocar su ascenso, pues su ambición superaba incluso a los valores humanos, pero algo había, algo sentía por aquella mujer que jamás nunca supo explicar y por eso es que, aunque jamás lo hubiese reconocido, la muerde de ese niño le afectó, y le afectó tanto, que ni siquiera aún era capaz de acabar cuando volvía a estar con otras cortesanas y por eso es que las vampiresas se habían transformado en sus mejores consuelos, ellas jamás se embarazarían, jamás buscarían su ayuda.
Como siempre, cada vez que intentaba regresar a sus andanzas, buscaba un burdel diferente, no deseaba que ninguna de las mujeres con quien estuviera le tachase de impotente, pues tenía la esperanza de que uno de esos vencería su miedo, pues aquello es lo que lograba cortarle de cuajo toda la lívido del momento; miedo, cobardía, inmadurez. Así caminaba con el ceño fruncido, de un momento a otro los recuerdos no se habían hecho gratos y todas las ganas de sexo se le habían caído por el suelo. Aún así, ya estaba ahí, así que entró al primer lugar con puertas abiertas que encontró en su camino y no tan sólo pidió un vaso de whisky sino una botella entera. Trago a trago, ésta iba bajando mientras se encargaba de gruñir a las putas que intentaban acercarse en busca de francos.
— Vete a la mierda — murmuró un par de veces — Cógete al de la esquina — farfulló otras tantas y siguió bebiendo como si nadie más le interesara.
No supo si era verdad o producto de su imaginación, no supo si estaba borracho o si ya se había vuelto loco, pero ahí le vio, a ella, la misma mujer maldita que le había hecho llegar hasta esas condiciones, ella la cortesana que alguna vez fue su favorita y la supuesta madre de su hijo. Le miró con rabia, con deseo, con impotencia y con ganas de hacerle pagar tantas cosas que no sabría por donde empezar, y por ello bebió de su botella un largo y amargo trago y, sin pudor alguno, comenzó a gritar su nombre, ahí mismo, delante de toda la gente.
— ¡DULCIE STERLING! ¡Vos, cortesana mal nacida! — se puso de pie dejando caer el piso de madera en donde antes estaba apoyado su trasero — ¿Por qué no dais la cara y decís a vuestros clientes la verdadera clase de mujer que sois? — preguntó acercándose a ella de manera tambaleante y la botella en la mano, aún sin bajar el volumen de su voz — ¿Por qué... por qué no les decís que sois una asesina?
Caminaba por las calles, sólo pensando en que esa nuevamente sería su noche, que la exprimiría hasta la saciedad de la última gota sin importar el que, por eso se paseaba fuera de los burdeles, dejándose querer por las cortesanas que salían a la calle a buscar clientela. Le gustaba tantear, tocar y besar sin pagar un céntimo, sólo con el pretexto de “Lo pensaré, pero tal vez me convenzas si me das una pequeña muestra”. Nunca fallaba, todas entregaban alguna parte, unas mostraban sus senos, otras se dejaban tocar y las más regalaban sus besos. Era un buen pretexto para elegir a alguna que en verdad le gustara, como hacía mucho tiempo que no tenía una favorita, aunque en realidad debía reconocer que sólo había tenido a una: Dulcie Sterling.
Aún recordaba su nombre con suma claridad, y cómo no si hasta casi habían formado una familia, casi, porque aquello jamás hubiera ocurrido. A sus ojos las cortesanas eran cortesanas, por muy favoritas que fueran no servían para otra cosa que entregar placer y, aunque en su momento lo dudó y sí creyó sentir algo por ella, se dio cuenta del pavor que ello le preocupaba cuando ella se embarazó. Aquel día permanecía todavía grabado en su memoria; el miedo, la rabia, el asco de saberse el padre de un hijo que no había deseado y que tampoco creía suyo ¿Cómo creerlo si ella era una puta? Le había pagado un innumerable monto por su exclusividad y eso le señalaba a él como único candidato a esa paternidad no deseada, pero ¿quién le aseguraba a él que ella no hacía de las suyas cuando él no estaba presente?
Excusas jamás le faltaron para hacerse a un lado y evadir las responsabilidades, aún ahora, cuando tenía mucha más edad de la que realmente representaba, no se sentía preparado para tales situaciones ¿Un hijo, él? No, no lo creía y no lo creyó hasta que vio su barriga abultada y ella recurrió en su ayuda, él obviamente le echó a la calle ¿Cómo iba a recibir a una puta cuando su carrera de político comenzaba a emerger a semejante velocidad? No, nada pudo ni podría aún apocar su ascenso, pues su ambición superaba incluso a los valores humanos, pero algo había, algo sentía por aquella mujer que jamás nunca supo explicar y por eso es que, aunque jamás lo hubiese reconocido, la muerde de ese niño le afectó, y le afectó tanto, que ni siquiera aún era capaz de acabar cuando volvía a estar con otras cortesanas y por eso es que las vampiresas se habían transformado en sus mejores consuelos, ellas jamás se embarazarían, jamás buscarían su ayuda.
Como siempre, cada vez que intentaba regresar a sus andanzas, buscaba un burdel diferente, no deseaba que ninguna de las mujeres con quien estuviera le tachase de impotente, pues tenía la esperanza de que uno de esos vencería su miedo, pues aquello es lo que lograba cortarle de cuajo toda la lívido del momento; miedo, cobardía, inmadurez. Así caminaba con el ceño fruncido, de un momento a otro los recuerdos no se habían hecho gratos y todas las ganas de sexo se le habían caído por el suelo. Aún así, ya estaba ahí, así que entró al primer lugar con puertas abiertas que encontró en su camino y no tan sólo pidió un vaso de whisky sino una botella entera. Trago a trago, ésta iba bajando mientras se encargaba de gruñir a las putas que intentaban acercarse en busca de francos.
— Vete a la mierda — murmuró un par de veces — Cógete al de la esquina — farfulló otras tantas y siguió bebiendo como si nadie más le interesara.
No supo si era verdad o producto de su imaginación, no supo si estaba borracho o si ya se había vuelto loco, pero ahí le vio, a ella, la misma mujer maldita que le había hecho llegar hasta esas condiciones, ella la cortesana que alguna vez fue su favorita y la supuesta madre de su hijo. Le miró con rabia, con deseo, con impotencia y con ganas de hacerle pagar tantas cosas que no sabría por donde empezar, y por ello bebió de su botella un largo y amargo trago y, sin pudor alguno, comenzó a gritar su nombre, ahí mismo, delante de toda la gente.
— ¡DULCIE STERLING! ¡Vos, cortesana mal nacida! — se puso de pie dejando caer el piso de madera en donde antes estaba apoyado su trasero — ¿Por qué no dais la cara y decís a vuestros clientes la verdadera clase de mujer que sois? — preguntó acercándose a ella de manera tambaleante y la botella en la mano, aún sin bajar el volumen de su voz — ¿Por qué... por qué no les decís que sois una asesina?
Eustace Gougeon- Hechicero Clase Media
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Fecha de inscripción : 12/11/2012
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Re: Tú que eres muerte, te obligo a que me regreses la vida {Dulcie Sterling}
"Un caballero se avergüenza de que sus palabras sean mejores que sus hechos"
Miguel De Cervantes
Miguel De Cervantes
Se terminó de arreglar el cabello con los dedos, que lo peinaron y separaron cada bucle rubio. Lo tenía larguísimo, brillante y húmedo. Era el comienzo de la noche, había tenido el día libre y hasta hacía poco más de media hora había alimentado al bebé de una cortesana del cual oficiaba como nodriza. Era increíble, pero a pesar de haber pasado tanto tiempo de la muerte de su hijo, sus pechos todavía tenían leche para alimentar a los de otras mujeres. Era doloroso, trágico y a su vez satisfactorio sentir a los bebés succionar, era como darle una parte de ella misma a esa pobre criatura que no podía ser amamantada por su verdadera madre, algunas porque no querían, otras porque no podían. No importaba el motivo, ella se sentía plena cuando acariciaba el rostro de los pequeños mientras éstos bebían. Se puso de pie, se dirigió al vestidor y se colocó el corsé color lila, las bragas blancas, las medias haciendo juego y los chapines con taco. Era un uniforme, cuando estaba en el burdel vestía de la misma manera, no le agradaba, siempre con sus piernas al descubierto, los pechos apretados y expuestos, prefería estar en el Castillo de If, por lo menos allí, podía vestirse con decencia, aunque estaba más expuesta a los juegos de Argeneau y de sus secuaces. Se sentó sobre la cama y escondió el rostro entre sus manos, ya estaba harta de esa vida, por más que se esforzase en ubicar sus pensamientos en otro lado, siempre terminaba en el mismo sitio, y lo peor era Strider, su querido hermano, arrastrado por aquel huracán siniestro y convertido en un juguete, al igual que ella. Antes no tenía por quién velar, por quién preocuparse, sólo debía sobrevivir, sin embargo, desde que su mellizo había entrado en escena, cada día se había vuelto un calvario, estaba hecha un manojo de nervios y se escondía en los rincones para llorar, como en ese momento. Las lágrimas se escurrían entre los dedos y le bañaban los ante brazos, algunas caían a sus rodillas y se secaban inmediatamente. No debía llorar, la madame se enojaría con ella por aparecer con los ojos hinchados a atender a los clientes, pero debía sacar toda aquella angustia que le oprimía el corazón. Golpearon la puerta, y sin darle tiempo a tranquilizarse, la encargada ingresó y se paró frente a ella con los brazos en jarra, indignada ante la visión de Dulcie con la nariz y pómulos colorados y el rostro mojado. La tomó de un brazo y se lo apretó, la levantó y la arrastró hasta el tocador, donde la obligó a enjuagarse y a maquillarse rápidamente.
Salió de la habitación lista, aunque cabizbaja. En el pasillo algunas parejas no habían esperado a llegar a sus respectivas alcobas y llevaban a cabo el coito contra las paredes. Un hombre la tomó de la cintura y la arrastró junto a la cortesana con la cual se besaba, ésta última sólo llevaba puesta la parte inferior de sus prendas íntimas, y no tardó en comenzar a tocar a Dulcie, que quiso forcejear, pero el cliente le colocó unos francos en el escote y le dijo que besara a la mujer. La encargada se había parado a observar y la mitigó con la mirada, por lo que la rubia se vio obligada a abrir su boca y dejar que la prostituta pelinegra metiera su lengua dentro y le tocara los glúteos, mientras el hombre gritaba obscenidades y les seguía colocando francos en el escote, instándola a tocarla, debió hacerlo, y sus manos pasearon por las piernas de su compañera y subieron a sus pechos, donde las dejó con suaves movimientos. Se separaron y la pelinegra se llevó al cliente a la habitación, dejando a la inglesa aturdida, acalorada y asqueada. Se quitó el dinero de los senos y lo colocó todo en las manos de la madame, que aceptó de muy buena gana la excelente paga por una simple escena de ese tipo. “Dios bendiga a los ricos borrachos” dijo mientras la guiaba hacia el salón principal. La rubia pensó que no debería utilizar las creencias cristianas para esa clase de situaciones, aunque no hizo comentario al respecto. Bajaron las escaleras y se dio con que el burdel estaba repleto, sería una noche agitada, y como siempre, rogó que el cliente que le tocara, no la maltratara; esa ya era una rutina que tenía, aunque eran contadas las ocasiones en que le servía, pero le levantaba la moral, aunque con el pasar de las horas la poca dignidad que le quedaba fuera picaneada y pisoteada una y otra vez. Buscó con la mirada a alguna de sus mejores conocidas, y cuando las vio agrupadas, se acercó. Una de ellas, que era alta y tenía el cabello castaño recogido, le arregló la pintura corrida de los labios, no conocía su situación, aunque sabía que era especial, que no era como el común de las trabajadoras de allí, que había temporadas que desaparecía y otras en las que no salía de ese sitio, pero nunca preguntaba, como todas. Dulcie no creyó que fuera falta de interés, si no, temor, varias veces habían visto las marcas con las que llegaba o se percataban de la alta calidad de las prendas que usaba, sin embargo, nunca habían traspasado la barrera de la curiosidad.
Un hombre, o por lo menos lo que parecía a simple vista, se acercó y le dijo que quería un turno con ella. La joven asintió y descubrió que ese era un político asiduo del lugar, que siempre pedía por sus servicios pero nunca estaba disponible cuando él llegaba o la requería. Le invitó una copa de whisky, que ella aceptó con una sonrisa, esa que había aprendido a la fuerza, y cuando tuvo el vaso entre sus manos, bebió provocándolo. Él la arrimó contra una mesa y allí le acarició los brazos, la observó y se quedó estupefacto ante la belleza angelical de Dulcie, que tenía veinticinco años pero aparentaba no más de dieciséis, por más que su cuerpo curvilíneo y voluptuoso fuese una invitación al infierno. En cambio, el hombre, debía estar pasando los sesenta, era alto y delgado, la joven le llegaba a penas al pecho. Lo sintió excitado contra su vientre, y le preguntó si ya quería ir a la habitación, pero él dijo que no, que quería estar un poco más con ella, que había pagado por tres turnos y que la disfrutaría. Dulcie imaginó que la madame habría estado feliz de todo el dinero que había desembolsado ese caballero. La muchacha le acarició el rostro con una mano y lo acercó a ella, se besaron, él destilaba pasión y ella simulaba sentir lo mismo. Se separaron y lo tomó del brazo para encaminarse hacia las escaleras, cuando escuchó su nombre a gritos. Habría reconocido esa voz a kilómetros, y giró sobre su izquierda para verlo, a él, al hombre que había rechazado al hijo que tuvo en su vientre y que nació muerto, al hombre que se había negado a ayudar al retoño que había cobijado durante nueve meses en su interior. Sus palabras la atravesaron como una lluvia de dagas, y se llevó las manos a la boca en una mueca de horror. No podía creer las blasfemias que salían de la garganta de Dubois.
—Basta, por favor —le rogó cuando lo tuvo cerca. Hizo unos pasos hacia adelante y amagó con apoyar la mano en su brazo para detenerlo, pero se arrepintió— Deja de gritar, te lo ruego —y no pudo frenar las lágrimas— No…no soy una asesina —murmuró. Su cliente estaba estupefacto. La madame le prohibió a cualquiera intervenir, ella no podía ser protegida por nadie. —Estás…ebrio, no sabes lo que dices —miró a su acompañante— Perdona, no…no sabe lo que dice. Dejaremos lo nuestro para dentro de unos minutos, ¿puede ser? —podría haberse negado, sin embargo, en sus ojos brillaba algo de malicia, y la joven descubrió que disfrutaba con verla humillada— Eustace, vamos…vamos a hablar a otro lado —le pidió y lo tomó del brazo, esperando que aquello lo detuviera.
Salió de la habitación lista, aunque cabizbaja. En el pasillo algunas parejas no habían esperado a llegar a sus respectivas alcobas y llevaban a cabo el coito contra las paredes. Un hombre la tomó de la cintura y la arrastró junto a la cortesana con la cual se besaba, ésta última sólo llevaba puesta la parte inferior de sus prendas íntimas, y no tardó en comenzar a tocar a Dulcie, que quiso forcejear, pero el cliente le colocó unos francos en el escote y le dijo que besara a la mujer. La encargada se había parado a observar y la mitigó con la mirada, por lo que la rubia se vio obligada a abrir su boca y dejar que la prostituta pelinegra metiera su lengua dentro y le tocara los glúteos, mientras el hombre gritaba obscenidades y les seguía colocando francos en el escote, instándola a tocarla, debió hacerlo, y sus manos pasearon por las piernas de su compañera y subieron a sus pechos, donde las dejó con suaves movimientos. Se separaron y la pelinegra se llevó al cliente a la habitación, dejando a la inglesa aturdida, acalorada y asqueada. Se quitó el dinero de los senos y lo colocó todo en las manos de la madame, que aceptó de muy buena gana la excelente paga por una simple escena de ese tipo. “Dios bendiga a los ricos borrachos” dijo mientras la guiaba hacia el salón principal. La rubia pensó que no debería utilizar las creencias cristianas para esa clase de situaciones, aunque no hizo comentario al respecto. Bajaron las escaleras y se dio con que el burdel estaba repleto, sería una noche agitada, y como siempre, rogó que el cliente que le tocara, no la maltratara; esa ya era una rutina que tenía, aunque eran contadas las ocasiones en que le servía, pero le levantaba la moral, aunque con el pasar de las horas la poca dignidad que le quedaba fuera picaneada y pisoteada una y otra vez. Buscó con la mirada a alguna de sus mejores conocidas, y cuando las vio agrupadas, se acercó. Una de ellas, que era alta y tenía el cabello castaño recogido, le arregló la pintura corrida de los labios, no conocía su situación, aunque sabía que era especial, que no era como el común de las trabajadoras de allí, que había temporadas que desaparecía y otras en las que no salía de ese sitio, pero nunca preguntaba, como todas. Dulcie no creyó que fuera falta de interés, si no, temor, varias veces habían visto las marcas con las que llegaba o se percataban de la alta calidad de las prendas que usaba, sin embargo, nunca habían traspasado la barrera de la curiosidad.
Un hombre, o por lo menos lo que parecía a simple vista, se acercó y le dijo que quería un turno con ella. La joven asintió y descubrió que ese era un político asiduo del lugar, que siempre pedía por sus servicios pero nunca estaba disponible cuando él llegaba o la requería. Le invitó una copa de whisky, que ella aceptó con una sonrisa, esa que había aprendido a la fuerza, y cuando tuvo el vaso entre sus manos, bebió provocándolo. Él la arrimó contra una mesa y allí le acarició los brazos, la observó y se quedó estupefacto ante la belleza angelical de Dulcie, que tenía veinticinco años pero aparentaba no más de dieciséis, por más que su cuerpo curvilíneo y voluptuoso fuese una invitación al infierno. En cambio, el hombre, debía estar pasando los sesenta, era alto y delgado, la joven le llegaba a penas al pecho. Lo sintió excitado contra su vientre, y le preguntó si ya quería ir a la habitación, pero él dijo que no, que quería estar un poco más con ella, que había pagado por tres turnos y que la disfrutaría. Dulcie imaginó que la madame habría estado feliz de todo el dinero que había desembolsado ese caballero. La muchacha le acarició el rostro con una mano y lo acercó a ella, se besaron, él destilaba pasión y ella simulaba sentir lo mismo. Se separaron y lo tomó del brazo para encaminarse hacia las escaleras, cuando escuchó su nombre a gritos. Habría reconocido esa voz a kilómetros, y giró sobre su izquierda para verlo, a él, al hombre que había rechazado al hijo que tuvo en su vientre y que nació muerto, al hombre que se había negado a ayudar al retoño que había cobijado durante nueve meses en su interior. Sus palabras la atravesaron como una lluvia de dagas, y se llevó las manos a la boca en una mueca de horror. No podía creer las blasfemias que salían de la garganta de Dubois.
—Basta, por favor —le rogó cuando lo tuvo cerca. Hizo unos pasos hacia adelante y amagó con apoyar la mano en su brazo para detenerlo, pero se arrepintió— Deja de gritar, te lo ruego —y no pudo frenar las lágrimas— No…no soy una asesina —murmuró. Su cliente estaba estupefacto. La madame le prohibió a cualquiera intervenir, ella no podía ser protegida por nadie. —Estás…ebrio, no sabes lo que dices —miró a su acompañante— Perdona, no…no sabe lo que dice. Dejaremos lo nuestro para dentro de unos minutos, ¿puede ser? —podría haberse negado, sin embargo, en sus ojos brillaba algo de malicia, y la joven descubrió que disfrutaba con verla humillada— Eustace, vamos…vamos a hablar a otro lado —le pidió y lo tomó del brazo, esperando que aquello lo detuviera.
Dulcie Sterling- Mensajes : 48
Fecha de inscripción : 31/05/2012
Localización : Bajo sus garras
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Re: Tú que eres muerte, te obligo a que me regreses la vida {Dulcie Sterling}
"El sentido de las cosas no está en las cosas mismas, sino en nuestra actitud hacia ellas."
Antoine De Saint Exupery
Antoine De Saint Exupery
Horror; eso es lo que se vía con absoluta claridad en los ojos de la mujer que ahora le miraba, con la mano en la boca del mismo espanto que sus palabras provocaban. Había dado en el blanco, podía sentir en el regocijo en su interior de como sus palabras le habían caído encima como dagas envenenadas. Si no hubiese estado tan borracho, de seguro habría brincado en un sólo pie del gusto que sentía, pues era tanto el dolor y pesar que ella le había provocado, que saber que ahora podía regresarle la mano, era algo que en verdad no tenía precio.
— ¿Dejaremos lo nuestro para dentro de unos minutos? — preguntó haciendo eco de las mismas palabras que la mujer le dedicó a su actual cliente, en quien ahora centraba su mirada — ¿Y vos en verdad creéis que ella va a volver? ¿Qué le importáis? Oh, pero claro que le importáis... ¡Soltadme! — gritó de nueva cuenta, cuando Dulcie le cogió del brazo y le apartó de su lado, tambaleándose una vez más — Vuestro dinero, eso es lo que a ella le importa porque no es más que una vil perra! — exclamó estrellando la botella contra el piso.
El liquido del interior salpicó a varios alrededor y el vidrio se hizo añicos, dejando un buen perímetro del cuidado, en donde no había que pisar sin zapatos o de seguro acabarían con un buen tajo. Eustace estaba alcoholizado, se sentía y se sabía borracho, pero no lo admitiría con facilidad, para el resto seguiría siendo el político más caballeroso de la Tierra, según él, claro. Según aquella cabeza perturbada que en ese instante poco medía las consecuencias.
— Oh no, no os preocupéis — le dijo esta vez a la Madame que de seguro estaría histérica con tanto escándalo — Yo lo pagaré ¡Yo lo pagaré todo! Que para eso soy Senador — dijo riendo y dando una nalgada a otra prostituta que pasaba por su lado — Porque el dinero y le política todo lo pagan ¿Verdad, preciosura? — preguntó a la misma cortesana a quien acercó para darle un beso, pero antes de alcanzar sus labios, recordó aquello que iba a decir y le dejó a ella a medio camino — Todo, todo lo paga, menos la muerte... Asesina — le dijo una vez más a Dulcie quien bajo la mirada elocuente de su Madame, intentó llevárselo nuevamente.
Esta vez la cortesana tuvo suerte y Eustace le acompañó sin oponer resistencia, el licor causaba en él un efecto de de algunas drogas, le dejaba eufórico y explosivo por una primera instancia y tras un escandaloso desenlace, solía regresar a la calma y docilidad, aunque lo testarudo le quedara. Sentía sus pasos inseguros al subir por las escaleras, lo que le hizo afirmarse con fuerza de la baranda misma y de Dulcie por la otra mano. Su piel aún era suave y tenía ese mismo toque que tanto le había encantado hacía algún tiempo atrás, cuando había pagado por sus servicios de manera exclusiva, cuando no quería compartirla con nadie, cuando era su favorita.
— Asesina — volvió a repetirle a regañadientes mientras terminaban de subir las escaleras — ¿Por qué lo mataste? ¿Por qué dejaste que muriera? — le preguntó olvidándose por completo del protocolo de su lengua, dejándose de aquellos tratos tan correctos, tal y como solía hacerlo en antaño, cuando estaban a solas en sus encuentros más íntimos y privados que cualquiera de los que podía ocurrir en medio de un burdel.
No dijo más nada, sólo se limitó a seguirle por el pasillo hasta una de las habitaciones, seguramente sería la de ella y por eso le miró con más cuidado. Poco había en el lugar que denotara un ambiente personal, todo se hacía intimo, sí, pero no había fotografías de ella, ni de ese embarazo fallido que ahora tanto le dolía. Suspiró y se dejó caer encima de la cama, en donde ni siquiera fue capaz de mantener su tronco derecho, sin las ganas de dejarse caer por completo y tumbarse de espaldas mirando hacia el techo.
— No estoy borracho — se escudó tras haber recordado que hacía un momento ella misma le había dicho que estaba ebrio — Y sé perfectamente lo que digo... tú eres la borracha... tú eres la que no sabe lo que hace y por eso mata el corazón de este padre que en verdad quería a su hijo.
Sí, definitivamente no sabía lo que decía, o mejor dicho, no medía sus palabras, simplemente vomitaba todo aquello que sentía, pero ya pronto de le pasaría, si acaso ella le aguantaba... como antes.
— ¿Dejaremos lo nuestro para dentro de unos minutos? — preguntó haciendo eco de las mismas palabras que la mujer le dedicó a su actual cliente, en quien ahora centraba su mirada — ¿Y vos en verdad creéis que ella va a volver? ¿Qué le importáis? Oh, pero claro que le importáis... ¡Soltadme! — gritó de nueva cuenta, cuando Dulcie le cogió del brazo y le apartó de su lado, tambaleándose una vez más — Vuestro dinero, eso es lo que a ella le importa porque no es más que una vil perra! — exclamó estrellando la botella contra el piso.
El liquido del interior salpicó a varios alrededor y el vidrio se hizo añicos, dejando un buen perímetro del cuidado, en donde no había que pisar sin zapatos o de seguro acabarían con un buen tajo. Eustace estaba alcoholizado, se sentía y se sabía borracho, pero no lo admitiría con facilidad, para el resto seguiría siendo el político más caballeroso de la Tierra, según él, claro. Según aquella cabeza perturbada que en ese instante poco medía las consecuencias.
— Oh no, no os preocupéis — le dijo esta vez a la Madame que de seguro estaría histérica con tanto escándalo — Yo lo pagaré ¡Yo lo pagaré todo! Que para eso soy Senador — dijo riendo y dando una nalgada a otra prostituta que pasaba por su lado — Porque el dinero y le política todo lo pagan ¿Verdad, preciosura? — preguntó a la misma cortesana a quien acercó para darle un beso, pero antes de alcanzar sus labios, recordó aquello que iba a decir y le dejó a ella a medio camino — Todo, todo lo paga, menos la muerte... Asesina — le dijo una vez más a Dulcie quien bajo la mirada elocuente de su Madame, intentó llevárselo nuevamente.
Esta vez la cortesana tuvo suerte y Eustace le acompañó sin oponer resistencia, el licor causaba en él un efecto de de algunas drogas, le dejaba eufórico y explosivo por una primera instancia y tras un escandaloso desenlace, solía regresar a la calma y docilidad, aunque lo testarudo le quedara. Sentía sus pasos inseguros al subir por las escaleras, lo que le hizo afirmarse con fuerza de la baranda misma y de Dulcie por la otra mano. Su piel aún era suave y tenía ese mismo toque que tanto le había encantado hacía algún tiempo atrás, cuando había pagado por sus servicios de manera exclusiva, cuando no quería compartirla con nadie, cuando era su favorita.
— Asesina — volvió a repetirle a regañadientes mientras terminaban de subir las escaleras — ¿Por qué lo mataste? ¿Por qué dejaste que muriera? — le preguntó olvidándose por completo del protocolo de su lengua, dejándose de aquellos tratos tan correctos, tal y como solía hacerlo en antaño, cuando estaban a solas en sus encuentros más íntimos y privados que cualquiera de los que podía ocurrir en medio de un burdel.
No dijo más nada, sólo se limitó a seguirle por el pasillo hasta una de las habitaciones, seguramente sería la de ella y por eso le miró con más cuidado. Poco había en el lugar que denotara un ambiente personal, todo se hacía intimo, sí, pero no había fotografías de ella, ni de ese embarazo fallido que ahora tanto le dolía. Suspiró y se dejó caer encima de la cama, en donde ni siquiera fue capaz de mantener su tronco derecho, sin las ganas de dejarse caer por completo y tumbarse de espaldas mirando hacia el techo.
— No estoy borracho — se escudó tras haber recordado que hacía un momento ella misma le había dicho que estaba ebrio — Y sé perfectamente lo que digo... tú eres la borracha... tú eres la que no sabe lo que hace y por eso mata el corazón de este padre que en verdad quería a su hijo.
Sí, definitivamente no sabía lo que decía, o mejor dicho, no medía sus palabras, simplemente vomitaba todo aquello que sentía, pero ya pronto de le pasaría, si acaso ella le aguantaba... como antes.
Eustace Gougeon- Hechicero Clase Media
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Re: Tú que eres muerte, te obligo a que me regreses la vida {Dulcie Sterling}
La absolución del culpable, es la condena del juez
Publio Siro
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Lo sostuvo mientras subían las escaleras, como lo había hecho infinidad de veces. Escuchaba sus palabras, sus cuestionamientos, en completo mutismo y con sus ojos al borde de las lágrimas. No daba crédito a la sarta de barbaridades que exhalaba, a sus afirmaciones sin fundamento alguno. ¡Qué mala memoria tenía! Si tan sólo supiera las penurias a las que era sometida, a la manera brutal en la que había sido tratada durante sus dos embarazos fallidos –y aquellos de los que nunca había llegado a enterarse-, él no tenía idea del gran dolor que sentía Dulcie, del vacío inmenso y de la frustración de saber que nunca llegaría a formar aquella familia que había soñado. Se adentraron en la habitación y lo dejó cerca de la cama, para acercarse al espejo, por donde lo vio que se dejaba caer y continuaba con sus murmuraciones. Se quitó las joyas con tranquilidad, aquella tranquilidad dada por la inocencia, por la consciencia limpia, y si bien tenía muchos pecados que purgar, había hecho todo lo posible, dentro de sus limitaciones, por cuidar a sus hijos. Luego había sido voluntad divina que ellos no nacieran vivos, y que cargara con esas cruces, otras más de tantas que pesaban sobre su castigada espalda. Se sentó en la silla estilo Luis XVI, con almohadones forrados en terciopelo rojo, y se cruzo de piernas a observarlo, dejándolo que hablara sin interrupciones. Dulcie se preguntó por qué su mente estaba tan perturbada, ellos no se habían amado, y la concepción había sido mera casualidad. Y por más que hubiera habido un sentimiento de por medio, ella estaba condenada a vivir bajo las garras de Argeneau, y los vástagos que florecieran de su vientre, correrían la misma suerte, por más que su padre fuera el mismísimo Dios. Y ella no quería esa condena para nadie, y menos para un hijo propio, por lo que aceptaba con resignación aquella profunda pena, que le evitaría peores. La rubia se puso de pie y caminó hacia la cama, se sentó al lado de Dubois y suavizó el gesto al mirarlo.
—¿Qué te sucede, Eustace? —le preguntó con voz dulce— Sabes bien que quien rechazó a…nuestro hijo —le costó decir esa frase— fuiste tú, me insultaste y me maltrataste cuando te dije que había quedado encinta, y luego desapareciste —intentaba no quebrarse, pero evocar aquellos recuerdos le provocaba una gran tristeza—, yo no maté al bebé, nació muerto, seguramente, porque no tenía ni tengo los medios para cuidar de un embarazo como cualquier madre corriente —inspiró profundo, todavía no se entregaría al llanto—. Mi situación es especial, yo no soy como cualquiera de las muchachas que trabajan aquí —hacía un gran esfuerzo por ser clara, aunque tampoco podía exponerse y dar a conocer su situación de cautiva, correría peligro su hermano, ella, y hasta el propio Dubois, y por más que supiera que era poderoso, la crueldad de Mikhail no tenía límites, y sacaría un gran provecho de todo—. Con esto quiero decirte, que no acepto tus ofensas, tampoco te juzgo ni te condeno, no soy quien para hacerlo, y mucho menos guardo rencor en mi corazón hacia ti. Fuiste especial, compartimos gratos momentos, pero no tienes ningún derecho a humillarme de la manera que lo hiciste, fue suficiente con haberme denigrado llevando un vástago tuyo en mi vientre —y se lo tocó, ya vacío, aunque sus pechos aún tenían la leche que habrían alimentado al niño y que daban de comer a los hijos de otras cortesanas.
Con sus manos barrió las lágrimas que habían rodado por sus mejillas, la angustiaba remover los cimientos de recuerdos que ya no tenían por qué permanecer aún. Había logrado sobrevivir y anteponerse a la traumática situación de parir un hijo que no respiraba, a veces escuchaba sus propios gritos preguntándole a la partera por qué no lloraba, y la frialdad de la mujer para contestarle “Pues porque está muerto, niña”, se lo dieron envuelto en una sabanita blanca y ella lo acunó por unos minutos, hasta que le limpiaron los restos de placenta y la obligaron a salir de la habitación de la comadrona rápidamente, pues había otra parturienta. El llanto del nene que nació luego le había resultado ensordecedor. Tampoco había podido darle un entierro digno, Argeneau no la había autorizado a ir al cementerio, ni le había facilitado algún lugar en el Castillo de If, por lo que tuvo que aceptar lo único que tenía, un pozo en el fondo del jardín trasero del burdel. Unas pocas prostitutas la habían acompañado en el terrible momento, y hasta le habían dado algunas de sus telas para cubrirlo. Le lanzaron florecillas y luego cada una volvió a su lugar de trabajo, ella se quedó para tapar con sus propias manos –pues no le habían dado una pala- el hueco, todavía podía sentir la opresión en su pecho, las manos le habían fallado varias veces, y la sangre había brotado por debajo de sus uñas, y el dolor en su entrepierna había sido insoportable. Luego tuvo problemas de hemorragias, pero debió seguir trabajando igual, y así fue anteponiendo al dolor, simplemente, porque no tenía tiempo libre para pensar y regodearse en la auto compasión.
No supo en qué momento, pero se sorprendió a sí misma abrazadas a sus rodillas y con el rostro escondido entre éstas. Pocas lágrimas habían vertido de sus lagrimales, como las grietas que nacen entre las rocas de montaña, pero eran suficientes para que su nariz tomara el color rojizo, al igual que sus mejillas. Hacía ya tiempo que no le daba rienda suelta al padecimiento, y Dubois, sin ningún derecho, había reavivado aquellos sentimientos. Necesitó de su hermano, que la abrazara y le dijera que todo iba a estar bien, pero era imposible, los acontecimientos entre ellos habían tomado direcciones incompatibles y la distancia interpuesta debía ser respetada a raja tabla. Lo extrañaba y anhelaba el día en que pudiera compartir con él aquellos momentos de tanto sufrir, deseaba poder contar con alguien que le ayudara a cargar con él; miró a su acompañante, pero sabía que no cumpliría nunca la función de escucha. Era demasiado egoísta y su autoestima estaba demasiado elevada como para lograr comprender a una simple puta que un día fue una niña a la cual su padre cambió para saldar una deuda y que con el transcurso de los años, fue convertida en eso que veía ahora. Estiró su brazo y tomó una bata que descansaba sobre la punta de la cama, y con ella se cubrió, como si pudiera esconder bajo ella, el último bastión de dignidad que sobre guardaba y que sólo sacrificaría si Strider requería de ello. Salvaría a su hermano, por más que muriera en el intento.
—¿Qué te sucede, Eustace? —le preguntó con voz dulce— Sabes bien que quien rechazó a…nuestro hijo —le costó decir esa frase— fuiste tú, me insultaste y me maltrataste cuando te dije que había quedado encinta, y luego desapareciste —intentaba no quebrarse, pero evocar aquellos recuerdos le provocaba una gran tristeza—, yo no maté al bebé, nació muerto, seguramente, porque no tenía ni tengo los medios para cuidar de un embarazo como cualquier madre corriente —inspiró profundo, todavía no se entregaría al llanto—. Mi situación es especial, yo no soy como cualquiera de las muchachas que trabajan aquí —hacía un gran esfuerzo por ser clara, aunque tampoco podía exponerse y dar a conocer su situación de cautiva, correría peligro su hermano, ella, y hasta el propio Dubois, y por más que supiera que era poderoso, la crueldad de Mikhail no tenía límites, y sacaría un gran provecho de todo—. Con esto quiero decirte, que no acepto tus ofensas, tampoco te juzgo ni te condeno, no soy quien para hacerlo, y mucho menos guardo rencor en mi corazón hacia ti. Fuiste especial, compartimos gratos momentos, pero no tienes ningún derecho a humillarme de la manera que lo hiciste, fue suficiente con haberme denigrado llevando un vástago tuyo en mi vientre —y se lo tocó, ya vacío, aunque sus pechos aún tenían la leche que habrían alimentado al niño y que daban de comer a los hijos de otras cortesanas.
Con sus manos barrió las lágrimas que habían rodado por sus mejillas, la angustiaba remover los cimientos de recuerdos que ya no tenían por qué permanecer aún. Había logrado sobrevivir y anteponerse a la traumática situación de parir un hijo que no respiraba, a veces escuchaba sus propios gritos preguntándole a la partera por qué no lloraba, y la frialdad de la mujer para contestarle “Pues porque está muerto, niña”, se lo dieron envuelto en una sabanita blanca y ella lo acunó por unos minutos, hasta que le limpiaron los restos de placenta y la obligaron a salir de la habitación de la comadrona rápidamente, pues había otra parturienta. El llanto del nene que nació luego le había resultado ensordecedor. Tampoco había podido darle un entierro digno, Argeneau no la había autorizado a ir al cementerio, ni le había facilitado algún lugar en el Castillo de If, por lo que tuvo que aceptar lo único que tenía, un pozo en el fondo del jardín trasero del burdel. Unas pocas prostitutas la habían acompañado en el terrible momento, y hasta le habían dado algunas de sus telas para cubrirlo. Le lanzaron florecillas y luego cada una volvió a su lugar de trabajo, ella se quedó para tapar con sus propias manos –pues no le habían dado una pala- el hueco, todavía podía sentir la opresión en su pecho, las manos le habían fallado varias veces, y la sangre había brotado por debajo de sus uñas, y el dolor en su entrepierna había sido insoportable. Luego tuvo problemas de hemorragias, pero debió seguir trabajando igual, y así fue anteponiendo al dolor, simplemente, porque no tenía tiempo libre para pensar y regodearse en la auto compasión.
No supo en qué momento, pero se sorprendió a sí misma abrazadas a sus rodillas y con el rostro escondido entre éstas. Pocas lágrimas habían vertido de sus lagrimales, como las grietas que nacen entre las rocas de montaña, pero eran suficientes para que su nariz tomara el color rojizo, al igual que sus mejillas. Hacía ya tiempo que no le daba rienda suelta al padecimiento, y Dubois, sin ningún derecho, había reavivado aquellos sentimientos. Necesitó de su hermano, que la abrazara y le dijera que todo iba a estar bien, pero era imposible, los acontecimientos entre ellos habían tomado direcciones incompatibles y la distancia interpuesta debía ser respetada a raja tabla. Lo extrañaba y anhelaba el día en que pudiera compartir con él aquellos momentos de tanto sufrir, deseaba poder contar con alguien que le ayudara a cargar con él; miró a su acompañante, pero sabía que no cumpliría nunca la función de escucha. Era demasiado egoísta y su autoestima estaba demasiado elevada como para lograr comprender a una simple puta que un día fue una niña a la cual su padre cambió para saldar una deuda y que con el transcurso de los años, fue convertida en eso que veía ahora. Estiró su brazo y tomó una bata que descansaba sobre la punta de la cama, y con ella se cubrió, como si pudiera esconder bajo ella, el último bastión de dignidad que sobre guardaba y que sólo sacrificaría si Strider requería de ello. Salvaría a su hermano, por más que muriera en el intento.
Dulcie Sterling- Mensajes : 48
Fecha de inscripción : 31/05/2012
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Re: Tú que eres muerte, te obligo a que me regreses la vida {Dulcie Sterling}
"Dignidad sin méritos se hace acreedora a cumplidos sin estimación."
Nicolás Sebastien Roch Chamfort
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Se sentía un poco mejor, no porque se le estuviera quitando ya la borrachera que traía encima, sino que por fin se había desahogado de aquello que por tanto tiempo, y en silencio, le había torturado la mente. En verdad era como sacarse un peso de encima, no sólo por haberlo soltado de su boca, sino por habérselo dicho a la cara a esa prostituta que, sin saberlo, tanto daño le había hecho.
Observaba aún el techo con los ojos cada vez más cerrados, el alcohol, la cama y el alivio reciente estaban haciendo su trabajo y comenzaban a provocarle un profundo estado de somnolencia, que sólo se vio interrumpido cuando sintió el movimiento del colchón, cuando ella se sentó a su lado y comenzó a hablarle. Parecía la voz de una mujer sumamente dulce y comprensiva, alguien que de verdad parecía interesada en entregar cariño y tierna compañía, pero en el fondo de su cabeza aún seguía siendo una asesina. Sonrió con ironía por aquella contradicción; era realmente increíble como una mujer de la noche podía vender y transformarse ella entera en una fantasía, una farsa irreal que se transformaba a su antojo para engañar al resto.
— Yo nunca te golpeé — comentó de inmediato ella hubo hablado de maltrato.
Bien sabía que los golpes no era el único tipo de maltrato que existía, pero ¿lo sabía ella? ¿Qué otra vida podían tener las prostitutas reclusas de los burdeles si no era una vida de maltrato? Bien sabía él que Dulcie jamás había sido de aquellas prostitutas líderes que tenían sus regalías y que amaban el negocio, por lo que tarde o temprano terminaban conformando sus propio locales. No, ella no era así, ella siempre había sido la sumisa, la callada, aquella prostituta de rostro agraciado de la cual todo el mundo se podía aprovechar y aumentar su precio sin llegar ningún aumento a su bolsillo: “¡Ay! ¡Sigues siendo la misma tonta de siempre, Dulcie Sterling!” exclamó en el interior de su mente, con una ligera sonrisa que no era burlona sino un poco melancólica, pues habían pasado muy buenos momentos y su ingenuidad no le resultaba despreciable, sino entrañable. Claro, hasta que ella abrió la boca con otra de sus frases monumentales...
— Fue suficiente con haberme denigrado llevando un vástago tuyo en mi vientre...
Aquella frase retumbó en su cerebro como un martillo contra los cristales de una catedral vacía. Lo suficientemente fuerte como para arrebatarle de toda pereza y hacerle abrir los ojos de par en par, pues nunca antes, nadie, le había insultado de aquella manera. ¿Que un vástago... un vástago, no un hijo, un vástago suyo... era capaz de denigrarle a ella por tenerlo dentro? Sea como fuese, de pronto pudo sentir como una especie de fluido intangible y jodidamente cálido se le subía al rostro y se arremolinaba en sus manos como puños de pelea: Eso, era la ira.
Inmediatamente se incorporó, sentándose en la cama y se giró para mirarla. Ni siquiera fue suficiente el mareo repentino para quitarle la furia con la que sus ojos le miraban. Nunca antes había golpeado a una mujer, pero esta vez sería su gran y tal vez única excepción. ¡Pazt! Sonó la bofetada estridente en la mejilla de la Sterling, tan fuerte que fue capaz de voltearle el rostro y hacer resbalar la bata con la que acaba de cubrirse.
— ¿Cómo te atreves... Puta?!... ¡Zorra! ¡Mal nacida! Y todos los insultos que se me antoje darte, porque te los mereces... ¿Cómo te atreves a decirme que tener que llevar un vástago mío te denigraba?... ¡Mírate! Tú por sí sola te denigras con tu propio trabajo de perra caliente — dijo realmente enojado, dolido y ofendido, antes de hurgar entre sus bolsillos y arrojarle un par de monedas de oro — Vamos... desnúdate y denígrate por ti misma, como todos los días, sin la necesidad de tener que llevar un vástago en el vientre — le espetó con asco en la mirada y le tomó del brazo con fuerza, para obligarle a ponerse de pie — ¡Desnúdate, puta!
Observaba aún el techo con los ojos cada vez más cerrados, el alcohol, la cama y el alivio reciente estaban haciendo su trabajo y comenzaban a provocarle un profundo estado de somnolencia, que sólo se vio interrumpido cuando sintió el movimiento del colchón, cuando ella se sentó a su lado y comenzó a hablarle. Parecía la voz de una mujer sumamente dulce y comprensiva, alguien que de verdad parecía interesada en entregar cariño y tierna compañía, pero en el fondo de su cabeza aún seguía siendo una asesina. Sonrió con ironía por aquella contradicción; era realmente increíble como una mujer de la noche podía vender y transformarse ella entera en una fantasía, una farsa irreal que se transformaba a su antojo para engañar al resto.
— Yo nunca te golpeé — comentó de inmediato ella hubo hablado de maltrato.
Bien sabía que los golpes no era el único tipo de maltrato que existía, pero ¿lo sabía ella? ¿Qué otra vida podían tener las prostitutas reclusas de los burdeles si no era una vida de maltrato? Bien sabía él que Dulcie jamás había sido de aquellas prostitutas líderes que tenían sus regalías y que amaban el negocio, por lo que tarde o temprano terminaban conformando sus propio locales. No, ella no era así, ella siempre había sido la sumisa, la callada, aquella prostituta de rostro agraciado de la cual todo el mundo se podía aprovechar y aumentar su precio sin llegar ningún aumento a su bolsillo: “¡Ay! ¡Sigues siendo la misma tonta de siempre, Dulcie Sterling!” exclamó en el interior de su mente, con una ligera sonrisa que no era burlona sino un poco melancólica, pues habían pasado muy buenos momentos y su ingenuidad no le resultaba despreciable, sino entrañable. Claro, hasta que ella abrió la boca con otra de sus frases monumentales...
— Fue suficiente con haberme denigrado llevando un vástago tuyo en mi vientre...
Aquella frase retumbó en su cerebro como un martillo contra los cristales de una catedral vacía. Lo suficientemente fuerte como para arrebatarle de toda pereza y hacerle abrir los ojos de par en par, pues nunca antes, nadie, le había insultado de aquella manera. ¿Que un vástago... un vástago, no un hijo, un vástago suyo... era capaz de denigrarle a ella por tenerlo dentro? Sea como fuese, de pronto pudo sentir como una especie de fluido intangible y jodidamente cálido se le subía al rostro y se arremolinaba en sus manos como puños de pelea: Eso, era la ira.
Inmediatamente se incorporó, sentándose en la cama y se giró para mirarla. Ni siquiera fue suficiente el mareo repentino para quitarle la furia con la que sus ojos le miraban. Nunca antes había golpeado a una mujer, pero esta vez sería su gran y tal vez única excepción. ¡Pazt! Sonó la bofetada estridente en la mejilla de la Sterling, tan fuerte que fue capaz de voltearle el rostro y hacer resbalar la bata con la que acaba de cubrirse.
— ¿Cómo te atreves... Puta?!... ¡Zorra! ¡Mal nacida! Y todos los insultos que se me antoje darte, porque te los mereces... ¿Cómo te atreves a decirme que tener que llevar un vástago mío te denigraba?... ¡Mírate! Tú por sí sola te denigras con tu propio trabajo de perra caliente — dijo realmente enojado, dolido y ofendido, antes de hurgar entre sus bolsillos y arrojarle un par de monedas de oro — Vamos... desnúdate y denígrate por ti misma, como todos los días, sin la necesidad de tener que llevar un vástago en el vientre — le espetó con asco en la mirada y le tomó del brazo con fuerza, para obligarle a ponerse de pie — ¡Desnúdate, puta!
Eustace Gougeon- Hechicero Clase Media
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Re: Tú que eres muerte, te obligo a que me regreses la vida {Dulcie Sterling}
“Es más fácil llamar prostituta a alguien que serlo”
Stanisław Jerzy Lec
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Sabía que había despertado a la fiera con sus palabras. Ni ella se creía capaz de semejante despliegue de valor. Dulcie jamás se defendía, jamás daba explicaciones, sólo obedecía con su sonrisa dulce y su actitud sumisa, pero Dubois se había metido con algo demasiado delicado. Ella había parido a su bebé con sangre, sudor y lágrimas, y el desgraciado se atrevía a llamarla asesina. No había culpables, sólo víctimas inocentes, y hasta sintió pena por el hombre encolerizado. Sabía que iba a golpearla, aquella mirada paupérrima era la que se dibujaba en todos los que gustaban del maltrato o, mínimo, arremetían contra su frágil cuerpo. El golpe fue seco, feroz, le arrancó lágrimas y la obligó a morderse lengua por inercia. El gusto metálico de la sangre le recorrió el paladar y trazó, a lo largo y a lo ancho de su garganta, una línea de fuego. Podía sentir el corte en el órgano de su boca, era profundo, a juzgar por el constante sabor del fluido. Apretó los puños y con ellos, la sábana, que se arrugó bajo su mano. La bofetada le dio vuelta el rostro, pero volvió la vista, rápidamente, con el cabello rubio arremolinado a causa del movimiento brusco. Se incitó a no romper en llanto, pero fue casi inevitable, el ardor en la piel le recorría el pómulo y la mandíbula, y un leve cosquilleo le llegaba a los labios.
No emitió quejido alguno cuando Dubois la tomó del brazo y la puso de pie. La había apretado con demasiada fuerza, sintió como casi la totalidad de su miembro se adormecía a causa del apretón y del dolor. Sus tacos resonaron en la madera del piso, y trastabilló al intentar acomodarse. Estuvo a punto de caer de bruces, y eso hubiera significado la total humillación, si es que podía estarlo más. En un acto casi estimulado por la bronca, se acuclilló y recogió un par de monedas que había en el piso. Intentó pensar con claridad, qué hacer en ese momento. No quería desnudarse, no quería mostrarse ante él, como la cantidad infinita de veces que lo había hecho. Él no era un cliente más, él había depositado en su vientre un vástago, a pesar de las indicaciones que ella le había hecho para no quedar embarazada, pero el fragor de la pasión los había arrastrado a la imprudencia. Hacía menos de un año que los hechos se habían desencadenado y terminado desembocando en el trágico final. Las pesadillas de Dulcie eran constantes, y quizá nunca sanaría su alma del flagelo de la muerte de su hijo.
—Con esto que me estás pagando, no creo que alcance para mucho más —dijo, desafiante, mientras se incorporaba. Se desconocía por completo. Quizá era la primera vez en toda su vida que se atrevía a enfrentarse a alguien, que recogía los trozos de dignidad que alguna vez poseyó, y que en ese momento actuaban como motor. Estaba quebrada, sí, eso era evidente, pero, sorpresivamente, nunca estuvo en el piso. De alguna forma u otra, a lo largo de todos esos años, había encontrado la manera de levantarse y continuar, con la cabeza gacha y el corazón pendiendo de un hilo, pero transitaba su camino de final predeterminado, con la mayor tranquilidad posible.
Apoyó la palma derecha en el pecho de Eustace, y le dio un leve empujón para que volviera a caer a la cama. Él aún estaba borracho y era, dentro de lo posible, fácil dominarlo. Le colocó el índice en la boca para que no hablara, e hizo tres pasos hacia atrás. Le habían pagado. Al fin de cuentas, era una puta, y como tal debía comportarse. Dejó las monedas en la mesa de madera que contenía un pequeño jarrón con flores, y se paró frente a su cliente. Desató la bata con lentitud, con dedos precisos, y la suave tela le besó el cuerpo hasta depositarse en el suelo. Se quitó los zapatos y se hizo más pequeña. Se adelantó, levantó la pierna derecha y la apoyó en la cama, al lado de Dubois, enrolló las medias y se las quitó, luego, hizo lo propio con la izquierda. Llevó los brazos a su espalda y fue desarmando, uno a uno, los nudos que ataban su corsé. En un ruido suave, la pieza cayó, dejando al descubierto sus senos generosos y su vientre plano. Tenía los pezones erguidos a causa de los escalofríos que arremetían constantemente. Aún sus pechos contenían la leche que habría alimentado a su retoño, y que, en la actualidad, eran la fuente de comida para los bebés de las demás prostitutas. Por último, sus manos se despojaron de las bragas, que quedaron a un costado, junto con el corsé.
—¿Ahora qué quieres? —preguntó con los brazos a los costados. No deseaba que él la tocase, sin embargo, era consciente de lo que podía suceder.
No emitió quejido alguno cuando Dubois la tomó del brazo y la puso de pie. La había apretado con demasiada fuerza, sintió como casi la totalidad de su miembro se adormecía a causa del apretón y del dolor. Sus tacos resonaron en la madera del piso, y trastabilló al intentar acomodarse. Estuvo a punto de caer de bruces, y eso hubiera significado la total humillación, si es que podía estarlo más. En un acto casi estimulado por la bronca, se acuclilló y recogió un par de monedas que había en el piso. Intentó pensar con claridad, qué hacer en ese momento. No quería desnudarse, no quería mostrarse ante él, como la cantidad infinita de veces que lo había hecho. Él no era un cliente más, él había depositado en su vientre un vástago, a pesar de las indicaciones que ella le había hecho para no quedar embarazada, pero el fragor de la pasión los había arrastrado a la imprudencia. Hacía menos de un año que los hechos se habían desencadenado y terminado desembocando en el trágico final. Las pesadillas de Dulcie eran constantes, y quizá nunca sanaría su alma del flagelo de la muerte de su hijo.
—Con esto que me estás pagando, no creo que alcance para mucho más —dijo, desafiante, mientras se incorporaba. Se desconocía por completo. Quizá era la primera vez en toda su vida que se atrevía a enfrentarse a alguien, que recogía los trozos de dignidad que alguna vez poseyó, y que en ese momento actuaban como motor. Estaba quebrada, sí, eso era evidente, pero, sorpresivamente, nunca estuvo en el piso. De alguna forma u otra, a lo largo de todos esos años, había encontrado la manera de levantarse y continuar, con la cabeza gacha y el corazón pendiendo de un hilo, pero transitaba su camino de final predeterminado, con la mayor tranquilidad posible.
Apoyó la palma derecha en el pecho de Eustace, y le dio un leve empujón para que volviera a caer a la cama. Él aún estaba borracho y era, dentro de lo posible, fácil dominarlo. Le colocó el índice en la boca para que no hablara, e hizo tres pasos hacia atrás. Le habían pagado. Al fin de cuentas, era una puta, y como tal debía comportarse. Dejó las monedas en la mesa de madera que contenía un pequeño jarrón con flores, y se paró frente a su cliente. Desató la bata con lentitud, con dedos precisos, y la suave tela le besó el cuerpo hasta depositarse en el suelo. Se quitó los zapatos y se hizo más pequeña. Se adelantó, levantó la pierna derecha y la apoyó en la cama, al lado de Dubois, enrolló las medias y se las quitó, luego, hizo lo propio con la izquierda. Llevó los brazos a su espalda y fue desarmando, uno a uno, los nudos que ataban su corsé. En un ruido suave, la pieza cayó, dejando al descubierto sus senos generosos y su vientre plano. Tenía los pezones erguidos a causa de los escalofríos que arremetían constantemente. Aún sus pechos contenían la leche que habría alimentado a su retoño, y que, en la actualidad, eran la fuente de comida para los bebés de las demás prostitutas. Por último, sus manos se despojaron de las bragas, que quedaron a un costado, junto con el corsé.
—¿Ahora qué quieres? —preguntó con los brazos a los costados. No deseaba que él la tocase, sin embargo, era consciente de lo que podía suceder.
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