AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Sobre protocolos reales y placeres prohibidos [Virginia Cromwell] +18
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Sobre protocolos reales y placeres prohibidos [Virginia Cromwell] +18
- Pronto nos perderán de vista.
Sonreía tan orgulloso como un niño al reconocer su travesura. La sensación del pequeño escape, por inofensivo que fuera, satisfacía la necesidad de romper con un protocolo estricto y asfixiante. ¡Lo habían logrado, juntos, como en los viejos tiempos! Habían pasado de todo cuanto se les había inculcado como importante y ahora se encontraban allí, alejados de la multitud y algarabía, entregándose a lo que entonces sólo era importante. Verdaderamente importante.
- ¿Crees que lo noten? Nuestra ausencia, quiero decir.
No esperaba una respuesta, no tenía importancia. Después de todo, encontrándose ambos prisioneros de un encuentro familiar que terminó por convertirse en un pretexto más para el ejercicio de una hipocresía aberrante, tendrían que reconocer que no existía otra opción.
Él lo había iniciado, era cierto. No tenía reparos en asumir la totalidad de la responsabilidad y culpa para lo que se habían atrevido a hacer. Cada mirada, gesto y comentario fue desde el principio una invitación sutil, delicada como cantos de sirenas. Por suerte, su prima no encontró mástil cercano para escapar del hechizo más humano y accedió a sus intenciones ocultas, descifrándolas como parte de un código que ambos compartían. ¡Qué dichoso se sentía de tenerla allí una vez más, junto a él! El placer que suponía la oportunidad de reclamarla suya nuevamente estaba fuera de toda norma de medición.
¡No hay moros en la costa!, se dijo. Tan pronto como comprobó que no corrían peligro en el oportuno almacén que habían tomado por refugio, volvió sus ojos chispeantes a Virginia. La observó con una sonrisa triunfante y se acercó, atrapando sus manos frágiles entre las suyas envolventes.
- Lo logramos, prima - le susurró -. ¡Finalmente!
Saboreó el diminuto éxito en los labios ajenos, en un beso fugaz. Volvió a girarse, ésta vez hacia la puerta, y tomó la manija que chirrió en bienvenida.
Cedió el paso, naturalmente, a la rubia; luego entró él. Ni bien cruzar el umbral, la ansiedad y excitación se elevaron como corrientes eléctricas desde sus pies hasta su cabeza. Las circunstancias concedían un algo prohibido que potenciaba la fuerza de los instintos. Quería follarla con la precisión y fuerza justa que exigía el verbo.
¡Calma, Valentine, joder! Que de la prisa sólo resta el cansancio, y si bien éste sería producto de un poderoso orgasmo, se había propuesto disfrutar al máximo del encuentro. Cada centímetro del cuerpo ajeno sería homenajeado en un ritual de cuerpos encendidos en llamas.
Cerró la puerta, entonces. El silencio se armó como vapor que hacía de la vista una difusa. Se acercó, la tomó por la cintura y unió su frente a la suya. Compartió el oxígeno, respiró el aroma. Inhaló profundamente, cerró sus ojos, luchando por retener allí la fragancia embriagadora, y soltó un largo suspiro.
- ¿Haremos de esto un hábito? - preguntó, sonriéndole con picardía. Tenía la impresión de que las palabras comenzaban a esfumarse en su mente. Su cuerpo exigía otro tipo de lenguaje, una forma más primitiva de comunicación.
¡Calma, Valentine, joder!
¡A la mierda! La haría suya cuantas veces lo necesitara. Dadas las circunstancias, el tiempo estaba de su lado y los cuerpos, ya próximos, percibiéndose como animales ciegos, anhelaban lo inevitable.
Sonreía tan orgulloso como un niño al reconocer su travesura. La sensación del pequeño escape, por inofensivo que fuera, satisfacía la necesidad de romper con un protocolo estricto y asfixiante. ¡Lo habían logrado, juntos, como en los viejos tiempos! Habían pasado de todo cuanto se les había inculcado como importante y ahora se encontraban allí, alejados de la multitud y algarabía, entregándose a lo que entonces sólo era importante. Verdaderamente importante.
- ¿Crees que lo noten? Nuestra ausencia, quiero decir.
No esperaba una respuesta, no tenía importancia. Después de todo, encontrándose ambos prisioneros de un encuentro familiar que terminó por convertirse en un pretexto más para el ejercicio de una hipocresía aberrante, tendrían que reconocer que no existía otra opción.
Él lo había iniciado, era cierto. No tenía reparos en asumir la totalidad de la responsabilidad y culpa para lo que se habían atrevido a hacer. Cada mirada, gesto y comentario fue desde el principio una invitación sutil, delicada como cantos de sirenas. Por suerte, su prima no encontró mástil cercano para escapar del hechizo más humano y accedió a sus intenciones ocultas, descifrándolas como parte de un código que ambos compartían. ¡Qué dichoso se sentía de tenerla allí una vez más, junto a él! El placer que suponía la oportunidad de reclamarla suya nuevamente estaba fuera de toda norma de medición.
¡No hay moros en la costa!, se dijo. Tan pronto como comprobó que no corrían peligro en el oportuno almacén que habían tomado por refugio, volvió sus ojos chispeantes a Virginia. La observó con una sonrisa triunfante y se acercó, atrapando sus manos frágiles entre las suyas envolventes.
- Lo logramos, prima - le susurró -. ¡Finalmente!
Saboreó el diminuto éxito en los labios ajenos, en un beso fugaz. Volvió a girarse, ésta vez hacia la puerta, y tomó la manija que chirrió en bienvenida.
Cedió el paso, naturalmente, a la rubia; luego entró él. Ni bien cruzar el umbral, la ansiedad y excitación se elevaron como corrientes eléctricas desde sus pies hasta su cabeza. Las circunstancias concedían un algo prohibido que potenciaba la fuerza de los instintos. Quería follarla con la precisión y fuerza justa que exigía el verbo.
¡Calma, Valentine, joder! Que de la prisa sólo resta el cansancio, y si bien éste sería producto de un poderoso orgasmo, se había propuesto disfrutar al máximo del encuentro. Cada centímetro del cuerpo ajeno sería homenajeado en un ritual de cuerpos encendidos en llamas.
Cerró la puerta, entonces. El silencio se armó como vapor que hacía de la vista una difusa. Se acercó, la tomó por la cintura y unió su frente a la suya. Compartió el oxígeno, respiró el aroma. Inhaló profundamente, cerró sus ojos, luchando por retener allí la fragancia embriagadora, y soltó un largo suspiro.
- ¿Haremos de esto un hábito? - preguntó, sonriéndole con picardía. Tenía la impresión de que las palabras comenzaban a esfumarse en su mente. Su cuerpo exigía otro tipo de lenguaje, una forma más primitiva de comunicación.
¡Calma, Valentine, joder!
¡A la mierda! La haría suya cuantas veces lo necesitara. Dadas las circunstancias, el tiempo estaba de su lado y los cuerpos, ya próximos, percibiéndose como animales ciegos, anhelaban lo inevitable.
Valentine Cromwell- Hechicero/Realeza
- Mensajes : 16
Fecha de inscripción : 03/06/2012
Re: Sobre protocolos reales y placeres prohibidos [Virginia Cromwell] +18
Las extensas galerías se prolongaban a lo lejos formando un intrincado laberinto de columnas esbeltas y arcos calados y ligeras como el encaje; por los espaciosos salones vestidos de tapices, donde la seda y el oro habían representado, con mil colores diversas escenas de amor, de caza y de guerra, y adornados con trofeos de armas y escudos, sobre los cuales vertían un mar de chispeante luz un sin número de lámparas y candelabros de bronce, plata y oro, colgadas aquéllas de las altísimas bóvedas y enclavados éstos en los gruesos sillares de los muros; por todas partes adonde se volvían los ojos, se veía oscilar y agitarse en distintas direcciones una nube, o alegres turbas de galanes con talabartes de terciopelo, justillos de brocado y calzas de seda, botas de tafilete, capotillos de mangas perdidas y caperuza, puñales con pomo de filigrana y estoques de corte bruñidos, delgados y ligeros. Así se presentaba el castillo esa noche, sublime en regocijo, pues una celebración acontecía en sus muros.
Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, tan solo había un hombre a quién yo aclamaba, al que le volvía con asombro todas mis miradas; por el que suspiraba en secreto mi corazón; alrededor de el cual se veían agruparse con afán, como vasallos humildes en torno de su señor, los más ilustres vástagos de la nobleza escocesa, reunida en aquella extraordinaria ocasión.
Un tiempo después de disipada la turba se acercó a mi, y entrelineas pude adivinar lo que se proponía, lo que buscaba en mi, algo que ya hacía un tiempo veníamos practicando; entonces nuestras miradas intercambiaron fugazmente un objetivo conjunto, como preludio de lo que estaba a punto de suceder, ambos sabíamos lo que queríamos ¡Al fin llegó el momento! Nos escabullimos sutilmente y perdimos de vista al jolgorio de gente que sosamente se reunía esa noche para venerar a los reyes.
Tomé su mano y nos lanzamos a correr por las extensas galerías, en busca de algún escondrijo en donde pudiéramos hacer las perversiones que en nuestra imaginación idealizábamos. Mientras lo hacía me quité mis zapatos y levanté mi vestido, por un momento, todos los modales se habían esfumado, corrí a su lado con risas y premura, él lograba eso en mí. Así Valentine encontró en el camino un lugar apartado y solitario dentro del castillo, nos detuvimos y observamos en busca de posibles vigías; nadie, sus manos apretaron las mías y me robo algunos efímeros besos callados. - ¡No puedo esperar! - le confesé mientras nos adentrábamos en aquel almacén, cerró la puerta que resonó sobre su bisagra, y yo allí en el centro lo aguardé inquieta a que regresase.
- Ven aquí… - Conferí demandante como si de mi propiedad se tratase y me aferré con solidez sobre sus ropas, casi tanto como para arrancárselas con violencia, y atraerlo contra mi cuerpo, en tanto desprendía la botonera de su camisa, de manera tal que producía un sonido como si fuera una prenda de seda rasgada por un cuchillo. Se apoyó en mi frente y liberó unos reprimidos gruñidos, podía darme cuenta de que lo único que deseaba en ese momento era hacerme suya, entonces rodeé su cuello con mis delgados brazos para así enredarme en su castaña cabellera, y morder sus labios ferozmente en un intento desenfrenado por contenerme, no podía más, entorné mis parpados entregada ya al fogoso clima que se cernía sobre nosotros, y comencé a besarlo como si más nada importase. - Te extrañé - Comenté a intervalos de ahogados suspiros, mis manos parecían que involuntariamente dibujaban su figura, se adentraron invasivamente en su torso semidesnudo, allí, pude delimitar su musculatura y firmeza mientras éste acoplaba mi cintura…
Hacía ya algunos años que no nos veíamos, inexplicablemente, nunca pude ignorar este deseo tan carnal que por él tengo, y para mi fortuna, así parecía corresponderme, o por lo menos así quería pensarlo pero… ¿Se trataba tan solo de algo meramente físico? Unas cuantas veces me vino esta idea a la memoria, mas intento no indagar mucho en ello, puesto que el Príncipe era reconocido no precisamente por desposar a hermosas doncellas. Sin embargo aquello poco importaba en este momento, ahora estaba conmigo, y aunque tan solo por un corto periodo de tiempo de su cuerpo sea su dueña, quizás exceda a la memoria.
Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, tan solo había un hombre a quién yo aclamaba, al que le volvía con asombro todas mis miradas; por el que suspiraba en secreto mi corazón; alrededor de el cual se veían agruparse con afán, como vasallos humildes en torno de su señor, los más ilustres vástagos de la nobleza escocesa, reunida en aquella extraordinaria ocasión.
Un tiempo después de disipada la turba se acercó a mi, y entrelineas pude adivinar lo que se proponía, lo que buscaba en mi, algo que ya hacía un tiempo veníamos practicando; entonces nuestras miradas intercambiaron fugazmente un objetivo conjunto, como preludio de lo que estaba a punto de suceder, ambos sabíamos lo que queríamos ¡Al fin llegó el momento! Nos escabullimos sutilmente y perdimos de vista al jolgorio de gente que sosamente se reunía esa noche para venerar a los reyes.
Tomé su mano y nos lanzamos a correr por las extensas galerías, en busca de algún escondrijo en donde pudiéramos hacer las perversiones que en nuestra imaginación idealizábamos. Mientras lo hacía me quité mis zapatos y levanté mi vestido, por un momento, todos los modales se habían esfumado, corrí a su lado con risas y premura, él lograba eso en mí. Así Valentine encontró en el camino un lugar apartado y solitario dentro del castillo, nos detuvimos y observamos en busca de posibles vigías; nadie, sus manos apretaron las mías y me robo algunos efímeros besos callados. - ¡No puedo esperar! - le confesé mientras nos adentrábamos en aquel almacén, cerró la puerta que resonó sobre su bisagra, y yo allí en el centro lo aguardé inquieta a que regresase.
- Ven aquí… - Conferí demandante como si de mi propiedad se tratase y me aferré con solidez sobre sus ropas, casi tanto como para arrancárselas con violencia, y atraerlo contra mi cuerpo, en tanto desprendía la botonera de su camisa, de manera tal que producía un sonido como si fuera una prenda de seda rasgada por un cuchillo. Se apoyó en mi frente y liberó unos reprimidos gruñidos, podía darme cuenta de que lo único que deseaba en ese momento era hacerme suya, entonces rodeé su cuello con mis delgados brazos para así enredarme en su castaña cabellera, y morder sus labios ferozmente en un intento desenfrenado por contenerme, no podía más, entorné mis parpados entregada ya al fogoso clima que se cernía sobre nosotros, y comencé a besarlo como si más nada importase. - Te extrañé - Comenté a intervalos de ahogados suspiros, mis manos parecían que involuntariamente dibujaban su figura, se adentraron invasivamente en su torso semidesnudo, allí, pude delimitar su musculatura y firmeza mientras éste acoplaba mi cintura…
Hacía ya algunos años que no nos veíamos, inexplicablemente, nunca pude ignorar este deseo tan carnal que por él tengo, y para mi fortuna, así parecía corresponderme, o por lo menos así quería pensarlo pero… ¿Se trataba tan solo de algo meramente físico? Unas cuantas veces me vino esta idea a la memoria, mas intento no indagar mucho en ello, puesto que el Príncipe era reconocido no precisamente por desposar a hermosas doncellas. Sin embargo aquello poco importaba en este momento, ahora estaba conmigo, y aunque tan solo por un corto periodo de tiempo de su cuerpo sea su dueña, quizás exceda a la memoria.
Virginia Cromwell- Hechicero/Realeza
- Mensajes : 14
Fecha de inscripción : 06/05/2012
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Re: Sobre protocolos reales y placeres prohibidos [Virginia Cromwell] +18
Los brazos ajenos treparon por sus hombros y se ciñeron a su cuello como serpientes. El cuerpo se estrechaba en su contra y él lo rodeaba con sus manos, deslizándolas por los costados delgados del torso frágil. La sensación de manejar entre sus manos un tesoro le cautivaba. A sus ojos, Virginia no era menos que un tesoro, una pieza única de la fortuna real.
Como serpiente acudió él, en respuesta, al mordisco preludio del beso. Atrapó los labios ajenos con los suyos, uniéndolos con frenesí y deseo de fusión. ¿Tanta prisa solían llevar los amantes? El deseo contenido se había traducido en una carga pesada de un largo viaje. Ambos parecían, Valentine lo notó, dejarse caer el uno sobre el otro, entregándose al placer.
Fueron entonces los gemidos música para los oídos arrogantes del príncipe. Sus manos habían abandonado la cintura delgada y se habían apresurado a tomar aquel rostro con autoridad, concediendo profundidad al beso. El silencio no se interrumpía. Figuraba como un velo traslúcido tras el cual siluetas sombrías se movían. Dos siluetas de cuerpos en combate por hacerse el uno con el otro.
La separó, reduciendo la cercanía. Clavó sus ojos sobre los suyos y las miradas se encontraron, marrón sobre verde. Valentine tuvo la certeza de que allí, aunque silenciosos, se decían, gritaban, cuanto llevaban consigo dentro. No contento, sin embargo, acarició la mejilla con el pulgar, hablándole.
- También te extrañé - le murmuró, sonriéndole apenas -. Nos extrañé - corrigió después, dando con ello finalizada la tregua, emprendiéndose nuevamente en la frenética búsqueda de su lengua con la suya.
Para entonces, los movimientos no eran tan gentiles. Las manos no se deslizaban; se aferraban a la piel. Se habían convertido también en serpientes que lograban enroscarse sobre la cintura ajena, tomándola por sobre su peso para privarla de estabilidad. Ahora resultaba una duquesa cautiva entre brazos del príncipe, quien sirvió como guía hasta un lecho improvisado, compuesto de poco más que paja amontonada. ¡Nada más indigno de la realeza!, podría decirse. Lo cierto era que ambos buscaban aquello: el quiebre de los cimientos más profundos de la moralidad victoriana.
Una vez sobre el suelo amortiguado, su peso caía sobre el de Virginia. El beso que habían iniciado minutos atrás terminó por mano de Valentine, quien, atrapado entre las piernas largas, se irguió momentáneamente, observando desde allí a su amante.
- Eres hermosa - le reconoció, no por primera vez -. Voy a hacerte mía, prima - confesó después, cuando acudió a un próximo beso que acompañó con movimientos de sus manos entre la ropa. Sus dedos buscaban deshacerse de cuanto atavío ajeno le impedía constatar la piel de la duquesa. Para el momento en el que ambos pulmones clamaban por oxígeno, se había hecho con cuanto botón y ojal se interpuso en su cometido. La piel desnuda asomaba poderosamente tentadora a través de los pliegues, a manera de un hechizo que pronto hipnotizó los ojos del príncipe.
Estaba en el umbral ya antes visitado. A puertas de un santuario íntimo cuyo calor a menudo ansiaba. La sumisión al deseo de la carne era el sendero y él había comenzado a recorrerlo.
Como serpiente acudió él, en respuesta, al mordisco preludio del beso. Atrapó los labios ajenos con los suyos, uniéndolos con frenesí y deseo de fusión. ¿Tanta prisa solían llevar los amantes? El deseo contenido se había traducido en una carga pesada de un largo viaje. Ambos parecían, Valentine lo notó, dejarse caer el uno sobre el otro, entregándose al placer.
Fueron entonces los gemidos música para los oídos arrogantes del príncipe. Sus manos habían abandonado la cintura delgada y se habían apresurado a tomar aquel rostro con autoridad, concediendo profundidad al beso. El silencio no se interrumpía. Figuraba como un velo traslúcido tras el cual siluetas sombrías se movían. Dos siluetas de cuerpos en combate por hacerse el uno con el otro.
La separó, reduciendo la cercanía. Clavó sus ojos sobre los suyos y las miradas se encontraron, marrón sobre verde. Valentine tuvo la certeza de que allí, aunque silenciosos, se decían, gritaban, cuanto llevaban consigo dentro. No contento, sin embargo, acarició la mejilla con el pulgar, hablándole.
- También te extrañé - le murmuró, sonriéndole apenas -. Nos extrañé - corrigió después, dando con ello finalizada la tregua, emprendiéndose nuevamente en la frenética búsqueda de su lengua con la suya.
Para entonces, los movimientos no eran tan gentiles. Las manos no se deslizaban; se aferraban a la piel. Se habían convertido también en serpientes que lograban enroscarse sobre la cintura ajena, tomándola por sobre su peso para privarla de estabilidad. Ahora resultaba una duquesa cautiva entre brazos del príncipe, quien sirvió como guía hasta un lecho improvisado, compuesto de poco más que paja amontonada. ¡Nada más indigno de la realeza!, podría decirse. Lo cierto era que ambos buscaban aquello: el quiebre de los cimientos más profundos de la moralidad victoriana.
Una vez sobre el suelo amortiguado, su peso caía sobre el de Virginia. El beso que habían iniciado minutos atrás terminó por mano de Valentine, quien, atrapado entre las piernas largas, se irguió momentáneamente, observando desde allí a su amante.
- Eres hermosa - le reconoció, no por primera vez -. Voy a hacerte mía, prima - confesó después, cuando acudió a un próximo beso que acompañó con movimientos de sus manos entre la ropa. Sus dedos buscaban deshacerse de cuanto atavío ajeno le impedía constatar la piel de la duquesa. Para el momento en el que ambos pulmones clamaban por oxígeno, se había hecho con cuanto botón y ojal se interpuso en su cometido. La piel desnuda asomaba poderosamente tentadora a través de los pliegues, a manera de un hechizo que pronto hipnotizó los ojos del príncipe.
Estaba en el umbral ya antes visitado. A puertas de un santuario íntimo cuyo calor a menudo ansiaba. La sumisión al deseo de la carne era el sendero y él había comenzado a recorrerlo.
Valentine Cromwell- Hechicero/Realeza
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Fecha de inscripción : 03/06/2012
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