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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Lydia Sforza Mar Jun 19, 2012 12:24 am

La noche había caído hacías unas horas y desde los diversos confines del mundo se espero la llegada de los grandes soberanos de la orgullosa Europa. Debido a las continuas revueltas las puertas del palacio de Versalles se mantuvieron cerradas al populacho, pero las festividades no quedaron reducidas únicamente para la nobleza sino que durante todo el mes el reino entero festejo semejante suceso. Celebrándose con grandes comilonas, bailes, presentaciones a plaza abierta en Paris, y en varios confines de la Francia entera.

Monumentales espectáculos en las zonas fronterizas recibían a cada monarca que llegaba en distinta dirección al reino, trayéndole a la capital en desfiles y ceremonias magnas, dignas de su figura. De pronto el Palacio de Versalles lleno sus habitaciones con aristócratas de todo el continente, recibiéndolos a ellos en igual entusiasmo como a sus soberanos. Los banquetes se rendían día y noche en alimentos, espectáculos y diversión, y el vino fluía tan vibrante como las carcajadas, los postres seducían hasta los ojos más exigentes y el paladar más agrio. Esa noche había sido el gran momento que todos esperábamos, y una delicia exquisita era el Gran Canal, majestuosa corriente de aguas cristalinas que reflejaban la frialdad delicada de la luna llena. Orlado a sus lados de hayas, robles, fresnos, y cerezos silvestres, formaban para las aguas un camino brillante, dando la perspectiva de inmensidad a los jardines reales y regalando la promesa de gloria y eternidad. Esa noche se habían adornado con cardenales de exquisitas seda intercalados por antorchas en postes de plata reflejante y exquisita natura floral, formando un lindero a cada lado por toda la orilla del gran Canal que brillaba cual firmamento nocturno plegado de estrellas, impidiendo el paso de los curiosos que esperaban el desfile desde remota distancia a su final. Las más bellas doncellas de todo el reino y gallardos varones, vestían como dulces pastorcitos que parecían obras de Jean Antoine Watteau, más encantadores eran aun arrojando pétalos de rosa a las aguas, acogiendo con afecto una a una las góndolas con diversas riquezas de diferente forma y tamaño, cada pequeña barcaza guardaba tesoros y banquetes típicos de las diferentes naciones que esta noche se reunían en excelsa fraternidad. Los gondoleros bogando las aguas con sus remos de plata, saludaban entusiasmados con sonrisas jubilosas, apoyados por un acompañante que elevaba el emblema abanderado de cada nación que esa noche se reunía. Su vestimenta variaba conforme a quien representaran, pero el lujo de los hilos de oro y las sedas daban la apariencia de los sueños. Atrás de ellos, se acercaban varios veleros de tres palos, su reflejo silencioso y lejano prometía que la fantasía se volvería cada vez más fantástica.

Llegado al final del recorrido el rey, junto con su familia de sangre y su familia en honores reales, la nobleza, espero como los veleros, tan exquisito en su madera oscura, con sus velas escarlata, azul, purpura o dorada y sus incrustaciones de oro y gemas preciosas, se aparcaban al final de la curvatura del canal y cedían su tripulación. Cada barco tan lujosamente montado y donde Cleopatra misma se hubiese visto humilde en comparación, llevaba consigo a un soberano y justo cuando estos se presentaban ante el rey, con sus respectivas familias y su corte, estrecharon sus manos como iguales.

El estanque de Neptuno estallo en un espectáculo maravilloso de aguas, recreando el recorrido de la leyenda, dando inicio oficial a la celebración. Las trompetas clamaron y la orquesta elevo su melodía de gozo al aire, dejando que las notas se alzaran hasta el cielo el cual no tardo en deslumbrarse en multiplicidad de colores, estrellas que rugían cual truenos en explosiones de arcoíris. No hubo tiempo para una charla, salvo una ligera presentación y la promesa “La nación francesa anhela el instante que anuncien los grandes imperios la perpetua y dichosa unión”. Los aplausos y los fuegos artificiales continuaron después de haber subido cada cual en los respectivos carruajes de oro y terciopelo rojo, primero aquel que llevaría a los reyes, cual nueva familia, luego a los parientes en primero, en segundo grado, luego aquellos que por honores y títulos acumulados mereciera tal cercanía. La distancia de carruajes en cuanto a ti y al rey, te decía cual era su posición en la corte.

Todo el recorrido era un pequeño adelanto de las festividades, pues desde la ventanilla podías contemplar la exhibición de animales exóticos, montándose ya la presentación de los circos extranjeros, las puestas en escenario de la academia de teatro de Rumania, el ballet ruso, el conservatorio francés, la famosa orquesta inglesa, entre otras. Jamas en la historia se había montado semejante espectáculo intercultural, celebrando la historia y el lujo de cada imperio, aprovechando hasta el ultimo rincón del majestuoso palacio. Llegada al invernadero de los naranjos se había montado un impresionante túnel bien iluminado por el que cada carruaje habría de pasar, en las paredes interiores se había dibujado a mano y de forma exquisita la creación de los cielos olímpicos una vez Zeus tomo el poder, así como otras leyendas mas lejanas pero con similar intención, el recordar la promesa de un nuevo comienzo. Se tuvo especial cuidado en solo elegir las leyendas, sin tocar las religiones de cada cual, evitando las controversias. El recorrido termino en la explanada del palacio, donde un grupo de soldados luciendo sus uniformes llenos de insignias al valor y honores repetía los lemas a Francia y sus juramentos de Lealtad, dichas promesas se extendieron, mencionando a las naciones hermanas, al futuro y a la gloria, en un aplauso general se acogieron las palabras en gratitud de cada soberano y mientras estos se despedían prestos a marchar al Salón de los espejos, los fuegos artificiales se renovaron.

Era hora de hablar de negocios y sellar acuerdos, tanto dentro de un salón al deslizar la pluma sobre el papel, como fuera, en medio de excentricidad y lujo.




Última edición por Dominique Fontaine el Sáb Jul 28, 2012 8:59 am, editado 1 vez
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Mensaje por Ileana Leluc Lun Jul 23, 2012 1:27 am

"La naturaleza de los hombres soberbios y viles
es mostrarse insolentes en la prosperidad
y abyectos y humildes en la adversidad."


Despegarse de su tierra era para ella un sacrificio mayor, al que solamente podía acceder si su esposo solicitaba de su necesaria compañía a la hora de emprender algún viaje. No existía excusa alguna que se elevase indestructible para salvar a la reina de los designios impartidos por su rey, hombre rígido, frio y astuto que jamás permitirá recibir de parte de ella un “no” como respuesta.

Los baúles de madera labrada y oro pulido resguardaban ahora los atuendos y accesorios necesarios que los monarcas utilizarían a lo largo de las semanas que afrontarían por delante en aquel arduo trayecto hasta la nación francesa que solamente despertaba preocupación en ella, no por su persona, sino por la de su esposo, quien debía mantener un cuidado especial a la hora de trasladarse en aquel necesario periplo. Dios le protegiese día y noche, por su bien, el de ella y el de toda su nación. Como reina no le quedaba mucho más que observar al Sol y la Luna y encomendarles la protección de Viktor a lo largo del recorrido. El corazón de Ileana imploraba porque su amada Naturaleza le respondiese de buena forma ante la suplica expresada. Los guardias, firmes y atentos cuan columnas de granito no conocían de un mero ápice temporal que les distrajera mientras cumplían su labor de servir como los que más a su rey. En sus mentes seguramente la idea de ser terriblemente castigados si su monarca padecía alguna complicación no les dejaba siquiera descansar propiamente. Pero la paz llegaría a ellos cuando el peregrinaje de las tierras rumanas hasta las francesas hubiese finalizado.

No había contento sincero en el corazón de la pelirroja por arribar a Francia, posiblemente porque jamás podría asociarse de forma racional hacia el modo de vida que ostentaban las figuras reales en aquella nación, reconocida por todos como la única en conocer el verdadero sentido de la extrema e indiscutible suntuosidad. Pero a sus ojos no había maravilla alguna en rodearse de sedas, diamantes y oro, al contrario, Ileana veía en todas esas riquezas malgastadas el vacío residente en el interior de aquellos que tras el cegador resplandor de los lujos olvidaban por completo las necesidades de su pueblo. Francia sabía como vestirse de etiqueta para sorprender a los ojos de toda Europa, pero jamás había aprendido cómo apaciguar el hambre en las entrañas de sus habitantes, suplicantes de una situación más justa, donde hubiese más trozos de pan y menos hilos de oro en los ropajes de los miembros de la Corte.

Y donde muchos veían abundancia y atrapante opulencia la rumana encontraba vergüenza, descaro y mal gusto. Como deseaba regresar a los parajes de su nación, donde pese al sencillo gris de las estructuras arquitectónicas que se escondían en medio de los verdes montes, podía sentirse la calidez de un pueblo que batalló para ser libre y que agradecía al destino por haber tomado tal decisión, la que ahora se veía recompensada con un mejor manejo de las riquezas e igualdades por parte de su rey, que pese a su silencio y frialdad solo quería para sus habitantes el mas sincero bienestar, incluso cuando esto solicitase el sacrificio de sus comodidades.

No encontraba gracia en el brillo del oro pulido, ni en el rojizo del terciopelo que recubría el interior de los ostentosos carruajes labrados que los transportaban hacia las inmediaciones de Versalles ¿No hubiese sido suficiente con simplemente deleitar a los arribados con la belleza propia que la naturaleza más simple ofrecía? Para el reino de Francia nada parecía ser suficiente, jamás. Siempre era necesaria más opulencia, mas destaque de sus riquezas, mas disfraces que distrajeran la vista de la realidad que azotaba a los residentes de ese país que conservaba el contraste más notorio entre ricos y pobres, entre merecedores y castigados, entre la realidad y la falsedad. E Ileana no podía dejar pasar eso por alto, no podía permitirse disfrutar tal acto de canallas. Pero debía mantener la compostura, no por su bien, sino por el de su esposo y su patria. Ante tales desconsideraciones, la reina solamente avivaba más y más la devoción por sus tierras, por su pueblo, por la sinceridad que la Corte rumana tenía para con sus habitantes.

No necesitaba compartir con Viktor su opinión que para esas alturas seguramente ya era imaginada por la perspicaz mente del vampiro, quien en todo el viaje jamás dicto siquiera una palabra hacia su esposa. Ella estaba completamente acostumbrada a eso, lo que no acreditaba a que su corazón no sufriese por tal desapego, una indiferencia letal, hiriente como la daga más filosa. Amaba, adoraba con todo su ser a su rey pero ya no sabía que hacer para que éste le correspondiese de la misma forma. Necesitaba que su monarca saliese por un instante de las penumbras propias de la soledad y le abrazase, le hiciese recordar por qué él la había desposado. Ileana anhelaba sentir una pizca de la humanidad que aún guardaba el inerte corazón del condenado.

Anunciados fueron al apoyar sus pies sobre los suelos de Versalles. Las trompetas resonaron y las palabras de la guardia francesa llegaron a los oídos de una reina que simplemente se limitaba a mantener su rostro sereno, como si todo aquel espectáculo innecesario fuese meramente de su agrado. Que pena que su interior sintiese todo lo contrario y se viese obligado a reflejar algo que no era cierto para ella. Ser reina también implica demostrar lo conveniente en determinadas ocasiones y jamás dudar de ello, por menos real que esto fuese, pero Ileana no gustaba en absoluto de mentirle al mundo, y sobre todo, no gustaba de engañarse a ella misma. Que la madre Naturaleza perdonase su errar y no la juzgase más de lo necesario.

El rey pronuncio sus promesas y agradecimientos de recibimiento con su característico porte, firme y con voz profunda, típico de caballero enigmático y combatiente de mano dura. Ella agradecía con movimientos delicados de cabeza, peor jamás despegaba los labios uno del otro. La sonrisa no se asomaba, pero la molestia tampoco. Ileana se tornaba inexpresiva por el simple hecho de verse perdida, de encontrarse en un paradero desconocido y peligroso para ella. Sentía hostilidad en el aire, como si éste fuese capaz de cortar su pálida y tímida piel con un vago soplido.

Cerró momentáneamente sus finos parpados cuando tuvo que separarse de su consorte. Liberó su brazo apenada, como si solo desease su compañía en ese momento que debía afrontar por meras obligaciones. Él pactaría lo mejor, lo que más beneficiase a su tierra y ella se sentía en paz en ese asunto porque él jamás defraudaría a su adorada Rumania, ni por el tesoro más inimaginable de todos. Él era fiel a su patria y no necesitaba de ningún lujo ofrecido para sentirse rey, el elegido principal de su nación.

Se adentró escoltada al salón correspondiente a las invitadas principales de aquella celebración. Tras ser abandonada por quienes le acompañaban, comenzó a avanzar solitaria entre las enormes mesas invadidas de banquetes de todas las clases. Toda la abundancia de la que el pueblo francés carecía pareciese estar presente en aquellas desbordantes mesas. Los ojos de la pelirroja paseaban de un lado a otros con lentitud, como si no encontrase objeto o persona alguna que fuese de su completo interés. Y aquella no era un gesto de soberbia, al contrario, era una demostración de vergüenza ajena hacia toda persona que pensase que tal opulencia merecía reconocimiento alguno. Repulsión, ese el sentimiento que bombeaba a través de las venas de una reina que externamente parecía una serena desconocida paseándose fantasmagóricamente en el lugar menos deseado a estar.

Algunas presencias no tardaron en acercársele para comenzar con la cháchara típica de dichos festejos. Lamentablemente algunos terminaban decepcionados ante la presencia de una reina de palabras medidas, que no se prestaba en absoluto a la charla cómplice y entretenida. Es como si la rumana estuviese constantemente ausente pese a que su físico era elogiado por su peculiar belleza, salida de lo tradicional pero no por eso menos atractiva que la del resto. La gente silenciosamente comenzaba a formarse la idea de que la monarca rumana era todo un objeto a ser analizado, desmenuzado para así encontrar su verdadera esencia. Un desafío para la ociosa vileza residente en aquella aristocracia que velaba más por sus apariencias que otra cosa.

Suspiro y trato de buscar en su interior algo que le llevase a reflejar un semblante mas propicio para la ocasión. Pero jamás lo encontró, solo pensó para sí de que ojala Viktor se encontrase en una mejor situación que la de ella.


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Mensaje por Amandine Fontaine Miér Ago 08, 2012 8:26 am

Las jornadas transcurren sin detenimiento, el astro rey asoma cada mañana hasta que los astros le invitan a dormitar mientras la plateada luna alumbra sosegadamente los cielos negruzcos. Todo ciclo continua cotidianamente como de costumbre. Las personas duermen, despiertan, respiran y ha de suponerse que nada ni nadie podría cambiar eso. Pero finalmente aquel día el pueblo francés salía de lo rutinario para enterarse de la llegada reconocidos personajes de todo el continente. La pobreza que su murmuraba presente en algunos sectores de la sociedad ahora se oculta en el colorido de las guirnaldas, de los canticos nacionalistas que imprimen en cada esquina el orgullo de la patria francoparlante. La música resuena en las plazuelas, en los alrededores al prestigioso palacio de Versalles. La flora en su momento cumbre dada la presencia primaveral en sus retoños también invita a que todo sea esplendoroso por donde se lo mire.

Monarcas de países vecinos, hermanos o aliados nuevamente llegan a las tierras de los vinos y la refinamiento innato para renovar votos, para enlazar entre pactos, risas y debates las manos estrechadas que reavivaran la llama de Europa, antiguo continente de vaivenes sociales y económicos que siempre tenia presente una sola cosa; resurgir a como diera lugar.

Que mejor lugar que Francia ¡Que mejor lugar que el palacio de Versalles! Si un evento de tal calibre, de inmensa e incuestionable magnitud había de llevarse, aquel era el lugar indicado. Y todo el mundo sabía que Francia se ha caracterizado a lo largo de la historia por su elegancia, por el refinamiento, por el paladar negro y ojo de halcón que asegura el esplendor en todo su abarcamiento posible. Los salones adornados exquisitamente, ambientados con estilo rococó para las damas y jovencillas presentes, un toque más sobrio para los caballeros. Música, colores, espectáculos de toda clase apagando cualquier deseo, cualquier anhelo. Nadie jamás partiría de Versalles con el gusto agridulce del pensar “Ojala hubiese…” No, en el palacio real de Francia no existía lugar para imaginar algo, todo existía.

Amandine se observó al espejo por una última vez antes de asumir la idea de que debía presentarse con sus invitados. Era ni más ni menos que la anfitriona de la relevante reunión que su marido había decidido seriamente llevar a cabo. La reina hubiese deseado que representantes de otros países, principalmente España estuviesen presentes pero como consorte del escogido por la mano de Dios para decidir que hacer y que no, solo opto por callar y acceder a cumplir todos sus deberes como su cargo y responsabilidad para su patria se lo exigía.

Notando la aflicción que solamente una madre puede comprender ante la falta de uno de sus ángeles libero un suspiro, prometiéndose frente al pulcro espejo que pese a lo que su ser exterior reflejase aquella noche, jamás olvidaría la pena que residía en su alma por la falta de Jean Baptiste. No se permitiría ser completamente feliz hasta que él apareciera nuevamente. Su mente y corazón lo sabían, pero lo cierto es que Francia la solicitaba y jamás le daría la espalda a su tierra y menos aún, a su amado Abelard.

Guardias con la vestimenta propia del ejército nacional hicieron aparición con trompetas resonantes, sonidos anunciantes de una llegada esperada por muchos. Las puertas dobles del salón principal de música y banquetes se abrieron de par en par captando todas las miradas presentes y tras la voz firme y seria de un joven mancebo el arribo de la reina francesa se promovió finalmente.

La cabeza en alto, la pedrería que la envolvía nunca más brillante. El rostro limpio, sereno y ameno para con los invitados. Rastros de penas, dolencias del alma y el corazón guardados en un cofre que no podía darse a relucir en aquellos momentos, tales sentimientos tendrían un receso, una siesta obligada a los que su acreedora los había sometido con su encantadora forma de suplir, de rogar a Dios que ninguna aflicción nublara su actuación esa noche.

Cuatro doncellas, todas arropadas exactamente de la misma forma. Dos de cada lado, acompañando en paso silencioso y sincronizado el avance de la dama real. Un detenimiento delicado, cuan pluma que recae sobre el suelo. La iluminación a petróleo destacaba desde todo ángulo los detalles de la vestimenta real, de la precisión en los arreglos de peinado, de la hermosura innata que Amandine poseía sin esfuerzo alguno. La luz parecía adorarla, abrazarla con regocijo y orgullo, dictándole discretamente a cada uno de los presentes que aquella mujer había nacido para ser reina, no podría nadie imaginársela siendo otra cosa. Ocupando otro cargo, representando otra nación.

- Bienvenidos y bienvenidas seáis todos los presentes a esta reunión, encuentro fortuito entre tierras hermanas que anhelan sinceramente el progreso y el bienestar de sus pueblos. Os invito a sentirse como en casa, porque después de todo Francia les adora como hijos mismos de esta patria - la voz clara, con el esperado toque de firmeza necesario para remarcar el peso de su hablar. Un gesto leve con la mano, permisivo para que todo aquel que le viese se sintiese en la comodidad de continuar con sus asuntos. La sonrisa despierta y el nuevo avance, saludando con gracia y simpatía a los grupos. Ella era el rostro de su país en aquel momento y debía dejar claro su hospitalidad, su regazo cálido y materno para todos.

Mientras algunos e dirigían a las mesas con banquetes exóticos, algunos típicos de las tierras presentes en aquella conmemoración, otros ya se abocaban a las charlas y susurros típicos de la aristocracia. Amandine continuo con el protocolo marcado de forma natural, como si en verdad nada de aquello le costase pese a que en su mente el eco de sus emociones le decía que si una y otra vez. Vio a la reina de Rumania, tierra sacrificada y liberada de un imperio tan antiguo como lo era el Sacro Germánico. Debería estar orgullosa por el logro de su pueblo, sin embargo sus semblante era pálido, casi desahuciado. Una dama notoriamente fuera de su zona confortable. La española le saludó educadamente, expresándole el gusto de verla y hasta invitándola a la desinhibición que una celebración tan fina esperaba. Recordó sus primeros años tras la asunción al trono. No habían sido fáciles en absoluto y tal vez para aquella mujer de pelo color fuego tampoco lo eran. Sin saber más, Amandine solo podía entregarle una sincera sonrisa y el aliento necesario como para que aquella mujer recordase que no podía rendirse, por su propio orgullo y por la necesidad del pueblo que carga a sus espaldas.


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Mensaje por Sophia D'Luca Jue Ago 16, 2012 1:22 am

La noticia me venía como anillo al dedo, faltaban pocos días para la gran ceremonia, los nervios me invadían, me comían hasta lo más profundo de mi interior. Los días habían sido eternos, en tan solo algunas semanas había conocido a más sirvientes que toda una vida, y aunque nunca había tenido tantas personas a mí alrededor, me sentía sofocada de tanto. Entre mis doncellas, que la decoradora, la modista, y un centenar que tenia para mí me sentía en otro mundo. Definitivamente ese lugar no ero lo mío, todos tratándome como reina, adulándome, sintiendo la envidia de otras, la ironía de algunas y los tonos amables de otras, toleraba y no todo lo que decían. El mismo Rey las había “contratado para mi” y por ende tenían que respetarme. Cosa que a muchas les era fácil y a otras no, ya las había espiado a cada uno convertida en una simple gatita, escuche cada uno de sus insultos, molestias y falsedades. Pero de eso me encargaría luego un pequeño susto les daría por decir aquello de la reina de Italia.

Hacia dos noche el rey me había comentado de un viaje a Francia, mi querido hogar el lugar donde todo había comenzado donde habíamos marcado el inicio a esta nueva vida y otra etapa más para él, el único que había logrado domar a las fieras que tenía en mi interior enjauladas. Por primera vez en mucho tiempo no tuve que hacer nada, ni maletas, ni preocuparme de cómo llegar, de la hora ni siquiera de la ropa que llevaría, mis doncellas se encargaban de todo. Tenía que visitar a una persona en Paris, mi querido amigo y eso sería lo primero que haría desde la última vez que lo había visto las cosas no andaban del todo viables y en realidad lo necesitaba, necesitaba un abrazo diferente, su frialdad, su terquedad, Anuar era prácticamente como mi hermano el que nunca tuve y en estos momentos me hacía falta.

Junto con mi amado partimos con rumbo fijo viajando por la noche oculto entre las sombras las conversaciones habían aumentado, ese tiempo era solo de nosotros dos aun cuando los guardias no nos dejaban solos él había pedido expresamente que solo nos cuidaran de día, mas la noche para él era cuando su potencial y fuerza destacaba. En medio del viaje me comento de que se trataba este repentino viaje, en realidad poco entendí de aquellos asuntos entre los países, políticas imperialistas, revoluciones, afiatar lazos crear nuevos; poder de reyes y al pueblo del pueblo, algunos pensamientos egoístas en realidad no estaba de acuerdo en muchos pero ya tendría tiempo de preocuparme de aquello como Reina, me había estado educando en varios aspectos desde cómo hablar delante de mis futuros pares, hasta las responsabilidades de una reina, pasando por la historia familiar, conflictos, tratados y una infinidad de cosas que a decir verdad solo de l mitad de ellas me acordaba. Pero algo que si había aprendido era a controlar mi salvajismo, como lo decía mi Rey.

Ya en Paris las cosas parecieron cambiar del rumbo que yo tenía previsto mi “itinerario” no coincidía con lo que yo realmente deseaba hacer pero algo en lo que no quería conflictos por protocolos. Zarek me hablo de esa forma que solo el tenia para mí, dulce, suave y protector. No pude decir que no y accedí para acompañarlo a la reunión de reinos, me comento sobre la Fiesta en la que estaría, donde estarían las realezas de varios países, me nombro a algunas en especial a los anfitriones, hasta se dio el tiempo de describirme a cada uno para tener una idea de quién era. Lo único que me pidió era que fuera yo misma, cosa que no era viable si quería demostrar que en realidad pertenecía ahí, al contrario tenía que ser cualquier otra menos yo, fue mi primer pensamiento, mientras las horas pasaban y ya en el hotel nos preparaban para tan dichosa fiesta, lo peor de todo es que no lo tendría a mi lado al momento de que me hicieran alguna pregunta definitivamente los nervios comenzaban a inundar mi cuerpo a medida que las horas volaban y ya estábamos camino al famoso palacio de Versalles.

Lo conocía, si alguna vez convertida en gata había incursionado por sus grandes jardines así que eso fue lo que menos me sorprendió de todo, mientras el carruaje avanzaba por la gran entrada Zarek me hablaba un poco de todo, confiaba en mi y eso era a lo que más le temía, sabía que algún error cometería, al final hacia mucho tiempo había escuchado una frase que calzaba ahora como anillo al dedo “ La mona aunque se vista de seda, Mona queda” me sentía una hormiga en aquel gran lugar. Antes de bajarnos y ser anunciado y todo el protocolo (que según yo no era necesario) me dio un beso haciéndome saber que ya era la Reina de Italia y como tal nadie me diría absolutamente nada.

Tome aire llenando mis pulmones de aquel vital aire, era la primera vez que era presentada en público como Reina así que centre mis fuerza en que todo era por el bien de un país. Escoltados por la guardia real nos anunciaron mientras caminaba a un lado del mirando al frente, observando todo ese maravilloso lugar que no había escatimado en nada, me sorprendió que aun cuando estaban rodeados de lujos el pueblo viviera en una miseria, si la misma que me había acogido en la llegada a mis primeros años en Paris como una más del pueblo. Pase saliva mientras de reojo miraba al rey a mi lado, tan correcto, tan serio y a la vez tan lleno de aquello que yo le daba una vida. Me beso la mejilla dejándome un mensaje a mi oído mientras él era escoltado hacia otro salón donde los reyes tendrían su reunión privada, en ese momento el suelo desapareció bajo mis pies y el vacio me envolvió con un manto abrazador, continué mi camino con unas inmensas ganas de salir corriendo de ese lugar pero me contuve.

Mi vestido se balanceaba de un lado hacia otro y llego el momento donde ya no tenía escolta, me volvían a anunciar como la reina de Italia, mi corazón latía aun más fuerte y parecía faltarme la respiración, claro no lo estaba haciendo. Vi como cada dama, pasaba frente mío haciendo una leve reverencia, observe a quien supuse seria la reina de Francia dando la bienvenida atrás de ella y en otro punto la princesa de hielo (así la hacíamos llamar en las calles de Paris). Camine por el lugar tan lento como mis pies me permitieron, necesitaba aire fresco el alumbrado de la sala me causaba una especie de pánico y sentía un calor recorrer mi cuerpo bastante extraño. Acerque mi cuerpo a una mesa, ¡no conocía a nadie! Y tome un bocadillo, fresas una por una me las fui llevando a la boca, mientras atenta a lo que sucedía a mí alrededor solo me dedique a observar y guardar silencio. Hoy no estropeare nada, me consolé.


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Hoy es para siempre todavía 
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Sophia D'Luca
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