AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Confianza ciega [Privado]
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Confianza ciega [Privado]
La mañana luminosa bañaba cada centímetro de suelo. A pesar del frío, el Sol daba batalla, luciendo esplendoroso en lo más alto del limpio cielo celeste. Bárbara se sentía particularmente bien, había viajado la noche anterior para instalarse en la mansión campestre de su esposo. Abrió las cortinas de par en par, y dejó que el tibio calor solar le enrojeciera los pómulos y los párpados, que mantenía bajos. La paz de ese lugar le regocijaba el alma, y a pesar de no estar muy relacionada con esa parte del patrimonio de Lord Turner, le interesaban los beneficios económicos que podría sacar. Era consciente de que arriesgaba su propio bienestar y su propia estabilidad al alejarse –en cierto grado- de los negocios, pero confiaba plenamente en quien había elegido como administrador, era alguien que le inspiraba confianza y que cuando había necesitado un consejo, se lo había dado; sólo restaba que él aceptara, de lo cual, casi, no tenía dudas. No podía darse el lujo de dejar el gran imperio de su esposo en manos de cualquiera, había sido cuidadosa y había hecho investigar a quien sería su mano derecha, su voz, sus ojos y su olfato, no había encontrado nada que la hiciera dudar, tal y como lo intuía.
De su ensimismamiento la sacaron dos golpes suaves en la puerta. Cuando dio permiso, se alejó de la abertura, para saludar con una sonrisa a la doncella que entraba. La joven se extrañó de ver a su ama de buen humor, generalmente, se encontraba taciturna y en su rostro había un rictus de amargura, en su interior se alegró por ella. Le preguntó qué atuendo usaría para ayudarla a vestirse, le respondió que el que había enviado a confeccionar para utilizar en ese ámbito. Mientras se higienizaba en el toilette, la empleada apoyaba la ropa sobre la cama. Al salir, la muchacha la ayudó a quitarse el camisón, a colocarse una sola enagua –puesto que era más cómodo-, le ajustó levemente el corsé, y encima colocó el vestido, que era de cuellos cerrado y mangas largas, en color negro, luego las medias y al finalizar, unos sencillos zapatitos sin taco. Le recogió el cabello en una trenza, muy simple, y le entregó el frasquito de perfume a base de frangipani. Salieron del cuarto para dirigirse al comedor, donde el despliegue de empleados se apuraba por tener el desayuno listo para la señora.
El séquito de trabajadores se esmeraba en atenderla. Era la primera vez que recibían la visita de la esposa de su querido patrón, y como se rumoreaba que era amable, el entusiasmo era mayor. Cuando se sentó en la cabecera de la mesa, le sirvieron café y colocaron frente a ella, pan casero, que humeaba y despedía un aroma tentador, un queso hecho a base de leche de vaca y otro de leche de cabra, mermeladas de varios sabores y jugo de naranja. La muchacha se relamió los labios y agradeció por el esfuerzo, al terminar, autorizó a repartir entre la peonada la cantidad que había sobrado. Antes de dar la orden, otra de sus doncellas ya tenía listo el sombrero, lo que la alegró aún más, había conseguido que sus domésticas leyeran sus deseos antes de que ella los hiciera palabras. La ayudaron a ajustar la cinta de raso bajo el mentón y le hicieron compañía hasta afuera.
El capataz, que la estaba esperando, la saludó con cordialidad. Él conocía a Turner desde hacía más de tres décadas, y le confesó que se encontraba feliz de que una dama como ella manejara la propiedad de su querido jefe y amigo. Bárbara recibió con cordialidad el comentario, y se distrajo por unos instantes observando el exterior de la mansión, inspirada en una Residencia de Verano de los Reyes de España de comienzos del siglo XVIII, conocida como “El Buen Retiro”. Estaba muy bien cuidada, y el hombre, en un tono algo rústico, le explicó que él hacía todo lo posible por mantener a raya y en orden el movimiento, ella respondió con una sonrisa. Rápidamente, cambió de tema y le explicó que ese día estaba esperando a quien la ayudaría a administrar los bienes, el señor se puso a la defensiva y le dijo que él podía hacerse cargo del campo sin un tercero que interviniera. Bárbara le dirigió una mirada gélida, y le contestó con seriedad que allí se hacía lo que ella disponía y considerara mejor para sus asuntos, que la próxima vez no opinara si nadie lo autorizaba. Le disipó el buen humor con el que había empezado el día.
Giró sobre sus propios talones y se adentró a la propiedad. Le pidió al ama de llaves que la guiara hacia el antiguo despacho de su cónyuge, y aunque fue amable, se notaba su cambio de talante. Dio órdenes de que cuando llegara la persona que estaba esperando, le avisaran y la hicieran pasar, que le ofrecieran de beber y de comer, intuyendo que no debía hacer preguntas, la mujer, sólo hizo un par de afirmaciones y cerró la puerta en cuanto dejó a la viuda en el interior del escritorio. Bárbara recorrió rincón a rincón, controlando que estuviera limpio, no encontró un rastro de polvo, todo en su lugar y sumamente ordenado, entendió que allí se manejaban con mucha libertad y eficiencia, y comprendió la reacción del capataz, aunque quien disponía allí era ella, y no se arrepentía de haber puesto al hombre en su lugar, al fin de cuentas, era de su dinero de donde salía el sueldo de todos y cada uno de los subordinados. De un estante sacó algunos libros que parecían ser los que llevaban cuentas y demás papeles que hacían al funcionamiento del campo. Apiló los cinco sobre la mesa y notó que éstos estaban llenos de polvo, tenían hojas sueltas, algunas rotas, otras con partes quemadas, lo que le llamó sumamente la atención. De los dos años que hacía que se encargaba de eso, jamás vio ni un pagaré fuera de término, hasta la vez que visitó una de las residencias en Inglaterra se encontró con todo en regla. Pensó que su nuevo administrador, no sólo iría ese día a ser empleado, si no, que comenzaría su tarea desde el mismo instante en que aceptara.
De su ensimismamiento la sacaron dos golpes suaves en la puerta. Cuando dio permiso, se alejó de la abertura, para saludar con una sonrisa a la doncella que entraba. La joven se extrañó de ver a su ama de buen humor, generalmente, se encontraba taciturna y en su rostro había un rictus de amargura, en su interior se alegró por ella. Le preguntó qué atuendo usaría para ayudarla a vestirse, le respondió que el que había enviado a confeccionar para utilizar en ese ámbito. Mientras se higienizaba en el toilette, la empleada apoyaba la ropa sobre la cama. Al salir, la muchacha la ayudó a quitarse el camisón, a colocarse una sola enagua –puesto que era más cómodo-, le ajustó levemente el corsé, y encima colocó el vestido, que era de cuellos cerrado y mangas largas, en color negro, luego las medias y al finalizar, unos sencillos zapatitos sin taco. Le recogió el cabello en una trenza, muy simple, y le entregó el frasquito de perfume a base de frangipani. Salieron del cuarto para dirigirse al comedor, donde el despliegue de empleados se apuraba por tener el desayuno listo para la señora.
El séquito de trabajadores se esmeraba en atenderla. Era la primera vez que recibían la visita de la esposa de su querido patrón, y como se rumoreaba que era amable, el entusiasmo era mayor. Cuando se sentó en la cabecera de la mesa, le sirvieron café y colocaron frente a ella, pan casero, que humeaba y despedía un aroma tentador, un queso hecho a base de leche de vaca y otro de leche de cabra, mermeladas de varios sabores y jugo de naranja. La muchacha se relamió los labios y agradeció por el esfuerzo, al terminar, autorizó a repartir entre la peonada la cantidad que había sobrado. Antes de dar la orden, otra de sus doncellas ya tenía listo el sombrero, lo que la alegró aún más, había conseguido que sus domésticas leyeran sus deseos antes de que ella los hiciera palabras. La ayudaron a ajustar la cinta de raso bajo el mentón y le hicieron compañía hasta afuera.
El capataz, que la estaba esperando, la saludó con cordialidad. Él conocía a Turner desde hacía más de tres décadas, y le confesó que se encontraba feliz de que una dama como ella manejara la propiedad de su querido jefe y amigo. Bárbara recibió con cordialidad el comentario, y se distrajo por unos instantes observando el exterior de la mansión, inspirada en una Residencia de Verano de los Reyes de España de comienzos del siglo XVIII, conocida como “El Buen Retiro”. Estaba muy bien cuidada, y el hombre, en un tono algo rústico, le explicó que él hacía todo lo posible por mantener a raya y en orden el movimiento, ella respondió con una sonrisa. Rápidamente, cambió de tema y le explicó que ese día estaba esperando a quien la ayudaría a administrar los bienes, el señor se puso a la defensiva y le dijo que él podía hacerse cargo del campo sin un tercero que interviniera. Bárbara le dirigió una mirada gélida, y le contestó con seriedad que allí se hacía lo que ella disponía y considerara mejor para sus asuntos, que la próxima vez no opinara si nadie lo autorizaba. Le disipó el buen humor con el que había empezado el día.
Giró sobre sus propios talones y se adentró a la propiedad. Le pidió al ama de llaves que la guiara hacia el antiguo despacho de su cónyuge, y aunque fue amable, se notaba su cambio de talante. Dio órdenes de que cuando llegara la persona que estaba esperando, le avisaran y la hicieran pasar, que le ofrecieran de beber y de comer, intuyendo que no debía hacer preguntas, la mujer, sólo hizo un par de afirmaciones y cerró la puerta en cuanto dejó a la viuda en el interior del escritorio. Bárbara recorrió rincón a rincón, controlando que estuviera limpio, no encontró un rastro de polvo, todo en su lugar y sumamente ordenado, entendió que allí se manejaban con mucha libertad y eficiencia, y comprendió la reacción del capataz, aunque quien disponía allí era ella, y no se arrepentía de haber puesto al hombre en su lugar, al fin de cuentas, era de su dinero de donde salía el sueldo de todos y cada uno de los subordinados. De un estante sacó algunos libros que parecían ser los que llevaban cuentas y demás papeles que hacían al funcionamiento del campo. Apiló los cinco sobre la mesa y notó que éstos estaban llenos de polvo, tenían hojas sueltas, algunas rotas, otras con partes quemadas, lo que le llamó sumamente la atención. De los dos años que hacía que se encargaba de eso, jamás vio ni un pagaré fuera de término, hasta la vez que visitó una de las residencias en Inglaterra se encontró con todo en regla. Pensó que su nuevo administrador, no sólo iría ese día a ser empleado, si no, que comenzaría su tarea desde el mismo instante en que aceptara.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 27/05/2012
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Localización : París
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Re: Confianza ciega [Privado]
Observó con un gesto parecido a la languidez el exterior del lujoso Hotel Des Arenes donde se estaba hospedando. Si de algo pecaba Alvar era de obcecación, y en ese mismo ritual, se negaba a comprar una propiedad en París aunque su estadía en la ciudad se estaba prolongando indefinidamente, y no era porque le hiciera falta el dinero para adquirir un lugar propio, en absoluto, desde que se había hecho acreedor a la fortuna de Yves Veermer el dinero no era una preocupación, era su visión focalizada, como la de un caballo con anteojeras que le impide distraerse, así exactamente era el joven sueco, aunque le tomara mil años, mil años pasaría en pos de una meta definida, la prueba era que incluso libró la muerte en aras de llegar a la capital francesa.
En realidad ya no estaba muy seguro de su estadía en la ciudad gala, Tanto Týr como Eve parecían ajenos a ese lugar, y a su realidad misma, como si se desenvolvieran en planos diferentes imposibilitados para verse mutuamente. Suspiró y echó a andar; cualquiera diría que un hombre de su estatus no debiera andar por ahí sólo en París como si nada, pero a él a ratos se le olvidaba que ya no era el chiquillo que cuidaba caballos en los establos de una adinerada familia en Kuortane, que ahora él era el dueño de esos garañones y yeguas y que había jóvenes, como él alguna vez lo fue, a su servicio allá en Bruges, la ciudad programada para su muy dilatado encuentro como sus hermanas y madre.
Pero ahora cosas más importantes e inmediatas rondaban su cabeza mientras caminaba a donde cuidaban a Babieca, su caballo favorito y él único que tenía ahí en París. Un llamado inesperado lo había despertado de esa especie de estupor en el que navegaba a ratos, uno plagado de levedad y aburrimiento al sólo dar órdenes a distancia de lo que se debía hacer con los bienes y negocios de Veermer, jamás descuidándolos para no dejarlos a merced de esos hijos a los que el propio Yves les birló su fortuna. Desde que era el hombre de negocios en el que se había convertido, Alvar había entablado muy pocas conversaciones, ya ni decir relaciones, con personas que compartían su estatus actual. Era educado, amable y caballeros, pero también algo frío (no podía negar su origen aunque quisiera) y distante, reacio y serio, demasiado para su edad y eso le impedía trabar nuevas “amistades” con gente desconocida. Las relaciones de negocios eran otro cuento; desde que era niño y ayudaba a su padre y ahora al frente de un emporio que aún sentía prestado había demostrado habilidad para los números, y no sólo eso, inteligencia para los negocios también, sin embargo, su intención jamás fue la del evento que estaba a punto de suscitarse.
Rápidamente ensilló él mismo a Babieca, no le gustaba que la gente quisiera hacer todo por él sólo porque ahora era rico, no le gustaba sentirse como un inútil y cabalgó en solitario hasta el sitio acordado para la cita, ir caminando no era opción por su lejanía, ir en carruaje quedaba descartado porque no tenía acceso a alguno en ese sitio y vaya, cabalgar le gustaba.
Mientras avanzaba y dejaba la ciudad detrás, frente a él se comenzó a dibujar una enorme casa, más como una finca y golpeó las costillas del jamelgo para que éste apresurara el paso. Una vez que estuvo en terrenos de la propiedad, hizo que Babieca simplemente trotara hasta llegar a la entrada donde un hombre lo miró hacia arriba, esto causa del efecto de estar montado en tan imponente animal, además de que era común, Alvar sobresalía entre los francos por su estatura escandinava. Bajó de un salto nada sutil y le dio las riendas al sujeto.
-Vengo a ver a la señora –no ahondó, así simplemente, «la señora», no creyó necesario decir más, tanto el hombre como él sabían quién era la señora que regía el lugar. El tipo se llevó al caballo, por un instante Alvar los observó alejarse como vigilando que el destino de Babieca fuese un establo y no algún otro y luego avanzó a la puerta principal donde otro mozo ya lo esperaba, mismo que lo condujo con una solemnidad a la que Alvar comenzaba a acostumbrarse y se posaron ante la entrada de lo que parecía un despacho. El sirviente tocó con cautelosa educación.
-Eh… -Alvar dudó –yo puedo sólo desde este punto –le dijo sutilmente que se fuera, odiaba ser presentado como si se tratara de un rey. Él era el humilde chico de los caballos que pintaba porque tenía una habilidad inmanente, que ahora tuviera todo eso de lo que careció en su infancia no afectaba lo que era. El otro lo miró con duda y Alvar se limitó a asentir para confirmarle su petición. Finalmente entró y la encontró detrás de un escritorio, su vista se enfocó en ella, en Bárbara, pero el ambiente del lugar de pronto le asfixió: demasiado grande, demasiado ceremonioso. Se acercó con largas zancadas y una vez que estuvo frente a frente, sonrió.
-Fue una sorpresa recibir tu llamado –esa fue su primera frase para con una de las pocas personas del estrato social al que supuestamente ya pertenecía, con las que había hablado antes, poco después de adquirir su fortuna exactamente. Estiró la mano para tomar la ajena –escritorio de por medio- y finalmente posó un beso en el dorso de la misma.
En realidad ya no estaba muy seguro de su estadía en la ciudad gala, Tanto Týr como Eve parecían ajenos a ese lugar, y a su realidad misma, como si se desenvolvieran en planos diferentes imposibilitados para verse mutuamente. Suspiró y echó a andar; cualquiera diría que un hombre de su estatus no debiera andar por ahí sólo en París como si nada, pero a él a ratos se le olvidaba que ya no era el chiquillo que cuidaba caballos en los establos de una adinerada familia en Kuortane, que ahora él era el dueño de esos garañones y yeguas y que había jóvenes, como él alguna vez lo fue, a su servicio allá en Bruges, la ciudad programada para su muy dilatado encuentro como sus hermanas y madre.
Pero ahora cosas más importantes e inmediatas rondaban su cabeza mientras caminaba a donde cuidaban a Babieca, su caballo favorito y él único que tenía ahí en París. Un llamado inesperado lo había despertado de esa especie de estupor en el que navegaba a ratos, uno plagado de levedad y aburrimiento al sólo dar órdenes a distancia de lo que se debía hacer con los bienes y negocios de Veermer, jamás descuidándolos para no dejarlos a merced de esos hijos a los que el propio Yves les birló su fortuna. Desde que era el hombre de negocios en el que se había convertido, Alvar había entablado muy pocas conversaciones, ya ni decir relaciones, con personas que compartían su estatus actual. Era educado, amable y caballeros, pero también algo frío (no podía negar su origen aunque quisiera) y distante, reacio y serio, demasiado para su edad y eso le impedía trabar nuevas “amistades” con gente desconocida. Las relaciones de negocios eran otro cuento; desde que era niño y ayudaba a su padre y ahora al frente de un emporio que aún sentía prestado había demostrado habilidad para los números, y no sólo eso, inteligencia para los negocios también, sin embargo, su intención jamás fue la del evento que estaba a punto de suscitarse.
Rápidamente ensilló él mismo a Babieca, no le gustaba que la gente quisiera hacer todo por él sólo porque ahora era rico, no le gustaba sentirse como un inútil y cabalgó en solitario hasta el sitio acordado para la cita, ir caminando no era opción por su lejanía, ir en carruaje quedaba descartado porque no tenía acceso a alguno en ese sitio y vaya, cabalgar le gustaba.
Mientras avanzaba y dejaba la ciudad detrás, frente a él se comenzó a dibujar una enorme casa, más como una finca y golpeó las costillas del jamelgo para que éste apresurara el paso. Una vez que estuvo en terrenos de la propiedad, hizo que Babieca simplemente trotara hasta llegar a la entrada donde un hombre lo miró hacia arriba, esto causa del efecto de estar montado en tan imponente animal, además de que era común, Alvar sobresalía entre los francos por su estatura escandinava. Bajó de un salto nada sutil y le dio las riendas al sujeto.
-Vengo a ver a la señora –no ahondó, así simplemente, «la señora», no creyó necesario decir más, tanto el hombre como él sabían quién era la señora que regía el lugar. El tipo se llevó al caballo, por un instante Alvar los observó alejarse como vigilando que el destino de Babieca fuese un establo y no algún otro y luego avanzó a la puerta principal donde otro mozo ya lo esperaba, mismo que lo condujo con una solemnidad a la que Alvar comenzaba a acostumbrarse y se posaron ante la entrada de lo que parecía un despacho. El sirviente tocó con cautelosa educación.
-Eh… -Alvar dudó –yo puedo sólo desde este punto –le dijo sutilmente que se fuera, odiaba ser presentado como si se tratara de un rey. Él era el humilde chico de los caballos que pintaba porque tenía una habilidad inmanente, que ahora tuviera todo eso de lo que careció en su infancia no afectaba lo que era. El otro lo miró con duda y Alvar se limitó a asentir para confirmarle su petición. Finalmente entró y la encontró detrás de un escritorio, su vista se enfocó en ella, en Bárbara, pero el ambiente del lugar de pronto le asfixió: demasiado grande, demasiado ceremonioso. Se acercó con largas zancadas y una vez que estuvo frente a frente, sonrió.
-Fue una sorpresa recibir tu llamado –esa fue su primera frase para con una de las pocas personas del estrato social al que supuestamente ya pertenecía, con las que había hablado antes, poco después de adquirir su fortuna exactamente. Estiró la mano para tomar la ajena –escritorio de por medio- y finalmente posó un beso en el dorso de la misma.
Invitado- Invitado
Re: Confianza ciega [Privado]
Había tomado asiento y comenzado a revisar ella misma el primer libro, y aunque no estaba familiarizada con la terminología, sabía perfectamente que algo allí no iba bien. Quien se había encargado de los campos de su difunto marido era un hombre que por lo que la habían asesorado, era de completa confianza. Sabía, de buena fuente, que Lord Turner había depositado en William Bürke gran parte de sus secretos, que él era el socio más cercano, y que, además, eran grandes amigos. A sus oídos habían llegado rumores que Bürke era el testaferro, sin embargo, como rumores que eran, no les había dado crédito, y tampoco tenía motivos para sospechar. La reciente y misteriosa muerte del inglés, le había ligado todas las responsabilidades en ese negocio, y a pesar de estar dispuesta a explotarlo al máximo, tener todo aquel desastre frente a sus ojos, le provocaba un mal presentimiento. Se levantó para abrir mínimamente una ventana, el aire se había viciado, y el polvo que habían levantado esos libros, le habían generado una serie de incómodos estornudos. No sería agradable recibir a su visita en esas condiciones. Volvió a su sitio, apretó sus manos con el borde de la mesa, cerró los ojos y echó su cabeza hacia atrás.
Escuchó los pasos que se acercaban y recobró la compostura. Se percató que un cruce de palabras se dio en las afueras, pero no distinguió lo que decían. La puerta se abrió y ella sonrió con naturalidad y franqueza. Alvar Trentemøller era de los pocos hombres con los cuales jamás se había sentido incómoda, quizá porque nunca la miró ni con desdén ni mucho menos con lascivia. No se conocían hacía tanto tiempo, sin embargo, entre ellos había un extraño vínculo de familiaridad difícil de definir. Lo observó caminar hacia ella, con su altura prodigiosa, con su porte aristocrático y, al mismo tiempo, una sencillez que más de uno debería hacerla parte de su patrimonio. Cuando se detuvo y le sonrió, lo miró con diversión ante el comentario, y estiró su mano para que él la saludara como lo indicaba el protocolo.
—Y para mí un placer que acudieras tan pronto —fue su simple respuesta antes de indicarle que tomara asiento. — ¿Deseas beber algo? El ambiente está pesado, lo sé, no tengo idea de cuánto hace que no se ventila ésta habitación.
Hizo sonar la campanilla para llamar a algún criado. Rápidamente, el mayordomo y una joven se hicieron presentes. Hasta parecía que hubieran estado escuchando tras la puerta, golpearon y cuando Bárbara dio la orden, ingresaron. Se pararon firmes al costado del mueble y fue la voz masculina la que tomó la palabra para preguntar qué deseaban los señores beber. Parecían dos soldados a punto de presentar armas, erguidos y firmes, como si ella fuera una mujer cruel que los sometería a un castigo si se mostraban relajados en su labor. No le agradaba que sus empleados trabajaran con miedo, estaba acostumbrada a que en la ciudad todos realizaran sus tareas de manera impecable, pero que estuvieran tranquilos de que no los perseguiría. Pensó que no hablaba bien de ella como jefa de que sus empleados no estuvieran en armonía y se sintieran inquietos ante su llamado. Reflexionó sobre si Alvar tomaría nota de ello. Las pocas veces que lo había invitado a su residencia en París, desde el primer hasta el último dependiente se mostraba conforme y plácido en el rol que desempeñase.
—Un café fuerte y dulce, por favor —contestó con amabilidad. —Pide lo que quieras —agregó, mirando a quien tenía enfrente.
Tras haber recibido el encargo, la pareja se despidió con una reverencia y salió con solemnidad del despacho. Una oleada de frescura ingresó por la ventana, trayendo consigo los aromas del campo, el pasto que todavía se mantenía húmedo por el rocío de la noche, el heno del cual los animales se alimentaban, y alguna que otra flor que no se lograba distinguir en la mezcla. Los pájaros deleitaban con su armonioso cantar y a lo lejos podía escucharse a alguna vaca rumear, o el croar de los patos de la laguna artificial que había a pocos metros de la casa principal. El terreno era amplísimo, y a pesar de que la residencia era gigante e imponente, los sembradíos se extendían hasta lo que parecía no tener fin, y los animales se alimentaban en los distintos corrales, y también, podían verse a lo lejos, el enorme granero de madera. Sin dudas, era un mundo aparte, completamente ajeno de los conflictos políticos, económicos y sociales en los que estaba sumergida la Francia de la Ilustración, y sin hacer grandes planos, estaba completamente extraño a los cambios que podrían producirse ese día.
—Debo agradecerte infinitamente que estés aquí, que hayas viajado sin pedir explicaciones y que te muestres siempre tan solícito cada vez que acudo a ti —dijo cuando la puerta se hubo cerrado.
Todavía le llamaba la atención que el tuteo saliera natural entre ellos. Le agradaba que él la mirara a los ojos, hablaba de su honestidad. Bárbara no era una mujer de hacer amistades, pero aquello era lo más parecido a una que tenía. Se había decidido a crear su propio círculo de confianza, se sentía inútil al utilizar constantemente los contactos de su marido, ella había adquirido la suficiente independencia como para no tener su punto de vista, su propia gente trabajando para y con ella, y como para no ampliar sus horizontes. Tenía la certeza de que Alvar se convertiría en su consejero, hasta le podría proponer que formaran una sociedad, pero esperaría un poco, había tiempo para pensar en aquellas cosas, todo seguiría su curso, un paso a la vez. Empezaría por proponerle la tarea de administrador, aunque primero por educación, estrategia y un cierto grado de cariño, daría inicio a una conversación banal para que no hubiera esas pequeñas fisuras que el tiempo puede crear en las personas que pasan una considerable temporada sin contactarse.
Escuchó los pasos que se acercaban y recobró la compostura. Se percató que un cruce de palabras se dio en las afueras, pero no distinguió lo que decían. La puerta se abrió y ella sonrió con naturalidad y franqueza. Alvar Trentemøller era de los pocos hombres con los cuales jamás se había sentido incómoda, quizá porque nunca la miró ni con desdén ni mucho menos con lascivia. No se conocían hacía tanto tiempo, sin embargo, entre ellos había un extraño vínculo de familiaridad difícil de definir. Lo observó caminar hacia ella, con su altura prodigiosa, con su porte aristocrático y, al mismo tiempo, una sencillez que más de uno debería hacerla parte de su patrimonio. Cuando se detuvo y le sonrió, lo miró con diversión ante el comentario, y estiró su mano para que él la saludara como lo indicaba el protocolo.
—Y para mí un placer que acudieras tan pronto —fue su simple respuesta antes de indicarle que tomara asiento. — ¿Deseas beber algo? El ambiente está pesado, lo sé, no tengo idea de cuánto hace que no se ventila ésta habitación.
Hizo sonar la campanilla para llamar a algún criado. Rápidamente, el mayordomo y una joven se hicieron presentes. Hasta parecía que hubieran estado escuchando tras la puerta, golpearon y cuando Bárbara dio la orden, ingresaron. Se pararon firmes al costado del mueble y fue la voz masculina la que tomó la palabra para preguntar qué deseaban los señores beber. Parecían dos soldados a punto de presentar armas, erguidos y firmes, como si ella fuera una mujer cruel que los sometería a un castigo si se mostraban relajados en su labor. No le agradaba que sus empleados trabajaran con miedo, estaba acostumbrada a que en la ciudad todos realizaran sus tareas de manera impecable, pero que estuvieran tranquilos de que no los perseguiría. Pensó que no hablaba bien de ella como jefa de que sus empleados no estuvieran en armonía y se sintieran inquietos ante su llamado. Reflexionó sobre si Alvar tomaría nota de ello. Las pocas veces que lo había invitado a su residencia en París, desde el primer hasta el último dependiente se mostraba conforme y plácido en el rol que desempeñase.
—Un café fuerte y dulce, por favor —contestó con amabilidad. —Pide lo que quieras —agregó, mirando a quien tenía enfrente.
Tras haber recibido el encargo, la pareja se despidió con una reverencia y salió con solemnidad del despacho. Una oleada de frescura ingresó por la ventana, trayendo consigo los aromas del campo, el pasto que todavía se mantenía húmedo por el rocío de la noche, el heno del cual los animales se alimentaban, y alguna que otra flor que no se lograba distinguir en la mezcla. Los pájaros deleitaban con su armonioso cantar y a lo lejos podía escucharse a alguna vaca rumear, o el croar de los patos de la laguna artificial que había a pocos metros de la casa principal. El terreno era amplísimo, y a pesar de que la residencia era gigante e imponente, los sembradíos se extendían hasta lo que parecía no tener fin, y los animales se alimentaban en los distintos corrales, y también, podían verse a lo lejos, el enorme granero de madera. Sin dudas, era un mundo aparte, completamente ajeno de los conflictos políticos, económicos y sociales en los que estaba sumergida la Francia de la Ilustración, y sin hacer grandes planos, estaba completamente extraño a los cambios que podrían producirse ese día.
—Debo agradecerte infinitamente que estés aquí, que hayas viajado sin pedir explicaciones y que te muestres siempre tan solícito cada vez que acudo a ti —dijo cuando la puerta se hubo cerrado.
Todavía le llamaba la atención que el tuteo saliera natural entre ellos. Le agradaba que él la mirara a los ojos, hablaba de su honestidad. Bárbara no era una mujer de hacer amistades, pero aquello era lo más parecido a una que tenía. Se había decidido a crear su propio círculo de confianza, se sentía inútil al utilizar constantemente los contactos de su marido, ella había adquirido la suficiente independencia como para no tener su punto de vista, su propia gente trabajando para y con ella, y como para no ampliar sus horizontes. Tenía la certeza de que Alvar se convertiría en su consejero, hasta le podría proponer que formaran una sociedad, pero esperaría un poco, había tiempo para pensar en aquellas cosas, todo seguiría su curso, un paso a la vez. Empezaría por proponerle la tarea de administrador, aunque primero por educación, estrategia y un cierto grado de cariño, daría inicio a una conversación banal para que no hubiera esas pequeñas fisuras que el tiempo puede crear en las personas que pasan una considerable temporada sin contactarse.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Confianza ciega [Privado]
Tan hermosa como la recordaba, así se le presentaba Bárbara una vez más, radiante y con esa aura de ángel vindicador. Alvar se quedó un segundo o dos absorto en aquellas facciones perfectas, mentiría si dijera que él mismo no la consideraba atractiva pero la naturaleza de su relación, de cómo se habían dado las cosas y del punto en el que estaban a pesar de que su contacto era limitado, le impedía verla como algo más que como su amiga, el sueco era inteligente, sabía cuándo pintar sus límites y cuándo se los dibujaban a él, líneas necesarias para la convivencia, líneas involuntarias pero claras. Sonrió una vez que soltó su mano y tomó asiento recargando sus manos a los costados, en los descansabrazos de la silla dispuesta frente al escritorio, con el mismo porte y la misma tranquilidad con la que un rey se posa sobre su trono.
-Siempre que sea requerido estaré ahí –dijo con tono serio, lo que daba a entender que hablaba con verdad –sé que no me harías hacer un viaje en vano, que si solicitas mi presencia es por un buen motivo –quiso preguntar de inmediato a qué venía tanta urgencia, pero los sirvientes irrumpieron y tuvo que esperar. Los miró desde su sitio, sus ademanes y modos, algo tensos y no supo a qué se debía, su mirada se posó de nuevo en la señora de la casa para ver si algo en ella le daba respuesta pero evidentemente no encontró nada, nada distinto a como la recordaba y decidió que quizá no era tan importante-. Creo que un té estará bien para mí –Alvar no solía beber alcohol a menudo, sólo cuando se trataba de alguna fiesta de sociedad, de esas que tanto evitaba y que a veces resultaba imposible deslindarse de ellas, y el café solía quitarle el sueño. Bebió mucho café durante su viaje con Eve mientras dejaban atrás el nevado norte, porque solía tener más de un trabajo para poder subsistir y necesitaba estar despierto y alerta.
Observó a los criados retirarse siguiendo su trayecto hasta la puerta y hasta donde su cuello le permitió girar la cabeza para luego volcar su atención de nuevo en su anfitriona. Cerró los ojos al escucharla y sonrió, negó con la mano como quien declina una copa de vino.
-Nada de eso –respondió –te lo dije, sé que esta invitación no es por un capricho tuyo, debe ser algo importante –se calló y rectificó –y aunque lo fuese, aunque se tratara de un motivo vano, para eso estoy, incluso para acompañarte en la soledad –no midió sus palabras, ¿sería un tema sensible para ella? Lo era para él, pero no por ello lo trataba como un tabú. Desde que se había separado de Eve se encontraba verdaderamente solo, como si el dinero y la compañía de los seres queridos fuesen una combinación imposible, como si sus opciones fueran esas, pero sin oportunidad de elegir. No importaba ahora mismo. Aspiró profundamente para embriagarse con los aromas que regalaba el exterior por medio de la ventana, desde la hierba hasta el agua estancada de los charcos, desde las flores hasta los sucios establos.
-Sin embargo –su voz de marcado acento nórdico irrumpió en la repentina y relativa calma que se apoderó de la habitación por un momento –me intriga que traes entre manos, debe ser algo interesante– y era una intuición arrojada lo que lo obligaba a decir aquello, ni más, ni menos, no tenía bases reales para afirmar algo así. Quizá se estaba adelantando y eso mismo lo hizo callar de nuevo, si era urgente o no, Bárbara se lo diría a su tiempo, no era como si le estuviese robando trozos importantes de su rutina, misma de la que tenía apremio de salir y ese pequeño viaje ya lo encaminaba a ello. Fue a decir algo más, algo más trivial que diera cuerda a la conversación mundana, pero fue como si de pronto se le olvidara como hacerlo.
-Pero dime… -palabras torpes y vagas -¿cómo has estado? –pregunta cliché. Alvar era bueno en lo que hacía, conocía de caballos, manejaba inteligentemente y con astucia –aunque era mero instinto lo que lo movía- los negocios de Vermeer, pero expresarse le costaba trabajo, lo hacía mejor por medio de dibujos y pinturas, algo estaba condenadamente mal con él, tal vez el hecho de haber crecido de golpe y a la fuerza a raíz de la muerte de su padre, o simplemente así era él. Sacudió la cabeza para acomodar sus pensamientos y regresar a la realidad-. Parece que fue ayer la última vez que nos vimos, el tiempo es un aliado poco confiable –y se puso a hacer cuentas, ¿cuánto hacia que había dejado Kuortane? ¿Qué había burlado la muerte? ¿Qué había llegado a París? En verdad parecía que había sido ayer sin darse cuenta cómo los días, semanas, meses y años incluso, lo apaleaban a discreción.
-Siempre que sea requerido estaré ahí –dijo con tono serio, lo que daba a entender que hablaba con verdad –sé que no me harías hacer un viaje en vano, que si solicitas mi presencia es por un buen motivo –quiso preguntar de inmediato a qué venía tanta urgencia, pero los sirvientes irrumpieron y tuvo que esperar. Los miró desde su sitio, sus ademanes y modos, algo tensos y no supo a qué se debía, su mirada se posó de nuevo en la señora de la casa para ver si algo en ella le daba respuesta pero evidentemente no encontró nada, nada distinto a como la recordaba y decidió que quizá no era tan importante-. Creo que un té estará bien para mí –Alvar no solía beber alcohol a menudo, sólo cuando se trataba de alguna fiesta de sociedad, de esas que tanto evitaba y que a veces resultaba imposible deslindarse de ellas, y el café solía quitarle el sueño. Bebió mucho café durante su viaje con Eve mientras dejaban atrás el nevado norte, porque solía tener más de un trabajo para poder subsistir y necesitaba estar despierto y alerta.
Observó a los criados retirarse siguiendo su trayecto hasta la puerta y hasta donde su cuello le permitió girar la cabeza para luego volcar su atención de nuevo en su anfitriona. Cerró los ojos al escucharla y sonrió, negó con la mano como quien declina una copa de vino.
-Nada de eso –respondió –te lo dije, sé que esta invitación no es por un capricho tuyo, debe ser algo importante –se calló y rectificó –y aunque lo fuese, aunque se tratara de un motivo vano, para eso estoy, incluso para acompañarte en la soledad –no midió sus palabras, ¿sería un tema sensible para ella? Lo era para él, pero no por ello lo trataba como un tabú. Desde que se había separado de Eve se encontraba verdaderamente solo, como si el dinero y la compañía de los seres queridos fuesen una combinación imposible, como si sus opciones fueran esas, pero sin oportunidad de elegir. No importaba ahora mismo. Aspiró profundamente para embriagarse con los aromas que regalaba el exterior por medio de la ventana, desde la hierba hasta el agua estancada de los charcos, desde las flores hasta los sucios establos.
-Sin embargo –su voz de marcado acento nórdico irrumpió en la repentina y relativa calma que se apoderó de la habitación por un momento –me intriga que traes entre manos, debe ser algo interesante– y era una intuición arrojada lo que lo obligaba a decir aquello, ni más, ni menos, no tenía bases reales para afirmar algo así. Quizá se estaba adelantando y eso mismo lo hizo callar de nuevo, si era urgente o no, Bárbara se lo diría a su tiempo, no era como si le estuviese robando trozos importantes de su rutina, misma de la que tenía apremio de salir y ese pequeño viaje ya lo encaminaba a ello. Fue a decir algo más, algo más trivial que diera cuerda a la conversación mundana, pero fue como si de pronto se le olvidara como hacerlo.
-Pero dime… -palabras torpes y vagas -¿cómo has estado? –pregunta cliché. Alvar era bueno en lo que hacía, conocía de caballos, manejaba inteligentemente y con astucia –aunque era mero instinto lo que lo movía- los negocios de Vermeer, pero expresarse le costaba trabajo, lo hacía mejor por medio de dibujos y pinturas, algo estaba condenadamente mal con él, tal vez el hecho de haber crecido de golpe y a la fuerza a raíz de la muerte de su padre, o simplemente así era él. Sacudió la cabeza para acomodar sus pensamientos y regresar a la realidad-. Parece que fue ayer la última vez que nos vimos, el tiempo es un aliado poco confiable –y se puso a hacer cuentas, ¿cuánto hacia que había dejado Kuortane? ¿Qué había burlado la muerte? ¿Qué había llegado a París? En verdad parecía que había sido ayer sin darse cuenta cómo los días, semanas, meses y años incluso, lo apaleaban a discreción.
Última edición por Alvar Trentemøller el Sáb Jul 28, 2012 9:09 pm, editado 1 vez
Invitado- Invitado
Re: Confianza ciega [Privado]
Que hablara de la soledad con soltura fue un aliciente. Bárbara adoraba la suya, se sentía libre y poderosa en ella, su mundo se reducía escasamente a sí misma. No tenía un círculo de amistades, sólo contactos esporádicos, pero era algo que no le molestaba e incomodaba, si no, todo lo contrario. La complejidad de su mente a veces la asustaba, se daba cuenta de ciertos aspectos de su personalidad que no creía posible tener; por ejemplo, ese regodearse en la inexistencia de seres queridos, era un rasgo absolutamente indescriptible, y, si bien se lo otorgaba a las profundas decepciones que sufrió por parte de personas que consideraba completamente unidas a su corazón, en ocasiones, no estaba conforme con el témpano que le surcaba las emociones. Siempre medía, siempre calculaba, era pragmática y en contadas ocasiones dejaba fluir algún sentimiento, y cuando ello ocurría, generalmente, se ocupaba de reprimirlo, de extirparlo y olvidarlo. Y así lograba continuar con su vida, repleta de controversias, de murmuraciones, de círculos viciosos que creería jamás podría cerrar y se esforzaba por guardarlos en un closet para convertirlos en abrigos empolvados. Bárbara Destutt de Tracy era un gran paradigma, sin lugar a dudas.
—Los compañeros de soledad siempre son bienvenidos —aseguró, obviando las cavilaciones que habían explotado por un simple e inocente comentario del caballo.
Alvar le agradaba, le gustaba su persona. Sus modos simples, su mirada que se suavizaba cuando sus labios despuntaban una sonrisa. Su perfume le inundaba las fosas nasales, y eso era magnífico. Se notaba que, a pesar de conocer que su origen no era aristocrático, había recibido las normas básicas de educación, entre las cuales se encontraba el aseo personal. Tamborileó los dedos en su regazo unos instantes, para luego relajar los hombros y concentrarse en la pregunta, básica, y se debatió entre responder con un tono lacónico, confundido o, simplemente, continuar con el ambiente de cierto jolgorio que flotaba. No era una mujer alegre, sin embargo, se jactaba que dentro de su humor, podría ser afable y excelente anfitriona. Al fin y al cabo, no la habían criado para ser feliz, si no, para hacer sentir a gusto a los demás. Así lo dictaban las normas, así lo asimilaba y así había aprendido a convivir en esa sociedad europea que castigaba con el exilio social a quien no se amoldara a ella.
— ¿Qué puedo decirte? —Habló por fin, y su voz, de matices graves, se entremezclaba con los sonidos de la naturaleza— Atareada, con cientos de cuestiones que tratar, pero de pie. Sabes que las cosas no son fáciles para mi… —dejó suspendida la frase cuando los criados golpearon la puerta. Dios la orden para que ingresen.
A pesar de que el pedido había sido simple: un café para ella, un té para él, los empleados hicieron su ingreso envueltos por un aroma a pan recién horneado que a Bárbara le abrió el apetito, a pesar de haber desayunado en abundancia. Desplegaron su faceta más servicial, y justificándose con que deseaban agasajar a ambos, la mujer apoyó una bandeja con una tetera y dos tazas que ubicó frente a cada comensal respectivamente, mientras el hombre explicaba los platillos: rodajas de pan que humeaban, dulce de arándanos, dulce de naranja, manteca, galletas que variaban en los sabores del chocolate y la vainilla; aclararon que todo era casero, que allí nada se traía de otros lugares, los productos y la elaboración, eran artesanales. A la joven le causó simpatía el gesto, se notaba el esmero que mostraban desde que ella había llegado. Íntimamente le complacía recibir ese trato, en la ciudad las cosas eran distintas, los horarios programados y la falta de sorpresas hacían caer al personal y a ella misma en la clásica monotonía, en cambio allí, siempre había algo nuevo por saber, en parte porque no era habitué y en parte porque el campo, con su abstracción, siempre era impredecible. Le dirigió un gesto cómplice a Alvar, luego agradeció a los subordinados y les informó que podían retirarse, que cualquier cosa los llamaría, e hizo sonar la campanita de oro una vez, a modo de figuración.
—Desde que llegué aquí, me siento una niña —comentó— es increíble la humildad de corazón de éstas personas. Se nota que mi difunto esposo era muy querido por ellos, están constantemente hablándome de él y atendiéndome como a una princesa —agregó con su mirada puesta en los manjares.
Tomó la taza entre sus dedos y probó el café, amargo, aunque ni siquiera un rictus denotó el desagrado. Le colocó tres cucharadas de azúcar, y revolvió con lentitud. La vajilla era muy fina, de porcelana, en color hueso y con un pequeño ramillete de lilas pintado en una cara. Ahora caía en la cuenta de que no había ido a visitar los distintos sectores del lugar, no conocía las labores que realizaban, sólo de forma externa, tampoco la forma en que se manejaban allí, por suerte, estaba su amigo, junto a él recorrería lo más posible, tanto los interiores de la casa como lo que atañía al ganado como a la agricultura, eso les brindaría una visión global y más profundo del monstruo con el cual debían debatir, y algo le decía que habría más problemas que lo pensado. Le incomodaba el capataz, pero luego se encargaría de él. En ese momento, había una cuestión más importante que atender, motivo por el cual, levantó la vista y sus ojos del color del océano, se clavaron en los de Alvar, expresando tranquilidad, aunque un brillo peculiar daba cuenta de que el asunto era importante y debían tomarlo con la seriedad que requería.
—Se que te parece extraño mi llamado —comenzó a decir tras haberle dado un pequeño sorbo al café—, pero estoy viendo que el imperio que dejó Lord Turner es más grande de lo que pensaba. No le he dado demasiada importancia a éste lugar, hasta que tomé consciencia de las riquezas que genera; sin embargo, no puedo hacer esto sola, mal que me pese admitirlo —y cerró sus párpados un instante y sus comisuras vislumbraron una leve sonrisa irónica—. Y tengo mis reservas para con los hombres de mi marido, por ello—tomó aire con lentitud—, quiero proponerte que trabajes para mi, Alvar, sabes que eres alguien a quien llevo en mi corazón y sólo en ti puedo confiar para la administración de éste sitio —lo contempló con expectación y seguridad.
—Los compañeros de soledad siempre son bienvenidos —aseguró, obviando las cavilaciones que habían explotado por un simple e inocente comentario del caballo.
Alvar le agradaba, le gustaba su persona. Sus modos simples, su mirada que se suavizaba cuando sus labios despuntaban una sonrisa. Su perfume le inundaba las fosas nasales, y eso era magnífico. Se notaba que, a pesar de conocer que su origen no era aristocrático, había recibido las normas básicas de educación, entre las cuales se encontraba el aseo personal. Tamborileó los dedos en su regazo unos instantes, para luego relajar los hombros y concentrarse en la pregunta, básica, y se debatió entre responder con un tono lacónico, confundido o, simplemente, continuar con el ambiente de cierto jolgorio que flotaba. No era una mujer alegre, sin embargo, se jactaba que dentro de su humor, podría ser afable y excelente anfitriona. Al fin y al cabo, no la habían criado para ser feliz, si no, para hacer sentir a gusto a los demás. Así lo dictaban las normas, así lo asimilaba y así había aprendido a convivir en esa sociedad europea que castigaba con el exilio social a quien no se amoldara a ella.
— ¿Qué puedo decirte? —Habló por fin, y su voz, de matices graves, se entremezclaba con los sonidos de la naturaleza— Atareada, con cientos de cuestiones que tratar, pero de pie. Sabes que las cosas no son fáciles para mi… —dejó suspendida la frase cuando los criados golpearon la puerta. Dios la orden para que ingresen.
A pesar de que el pedido había sido simple: un café para ella, un té para él, los empleados hicieron su ingreso envueltos por un aroma a pan recién horneado que a Bárbara le abrió el apetito, a pesar de haber desayunado en abundancia. Desplegaron su faceta más servicial, y justificándose con que deseaban agasajar a ambos, la mujer apoyó una bandeja con una tetera y dos tazas que ubicó frente a cada comensal respectivamente, mientras el hombre explicaba los platillos: rodajas de pan que humeaban, dulce de arándanos, dulce de naranja, manteca, galletas que variaban en los sabores del chocolate y la vainilla; aclararon que todo era casero, que allí nada se traía de otros lugares, los productos y la elaboración, eran artesanales. A la joven le causó simpatía el gesto, se notaba el esmero que mostraban desde que ella había llegado. Íntimamente le complacía recibir ese trato, en la ciudad las cosas eran distintas, los horarios programados y la falta de sorpresas hacían caer al personal y a ella misma en la clásica monotonía, en cambio allí, siempre había algo nuevo por saber, en parte porque no era habitué y en parte porque el campo, con su abstracción, siempre era impredecible. Le dirigió un gesto cómplice a Alvar, luego agradeció a los subordinados y les informó que podían retirarse, que cualquier cosa los llamaría, e hizo sonar la campanita de oro una vez, a modo de figuración.
—Desde que llegué aquí, me siento una niña —comentó— es increíble la humildad de corazón de éstas personas. Se nota que mi difunto esposo era muy querido por ellos, están constantemente hablándome de él y atendiéndome como a una princesa —agregó con su mirada puesta en los manjares.
Tomó la taza entre sus dedos y probó el café, amargo, aunque ni siquiera un rictus denotó el desagrado. Le colocó tres cucharadas de azúcar, y revolvió con lentitud. La vajilla era muy fina, de porcelana, en color hueso y con un pequeño ramillete de lilas pintado en una cara. Ahora caía en la cuenta de que no había ido a visitar los distintos sectores del lugar, no conocía las labores que realizaban, sólo de forma externa, tampoco la forma en que se manejaban allí, por suerte, estaba su amigo, junto a él recorrería lo más posible, tanto los interiores de la casa como lo que atañía al ganado como a la agricultura, eso les brindaría una visión global y más profundo del monstruo con el cual debían debatir, y algo le decía que habría más problemas que lo pensado. Le incomodaba el capataz, pero luego se encargaría de él. En ese momento, había una cuestión más importante que atender, motivo por el cual, levantó la vista y sus ojos del color del océano, se clavaron en los de Alvar, expresando tranquilidad, aunque un brillo peculiar daba cuenta de que el asunto era importante y debían tomarlo con la seriedad que requería.
—Se que te parece extraño mi llamado —comenzó a decir tras haberle dado un pequeño sorbo al café—, pero estoy viendo que el imperio que dejó Lord Turner es más grande de lo que pensaba. No le he dado demasiada importancia a éste lugar, hasta que tomé consciencia de las riquezas que genera; sin embargo, no puedo hacer esto sola, mal que me pese admitirlo —y cerró sus párpados un instante y sus comisuras vislumbraron una leve sonrisa irónica—. Y tengo mis reservas para con los hombres de mi marido, por ello—tomó aire con lentitud—, quiero proponerte que trabajes para mi, Alvar, sabes que eres alguien a quien llevo en mi corazón y sólo en ti puedo confiar para la administración de éste sitio —lo contempló con expectación y seguridad.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Confianza ciega [Privado]
Confesar que la entendía hubiese sido muy arrogante por parte de Alvar, no podía hacerlo simplemente por el hecho de que entre sus historias existía un abismo que las separaba al grado de diferenciarlas tanto que era imposible considerarlas de una misma a especie. Como un gato y un perro. Podía soltar un consejo insulso basado en suposiciones que de eso nunca pasarían, o simplemente guardar solemne silencio, decirle sin palabras que no podía imaginarse lo que era estar en su situación, pero que podía hacerle compañía. Y sin estar seguro de cuál era la opción adecuada, optó por la segunda, porque le era más sencillo a él y a su flemático origen sueco. Asintió no con el entendimiento del que ya había llegado a la conclusión que carecía, sino para indicarle que la escuchaba pues parecía absorto de pronto en una marejada de pensamientos, tantos a la vez que le resultaba imposible enfocarse en alguno.
Pero antes de poder enfocarse en alguno de esas reflexiones, los sirvientes arribaban a la habitación de nuevo con esa prontitud que Alvar conocía desde ambos lados, desde la perspectiva del amo que ahora era, pero también desde el punto de vista del sirviente que alguna vez fue. Si sus señores allá en Kuortane le exigían al mejor caballo de los establos, Alvar debía ensillarlo y llevarlo hasta ellos en el menos tiempo posible. Los observó melancólico por ello mientras los aromas se agolpaban en su nariz y llegaban hasta sus pulmones, el café, el té y los postres que fueron un agradable detalles, mismos que, conforme eran develados antes sus ojos, le provocaron otro tipo distinto de melancolía; el olor casero de esa comida le recordó el regazo de su madre y entre la euforia ridícula de sentirse niño otra vez, surgió un sentimiento de pesadumbre terrible, el de no estar al lado de ella y sus hermanas. Alzó la mirada y se topó con la de Bárbara y le sonrió, algo apenado por su repentino ataque de nostalgia y otro poco porque ambos parecían igual de deleitados por lo que se presenta ante sus ojos.
Los sirvientes se fueron tan rápido como llegaron y sólo dejaron tras de sí esos aromas que rivalizaban –y salían victoriosos- con los que provenían del campestre exterior. Por un segundo miró el vapor que emanaba de las finas tazas de porcelana como si fuese lo más interesante del mundo. Parpadeó y la miró cuando le habló de nuevo, esbozó una sonrisa amable y luego una risita tonta y tímida.
-Me imagino, disfrútalo –dijo con sencillez pero jamás simpleza, le gustaba la imagen que se formuló en su cabeza de Bárbara siendo consentida, siendo atendida a todos sus caprichos, porque la conocía y sabía que abusar del poder no era algo que ella acostumbrara –supongo que tu difunto esposo hizo bien su trabajo aquí –remató, se sintió raro hablando de ese hombre que él jamás conoció y aunque sabía que su amiga había contraído nupcias con él bajo un trato y no bajo el amor, supuso que no había sido un mal hombre. Estiró una mano para alcanzar la taza que contenía el té que él había pedido, la tomó con cuidado de la oreja y utilizó los largos dedos de su otra mano para recibir un apoyo extra, la sostuvo con cautela por lo caliente del líquido contenido y dio un sorbo para tantear la temperatura; estaba hirviendo pero su lengua estaba acostumbrada pues allá en la fría tundra era común beber cosas calientes para soportar el frío. Hizo una pausa y miró el turbio fondo de la taza, a penas perceptible porque se interponía la vista de color olivo. Dio otro sorbo concentrado en su labor, sintiendo las puntas de su barba y bigote, mojados por el líquido y durante ese último trago alzó la vista y casi escupe al escucharla hablar. ¿Era en serio? Se apresuró a dejar la taza en el escritorio de nuevo para que no corriera el peligro de soltarla y dejar incompleto el juego.
Se quedó un momento pasmado, sentado y mirándola, tratando de descifrar lo que había escuchado, pero al parecer no había muchas dobles lecturas ahí, era lo que había escuchado y nada más. Se puso de pie, alto como era tuvo que encorvar el cuello y la espada para poder seguir mirándola a los ojos, la silla que ocupaba rechinó sobre la duela del piso al hacerla a un lado y dio un paso para pegarse al escritorio, colocó ambas manos ahí, cerradas en puños y rio.
-Debes estar bromeando –dijo y miró a un lado, aun riendo como si todo eso se tratara de una broma, debía ser una broma –a penas si puedo con lo que Vermeer me dejó –no era alguien que se la pasara pregonando el cómo consiguió su fortuna, pero tampoco era algo que escondiera y ella, de entre todas las personas, lo sabía, sabía su historia (quizá muy a grandes rasgos, pero la conocía) –me halaga mucho tu petición –destensó la espalda, aunque seguía agitado –pero creo que hay hombres mejores que yo para lo que quieres, tienes mi apoyo en todo momento –se lo decía de corazón –pero lo que me pides es muy grande –se dio cuenta de sus palabras. ¿Muy grande? ¿Entonces hasta donde llegaba su lealtad para con una de sus pocas amigas? ¿El límite lo marcaba lo que se sentía capaz de hacer y no? Y esas preguntas lo amedrentaron, dio un paso atrás, la silla le impidió seguir retrocediendo y torció el gesto ante su propia estupidez-, me preocupan mis capacidades, ¿estás segura que le hablas a la persona indicada? –fue su tregua, su angustia inicial no había desaparecido, sólo cambiado de dirección, ahora se preocupaba más en el hecho de que Bárbara estuviera tomando la decisión correcta.
Pero antes de poder enfocarse en alguno de esas reflexiones, los sirvientes arribaban a la habitación de nuevo con esa prontitud que Alvar conocía desde ambos lados, desde la perspectiva del amo que ahora era, pero también desde el punto de vista del sirviente que alguna vez fue. Si sus señores allá en Kuortane le exigían al mejor caballo de los establos, Alvar debía ensillarlo y llevarlo hasta ellos en el menos tiempo posible. Los observó melancólico por ello mientras los aromas se agolpaban en su nariz y llegaban hasta sus pulmones, el café, el té y los postres que fueron un agradable detalles, mismos que, conforme eran develados antes sus ojos, le provocaron otro tipo distinto de melancolía; el olor casero de esa comida le recordó el regazo de su madre y entre la euforia ridícula de sentirse niño otra vez, surgió un sentimiento de pesadumbre terrible, el de no estar al lado de ella y sus hermanas. Alzó la mirada y se topó con la de Bárbara y le sonrió, algo apenado por su repentino ataque de nostalgia y otro poco porque ambos parecían igual de deleitados por lo que se presenta ante sus ojos.
Los sirvientes se fueron tan rápido como llegaron y sólo dejaron tras de sí esos aromas que rivalizaban –y salían victoriosos- con los que provenían del campestre exterior. Por un segundo miró el vapor que emanaba de las finas tazas de porcelana como si fuese lo más interesante del mundo. Parpadeó y la miró cuando le habló de nuevo, esbozó una sonrisa amable y luego una risita tonta y tímida.
-Me imagino, disfrútalo –dijo con sencillez pero jamás simpleza, le gustaba la imagen que se formuló en su cabeza de Bárbara siendo consentida, siendo atendida a todos sus caprichos, porque la conocía y sabía que abusar del poder no era algo que ella acostumbrara –supongo que tu difunto esposo hizo bien su trabajo aquí –remató, se sintió raro hablando de ese hombre que él jamás conoció y aunque sabía que su amiga había contraído nupcias con él bajo un trato y no bajo el amor, supuso que no había sido un mal hombre. Estiró una mano para alcanzar la taza que contenía el té que él había pedido, la tomó con cuidado de la oreja y utilizó los largos dedos de su otra mano para recibir un apoyo extra, la sostuvo con cautela por lo caliente del líquido contenido y dio un sorbo para tantear la temperatura; estaba hirviendo pero su lengua estaba acostumbrada pues allá en la fría tundra era común beber cosas calientes para soportar el frío. Hizo una pausa y miró el turbio fondo de la taza, a penas perceptible porque se interponía la vista de color olivo. Dio otro sorbo concentrado en su labor, sintiendo las puntas de su barba y bigote, mojados por el líquido y durante ese último trago alzó la vista y casi escupe al escucharla hablar. ¿Era en serio? Se apresuró a dejar la taza en el escritorio de nuevo para que no corriera el peligro de soltarla y dejar incompleto el juego.
Se quedó un momento pasmado, sentado y mirándola, tratando de descifrar lo que había escuchado, pero al parecer no había muchas dobles lecturas ahí, era lo que había escuchado y nada más. Se puso de pie, alto como era tuvo que encorvar el cuello y la espada para poder seguir mirándola a los ojos, la silla que ocupaba rechinó sobre la duela del piso al hacerla a un lado y dio un paso para pegarse al escritorio, colocó ambas manos ahí, cerradas en puños y rio.
-Debes estar bromeando –dijo y miró a un lado, aun riendo como si todo eso se tratara de una broma, debía ser una broma –a penas si puedo con lo que Vermeer me dejó –no era alguien que se la pasara pregonando el cómo consiguió su fortuna, pero tampoco era algo que escondiera y ella, de entre todas las personas, lo sabía, sabía su historia (quizá muy a grandes rasgos, pero la conocía) –me halaga mucho tu petición –destensó la espalda, aunque seguía agitado –pero creo que hay hombres mejores que yo para lo que quieres, tienes mi apoyo en todo momento –se lo decía de corazón –pero lo que me pides es muy grande –se dio cuenta de sus palabras. ¿Muy grande? ¿Entonces hasta donde llegaba su lealtad para con una de sus pocas amigas? ¿El límite lo marcaba lo que se sentía capaz de hacer y no? Y esas preguntas lo amedrentaron, dio un paso atrás, la silla le impidió seguir retrocediendo y torció el gesto ante su propia estupidez-, me preocupan mis capacidades, ¿estás segura que le hablas a la persona indicada? –fue su tregua, su angustia inicial no había desaparecido, sólo cambiado de dirección, ahora se preocupaba más en el hecho de que Bárbara estuviera tomando la decisión correcta.
Invitado- Invitado
Re: Confianza ciega [Privado]
La reacción de Alvar fue desmedida. De todas las maneras que especuló podía ser esa conversación, sin dudas, un impulso por parte de su amigo, era de las últimas que esperaba, de hecho, ni siquiera había contemplado la posibilidad. Tanto la sorprendió, que a pesar de que hubiera deseado ponerse de pie imitándolo, sólo pudo quedarse sentada, observando con expresión neutra lo que se desarrollaba frente a sí. Desde su sitio, él parecía aún más alto, más ancho y más imponente de lo que era. Escuchó su perorata con una imperceptible mueca irónica, a pesar de saber que las intenciones de su acompañante eran buenas. No emitió sonido, y el único movimiento que hizo fue un leve respingo cuando la silla cayó al piso. Todo aquello le parecía irracional, no le había propuesto formar una red de sicarios, sólo le ofrecía un importante puesto en uno de sus negocios más rentables. Fue relajando sus rasgos a medida que él bajaba su timbre de voz y dejaba el histrionismo de lado, decidió no juzgarlo, no debía ni quería hacerlo, por un instante pensó que trataba con alguno de sus calculadores socios o clientes, pero automáticamente, desechó ese pensamiento y volvió a ver a su querido amigo, quizá el único que tenía, o por lo menos, el único sincero. Su mirada que había rozado lo asesina, se fue llenando de ternura, y esbozó una casi imperceptible sonrisa de concordancia, que se fue agrandando hasta convertirse en lo más parecido a la risa. Las palabras que al principio tanto le molestaron, le parecieron muy dulces, de una nobleza incomparable, despojadas de egoísmo, no pensaba en él, si no, en ella.
—Serénate, por favor… —susurró, y la seriedad volvió a su semblante. No quería que interpretara que se estaba burlando de él-. Me extraña que me preguntes si estoy segura de lo que te ofrezco –apoyó las manos en el escritorio y se levantó con una exasperante parsimonia y caminó hacia el ventanal, dándole la espalda—, cualquiera que me conoce un poco sabe que siempre pienso no una ni dos veces mis decisiones, si no, cientos, y en todas mis cavilaciones, llegué a la conclusión de que eras tú el indicado para esto —volteó y cruzó sus brazos bajo el busto y sus ojos celestísimos se clavaron en los de Alvar—, pero si realmente te incomoda tanto, te sientes tan incapaz y eres tan inseguro, puedo decir que, por primera vez en mucho tiempo, me he equivocado. El error sería mío, no tuyo, y seguiremos nuestra amistad como si nada hubiera pasado en éstas cuatro paredes.
Se hizo un instante de silencio, que Bárbara aprovechó para rodear el escritorio y dirigirse a él a paso lento, con cautela. Se plantó frente a Alvar y lo escudriñó, sin ánimos de nada más que no sea tranquilizarlo. Él era tan alto que podría amedrentar a cualquiera, salvo por el pequeño detalle de que en sus ojos, la joven siempre veía a un ser entrañable, con un corazón de oro. Vaciló un instante, no estaba segura de lo que iba a hacer, no por él, si no, por sus propios miedos, pero finalmente, estiró sus manos y tomó entre ellas una de las de Alvar, las de ella le parecieron sumamente pequeñas en comparación con las de su amigo. Apretó con suavidad, para reconfortarlo, Bárbara confiaba en él, y necesitaba que él también lo hiciera. A pesar de la primera negativa, no tenía pensado ceder tan rápidamente, podía ser muy tenaz si se lo proponía, y era difícil que no consiguiera algo que deseaba. De todas formas, más allá del negocio y de la capacidad que sabía que poseía, temía integrar a su círculo íntimo a personas en las cuales no podría estar cien por ciento segura de depositar su confianza, además, con su amigo podía ser sincera, se sentía libre y tenía la certeza de que la respetaba, valores fundamentales a la hora de armar su propia ofensiva contra los futuros embates de los comerciantes que la rodeaban. El mundo de los negocios era sanguinario, y se tragaba a quien no estuviera listo para él, y claramente, Bárbara no estaba dispuesta a ser devorada.
—Si debo rogarte, dímelo, y lo hago —bromeó, aunque si le decía que si, quizá lo hacía —. Alvar, te estoy ofreciendo mucho dinero, un trabajo que te aseguro, puede enriquecerte aún más, además, estarías aquí, rodeado de los animales, de la naturaleza. No estarás solo, claro que no, a esto lo haremos juntos. Te lo estoy pidiendo no sólo porque te creo la persona más capacitada e idónea para hacerlo, si no…por mí, porque estoy rodeada de aves de rapiña, que me arrancarán los ojos sólo por verme joven y mujer, en cambio, si tengo tu apoyo, las cosas cambiarán —suspiró, sacándose un peso de encima. Si quería convencerlo, debía sincerarse—. Piénsalo, no es necesario que me contestes ahora… —le dedicó una sonrisa, muy leve, pero sonrisa en fin. Hizo una pausa de unos segundos— ¿Qué opinas si recorremos un poco el terreno para distendernos y aclarar nuestras mentes? —le soltó las manos, pero se mantuvo allí, con su cabeza hacia atrás debido a los muchos centímetros por encima de ella que estaba Alvar.
Estaba segura que su idea había sido buena. Un paseo al aire libre ayudaría al ánimo de ambos. Quizá si se familiarizaba con el lugar, con su gente, sus actividades, daría el visto bueno. Además, a ella también le serviría para conocer un poco más sobre cómo eran las cosas en ese sitio, no se cansaba de reprenderse por nunca haberle dado demasiada importancia. Se quejaba de que hasta había viajado a varias ciudades europeas persiguiendo todas las inversiones de Turner, y de que todo lo concerniente al campo, lo hubiera dejado en manos de terceros. Había sido un grave error, y lo pagaría caro. Los papeles desordenados y que sospechaba no eran del todo lícito y que esperaban apilados en el escritorio, eran la prueba fehaciente de todo aquello.
—Serénate, por favor… —susurró, y la seriedad volvió a su semblante. No quería que interpretara que se estaba burlando de él-. Me extraña que me preguntes si estoy segura de lo que te ofrezco –apoyó las manos en el escritorio y se levantó con una exasperante parsimonia y caminó hacia el ventanal, dándole la espalda—, cualquiera que me conoce un poco sabe que siempre pienso no una ni dos veces mis decisiones, si no, cientos, y en todas mis cavilaciones, llegué a la conclusión de que eras tú el indicado para esto —volteó y cruzó sus brazos bajo el busto y sus ojos celestísimos se clavaron en los de Alvar—, pero si realmente te incomoda tanto, te sientes tan incapaz y eres tan inseguro, puedo decir que, por primera vez en mucho tiempo, me he equivocado. El error sería mío, no tuyo, y seguiremos nuestra amistad como si nada hubiera pasado en éstas cuatro paredes.
Se hizo un instante de silencio, que Bárbara aprovechó para rodear el escritorio y dirigirse a él a paso lento, con cautela. Se plantó frente a Alvar y lo escudriñó, sin ánimos de nada más que no sea tranquilizarlo. Él era tan alto que podría amedrentar a cualquiera, salvo por el pequeño detalle de que en sus ojos, la joven siempre veía a un ser entrañable, con un corazón de oro. Vaciló un instante, no estaba segura de lo que iba a hacer, no por él, si no, por sus propios miedos, pero finalmente, estiró sus manos y tomó entre ellas una de las de Alvar, las de ella le parecieron sumamente pequeñas en comparación con las de su amigo. Apretó con suavidad, para reconfortarlo, Bárbara confiaba en él, y necesitaba que él también lo hiciera. A pesar de la primera negativa, no tenía pensado ceder tan rápidamente, podía ser muy tenaz si se lo proponía, y era difícil que no consiguiera algo que deseaba. De todas formas, más allá del negocio y de la capacidad que sabía que poseía, temía integrar a su círculo íntimo a personas en las cuales no podría estar cien por ciento segura de depositar su confianza, además, con su amigo podía ser sincera, se sentía libre y tenía la certeza de que la respetaba, valores fundamentales a la hora de armar su propia ofensiva contra los futuros embates de los comerciantes que la rodeaban. El mundo de los negocios era sanguinario, y se tragaba a quien no estuviera listo para él, y claramente, Bárbara no estaba dispuesta a ser devorada.
—Si debo rogarte, dímelo, y lo hago —bromeó, aunque si le decía que si, quizá lo hacía —. Alvar, te estoy ofreciendo mucho dinero, un trabajo que te aseguro, puede enriquecerte aún más, además, estarías aquí, rodeado de los animales, de la naturaleza. No estarás solo, claro que no, a esto lo haremos juntos. Te lo estoy pidiendo no sólo porque te creo la persona más capacitada e idónea para hacerlo, si no…por mí, porque estoy rodeada de aves de rapiña, que me arrancarán los ojos sólo por verme joven y mujer, en cambio, si tengo tu apoyo, las cosas cambiarán —suspiró, sacándose un peso de encima. Si quería convencerlo, debía sincerarse—. Piénsalo, no es necesario que me contestes ahora… —le dedicó una sonrisa, muy leve, pero sonrisa en fin. Hizo una pausa de unos segundos— ¿Qué opinas si recorremos un poco el terreno para distendernos y aclarar nuestras mentes? —le soltó las manos, pero se mantuvo allí, con su cabeza hacia atrás debido a los muchos centímetros por encima de ella que estaba Alvar.
Estaba segura que su idea había sido buena. Un paseo al aire libre ayudaría al ánimo de ambos. Quizá si se familiarizaba con el lugar, con su gente, sus actividades, daría el visto bueno. Además, a ella también le serviría para conocer un poco más sobre cómo eran las cosas en ese sitio, no se cansaba de reprenderse por nunca haberle dado demasiada importancia. Se quejaba de que hasta había viajado a varias ciudades europeas persiguiendo todas las inversiones de Turner, y de que todo lo concerniente al campo, lo hubiera dejado en manos de terceros. Había sido un grave error, y lo pagaría caro. Los papeles desordenados y que sospechaba no eran del todo lícito y que esperaban apilados en el escritorio, eran la prueba fehaciente de todo aquello.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
- Mensajes : 2043
Fecha de inscripción : 27/05/2012
Edad : 244
Localización : París
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Re: Confianza ciega [Privado]
Su mente se quedó en blanco, como ese lienzo temible que se presenta ante el artista que no tiene idea de cómo llenarlo, que se burla descaradamente en su cara, que lo reta a sabiendas de sus debilidades, así se sintió el sueco ante el duro golpe de simplemente, no saber qué pensar. Había tanto que procesar que su cabeza decidió, sin consultarlo, embotarse y bloquearse y mejor borrar todo como si la lluvia limpiara una calle sucia. Conocía bien el sentimiento de pararse frente a un sustrato en blanco, con materiales de arte en la mano y no tener idea de cómo proceder, el rito era parecido esta ocasión, pero potenciado por todas as variables, no se trataba de dibujar o pintar nada, sino de una decisión fundamental, para él, pero de algún modo, él era en lo que menos pensaba. Era ella quien le preocupaba en realidad. Sus palabras llegaron a sus oídos sin escalas, como flechas disparadas con certeza y ese blanco en sus pensamientos se convirtió en una negrura que lo cubre todo dentro de su alma. Se sintió tan patético, tan débil, aún le ganaba el chiquillo adusto de Kuortane, aún ese niño lograba someter al hombre de negocios de Bruges y salía victorioso. Era inteligente, hábil para los negocios (Vermeer le había dejado su herencia por su amor hacia los caballos, que el joven resultara astuto había sido una beneficiosa coincidencia), pero todavía se sentía incapaz de muchas cosas. Era un recién nacido tratando de alcanzar a hombres adultos, así se sentía la mayoría del tiempo, así se sintió esa tarde.
Se sentó como se le pidió y cerró los puños, con los brazos recargados en la silla, evitando con ahínco la mirada ajena, se sintió avergonzado por su arranque. Si se tomaba en cuenta la historia que lo había forjado y su origen, era de extrañarse, de hecho, que hubiese reaccionado así. Alzó el rostro como un animal asustado, abrió la boca, boqueó algo pero no emitió sonido alguno. Suspiró para acomodar sus ideas.
-No, dudo que te hayas precipitado al tomar una decisión –finalmente pudo hilar una frase coherente –soy yo el que tiene la culpa por creerme incapaz de… bueno, de cualquier cosa –se encogió de hombros pareciendo casi inocente –creo que aún me cuesta trabajo acostumbrarme al nuevo yo –fue vago en sus palabras, aunque se entendía lo que trataba de decir.
Cuando las finas manos de Bárbara lo tomaron, él hizo lo mismo, las estrechó con firmeza, un acto que versaba en idioma silencioso que estaba ahí para ella, que si había ido no era para pasar un rato, desde el primer momento supo que había sido convocado por un motivo y no era momento de echarse para atrás. Si ella le pedía arrojarse a un precipicio, lo haría siempre y cuando ella asegurara que al caer, un suave colchón lo esperaría para salvarle la vida. Algo así se sentía, ella aseguró no dejarlo silo, entrar en ese círculo era su precipicio, pero ella era el colchón de seguridad. La miró como el niño mira a su madre, con una devoción que no necesitaba ser explicada, porque ella era el jergón que ha de salvarlo de su caída libre.
-No por favor –se apresuró a decir. Rogarle, qué amarga le sonó la palabra, qué arrogante hubiese sido de su parte pedirle eso-, realmente el dinero no es algo que me motive –seguramente ella ya lo sabía -pero… -escuchó con atención, cada palabra calaba hondo, pero también acomodaba piezas dentro de él, le daban cierta confianza que de entrada pareció no tener; guardó silencio, un silencio que se prolongó más de lo debido. Estuvo a punto de ponerse de pie y pedir ser guiado por los terrenos de la casa de campo cuando fue la misma anfitriona quien lanzó la invitación. Asintió y se levantó con calma, no soltó las manos ajenas, aunque ahora la diferencia de estaturas se hacía evidente –me parece una buena idea –confirmó que aceptaba el paseo, dejando así inconclusa la respuesta. Era mejor de ese modo, no diría que no maniatado por sus inseguridades, pero tampoco sí conducido por su lealtad para con su amiga.
Con la mente clara tomaría una decisión más fría y acertada. Ofreció su brazo con caballerosidad para comenzar. Dio un vistazo al escritorio, papeles que lucían desordenados y los postres intactos.
-Pero prométeme que regresaremos, odiaría tener que desairar a tus sirvientes al no comer lo que han preparado para nosotros –una broma venía bien para aminorar la tensión.
Se sentó como se le pidió y cerró los puños, con los brazos recargados en la silla, evitando con ahínco la mirada ajena, se sintió avergonzado por su arranque. Si se tomaba en cuenta la historia que lo había forjado y su origen, era de extrañarse, de hecho, que hubiese reaccionado así. Alzó el rostro como un animal asustado, abrió la boca, boqueó algo pero no emitió sonido alguno. Suspiró para acomodar sus ideas.
-No, dudo que te hayas precipitado al tomar una decisión –finalmente pudo hilar una frase coherente –soy yo el que tiene la culpa por creerme incapaz de… bueno, de cualquier cosa –se encogió de hombros pareciendo casi inocente –creo que aún me cuesta trabajo acostumbrarme al nuevo yo –fue vago en sus palabras, aunque se entendía lo que trataba de decir.
Cuando las finas manos de Bárbara lo tomaron, él hizo lo mismo, las estrechó con firmeza, un acto que versaba en idioma silencioso que estaba ahí para ella, que si había ido no era para pasar un rato, desde el primer momento supo que había sido convocado por un motivo y no era momento de echarse para atrás. Si ella le pedía arrojarse a un precipicio, lo haría siempre y cuando ella asegurara que al caer, un suave colchón lo esperaría para salvarle la vida. Algo así se sentía, ella aseguró no dejarlo silo, entrar en ese círculo era su precipicio, pero ella era el colchón de seguridad. La miró como el niño mira a su madre, con una devoción que no necesitaba ser explicada, porque ella era el jergón que ha de salvarlo de su caída libre.
-No por favor –se apresuró a decir. Rogarle, qué amarga le sonó la palabra, qué arrogante hubiese sido de su parte pedirle eso-, realmente el dinero no es algo que me motive –seguramente ella ya lo sabía -pero… -escuchó con atención, cada palabra calaba hondo, pero también acomodaba piezas dentro de él, le daban cierta confianza que de entrada pareció no tener; guardó silencio, un silencio que se prolongó más de lo debido. Estuvo a punto de ponerse de pie y pedir ser guiado por los terrenos de la casa de campo cuando fue la misma anfitriona quien lanzó la invitación. Asintió y se levantó con calma, no soltó las manos ajenas, aunque ahora la diferencia de estaturas se hacía evidente –me parece una buena idea –confirmó que aceptaba el paseo, dejando así inconclusa la respuesta. Era mejor de ese modo, no diría que no maniatado por sus inseguridades, pero tampoco sí conducido por su lealtad para con su amiga.
Con la mente clara tomaría una decisión más fría y acertada. Ofreció su brazo con caballerosidad para comenzar. Dio un vistazo al escritorio, papeles que lucían desordenados y los postres intactos.
-Pero prométeme que regresaremos, odiaría tener que desairar a tus sirvientes al no comer lo que han preparado para nosotros –una broma venía bien para aminorar la tensión.
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