La venganza tiene sangre inmortal [Josephine]

por **Renata Della Rovere** Mar Jul 24, 2012 11:47 pm

Retrocedo hasta hace más de diez años, cuando tenía apenas catorce. Por aquel entonces aún vivía en Italia y los días de mi felíz niñez parecían inagotables. Entre las tantas personas que conocí en las fiestas que daban mis padres, conocí a Lady Josephine Canterville. ¿Y qué loco presentimiento hizo que aquella misma noche la bella vampiresa revelara a mis inocentes oídos más de diez siglos de historia?. Nunca jamás nadie logró maravillarme tan rápidamente y conquistarme de aquella forma. Escuché embelesada cada una de sus palabras y durante horas el resto del mundo desapareció por completo. Solo podía oír lejanos los ruidos de la fiesta, pero en el centro de mi atención la melodiosa e imponente voz de la vampiresa se apoderaba de mi imaginación y de mi corazón. Me enamoré de aquella mujer que tanto tiempo atrás fue la plaga que asoló la tierra de mi patria, me enamoré de todo lo que su espíritu indomable y rebelde tenía para ofrecerme, y se que ella sintió algo por mi en el momento que decidió regalarme todos sus secretos.
A partir de entonces, Josephine y yo hemos sido grandes amigas. Poco después de que Emanuelle desapareciera del Palacio de Montmartre, tuve un presentimiento. Supe que el muy bastardo visitaría a Josephine, pues ella es la única que podía ayudarlo a encontrar el tesoro que él tanto ansía encontrar. Pero Josephine es por lejos más astuta que él, y jamás confiaría un secreto tan poderoso a un ser tan despreciable. Meses más tarde llegó su primera carta, donde me contaba con detalles de la visita de mi ex-esposo. Emanuelle jamás hubiera osado enfrentarse a Josephine, pues bien sabía que no saldría vivo de su estancia si así lo hacía. "Eres un melodramático Emanuelle, por más que tuvieras todo el oro del mundo para ofrecerme no te lo diría jamás, pues no es el oro lo que podrá llevarnos a la gloria" le había dicho ella, y él, sin más fichas que jugarse, se había marchado de Londres, y aunque no dijo a donde, Josephine lo sabía.
Un tiempo después le comuniqué que deseaba que ella me regalara la inmortalidad, decisión a la que llegué tras aquella largas y agónicas noches de soledad, mientras me tragaba mi orgullo junto con los rescuerdos de mi vida felíz... ya no deseaba seguir viviendo, por lo menos no como humana, pues el dolor de la traición estaba acabando conmigo. No obtuve respuestas y nuevamente le envié una carta pidiéndole que si aún no lo había hecho, lo reconsiderara, "No puedo vivir si es que voy a seguir sintiendo" le dije. No es fácil convencer a un vampiro que te tiene aprecio de semejante cosa. Imaginé que me la pondría bien difícil -y conociéndola- sabía que tendría muy pocos argumentos a mi favor, Josephine es una mujer difícil, pues ya no puede ver el mundo con ojos humanos. Luego de mucho tiempo por fin ha podido abandonar Londres para verme.

Estaba asustada y por momentos sentía que no podría controlar la ansiedad y que ésta terminaría por hacerme estallar. La mañana se veía radiante a través de los cristales del ventanal y parecía que la primavera deseaba mostrarse en todo su esplendor. Hacía ya varias cartas había quedado fijado el sitio del encuentro, un pequeño café escondido entre el bullicio del centro de la ciudad. No podía pensar en otra cosa que en lo que Josephine deseaba contarme, y por supuesto, quería saber si al fin había tomado una decisión con respecto a mi deseo de dejar para siempre el mundo de los mortales en el que tan infelíz había sido.
Aquel día más que nunca, deseaba pasar desapercibida. No quería colores brillantes, joyas suntuosas o vestidos despampanantes. Una vez en el coche, le pedí a Faustino que me dejara a algunas cuadras del café y que me esperara. Si todo resultaba bien, Josephine se quedaría algunos días en Montmartre, por lo menos hasta que mi transformación hubiese acabado y pudiera valerme por mi misma -no solo para controlar mi nuevo cuerpo, sinó la insaciable sed, precio con el que se paga la vida eterna-. En el camino, intenté no cuestionarme los aspectos éticos y morales que ya muchas veces Emanuelle había puesto sobre la mesa cuando intentaba persuadirlo para que me convirtiera. Me estaba volviendo una obstinada y temía un poco por ello, sin embargo sabía que mi vida se marchitaría sin remedio antes de alcanzar mis objetivos si no hacía algo, y ese algo sabía a sangre de vampiro.
Las calles resplandecían bajo el sol primaveral y el calor comenzaba a borrar los vestigios de las últimas lluvias. El coche se detuvo a pocas cuadras de la plaza y allí me bajé, más segura que nunca. Caminé entre el genterío hasta el café L'Blanc, discreto y apartado. Un joven sirviente se apresuró en abrir la puerta y se inclinó ligeramente. Le sonreí con nerviosismo y busqué a Josephine con la mirada. El joven se percató de inmediato y dijo: -Mademoiselle, usted es nuestra primer clienta el día de hoy, si está buscando a alguien le recomiendo que tome asiento y espere.- acto seguido se ruborizó y bajó la vista. -Te agradezco mucho, una chica tomará el café conmigo. Iré a sentarme al fondo, cuando llegue le dirás que la estoy esperando- agrgué sonriendo para intentar mitigar su vergüenza. Caminé hasta la última mesa, apenas iluminada por la calidez de los faroles y esperé.

por **Josephine Canterville** Jue Ago 02, 2012 7:15 pm

Tengo una gran e infalible cualidad. Desde pequeña podía sentir a los demás de una manera distinta, algo que era incapaz de explicarme entonces. Sin embargo, al ir creciendo, comprendí que ese don -por llamarle de alguna forma- me proporcionaba una visión diferente de las personas, algo que solamente yo podía ver. Presentía cosas, y esas cosas resultaban ciertas. En el antiguo imperio, mi capacidad fue explotada por mi padre durante años para obtener completo beneficio sobre sus oponentes y sobre las personas que intentaban quitarle el poder haciéndose llamar amigos. Luego de mi transformación, esa capacidad se magnificó abruptamente, y me hizo casi indestructible.
La noche que acudí por vez primera al Palacio de Montmartre lo hice por negocios. Sin embargo me llevé una grata sorpresa al conocer a la joven Renata, la hija del Conde, quien de inmediato me cautivó no solo por la belleza, sino por todas aquellas cosas que escondía en su interior, y que yo desvelaba, palabra tras palabra. Conprendí al instante lo complejo de su pensamiento -a decir verdad demasiado lógico para su corta edad- y puede ver en ella a una auténtica Reina. Aquella noche le conté todo sobre mi, y le juré que le ayudaría a obtener aquello que su corazón más anhelaba.
Los años pasaron, pero jamás corté comunicación con ella. Cuatro años después de su boda, Emanuelle Di Gennaro acudió a mi. Ví la cobardía en sus ojos. Él deseaba algo que solo yo podía darle. Le atendí de la manera más cortés que pude, dentro de lo mucho que me desagradaba su compañía, pero le aseguré que no volvería vivo a Italia si volvía a buscar e incluso a hablar sobre el tema. “Vete de aquí Emanuelle, y no vuelvas a intentar tomarme por idiota, pues tengo más de dos mil años y no hay nada que tú puedas hacer para persuadirme en tu propósito”. Tiempo después recibí una carta de Renata, una súplica desesperada y comprendí que me necesitaba. Sin embargo debía reflexionar. Volví a tener noticias suyas antes de haber tomado una decisión, pero ya era demasiado tarde para andarse con rodeos, así que le escribí y partí de inmediato a París.

El viaje se me hizo eterno, las millas que separaban Londres de París parecían interminables. Sin embargo el tiempo apremiaba. -¿Por qué desea venganza, si bien sabe que la venganza toma el corazón y lo va destruyendo poco a poco, como la virulenta peste? -pensaba apenada. Me gustaba la idea de que Renata fuese inmortal, y quizá, como ella creía, era la única forma de que consiguiera lo que quería. Pero no era una decisión que pudiera tomarse a la ligera, ni mucho menos que estuviese alimentada por la venganza y el desamor. Miré para afuera y a lo lejos encontré las luces de la ciudad, que aún dormía. Eran las cinco de la mañana entonces, y el sol comenzaba a asomar tímido pero con fuerza por el horizonte anaranjado. Unas nubes grises y espesas se alejaban hacia el norte, al parecer, los franceses había recibido una buena llovizna la noche anterior. La luna aún se hallaba en lo alto del cielo, como esperando ver a su amado durante unos segundos. Por fin el cochero anunció que estabamos en París. Antes de dirigirme al lugar de encuentro, le pedí que me llevara a la mejor perfumería de la urbe, donde adquirí unos cuantos perfumes, por los que pagué una fortuna. Caminé por las calles hasta llegar a una esquina, desde donde divisé el letrero de madera del café L'Blanc. Aquel café había sido testigo de numerosos encuentros, pero esta vez era distinto. Cerré los ojos y respiré. Café, perfumes, sangre. Renata estaba adentro. Sonreí y apresuré el paso. Al entrar un joven mozo se acercó sonriente. -Bonjour mademoiselle, la están esperando- dijo con aire confiado. Lo miré un instante, inmutable, con los ojos fríos como rocas. -Lo se, ve a traerme un café con whisky- le dije sin dejar de verlo. -Enseguida madame- respondió y al instante se perdió entre las mesas. Caminé guiándome por el sonido de los latidos del corazón de Renata, que parecían ir al compás de la música que sonaba en algún rincón del establecimiento. Al fin la divisé, al final del salón. Ella alzó la vista y sonrió. Su semblante había cambiado mucho desde la última vez que nos habíamos visto, parecía haber perdido ese dulce rastro de inocencia. Tenía la mirada serena pero severa. -Estirpe de Reyes- pensé, mientras nos fundíamos en un abrazo.

-¡Cuánto te he echado de menos!- dije mientras saboreaba en silencio el calor de su sangre.

por **Renata Della Rovere** Vie Ago 03, 2012 12:09 am

Las horas pasan lentas cuando ansías demasiado algo. Efectivamente Josephine estaba logrando que mi espera comenzara a transformarse en copas de un Pineau des Charentes. Observé de reojo el gran reloj de péndulo que custodiaba amenazante en la penumbra de la habitación; llevaba más de una hora esperándole. De tanto en tanto notaba que el joven que me había servido me echaba miraditas curiosas, incluso con cierto nerviosismo e intranquilidad y que el dueño del establecimiento se sumaba a la molesta tarea. ¡Allí ellos!, estaba impaciente y felíz. De pronto sentí la puerta abrirse; unas campanillas colgaban del marco y cada vez que ésta se abria era delatada por el su infernal sonido.
-Es ella- pensé y tragué saliva, intentando contener la respiración, como si aquello pudiera permitirme descifrar quién acababa de entrar. Una robusta columna de madera me impedía observar la entrada, así que me revolví un poco en la silla y me contenté con esperar. De pronto sentí que los pasos del recién llegado se acercaban. Mi corazón comenzó a latir con rapidez, sabía que era ella. No solo el volver a ver a una vieja y querida amiga me inflamaba de emoción, sino saber que esa mujer que se sentaría en mi mesa y compartiría una plática conmigo era ella, la Emperatriz Romana más cruel que la historia haya conocido jamás. Y por fin la divisé. Su esbelta figura, recortada contra la luz mortecina de los faroles detrás de ella, alta, la cintura perfectamente delineada por un corsé color crema, su flamante cabellera rubia, como una cascada de oro derramándose sobre los hombros, y sus inolvidables labios. Unos labios que no solo atraían por su grosor y sensualidad, sino porque dejaban salir todo el tiempo las palabras más cautivantes que cualquier mortal pudiese imaginar. Me levanté lentamente y fui en su encuentro. Sus brazos, delagados pero fuertes, me envolvieron en la calidez de un abrazo que me recordó instantáneamente lo mucho que la necesitaba junto a mi.

-¡Cuánto te he echado de menos!- dijo mientras tomaba mis manos entre las suyas. Era increíble saber que esa mujer había visto pasar ante sus ojos más de diez siglos de historia. Me sentía tan pequeña e insignificante, pero no era un sentimiento malo, sino que lograba que quisiera saberlo todo, avivaba en mi la flama de la curiosidad.

-Pues yo también te he echado de menos Josephine- y ni te imaginas cuanto. Sentémonos, tenemos mucho de que hablar le dije sonriendo. Tomamos asiento e instantáneamente Josephine se sirvió una copa. -¿Qué tal ha ido el viaje?, seguro estás muy cansada -dije mientras la observaba. Era fina y delicada en sus movimientos, pero tan ágil como un felino. Me miró con sus ojos fieros y le dió un trago al Pineau des Chantes. -¡Algún día aprenderás de bebidas!- dijo dejando la copa vacía sobre la mesa y dando una carcajada. Nos reímos durante un rato, hablando de nimiedades, como dos chicas corrientes sin mayores preocupaciones, sin que ninguna se atreviera a dar el paso decisivo y aventurar la conversación en los senderos más peligrosos.

por **Josephine Canterville** Vie Ago 03, 2012 2:44 pm

La calidez de su cuerpo me embriagó, me cubrió de pies a cabeza como un manto y en el seno de su regazo de pronto me sentí protegida. Eran esas sensaciones extrañas, y algunas veces alocadas las que hacían que mi amor por ella fuese tan único, tan inmaculadamente puro. Ella representaba todo lo que yo jamás había sido, ni podría ser. Tenía tanta vida y tanto para dar que me apenaba profundamete su deseo de morir. Nos sentamos en aquel rincón olvidado, que parecía haberse detenido en el tiempo al son de una melodía medieval que sonaba lúgubre en otro punto del salón. Sin mirar cogí la botella y me serví un poco. Le dí un sorbo rápido, desesperado. Aquello sabía horrible, además de no tener sentido en lo absoluto, ya que lo único que podía calmar esa sed destructiva era la sangre. El gesto de Renata al contemplar mi desaprovación fue tan gracioso que me arrancó una carcajada. Nos reímos, y yo aproveché la ocasión para hablar de las tonterías del viaje, y un sinfín de otros asuntos supérfluoso. Podía sentir la tensión creciente, latente esperando el mínimo descuido para aflorar.
Miré hacia el mostrador y llamé al sirviente con la mano. Si ibamos a hablar de los asuntos que nos concernían de verdad, pues no quería que nadie nos interrumpiera. El chico se acercó, dubitativo. -Tráeme una botella de tu mejor champán- dije y aproveché para colocar en su mano sudorosa una generosa propina. El pobre corrió como alma que lleva el diablo y segundos después nos dejó el champán en la mesa. -Ahora vete y no regreses hasta que te llame- agregué y le dí un empujoncito para que entendiera bien la orden.
Renata me miraba en silencio. -No soy una maníaca, si eso es lo que estás pensando ma cherie- le dije guiñándole un ojo mientras servía la bebida. -¡Cómo osas decir eso!- contestó ella riendo -Nunca pensaría así de ti, no sería digno de mi educación- sostuvo ella. En un gesto casi involuntario tomé sus pequeñas y tibias manos entre las mías. Su contacto me recordaba como se sentía vivir. Opté por tomar la iniciativa y mirando dentro de sus ojos turbados y de su alma intranquila le dije; -Oye, no quiero sonar precipitada, pero tenemos que hablar, y cuanto antes mejor. Emanuelle me ha enviado una carta desde Roma, y tu me has pedido que... pues ya sabes que. Son demasidas cosas y yo estoy en el medio de ellas, sabes que no me siento cómoda en esa posición. Necesito que lo resolvamos, Renata- Cuando hube acabado sentí que liberba un enorme costal de rocas que venía cargando sobre los hombros desde Inglaterra. Necesitaba que ella comprendiera mis razones, y que una vez más, la guerrera que yacía muy profundo dentro de ella despertara con ansias de poder.

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