El hada maldita.

6 mesesde viviren la hipocrecia que su hermana Caroline, la segunda más
joven de las mujeres, le había impuesto. Había sido Londres la ciudad de residencia temporal mientras Stephanie se reponía de la reciente muerte de su madre. El palacio real, su lugar de estadía, pues Caroline formaba pareja con un Duque que tenía estrecha relación con la corona y sus servicios como consejero era necesaria de forma permanente. No podía negar que habían sido seis excelentes meses, que las fiestas, el alcohol, el glamour, y todo lo demás seducían a la lastimada dama. Pero esa vida solo servía como una buena anestesia a su dolor.

Seguía sintiéndose igual que cuando había llegado a Londres, desgraciada, vacía. Sin más, una tarde dio las gracias a sus anfitriones, para después pedir que guardaran sus cosas porque volvía a París. A vivir sola. Caroline y Enrique –su marido- se negaron de inmediato pero Stephanie logró convencerles que estaría bien en París.
Y así fue como llegó hasta el piso donde había crecido. Siempre le había parecido pequeño el hogar para sus interminables juegos, pero ahora… ahora le era tan grande. Se sentó a los pies de la ventana viendo a la gente pasar. Una de las ventajas de que el piso estuviera en el centro de la ciudad. Habían llegado un sinfín de invitaciones de todas clases, pero había rechazado todas. No tenías animos de ir por ahí con una cara fingida escuchando aburridos alagos y demás cosas que el protocolo requería… sin embargo…

- Madame… ¿Necesita algo? –interrogó una mucama al servicio de la familia Von Lovett.

- Alistame el vestido azul de gala y avisa a Hernan que preparé el carruaje…
La mucama afirmó con la cabeza mientras se retiraba de la sala de estar donde se encontraba la señorita de la casa.

La menor se dedicó a asearse y embellecer su persona para la faena nocturna. Qué sino era bien visto que una dama anduviera sola por la noche, no era problema, pues había encontrado la solución a su problema. Una discreta y elegante nota, escrita a puño y letra por la propia señorita Stephanie. En la cual se había rociado “sin querer” un poco del perfume personal de la dama… y fue enviada de inmediato a una de las casas más distinguidas de toda la aristocracia francesa.

Seis de la tarde y Damian Florenceville tocaba educadamente la puerta de la residencia Von Lovett, con una nota de la señorita de la casa en el bolsillo invitándole a pasar una “velada” en una “agradable” taberna muy conocida entre los caballeros de clase alta de París. La invitación y el lugar a visitar eran inusuales, pero ¡Cómo Sir Florenceville iba a Madame Von Lovett? Sí la soltería y la fortuna de la muchacha era uno de los temas contemporáneos del momento dentro de los círculos de caballeros franceses. Un tema a discusión por demás favorito.

- Sir Damian, es un placer que pueda acompañarme… debe disculpar por la invitación tan apresurada –rezó Stephanie cuando estuvieron arriba del carruaje que los llevaría hasta su destino. Pero el caballero estaba enternecido por la ostentosa joya que usaba la mujer en el escote pronunciado de la mujer.

- ¿Decía algo, Madame? –preguntó al darse cuenta el hombre que la chica lo miraba de forma fulminante.

- Nada… -suspiró la castaña mientras el transporte se detenía a las puertas del destino. El primero en bajar fue el caballero, para después ofrecer la mano a la señorita.

Entraron sin más ceremonia. Y ésta llevó su mirada de aquí a allá buscando conocidos, y los hubo. Sir Tomas, Barón Richard, Duque Crowell y Sir Raven, todos ellos jugadores empedernidos, quienes al topar mirada con la señorita rápidamente hicieron lugar para un jugador más. Eran conocidos de antaño desde que el padre de Stephanie la llevaba a la misma taberna para que aprendiera a jugar con más de un oponente. Era una faena que hacía una vez cada dos semanas o algo así, justo igual como cuando las damas iban a tomar té. Basura. Era mejor el pocker.

- Madame Stephanie, un gusto tenerla de vuelta –habló Tomas, un ingles bastante molestó pero para los ojos de la dama era un camarada más.

- Lo sé, extrañan los señores que me llevé su dinero –advirtió elegantemente la chica mientras cogía lugar en el asiendo que le ofrecían. Todos empezaron a reír y Damian, el acompañante de Steph, simplemente se resignó a sentarse lo más cerca que pudo de ella.

La mirada de Damian saltaba la vista asustado de un lado a otro. Ya que aunque había puros caballeros de sociedad, el ambiente era ligeramente pesado. Había muy pocas mujeres, y las que habían eran “damas de compañía” de los hombres importantes de la ciudad. El humo danzaba alrededor de todos y el tildar de los brindis como las carcajadas resonaban por debajo del ronco chillar de un violín que era tocado de forma animosa por una hermosa mujer, muy francesa.

Cuando Damian llevó su atención hasta Stephanie, ésta ya jugaba con un cigarrillo entre los labios. Pero sin perder esa gracia y elegancia que tanto caracterizaba a la más joven de la familia Von Lovett. El acompañante se dio por caso perdido y comenzó a beber sin mesura, ya estando encorreado quizás podría unirse al ambiente animado…