Allí donde se queman los libros, se acaba por quemar a los hombres.

por **Aredhel Darbauchet** Mar Ago 28, 2012 11:22 pm

El portazo que su madre dio, fue como la firma a una sentencia de muerte y enjaulamiento, que resonó hasta lo más íntimo de su ser. Los muebles, incitados por el brusco movimiento, rechinaron sobre sus patas, los espejos temblaron asustados y las llamas débiles de las velas vieron sus vidas extinguidas. Y ella estaba allí, en medio de la nada y del todo, con su cabeza convertida una vorágine de ideas, gritos, pensamientos, amenazas y despedidas. Las ventanas permitían que ingresaran a la habitación los vestigios de la última noche de verano en el viejo mundo, lo cual era casi como una ironía ¡precisamente ese día, se convirtiera en el día de su condena sin juicio!

El tic tac del reloj sonaba como una cacofonía, apuñalándola lentamente con cada sonido, con cada movimiento de las manillas. Tic, tac, tic, tac… las cortinas se arremolinaban salvajemente, el viento aumentaba su ritmo, su cabeza aun bailaba en la rabia. La brisa secaba las lágrimas que caían una tras otra, sin esfuerzo, sin mueca, sin conciencia. La respiración agitada, inundaba la habitación, ahora a oscuras, ni siquiera iluminada con la luz de la luna, abandonada por los nuevos y los viejos dioses.

Tic, tac. Tal vez cuanto rato se había quedado en aquella posición, mirando al vacío. Y si no hubiera sido por los espasmos extraños que recorrieron su cuerpo, se habría quedado allí para siempre.
Se dejó caer, sobre el suelo. Y el sonido de su peso muerto lleno no solo la habitación, sino también el hogar. Se golpeó fuertemente, azotó su humanidad – o lo que quedaba de ella- y ni aun así, fue capaz de abandonar el estado catatónico en que su madre la había dejado. Sintió como un líquido caliente empezaba a abandonar su cuerpo, y cubría la parte posterior de su cabeza. Un leve palpitar cubrió la zona afectada. Dobló el brazo, y con sus dedos largos, blancos y delgados, toco el líquido vital. Subió la mano y la observó, aunque no veía más que penumbra. Algo mojado cayó sobre su rostro, y luego se deslizo nuevamente hacia el suelo.

Tic, tac. La sangre aun la abandonaba, al igual que las lágrimas. Allá afuera, el viento traía consigo el rumor de los corceles llegando al hogar. La voz de su madre, de su carcelera y asesina, se elevaba como una ponzoña, como un veneno penetrante y fatal. Cerró los ojos. Se entregó a la ira asesina y al sueño, y allí mismo, en el suelo cubierto de sangre, abandono ese plano terrenal por unas horas, para sumergirse en la maravilla de la venganza y la muerte. En la maravilla de ver los miembros de su progenitora dispersos a sus pies. En la maravilla del sentimiento de la libertad, inherente e inmerecida para el ser humano.

El sol golpea su rostro. La quema, y se gira en su cama, tapándose con las sabanas. Escucha suspiros de alivios, recomendaciones de cataplasmas y ungüentos. Despedidas y hasta luego. Abre un ojo escondida, espera que todos se vayan y suspira aliviada. Se incorporó con dificultad en la cama, y giro su cabeza hacia la derecha, viendo su reflejo en un espejo de cuerpo entero. Se veía más delgada y pálida de lo normal, y una venda, poco sutil, cubría su cabeza. En la parte de la nuca aún estaba manchada con sangre fresca.

Aredhel estaba tremendamente aturdida. No entendía nada de lo que había pasado anoche, ni de lo que pasaría hoy, ni mañana. Solo sabía que por seguir sus instintos y deseos, había sido condenada a la soledad, a la rectificación de errores que no eran errores, a abandonar todo lo que creía y lo que amaba. Se levantó tambaleante de la cama, y se acercó a su librero, pasó sus dedos con cuidado por los lomos, acaricio los nombres y las letras. Si los dejaba allí, su madre se desharía de ellos, pero ¿qué podía hacer? Tenía tajantemente prohibido abandonar la finca familiar, y no se sentía capaz siquiera de dar dos pasos. Así que selecciono obras de Platón, de Da Vinci, Kant, Burke y Lamarck, entre otros, y lo escondió por todos los recovecos de su habitación. Entre los vestidos sin usar, los maquillajes sin utilizar, entre tablas sueltas, cajones sin abrir.

Sintió los pasos hacia su habitación. Salto a su cama, y se hizo la dormida nuevamente. Sintió pasos invasores, pasos bruscos y hoscos, seguido de otros cobardes y suaves. Escucho las instrucciones – Llévense todos los libros- y con una punzada en el pecho, y un nudo en la garganta, miro de reojo como los trabajadores ignorantes, asalariados e interesados, desprendían una parte de su alma con dedicación. Fueron unos minutos que parecieron años, años que parecieron siglos, y siglos que ni siquiera tenían una medida de comparación coherente.

Aredhel abrió los ojos con pavor, y vio a su madre sonriéndole al frente de la cama- Solo lo hago porque te amo- escupió con mentira. Se acercó a Aredhel y le beso la frente con cariño fingido –Ya me lo perdonaras-

Tic, tac. El sonido de la puerta cerrándose. Fueron minutos los que le costó a Aredhel reunir el valor para girar el rostro hacia su librero. Cuando lo hizo, tan solo presencio la imagen más desoladora a la que había tenido que enfrentarse en su vida.

Se lanzó con fuerza en contra de la cama y lloró nuevamente en silencio. A pesar de que en su hogar había muchísimo ruido, y que en la calle también se escuchaba la evidencia de la agitación, Aredhel sentía que estaba todo en silencio, como si hubieran enmudecido al mundo. Su visión dejo de distinguir colores, y de pronto, todo era blanco y gris. Ni siquiera era capaz de distinguir los olores que llegaban hasta su habitación, y después de todo, tal vez era mejor, sino, hubiese sentido el olor de los libros quemándose en el jardín de rosas.