Los lazos del destino. {Flashback | 16 años atrás}

Ya hacía mucho tiempo que nadie le decía a Basile lo que podía y no podía hacer. Tenía dieciséis años y se consideraba todo un hombre, se comía el mundo, sus ansias de aprender cosas eran enormes y su madre era consciente de que no podía aplacar esa sed de conocimientos por sí misma. Se resignaba a dejarlo marchar cada mañana en busca de aventuras y a verlo volver cuando tenía hambre o se daba por satisfecho. De vez en cuando ayudaba a su padre en la consulta de cirujano barbero que el hombre tenía en su ciudad natal, pero ya se veía que la parte que más interesaba a su hijo adolescente era la preparación de los remedios y mejunjes que los enfermos se llevaban a sus casas después de la intervención. Bien. A Basile padre no le importaba mientras su retoño siguiera el negocio dándole uno u otro enfoque. ¿Daría dinero en el futuro? Pues adelante.

Por aquel entonces había terminado la educación básica y se disponía a ingresar en el Colegio Francés como alumno de botánica, su verdadera pasión, ya que no había una edad estándar para comenzar los estudios superiores y cada joven llegaba más o menos cuando se le antojaba a recibir educación. La razón de que el muchacho hubiera abandonado Montbard para ir dos días a París era precisamente que tenía que inscribirse en su futura carrera, y una vez terminados los trámites se vio con que tenía unas horas valiosas para explorar a sus anchas hasta que saliera su diligencia la mañana siguiente. ¿A dónde podía ir? La excitación le hervía en las venas y quería descubrir el alma de la ciudad, así que decidió callejear y seguir su instinto, que seguro que lo conducía a algo maravilloso. Se compró unos cacahuetes en un cucurucho de papel y dio unas cuantas vueltas buscando algo que lo sorprendiera.

Al final no se detuvo por haber dado con la octava maravilla del mundo, sino porque divisó a un niño que lloraba entre dos casas y que se veía a la legua que no pertenecía allí. ¿En ese barrio, con esa ropa? Destacaba como un negro en una reunión del Ku Klux Klan, y aunque Basile no tenía ningún instinto paternal se acercó a ver si podía hacer algo por él.

- Hola. - Saludó sacando del bolsillo de sus pantalones un pañuelo de tela que le dio para que se sonara la nariz. - ¿Estás perdido, te puedo ayudar? No soy de aquí pero podemos preguntar. Toma unos cacahuetes.

Le acercó su cucurucho de papel y esperó a que se tranquilizara. Tratar con querubines regordetes y llorosos no era su fuerte, la verdad, pero aquel crío en particular tenía algo que lo ablandaba.

Estupendo, le gustaban los cacahuetes, así que igual podía atraerlo con él como si fuera un perrito y ponerlo a salvo. Al menos llevarlo a un lugar más decente que aquel para que alguien avisara a su familia, porque si seguía esperando en un callejón de mala muerte tenía todas las posibilidades de llevarse un susto. Basile sonrió al verlo usar su pañuelo como si fuera un pequeño caballero, seguramente venía de buena familia. ¿Cómo lo habían dejado irse solo? ¿Y qué demonios era ese idioma? Vaya, eso venía a complicarlo todo, menos mal que al menos conocía el vocabulario básico en francés.

- Papá, mamá y casa. - Repitió él con un acento bastante más presentable que el del crío. - Vale.

Asintió para que el pequeño se tranquilizara como si realmente tuviera un plan, pero estaba igual de confundido que el niño. ¿Cómo iba a devolverlo si no podía entender la mitad de lo que decía? Estaba todavía dándole vueltas a una idea que se fraguaba en su mente cuando oyó que se acercaba alguien más, y esta vez sí parecía de la fauna autóctona de aquel tipo de callejones poco recomendables. Era un pobre hombre más borracho que una cuba que seguramente tendría bastante con intentar andar en línea recta, pero bastó para que el crío se atemorizara y se agarrase a su chaqueta como si le fuera la vida en ello. Basile lo miró y el crío miró hacia arriba.

- Eres muy gracioso, ¿sabes? - Sonrió de nuevo. - Anda, vamos.

Le dio unas palmaditas amistosas en la cabeza y por poco se queda pegado con toda esa gomina. ¡Jesús! Vaya forma de acicalar a un niño tan pequeño. Meneó el cucurucho de cacahuetes delante de él como si no fuera más que suficiente que lo tuviera agarrado como una lapa para que se moviera cuando Basile echó a andar. Parecía que lo estaba atrayendo como a los osos a una trampa, pero esperaba que no se molestara. Nunca había estado tan cerca de un crío sin supervisión adulta.

- Buscaremos a alguien que hable tu idioma y después... ¿Qué idioma hablas?

Ese era el primer punto a solucionar. Echó a andar con el pequeñuelo, acercándole el cucurucho de frutos secos de vez en cuando porque se veía que estaba demasiado bien educado como para pedir más.

Genial, no entendía ni torta de lo que decía el niño y seguramente ocurría también a la inversa, porque no le había dicho qué lengua hablaba y así les iba a ser más que difícil dar con un intérprete provisional. Basile frunció momentáneamente el ceño viendo cómo su fantástico plan se desmoronaba. Le dio más cacahuetes mientras hacía tiempo, acostumbrándose bastante bien a tener que caminar con esas manitas agarradas a los bajos de su chaqueta. Le daba de vez en cuando palmaditas en el pelo no solo para tranquilizarle, sino porque - para qué mentir - le gustaba hacerlo. Los críos eran bastante graciosos, quién se lo iba a decir a él.

- ¿Hablas alemán? - Preguntó vocalizando mucho. - ¿Español, galés, inglés, ruso?

Necesitaba alguna indicación y esperaba que el niño hubiera podido reconocer su lengua entre todas las que el futuro boticario había enumerado. Como el pequeño ya no estaba llorando Basile reparó en que tenía unos ojos azules enormes que seguro que en el futuro traerían locas a las chicas. Se lo habría dicho pero no le iba a comprender, así que lo dejó correr. Cuando entre los dos se terminaron los frutos secos tiró el cucurucho de papel vacío en una cesta de basura del patio de una casa particular y siguió andando como si nada. Ahora habían salido de la peor parte del callejón y estaban cerca de una plaza donde se oía música y jolgorio. Las hogueras le hicieron pensar que los zíngaros estaban de espectáculo, pero eso le creó emociones encontradas: por un lado esa podría ser la aventura que buscaba, y por el otro había recibido órdenes estrictas de parte de varios adultos de no acercarse a los gitanos porque eran todos unos ladrones y mala gente. ¿Cómo iba a meterse en medio de su campamento con un niño rico?

- ¿Te gusta? - Le preguntó, haciendo un bailecito breve para que el crío entendiera a qué se refería. - Bueno, supongo que podríamos echar un vistazo... pero tienes que ser sigiloso. Shhhhhh. - Se puso un dedo sobre los labios para que comprendiera.

Igual se estaba metiendo en un lío gordo, pero Basile Grushenko no se caracterizaba por tener buen juicio ni por tomar opciones sensatas. Allá que se dirigió con el pequeño Vaël agarrado de la mano, como si fuese su hermano mayor. Se sentía extrañamente responsable de la suerte del menor y se preguntó si ocurriría eso con todos los críos.

Qué bien, ya iban avanzando. La capacidad de resolución de problemas de Basile era bastante limitado porque solo tenía dieciséis años y porque casi nunca había salido de Montbard, pero en aquella época los muchachos crecían más rápido y se les asignaban responsabilidades más pronto. También la gente moría más joven, así que en realidad el aprendiz de boticario se podía considerar casi un adulto primerizo. O eso se repetía él mientras se veía en la coyuntura de tener que cuidar de aquel niño que le había caído del cielo y al que tenía el deber de llevar con sus padres.

- Inglés, ¿eh? - Repitió. - ¿De dónde eres?

No sabía si aquella frase estaría entre las que conocía el niño, pero por si acaso la planteó despacio y separando las palabras porque estaba claro que algo de francés sí chapurreaba. Qué ejemplar más curioso. A las gitanas del circo también se lo debía parecer porque los miraban bastante, así que su plan del sigilo para pasar inadvertidos se estaba yendo al garete a pasos agigantados. Una mujer le preguntó incluso si eran hermanos y comentó que Vaël era una ricura.

- No señora, me lo acabo de encontrar, estaba perdido y solo habla inglés.

Cuando a la zíngara se le pasó el ataque de risa por haber sido llamada 'señora' le dijo que allí había un domador de tigres que hablaba un poco de ese idioma porque lo habían recogido en un circo de Surrey. Basile había estudiado geografía en el colegio y supo ubicar mentalmente más o menos el condado, les valdría.

- ¿Has oído? Hay un hombre aquí que nos va a ayudar. - Sabía que el crío no entendería ni la mitad pero se veía en la necesidad de informarle para que fuera consciente de sus progresos. - Solo tenemos que... ¿Hola?

Se dio cuenta de que hacía un rato que Vaël no le estaba prestando atención. Tenía los ojos azules enormes fijos en un grupo de gente vestida de vivos colores que interpretaban una danza complicada en torno a un par de escupefuegos que se sabían bien su papel. Basile reconoció que era un espectáculo fascinante, así que se acercó a ellos sin soltar en ningún momento la manita pequeña que lo agarraba como a la última cantimplora en el desierto. El olor de la comida asándose despertó el interés del crío, y es que viendo sus mofletes estaba claro que lo alimentaban bien y a intervalos regulares. Se notaba que no había pasado hambre en la vida e igual ahora llevaba horas perdido, el pobrecito. Basile metió la mano libre en su bolsillo y sacó unas monedas. Eran todo lo que le quedaba para posibles contratiempos en su viaje de vuelta a casa, pero decidió arriesgarse y se los mostró a otra de las mujeres del campamento.

- ¿Puedo compraros con esto algo de lo que estáis cocinando? - Señaló con la cabeza al niño y la mujer comprendió, cogiéndole las monedas y volviendo al poco tiempo con una escudilla llena de un guiso que Grushenko no identificó. - Anda, vamos a cenar y al menos te devolveré a tu casa con un aspecto más presentable.

Se sentó en el suelo cerca de los gitanos que bailaban y le acercó el plato y la cuchara al niñito inglés, sonriendo como aliciente para que se atreviera a probar.

Basile, por desgracia o por fortuna, no vio a aquel hombre que había inquietado tanto al pequeño inglés. Estaba siguiendo la melodía de las flautas dando golpecitos involuntarios en el suelo con un pie, como si quisiera unirse al baile, y solo dejó de hacerlo cuando se sentó a darle la cena al niño como si estuviera realmente a su cuidado. Igual en el futuro tendría retoños y le tocaría hacer eso mismo con comida que les prepararía su mujer, la señora de Basile Grushenko hijo. No solía pensar mucho en si se casaría porque ya apuntaba maneras: a sus dieciséis años había tenido su primer encuentro íntimo apresurado en un granero con una muchacha de Montbard y se creía tan hombre que dudaba que pudiera atarse a una sola de todas las exquisitas doncellas que poblaban el ancho mundo. Vaël dijo algo en su lengua extraña y el boticario en potencia lo miró sin entender hasta que el crío prácticamente le metió la cuchara en la boca.

- No no, no te preocupes, está bien... Bueno vale, te cojo un poco.

Seguro que si le decía que no el pequeño le ponía el guiso en la lengua a la fuerza, lo veía más que decidido. Basile comió un poco y lo encontró muy sabroso, fue capaz de identificar por el sabor cuatro de las especias que llevaba la escudilla pero no más. Sonrió y puso el pulgar hacia arriba, un gesto que suponía que el niño - fuera de donde fuera - interpretaría como que estaba rico. Le hizo gracia ver todo el proceso que había tenido que llevar a cabo el inglesito para poder sentarse a comer, parecía que llevaba tanto almidón en la ropa que cualquier mínimo gesto necesitaba planificación. Grushenko le cogió con delicadeza la manga de la camisa y luego el camal del pantalón y se frotó entre sí los dedos pulgar e índice de la mano derecha, indicando que parecían buenas prendas y caras. No como las suyas.

- Me pregunto de dónde habrás salido. - Le dijo mientras lo veía comer. - Te estarán buscando como locos.

Obedeciendo a un impulso alargó la misma mano y le pellizcó un moflete, riéndose de su propia ocurrencia y esperando que al crío no le hubiera molestado. Era muy adorable.

Le hizo gracia también que se pusiera rojo con aquel pellizco, casi se sintió culpable por haberlo avergonzado. Es que era un niño muy gracioso y no podía evitar comportarse así con él, como si fuera una de esas personas a las que los críos les despertaban ternura cuando en realidad nunca había sido así. No era tampoco que le dieran asco, pero veía a los pequeños igual que a los adultos, solo que en envase pequeño. Aquel inglesito fino le parecía en cambio muy mono, le gustaba saber que estaba siendo capaz de cuidarlo. Basile no sabía que aquella no era la última vez que se enorgullecía de sí mismo por poder proteger a Vaël.

El campamento gitano tenía un efecto extrañamente sedante en su humor pese a ser la viva imagen del jolgorio y la fiesta. La música estaba alta y todos danzaban frenéticamente, aunque coreografiados, por no hablar de los escupefuegos que representaban un papel peligroso a la par que fascinante. ¿Cómo era posible que ese ambiente le tranquilizara? Pero así era. Se levantó a bailar con la gitana y con el niño como si hubiera ido expresamente a París para eso, como si lo estuviera soñando. En un momento dado incluso le pareció que se despertaría a la mañana siguiente en las habitaciones de la posada donde estaba alquilado y que se daría cuenta de que ni el crío ni los zíngaros habían existido.

Miró hacia abajo, a la carita sonriente del pequeño, cuando le pidió que bailara con él. No le molestó que se subiera sobre sus zapatos, todo lo contrario, le enterneció aún más. No era difícil para él seguir el ritmo que marcaban los gitanos y dio vueltas y vueltas entre otras parejas con ese joven inglés que significaría tanto para él en el futuro. Pero ahora no podía saber que esa no sería la última vez que lo abrazaría, así que el momento no tenía nada de solemne, aunque sí era divertido a rabiar. Basile acarició el pelo del niño cuando se acercaron a los tragafuegos para que no tuviera miedo, aunque seguro que no lo tenía. Los críos se entusiasmaban mucho más que los adultos con aquellas cosas, porque los mayores solo tenían palabras de precaución y se olvidaban de disfrutar.

- Apuesto a que no te has reído tanto nunca. - Le dijo sabiendo que no le entendería.

Pero es que era la viva imagen de la felicidad con el pelo un poco alborotado, las mejillas enrojecidas y la sonrisa de oreja a oreja, por no mencionar el brillo de sus ojos. No sabía nada de su vida pero Grushenko deseó que aquel inglesito pudiera ser siempre así de feliz, como en ese momento.

Basile caminó todo el tiempo detrás de aquel hombre tan alto que, aunque no quisiera admitirlo ni muerto, le daba un poco de miedo. En teoría iba a conducirles a ambos hasta donde estaba la familia del niño que había encontrado unas horas antes perdido en un callejón, pero como buen adolescente de su época Grushenko tenía sus reservas contra cualquiera de la raza de los zíngaros. Por más que uno intentara no dejarse llevar por prejuicios ni apariencias es complicado crecer con unas ideas propias construidas totalmente a base de experiencias personales y no fundamentadas en absoluto en lo que se lleva en la sociedad. Basile se había criado oyendo que los gitanos eran gente de la que debía uno cuidarse, y ahora estaba solo con un pequeño que saltaba a la vista que era de buena familia y uno de esos... parias circenses. Suspiró de modo inaudible. ¿Qué iba a hacer si el propósito verdadero del porteador era retener al crío y pedir un rescate? Por supuesto no le convendría nada que el futuro boticario estuviera allí, así que se libraría de él sin el menor reparo. ¿Iba a morir allí como un perro, en una ciudad extraña, lejos de su gente y con toda la vida por delante? No parecía una perspectiva muy alentadora y por eso se mantenía un par de pasos siempre por detrás del otro. Nunca se sabía cuándo podía necesitar echar a correr.

Transitaron por lugares que el chico no conocía y por los que no sabría volver a pesar de haber ido todo el trayecto con los ojos bien abiertos y fijándose en tantos detalles como pudo retener en su memoria. Le llamó la atención la cantidad de boticas cerradas que se veían a los lados de las calles más señoriales, y trató de dilucidar a través de las ventanas el número de frascos ordenados que había en los estantes de las tiendas sin conseguirlo. Le gustaban las boticas porque eran como una pequeña guarida de milagros, bastaba con mezclar los ingredientes correctos y se podía salvar una vida o cercenarla como si no tuviera más importancia que una hormiga a la que se pisotea. Conllevaba una gran responsabilidad.

- ¿Es aquí? - Preguntó visiblemente aliviado cuando se detuvieron. - Vaya con la choza.

No pudo evitar murmurar eso último al observar más de cerca el caserón donde el gitano había trazado su punto final, el destino. Basile se vio de pronto con el niño en brazos y descubrió que pesaba más de lo que había creído, no en vano tenía ocho años y una constitución no precisamente enclenque. Vio alejarse al gitano y se arrepintió de haber dudado de él, sobre todo cuando el pequeño inglés despertó y reconoció el lugar. Basile lo dejó en el suelo y caminaron de la mano hasta salvar los metros que los separaban de la familia del chiquillo.

- Me llamo Basile Grushenko y traigo un niño que he encontrado perdido en las calles al norte de aquí. Dice que su familia está dentro. - Anunció el adolescente al lacayo de la puerta, que les pidió que aguardaran y luego entró en la mansión. Basile se volvió entonces a Vaël y sonrió. - Ahora vienen tus padres. Cuídate y no te vayas a perder más, ¿eh?

Le iba a dar pena perder de vista a ese mocoso tan bien peinado, después de todo.