AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Por quien doblan las campanas {Privado}
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Por quien doblan las campanas {Privado}
Antes de que el acontecimiento tuviera lugar, los rumores ya habían sido lo suficientemente fuertes entre ciertos círculos, uno de ellos el que me acogía, como para resultar, a un tiempo, atronadores y acuciantes, pues urgía una actuación. El chico del que todos hablaban pero cuyo nombre muchos ignoraban respondía al esquema de un cuento muy difundido por la literatura para el pueblo: el de un chico pobre que, de buenas a primeras, descubre que pertenece a la realeza, o al menos a la nobleza. Lo curioso de aquel caso, de igual manera que me había sucedido hacía ya meses con Pierrot Quartermane, era que el chico efectivamente poseía un cargo a su nombre. Descubrirlo era tan sencillo como investigar un poco en las fuentes adecuadas, e incluso efectuar un viaje a la misma Transilvania, cuna de temor ancestral por las criaturas como yo lo era, para descubrir en esa tierra los vestigios de una casa de nobles cuyo heredero había desaparecido después de la caída de la familia por obra y gracia de la Santa Inquisición. Después de averiguar ese detalle que lo cambiaba todo y suponía la diferencia entre un mito más y una historia verdadera, lo único que faltaba era encontrar al chico, y eso fue más difícil, si bien la existencia en el orfanato de su natal Rumania de abundantes descripciones del joven Kharalian aligeró la búsqueda sobremanera... Y voilà, finalmente lo encontré, con la buena fortuna añadida, además, de que él facilitó las cosas al dar muestra de que su memoria por fin de había repuesto y sabía finalmente quién era y lo que se esperaba de él... O, bueno, en realidad eso último no, pues apenas era un joven, casi un niño, que había recibido una educación con muchas lagunas que, desde luego, no le sería suficiente si tenía que administrar una casa condal en su nación natal. Así las cosas, y como mi interés resultaba más que evidente, lo acepté conmigo.
Me convertí en su maestra, en alguien que se encargaba de enseñarle –personalmente si dominaba la materia, como podía ser el caso del latín o el arte, o a través de eruditos que la habían estudiado en otros casos– conocimientos de todo tipo para que abandonara su escasa instrucción y fuera aceptado en cualquier círculo elevado que se preciara de poseer, en su seno, a las más brillantes mentes de la época. Mis motivos no eran del todo egoístas, propiciados por la posibilidad de ganar un contacto en el reino de Rumania que pudiera aligerar y mejorar las relaciones diplomáticas con los Países Bajos, de los que era monarca; en mis razones para hacer aquel despliegue de ayuda se encontraba, también, una curiosidad parecida a la que me había movido anteriormente a hacer algo parecido, así como un espíritu de mecenazgo que en mayor o menor medida siempre me había caracterizado y, también, la compasión. Ese último sentimiento nacía de mi época como humana, de cuando me habían arrancado del seno de mi tribu para venderme como esclava, ya que por eso sabía de buena tinta lo que se sentía al no tener nada de lo que te correspondía por derecho, y en humanos que merecieran la pena, como era el caso de aquel chico, podía permitirme aquella clase de excesos.
Aquella noche, en particular, se cumplían un par de semanas desde que lo hube aceptado. Sus avances, aunque no espectaculares, pues una educación intensiva como la que planeaba con él requería tiempo, eran considerables; ya había visitado a varios maestros que lo empezaban a ilustrar en materias como las matemáticas o la filosofía, mientras que me dejaban a mí los aspectos más relacionados con la cultura y el conocimiento social porque no los consideraban dignos de ser enseñados... ¡Si ellos supieran! Pero, evidentemente, no lo sabían; sus mentes eran tan cuadradas como las estructuras de los silogismos que enseñaban, y era a mí a quien me tocaba poner la parte imaginativa, la artística, la literaria, la social... aunque no me importaba, dado que haber vivido tanto como lo había hecho me proporcionaba un conocimiento mayor que el de cualquier autodenominado experto que, en realidad, no lo era tanto. Por tanto, los deberes de Kharalian, a quien ya se le había enseñado grosso modo la historia de su nación, consistían esa velada en dedicarse a apreciar las mieles del arte no solamente rumano, sino también de todo el territorio a este lado del Atlántico en general, y por eso lo esperaba, antes de medianoche, en el salón principal de mi palacete, donde la mesa estaba puesta para que pudiera cenar mientras tanto. La amplia estancia, decorada con pinturas al óleo de renombrados artistas e iluminada por una hoguera que, en aquellos momentos, mostraba unas llamas casi tímidas, estaba llena de estanterías plagadas de libros, que podía revisar cuando él quisiera porque así yo lo permitía, con la condición de que los cuidara. Me paseé, casi deslizándome, por las suaves alfombras que cubrían el suelo de frío mármol en dirección a una de ellas, y cogí un libro de época medieval, con miniaturas en las páginas dibujadas con todo el esmero por el anónimo monje copista correspondiente a la vista en cuanto lo abrí. Así, con un sencillo vestido del color, entre verde y azul, de mis ojos, inicié la lectura del Libro de Buen Amor mientras aguardaba pacientemente a que Kharalian hiciera acto de presencia.
Me convertí en su maestra, en alguien que se encargaba de enseñarle –personalmente si dominaba la materia, como podía ser el caso del latín o el arte, o a través de eruditos que la habían estudiado en otros casos– conocimientos de todo tipo para que abandonara su escasa instrucción y fuera aceptado en cualquier círculo elevado que se preciara de poseer, en su seno, a las más brillantes mentes de la época. Mis motivos no eran del todo egoístas, propiciados por la posibilidad de ganar un contacto en el reino de Rumania que pudiera aligerar y mejorar las relaciones diplomáticas con los Países Bajos, de los que era monarca; en mis razones para hacer aquel despliegue de ayuda se encontraba, también, una curiosidad parecida a la que me había movido anteriormente a hacer algo parecido, así como un espíritu de mecenazgo que en mayor o menor medida siempre me había caracterizado y, también, la compasión. Ese último sentimiento nacía de mi época como humana, de cuando me habían arrancado del seno de mi tribu para venderme como esclava, ya que por eso sabía de buena tinta lo que se sentía al no tener nada de lo que te correspondía por derecho, y en humanos que merecieran la pena, como era el caso de aquel chico, podía permitirme aquella clase de excesos.
Aquella noche, en particular, se cumplían un par de semanas desde que lo hube aceptado. Sus avances, aunque no espectaculares, pues una educación intensiva como la que planeaba con él requería tiempo, eran considerables; ya había visitado a varios maestros que lo empezaban a ilustrar en materias como las matemáticas o la filosofía, mientras que me dejaban a mí los aspectos más relacionados con la cultura y el conocimiento social porque no los consideraban dignos de ser enseñados... ¡Si ellos supieran! Pero, evidentemente, no lo sabían; sus mentes eran tan cuadradas como las estructuras de los silogismos que enseñaban, y era a mí a quien me tocaba poner la parte imaginativa, la artística, la literaria, la social... aunque no me importaba, dado que haber vivido tanto como lo había hecho me proporcionaba un conocimiento mayor que el de cualquier autodenominado experto que, en realidad, no lo era tanto. Por tanto, los deberes de Kharalian, a quien ya se le había enseñado grosso modo la historia de su nación, consistían esa velada en dedicarse a apreciar las mieles del arte no solamente rumano, sino también de todo el territorio a este lado del Atlántico en general, y por eso lo esperaba, antes de medianoche, en el salón principal de mi palacete, donde la mesa estaba puesta para que pudiera cenar mientras tanto. La amplia estancia, decorada con pinturas al óleo de renombrados artistas e iluminada por una hoguera que, en aquellos momentos, mostraba unas llamas casi tímidas, estaba llena de estanterías plagadas de libros, que podía revisar cuando él quisiera porque así yo lo permitía, con la condición de que los cuidara. Me paseé, casi deslizándome, por las suaves alfombras que cubrían el suelo de frío mármol en dirección a una de ellas, y cogí un libro de época medieval, con miniaturas en las páginas dibujadas con todo el esmero por el anónimo monje copista correspondiente a la vista en cuanto lo abrí. Así, con un sencillo vestido del color, entre verde y azul, de mis ojos, inicié la lectura del Libro de Buen Amor mientras aguardaba pacientemente a que Kharalian hiciera acto de presencia.
Invitado- Invitado
Re: Por quien doblan las campanas {Privado}
¿Cuánto podía cambiar una persona en un par de semanas? ¿Cuántos años, tal vez rezagados, podían venírsele encima para casi demacrarle el alma? El pobre muchacho no acaba de entender aun como las cosas habían acabado así, como su situación lo había llevado a una vorágine de pequeños hechos que desencadenaron aquella catástrofe. ¿Era realmente eso? ¿Una catástrofe? Quien lo viese desde el exterior, con ese sentido común tan típico de quienes miran el escaparate desde el exterior, lo consideraría uno de los muchachos más afortunados de París. Pero él, y probablemente la dama inmortal que lo había acogido, sabían que el asunto era más complicado que un baño en aguas perfumadas y unos ropajes elegantes.
Quizás tampoco se refería a la debida instrucción, sino al hecho de que solo él, y la mujer que había bebido de la fuente de su cuello haciéndole recuperar su pasado, conocían el cuadro completo. Sus manos, que otrora habían estado dañadas y sucias por el fuerte trabajo, ahora sin vestigios de polvo y daño, temblaban con las noches al recordar los fantasmas de la sangre que había ayudado a derramar. Era consciente de todo. De que lo había hecho por su madre, de que aun en su infantil inocencia, había pecado.
No se había cuestionado si se merecía o no lo que le había pasado y lo que le estaba pasando ahora, y era mejor que no lo hiciera porque aquel dilema podría acabar por dinamitar sus esfuerzos por volver a la vida. Lo único que sabía era que su cuerpo, prácticamente vacío, aprendía mecánicamente sobre todo lo que aquella dama ordenase que le pusieran en frente, la filosofía, las ciencias, el conocimiento social, pero el arte, el arte era un asunto diferente. No podía catalogársele como un joven indiferente, tosco tal vez lo había sido antes, pero algo seguía estando mal. Era como si sus emociones se hubiesen congelado en algún rincón, como si su cuerpo se moviese por inercia. Por eso no tenía noción de cuánto tiempo había pasado desde que no era más que otro de los chicos que se veían obligados a trabajar en el mercado de París, por eso no podía comprender ni apreciar el arte, por eso le era imposible sonreír.
Nunca había sido una persona extremadamente apasionada, pero el abismo al que había llegado ahora era aterrador. Podía distinguir entre Haydn, Handel, Mozart y Beethoven, pero no llegar a entender los sentimientos que había detrás de cada pieza, ni los que podían inspirarle a las personas. No podía caracterizarlas, ni definirlas. Motivo que hacía de la música, y el arte en general, la disciplina en la que más había fallado, y probablemente el maestro que con ahínco había intentado hacerle mover las manos con prestancia sobre el piano se había hartado de él, por lo que ahora vaticinaba que iba a ser regañado. ¿Para qué sino lo habría llamado a esta hora? Una en que los inmortales como ella deberían aprovechar de salir al menos a contemplar la luz de las estrellas del ya despejado cielo primaveral.
Tal vez eso no había cambiado aun, era lo poco que había quedado de aquel niño que se esforzaba rebasando el límite de sus fuerzas para conseguir agradar a otros, quizás no agradar, sino más bien no provocarles problemas. Y ahora era la única parte de su esencia a la que de forma inconsciente se aferraba, seguramente conducido por el miedo de volver a olvidar quien era y quien había sido durante esos últimos años. Sí, era eso. No quería olvidar su pequeño altillo cerca del mercado, no quería olvidar a Mara, ni a la inmortal con quien en aquel sucio callejón había contraído una deuda, no quería olvidar al señor Llobregat.
Y es que a pesar de que una y otra vez le habían obligado a asumir que poseía un título nobiliario, que tenía propiedades y bienes que se habían recuperado de las manos de la Inquisición, que tenía derechos, obligaciones, y una nueva vida. Lo único que creía que le pertenecía realmente eran sus recuerdos. Los antiguos y los nuevos. Y temía que le fueran arrebatados de nuevo.
Sus manos algo temblorosas abotonaron las mangas de la camisa, calzaron el pesado abrigo y el resto de la ropa que ya había sido debidamente preparada por quien le había avisado de que era requerido en aquel enorme salón atestado de libros de los más diversos tamaños y encuadernados, de los que apenas y tímidamente hacía uso por el miedo a dañarlos con sus torpes manos. Esa era quizás la habitación más imponente de toda el palacete, y la más apropiada para recibir un regaño de cierta envergadura, o eso pensó.
Suspiró profundamente antes de comenzar a bajar las escaleras, siendo escoltado en todo momento, lo que le imprimía aún más solemnidad a ese encuentro. ¿Las cosas serían así de ahora en adelante? ¿Habría si quiera un “adelante”? Porque el que se siéntese profundamente agradecido por cada una de las cosas que la mismísima Reina de Los Países Bajos había hecho por él, y encantado por la gracia de su raza inmortal, no mermaban del todo el temor reverencial que sentía cada vez que estaba cerca de ella.
Por eso tragó algo de saliva, y se encomendó a su suerte antes de dar un paso en el salón, con la cabeza ligeramente inclinada y mirando el piso, dejando salir apenas una quebrada palabra – Majestad – junto a la reverencia de rigor, y evitando en todo momento un tendido contacto visual con los orbes ajenos por el miedo de ver en ellos la esperada decepción.
Quizás tampoco se refería a la debida instrucción, sino al hecho de que solo él, y la mujer que había bebido de la fuente de su cuello haciéndole recuperar su pasado, conocían el cuadro completo. Sus manos, que otrora habían estado dañadas y sucias por el fuerte trabajo, ahora sin vestigios de polvo y daño, temblaban con las noches al recordar los fantasmas de la sangre que había ayudado a derramar. Era consciente de todo. De que lo había hecho por su madre, de que aun en su infantil inocencia, había pecado.
No se había cuestionado si se merecía o no lo que le había pasado y lo que le estaba pasando ahora, y era mejor que no lo hiciera porque aquel dilema podría acabar por dinamitar sus esfuerzos por volver a la vida. Lo único que sabía era que su cuerpo, prácticamente vacío, aprendía mecánicamente sobre todo lo que aquella dama ordenase que le pusieran en frente, la filosofía, las ciencias, el conocimiento social, pero el arte, el arte era un asunto diferente. No podía catalogársele como un joven indiferente, tosco tal vez lo había sido antes, pero algo seguía estando mal. Era como si sus emociones se hubiesen congelado en algún rincón, como si su cuerpo se moviese por inercia. Por eso no tenía noción de cuánto tiempo había pasado desde que no era más que otro de los chicos que se veían obligados a trabajar en el mercado de París, por eso no podía comprender ni apreciar el arte, por eso le era imposible sonreír.
Nunca había sido una persona extremadamente apasionada, pero el abismo al que había llegado ahora era aterrador. Podía distinguir entre Haydn, Handel, Mozart y Beethoven, pero no llegar a entender los sentimientos que había detrás de cada pieza, ni los que podían inspirarle a las personas. No podía caracterizarlas, ni definirlas. Motivo que hacía de la música, y el arte en general, la disciplina en la que más había fallado, y probablemente el maestro que con ahínco había intentado hacerle mover las manos con prestancia sobre el piano se había hartado de él, por lo que ahora vaticinaba que iba a ser regañado. ¿Para qué sino lo habría llamado a esta hora? Una en que los inmortales como ella deberían aprovechar de salir al menos a contemplar la luz de las estrellas del ya despejado cielo primaveral.
Tal vez eso no había cambiado aun, era lo poco que había quedado de aquel niño que se esforzaba rebasando el límite de sus fuerzas para conseguir agradar a otros, quizás no agradar, sino más bien no provocarles problemas. Y ahora era la única parte de su esencia a la que de forma inconsciente se aferraba, seguramente conducido por el miedo de volver a olvidar quien era y quien había sido durante esos últimos años. Sí, era eso. No quería olvidar su pequeño altillo cerca del mercado, no quería olvidar a Mara, ni a la inmortal con quien en aquel sucio callejón había contraído una deuda, no quería olvidar al señor Llobregat.
Y es que a pesar de que una y otra vez le habían obligado a asumir que poseía un título nobiliario, que tenía propiedades y bienes que se habían recuperado de las manos de la Inquisición, que tenía derechos, obligaciones, y una nueva vida. Lo único que creía que le pertenecía realmente eran sus recuerdos. Los antiguos y los nuevos. Y temía que le fueran arrebatados de nuevo.
Sus manos algo temblorosas abotonaron las mangas de la camisa, calzaron el pesado abrigo y el resto de la ropa que ya había sido debidamente preparada por quien le había avisado de que era requerido en aquel enorme salón atestado de libros de los más diversos tamaños y encuadernados, de los que apenas y tímidamente hacía uso por el miedo a dañarlos con sus torpes manos. Esa era quizás la habitación más imponente de toda el palacete, y la más apropiada para recibir un regaño de cierta envergadura, o eso pensó.
Suspiró profundamente antes de comenzar a bajar las escaleras, siendo escoltado en todo momento, lo que le imprimía aún más solemnidad a ese encuentro. ¿Las cosas serían así de ahora en adelante? ¿Habría si quiera un “adelante”? Porque el que se siéntese profundamente agradecido por cada una de las cosas que la mismísima Reina de Los Países Bajos había hecho por él, y encantado por la gracia de su raza inmortal, no mermaban del todo el temor reverencial que sentía cada vez que estaba cerca de ella.
Por eso tragó algo de saliva, y se encomendó a su suerte antes de dar un paso en el salón, con la cabeza ligeramente inclinada y mirando el piso, dejando salir apenas una quebrada palabra – Majestad – junto a la reverencia de rigor, y evitando en todo momento un tendido contacto visual con los orbes ajenos por el miedo de ver en ellos la esperada decepción.
Mihail Kharalian Balcêscu- Realeza Rumana
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Fecha de inscripción : 08/10/2011
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Re: Por quien doblan las campanas {Privado}
Su mayor problema, según decían, era que no comprendía las implicaciones del arte, los sentimientos que había detrás de las manifestaciones que a él le habían hecho aprender y que diferenciaban tanto como el período una obra románica de una, por ejemplo, romana. La capacidad intelectual de Kharalian no era desdeñable, eso me lo habían asegurado por activa y por pasiva desde que lo había acogido y, por ende, habían empezado a trabajar en su cultura los maestros a los que yo había elegido, pero parecía haber algo roto en él, algún mecanismo que no terminaba de encajar, en términos mecánicos, y que le impedía comprender algo que a mí, personalmente, me parecía básico. Sin embargo, pese a que los maestros vieran aquella limitación como algo punible y me habían pedido, dada mi negativa a que fueran ellos quienes lo hicieran, que me encargara personalmente, no pensaba castigar duramente a Kharalian. Era consciente del brutal cambio al que se había visto sometido, de ser alguien de clase tan ínfima que tenía que valerse de su trabajo para sobrevivir a saberse poseedor de una considerable fortuna arrancada del seno de la Inquisición, y un salto tan brusco en las condiciones de vida podía acarrear, en los sentimientos de las personas, un bloqueo, algo que mostraba lo necesario de un tiempo de adaptación a la nueva situación, sin presiones que pudieran dañar al individuo de manera permanente. Si se tratara de cualquier otro protector humano, probablemente él se habría visto ya obligado a ejercer la fuerza con su joven protegido, pero aquel no era mi caso: yo era una inmortal, poseedora por tanto de paciencia infinita, y era capaz de esperar el tiempo que hiciera falta para que las heridas e inseguridades de su alma cicatrizaran y él fuera quien estaba destinado a ser.
Así, pese a que todo en él pudiera indicar que sentía miedo, no tenía motivos para hacerlo. No iba a presionarlo; al contrario, le daría el margen que necesitara, y por eso no me impacientaría, ya que lo contrario traería sus frutos... en forma de él. Antes de verlo, o incluso oler su aroma a humanidad y a juventud, lo escuché. Llegó hasta el salón en el que yo me encontraba escoltado, y sólo cuando él se presentó dejé el libro en la estantería y me giré en su dirección para encararlo.
– Buenas noches, Mihail. – lo saludé, utilizando su nombre, aquel con el que lo habían bautizado de niño, y haciendo un gesto después en dirección a su escolta para que abandonara el salón. Obedecieron, pese a sus reticencias, aunque de nuevo estaban infundadas porque si no contaban con que dos miembros de la realeza del continente sabrían comportarse con educación y de manera que no hiciera necesaria la presencia de escolta es que no conocían bien a los individuos con los que estaban tratando. Así, él y yo quedamos solos, y de nuevo con un gesto indiqué a mi jovencísimo acompañante que se dirigiera a una mesa, algo alejada de la entrada que él había utilizado, y en la que además de algunos libros y papiros antiguos había una bandeja con alimentos, que él necesitaría pero que yo, por mi condición, no toleraría, salvo quizás por el vino que coronaba la bandeja y que estaba a la espera de ser abierto y bebido por alguien, ya fuera él o yo misma.
– Puede que os preguntéis por qué os he hecho llamar esta noche, o puede que sepáis ya el motivo, pero de todas maneras nunca está de más decirlo en voz alta, ¿no creéis? – comencé, con voz modulada a la perfección para que resultara cálida, amable, hospitalaria incluso, todo con el objeto de que él se sintiera a gusto y cómodo en una situación que, quizá, pudiera resultarle incluso artificial, exactamente lo contrario a mi objetivo inicial.
– Vuestros maestros me han informado de los avances en el aprendizaje de las materias que os han encomendado. Todo resulta satisfactorio, obviando si queréis sus quejas acerca de un ritmo que no estoy dispuesta a dejar que os impongan por ser demasiado rápido para cualquier mente que se dedique al conocimiento. Todo, salvo un aspecto... El arte. Precisamente mi campo preferido es el que más se os resiste. ¿Hay algún motivo de peso que os impida apreciarlo, Mihail? – inquirí, mirándolo a los ojos y deliberadamente buscando su mirada oscura, pero al mismo tiempo cristalina en la representación de sus sentimientos si se trataba de alguien que, como yo, llevaba milenios en el mundo y sabía analizarlos a la perfección. Me levanté de la silla en la que, junto a él, había permanecido sentada, y me deslicé por las alfombras suaves que cubrían el suelo en dirección a apenas unos pasos de distancia de donde estábamos, donde reposaba un cuadro del genio de Caravaggio. Acaricié el marco con suavidad, con cuidado, como si temiera que fuera a romperse si no actuaba con la suficiente delicadeza, y me volví después hacia Kharalian, que me miraba.
– Sé que no se trata de una carencia. Con el aprendizaje adecuado, adaptado a las necesidades de quien lo recibe, cualquiera puede comprenderlo, y me he esforzado en que se os proporcione lo mejor que se puede conseguir en este momento. Pero no os estoy reprochando nada, aunque mis palabras suenen como tales. El hecho es que sé que sois inteligente y podéis apreciar el arte como estoy segura de que se merece, pero hay algo, una traba mental, que os lo impide. Como vuestra protectora... no, como tu maestra, si quieres, me gustaría saber qué es. – le dije, ignorando deliberadamente el voseo con el que lo había estado tratando hasta aquel momento para adoptar un trato mucho más cercano, el que se merecía. No quería ser una figura autoritaria que lo ayudaba por un motivo extraño e impersonal; quería, porque había llegado a apreciarlo, ser su amiga, o al menos alguien en quien pudiera confiar. Quería ayudarlo a que recuperara todo lo que pertenecía por derecho propio, y para eso era indispensable que confiara en mí, pues si no sabía más que a grandes rasgos lo que pasaba por su mente, ¿cómo podía pretender ayudarlo?
– Olvida el protocolo, olvida toda distancia que se pueda poner entre dos personas. No me veas lejana, sino como alguien que se preocupa por ti, en quien puedes confiar... Creo que te he dado motivos para pensar eso, ¿no es así? Quiero ayudarte, quiero que te relajes. Me gustaría escucharte a ti, no lo que tus maestros te han obligado a aprender. – finalicé, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada, de nuevo, fija en él, si bien en aquel momento era abierta, era compasiva... y, sobre todo, era sincera.
Así, pese a que todo en él pudiera indicar que sentía miedo, no tenía motivos para hacerlo. No iba a presionarlo; al contrario, le daría el margen que necesitara, y por eso no me impacientaría, ya que lo contrario traería sus frutos... en forma de él. Antes de verlo, o incluso oler su aroma a humanidad y a juventud, lo escuché. Llegó hasta el salón en el que yo me encontraba escoltado, y sólo cuando él se presentó dejé el libro en la estantería y me giré en su dirección para encararlo.
– Buenas noches, Mihail. – lo saludé, utilizando su nombre, aquel con el que lo habían bautizado de niño, y haciendo un gesto después en dirección a su escolta para que abandonara el salón. Obedecieron, pese a sus reticencias, aunque de nuevo estaban infundadas porque si no contaban con que dos miembros de la realeza del continente sabrían comportarse con educación y de manera que no hiciera necesaria la presencia de escolta es que no conocían bien a los individuos con los que estaban tratando. Así, él y yo quedamos solos, y de nuevo con un gesto indiqué a mi jovencísimo acompañante que se dirigiera a una mesa, algo alejada de la entrada que él había utilizado, y en la que además de algunos libros y papiros antiguos había una bandeja con alimentos, que él necesitaría pero que yo, por mi condición, no toleraría, salvo quizás por el vino que coronaba la bandeja y que estaba a la espera de ser abierto y bebido por alguien, ya fuera él o yo misma.
– Puede que os preguntéis por qué os he hecho llamar esta noche, o puede que sepáis ya el motivo, pero de todas maneras nunca está de más decirlo en voz alta, ¿no creéis? – comencé, con voz modulada a la perfección para que resultara cálida, amable, hospitalaria incluso, todo con el objeto de que él se sintiera a gusto y cómodo en una situación que, quizá, pudiera resultarle incluso artificial, exactamente lo contrario a mi objetivo inicial.
– Vuestros maestros me han informado de los avances en el aprendizaje de las materias que os han encomendado. Todo resulta satisfactorio, obviando si queréis sus quejas acerca de un ritmo que no estoy dispuesta a dejar que os impongan por ser demasiado rápido para cualquier mente que se dedique al conocimiento. Todo, salvo un aspecto... El arte. Precisamente mi campo preferido es el que más se os resiste. ¿Hay algún motivo de peso que os impida apreciarlo, Mihail? – inquirí, mirándolo a los ojos y deliberadamente buscando su mirada oscura, pero al mismo tiempo cristalina en la representación de sus sentimientos si se trataba de alguien que, como yo, llevaba milenios en el mundo y sabía analizarlos a la perfección. Me levanté de la silla en la que, junto a él, había permanecido sentada, y me deslicé por las alfombras suaves que cubrían el suelo en dirección a apenas unos pasos de distancia de donde estábamos, donde reposaba un cuadro del genio de Caravaggio. Acaricié el marco con suavidad, con cuidado, como si temiera que fuera a romperse si no actuaba con la suficiente delicadeza, y me volví después hacia Kharalian, que me miraba.
– Sé que no se trata de una carencia. Con el aprendizaje adecuado, adaptado a las necesidades de quien lo recibe, cualquiera puede comprenderlo, y me he esforzado en que se os proporcione lo mejor que se puede conseguir en este momento. Pero no os estoy reprochando nada, aunque mis palabras suenen como tales. El hecho es que sé que sois inteligente y podéis apreciar el arte como estoy segura de que se merece, pero hay algo, una traba mental, que os lo impide. Como vuestra protectora... no, como tu maestra, si quieres, me gustaría saber qué es. – le dije, ignorando deliberadamente el voseo con el que lo había estado tratando hasta aquel momento para adoptar un trato mucho más cercano, el que se merecía. No quería ser una figura autoritaria que lo ayudaba por un motivo extraño e impersonal; quería, porque había llegado a apreciarlo, ser su amiga, o al menos alguien en quien pudiera confiar. Quería ayudarlo a que recuperara todo lo que pertenecía por derecho propio, y para eso era indispensable que confiara en mí, pues si no sabía más que a grandes rasgos lo que pasaba por su mente, ¿cómo podía pretender ayudarlo?
– Olvida el protocolo, olvida toda distancia que se pueda poner entre dos personas. No me veas lejana, sino como alguien que se preocupa por ti, en quien puedes confiar... Creo que te he dado motivos para pensar eso, ¿no es así? Quiero ayudarte, quiero que te relajes. Me gustaría escucharte a ti, no lo que tus maestros te han obligado a aprender. – finalicé, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada, de nuevo, fija en él, si bien en aquel momento era abierta, era compasiva... y, sobre todo, era sincera.
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Re: Por quien doblan las campanas {Privado}
Apenas hubo reacción cuando las palabras de la Reina le dieron la bienvenida a la biblioteca, tampoco la había la mayoría del tiempo cuando lo llamaban por ese nombre. Mihail. Le parecía que se trataba de alguien más, aunque bien estuviesen pronunciándolo frente a él, era como si alguien más llamado Mihail estuviese detrás de él. Ni en sus pensamientos se atrevía a referirse a sí mismo con ese nombre. De hecho, ya no estaba del todo seguro cual era el que le pertenecía, porque el anterior prácticamente lo había perdido, y el nuevo aún no se lo ganaba con propiedad.
Por esa falta de atención fue que no notó cuando se le ordenó a la escolta dejar la habitación, y solo se percató de ello cuando sus pasos hicieron un coordinado eco en el salón. Entonces, inevitablemente acabó por mirarla, con ese impoluto semblante enmarcado en un vestido verde ¿O sería azul? El muchacho entrecerró los ojos ligeramente para tratar de dilucidar aquello, no, no era mala educación, fue la curiosidad, pero aun así cuando la Reina le señaló aquellos manjares sobre la mesa se regañó mentalmente hasta el punto de sentir el escalofrío de unos azotes imaginarios en la espalda.
Cuando le comentó que lo había citado para hacerle saber lo obvio, de nuevo imaginó lo peor, por lo que sabía que en su debilidad no podría sostenerle la mirada cuando aquello comenzará, así que decidió enfilar sus pasos hacia la mesa, lugar donde se apostó en una de las pesadas sillas, frente a la comida. ¿Le habrían contado también sobre su falta de apetito? Estaba apenas consciente de que no había comido nada desde el desayuno, probablemente debió saber cómo otra de las delicias con las que antes ni siquiera podía darse el gusto de imaginar, pero en realidad, todo le sabía igual de insípido. Arena y agua. O al menos casi todo. Porque cuando puso su mirada en aquel líquido rojizo contenido en la botella, parte de las palabras de la dama se habían perdido antes de llegar a él.
Puso una mano en su abdomen, y cerró los ojos con fuerza por unos instantes, los suficientes como para volver a concentrarse en la respuesta que le habían pedido. Miró sus manos y le parecieron pesadas, le parecieron inútiles para crear algo valioso, para siquiera intentar reproducir algo tan hermoso como una melodía. Suspiró, y levantó la mirada, solo para encontrarse con aquellos ojos que como su vestido, parecían no acabar de decidirse por el azul o el verde. No podía engañarla, porque su sola presencia se imponía sobre él como una lluvia que era capaz de calar hasta lo más profundo de su ser. Era más fuerte en tantas formas diferentes que sería un sinsentido mentirle, y tampoco es que planeara hacerlo, pero no tenía una respuesta que encajara con lo que lo mantenía anclado en su avance, así que su silencio acabó por suplir cualquier cosa que pudiese decir.
Lo siguiente que dijo le dolió, pero no lo suficiente. ¿Por qué no parecía enfadada? ¿Por qué no le reprochaba nada? Tal vez fuese demasiado ingenuo siquiera para comprender el masoquismo con que se trataba a sí mismo, pero dolieron más sus suaves y comprensivas palabras, de lo que hubiese sido un regaño o una bofetada. Precisamente porque ella le había devuelto todo y más, le entregaba tanto pero no le pedía nada, que sintió que debía expiar su error, aquella incapacidad de comprender algo que su interlocutora parecía amar tanto.
Se sentía extraño, y su mutismo no hacía más que aumentar la tensión de su garganta. Quería decirle todo, quería lanzar fuera de sí todo aquello que lo perturbaba y llorar en su regazo hasta que el cansancio atrajera el esquivo descanso que tanto necesitaba. Ella se acercaba. Lo había notado, y le frustraba no poder corresponderle toda esa confianza, quería, de verdad quería.
No era un buen momento para comer, era obvio, pero sin pensar cogió una de las manzanas y antes de dar el primer mordisco pensó en los modales, en el ruido que haría, por lo que usar los cubiertos dispuestos para trozarla sería lo mejor. Cuando posó su vista en el reluciente cuchillo en que deseó no haberse visto reflejado, ella había dejado de hablar, así que el mismo se cargó con la responsabilidad que lo empujara para romper su mutismo.
- Yo… agradezco todo lo que usted hace por mí – dijo mientras ponía la manzana en su lugar antes de proseguir – Y sé que no hay ningún reproche en sus palabras, aunque tal vez debería haberlo, porque la he decepcionado… he fallado en corresponder al esfuerzo que ha hecho por enseñarme ¿Por qué no está enfadada? - le preguntó al tiempo que con la cabeza baja cerró los ojos con fuerza, como si estuviese esperando una bofetada que jamás llegaría. Y así fue. Las cosas ahora serían así, pero aún no conseguía acostumbrarse a que alguien se preocupara por él a ese nivel, quizás como nadie lo había hecho en toda su vida, salvo su propia madre.
Trató de respirar, calmado, para evitar hacer un espectáculo llorando frente a ella, pero era difícil, porque intentaba acceder a la respuesta que un rato atrás le habían hecho. ¿Cómo decirle que creía no tener derecho a nada? ¿Cómo decirle que había cometido en repetidas veces el peor de los pecados? Que por eso no tenía derecho a disfrutar de nada, que había deseado sacar sus ojos y cortar sus oídos para que la belleza de lo que le enseñaban no se mancillaran en alguien tan vil.
- Responder a lo que me pidió antes, sería excusarme, y desde… desde los primeros días en que perdí todo, en ese orfanato, aprendí que las excusas no servían de nada porque nada cambiarían – continuó, sin querer reflejando en su rostro el dolor de esos días en que a nadie le importaba si no había tenido la culpa, porque era merecedor del castigo de todos modos, así como ahora – Lo único que valdría la pena que usted escuchara, es que creo no merecer todo lo que hace por mí, que incluso no merezco vivir después de todo lo que hice, por eso sentir el placer que trae el arte a los sentidos… eso tampoco lo merezco – agregó mientras sin darse cuenta las yemas de sus dedos le daban unas suaves caricias al cuchillo dispuesto en la mesa.
Estaba casi fuera de sí, y no se había dado cuenta. ¿Cuándo se había vuelto así de autodestructivo? Aunque fuese por un motivo tan noble como expiar sus culpas… ¿El dañarse a sí mismo alcanzaría para expiar las culpas? Tomó el cuchillo, poniendo deliberadamente el filo en la palma de su mano - ¿Sabe lo que dicen sobre provocarse dolor físico? – dijo, rompiendo por completo el hilo de lo que estaba diciendo, al tiempo que su mano se empuñó con fuerza alrededor del frío metal – En el orfanato veía a algunos sacerdotes hacerlo por las noches, se golpeaban las espaldas con unas tiras de cuero, decían que era porque había pecado, y con ello aliviaban el dolor del corazón por haber ofendido a su dios – dijo con la mirada perdida en la nada, hasta que el utensilio resbaló de su mano, y obligadamente tuvo que mirar el resultado en la palma de su mano, un resultado que goteaba y ensuciaba la mesa con cálidas gotitas rojizas – Pero conmigo es diferente, no me merezco que el dolor del cuerpo alivie el del corazón, por eso no duele – dijo volteándose en la silla, para enseñarle la mano herida, aunque seguramente ella pudo haberlo notado sin siquiera tener que mirar – Por eso no siento las teclas del piano bajo mis manos, ni lo que evocan los cuadros que adornan su palacio… Porque no merezco sentir nada de eso – Acabó con la mirada opaca, sin brillo, como si su cuerpo estuviese vacío, como si no fuera él, sino que por primera vez en mucho tiempo Mihail era quien tomaba posesión del cuerpo y de la mente.
Por esa falta de atención fue que no notó cuando se le ordenó a la escolta dejar la habitación, y solo se percató de ello cuando sus pasos hicieron un coordinado eco en el salón. Entonces, inevitablemente acabó por mirarla, con ese impoluto semblante enmarcado en un vestido verde ¿O sería azul? El muchacho entrecerró los ojos ligeramente para tratar de dilucidar aquello, no, no era mala educación, fue la curiosidad, pero aun así cuando la Reina le señaló aquellos manjares sobre la mesa se regañó mentalmente hasta el punto de sentir el escalofrío de unos azotes imaginarios en la espalda.
Cuando le comentó que lo había citado para hacerle saber lo obvio, de nuevo imaginó lo peor, por lo que sabía que en su debilidad no podría sostenerle la mirada cuando aquello comenzará, así que decidió enfilar sus pasos hacia la mesa, lugar donde se apostó en una de las pesadas sillas, frente a la comida. ¿Le habrían contado también sobre su falta de apetito? Estaba apenas consciente de que no había comido nada desde el desayuno, probablemente debió saber cómo otra de las delicias con las que antes ni siquiera podía darse el gusto de imaginar, pero en realidad, todo le sabía igual de insípido. Arena y agua. O al menos casi todo. Porque cuando puso su mirada en aquel líquido rojizo contenido en la botella, parte de las palabras de la dama se habían perdido antes de llegar a él.
Puso una mano en su abdomen, y cerró los ojos con fuerza por unos instantes, los suficientes como para volver a concentrarse en la respuesta que le habían pedido. Miró sus manos y le parecieron pesadas, le parecieron inútiles para crear algo valioso, para siquiera intentar reproducir algo tan hermoso como una melodía. Suspiró, y levantó la mirada, solo para encontrarse con aquellos ojos que como su vestido, parecían no acabar de decidirse por el azul o el verde. No podía engañarla, porque su sola presencia se imponía sobre él como una lluvia que era capaz de calar hasta lo más profundo de su ser. Era más fuerte en tantas formas diferentes que sería un sinsentido mentirle, y tampoco es que planeara hacerlo, pero no tenía una respuesta que encajara con lo que lo mantenía anclado en su avance, así que su silencio acabó por suplir cualquier cosa que pudiese decir.
Lo siguiente que dijo le dolió, pero no lo suficiente. ¿Por qué no parecía enfadada? ¿Por qué no le reprochaba nada? Tal vez fuese demasiado ingenuo siquiera para comprender el masoquismo con que se trataba a sí mismo, pero dolieron más sus suaves y comprensivas palabras, de lo que hubiese sido un regaño o una bofetada. Precisamente porque ella le había devuelto todo y más, le entregaba tanto pero no le pedía nada, que sintió que debía expiar su error, aquella incapacidad de comprender algo que su interlocutora parecía amar tanto.
Se sentía extraño, y su mutismo no hacía más que aumentar la tensión de su garganta. Quería decirle todo, quería lanzar fuera de sí todo aquello que lo perturbaba y llorar en su regazo hasta que el cansancio atrajera el esquivo descanso que tanto necesitaba. Ella se acercaba. Lo había notado, y le frustraba no poder corresponderle toda esa confianza, quería, de verdad quería.
No era un buen momento para comer, era obvio, pero sin pensar cogió una de las manzanas y antes de dar el primer mordisco pensó en los modales, en el ruido que haría, por lo que usar los cubiertos dispuestos para trozarla sería lo mejor. Cuando posó su vista en el reluciente cuchillo en que deseó no haberse visto reflejado, ella había dejado de hablar, así que el mismo se cargó con la responsabilidad que lo empujara para romper su mutismo.
- Yo… agradezco todo lo que usted hace por mí – dijo mientras ponía la manzana en su lugar antes de proseguir – Y sé que no hay ningún reproche en sus palabras, aunque tal vez debería haberlo, porque la he decepcionado… he fallado en corresponder al esfuerzo que ha hecho por enseñarme ¿Por qué no está enfadada? - le preguntó al tiempo que con la cabeza baja cerró los ojos con fuerza, como si estuviese esperando una bofetada que jamás llegaría. Y así fue. Las cosas ahora serían así, pero aún no conseguía acostumbrarse a que alguien se preocupara por él a ese nivel, quizás como nadie lo había hecho en toda su vida, salvo su propia madre.
Trató de respirar, calmado, para evitar hacer un espectáculo llorando frente a ella, pero era difícil, porque intentaba acceder a la respuesta que un rato atrás le habían hecho. ¿Cómo decirle que creía no tener derecho a nada? ¿Cómo decirle que había cometido en repetidas veces el peor de los pecados? Que por eso no tenía derecho a disfrutar de nada, que había deseado sacar sus ojos y cortar sus oídos para que la belleza de lo que le enseñaban no se mancillaran en alguien tan vil.
- Responder a lo que me pidió antes, sería excusarme, y desde… desde los primeros días en que perdí todo, en ese orfanato, aprendí que las excusas no servían de nada porque nada cambiarían – continuó, sin querer reflejando en su rostro el dolor de esos días en que a nadie le importaba si no había tenido la culpa, porque era merecedor del castigo de todos modos, así como ahora – Lo único que valdría la pena que usted escuchara, es que creo no merecer todo lo que hace por mí, que incluso no merezco vivir después de todo lo que hice, por eso sentir el placer que trae el arte a los sentidos… eso tampoco lo merezco – agregó mientras sin darse cuenta las yemas de sus dedos le daban unas suaves caricias al cuchillo dispuesto en la mesa.
Estaba casi fuera de sí, y no se había dado cuenta. ¿Cuándo se había vuelto así de autodestructivo? Aunque fuese por un motivo tan noble como expiar sus culpas… ¿El dañarse a sí mismo alcanzaría para expiar las culpas? Tomó el cuchillo, poniendo deliberadamente el filo en la palma de su mano - ¿Sabe lo que dicen sobre provocarse dolor físico? – dijo, rompiendo por completo el hilo de lo que estaba diciendo, al tiempo que su mano se empuñó con fuerza alrededor del frío metal – En el orfanato veía a algunos sacerdotes hacerlo por las noches, se golpeaban las espaldas con unas tiras de cuero, decían que era porque había pecado, y con ello aliviaban el dolor del corazón por haber ofendido a su dios – dijo con la mirada perdida en la nada, hasta que el utensilio resbaló de su mano, y obligadamente tuvo que mirar el resultado en la palma de su mano, un resultado que goteaba y ensuciaba la mesa con cálidas gotitas rojizas – Pero conmigo es diferente, no me merezco que el dolor del cuerpo alivie el del corazón, por eso no duele – dijo volteándose en la silla, para enseñarle la mano herida, aunque seguramente ella pudo haberlo notado sin siquiera tener que mirar – Por eso no siento las teclas del piano bajo mis manos, ni lo que evocan los cuadros que adornan su palacio… Porque no merezco sentir nada de eso – Acabó con la mirada opaca, sin brillo, como si su cuerpo estuviese vacío, como si no fuera él, sino que por primera vez en mucho tiempo Mihail era quien tomaba posesión del cuerpo y de la mente.
Mihail Kharalian Balcêscu- Realeza Rumana
- Mensajes : 105
Fecha de inscripción : 08/10/2011
DATOS DEL PERSONAJE
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Re: Por quien doblan las campanas {Privado}
Los vampiros tienen la fama de ser criaturas frías, egoístas, pagadas de sí mismas y que sólo buscan utilizar a los humanos para su provecho y su subsistencia, ya que en última instancia dependen de ellos para subsistir cada noche en su eterna vida, vacía si no tienen un motivo. Como parte de ese colectivo, era perfectamente consciente de que una gran parte de nosotros era así, y yo misma me incluía en aquel grupo, puesto que mi capacidad de sentir esas sensaciones humanas que tan lejanas me quedaban no siempre estaba ahí, razón por la cual había hecho una gran cantidad de derramamientos de sangre de los que no me arrepentía, pero no siempre era así, y esa era una realidad de la que en pocos momentos era tan consciente como cuando estaba con Kharalian. Tras la transformación, y la amplificación de todas las sensaciones, ya fueran de los sentidos o de nuestros propios interiores, normalmente tendíamos a una apatía constante en la cual sólo importábamos nosotros y nuestros deseos, exhaustos por el carnaval de emociones que nos acosaban en cuanto abrazábamos la vida inmortal. En muchos casos, los vampiros no habían abandonado nunca esa apatía; en otros, como era el mío, eso sólo sucedía a veces, cuando pasaba algo o venía alguien capaz de sacudir las telarañas de nuestros marchitos corazones para hacerlos latir una vez más al mismo son que acusaban los humanos. Era entonces cuando se producía una asimilación de lo que ya no sentíamos con lo que una vez habíamos sentido; era sólo gracias a personas excepcionales que podíamos volver a atisbar lo que era ser humanos de nuevo, y Kharalian era, por eso mismo, parte de ese grupo de seres excepcionales, ya que con él estaba volviendo a ser compasiva, lo suficiente para darle lo que a mi juicio se merecía después de lo que había pasado en su vida.
A juzgar, no obstante, por sus palabras, yo era la única de las dos que creía que merecía lo que le había otorgado, ya que su falta de carácter artístico venía dada por un bloqueo mental que, a su vez, se provocaba él mismo. ¡Cuántas veces había visto esa situación a lo largo de los siglos...! Daba sentido a una frase que también había escuchado repetir hasta la saciedad: el peor enemigo es uno mismo. En el caso de mi joven protegido, no había nada que le impidiera aceptarse en su nueva posición al margen de él mismo; cualquier influencia exterior estaba a su favor, cualquier potencial enemigo que quisiera dificultarle el proceso de reclamar lo que le pertenecía por derecho no existía fuera de él, que era quien más complicado le estaba poniendo la supervivencia... y quien más complicaba mi labor de mecenazgo, pues todos los obstáculos con los que me estaba enfrentando en mi tarea de ayudar a Kharalian venían precisamente de él mismo, algo irónico pero que no era, en realidad, su culpa. ¿Podía echarle en cara que después de una vida acostumbrado a no tener nada reaccionara de aquel modo cuando descubría que era parte de una realeza que no comprendía demasiado bien? ¿Podía alguien estar tan desapegado de las emociones humanas para no entender que no era culpa suya? Yo, desde luego no, en parte además porque su situación me recordaba a la mía propia, no a la actual sino a la que había vivido cuando había sido humana, hacía tantísimo tiempo.
– No estoy enfadada porque no es tu culpa, Mihail... Kharalian. – respondí, con sencillez e ignorando el tentador aroma de la sangre que provenía de su herida abierta en su mano, tan tentadora que me hacía olvidarme de mi potenciada humanidad para pasar a ser, simplemente, la depredadora en la que me había convertido desde el momento en el que había muerto como mortal y había comenzado a llamar madre a la noche, en la que me refugiaba. – A mí me pasó algo parecido, hace mucho tiempo, más del que probablemente pienses porque, a fin de cuentas, soy joven. Al menos, era joven aparentemente, que para él era todo lo que debía importar. ¿Quién podría creerse que alguien que había sido transformado con poco más de cuatro lustros y que, por ende, conservaba ese aspecto lozano y joven pudiera entender de acontecimientos que habían pasado más de un milenio atrás? ¡Y más tratándose de una mujer, como lo era yo! En ese aspecto, incluso mi época natal había sido más tolerante que la contemporánea a Kharalian y a mí, porque las mujeres de alta alcurnia habían tenido más papel en la sociedad que el que, en aquellos momentos supuestamente ilustrados, tenía una reina como lo era yo, de pleno derecho y con el total poder de un Estado poderoso como lo eran los Países Bajos.
– Me arrebataron todo lo que me pertenecía por derecho, me redujeron a poco más que un objeto, y me acostumbré... Al final terminas haciéndolo, ¿qué remedio? – comenté, encogiéndome de hombros y con los dedos acariciando una suave servilleta de algodón que había en la mesa, frente a mí, dispuesta para un uso distinto al que yo acabaría dándole.
La cogí con delicadeza, sin hacer más fuerza de la necesaria, y la extendí en toda su longitud para que aquella superficie de tela blanquísima se mostrara en su máximo esplendor. Una vez lista, cogí de nuevo la copa, aquella vez con la otra mano, y me dirigí hacia donde él esperaba, con la herida de su mano abierta y llorando pequeñas lágrimas de sangre que si no cubría se convertirían en un río de considerable anchura. Tras depositar la copa sobre el mantel, introduje dos de mis dedos en ella para que se quedaran empapados de vino, y con ello teñidos de su color, que destacaba sobremanera en mi piel pálida. Extendí la otra mano para atrapar la de mi protegido, con cuidado no exento de firmeza para evitar que pudiera apartarse, y recorrí el filo de la herida con los dedos empapados en vino. Aquello serviría para limpiarla por el momento, al menos hasta que tuviera agua oxigenada o alcohol que lo hicieran más en profundidad, y cuando ya debió de dejar de escocerle la cubrí con una venda, improvisada con la servilleta que hasta hacía unos momentos había servido para limpiar comida, no sangre.
– Pero pasó el tiempo. Daba igual lo acostumbrada que estuviera, sabía que podía aspirar a algo más, y no me rendí. Fui capaz de avanzar poco a poco hasta donde estoy ahora, y en ningún momento me he considerado indigna de lo que he conseguido con mi esfuerzo o por ayuda de allegados. ¿Por qué? Han recuperado lo que te pertenecía originariamente, y nada de lo que hayas hecho hasta ahora puede empañar esa realidad, absolutamente nada. ¿O es que crees que eres el único que ha cometido errores? Ningún camino es recto e intachable, y todo lo que ha acontecido hasta que has llegado donde estás te ha servido para construirte como eres ahora. No veo nada reprochable en eso, ni tampoco en disfrutar de una oportunidad que se te ha tendido. Mereces estar aquí. Si eso no fuera así, no me habría tomado el tiempo de ayudarte. – concluí, soltando por fin su mano de mi trémulo agarre y dejando las mías propias sobre mi regazo, rodeadas por la tela del vestido que portaba aquella noche.
¿Cómo podía lograr que entendiera? Él había sido un esclavo, casi, igual que yo lo había sido en mi época; después, se había visto sobrepasado por unas circunstancias demasiado benévolas con él, cuando normalmente dichas circunstancias son lo contrario a buenas para alguien a quien la vida ha dado demasiados golpes de revés, a traición. La cercanía de nuestras situaciones de partida, en lugar de ayudarme, lo volvía todo demasiado personal e íntimo, pues creaba un lazo que nadie aparte de mí, seguramente, podría llegar a entender nunca. Nadie se había visto sacudido por el destino de una manera tan dura como la que él y yo habíamos sufrido y, aún así, nos habíamos recuperado o al menos, en el caso de él, lo estaba haciendo poco a poco. Necesitaba mi ayuda, eso por descontado, pero eso era lo primero que estaba dispuesta a darle, costara lo que costase, así que no tenía que temer nada ni, tampoco, que preocuparse, ya que estaba dispuesta a hacer lo que hiciera falta por que comprendiera que lo mejor que podía hacer era convencerse de que era digno de todo lo que le había regalado, inesperadamente, la vida, aunque hubiera sido con mi ayuda.
– Tú no mereces el dolor porque tus pecados no han sido lo suficientemente graves para recurrir a él, de eso estoy segura. Eres joven, casi un niño, y no has tenido tiempo de ofender tanto a ningún dios, ya sea el de tus sacerdotes o el de los orientales que tan lejanos nos parecen desde nuestra perspectiva parisina. Quiero comprender, quiero saber... ¿Qué es eso que has hecho, tan grave al parecer, para que no te consideres merecedor de ningún regalo de la vida? – inquirí, con genuina curiosidad, ya que quizá la resolución de aquel misterio me acercaría un poco más a mi objetivo de poder ayudarlo sin que nadie, ni siquiera él mismo, se interpusiera como una barrera que costaría demasiado esfuerzo franquear. A fin de cuentas, en esa pregunta que le había hecho se escondía la clave de su falta de seguridad en sí mismo y del poco aprecio que sentía hacia sí, y con su respuesta tendría unas directrices para eliminar ese último muro que lo separaba de ser quien estaba destinado a ser, mi misión con él.
A juzgar, no obstante, por sus palabras, yo era la única de las dos que creía que merecía lo que le había otorgado, ya que su falta de carácter artístico venía dada por un bloqueo mental que, a su vez, se provocaba él mismo. ¡Cuántas veces había visto esa situación a lo largo de los siglos...! Daba sentido a una frase que también había escuchado repetir hasta la saciedad: el peor enemigo es uno mismo. En el caso de mi joven protegido, no había nada que le impidiera aceptarse en su nueva posición al margen de él mismo; cualquier influencia exterior estaba a su favor, cualquier potencial enemigo que quisiera dificultarle el proceso de reclamar lo que le pertenecía por derecho no existía fuera de él, que era quien más complicado le estaba poniendo la supervivencia... y quien más complicaba mi labor de mecenazgo, pues todos los obstáculos con los que me estaba enfrentando en mi tarea de ayudar a Kharalian venían precisamente de él mismo, algo irónico pero que no era, en realidad, su culpa. ¿Podía echarle en cara que después de una vida acostumbrado a no tener nada reaccionara de aquel modo cuando descubría que era parte de una realeza que no comprendía demasiado bien? ¿Podía alguien estar tan desapegado de las emociones humanas para no entender que no era culpa suya? Yo, desde luego no, en parte además porque su situación me recordaba a la mía propia, no a la actual sino a la que había vivido cuando había sido humana, hacía tantísimo tiempo.
– No estoy enfadada porque no es tu culpa, Mihail... Kharalian. – respondí, con sencillez e ignorando el tentador aroma de la sangre que provenía de su herida abierta en su mano, tan tentadora que me hacía olvidarme de mi potenciada humanidad para pasar a ser, simplemente, la depredadora en la que me había convertido desde el momento en el que había muerto como mortal y había comenzado a llamar madre a la noche, en la que me refugiaba. – A mí me pasó algo parecido, hace mucho tiempo, más del que probablemente pienses porque, a fin de cuentas, soy joven. Al menos, era joven aparentemente, que para él era todo lo que debía importar. ¿Quién podría creerse que alguien que había sido transformado con poco más de cuatro lustros y que, por ende, conservaba ese aspecto lozano y joven pudiera entender de acontecimientos que habían pasado más de un milenio atrás? ¡Y más tratándose de una mujer, como lo era yo! En ese aspecto, incluso mi época natal había sido más tolerante que la contemporánea a Kharalian y a mí, porque las mujeres de alta alcurnia habían tenido más papel en la sociedad que el que, en aquellos momentos supuestamente ilustrados, tenía una reina como lo era yo, de pleno derecho y con el total poder de un Estado poderoso como lo eran los Países Bajos.
– Me arrebataron todo lo que me pertenecía por derecho, me redujeron a poco más que un objeto, y me acostumbré... Al final terminas haciéndolo, ¿qué remedio? – comenté, encogiéndome de hombros y con los dedos acariciando una suave servilleta de algodón que había en la mesa, frente a mí, dispuesta para un uso distinto al que yo acabaría dándole.
La cogí con delicadeza, sin hacer más fuerza de la necesaria, y la extendí en toda su longitud para que aquella superficie de tela blanquísima se mostrara en su máximo esplendor. Una vez lista, cogí de nuevo la copa, aquella vez con la otra mano, y me dirigí hacia donde él esperaba, con la herida de su mano abierta y llorando pequeñas lágrimas de sangre que si no cubría se convertirían en un río de considerable anchura. Tras depositar la copa sobre el mantel, introduje dos de mis dedos en ella para que se quedaran empapados de vino, y con ello teñidos de su color, que destacaba sobremanera en mi piel pálida. Extendí la otra mano para atrapar la de mi protegido, con cuidado no exento de firmeza para evitar que pudiera apartarse, y recorrí el filo de la herida con los dedos empapados en vino. Aquello serviría para limpiarla por el momento, al menos hasta que tuviera agua oxigenada o alcohol que lo hicieran más en profundidad, y cuando ya debió de dejar de escocerle la cubrí con una venda, improvisada con la servilleta que hasta hacía unos momentos había servido para limpiar comida, no sangre.
– Pero pasó el tiempo. Daba igual lo acostumbrada que estuviera, sabía que podía aspirar a algo más, y no me rendí. Fui capaz de avanzar poco a poco hasta donde estoy ahora, y en ningún momento me he considerado indigna de lo que he conseguido con mi esfuerzo o por ayuda de allegados. ¿Por qué? Han recuperado lo que te pertenecía originariamente, y nada de lo que hayas hecho hasta ahora puede empañar esa realidad, absolutamente nada. ¿O es que crees que eres el único que ha cometido errores? Ningún camino es recto e intachable, y todo lo que ha acontecido hasta que has llegado donde estás te ha servido para construirte como eres ahora. No veo nada reprochable en eso, ni tampoco en disfrutar de una oportunidad que se te ha tendido. Mereces estar aquí. Si eso no fuera así, no me habría tomado el tiempo de ayudarte. – concluí, soltando por fin su mano de mi trémulo agarre y dejando las mías propias sobre mi regazo, rodeadas por la tela del vestido que portaba aquella noche.
¿Cómo podía lograr que entendiera? Él había sido un esclavo, casi, igual que yo lo había sido en mi época; después, se había visto sobrepasado por unas circunstancias demasiado benévolas con él, cuando normalmente dichas circunstancias son lo contrario a buenas para alguien a quien la vida ha dado demasiados golpes de revés, a traición. La cercanía de nuestras situaciones de partida, en lugar de ayudarme, lo volvía todo demasiado personal e íntimo, pues creaba un lazo que nadie aparte de mí, seguramente, podría llegar a entender nunca. Nadie se había visto sacudido por el destino de una manera tan dura como la que él y yo habíamos sufrido y, aún así, nos habíamos recuperado o al menos, en el caso de él, lo estaba haciendo poco a poco. Necesitaba mi ayuda, eso por descontado, pero eso era lo primero que estaba dispuesta a darle, costara lo que costase, así que no tenía que temer nada ni, tampoco, que preocuparse, ya que estaba dispuesta a hacer lo que hiciera falta por que comprendiera que lo mejor que podía hacer era convencerse de que era digno de todo lo que le había regalado, inesperadamente, la vida, aunque hubiera sido con mi ayuda.
– Tú no mereces el dolor porque tus pecados no han sido lo suficientemente graves para recurrir a él, de eso estoy segura. Eres joven, casi un niño, y no has tenido tiempo de ofender tanto a ningún dios, ya sea el de tus sacerdotes o el de los orientales que tan lejanos nos parecen desde nuestra perspectiva parisina. Quiero comprender, quiero saber... ¿Qué es eso que has hecho, tan grave al parecer, para que no te consideres merecedor de ningún regalo de la vida? – inquirí, con genuina curiosidad, ya que quizá la resolución de aquel misterio me acercaría un poco más a mi objetivo de poder ayudarlo sin que nadie, ni siquiera él mismo, se interpusiera como una barrera que costaría demasiado esfuerzo franquear. A fin de cuentas, en esa pregunta que le había hecho se escondía la clave de su falta de seguridad en sí mismo y del poco aprecio que sentía hacia sí, y con su respuesta tendría unas directrices para eliminar ese último muro que lo separaba de ser quien estaba destinado a ser, mi misión con él.
Invitado- Invitado
Re: Por quien doblan las campanas {Privado}
Empuñó y soltó la mano un par de veces para sentir como la piel abierta daba pequeños tirones, pero al final fue solo eso, porque en su estado no consiguió siquiera sentir el más mínimo ardor, siendo quizás como el inverso a las enfermedades psicosomáticas, que comenzaban en la cabeza para producir efectos físicos, ahora era él quien castigaba su cuerpo para conseguir que su mente tuviese alguna reacción. Era autodestrucción y masoquismo puro, un acto desesperado por hacer que el entumecimiento de su alma despareciera para comenzar a vivir de nuevo, tal vez en un mundo algo extraño, pero su mundo al fin y al cabo.
Cuando la Reina lo llamó por el nombre de Kharalian consiguió espabilar un poco, medio despertando de su sueño pero aún no por completo, aunque si lo suficiente como para reparar con curiosidad en sus palabras, él provenía del lugar en que se habían gestado la mayor parte de la leyenda sobre seres como ella, conocía el folklore y lo había corroborado mucho tiempo atrás, así que la parte que hacía referencia a su estancada y floreciente juventud lo entendía, cosa diferente a lo que ocurría con aquello de que le había pasado algo similar.
Y como siempre, en ese extraño afán que tenía por sentir compasión o preocupación antes por otros que por sí mismo, se preguntó quién podría haber sido tan vil como para hacerle algo así a alguien como ella y por qué motivo. Quería seguir reparando en ello, pero no era la suficientemente osado como para atreverse a formular alguna pregunta, y la verdad es que no hizo demasiada falta porque en la medida que ella continuaba con su escueto relato pudo ver la verdad en cada palabra y claro, no pudo evitar sentir que compartían aquello de una forma que pocos podrían entender. Por eso se quedó el silencio de nuevo, dejándola hacer y deshacer con la blanca servilleta, sabía lo que haría y no hizo intento alguno por detenerla, salvo por lo del vino, aquello no lo esperaba, así que por mero impulso irracional intentó quitar la mano, muestra de que aún quedaba dentro del antiguo muchacho.
¿Había ardido? También buscó volver a empuñar y soltar la mano, pero no pudo dado la firmeza con que ahora ella comenzaba a envolverle la mano herida, y solo desistió de seguir intentándolo porque continuó con su relato. Tampoco pudo evitar pensar que si fuese más valiente o más perseverante quizás las cosas terminarían un cuarto de bien como lo habían sido para su interlocutora, pero sabía que si bien dependía en parte de factores externos, gran parte del esfuerzo debía ponerlo él y para ello debía estar dispuesto a aceptar lo que se le estaba dando, y el motivo que trababa aquello no fue necesario siquiera que lo pensara porque la misma Reina lo había dicho antes de soltarlo. Él había cometido errores, graves errores.
A pesar de sus posteriores y finales palabras, no había ninguna circunstancia en la que estuviese dispuesto a otorgar siquiera un ápice de benevolencia a sus acciones, a pesar de que le hubiese otorgado esos dones a alguien más. A veces ni él conseguía seguir un discurso férreo pero infantil y lleno de contradicciones, como este, donde no podía otorgarse perdón por cosas que había hecho cuando apenas tenía edad para distinguir entre lo bueno y lo malo, y además siendo que era para ayudar a su propia madre, pero de haber sido alguien más lo hubiese comprendido. ¿Acaso buscaba ser un santo o algo similar? ¿En qué punto había optado por una vida como la de un seminarista religioso? De hecho ni siquiera estaba seguro de creer en ese dios que tan a menudo mencionaba, y que no era más que el resultado de algo que se le repitió tantas veces que acabó volviéndose parte de él.
De verdad quería responderle, sentía que era un mínimo de tanto que le debía no solo por todo lo que había hecho por él, sino que por compartirle parte de su historia, algo que ni aun en su voluntaria labor de mecenas tenía la obligación de hacer pero que de todos modos con ello había conseguido llegar al fondo del asunto, perforando aquella coraza tan resistente forjada con la falta de recuerdos y la más absoluta vergüenza.
- Usted se forjó un destino, del modo y por el motivo que fuese – dijo con apenas un hilito de voz – Usted luchó para vivir, no para sobrevivir apenas como yo lo hago – continuó, con un semblante algo desesperanzado, dando rodeos para buscar el modo correcto para confesarle sus pecados – Y no tengo derecho siquiera a comparar su historia a la mía, ni lo que usted es con lo que yo intento ser –
Volvió a sentarse correctamente, frente a la mesa y la bandeja, mientras cabizbajo miraba sus manos, y como aquella que estaba vendada se había manchado ligeramente con un poco de su sangre, la empuñó para no verla aunque sabía que seguiría ahí, y que en el sentido más real sus manos habían estado así siempre y por más que las lavara seguirían estándolo.
Tomó la copa con lo que quedaba del vino y lo vertió sobre la mano vendada con cuidado para que el líquido restante cayera sobre la misma bandeja y así no dañar la mesa. Como era obvio de inmediato la delicada tela se tiñó de rojo, más acorde a como él creía que las cosas debería estar - ¿No es acabar con una vida el más grave de los crímenes? ¿Y hacerlo repetidamente aun peor? – dijo secamente mientras volteaba el rostro para mirarla. Volvía a ser Mihail – No juzgo y no soy nadie para justificar nada. Sé que las personas como usted deben hacerlo para sobrevivir… Como usted y mi madre – dijo pronunciando aquella última y dolorosa palabra que hasta el cansancio había evitado aun en sus pensamientos – ¿Y yo? Solo quería ayudarla, pero esas personas que llevaba para ella siguen estando muertas y no van a regresar – dijo cerrando los ojos con fuerza al terminar aquella frase, como queriendo no ver sus rostros, no recordarlos – Yo mismo cavé sus tumbas y ni siquiera sabía sus nombres – terminó, cubriéndose el rostro con ambas manos para en vano tratar de contener las lágrimas y la mueca de dolor que le provocaba revivir aquello.
Con algo de fuerza prácticamente enterró las yemas de los dedos en sus ojos, como si quisiera arrancarlos para en parte compensar el dolor que había causado, pero aun sabiendo que nada, ni siquiera su muerte, sería suficiente para expiar cada una de las almas que había sesgado cuando aún no alcanzaba los nueve años. Pero para él no era una excusa, nada atenuaría jamás lo que había hecho.
Cuando la Reina lo llamó por el nombre de Kharalian consiguió espabilar un poco, medio despertando de su sueño pero aún no por completo, aunque si lo suficiente como para reparar con curiosidad en sus palabras, él provenía del lugar en que se habían gestado la mayor parte de la leyenda sobre seres como ella, conocía el folklore y lo había corroborado mucho tiempo atrás, así que la parte que hacía referencia a su estancada y floreciente juventud lo entendía, cosa diferente a lo que ocurría con aquello de que le había pasado algo similar.
Y como siempre, en ese extraño afán que tenía por sentir compasión o preocupación antes por otros que por sí mismo, se preguntó quién podría haber sido tan vil como para hacerle algo así a alguien como ella y por qué motivo. Quería seguir reparando en ello, pero no era la suficientemente osado como para atreverse a formular alguna pregunta, y la verdad es que no hizo demasiada falta porque en la medida que ella continuaba con su escueto relato pudo ver la verdad en cada palabra y claro, no pudo evitar sentir que compartían aquello de una forma que pocos podrían entender. Por eso se quedó el silencio de nuevo, dejándola hacer y deshacer con la blanca servilleta, sabía lo que haría y no hizo intento alguno por detenerla, salvo por lo del vino, aquello no lo esperaba, así que por mero impulso irracional intentó quitar la mano, muestra de que aún quedaba dentro del antiguo muchacho.
¿Había ardido? También buscó volver a empuñar y soltar la mano, pero no pudo dado la firmeza con que ahora ella comenzaba a envolverle la mano herida, y solo desistió de seguir intentándolo porque continuó con su relato. Tampoco pudo evitar pensar que si fuese más valiente o más perseverante quizás las cosas terminarían un cuarto de bien como lo habían sido para su interlocutora, pero sabía que si bien dependía en parte de factores externos, gran parte del esfuerzo debía ponerlo él y para ello debía estar dispuesto a aceptar lo que se le estaba dando, y el motivo que trababa aquello no fue necesario siquiera que lo pensara porque la misma Reina lo había dicho antes de soltarlo. Él había cometido errores, graves errores.
A pesar de sus posteriores y finales palabras, no había ninguna circunstancia en la que estuviese dispuesto a otorgar siquiera un ápice de benevolencia a sus acciones, a pesar de que le hubiese otorgado esos dones a alguien más. A veces ni él conseguía seguir un discurso férreo pero infantil y lleno de contradicciones, como este, donde no podía otorgarse perdón por cosas que había hecho cuando apenas tenía edad para distinguir entre lo bueno y lo malo, y además siendo que era para ayudar a su propia madre, pero de haber sido alguien más lo hubiese comprendido. ¿Acaso buscaba ser un santo o algo similar? ¿En qué punto había optado por una vida como la de un seminarista religioso? De hecho ni siquiera estaba seguro de creer en ese dios que tan a menudo mencionaba, y que no era más que el resultado de algo que se le repitió tantas veces que acabó volviéndose parte de él.
De verdad quería responderle, sentía que era un mínimo de tanto que le debía no solo por todo lo que había hecho por él, sino que por compartirle parte de su historia, algo que ni aun en su voluntaria labor de mecenas tenía la obligación de hacer pero que de todos modos con ello había conseguido llegar al fondo del asunto, perforando aquella coraza tan resistente forjada con la falta de recuerdos y la más absoluta vergüenza.
- Usted se forjó un destino, del modo y por el motivo que fuese – dijo con apenas un hilito de voz – Usted luchó para vivir, no para sobrevivir apenas como yo lo hago – continuó, con un semblante algo desesperanzado, dando rodeos para buscar el modo correcto para confesarle sus pecados – Y no tengo derecho siquiera a comparar su historia a la mía, ni lo que usted es con lo que yo intento ser –
Volvió a sentarse correctamente, frente a la mesa y la bandeja, mientras cabizbajo miraba sus manos, y como aquella que estaba vendada se había manchado ligeramente con un poco de su sangre, la empuñó para no verla aunque sabía que seguiría ahí, y que en el sentido más real sus manos habían estado así siempre y por más que las lavara seguirían estándolo.
Tomó la copa con lo que quedaba del vino y lo vertió sobre la mano vendada con cuidado para que el líquido restante cayera sobre la misma bandeja y así no dañar la mesa. Como era obvio de inmediato la delicada tela se tiñó de rojo, más acorde a como él creía que las cosas debería estar - ¿No es acabar con una vida el más grave de los crímenes? ¿Y hacerlo repetidamente aun peor? – dijo secamente mientras volteaba el rostro para mirarla. Volvía a ser Mihail – No juzgo y no soy nadie para justificar nada. Sé que las personas como usted deben hacerlo para sobrevivir… Como usted y mi madre – dijo pronunciando aquella última y dolorosa palabra que hasta el cansancio había evitado aun en sus pensamientos – ¿Y yo? Solo quería ayudarla, pero esas personas que llevaba para ella siguen estando muertas y no van a regresar – dijo cerrando los ojos con fuerza al terminar aquella frase, como queriendo no ver sus rostros, no recordarlos – Yo mismo cavé sus tumbas y ni siquiera sabía sus nombres – terminó, cubriéndose el rostro con ambas manos para en vano tratar de contener las lágrimas y la mueca de dolor que le provocaba revivir aquello.
Con algo de fuerza prácticamente enterró las yemas de los dedos en sus ojos, como si quisiera arrancarlos para en parte compensar el dolor que había causado, pero aun sabiendo que nada, ni siquiera su muerte, sería suficiente para expiar cada una de las almas que había sesgado cuando aún no alcanzaba los nueve años. Pero para él no era una excusa, nada atenuaría jamás lo que había hecho.
Mihail Kharalian Balcêscu- Realeza Rumana
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Fecha de inscripción : 08/10/2011
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Re: Por quien doblan las campanas {Privado}
En el fondo, no necesité sus palabras, que insinuaban más de lo que realmente decían literalmente, para saber, o al menos intuir, que él conocía mi naturaleza, puesto que no podía ser de otra manera si tenía en cuenta que él provenía de la tierra de Vlad el Empalador, el vampiro más tristemente célebre de entre los nuestros... La tierra de Dragos. Aparté rápidamente esos pensamientos de mi mente, puesto que no era él en quien debía pensar sino en mi joven protegido, que era muchísimo más agudo mentalmente de lo que él mismo, seguramente, sospechaba, ya que su tendencia a minusvalorarse era considerable y perfectamente perceptible en él sin necesidad de que, con palabras, lo confirmara. Yo no era un ser compasivo, habitualmente, puesto que era una depredadora natural y, como tal, estaba en mi naturaleza matar humanos para continuar con su sangre mi existencia noche tras noche durante toda la eternidad; al mismo tiempo, no obstante, aún quedaban resquicios humanos en mí que me habían impedido entregarme por completo al orgiástico frenesí que suponía el vampirismo y abandonarse a la lujuria de la sangre y de las sensaciones magnificadas que ofrece la inmortalidad como regalo a quienes disfrutábamos de ella. Eran esos fragmentos de humanidad lo que a veces me permitían sentir emociones que creía olvidadas, y lo que impulsaba las que ya sentía de manera que eran como auténticas explosiones en mi interior, con la furia de un volcán. Eran esos retazos los que me hacían buscar excepciones, como Kharalian, que merecían protección y la ayuda que se les pudiera proveer contra un sino particularmente hostil. Por eso lo ayudaba... porque creía que se lo merecía.
El problema era que él no creía que se lo mereciera, y no hacían falta sus palabras replicando a las mías para poder darse cuenta de que su problema era, precisamente, esa falta de seguridad en sí mismo que lo hacía menospreciarse cuando no tenía por qué. ¿Era, acaso, menos digno que quienes tenían las manos totalmente limpias de sangre? Quizá mi naturaleza no humana forzaba mi juicio en ese sentido, y me hacía no considerar el asesinato, por la fuerza de la costumbre, un crimen tan atroz como a él, sin duda influido por la Iglesia y por su mentalidad, le debía de parecer, pero no creía que acabar con una vida fuera para tanto. En un intento de empatizar, intenté ponerme en su situación, en los zapatos de aquel niño asustado que mataba para alimentar a su madre vampiresa. ¿Era realmente merecedor de aquella culpa que se esforzaba en cargar sobre sus hombros cuando sólo lo había hecho por amor hacia su familia? ¿Era un crimen tan grave esforzarse por proporcionar a quienes querías lo que necesitaban para su subsistencia? Yo no lo veía así, igual que también lo veía de una manera mucho más objetiva que él, que era su crítico más mordaz y su juez más duro.
– No puedes luchar por vivir si antes no has sobrevivido. La vida no es un camino de rosas carente de espinas, hay cosas buenas y cosas malas, y uno de los secretos que enseña la experiencia y que se debería enseñar a los jóvenes es que se tiene que aprender a vivir con lo que uno ha hecho, porque sin un pasado que te configura de una manera no se puede entender ni tu presente ni tu futuro. Has cometido crímenes, sí, pero ¿quién no? De una manera o de otra, todos somos culpables de causar daño a otro ser, pero ¿debemos culparnos por ser un poco egoístas? El egoísmo es la clave de la supervivencia; suena contrario a los valores que os inculcan, pero no por ello es menos cierto. – comencé, con suavidad, y ladeé el rostro para mirarlo sin ningún afán de reprenderlo por su comportamiento, sino simplemente para que me comprendiera y viera, en mi expresión, la sinceridad que le quería transmitir. – No puedes forjarte un camino en la vida sin herir nunca a nadie, eso tienes que comprenderlo. Hablar de terminar vidas ajenas en ese sentido es algo extremo para un humano, lo admito, pero piensa por ejemplo en acabar con los sueños de alguien para cumplir tus objetivos. ¿No es eso egoísta? Y, sin embargo, ¿alguien lo considera un crimen? No. Se hace lo que se necesita para sobrevivir, igual que se hace lo que sea por los seres queridos... No hay nadie como las personas amadas para hacerte descubrir cómo eres en realidad. – finalicé, con cierta nostalgia en mi voz que me esforcé en hacer desaparecer, porque no había lugar para ella en mis palabras hacia él.
No deseaba mezclar ciertos aspectos de mi vida privada en la conversación con Kharalian, no porque no tuviera derecho a conocerlos sino porque eran confusos y aún dolorosos, además de, sobre todo, contradictorios. No aportarían nada, salvo quizá embarrar más la cuestión, y no eran asuntos que quisiera hablar en aquel momento con nadie, al menos sin una reflexión previa que me permitiera aclararlos, razón por la cual los mantendría apartados... pese a que supiera por quién había dicho que las personas amadas te empujan a conocerte mejor que nadie, sobre todo en los límites de lo que harías y lo que no harías. Volví a apartar esos pensamientos de mi mente, puesto que no conducían a ninguna parte, y me acerqué a él con cuidado, ya que no sabía si sería bien recibida o no. Sin pensar, de nuevo, alargué la mano hacia su nuca y le acaricié el cabello, en un intento de animarlo sin, tampoco, invadir un espacio que le pertenecía solamente a él y a quienes él decidiera incluir.
– Matar a alguien no es el mayor crimen que se puede cometer. Muchas veces las personas con cuya vida terminas lo merecen porque han herido a más gente de la que hieres tú eliminando a ese ser de la faz de la existencia. No sabría decirte cuál es el peor crimen que existe, creo que eso es muy subjetivo, aunque quizá eso sólo sea por mi condición. En cualquier caso, sí que puedo decirte que las circunstancias pueden justificar tus acciones, y mi parecer en este particular es que tú no eres más culpable que alguien que no haya acabado nunca con una vida, ya que tus motivos eran comprensibles y, si me preguntas a mí, nobles. Puedo afirmar sin ningún asomo de duda que cualquiera de las personas con las que terminaste habría hecho lo mismo contigo en tu situación, así que no te culpes. Lo hecho, hecho está. – añadí, encogiéndome de hombros y, sólo entonces, apartando mi mano de su pelo.
Por descontado, no contaba con que tuviera mi más que dudosa moralidad sólo con una conversación. Lo único que buscaba era que dejara de culparse y que viera que había cosas mucho peores que asesinar a alguien, un crimen por el que ya se había culpado lo suficiente a lo largo de los años, incluso aunque no lo recordara. No sabía si lo había conseguido, ni si lo conseguiría, pero era lo mínimo que le debía a aquel joven que, sin comerlo ni beberlo, se había abierto paso a través de mi casi pétreo corazón y me importaba lo suficiente para no considerarlo únicamente un proyecto científico, sino alguien que, como una criatura herida, merecía todo el cuidado que pudiera dársele para que creciera, se recuperara y cumpliera su potencial en su máximo exponente.
– Cuesta acostumbrarse a convivir con el pasado, lo sé. Te culpas por lo que has hecho, te imaginas escenarios en los que las cosas hubieran sido distintas y te preguntas por qué no actuaste de otra manera, pero al final terminas asimilando que si hiciste algo, fuera por los motivos que fuera, no hay vuelta de hoja. Las consecuencias son las que son, no hay manera de cambiar eso, y si realmente te sigues culpando lo que tienes que hacer es procurar no volver a cometer el mismo error. Por eso se dice que son los fallos los que hacen que aprendas, pero tienes que perdonarte a ti mismo por tus acciones de otros tiempos, ya que, de lo contrario, ni siquiera sobrevivir te será suficiente. Céntrate en lo bueno, por ahora, porque creo que lo ha habido en tu vida, ¿o me equivoco? Y piensa en lo malo como una experiencia que te ayuda a madurar, no como un error por el que tienes que pagar el resto de tu vida. Yo no te considero culpable, ¿por qué tú sí lo haces? – le dije, con un asomo de sonrisa en mi expresión, por lo demás, cálida, al igual que mi actitud con él. Suficiente frialdad había tenido ya, no merecía que yo también me comportara así.
El problema era que él no creía que se lo mereciera, y no hacían falta sus palabras replicando a las mías para poder darse cuenta de que su problema era, precisamente, esa falta de seguridad en sí mismo que lo hacía menospreciarse cuando no tenía por qué. ¿Era, acaso, menos digno que quienes tenían las manos totalmente limpias de sangre? Quizá mi naturaleza no humana forzaba mi juicio en ese sentido, y me hacía no considerar el asesinato, por la fuerza de la costumbre, un crimen tan atroz como a él, sin duda influido por la Iglesia y por su mentalidad, le debía de parecer, pero no creía que acabar con una vida fuera para tanto. En un intento de empatizar, intenté ponerme en su situación, en los zapatos de aquel niño asustado que mataba para alimentar a su madre vampiresa. ¿Era realmente merecedor de aquella culpa que se esforzaba en cargar sobre sus hombros cuando sólo lo había hecho por amor hacia su familia? ¿Era un crimen tan grave esforzarse por proporcionar a quienes querías lo que necesitaban para su subsistencia? Yo no lo veía así, igual que también lo veía de una manera mucho más objetiva que él, que era su crítico más mordaz y su juez más duro.
– No puedes luchar por vivir si antes no has sobrevivido. La vida no es un camino de rosas carente de espinas, hay cosas buenas y cosas malas, y uno de los secretos que enseña la experiencia y que se debería enseñar a los jóvenes es que se tiene que aprender a vivir con lo que uno ha hecho, porque sin un pasado que te configura de una manera no se puede entender ni tu presente ni tu futuro. Has cometido crímenes, sí, pero ¿quién no? De una manera o de otra, todos somos culpables de causar daño a otro ser, pero ¿debemos culparnos por ser un poco egoístas? El egoísmo es la clave de la supervivencia; suena contrario a los valores que os inculcan, pero no por ello es menos cierto. – comencé, con suavidad, y ladeé el rostro para mirarlo sin ningún afán de reprenderlo por su comportamiento, sino simplemente para que me comprendiera y viera, en mi expresión, la sinceridad que le quería transmitir. – No puedes forjarte un camino en la vida sin herir nunca a nadie, eso tienes que comprenderlo. Hablar de terminar vidas ajenas en ese sentido es algo extremo para un humano, lo admito, pero piensa por ejemplo en acabar con los sueños de alguien para cumplir tus objetivos. ¿No es eso egoísta? Y, sin embargo, ¿alguien lo considera un crimen? No. Se hace lo que se necesita para sobrevivir, igual que se hace lo que sea por los seres queridos... No hay nadie como las personas amadas para hacerte descubrir cómo eres en realidad. – finalicé, con cierta nostalgia en mi voz que me esforcé en hacer desaparecer, porque no había lugar para ella en mis palabras hacia él.
No deseaba mezclar ciertos aspectos de mi vida privada en la conversación con Kharalian, no porque no tuviera derecho a conocerlos sino porque eran confusos y aún dolorosos, además de, sobre todo, contradictorios. No aportarían nada, salvo quizá embarrar más la cuestión, y no eran asuntos que quisiera hablar en aquel momento con nadie, al menos sin una reflexión previa que me permitiera aclararlos, razón por la cual los mantendría apartados... pese a que supiera por quién había dicho que las personas amadas te empujan a conocerte mejor que nadie, sobre todo en los límites de lo que harías y lo que no harías. Volví a apartar esos pensamientos de mi mente, puesto que no conducían a ninguna parte, y me acerqué a él con cuidado, ya que no sabía si sería bien recibida o no. Sin pensar, de nuevo, alargué la mano hacia su nuca y le acaricié el cabello, en un intento de animarlo sin, tampoco, invadir un espacio que le pertenecía solamente a él y a quienes él decidiera incluir.
– Matar a alguien no es el mayor crimen que se puede cometer. Muchas veces las personas con cuya vida terminas lo merecen porque han herido a más gente de la que hieres tú eliminando a ese ser de la faz de la existencia. No sabría decirte cuál es el peor crimen que existe, creo que eso es muy subjetivo, aunque quizá eso sólo sea por mi condición. En cualquier caso, sí que puedo decirte que las circunstancias pueden justificar tus acciones, y mi parecer en este particular es que tú no eres más culpable que alguien que no haya acabado nunca con una vida, ya que tus motivos eran comprensibles y, si me preguntas a mí, nobles. Puedo afirmar sin ningún asomo de duda que cualquiera de las personas con las que terminaste habría hecho lo mismo contigo en tu situación, así que no te culpes. Lo hecho, hecho está. – añadí, encogiéndome de hombros y, sólo entonces, apartando mi mano de su pelo.
Por descontado, no contaba con que tuviera mi más que dudosa moralidad sólo con una conversación. Lo único que buscaba era que dejara de culparse y que viera que había cosas mucho peores que asesinar a alguien, un crimen por el que ya se había culpado lo suficiente a lo largo de los años, incluso aunque no lo recordara. No sabía si lo había conseguido, ni si lo conseguiría, pero era lo mínimo que le debía a aquel joven que, sin comerlo ni beberlo, se había abierto paso a través de mi casi pétreo corazón y me importaba lo suficiente para no considerarlo únicamente un proyecto científico, sino alguien que, como una criatura herida, merecía todo el cuidado que pudiera dársele para que creciera, se recuperara y cumpliera su potencial en su máximo exponente.
– Cuesta acostumbrarse a convivir con el pasado, lo sé. Te culpas por lo que has hecho, te imaginas escenarios en los que las cosas hubieran sido distintas y te preguntas por qué no actuaste de otra manera, pero al final terminas asimilando que si hiciste algo, fuera por los motivos que fuera, no hay vuelta de hoja. Las consecuencias son las que son, no hay manera de cambiar eso, y si realmente te sigues culpando lo que tienes que hacer es procurar no volver a cometer el mismo error. Por eso se dice que son los fallos los que hacen que aprendas, pero tienes que perdonarte a ti mismo por tus acciones de otros tiempos, ya que, de lo contrario, ni siquiera sobrevivir te será suficiente. Céntrate en lo bueno, por ahora, porque creo que lo ha habido en tu vida, ¿o me equivoco? Y piensa en lo malo como una experiencia que te ayuda a madurar, no como un error por el que tienes que pagar el resto de tu vida. Yo no te considero culpable, ¿por qué tú sí lo haces? – le dije, con un asomo de sonrisa en mi expresión, por lo demás, cálida, al igual que mi actitud con él. Suficiente frialdad había tenido ya, no merecía que yo también me comportara así.
Invitado- Invitado
Re: Por quien doblan las campanas {Privado}
Dolía. Esta vez dolía de verdad, y demasiado, más de lo que parecía que podría soportar alguien como él, que si bien por fuera podía verse íntegro y autosuficiente, en el interior no era más que una suave y frágil masa que había estado mucho tiempo magullándose. Las personas se recuperaban con relativa facilidad de los moretones y cardenales, y eso no lo excluía, pero en el momento que recuperó la memoria había tomado consciencia de la flecha que tenía clavada en el pecho y que probablemente llevó todo ese tiempo incrustándose aún más hasta volverse parte de él. Por eso es que quizás tenía miedo, porque dolería como mil infiernos siquiera el intentar quitarla y nada aseguraba que fuese a sobreponerse de una herida tras la cual muchas cosas podrían salir mal.
Aprender a vivir con lo hecho… aceptar el pasado… No estaba en tal mal pie, tal vez, porque desde que su vida había dado este vuelco, nunca se había cuestionado o deseado no haber recuperado sus recuerdos, y ahora su mecenas le daba aún más motivos para aceptar aquello. A pesar de todo el dolor y todos los crímenes, el poder recordar el rostro de su madre valía infinitamente más que cualquier fortuna o título que pudiese tener. Era el mejor sedante a su intranquilidad, pero lamentablemente no era lo suficientemente fuerte como para convertir la herida en dolor y el dolor en recuerdo. O al menos no lo sería hasta que él lo aceptara.
A sus ojos la Reina era una mujer sabía, que estaba a una altura radicalmente diferente a la suya, una en que podía ver el panorama completo gracias a su experiencia, haciendo que las nimiedades se desdibujaran para poder enfocarse en lo importante. En realidad, y pese a su estado, agradecía profundamente un enfoque externo, uno que no lo juzgaba, pero que tampoco parecía comparecerse de él hasta el nivel de la lástima. Es lo que él sentía fluir de sus palabras. Una lección de madurez que obviamente no tenía la obligación de compartir, sobre todo cuando parecía algo tan personal, algo que no aparece ni siquiera en los libros o en las memorias de algún profesor, siendo por ello, quizás la más valiosa de las lecciones, una que en su aparente simplicidad hasta el muchacho podía comprender.
Solo había un problema con aquello. Si no había nada como los seres amados para poder conocerse a sí mismo ¿Qué iba a hacer ahora que no tenía a ninguno? Nunca, hasta ahora, se había dado cuenta de que estaba tan solo. Habían personas importantes para él, sí, pero no estaba seguro de que fuesen a aceptarlo como Mihail. Porque incluso ahora asumía, que aunque si remotamente llegaba a sanar, las cosas cambiarían, él cambiaría, y que ya no habían posibilidades de volver atrás.
Había dejado de ejercer presión contra las cuencas de sus ojos, o al menos lo suficiente como para no distraerse de las palabras ajenas, las que de a poco lo tranquilizaron, quizás porque ya gran parte de la flecha había cedido, aunque aún faltara lo más complejo. Luego esas suaves caricias en su nuca, que se le antojaban como una recompensa por lo ya avanzado, acabaron por hacerle desistir de seguirse haciendo daño físico. Le eran tan familiares. Tanto que dejó caer las manos pesadamente sobre la mesa mientras luchaba por escucharla y no perder la consciencia.
Dejó caer la cabeza hacia atrás y la ladeó para intentar verla, pero su vista se empañaba, y la imagen de alguien más reemplazaba a la de la Reina, pese a que las palabras y la voz eran las suyas. No pudo evitar sonreír, aunque lo hacía mientras otras cuantas lágrimas caían por sus mejillas. Quizás no se parecían tanto, pero la sensación era similar. Era estar siendo medio aconsejado y medio reprendido al mismo tiempo, pero de una forma tan gentil que perdía todo el carácter de regaño.
Entonces, cuando le dijo que dejara de culparse, de verdad casi pudo escuchar que era su madre quien se lo decía. Había estado tan centrado en lo mucho que se torturaba a sí mismo, que pocas veces llegó a reparar lo que sería para ella que su propio hijo pasara por aquel tormento que jamás se borraría de sus ojos, solo para cuidarla, algo a lo que apenas y podía corresponder con algo más que caricias, palabras tranquilizadoras y una que otra canción de cuna para arrullarlo cuando esas vívidas pesadillas le acechaban.
Cerró los ojos para dejar que cayeran las últimas gotitas, y por primera vez en todos estos momentos de catarsis sus latidos se volvieron suaves y acompasados, dejándole una sensación de paz casi completa. Eso hasta que dijo casi con las mismas palabras lo que otra persona muy importante le había dicho, azotó su cara con esa gran verdad. No todo lo que había en su vida era malo, y él solía estar tan agradecido hasta de las pequeñas cosas, que quizás algún día, cuando madurara y el tiempo junto a las experiencias pasaran, la balanza se inclinaría a lo bueno si tenía fe en ello.
Por eso ante su última frase, seguida de la pregunta, solo pudo corresponderle con el mismo boceto de sonrisa. Porque seguramente al igual que ella, su madre tampoco lo consideraría culpable, y el hecho de que se siguiera torturando con ello probablemente la pondría triste.
- Todo lo que puedo decir es que tiene razón – dijo mientras apartaba un poco la bandeja para dejar una franja de espacio en la que poner las manos cómodamente – Espero poder dejar de ser mi propio verdugo algún día, porque como dijo, no todo ha sido malo y sé que hay cosas mejores esperando, si las merezco o no, aun no estoy seguro, pero creo que desde ahora al menos puedo esforzarme por merecerlas – agregó mientras ponía las manos en el borde de la mesa.
De la nada comenzó a deslizar los dedos por la madera, como si estuviese tocando el piano. Era una canción de cuna que su madre solía tocar y cantarle, una que ahora recordaba por más memoria que conocimiento, pero que en su cabeza sonaba de una forma realista. Era básica, lo suficiente como para que un niño aplicado la pudiese interpretar, y como para que alguien como él pudiese sentirla en su más infantil esplendor. Era atemporal, y podría pensarse que de compositor anónimo, pero la verdad era que creía que le pertenecía a cada una de las madres que arrullaban con ella a sus criaturas.
- Ni usted, ni mi madre, me considerarían jamás culpable, pero yo sí – dijo, aunque sin ningún aire desalentador – Pero… hay una forma de convertir la herida en dolor, y el dolor recuerdo, porque creo que todos tienen derecho a ser perdonados. Mi madre seguramente ya lo ha hecho, y yo quiero hacer las cosas bien, para poder ganarme mi perdón algún día –
Suspiró. Era como si la punta de la flecha, de por sí la más difícil, hubiese salido de su carne, otorgándole un desconocido alivio, que si bien no era pleno, si era el suficiente como para que sus ojos volviesen a brillar como hasta hace poco lo hacían, porque acababa de cimentar el camino que de ahora en adelante iba comenzar a caminar.
Aprender a vivir con lo hecho… aceptar el pasado… No estaba en tal mal pie, tal vez, porque desde que su vida había dado este vuelco, nunca se había cuestionado o deseado no haber recuperado sus recuerdos, y ahora su mecenas le daba aún más motivos para aceptar aquello. A pesar de todo el dolor y todos los crímenes, el poder recordar el rostro de su madre valía infinitamente más que cualquier fortuna o título que pudiese tener. Era el mejor sedante a su intranquilidad, pero lamentablemente no era lo suficientemente fuerte como para convertir la herida en dolor y el dolor en recuerdo. O al menos no lo sería hasta que él lo aceptara.
A sus ojos la Reina era una mujer sabía, que estaba a una altura radicalmente diferente a la suya, una en que podía ver el panorama completo gracias a su experiencia, haciendo que las nimiedades se desdibujaran para poder enfocarse en lo importante. En realidad, y pese a su estado, agradecía profundamente un enfoque externo, uno que no lo juzgaba, pero que tampoco parecía comparecerse de él hasta el nivel de la lástima. Es lo que él sentía fluir de sus palabras. Una lección de madurez que obviamente no tenía la obligación de compartir, sobre todo cuando parecía algo tan personal, algo que no aparece ni siquiera en los libros o en las memorias de algún profesor, siendo por ello, quizás la más valiosa de las lecciones, una que en su aparente simplicidad hasta el muchacho podía comprender.
Solo había un problema con aquello. Si no había nada como los seres amados para poder conocerse a sí mismo ¿Qué iba a hacer ahora que no tenía a ninguno? Nunca, hasta ahora, se había dado cuenta de que estaba tan solo. Habían personas importantes para él, sí, pero no estaba seguro de que fuesen a aceptarlo como Mihail. Porque incluso ahora asumía, que aunque si remotamente llegaba a sanar, las cosas cambiarían, él cambiaría, y que ya no habían posibilidades de volver atrás.
Había dejado de ejercer presión contra las cuencas de sus ojos, o al menos lo suficiente como para no distraerse de las palabras ajenas, las que de a poco lo tranquilizaron, quizás porque ya gran parte de la flecha había cedido, aunque aún faltara lo más complejo. Luego esas suaves caricias en su nuca, que se le antojaban como una recompensa por lo ya avanzado, acabaron por hacerle desistir de seguirse haciendo daño físico. Le eran tan familiares. Tanto que dejó caer las manos pesadamente sobre la mesa mientras luchaba por escucharla y no perder la consciencia.
Dejó caer la cabeza hacia atrás y la ladeó para intentar verla, pero su vista se empañaba, y la imagen de alguien más reemplazaba a la de la Reina, pese a que las palabras y la voz eran las suyas. No pudo evitar sonreír, aunque lo hacía mientras otras cuantas lágrimas caían por sus mejillas. Quizás no se parecían tanto, pero la sensación era similar. Era estar siendo medio aconsejado y medio reprendido al mismo tiempo, pero de una forma tan gentil que perdía todo el carácter de regaño.
Entonces, cuando le dijo que dejara de culparse, de verdad casi pudo escuchar que era su madre quien se lo decía. Había estado tan centrado en lo mucho que se torturaba a sí mismo, que pocas veces llegó a reparar lo que sería para ella que su propio hijo pasara por aquel tormento que jamás se borraría de sus ojos, solo para cuidarla, algo a lo que apenas y podía corresponder con algo más que caricias, palabras tranquilizadoras y una que otra canción de cuna para arrullarlo cuando esas vívidas pesadillas le acechaban.
Cerró los ojos para dejar que cayeran las últimas gotitas, y por primera vez en todos estos momentos de catarsis sus latidos se volvieron suaves y acompasados, dejándole una sensación de paz casi completa. Eso hasta que dijo casi con las mismas palabras lo que otra persona muy importante le había dicho, azotó su cara con esa gran verdad. No todo lo que había en su vida era malo, y él solía estar tan agradecido hasta de las pequeñas cosas, que quizás algún día, cuando madurara y el tiempo junto a las experiencias pasaran, la balanza se inclinaría a lo bueno si tenía fe en ello.
Por eso ante su última frase, seguida de la pregunta, solo pudo corresponderle con el mismo boceto de sonrisa. Porque seguramente al igual que ella, su madre tampoco lo consideraría culpable, y el hecho de que se siguiera torturando con ello probablemente la pondría triste.
- Todo lo que puedo decir es que tiene razón – dijo mientras apartaba un poco la bandeja para dejar una franja de espacio en la que poner las manos cómodamente – Espero poder dejar de ser mi propio verdugo algún día, porque como dijo, no todo ha sido malo y sé que hay cosas mejores esperando, si las merezco o no, aun no estoy seguro, pero creo que desde ahora al menos puedo esforzarme por merecerlas – agregó mientras ponía las manos en el borde de la mesa.
De la nada comenzó a deslizar los dedos por la madera, como si estuviese tocando el piano. Era una canción de cuna que su madre solía tocar y cantarle, una que ahora recordaba por más memoria que conocimiento, pero que en su cabeza sonaba de una forma realista. Era básica, lo suficiente como para que un niño aplicado la pudiese interpretar, y como para que alguien como él pudiese sentirla en su más infantil esplendor. Era atemporal, y podría pensarse que de compositor anónimo, pero la verdad era que creía que le pertenecía a cada una de las madres que arrullaban con ella a sus criaturas.
Ah ! Vous dirai-je Maman
Ce qui cause mon tourment ?
Papa veut que je raisonne
Comme une grande personne
Moi je dis que les bonbons
Valent mieux que la raison.
Ah, ¿le diré, mamá
Lo que causa mi tormento?
Papá quiere que razone
Como una persona mayor.
Yo digo que los caramelos
Valen más que la razón.
Ce qui cause mon tourment ?
Papa veut que je raisonne
Comme une grande personne
Moi je dis que les bonbons
Valent mieux que la raison.
Ah, ¿le diré, mamá
Lo que causa mi tormento?
Papá quiere que razone
Como una persona mayor.
Yo digo que los caramelos
Valen más que la razón.
- Ni usted, ni mi madre, me considerarían jamás culpable, pero yo sí – dijo, aunque sin ningún aire desalentador – Pero… hay una forma de convertir la herida en dolor, y el dolor recuerdo, porque creo que todos tienen derecho a ser perdonados. Mi madre seguramente ya lo ha hecho, y yo quiero hacer las cosas bien, para poder ganarme mi perdón algún día –
Suspiró. Era como si la punta de la flecha, de por sí la más difícil, hubiese salido de su carne, otorgándole un desconocido alivio, que si bien no era pleno, si era el suficiente como para que sus ojos volviesen a brillar como hasta hace poco lo hacían, porque acababa de cimentar el camino que de ahora en adelante iba comenzar a caminar.
Mihail Kharalian Balcêscu- Realeza Rumana
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Fecha de inscripción : 08/10/2011
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Re: Por quien doblan las campanas {Privado}
Mis esfuerzos por fin habían dado sus frutos, lo vi en su mirada antes de que me lo confirmara con sus palabras, o al menos me dejara claro que, pese a que por descontado no había sufrido una transformación sumamente repentina imposible por lo mucho que tenía que superar, sí había empezado a caminar en la dirección correcta, una que lo empujaría lejos de la culpabilidad que se solía dedicar a sí mismo. En ningún momento había sido mi intención que, simplemente con un par de palabras dichas en el instante oportuno, abandonara un vicio tan adictivo y peligroso como lo es cualquiera con tendencias masoquistas; de hecho, contaba con que no sería capaz de hacerlo rápidamente, y ¿quién era yo para culparle? Cuando los bárbaros romanos, a mi juicio de britanna, me habían capturado, tardé un tiempo en hacerme a la idea de que había abandonado involuntariamente mi libertad para ser poco más que un objeto, e incluso entonces quedaron resquicios en mí de esa parte de la mente que no puede evitar preguntarse porqués, y qué habría pasado si las cosas hubieran sido distintas. Tras toda desgracia se atraviesa una fase de rechazo y de negación, que en muchos casos termina derivando hacia una fase distinta, con cierta aceptación de lo sucedido: la culpa. Había, en círculos eruditos, escuchado llamarlo síndrome del superviviente, aunque la idea chocaba por lo nueva que resultaba a la mentalidad científica en la que vivía; consistía en un sentimiento de culpa provocado por ser el único ser que ha sido capaz de superar algo, en detrimento de los que no lo han hecho y cuyo recuerdo provoca, en nosotros, una pena que nos lleva a la culpa. Ese sentimiento no era nuevo; aún sin tener ese nombre, lo había vivido en mis carnes más de una y de dos veces, y por eso sabía los efectos que tenía en la gente, en Kharalian en aquel caso, mi viejo amigo... Y por eso había tratado de actuar en consecuencia.
Me alegró ver que, pese a todo, le había servido mi apoyo y mi ayuda, ya que eso significaba que por fin podría salir del hoyo en el que él mismo se había metido, si bien sabía perfectamente que necesitaba aún mi ayuda para deshacerse de todos los resquicios de oscuridad que, sin duda, aún poblaban su mente. Debía contribuir a que se librara de las telarañas de viejos sentimientos para que estos no proliferaran, de nuevo, y la purga hubiera sido en vano, pero no era fácil, en absoluto, ya que en aquel caso lo que podía acontecer era que se relajara demasiado y no aceptara mi ayuda. Conocía a Kharalian, o al menos creía hacerlo, lo suficiente para asumir que él seguiría mostrándose favorable a una colaboración por mi parte, pero nunca estaba de más tener en mente una posible negativa, sobre todo cuando, de suceder, tendría que actuar en consecuencia. Como le había dicho, yo no me consideraba cruel o menos merecedora de estar viva por haber tenido en mi vida episodios que los humanos considerarían como pecaminosos y propios de una estancia eterna en el Infierno, pero a veces podía parecer, incluso si se consideraba que yo tenía una moralidad distinta a los demás, que no tenía piedad, y no se estaría mintiendo. Era un ser complicado, forjado por circunstancias adversas que habían trastocado las ideas que mi familia humana me había inculcado cuando era niña y que tenían que haber vivido y muerto en mí durante mi ciclo vital, de haber sido este el normal de un humano, pero en lugar de eso me habían transformado en vampiresa, había empezado a beber de las copas de influencias muy distintas que, de una manera o de otra, habían dejado su impronta en mí, y por eso no se me podía tildar de simple ni mis comportamientos de buenos o de malos, fueran estos cuales fueran.
Sin entrar en lo relativo que es el debate del bien y del mal o en cómo se entienden los términos, pues no era lo mismo cuando yo nací como humana que cuando nací como vampiresa o, incluso, en el momento presente, yo tenía mis luces y mis sombras, y mis actuaciones siempre respondían a los objetivos que me ponía mi mente una vez hubiera ponderado las ventajas y los inconvenientes de la situación en cuestión. Con él, había dejado a la vista lo que probablemente se pudiera considerar mi lado más piadoso, aquel que sentía una cálida empatía muy cercana a la humana y que había decidido acoger a poco más que un niño perdido para devolverle lo que se merecía, pero no había sido, aún, testigo de que podía no ser tan cordial... Si para conseguir que dejara de culparse, en el caso de que no quisiera mi ayuda para evitar una recaída, tenía que verme obligada a hacer cosas desagradables para él no me limitaría, si es que así podía ayudarlo. Algo que también me caracterizaba era que, una vez empezaba algo, no solía dejarlo a medias, y él era mi protegido, sin lugar a dudas, alguien que despertaba unas emociones muy maternales y humanas en mí, pero también mi lado vampírico hacía presencia en el asunto de Kharalian, puesto que había una parte de mí que no podía evitar verlo como un proyecto que quería llevar a su fin y cuyo proceso me provocaba la más absoluta curiosidad, casi científica. Por suerte para ambos, no obstante, él aceptó y lo único que vio de mí tras sus palabras fue una nueva sonrisa, amplia y cálida, dedicada a él en exclusiva.
– Y mi opinión respecto a eso es que no lo mereces. Como te he dicho, todos hemos cometido errores, algunos de más importancia que otros, pero ese es el ciclo de la vida, y mientras se aprenda de los fallos, como es tu caso, no veo que te tengan que lapidar por algo que sucedió tiempo atrás. En cualquier caso, no creo que sea necesario que volvamos a un tema que ya hemos tratado en abundancia, ¿no crees? – comenté, y después volví a su lado, sin un mínimo atisbo de un protocolo que, por otra parte, no era importante en aquella situación. Según esas normas que solamente cumplía cuando estaba frente a la corte de mi reino o cuando se producía algún evento social en París al que no acudía disfrazando mi identidad sino, al contrario, engalanándola con joyas y atuendos que le dieran la atención que, teóricamente, merecía, yo era la reina de una nación extranjera, y él un simple conde que, aún en el caso de ser extranjero y, por tanto, exigir mayor diligencia que un miembro de la nobleza de mi propio país, por lo que la diferencia de nivel debiera ser perceptible. Por su parte lo era, puesto que sus palabras se hacían eco de un respeto que, no obstante, no creía que estuviera totalmente relacionado con nuestras diferentes posiciones, sino con mi naturaleza. Él, que provenía de la tierra donde se había gestado el mito del vampiro y de donde venía uno de nuestros representantes más destacados, el infame Vlad Tepes, debería estar curado de espanto, y aún así nos consideraba superiores... O al menos me consideraba a mí superior, motivado por la gratitud que, creía, sentía por mi ayuda hacia él y por haber sido útil en su recuperación de su nueva identidad.
– Es curioso. – murmuré, pensativa, y entonces volví a mirarlo, ya que había desviado la vista hacia un punto en la pared al que miraba sin, realmente, verlo, perdida en mis pensamientos. – Te he protegido, te he acogido, te he dado educación y sé de ti lo que he podido averiguar a través de fuentes variadas que, como comprenderás, no revelaré, a menos que sientas un interés particular por saber quién poseía información sobre ti y en qué instituciones, aunque lo dudo. Tengo, pese a todo, la impresión de que apenas te conozco. Sé lo básico sobre ti, y puedo leer en tu interior lo que te carcome y hace culparte por tus palabras, tus actos y, en fin, pequeños trucos que con el paso del tiempo he ido desarrollando. Podría decirse que conozco, de ti, lo que sabe el mundo acerca de Mihail Kharalian Balcêscu y lo que ni siquiera tú mismo sabes pero pasa dentro de ti. Lo curioso es que apenas conozco nada de ti, del auténtico Kharalian, el muchacho que se viste con las ropas del conde y que tiene una historia a sus pies considerable. Evidentemente, conozco tu pasado, pero no me refiero a eso; me interesa más tu presente y tus vivencias como el muchacho que solías ser que la pompa y las relaciones obligadas que vienen con tu cargo. Me interesas tú. Me interesa la manera en que piensas ganarte tu perdón, y también en quién quieres apoyarte para hacerlo, porque estoy segura de que tu corazón cuenta con gente en quien confías... ¿No? Me interesa porque no eres el único que quiere que lo hagas bien. – concluí, apoyando una de mis manos sobre la mesa de madera frente a la que él estaba y donde, además, tenía lugar nuestra conversación y mirándolo con franca curiosidad... esa que, en mí, nunca terminaba de desaparecer del todo.
Me alegró ver que, pese a todo, le había servido mi apoyo y mi ayuda, ya que eso significaba que por fin podría salir del hoyo en el que él mismo se había metido, si bien sabía perfectamente que necesitaba aún mi ayuda para deshacerse de todos los resquicios de oscuridad que, sin duda, aún poblaban su mente. Debía contribuir a que se librara de las telarañas de viejos sentimientos para que estos no proliferaran, de nuevo, y la purga hubiera sido en vano, pero no era fácil, en absoluto, ya que en aquel caso lo que podía acontecer era que se relajara demasiado y no aceptara mi ayuda. Conocía a Kharalian, o al menos creía hacerlo, lo suficiente para asumir que él seguiría mostrándose favorable a una colaboración por mi parte, pero nunca estaba de más tener en mente una posible negativa, sobre todo cuando, de suceder, tendría que actuar en consecuencia. Como le había dicho, yo no me consideraba cruel o menos merecedora de estar viva por haber tenido en mi vida episodios que los humanos considerarían como pecaminosos y propios de una estancia eterna en el Infierno, pero a veces podía parecer, incluso si se consideraba que yo tenía una moralidad distinta a los demás, que no tenía piedad, y no se estaría mintiendo. Era un ser complicado, forjado por circunstancias adversas que habían trastocado las ideas que mi familia humana me había inculcado cuando era niña y que tenían que haber vivido y muerto en mí durante mi ciclo vital, de haber sido este el normal de un humano, pero en lugar de eso me habían transformado en vampiresa, había empezado a beber de las copas de influencias muy distintas que, de una manera o de otra, habían dejado su impronta en mí, y por eso no se me podía tildar de simple ni mis comportamientos de buenos o de malos, fueran estos cuales fueran.
Sin entrar en lo relativo que es el debate del bien y del mal o en cómo se entienden los términos, pues no era lo mismo cuando yo nací como humana que cuando nací como vampiresa o, incluso, en el momento presente, yo tenía mis luces y mis sombras, y mis actuaciones siempre respondían a los objetivos que me ponía mi mente una vez hubiera ponderado las ventajas y los inconvenientes de la situación en cuestión. Con él, había dejado a la vista lo que probablemente se pudiera considerar mi lado más piadoso, aquel que sentía una cálida empatía muy cercana a la humana y que había decidido acoger a poco más que un niño perdido para devolverle lo que se merecía, pero no había sido, aún, testigo de que podía no ser tan cordial... Si para conseguir que dejara de culparse, en el caso de que no quisiera mi ayuda para evitar una recaída, tenía que verme obligada a hacer cosas desagradables para él no me limitaría, si es que así podía ayudarlo. Algo que también me caracterizaba era que, una vez empezaba algo, no solía dejarlo a medias, y él era mi protegido, sin lugar a dudas, alguien que despertaba unas emociones muy maternales y humanas en mí, pero también mi lado vampírico hacía presencia en el asunto de Kharalian, puesto que había una parte de mí que no podía evitar verlo como un proyecto que quería llevar a su fin y cuyo proceso me provocaba la más absoluta curiosidad, casi científica. Por suerte para ambos, no obstante, él aceptó y lo único que vio de mí tras sus palabras fue una nueva sonrisa, amplia y cálida, dedicada a él en exclusiva.
– Y mi opinión respecto a eso es que no lo mereces. Como te he dicho, todos hemos cometido errores, algunos de más importancia que otros, pero ese es el ciclo de la vida, y mientras se aprenda de los fallos, como es tu caso, no veo que te tengan que lapidar por algo que sucedió tiempo atrás. En cualquier caso, no creo que sea necesario que volvamos a un tema que ya hemos tratado en abundancia, ¿no crees? – comenté, y después volví a su lado, sin un mínimo atisbo de un protocolo que, por otra parte, no era importante en aquella situación. Según esas normas que solamente cumplía cuando estaba frente a la corte de mi reino o cuando se producía algún evento social en París al que no acudía disfrazando mi identidad sino, al contrario, engalanándola con joyas y atuendos que le dieran la atención que, teóricamente, merecía, yo era la reina de una nación extranjera, y él un simple conde que, aún en el caso de ser extranjero y, por tanto, exigir mayor diligencia que un miembro de la nobleza de mi propio país, por lo que la diferencia de nivel debiera ser perceptible. Por su parte lo era, puesto que sus palabras se hacían eco de un respeto que, no obstante, no creía que estuviera totalmente relacionado con nuestras diferentes posiciones, sino con mi naturaleza. Él, que provenía de la tierra donde se había gestado el mito del vampiro y de donde venía uno de nuestros representantes más destacados, el infame Vlad Tepes, debería estar curado de espanto, y aún así nos consideraba superiores... O al menos me consideraba a mí superior, motivado por la gratitud que, creía, sentía por mi ayuda hacia él y por haber sido útil en su recuperación de su nueva identidad.
– Es curioso. – murmuré, pensativa, y entonces volví a mirarlo, ya que había desviado la vista hacia un punto en la pared al que miraba sin, realmente, verlo, perdida en mis pensamientos. – Te he protegido, te he acogido, te he dado educación y sé de ti lo que he podido averiguar a través de fuentes variadas que, como comprenderás, no revelaré, a menos que sientas un interés particular por saber quién poseía información sobre ti y en qué instituciones, aunque lo dudo. Tengo, pese a todo, la impresión de que apenas te conozco. Sé lo básico sobre ti, y puedo leer en tu interior lo que te carcome y hace culparte por tus palabras, tus actos y, en fin, pequeños trucos que con el paso del tiempo he ido desarrollando. Podría decirse que conozco, de ti, lo que sabe el mundo acerca de Mihail Kharalian Balcêscu y lo que ni siquiera tú mismo sabes pero pasa dentro de ti. Lo curioso es que apenas conozco nada de ti, del auténtico Kharalian, el muchacho que se viste con las ropas del conde y que tiene una historia a sus pies considerable. Evidentemente, conozco tu pasado, pero no me refiero a eso; me interesa más tu presente y tus vivencias como el muchacho que solías ser que la pompa y las relaciones obligadas que vienen con tu cargo. Me interesas tú. Me interesa la manera en que piensas ganarte tu perdón, y también en quién quieres apoyarte para hacerlo, porque estoy segura de que tu corazón cuenta con gente en quien confías... ¿No? Me interesa porque no eres el único que quiere que lo hagas bien. – concluí, apoyando una de mis manos sobre la mesa de madera frente a la que él estaba y donde, además, tenía lugar nuestra conversación y mirándolo con franca curiosidad... esa que, en mí, nunca terminaba de desaparecer del todo.
Invitado- Invitado
Re: Por quien doblan las campanas {Privado}
Descansar y sanar, era la constante respuesta a todos esos “¿Y ahora qué?” que asaltaban ahora su cabeza. Sí. Representarse mentalmente flotando en una nada incolora sin mayor preocupación que la de respirar, ahora le parecía idílico, al menos durante el tiempo que tardara en darse cuenta que aún había mucho desorden que organizar en su vida. Quizás por ese mismo motivo era idílico, porque podía obviar muchas de las cosas que faltaban por hacer a cambio de una tranquilidad perpetua. Pero en este, el mundo real, era algo imposible, y por más que existiera un sucedáneo en el hecho de dormir hasta que los dolores de cabeza le fueran insoportables, su naturaleza no le dejaría tomar esa opción.
No. Aún quedaba un largo trecho por delante, uno del que si bien había pasado uno de los grandes baches, distaba bastante de ser un camino llano y tranquilo, mucho menos si se contaba aquella tarea de buscar su perdón, algo de lo que hablaba más de lo que realmente sabía. Y para su buena fortuna, la Reina había dado por terminado aquel tema. Aquello le hizo dejar escapar un suspiro de alivio, porque de haber seguido instando en ello habrían llegado irremediablemente a la interrogante de cómo pensaba ganarse ese perdón del que tanto había pregonado. Pero si bien ella no se lo había preguntado, el mismo muchacho no puedo escapar al cuestionamiento mental. ¿Cómo? Había quienes se volcaban a enclaustramientos religiosos, pero aquello no parecía ir con él dado aquel trauma no superado; otros en cambio, sacrificaban lo material a cambio de una vida de austeridad, pero en su caso había ocurrido al contrario, y si bien las cosas ya habían cambiado, tanto su cuerpo como su mentalidad estaban acostumbrados a la humildad, lo que en términos estrictos no sería un sacrificio… Sacrificio. Esa palabra rebotaba en su cabeza una y otra vez, pero era una palabra vaga e indeterminada, una que de momento se daría el lujo de dejar de lado por esta vez.
Es más, cambió todo su foco de concentración a la renovada mirada que le dirigía la vampiresa y a la palabra “curioso”, que de por sí sola abría también en él esa inquietud, y en cuanto mencionó aquello de que tenía la impresión de que apenas lo conocía, supo a donde iba la nueva conversación. Un tema no menos complejo que el anterior. Y que ahora se volvía una encrucijada en cuanto ella volvía a preguntar por su perdón y por las personas en que confiaba. Cada uno de esos tres puntos los trastocó profundamente, cosa que se vio reflejada en una expresión de confusión y temor, como si hubiese sido acorralado frente al escaparate de las cosas cuyo enfrentamiento había rehuido constantemente.
Lejos de esa solucionable confusión respecto a su nombre, el muchacho no se había parado a analizar quien era ahora, porque como bien había dicho su mecenas, ambos conocían aquel pasado y las cotidianeidades presentes, pero aparte de ello ¿Quién era? Antes se hubiese referido a sí mismo como el chico pobre que había perdido la memoria, pero responder ahora como el Conde de Rumania tampoco era una respuesta satisfactoria, porque significaba perderse tras lo abstracto de un cargo que era más formal que eral. Ya no estaba seguro de nada.
- La verdad es que no sabría que responderle – dijo con honestidad mientras desviaba la mirada distraídamente sobre la pálida mano que yacía sobre la mesa – Se supone que cuando a uno le preguntan algo como eso puede responder sobre sus gustos e intereses, escritores y compositores que son de su agrado, pero creo que no soy bueno para esas cosas – dijo bajando la mirada, como si estuviese decepcionado de sí mismo, lo que en parte era cierto, porque en su simple existencia no parecían caer todas aquellas enseñanzas que los maestros trataban de hacerle ver – Aunque me gustaría serlo – se apresuró a corregir – No recuerdo cual era el nombre de un filósofo… uno que mencionó aquel maestro de las gafas muy gruesas… pero que decía que el hombre era un hombre libre cuando disponía de tiempo para el ocio, lo recuerdo porque aún me pregunto qué era yo cuando no tenía tiempo más que para trabajar y dormir – agregó pensativo, tratando en vano de recordar el nombre de aquella sabia persona que había forjado esas palabras.
Lo que no duró demasiado, porque volcó sus esfuerzos en delimitar las cosas que le hacían ser quien era. O más bien, en lo que esperaba que aquellas cosas lo convirtieran, porque sabía que jamás llegaría a tener las responsabilidades políticas que la mismísima Reina, pero aun así tendría responsabilidades, ya se lo habían advertido, y desde entonces solo se había preguntado si sería digno de ello algún día. Pero ahora… aquello se presentaba como una oportunidad.
- ¿Cree que podría hacer algo? – preguntó de la nada, de forma externamente confusa, ya que solo él podría entender a qué se refería – Digo, siendo un Conde de verdad ¿Hacer algo como ayudar? – dijo buscando su mirada, cualquier atisbo que le diera un “sí” a la infantil esperanza que albergaban sus ojos ahora, una que le llevaba a la idea concreta para ganarse su perdón.
Sabía que ahora contaba con algunos medios para ello, pero no era suficiente, porque sí, podría tener dinero, pero no serviría de nada si no se usaba apropiadamente, algo en lo que no tenía mayor experiencia… ¿Y qué tal algo pequeño? Algo que no involucrara aun sus escasas habilidades sociales. Bueno, todo ello le entusiasmaba de sobremanera, pero sabía que un actuar imprudente no lo llevaría a nada bueno, y que el mejor modo de corregirlo era actuar guiado por alguien con la madurez que a él le faltaba.
Entonces en una jugarreta su mente lo llevó automáticamente al recuerdo del señor Llobregat, aquel cortesano que había conocido en el burdel, y que ahora parecía ser la única persona, aparte de la Reina, en la que podía confiar. Y no a falta de confianza, sino a falta de personas. Por eso era triste contestarle aquella pregunta de en quién pretendía apoyarse, porque en la más miserable literalidad no tenía a nadie más que ellos dos. Y ni siquiera sabía hasta qué punto ambos estarían dispuestos a tratar y a ayudar a alguien como él, que si bien tenía las mejores intenciones tendía también a ser desesperantemente ingenuo.
No. Aún quedaba un largo trecho por delante, uno del que si bien había pasado uno de los grandes baches, distaba bastante de ser un camino llano y tranquilo, mucho menos si se contaba aquella tarea de buscar su perdón, algo de lo que hablaba más de lo que realmente sabía. Y para su buena fortuna, la Reina había dado por terminado aquel tema. Aquello le hizo dejar escapar un suspiro de alivio, porque de haber seguido instando en ello habrían llegado irremediablemente a la interrogante de cómo pensaba ganarse ese perdón del que tanto había pregonado. Pero si bien ella no se lo había preguntado, el mismo muchacho no puedo escapar al cuestionamiento mental. ¿Cómo? Había quienes se volcaban a enclaustramientos religiosos, pero aquello no parecía ir con él dado aquel trauma no superado; otros en cambio, sacrificaban lo material a cambio de una vida de austeridad, pero en su caso había ocurrido al contrario, y si bien las cosas ya habían cambiado, tanto su cuerpo como su mentalidad estaban acostumbrados a la humildad, lo que en términos estrictos no sería un sacrificio… Sacrificio. Esa palabra rebotaba en su cabeza una y otra vez, pero era una palabra vaga e indeterminada, una que de momento se daría el lujo de dejar de lado por esta vez.
Es más, cambió todo su foco de concentración a la renovada mirada que le dirigía la vampiresa y a la palabra “curioso”, que de por sí sola abría también en él esa inquietud, y en cuanto mencionó aquello de que tenía la impresión de que apenas lo conocía, supo a donde iba la nueva conversación. Un tema no menos complejo que el anterior. Y que ahora se volvía una encrucijada en cuanto ella volvía a preguntar por su perdón y por las personas en que confiaba. Cada uno de esos tres puntos los trastocó profundamente, cosa que se vio reflejada en una expresión de confusión y temor, como si hubiese sido acorralado frente al escaparate de las cosas cuyo enfrentamiento había rehuido constantemente.
Lejos de esa solucionable confusión respecto a su nombre, el muchacho no se había parado a analizar quien era ahora, porque como bien había dicho su mecenas, ambos conocían aquel pasado y las cotidianeidades presentes, pero aparte de ello ¿Quién era? Antes se hubiese referido a sí mismo como el chico pobre que había perdido la memoria, pero responder ahora como el Conde de Rumania tampoco era una respuesta satisfactoria, porque significaba perderse tras lo abstracto de un cargo que era más formal que eral. Ya no estaba seguro de nada.
- La verdad es que no sabría que responderle – dijo con honestidad mientras desviaba la mirada distraídamente sobre la pálida mano que yacía sobre la mesa – Se supone que cuando a uno le preguntan algo como eso puede responder sobre sus gustos e intereses, escritores y compositores que son de su agrado, pero creo que no soy bueno para esas cosas – dijo bajando la mirada, como si estuviese decepcionado de sí mismo, lo que en parte era cierto, porque en su simple existencia no parecían caer todas aquellas enseñanzas que los maestros trataban de hacerle ver – Aunque me gustaría serlo – se apresuró a corregir – No recuerdo cual era el nombre de un filósofo… uno que mencionó aquel maestro de las gafas muy gruesas… pero que decía que el hombre era un hombre libre cuando disponía de tiempo para el ocio, lo recuerdo porque aún me pregunto qué era yo cuando no tenía tiempo más que para trabajar y dormir – agregó pensativo, tratando en vano de recordar el nombre de aquella sabia persona que había forjado esas palabras.
Lo que no duró demasiado, porque volcó sus esfuerzos en delimitar las cosas que le hacían ser quien era. O más bien, en lo que esperaba que aquellas cosas lo convirtieran, porque sabía que jamás llegaría a tener las responsabilidades políticas que la mismísima Reina, pero aun así tendría responsabilidades, ya se lo habían advertido, y desde entonces solo se había preguntado si sería digno de ello algún día. Pero ahora… aquello se presentaba como una oportunidad.
- ¿Cree que podría hacer algo? – preguntó de la nada, de forma externamente confusa, ya que solo él podría entender a qué se refería – Digo, siendo un Conde de verdad ¿Hacer algo como ayudar? – dijo buscando su mirada, cualquier atisbo que le diera un “sí” a la infantil esperanza que albergaban sus ojos ahora, una que le llevaba a la idea concreta para ganarse su perdón.
Sabía que ahora contaba con algunos medios para ello, pero no era suficiente, porque sí, podría tener dinero, pero no serviría de nada si no se usaba apropiadamente, algo en lo que no tenía mayor experiencia… ¿Y qué tal algo pequeño? Algo que no involucrara aun sus escasas habilidades sociales. Bueno, todo ello le entusiasmaba de sobremanera, pero sabía que un actuar imprudente no lo llevaría a nada bueno, y que el mejor modo de corregirlo era actuar guiado por alguien con la madurez que a él le faltaba.
Entonces en una jugarreta su mente lo llevó automáticamente al recuerdo del señor Llobregat, aquel cortesano que había conocido en el burdel, y que ahora parecía ser la única persona, aparte de la Reina, en la que podía confiar. Y no a falta de confianza, sino a falta de personas. Por eso era triste contestarle aquella pregunta de en quién pretendía apoyarse, porque en la más miserable literalidad no tenía a nadie más que ellos dos. Y ni siquiera sabía hasta qué punto ambos estarían dispuestos a tratar y a ayudar a alguien como él, que si bien tenía las mejores intenciones tendía también a ser desesperantemente ingenuo.
Mihail Kharalian Balcêscu- Realeza Rumana
- Mensajes : 105
Fecha de inscripción : 08/10/2011
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Re: Por quien doblan las campanas {Privado}
Lo que más me llamaba la atención de mi joven protegido, y quizá era incluso lo que había provocado despertar aquel interés tan particular que despertaba en mí, era la pureza de su corazón, que parecía refulgir en su pecho como la Estrella Polar una noche oscura en la que todo parece perdido, incluso el camino a casa. La certeza de que él escondía en lo más profundo de su pecho una bondad que en mí era desconocida, porque por muchas cosas buenas que hiciera mis motivos no solían ser los más bondadosos objetiva y cristianamente hablando, actuaba como una garantía de mi interés, que sacaba mi lado más protector y me había hecho llegar a erigirme como tal con él, hasta el punto de devolverle lo que le pertenecía por derecho. Podía haber sufrido lo indecible en la vida, de una manera que yo solamente empezaba a intuir por lo que él me contaba y lo que había podido leer sobre Mihail de antemano, pero aun así no se rendía aunque llegara a necesitar ayuda para conseguirlo. Esa clase de voluntad, que era más propia de un inmortal que de un humano, era tan extraña en él como su inocencia, pero eran parte de lo que lo hacían él y no otro, así que sería una enorme tragedia que lo destruyeran... y por eso yo me estaba encargando de que no lo hicieran. De pronto, todos los motivos que hubiera podido tener hasta aquel momento para hacer lo que hacía pasaron a un segundo plano ante el auténtico, el más importante de todos: no quería ver morir la única luz que había visto en el manto de oscuridad del mundo en los últimos siglos, y por fin confirmé esa impresión que, salvajemente, se había colado en mis pensamientos sin ser invitada.
Él quería ayudar a los demás valiéndose de su título legítimo, ¿qué clase de ser en el mundo poseía tal pureza? Mi opinión respecto a la bondad era únicamente mía, y podía estar más o menos de acuerdo con lo que él deseaba, pero no podía evitar darme cuenta de lo única que resultaba su concepción de las cosas en un mundo en el que cualquiera, yo incluida, era más bien egoísta... porque esa, al final, era la única manera de sobrevivir. Quizá por eso él había necesitado mi ayuda, porque su disposición habitual no era sino la de ser alguien generoso y compasivo, y rodeado de gente que se lo comería de tener la ocasión no le había quedado más remedio que recurrir a alguien tan desalmado como lo eran los demás para que luchara contra ellos con sus mismas armas pero que, al mismo tiempo, lo protegiera a él. Eso, no obstante, no creía que el propio Kharalian lo supiera, ya que mi ayuda le había venido como algo caído del cielo y no algo que había pedido. ¿Qué decía de que era generoso...? Parecía no conocer límites, y era tan distinto a los demás que provocaba una ternura inusitada casi por completo en alguien como yo, que quería protegerlo para que nadie corrompiera la tímida luz que él emitía sin siquiera saberlo y que lo diferenciaba de todos los demás.
– La pregunta, más bien, es ¿por qué no podrías? ¿Hay algo que te lo impida? Tienes los medios y los recursos, también tienes la idea de cómo hacerlo en la cabeza, y seguramente incluso dispongas de algún destinatario en mente... Todo está a tu favor, así que no creo que tengas ningún problema. – repliqué, con tono divertido e incluso una media sonrisa que lo animaba a hacerlo, si bien enseguida muté la expresión a una más seria pero no exenta de cordialidad.
– Normalmente se espera de quienes tienen un cargo aristocrático cierta tendencia a la caridad, a preocuparse por los que tienen menos recursos. No estoy segura de si es por influencia de la Iglesia o por separarnos de la imagen que se tiene de los beligerantes nobles medievales, pero la cuestión es que es algo casi obligado. No hay ninguna disposición que te obligue legalmente a hacerlo, pero es una de las normas no escritas de esta sociedad a la que ahora perteneces, y su ignorancia no te exime de su cumplimiento. ¿Te imaginas cómo serían los rumores sobre ti si decepcionaras lo que se espera de alguien en tu posición? O, peor aún, ¿sobre mí? La ofensa sería tuya, en caso de recibirla, pero la deshonra caería sobre mí porque yo soy tu protectora, y un fallo tuyo significa que no estoy ejerciendo bien como tal... y eso tiene unas consecuencias políticas, en un cargo como el mío, francamente desagradables. Has entrado a formar parte de un mundo complicado, Kharalian, y si bien estabas abocado a ser lo que eres ahora tengo tanto que enseñarte... – expliqué, y al final no pude evitar que se me escapara un suspiro, no como si considerara la tarea que tenía por delante como algo duro, sino más bien como algo que me llevaría un tiempo, aunque dado que viviría eternamente no me suponía un problema invertir parte de mi vida en él, como ya había empezado a hacer por otra parte.
En vez de permanecer junto a él, como había estado haciendo hasta aquel punto de la conversación, me dirigí de nuevo hacia donde había estado al principio: la estantería donde reposaban libros antiguos y joyas del conocimiento y la cultura con un valor similar al de un cuadro, si bien solían pasar más desapercibidos. Acaricié sus lomos casi con mimo, desde luego mucho más que el que destinaba a gran parte de los humanos con los que me cruzaba, y con expresión pensativa me giré de nuevo hacia Kharalian para evitar darle la espalda, algo extremadamente descortés cuando planeas hablar con la persona en cuestión, como era mi caso.
– Cada uno elige la manera de hacerlo que más le conviene. Los hay que ayudan a la beneficencia; otros, aunque en mi opinión no sea el ejemplo que debieras seguir, apoyan a la Inquisición... Hay ejemplos por todas partes, y si buscas un referente en mí te diré que mi manera de ayudar es mediante el mecenazgo. Es una vieja costumbre, la verdad, fruto de otros tiempos, pero creo importante contribuir al desarrollo de las artes y por eso apoyo a pintores, escultores, arquitectos y artesanos a que sigan ofreciendo al mundo las maravillas que sus manos son capaces de generar. Si no fuera por ellos, el mundo de hoy día sería tan aburrido... Además, sin los avances de genios como Miguel Ángel nada habría podido avanzar hasta como es ahora. ¿Entiendes mi posición? Yo ayudo a los que se encargan de la faceta artística, contribuyo al progreso, y esa es una idea que al parecer encanta hoy día... Esa es una opción tan válida como construir hospicios. – expuse, jugando con un mechón de mi cabello de manera distraída.
Él tenía la facultad de relajarme y de hacer que la conversación fluyera de manera natural, sin que hubiera que forzarla. Sacaba mi parte más parlanchina a la luz, aquella que estaba deseosa de saber lo que se le pasaba por la mente (pese a que pudiera saberlo fácilmente, si me esforzaba, por mi naturaleza inmortal), y también la protectora que en el fondo llevaba dentro, aunque sólo con aquellos a los que creía que merecía la pena guarecer del mundo exterior y sus peligros. Además, no contento con ello, se había ganado que deseara ayudarlo, así que no pude evitar volver a buscar su mirada, de nuevo con la curiosidad de una nueva pregunta en mis ojos.
– ¿Hay alguien que tengas en mente y que creas que necesita ayuda? – inquirí, con tono, de nuevo, cordial. Si me lo contaba, y no tenía (creía) ningún motivo para que me lo ocultara, podría ayudarlo a hacerlo de la mejor manera posible, y también podría quitarle la idea de la cabeza si es que lo que se le había ocurrido era una locura que sólo haría daño al destinatario de la ayuda, así que eso eran motivos que acompañaban a mi curiosidad a la hora de decidir preguntárselo.
Él quería ayudar a los demás valiéndose de su título legítimo, ¿qué clase de ser en el mundo poseía tal pureza? Mi opinión respecto a la bondad era únicamente mía, y podía estar más o menos de acuerdo con lo que él deseaba, pero no podía evitar darme cuenta de lo única que resultaba su concepción de las cosas en un mundo en el que cualquiera, yo incluida, era más bien egoísta... porque esa, al final, era la única manera de sobrevivir. Quizá por eso él había necesitado mi ayuda, porque su disposición habitual no era sino la de ser alguien generoso y compasivo, y rodeado de gente que se lo comería de tener la ocasión no le había quedado más remedio que recurrir a alguien tan desalmado como lo eran los demás para que luchara contra ellos con sus mismas armas pero que, al mismo tiempo, lo protegiera a él. Eso, no obstante, no creía que el propio Kharalian lo supiera, ya que mi ayuda le había venido como algo caído del cielo y no algo que había pedido. ¿Qué decía de que era generoso...? Parecía no conocer límites, y era tan distinto a los demás que provocaba una ternura inusitada casi por completo en alguien como yo, que quería protegerlo para que nadie corrompiera la tímida luz que él emitía sin siquiera saberlo y que lo diferenciaba de todos los demás.
– La pregunta, más bien, es ¿por qué no podrías? ¿Hay algo que te lo impida? Tienes los medios y los recursos, también tienes la idea de cómo hacerlo en la cabeza, y seguramente incluso dispongas de algún destinatario en mente... Todo está a tu favor, así que no creo que tengas ningún problema. – repliqué, con tono divertido e incluso una media sonrisa que lo animaba a hacerlo, si bien enseguida muté la expresión a una más seria pero no exenta de cordialidad.
– Normalmente se espera de quienes tienen un cargo aristocrático cierta tendencia a la caridad, a preocuparse por los que tienen menos recursos. No estoy segura de si es por influencia de la Iglesia o por separarnos de la imagen que se tiene de los beligerantes nobles medievales, pero la cuestión es que es algo casi obligado. No hay ninguna disposición que te obligue legalmente a hacerlo, pero es una de las normas no escritas de esta sociedad a la que ahora perteneces, y su ignorancia no te exime de su cumplimiento. ¿Te imaginas cómo serían los rumores sobre ti si decepcionaras lo que se espera de alguien en tu posición? O, peor aún, ¿sobre mí? La ofensa sería tuya, en caso de recibirla, pero la deshonra caería sobre mí porque yo soy tu protectora, y un fallo tuyo significa que no estoy ejerciendo bien como tal... y eso tiene unas consecuencias políticas, en un cargo como el mío, francamente desagradables. Has entrado a formar parte de un mundo complicado, Kharalian, y si bien estabas abocado a ser lo que eres ahora tengo tanto que enseñarte... – expliqué, y al final no pude evitar que se me escapara un suspiro, no como si considerara la tarea que tenía por delante como algo duro, sino más bien como algo que me llevaría un tiempo, aunque dado que viviría eternamente no me suponía un problema invertir parte de mi vida en él, como ya había empezado a hacer por otra parte.
En vez de permanecer junto a él, como había estado haciendo hasta aquel punto de la conversación, me dirigí de nuevo hacia donde había estado al principio: la estantería donde reposaban libros antiguos y joyas del conocimiento y la cultura con un valor similar al de un cuadro, si bien solían pasar más desapercibidos. Acaricié sus lomos casi con mimo, desde luego mucho más que el que destinaba a gran parte de los humanos con los que me cruzaba, y con expresión pensativa me giré de nuevo hacia Kharalian para evitar darle la espalda, algo extremadamente descortés cuando planeas hablar con la persona en cuestión, como era mi caso.
– Cada uno elige la manera de hacerlo que más le conviene. Los hay que ayudan a la beneficencia; otros, aunque en mi opinión no sea el ejemplo que debieras seguir, apoyan a la Inquisición... Hay ejemplos por todas partes, y si buscas un referente en mí te diré que mi manera de ayudar es mediante el mecenazgo. Es una vieja costumbre, la verdad, fruto de otros tiempos, pero creo importante contribuir al desarrollo de las artes y por eso apoyo a pintores, escultores, arquitectos y artesanos a que sigan ofreciendo al mundo las maravillas que sus manos son capaces de generar. Si no fuera por ellos, el mundo de hoy día sería tan aburrido... Además, sin los avances de genios como Miguel Ángel nada habría podido avanzar hasta como es ahora. ¿Entiendes mi posición? Yo ayudo a los que se encargan de la faceta artística, contribuyo al progreso, y esa es una idea que al parecer encanta hoy día... Esa es una opción tan válida como construir hospicios. – expuse, jugando con un mechón de mi cabello de manera distraída.
Él tenía la facultad de relajarme y de hacer que la conversación fluyera de manera natural, sin que hubiera que forzarla. Sacaba mi parte más parlanchina a la luz, aquella que estaba deseosa de saber lo que se le pasaba por la mente (pese a que pudiera saberlo fácilmente, si me esforzaba, por mi naturaleza inmortal), y también la protectora que en el fondo llevaba dentro, aunque sólo con aquellos a los que creía que merecía la pena guarecer del mundo exterior y sus peligros. Además, no contento con ello, se había ganado que deseara ayudarlo, así que no pude evitar volver a buscar su mirada, de nuevo con la curiosidad de una nueva pregunta en mis ojos.
– ¿Hay alguien que tengas en mente y que creas que necesita ayuda? – inquirí, con tono, de nuevo, cordial. Si me lo contaba, y no tenía (creía) ningún motivo para que me lo ocultara, podría ayudarlo a hacerlo de la mejor manera posible, y también podría quitarle la idea de la cabeza si es que lo que se le había ocurrido era una locura que sólo haría daño al destinatario de la ayuda, así que eso eran motivos que acompañaban a mi curiosidad a la hora de decidir preguntárselo.
Invitado- Invitado
Re: Por quien doblan las campanas {Privado}
Una idea genérica. Eso era todo lo que el muchacho tenía de momento, o más bien, contaba con la férrea voluntad, pero no sabía cómo canalizarla con los medios adecuados y ni a qué fin concreto dirigirse. Era prácticamente igual que él, una roca en bruto que necesitaba ser pulida para algún demostrar que valía mucho más de lo que parecía al principio, de que a pesar de ese exterior tosco había algo valioso dentro, algo que no se reducía a un nombre, ni a un título, ya que estos más que definir quién era, correspondían a meras herramientas. Sabía que habían muchísimas formas de ayudar a la gente, pero en su inseguridad no podía ver que ninguna llegase a buen puerto, porque no podía evitar considerar en los inconvenientes y problemas que se darían, sobretodo después de haber tenido que recurrir a esa ayuda por mucho tiempo. Aun así, se negaba a pensar que las personas fuesen tan egoístas, o más bien, quería convencerse de ello pese a haber vivido por sí mismo la brutalidad de las calles. El solo pensar que habían otras personas pasando lo mismo que él…
Sacudió la cabeza para no recaer en esos pensamientos que se antojaban más depresivos que nada y que no llevarían a nada bueno, solo para terminar cayendo en un panorama casi igual de aterrador, pero que venía de las palabras de la Reina. Sabía que habrían expectativas de por medio, pero jamás había reparado en el hecho de que de fracasar los efectos negativos no solamente repercutirían en él. Todo esto le imprimía aún más presión a lo que de por sí era un mundo extremadamente complejo lleno de reglas para todo, escritas y no escritas, cuya inobservancia seguramente no le sería perdonada ni siquiera amparándose en el desconocimiento, tal como se le había dicho, lo que explicaba también el hecho de por qué la mismísima Monarca había decidido encargarse de su educación en el ámbito en que más abundaban aquellas normas.
El suspiro que coronó aquellas palabras se le antojó aún más aterrador ¿Estaría cansada ella de esta situación? ¿Cómo saberlo? Jamás se atrevería a preguntárselo directamente, ni siquiera a través de indirectas, y el solo pensar que podría llegar a ser una carga también para ella le llenaba de impotencia, la que probablemente no tenía justificación. Deseó que hubiese algo que detuviese esa capacidad suya de llevar un simple razonamiento al extremo de desvirtuar el asunto por completo con sus inseguridades, o que al menos hubiese una forma de controlarlo. Así como ella mantenía su compostura siempre, con un semblante seguro que él aun no poseía.
¿Cómo alguien como ella podía tener tanta fe en él? Más de la que él mismo parecía ser capaz de tener respecto de sí mismo, carencia que ahora le volvía incapaz de seguir siquiera con la mirada a su interlocutora que ahora volvía a volcar su atención en la gran cantidad de libros de la estantería. Lo que de cierto modo coincidió de forma simbólica con lo que posteriormente explicó sobre su forma de contribución, una cuyos alcances le eran casi imposibles de imaginar al muchacho, no por incapacidad sino que debido a esas contribuciones al progreso eran imposibles de cuantificar. Era una tarea tan importante, que a pesar de constituyera una idea llamativa en estos días, no creía capaz de abarcar ¿Cómo ayudar en ello si apenas conocía las artes básicas? Quizás algún día podría, pero de momento habría que iniciar con algo menos complejo. Lo que de principio e irrevocablemente excluía la idea de ayudar a la inquisición. La misma institución que había acabado con la vida de su madre, y que de cierto modo había causado todas las grandes penurias en su vida.
- Ellos mataron a mi madre – dijo en un tono de voz aterradoramente neutro – Así que creo que por más argumentos que pudiesen darme, ni siquiera podría apoyarlos moralmente – agregó al tiempo que de forma inconsciente comenzó a frotarse los brazos, como si estuviese consolándose – Y creo que jamás podía hacer el tipo de contribuciones que usted hace, porque no serviría de mucho que alguien que apenas tiene nociones sobre el asunto tratara de ayudar, creo que más bien estorbaría – dijo un poco más animado, tratando de pensar en cuáles eran las opciones que le quedaban.
¿Por qué incluso ayudar se volvía una tarea complicada? La servicialidad era mucho más simple antes, con cosas pequeñas que generalmente se podían hacer con las manos y que iban dirigidas a personas determinadas. ¿Por qué no hacer algo así? Simple. Solo ayudar o conseguir ayuda para personas que necesiten algo.
Aquello podía sonar como la idea más vaga e ingenua posible considerando las opciones que ahora tenía, pero en su cabeza ello tenía mucho más sentido que planes elaborados o rebuscados, pero el mayor problema de todo volvía a recaer en la misma pregunta que se le volvía a hacer ¿Ayudar a quién?
Instantáneamente solo una persona se vino a su mente. Una persona que quizás no deseaba ser ayudada, y probablemente creyera no necesitarlo, pero que a ojos del rumano parecía ser la persona más desesperanzada de París. Y al contrario de lo que podría parecer, no sentía ningún tipo de lástima o algún sentimiento parecido, sino que el recordarlo le provocaba cierto incontenible rubor en las mejillas.
- De momento solo se me ocurre una persona – confesó levantándose del asiento, no sin cierto temor de contarle esa suerte de vínculo que tenía con él – Se llama Óscar, y trabaja… en el burdel – precisó con algo de vergüenza, no obstante en aquella frase podrían incluirse múltiples trabajos, algunos más fáciles de admitir que otros – Desde que pasó esto que no lo veo, pero la verdad es que no me gustaría que siguiese trabajando en un lugar así – siguió hablando ya con algo más de soltura – Tampoco es que sepa de otra cosa que quisiera hacer– se apresuró a corregir – Pero pareciese que no tuviese esperanzas en ese lugar, por eso me gustaría ayudarlo – finalizó ya con plena convicción de que estaría dispuesto a hacer cualquier cosa por ayudarlo.
Sacudió la cabeza para no recaer en esos pensamientos que se antojaban más depresivos que nada y que no llevarían a nada bueno, solo para terminar cayendo en un panorama casi igual de aterrador, pero que venía de las palabras de la Reina. Sabía que habrían expectativas de por medio, pero jamás había reparado en el hecho de que de fracasar los efectos negativos no solamente repercutirían en él. Todo esto le imprimía aún más presión a lo que de por sí era un mundo extremadamente complejo lleno de reglas para todo, escritas y no escritas, cuya inobservancia seguramente no le sería perdonada ni siquiera amparándose en el desconocimiento, tal como se le había dicho, lo que explicaba también el hecho de por qué la mismísima Monarca había decidido encargarse de su educación en el ámbito en que más abundaban aquellas normas.
El suspiro que coronó aquellas palabras se le antojó aún más aterrador ¿Estaría cansada ella de esta situación? ¿Cómo saberlo? Jamás se atrevería a preguntárselo directamente, ni siquiera a través de indirectas, y el solo pensar que podría llegar a ser una carga también para ella le llenaba de impotencia, la que probablemente no tenía justificación. Deseó que hubiese algo que detuviese esa capacidad suya de llevar un simple razonamiento al extremo de desvirtuar el asunto por completo con sus inseguridades, o que al menos hubiese una forma de controlarlo. Así como ella mantenía su compostura siempre, con un semblante seguro que él aun no poseía.
¿Cómo alguien como ella podía tener tanta fe en él? Más de la que él mismo parecía ser capaz de tener respecto de sí mismo, carencia que ahora le volvía incapaz de seguir siquiera con la mirada a su interlocutora que ahora volvía a volcar su atención en la gran cantidad de libros de la estantería. Lo que de cierto modo coincidió de forma simbólica con lo que posteriormente explicó sobre su forma de contribución, una cuyos alcances le eran casi imposibles de imaginar al muchacho, no por incapacidad sino que debido a esas contribuciones al progreso eran imposibles de cuantificar. Era una tarea tan importante, que a pesar de constituyera una idea llamativa en estos días, no creía capaz de abarcar ¿Cómo ayudar en ello si apenas conocía las artes básicas? Quizás algún día podría, pero de momento habría que iniciar con algo menos complejo. Lo que de principio e irrevocablemente excluía la idea de ayudar a la inquisición. La misma institución que había acabado con la vida de su madre, y que de cierto modo había causado todas las grandes penurias en su vida.
- Ellos mataron a mi madre – dijo en un tono de voz aterradoramente neutro – Así que creo que por más argumentos que pudiesen darme, ni siquiera podría apoyarlos moralmente – agregó al tiempo que de forma inconsciente comenzó a frotarse los brazos, como si estuviese consolándose – Y creo que jamás podía hacer el tipo de contribuciones que usted hace, porque no serviría de mucho que alguien que apenas tiene nociones sobre el asunto tratara de ayudar, creo que más bien estorbaría – dijo un poco más animado, tratando de pensar en cuáles eran las opciones que le quedaban.
¿Por qué incluso ayudar se volvía una tarea complicada? La servicialidad era mucho más simple antes, con cosas pequeñas que generalmente se podían hacer con las manos y que iban dirigidas a personas determinadas. ¿Por qué no hacer algo así? Simple. Solo ayudar o conseguir ayuda para personas que necesiten algo.
Aquello podía sonar como la idea más vaga e ingenua posible considerando las opciones que ahora tenía, pero en su cabeza ello tenía mucho más sentido que planes elaborados o rebuscados, pero el mayor problema de todo volvía a recaer en la misma pregunta que se le volvía a hacer ¿Ayudar a quién?
Instantáneamente solo una persona se vino a su mente. Una persona que quizás no deseaba ser ayudada, y probablemente creyera no necesitarlo, pero que a ojos del rumano parecía ser la persona más desesperanzada de París. Y al contrario de lo que podría parecer, no sentía ningún tipo de lástima o algún sentimiento parecido, sino que el recordarlo le provocaba cierto incontenible rubor en las mejillas.
- De momento solo se me ocurre una persona – confesó levantándose del asiento, no sin cierto temor de contarle esa suerte de vínculo que tenía con él – Se llama Óscar, y trabaja… en el burdel – precisó con algo de vergüenza, no obstante en aquella frase podrían incluirse múltiples trabajos, algunos más fáciles de admitir que otros – Desde que pasó esto que no lo veo, pero la verdad es que no me gustaría que siguiese trabajando en un lugar así – siguió hablando ya con algo más de soltura – Tampoco es que sepa de otra cosa que quisiera hacer– se apresuró a corregir – Pero pareciese que no tuviese esperanzas en ese lugar, por eso me gustaría ayudarlo – finalizó ya con plena convicción de que estaría dispuesto a hacer cualquier cosa por ayudarlo.
Mihail Kharalian Balcêscu- Realeza Rumana
- Mensajes : 105
Fecha de inscripción : 08/10/2011
DATOS DEL PERSONAJE
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Datos de interés:
Re: Por quien doblan las campanas {Privado}
Aunque no hubieran matado a su madre, aunque simplemente se hubieran encargado de eliminar un objetivo muy lejano, quizá ni siquiera relacionado directamente con él, intuía que Mihail no deseaba ayudar a la Inquisición económicamente bajo ningún concepto. De la nobleza y monarquía europeas, a la que ambos pertenecíamos después del casual descubrimiento de que el joven Kharalian era en realidad una personalidad de la nobleza rumana, se esperaba que confraternizaran con el catolicismo y apoyaran sus cruzadas contra los infieles, contra los movimientos sociales que sólo buscaban una mejor situación para las clases desfavorecidas; en definitiva, que se aliaran con el habitual compañero de armas, que justificaba y en cierta medida incluso legitimaba el poder regio al considerarlo ungido por Dios. Nuestros casos, no obstante, nos alejaban de aquella norma general, tanto por una personal falta de fe como me pasaba a mí, como por una bondad interior demasiado grande para apoyar a asesinos que mataban sin motivo alguno, como le sucedía a él, o al menos eso era lo que creía. Mihail era la persona más inocente que conocía en un París lleno de corrupción en todos los aspectos, en una realidad en la que la timidez parecía estar únicamente en los folletines y los diccionarios, y eso despertaba en mí el deseo justificado de protegerlo de cualquier mal que pudiera azotarlo, viniera de donde viniese... incluso aunque su origen fuera él mismo, como a juzgar por sus palabras parecía ser.
Por un instante, apreté los labios y dejé que viera que la idea no me gustaba demasiado. Era ir en contra de mis palabras y tirar piedras contra mi propio tejado, no necesitaba que me lo recordaran para saber que hasta cierto punto mi actuación era contradictoria, pero tenía mis motivos para estar en desacuerdo con él, y no tenían nada que ver con el tal Óscar ni con Mihail, al menos no directamente.
– Lo... aprecias, ¿no? A Óscar, el cortesano del burdel. – inquirí, aunque realmente no era necesario preguntarlo para saber que la respuesta sincera era afirmativa. Él quizá no lo sabía, o se sentía demasiado cohibido para admitírselo incluso en su fuero interno, pero no era simple aprecio, sino que era algo más fuerte, y eso era exactamente lo que me preocupaba. Durante siglos, yo había creído en el amor, había considerado que un sentimiento tan alabado por los poetas de la historia de la literatura tenía que ser, cuando menos, intenso, sí, pero al mismo tiempo maravilloso. Yo, que me sentía atraída por hombres y también por mujeres, entendía, a diferencia de aquellos que perjuraban contra algo natural, ese tipo de inclinaciones y también sabía que el amor podía nacer entre cualquier sexo, o al menos así lo había creído hasta que yo misma había probado que, por muy bonito que pareciera, no era en absoluto así, sino que dolía y destrozaba todo a su paso, algo cuyo mejor exponente era, sin duda, yo misma, que había llegado hasta extremos indecibles para destruir a quien una vez había creído querer.
Mihail ya había sufrido bastante a lo largo de su vida para aceptar, de buen grado, que estuviera tan dispuesto a añadir un nuevo sufrimiento a su historial. En base a mi propia experiencia, me negaba a permitir que su inocencia le fuera arrebatada por un sentimiento tan ingrato como lo era el amor, que parecía sentir incondicionalmente y que, pese a ello, no parecía ser capaz de admitir, al menos a mí. ¿Sería consciente de la naturaleza de sus sentimientos, de su deseo de ayudar a un cortesano del burdel? Yo no sabía nada sobre él, ni sobre su origen ni ambiciones, pero de entrada no confiaba en Óscar, fuera quien fuese, porque no quería que Mihail sufriera. Mis motivos, por egoístas que parecieran, tenían como único objetivo proteger a mi joven pupilo, evitar que su corazón refulgente de luz e inocencia se volviera tan oscuro como lo era el mío, ya que pese a que en mí fuera algo que incluso se podía esperar, quizá por mi herencia humana como bárbara, en él era una reliquia, algo que había conservado contra todo pronóstico y que yo deseaba que continuara atesorando el mayor tiempo posible.
– No deberías ayudarlo, ni aunque supieras que su mayor deseo es salir del burdel en el que está trabajando. No juzgo que sea un cortesano, Mihail, no me malinterpretes, aunque fuera la princesa heredera de una de las naciones escandinavas tendría mis reparos, pero su situación no lo convierte en un objetivo particularmente deseable. Y tú, además, lo aprecias... Todo esto puede terminar mal para los dos. – advertí, cruzando los brazos sobre el pecho con la misma seriedad que debía de estar expresando mi mirada, clara, clavada en la suya, tan oscura y, paradójicamente, mucho más límpida que la mía.
Eso era precisamente lo que trataba de mantener. El sufrimiento me había convertido en un ser ciertamente desalmado en numerosas ocasiones, tanto como intensa podía serlo en otras, y mi inestabilidad emocional, aunque mitigada en los últimos tiempos, no se la deseaba a alguien que merecía precisamente lo contrario, calma que supusiera un bálsamo para demasiadas heridas en su corazón. Entregándoselo a otra persona, fuera del tipo social que fuera, se arriesgaría a que se lo devolvieran pisoteado y herido, con cientos de miles de pequeñas agujas clavadas en él que le impedirían volver a ser el Mihail que había sido una vez y que yo intentaba mantener con todas mis fuerzas y los medios que tuviera a mi alcance. No, no permitiría que lo ayudara, no cuando tenía un vínculo tan personal e intenso como lo era el suyo, ya que no quería que lo hundiera y lo arrastrara con él por azares que bien podían evitarse.
– No, Mihail. No debes entregar tu corazón a nadie, y si eso pasa por no ayudar a Óscar te aseguro que evitaré que lo hagas. Puedo encargarme yo, si lo deseas, e incluso puedo prometerme que si es tu deseo le construiré una vida fuera del burdel, pero debo ser yo, no tú. Tú no debes poner en riesgo tu corazón... No quiero que, si te lo rompen, dejes de ser el Mihail que he conocido y he llegado a apreciar. Eres único... no estoy dispuesta a dejar que te conviertas en una versión dolorida y destrozada de ti mismo. – afirmé, con firmeza inquebrantable y con la determinación de que no iba a dejar que él sufriera... Aunque fuera a hacerlo con mi decisión, porque estaba casi convencida de que no iba a gustarle, con el tiempo me lo agradecería, sobre todo cuando viera que yo sólo miraba por su bien, por mucho que pudiera no parecerlo.
Por un instante, apreté los labios y dejé que viera que la idea no me gustaba demasiado. Era ir en contra de mis palabras y tirar piedras contra mi propio tejado, no necesitaba que me lo recordaran para saber que hasta cierto punto mi actuación era contradictoria, pero tenía mis motivos para estar en desacuerdo con él, y no tenían nada que ver con el tal Óscar ni con Mihail, al menos no directamente.
– Lo... aprecias, ¿no? A Óscar, el cortesano del burdel. – inquirí, aunque realmente no era necesario preguntarlo para saber que la respuesta sincera era afirmativa. Él quizá no lo sabía, o se sentía demasiado cohibido para admitírselo incluso en su fuero interno, pero no era simple aprecio, sino que era algo más fuerte, y eso era exactamente lo que me preocupaba. Durante siglos, yo había creído en el amor, había considerado que un sentimiento tan alabado por los poetas de la historia de la literatura tenía que ser, cuando menos, intenso, sí, pero al mismo tiempo maravilloso. Yo, que me sentía atraída por hombres y también por mujeres, entendía, a diferencia de aquellos que perjuraban contra algo natural, ese tipo de inclinaciones y también sabía que el amor podía nacer entre cualquier sexo, o al menos así lo había creído hasta que yo misma había probado que, por muy bonito que pareciera, no era en absoluto así, sino que dolía y destrozaba todo a su paso, algo cuyo mejor exponente era, sin duda, yo misma, que había llegado hasta extremos indecibles para destruir a quien una vez había creído querer.
Mihail ya había sufrido bastante a lo largo de su vida para aceptar, de buen grado, que estuviera tan dispuesto a añadir un nuevo sufrimiento a su historial. En base a mi propia experiencia, me negaba a permitir que su inocencia le fuera arrebatada por un sentimiento tan ingrato como lo era el amor, que parecía sentir incondicionalmente y que, pese a ello, no parecía ser capaz de admitir, al menos a mí. ¿Sería consciente de la naturaleza de sus sentimientos, de su deseo de ayudar a un cortesano del burdel? Yo no sabía nada sobre él, ni sobre su origen ni ambiciones, pero de entrada no confiaba en Óscar, fuera quien fuese, porque no quería que Mihail sufriera. Mis motivos, por egoístas que parecieran, tenían como único objetivo proteger a mi joven pupilo, evitar que su corazón refulgente de luz e inocencia se volviera tan oscuro como lo era el mío, ya que pese a que en mí fuera algo que incluso se podía esperar, quizá por mi herencia humana como bárbara, en él era una reliquia, algo que había conservado contra todo pronóstico y que yo deseaba que continuara atesorando el mayor tiempo posible.
– No deberías ayudarlo, ni aunque supieras que su mayor deseo es salir del burdel en el que está trabajando. No juzgo que sea un cortesano, Mihail, no me malinterpretes, aunque fuera la princesa heredera de una de las naciones escandinavas tendría mis reparos, pero su situación no lo convierte en un objetivo particularmente deseable. Y tú, además, lo aprecias... Todo esto puede terminar mal para los dos. – advertí, cruzando los brazos sobre el pecho con la misma seriedad que debía de estar expresando mi mirada, clara, clavada en la suya, tan oscura y, paradójicamente, mucho más límpida que la mía.
Eso era precisamente lo que trataba de mantener. El sufrimiento me había convertido en un ser ciertamente desalmado en numerosas ocasiones, tanto como intensa podía serlo en otras, y mi inestabilidad emocional, aunque mitigada en los últimos tiempos, no se la deseaba a alguien que merecía precisamente lo contrario, calma que supusiera un bálsamo para demasiadas heridas en su corazón. Entregándoselo a otra persona, fuera del tipo social que fuera, se arriesgaría a que se lo devolvieran pisoteado y herido, con cientos de miles de pequeñas agujas clavadas en él que le impedirían volver a ser el Mihail que había sido una vez y que yo intentaba mantener con todas mis fuerzas y los medios que tuviera a mi alcance. No, no permitiría que lo ayudara, no cuando tenía un vínculo tan personal e intenso como lo era el suyo, ya que no quería que lo hundiera y lo arrastrara con él por azares que bien podían evitarse.
– No, Mihail. No debes entregar tu corazón a nadie, y si eso pasa por no ayudar a Óscar te aseguro que evitaré que lo hagas. Puedo encargarme yo, si lo deseas, e incluso puedo prometerme que si es tu deseo le construiré una vida fuera del burdel, pero debo ser yo, no tú. Tú no debes poner en riesgo tu corazón... No quiero que, si te lo rompen, dejes de ser el Mihail que he conocido y he llegado a apreciar. Eres único... no estoy dispuesta a dejar que te conviertas en una versión dolorida y destrozada de ti mismo. – afirmé, con firmeza inquebrantable y con la determinación de que no iba a dejar que él sufriera... Aunque fuera a hacerlo con mi decisión, porque estaba casi convencida de que no iba a gustarle, con el tiempo me lo agradecería, sobre todo cuando viera que yo sólo miraba por su bien, por mucho que pudiera no parecerlo.
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