AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Mea Culpa -Altair.-
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Mea Culpa -Altair.-
Virginum custos et pater, sancte Joseph, cujus fideli custodiae ipsa Innocentia Christus Jesús et Virgo virginum Maria commisa fuit; te per hoc utrumque carissimum pignus Jesum et Mariam obsecro et obtestor, ut me, ab omni immunditia praeservatum, mente incontaminata, puro corde et casto corpore Jesu et Mariae semper facias castissime famulari.
La noche estaba llena de nubarrones, las estrellas tintineantes y la luna menguante yacían ocultos por el manto negro, el viento frío soplaba con algo de fuerza, las copas de los arboles llenas de verde follaje se mecían en un cadencioso vaivén, el olor a lluvia se sentía en el ambiente impregnando aquel ya de por sí húmedo lugar. Los arboles y arbustos no dejaban ver mucho más allá de un par de metros, una ligera neblina hacía el ambiente mucho más misterioso, los seres nocturnos habitantes del bosque salían uno a uno en una perfecta sincronía, las cigarras y grillos entonaban melancólicas sinfonías, se escuchaban las ligeras pisadas de los cuadrúpedos qué noctambulaban en busca de su alimento, el ulular de un par de búhos indicaba qué aquella noche o era como cualquier otra. A unos doscientos metros de la congregación donde las novicias hacían sus servicios antes de consagrar su vida a los hábitos perpetuos y tomar a Jesús como único y verdadero camino, se podía ver la silueta de una mujer, sus pies hacían crujir la hojarasca a cada paso, vestía un habito blanco como la nieve, la cabeza cubierta por un manto y sobre ella una capa qué la resguardaba del frío. Caminaba con cierta dificultad hacía una pequeña laguna que de paso irrigaba los sembradíos de las monjas, nada más alrededor, solo arboles y el claustro.
La figura se detuvo justo a la orilla de la laguna, se despojó de la capa colocándola sobre el suelo a su lado derecho, lentamente levantó la falda del blanco habito qué se había manchado ligeramente en la bastilla, de la pierna derecha escurrían un par de hilillos color carmín, al subir un poco más el blanco manto ahora mancillado por la sangre de la joven, puso observarse un silicio atado con fuerza justo en el muslo de la chica. Ella contenía su dolor cerrando los ojos, su rostro parecía tallado por un gran artista, quitó lentamente la tira de alambre con púas que la lesionaba, con cuidado la dejó sobre la capa, en un lento ritual se despojó primero del velo qué cubría su negro y sedoso cabello agarrado en una coleta baja, sobre su rostro un par de mechones cayeron, eran algo ondulados, si expresión era serena aún qué en sus ojos podía verse un dejo de culpabilidad y dolor, mas algo espiritual qué físico, se desfajó despojándose luego de la blusa, quedando completamente descubierta, su piel se erizó al contacto con el viento. Pronto bajó la falda siguiendo con ese extraño ritual, una vez al quedar completamente desnuda, su cuerpo dejó ver las trémulas carnes qué, extrañamente tenían sobre todo en piernas, brazos, espalda y pecho, marcas de heridas, raspones y algunos golpes que mellaban aquella escultural figura.
Dio justo tres pasos soltando su cabello, de su cuello pendía un rosario de plata el cual apretó con la diestra con fuerza, siguió caminando hacía la laguna adentrándose hasta qué sus piernas fueron cubiertas por el agua, un par de pasos más y el helado líquido cubría hasta su pecho, se quedó ahí por breves momentos, sus labios temblaron al mismo tiempo qué su cuerpo se estremecía por el fío, se sumergió por completo saliendo con el cabello completamente mojado. Volvió caminando a la orilla donde había una espiga de hierva, la vara de esta era delgada pero larga y sumamente firme, la despojó de las hojas mojándola después, la mojó en la orilla de la laguna, postrándose de rodillas con ojos cerrados, se escuchó el zumbido de la vara justo antes de golpear la piel de la espalda de la chica, una y otra vez en un enfermo ritual qué la llenaba de dolor, pensaba qué con ese ritual su alma se purificaría mediante el dolor de su cuerpo, una y otra vez, fueron alrededor de veinte golpes, la piel de su espalda se abrió ligeramente dejando ver una pequeña herida al rojo vivo. Un par de lágrimas corrieron por sus mejillas, jadeaba del dolor pero no pronunciaba un solo quejido.
Dejó la vara en la orilla del lago para qué flotara, fijó la vista en ella dando un largo suspiro qué no aliviaba su pena, recuerdos la acosaban, recuerdos de una noche en la qué deseó ser una damisela tomada con fuerza por un aguerrido hombre, fuerte y alto, poderoso sometiéndola a las caricias del placer, haciéndola sucumbir ante el pecado de la lujuria. Gimió mientras sus manos se pasaban por sus piernas heridas, la sangre del silicio se había secado mas no lo suficiente como para no haber dejado una caprichosa figura ascendente, se mordió el labio inferior dejándose llevar, subiendo ambas manos hasta qué… reaccionó, sus ojos se abrieron como si algo se hubiera clavado en su corazón, rápidamente se levantó y corrió al lago, sumergiéndose, lavándose el cuerpo como si con esto lavara su alma. Apenas un par de segundos después escuchó el crujir de la hojarasca, no estaba sola y volteó asustada, girando rápidamente en todas direcciones, buscando, su corazón se aceleró, la respiración era difícil por el frio y sus labios rosados empezaron a perder color –Quien… quien va?.- preguntó con miedo llevándose la mano derecha a la cruz del rosario, apretándolo con fuerza…
Fac nos innocuam, Ioseph, decurrere vitam. Sitque tuo Semper tuta patrocinio. Amen.
María Magdalena Cebrian- Humano Clase Media
- Mensajes : 49
Fecha de inscripción : 06/09/2012
Localización : París
Re: Mea Culpa -Altair.-
Soy el espíritu que siempre niega y con razón, pues todo cuanto tiene principio merece ser aniquilado, y por lo mismo, mejor fuera que nada viniese a la existencia. Así, pues, todo aquello que vosotros denomináis pecado, destrucción, en una palabra, el Mal, es mi propio elemento.
El manto de la penumbra se había tendido sobre aquél páramo que hoy le cobijaba junto a las opacas joyas celestes, sustituyendo con gracia las luces anaranjadas de los faroles que ya había dejado tras de sí. Pinceladas de bermellón violaban la negrura perpetua de aquellos nubarrones, como la sangre derramada en algún lejano altar, invocando el nombre de un viejo dios. La gelidez del viento recorría con fuerza la tierra aquella noche, almas en pena que se empujaban unos a otros en una guerra interminable, usando los arboles como refugio entre los cuales resonaba su lúgubre lengua. Él les conocía, errante y maldito como ellas, pero para su suerte no era un descarnado más, aunque en ocasiones, escasas ocasiones donde la poca humanidad que le fue inculcada irrigaba en sus venas haciéndole desear serlo; poder ser libre de aquella prisión infernal a la cual había sido condenado. A decir verdad bastaba unos instantes de meditación para que de la cabeza del boyardo, egolatría y cínico, se borrase cualquier sentimiento de cobardía. Aunque la desgraciada, como sanguijuela sedienta se pegase a su alma ferreamente. Bien sabido tenía que dejando entrar a ese parásito dentro de si, erradicarlo le sería una tarea pesada. El caos que se inoculó en su cuerpo era la chispa que le mantenía andando.
Sus manos, grandes y firmes se hallaban tensas alrededor de la correa de cuero de su corcel rojo como las brasas, forzado al trote entre las finas gotas de lluvia que se escapaban entre las copas de los árboles. Delgadísimas agujas heladas atravesaban su ropa, chocando contra el duro pectoral y el gesto inamovible del engendro de Mefisto. Un rayo blanco como el platino atravesó violentamente el negruzco oleo del cielo, haciendo que en su rostro una media sonrisa, vacía de intenciones nobles, se apoderase de sus facciones. Estaba en sus dominios y era su reino el que le congratulaba por su regreso como cada noche.
Hombre y animal en una enfermiza comunión a la cual había sido obligado a aceptar con la misma terquedad con la que rechazaba su pasado, con la misma fuerza que necesitó para hacerse huir. Grillos a suerte de fanfarria y un lejano aullido le confirmó aquella seguridad; estaba en su territorio, de nadie más. Gran sorpresa se llevaría el hombre más adelante, al ver que no era el único presente dentro de sus ocultos parajes. Aquél aroma de cenizas, incienso y musgo hizo que parase en seco el trote, deteniéndose para olfatear con mayor detalle el cúmulo de esencias que inundaban su olfato, si bien era un hijo de licaón, admitía que una que otra costumbre bien podrían haber sido dignas de un felino, dejando amarrado al caballo rojizo al abeto más frondoso para que le cubriese; ahora sus pies serían quienes le guiasen hasta la fuente.
Sus pasos fueron amortiguados por la hojarasca y aunque las ramas más frágiles se resquebrajaran bajo su peso, el sonido de la lluvia lo ocultaba con maestría, siendo uno con lo que le rodeaba. Hasta que la vio, como ánima del purgatorio que pena en el paraje de los vivos hasta cumplir su cuota para acceder al cielo; ataviada de un ropaje blanco inmaculado que le delataba como novicia, dirigía sus pasos trémulos hacia el espejo de agua que yacía a las espaldas del convento. Observó en silencio sepulcral el ritual que aquella joven realizaba, sin intención de interrumpirle, primero dejando caer la pesada capa, dejándole observar entre la maleza aquél hilo de vida que había teñido el blanco invernal, subiéndola de a poco para que con el efímero rayo de la luna pudiese brillar la plata del silicio que la amedrentaba. Los ojos del boyardo fueron subiendo por el aún cubierto cuerpo para detenerse a mirar con detalle el rostro de la criatura, forjado en una perpetua agonía que se intensificó hasta mutar al alivio cuando el crujir del metal al descansar finalmente la liberó. Poco a poco las capas de tela fueron desapareciendo, soltando una cascada de bucles oscuros como el ébano y permitiendo que su piel, de una canela hipnotizante exudara un concentrado de su aroma a favor del viento. La delicada esencia estaba corrupta, lo podía decir sin tener que adivinar mucho, ya que el aroma del óxido nuevo y viejo de la carne expuesta al dolor la mellaba a diestra y siniestra... Lo admitía, jamás comprendería esa actitud de auto mutilación a las que se veían acostumbradas tras esas paredes, mucho menos le resultaban gratas si no tenía culpa alguna... aunque no podía juzgar, era perceptivo, mas no adivino.
El ánima se sumergía dentro del lago como si se tratasen de las mismísimas aguas del Arqueronte, dándole esa lasciva luminosidad a la virginal piel. Así fue como a su mente saltaron imágenes de lejanas décadas y la misma piel virginal de aquella hija del sol que terminó pereciendo, cerró los ojos para deshacerse del fantasma que lo aquejaba, regresando al plano en el que se hallaba. Sus oídos se veían aquejados por el ligero siseo de la vara contra la piel y los gemidos adoloridos que escapaban de los temblorosos labios. Igual que las almas en pena, por sus mejillas resbalaba el dolor hecho líquido. Y su ritual comenzaba a la par que acariciaba las marcas de su piel, subiendo por sus piernas hasta toparse con su monte de venus, antes de que un tejón le delatase reventando una rama cercana y frágil. Quizás ni le había notado, pero se había dado por aludido ante el temeroso llamado.
Los espíritus, que la hora bruja se acerca y vos, novicia, os arriesgáis demasiado fuera de la casa de su dios -Expresó con aquella voz ronca y rasgante con la que había sido apremiado, caminando entre los arboles sin dejarse ver.
El manto de la penumbra se había tendido sobre aquél páramo que hoy le cobijaba junto a las opacas joyas celestes, sustituyendo con gracia las luces anaranjadas de los faroles que ya había dejado tras de sí. Pinceladas de bermellón violaban la negrura perpetua de aquellos nubarrones, como la sangre derramada en algún lejano altar, invocando el nombre de un viejo dios. La gelidez del viento recorría con fuerza la tierra aquella noche, almas en pena que se empujaban unos a otros en una guerra interminable, usando los arboles como refugio entre los cuales resonaba su lúgubre lengua. Él les conocía, errante y maldito como ellas, pero para su suerte no era un descarnado más, aunque en ocasiones, escasas ocasiones donde la poca humanidad que le fue inculcada irrigaba en sus venas haciéndole desear serlo; poder ser libre de aquella prisión infernal a la cual había sido condenado. A decir verdad bastaba unos instantes de meditación para que de la cabeza del boyardo, egolatría y cínico, se borrase cualquier sentimiento de cobardía. Aunque la desgraciada, como sanguijuela sedienta se pegase a su alma ferreamente. Bien sabido tenía que dejando entrar a ese parásito dentro de si, erradicarlo le sería una tarea pesada. El caos que se inoculó en su cuerpo era la chispa que le mantenía andando.
Sus manos, grandes y firmes se hallaban tensas alrededor de la correa de cuero de su corcel rojo como las brasas, forzado al trote entre las finas gotas de lluvia que se escapaban entre las copas de los árboles. Delgadísimas agujas heladas atravesaban su ropa, chocando contra el duro pectoral y el gesto inamovible del engendro de Mefisto. Un rayo blanco como el platino atravesó violentamente el negruzco oleo del cielo, haciendo que en su rostro una media sonrisa, vacía de intenciones nobles, se apoderase de sus facciones. Estaba en sus dominios y era su reino el que le congratulaba por su regreso como cada noche.
Hombre y animal en una enfermiza comunión a la cual había sido obligado a aceptar con la misma terquedad con la que rechazaba su pasado, con la misma fuerza que necesitó para hacerse huir. Grillos a suerte de fanfarria y un lejano aullido le confirmó aquella seguridad; estaba en su territorio, de nadie más. Gran sorpresa se llevaría el hombre más adelante, al ver que no era el único presente dentro de sus ocultos parajes. Aquél aroma de cenizas, incienso y musgo hizo que parase en seco el trote, deteniéndose para olfatear con mayor detalle el cúmulo de esencias que inundaban su olfato, si bien era un hijo de licaón, admitía que una que otra costumbre bien podrían haber sido dignas de un felino, dejando amarrado al caballo rojizo al abeto más frondoso para que le cubriese; ahora sus pies serían quienes le guiasen hasta la fuente.
Sus pasos fueron amortiguados por la hojarasca y aunque las ramas más frágiles se resquebrajaran bajo su peso, el sonido de la lluvia lo ocultaba con maestría, siendo uno con lo que le rodeaba. Hasta que la vio, como ánima del purgatorio que pena en el paraje de los vivos hasta cumplir su cuota para acceder al cielo; ataviada de un ropaje blanco inmaculado que le delataba como novicia, dirigía sus pasos trémulos hacia el espejo de agua que yacía a las espaldas del convento. Observó en silencio sepulcral el ritual que aquella joven realizaba, sin intención de interrumpirle, primero dejando caer la pesada capa, dejándole observar entre la maleza aquél hilo de vida que había teñido el blanco invernal, subiéndola de a poco para que con el efímero rayo de la luna pudiese brillar la plata del silicio que la amedrentaba. Los ojos del boyardo fueron subiendo por el aún cubierto cuerpo para detenerse a mirar con detalle el rostro de la criatura, forjado en una perpetua agonía que se intensificó hasta mutar al alivio cuando el crujir del metal al descansar finalmente la liberó. Poco a poco las capas de tela fueron desapareciendo, soltando una cascada de bucles oscuros como el ébano y permitiendo que su piel, de una canela hipnotizante exudara un concentrado de su aroma a favor del viento. La delicada esencia estaba corrupta, lo podía decir sin tener que adivinar mucho, ya que el aroma del óxido nuevo y viejo de la carne expuesta al dolor la mellaba a diestra y siniestra... Lo admitía, jamás comprendería esa actitud de auto mutilación a las que se veían acostumbradas tras esas paredes, mucho menos le resultaban gratas si no tenía culpa alguna... aunque no podía juzgar, era perceptivo, mas no adivino.
El ánima se sumergía dentro del lago como si se tratasen de las mismísimas aguas del Arqueronte, dándole esa lasciva luminosidad a la virginal piel. Así fue como a su mente saltaron imágenes de lejanas décadas y la misma piel virginal de aquella hija del sol que terminó pereciendo, cerró los ojos para deshacerse del fantasma que lo aquejaba, regresando al plano en el que se hallaba. Sus oídos se veían aquejados por el ligero siseo de la vara contra la piel y los gemidos adoloridos que escapaban de los temblorosos labios. Igual que las almas en pena, por sus mejillas resbalaba el dolor hecho líquido. Y su ritual comenzaba a la par que acariciaba las marcas de su piel, subiendo por sus piernas hasta toparse con su monte de venus, antes de que un tejón le delatase reventando una rama cercana y frágil. Quizás ni le había notado, pero se había dado por aludido ante el temeroso llamado.
Los espíritus, que la hora bruja se acerca y vos, novicia, os arriesgáis demasiado fuera de la casa de su dios -Expresó con aquella voz ronca y rasgante con la que había sido apremiado, caminando entre los arboles sin dejarse ver.
Altaïr Dragoi- Licántropo Clase Alta
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