Magnolias cenicientas | Reservado.

Alumbré el dintel del gran pórtico de aquella bóveda con una antorcha que había robado unos bloques más atrás del mismo cementerio.
Era la primera vez que visitaba el lecho que mis padres no merecían.
Desconocía la razón por la cual me encontraba allí, intentando revivir los recuerdos de dos pares de ojos abiertos, de bocas descosidas y telarañas destejidas, de manos blandas y pómulos ardientes. Olvidaba que seguía siendo humana, que los sentimientos aún oxidaban cada fibra de mi corazón como agujas saladas de agua de mar. Y aún así, quería pasar a otro nivel. Un nivel superior. Ir más allá, dejar todas las emociones y recuerdos atrás y empezar a vivir una muerte de posible contemplación.
Pero allí seguía, de pie, con un brazo extendido, alumbrando aquellas palabras.
¡Falsas palabras!
"Acuéstate sobre las alas del ángel que Dios te envía".
Y aquel Dios acababa de encender sus alas...

Tal vez...
Tal vez me encontraba allí para pedir disculpas, tal vez para comprender las cosas jamás comprendidas, tal vez para vengarme por el abandono sin intención, sin razón.
Tal vez se trataba de una estúpida presentación. Del intento de expresarme.
Hola, aquí estoy. Diré lo que nadie se atrevió a decir...
Pero el silencio valía oro.
Espero que sean capaces de escucharme...
Pero el sonido del fuego era más alentador.
Quizás todo sea en vano...
Pero todo fue en vano.

¿Y qué se podía hacer?
¿Qué queda por hacer cuando tienes las manos vacías, el corazón oxidado, los ojos secos, lágrimas de arena, los pómulos ardientes de tanto odio?
A veces sólo puedes desprenderte de algunos sentimientos...

Convertirse en lo que se puede.
Sentir con las pocas emociones que nos quedan.
Gritar con el eco mudo que resuena.

Hola, soy yo, Gwendoline. Soy yo. Nada de lo que esperaban. Soy yo. Gwendoline. La incendiaria.

Dejé caer el pequeño ramo de flores, que sostenía mi otra mano, sobre la escalinata hacia el interior del lúgubre lecho nupcial que sabía a flores de luto.
Incliné la cabeza hacia un costado.
¿Y qué podía hacer?
¿Llorar? ¿Preguntarme por qué había sucedido todo de tal forma? ¿Echarle la culpa a los muertos?
¡Muertos! ¡Estaban muertos!
Los dos. Dentro de un frío ataúd. Ellos y su destino.
Pero el destino de la niña que habían amado era distinto, sería distinto.
No habría fragancia a lirios llenos de luto, habría fragancia a magnolias cenicientas, amargas de humo.

En un silencioso movimiento dejé caer la antorcha sobre las flores que se extinguirían junto con las llamas, poco a poco.

Me senté contra una de las columnas cuyas raíces se afianzaban en el segundo escalón de la bóveda.

El fuego también purgaría las almas de los ángeles que habían sido sentenciados bajo la justicia ciega.

Algo parecía oprimirle el pecho cada vez que ponía un pie en su propio local, cada vez que sus pasos ascendían las escaleras de ese primer piso que conducían a su sala, a su fuente de ingresos, a ese melodía compuesta por jadeos y succiones, tanto que a cada paso que daba era incapaz, absolutamente incapaz, de terminar el trayecto... Porque a cada vaivén de sus pies el rostro afeminado, aristocrático, de ojos grises y felinos y pelo rojo como el fuego se aparecía en su mente. Demasiado turbador era sentir remordimientos (aunque él no los identificase como tal) como para mirarla a la cara tras lo sucedido hace ya un par de noches. Ni siquiera podría alimentarse de ella y actuar con gélida frialdad, como si una mano se cerrase en torno a su garganta impidiéndole incluso tomar su sangre.

Lo que Jared experimentaba era simplemente culpa. Culpa, nada más ni nada menos, la culpa de haber estado a punto de matar algo que, para bien o para mal, aprecia, su única esperanza y soporte en la oscuridad. Poco faltó para que Violine se fuese al Cielo, allí donde probablemente habría su existencia hasta el fin de los tiempos, un lugar que para él estará vetado durante toda la eternidad.

Así, y en ese caos y maraña de cobardía, culpa y remordimientos, no ha podido subir por la probabilidad de encontrársela de frente y ha decidido acudir a un lugar en el que nadie reprocha, observa o susurra, un lugar que él lleva evitando desde hace más de un milenio, como si de un ratón demasiado astuto se tratase, logrando, por lo tanto, esquivar al gato. Sus pies, embutidos en unos elegantes mocasines negros, resuenan contra la fría y muerta piedra a cada paso que da, denotando ese porte imperioso y potente que generalmente le da a todo lo que hace y que hoy, irónicamente, no está tan presente. Más bien parece arrastrarse, manos en los bolsillos de sus pantalones de tela oscuros y rostro cabizbajo, azules ojos como el hielo ocultos bajo una fina cortina de pelo rubio. El brillo de estos es antinatural, antiguo como los cimientos de la ciudad y confuso, sobretodo, confuso.

Tan abstraído está que al principio no capta ese particular olor que invade sus fosas nasales, un olor que a los pocos minutos se ve totalmente camuflado por el del humo. Sus ojos se alzan, como si de una pantera que ha divisado presa se tratase, y se clavan en la bóveda de la cual proviene el humo. Alza una ceja, contrariado al ver que su momento de soledad, reflexión y lucha parece ser interrumpido. Podría pasar de largo, sí, pero en su debilidad y cobardía, en su intento de dejar de pensar, de evadirse con alevosía, su retorcida mente tergiversa y manipula, viendo lo que una parte considera interrupción una oportunidad perfecta para divertirse. Un amago de sonrisa se dibuja en su rostro en lo que sus pasos terminan por conducirle al inicio de la bóveda. Su rostro desciende, su mirada siguiendo el trayecto de los escalones...

Encontrándose con algo que no se esperaba. No se mueve, no reacciona ni tampoco aparta la mirada, una perfecta estatua de mármol subida en un pedestal de poder, mirando desde arriba a alguien inferior en todos los aspectos: A algo de su propiedad. Y es que reconoce ese olor dulzón y penetrante, nunca olvida un olor, y mucho menos cuando es de una de sus muñecas preferidas. Parece un momento íntimo, privado, uno de esos que cualquier ser con decencia y educación dejaría pasar, cediéndole esa privacidad que la joven Gwendoline parece reclamar... Pero no es el caso de Jared, por muy educado o galán que pueda resultar: El monstruo necesita diversión, y está dispuesta a obtenerla:

-Gwendoline... Un placer veros en vuestra noche libre, y una curiosa coincidencia... ¿A quién visitáis, por curiosidad? -Susurra, seductor, ronroneante y cruel al mismo tiempo, una deliciosa y escalofríante mezcla dispuesta a confundir a cualquiera que se le ponga por delante. El sutil tono autoritario entremezclado en su pregunta es más que evidente, dejando claro que, si bien ha sido formulada como cuestión, es una orden en el sentido más estricto de la palabra...

Pero eso la joven Gwendoline no tiene por qué saberlo... Y eso mismo, es lo que lo hace entretenido.