Macabre whispers || Privado

El demonio en él alzó la cabeza y rugió pidiendo alivio, arañándole con grandes garras, luchando por liberarse e ir tras la única cosa que lo calmaba. Sangre. ¿Cuántas noches habían pasado desde que se había alimentado? ¿Importaba? “No. Maldición. ¡No importa!” Las palabras surgieron de su garganta, gruñidos ensordecedores que hacían retroceder a las sombras. Sus incisivos se alargaron. El hambre era cruda, primitiva, le invitaba a abandonar la habitación e ir de cacería. ¿Por qué molestarse? El fuego que recorría su garganta, acuchillándolo con cientos de abrasadoras esquirlas, era el recordatorio de qué y no quién era. Un monstruo. Era tan fácil controlar, tan fácil matar, que hacía mucho tiempo que había dejado de entretenerlo. ¿Alguna vez lo había hecho? Ya no podía recordarlo. La frialdad que lo caracterizaba – esa dureza que no solo en sus rasgos se mostraba – apaciguaba a la bestia, pero no lo suficiente para evitar que luchara. Muy pronto rompería los grilletes y remontaría el vuelo. El predador estaba inquieto. Casi podía atisbarse en sus orbes. Como sucedía siempre, perdería la batalla contra el minutero. Más tarde o más temprano, dejaría a sus instintos controlarlo. Solo la verdadera muerte rompería ese contrato. La buscaría. No esta noche ni la próxima, pero sabía que lo haría. El viento llevaba el sonido de distantes voces. Jugaba con su mente. Le decía a donde ir. ¿Iría? Por un instante se engañó a sí mismo. Volvió su mirada al libro - un diario que había pertenecido a un antiguo vampiro -.“El problema no reside realmente en estar solo, sino en sentirse solo. Uno puede sentirse solo en medio de una multitud.” Leyó las palabras, aunque no tenía necesidad de hacerlo. Había memorizado cada línea, eran sus reliquias.

Un cuervo se posó en el marco de la ventana abierta. Su cabeza se movía con curiosidad, ¿estaba juzgando si era digno de su atención? Una carcajada amarga acompañó a la cuestión que su mente formuló. Apareció un instante después ante la ventana. Sus movimientos felinos, perezosos, eran solo un engaño. Era demasiado tarde para detener a la bestia. Atrapó al ave de una de sus alas cuando ésta intentó marcharse. La arrancó. Sin contemplación. Sin vacilación. El crujido de los huesos lo excitó. La sangre emanó. El vampiro le envidió. Faltaba mucho para la próxima Luna Llena. Aún no podría disfrutar de los huesos desencajándose de su sitio, de los miembros siendo arrancados, de toda ese dolor bañándolo. Voces. Las malditas voces se acercaban. ¿Cazadores? ¿Simples humanos? El bosque estaba a solo unos metros de su mansión, pero lo suficientemente oculta para pasar desapercibida. Una de sus cejas se enarcó ante lo que percibió. No estaban solos. Alguien. No. Algo, se movía velozmente entre los árboles. Sus orbes, fríos como la muerte, aceptaron el desafío. Saltó con elegancia, dejando atrás al pequeño animal. Se internó en los bosques. Las ramas ondeantes se entrelazaban en lo alto, bloqueando la mayor parte de la luz de la luna. El vampiro era consciente del más pequeño de los roces, del silencio de los insectos, las débiles fragancias. Las sombras alrededor de los árboles se esforzaban por permanecer lejos de la oscuridad que irradiaba su sola presencia. La tierra se estremecía. Los animales se encogían de miedo. Él era el predador entre ellos. Los latidos de los humanos guiaban a su bestia. Se dejó llevar. La había mantenido prisionera durante varias noches que ahora podía disfrutar de su libertad.

El infierno había abierto sus puertas e invitado a su bestia a unirse a la refriega. Dante disfrutó del dolor con que la sed lo golpeaba conforme se acercaba. Aún no había llegado a su límite para rayar en la debilidad. Habría aguantado un par de noches más sin tener que ir en búsqueda del elixir que lo fortalecería pero, saber que uno de los suyos se aventuraba a cazar entre lo que consideraba su territorio, había sido suficiente para sacarlo de su aislamiento. Problemas. Él había abandonado a sus reliquias – libros que llevaban cientos de años acompañándolo, envejeciendo con el tiempo, no importaba que la tinta no se desvaneciera o que el encuadernado de cuero aún sobreviviera, los años deterioraban sus hojas de la misma forma en que la eternidad deterioraba su mente – para buscar una buena pelea. Solo otro vampiro tendría la fuerza para hacer algo de daño a su cuerpo. No sería suficiente. Nunca lo era. El dolor que cubría su cuerpo como una segunda piel había llegado a ser una necesidad, tan primitiva como la sangre que su cuerpo exigía. Los vampiros – fuesen antiguos o no – se aferraban a sus víctimas. Incluso él lo había hecho al principio, cuando el poder lo atraía y la inmortalidad lo enorgullecía. Una sonrisa, que parecía más una mueca sarcástica que cualquier otra cosa, apareció en su boca conforme pasaba los gigantescos árboles. Los rayos plata de la Luna se filtraban entre las copas, buscando servirle de guía. Las ignoró. Era un ser de la noche, más oscuro que el manto que se extendía sobre el firmamento anunciando el despertar de los monstruos.

Se deleitó en el tronar de los latidos de los humanos. ¡Así que ya habían sido encontrados! El miedo se extendió como tentáculos sobre la tierra, atrayendo a los predadores como él. Algunos animales incluso se aventuraban a salir de sus guaridas, solo para esconderse tras los gruesos troncos cuando le sentían llegar. Aumentó su velocidad. Si quería molestar al vampiro tenía que asegurarse de que las víctimas aún estuviesen con vidas. De nada le servirían muertos. Quería provocarlo, no aplaudirle por llevarse una de las ovejas de su rebaño. Conforme se acercaba, percibió algo. Pronto descubrió que no se trataba de un él, sino de un ella. Por un momento esa idea le satisfizo pero, como la estrella que cae acelerando conforme desciende, su satisfacción se evaporó. ¿Podría ella estar a la altura de lo que quería? Un gruñido vibró desde lo profundo de su garganta al escuchar a uno de los humanos gritar. La bestia se revelaba. Había escuchado como otra obtenía lo que había ansiado durante más de tres noches y no le gustó absolutamente nada. Finalmente les alcanzó. Los humanos ya se encontraban bajo coacción, podía saborear el olor de la sangre en el aire. Sin embargo, nada de eso fue suficiente para que apartara la mirada de ella. – Azahar. Todo lo que pronunció fue su nombre, como si esa simple palabra escondiera miles de secretos.

Centurias habían pasado desde aquélla noche en que fueron emboscados. Su búsqueda infructuosa le había llevado a aceptar que ellos simplemente habían mentido. En su arrogancia, había creído que nada podría oponerse a su poder. Había dejado enemigos tras sus pasos. Los lugares que había visitado, su bestia había atacado. Dante no la había podido refrenar. ¡Su sed era implacable! El vampiro que le había dado la vida inmortal le había abandonado antes de que el proceso se hubiese completado. Recordaba haber despertado en un establo, con la garganta exigiendo ser saciada. Matar a su primera presa le había resultado tan fácil que se había jactado de ser invencible. Cuando menos lo esperó, ya tenía a un vampiro antiguo guiándolo por un laberinto. No fue hasta que Bastien lo cazó que comprendió que había otros como él con quienes simplemente no se debía joder. Todo lo que había podido hacer entonces, fue asegurar la existencia de ella. Azahar había sido el ancla al que se había sostenido cuando en ese baile comprendió que había dado todo lo que tenía por una eternidad vacía. Había actuado con egoísmo al arrastrarla a ese abismo, pero no se había arrepentido. Ella cubría ese hueco que noche tras noche crecía. El tiempo que había pasado en su presencia, le había llevado a cuestionarse porqué había elegido abrazar la oscuridad. ¿Había sido el poder? ¿La avaricia? ¿La arrogancia? Ya no podía recordarlo, pero al menos, podía actuar como si no le importara a su lado. El recuerdo del festín que se había dado su cuerpo con todo el dolor que le causaron, trajeron una sonrisa retorcida a su boca.

Vivo no era una palabra que usaría para referirse a sí mismo. Los años se burlaban de él mientras aguardaba a que la demencia le absorbiera. Estaba muerto. Todo lo que tenía era un recipiente que se movía por instinto. Ni siquiera los viejos recuerdos le atormentaban. Nada era diferente, excepto los rostros de aquéllos que se llevaba. Su mano se posó sobre la mejilla de la vampiresa, como si necesitase asegurarse de que era realmente ella. Durante un par de minutos se limitó solo a mirarla. Sus orbes perforaron los suyos, como si pudiera leer a través de ellos. Sabía que los de él estaban vacíos. No había sido el mismo desde que le atraparan, aún cuando había transformado a un par de hembras en su desesperación de sentir algo. Incluso la ira era mejor que nada y había tenido el potencial para odiar y hacer que le odiaran. Evangeline era solo una prueba de cuán maldito era. La soledad le consumía y él la respudiaba. Esa era la razón por la que nada le detendría si encontraba algo que pudiese servir como amortiguador. El precio nunca importaba si él ganaba. – El destino siempre se encarga de recordarnos que es retorcido. Una sonrisa amarga contagió la expresión de su rostro. – Te busqué. Durante años, ¡siglos! ¿Podría ser ella la respuesta? ¿Podría paralizar el veneno que le consumía? Azahar no conocía el ser que el tiempo había moldeado, que su enemigo había creado. - ¿Dónde habéis estado? Por primera vez después de varios siglos, había rabia de nuevo en sus palabras. El vampiro no se creía un ser celoso, pero algo en todo ese tiempo sin tenerla le molestaba. Ella era suya y, sino había sido destruida…

Ira. Una visceral y primitiva ira se apoderó de su cuerpo, ¡se reía en su maldito rostro! Su mano libre se cerró y abrió incontables veces en un puño. Sus huesos anhelaban el dolor, de la misma forma en que él quería hacer daño. Un gruñido amenazador vibró a través de su pecho, subió a través de su garganta y resonó hasta perderse en las entrañas de ese inmenso bosque. Durante unos breves segundos, el interés centelleó tras sus orbes. Los humanos se habían detenido nerviosos ante el bestial sonido, éste zigzagueaba como rayos a través de los árboles, proyectando sombras predadoras alrededor de ellos, buscando anclar a sus objetivos. Emprendieron la marcha con mayor ahínco, huyendo del demonio. El duro retumbar de los corazones, llenos de vida, le molestaba hasta puntos inimaginables. Dante podía imaginarse succionando directamente de los órganos. El fluir de la sangre era música tenebrosa para sus sentidos. Ellos no le habían encerrado, pero a él no parecía importarle. Necesitaba un culpable y por ese pequeño interludio, se conformaría. Si fuese sincero consigo, habría aceptado que quien la había puesto en peligro había sido él. La impasibilidad del vampiro se resquebrajaba ante el eco de sus palabras, la rabia en su mirada, los recuerdos que le atenazaban. Mientras le observaba se abrió paso en su mente. Se alimentó de su dolor. Sus colmillos descendieron. Había pisado una mina y ahora quería más. El olor almizcleño de Azahar le aporreaba. - ¿Recuerdas dónde está? El filo de una navaja al pulirse no podía compararse con el sonido de su voz. – El maldito lugar, ¿lo recuerdas? Venganza. Todo en él exigía venganza. Necesitaba ir, castigarlos y arrancar sus cabezas. Solo entonces podría dárselas a ella.

Una sonrisa que sabía a muerte curvó su boca. La sangre había empezado a manar de la palma de su mano ante la fuerza con que se sostenía. Apenas lo sintió. Cuando volvió a abrirla, fue para colocarla sobre la cintura de Azahar. La atrajo a él con fuerza. Sus rostros apenas eran separados por un hálito. Estaba desesperado por sentir algo. Cualquier jodida conexión que pudiese competir con esa amarga soledad que contaba con que una noche, él no decidiera regresar a sus aposentos y abrazara el amanecer por última vez. ¿Era demasiado tarde? Una voz en su cabeza le dijo que sí. No había marcha atrás. La inmortalidad ya había tallado en sus huesos el final. Ahora debía aceptar que había dado esa condena a otros. No lo lamentaba. Era egoísta. Si él podía ver mirar atrás y ver cómo se lo devoraban, ¿por qué no lanzar a otros en el mismo hueco? La vampiresa no alcanzaba a comprender cuán mal estaba estar a su alrededor. ¡Podría lastimarla en su afán por entender cómo su existencia se le escapaba! Apartó la mano de su mejilla para mover su larga melena hasta uno de sus hombros, dejando el cuello a su vista. Tan tersa. Tan suya. La cabeza de Dante descendió, su boca se acercó hasta la de ella. – Haré que pasen el mismo infierno que te hicieron pasar a ti. ¿Por ella o porque lo disfrutaría? Algo le decía que quizás ella le había arrebatado esa opción. Sin poder detenerse, embistió. Su boca fue al encuentro de la joven, exigiendo su respuesta. No. No estaba bien. Él necesitaba ir tras esos humanos, desatar su furia. Se apartó, la sangre de ella ahora en sus colmillos. – Necesito… No terminó la frase, había ido tras sus presas, ansioso por terminar y volver con ella.

El hueco en su pecho pesaba, ahí donde antes había latido un órgano, no quedaba nada. El vacío era tal, que las cosas que antaño le gustaron, carecían de significado. Había visto la maldita Luna aparecer una y otra vez en el firmamento. La luz que no podía tocar sin poner fin a su existencia, le había seducido con tal intensidad que, se dejó quitar las únicas cosas que habían estado luchando a su lado en las nauseabundas noches que empezaron cuando vendió su alma al diablo. ¿Cuántas veces le había pedido a la cordura que le mostrara el camino para no dejarse tentar por la promesa de un último amanecer? ¡Ya ni siquiera podía recordarlo! Estaba tan desesperado, se sentía tan ridículamente solo, que habría hecho cualquier cosa solo para sentir lo que los mortales llamaban esperanza. Se había equivocado tanto. Había cometido el único error que no podía enmendar sin destruirse a sí mismo. Lo sabía. Incluso mientras corría tras sus presas, ¡lo sabía! No había nada en su venganza que le llenara. La excitación de la cacería se iría en cuanto la sangre bañara los árboles y los rayos plata iluminaran el sangriento escenario. Pero se lo debía a la vampiresa. La había condenado y, aunque no le había enfrentado por ello, era solo cuestión de tiempo. Ese era en realidad su único jodido enemigo. Era el tiempo el que se cernía con su tic tac sobre ellos, a todos engullía con sus movimientos. Las noches podían ser lo suficientemente largas cuando lo único que te acompañaba eran viejas hojas encuadernadas, o lo suficientemente cortas cuando empezabas a engullir las promesas de un cuerpo con fuerza y poder para hacer cuanto quisiera. La ira que lo cubría estalló en su pecho con estruendo y se preguntó porqué nadie – excepto él – era incapaz de oír el sonido. Su rugido era todo lo que escuchaba en sus tímpanos y en su mente. Ni siquiera era el miedo que acobardaba a sus presas quien le guiaba. Estaba ciego y sordo. Quería destruir. Hacer lo que nadie había hecho nunca con él. Sí. Necesitaba castigar, no solo por lo que le habían hecho a Azahar, sino porque nadie jamás le había sacado de la miseria. Todos eran tan débiles. Se había dejado golpear incontables veces para sentir algo. El dolor era mejor que nada.

– Esto es lo que soy, ma chérie. Las palabras fueron apenas un susurro, como si estuviese hablándole sobre el oído. El eco de su demente risa se perdió en las entrañas del bosque. Su presa tropezó. Una rama crujió. El predador gruñó de satisfacción. Sus colmillos se alargaron aún más. Su boca se abrió para revelarlos. Maldita sea. Casi podía sentirlos desgarrando la carne, llenar su garganta con la cálida sangre. El dolor que había escuchado en la voz de ella, los recuerdos en su mente… ¡Exigía un pago! La mano de la vampiresa sobre su brazo no iba a detenerlo. No podía aplacar a la bestia. Nada ni nadie podía. Ni siquiera él. Una vez que ésta reclamaba su cuerpo, él le dejaba hacer lo que quisiera. Era eso lo que había estado haciendo desde hacía siempre. Frunció el ceño. Los demonios se arremolinaron en sus opacos orbes. No había vida ahí, solo sombras acechando. – Esto es por lo que pagué cuando entregué con tanta facilidad mi alma. El tormento, la soledad, la amargura y la acidez impregnaron sus palabras. – Yo quise ser esto. Yo quiser ser un monstruo. No hay rastro del ser que conociste hace tantos años en mí. La miraba con una insana posesión. Ella era suya. Quería que corriera en dirección contraria. Él la seguiría. No iba a dejarle escapar, pero si lo hacía, haría su trabajo condenadamente fácil. Al no elegirlo a él, le daba una razón a la bestia para asumir el trono. – Huye, Azahar. Huye mientras puedas. No te prometo escapar de mis garras cuando termine con ellos. Su boca se torció en la parodia de una sonrisa. ‘Te aconsejo que lo hagas y no mires atrás.’ Su mano apartó la suya con delicadeza, ¿de quién se burlaba? ¿De él? ¿De ella? ¿A quién demonios podía importarle? Como si se hubiese hartado de jugar al cazador, apareció tras uno de los humanos. Cerró su mano sobre el cuello, saboreando la fragilidad del mortal. Un simple movimiento y podría separarle la cabeza. No. Era demasiado simple. No era así como todo iba a empezar. El grito de dolor que desgarró la garganta de su presa, hizo levantar el vuelo de las aves, envió a los animales a sus madrigueras. El vampiro era el dueño del bosque esa noche. Había roto la rodilla del hombre, el hueso salió fuera de su lugar, brilló en la oscuridad. – Oh sí, esto va a doler. No miró en la dirección donde se encontraba ella, podía sentir su presencia. – ¡Únete o Escapa! Elige. Y ahí yacía su amenaza.