AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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La fantasía es la mera realidad | Privado
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La fantasía es la mera realidad | Privado
Acarició al perro callejero que la seguía desde hacía varios metros. El can se sentó a sus pies cuando Fiorella tomó asiento para hacer un descanso. Ese día había salido muy temprano a comprar algunos elementos que necesitaba en la residencia donde trabajaba, supervisaba de cerca la calidad de cada una de las cosas que se adquirían y no confiaba en el criterio de algunas de las empleadas. Su siempre perfeccionista veta la arrastraba hacia la autoexigencia, y solía costarle delegar las tareas sin estar pendiente y querer ser omnipresente en toda la gran mansión. Debía convencerse de que no podía hacer aquello. La cocinera regordeta se sentó junto a ella, dejando las bolsas a sus pies, el perrito se asustó con el ruido de unas botellas y huyó. La rubia miró de reojo a la mujer, que había sacado un pañuelo de su escote y se enjugaba la frente. La señora era vulgar, y Fiorella no la consideraba apta para trabajar en lo de Zarkozi, pero había sido bendecida con un talento único y los platillos que preparaba eran irresistibles, y al ser su sector el de la cocina, jamás se movía de allí. Justina masculló una maldición al calor que azotaba el mediodía parisino, y bromeó con respecto a su peso, dándose una palmadita en el vientre amplio aprisionado por el corsé de su vestido. Fiorella no pudo resistirse y una leve risa salió de su garganta, lo que despertó en la mujer una serie de chistes sobre su persona, que era demasiado hermosa para estar sola, que debía conseguirse algún hombre que la mantuviera a ella y a su hija así se retiraba. “Un viejo conde adinerado y moribundo, Fiorella” sugirió Justina con mirada picarona, y Peiten no pudo más que reír ante esas ocurrencias. Lo cierto era que el ama de llaves nunca se planteó seriamente el rehacer su vida amorosa, estaba cómoda con su independencia, y no creía que Deirdre, su hija, se sintiera contenta de que alguien irrumpiera en ese círculo cerrado que eran ellas dos, no admitirían a alguien, por lo menos de su lado. Perdió sus pensamientos sin escuchar la perorata de la cocinera, pero volvió con un comentario “tu hija se casará, tendrá sus hijos y tu, querida, vas a terminar sola en una habitación, por más que la muchacha te quiera, ese es el destino de las personas como tu y como yo”. Jamás se le habría cruzado por la cabeza que su pequeña la abandonara, pero también sabía que muchos hombres separaban a sus esposas de su familia. No sería el caso, Deirdre sabría imponer su voluntad, si quien contrajera matrimonio con ella no aceptaba todo, simplemente, no la merecía. Pensar en su joven hija la hizo darse cuenta que hacía días que no la veía, sólo se habían enviado recados con el mensajero. Sintió un hormigueo en sus brazos producto de las ganas de abrazarla y se preguntó si el alejamiento se debía a la charla que habían mantenido tiempo atrás. Fiorella se había exigido darle su espacio para que la muchacha se aceptara y asimilara la idea de que ella conocía su naturaleza.
Unos niños pasaron corriendo frente al dúo y el más pequeño tropezó, cayendo de rodillas antes Fiorella. El diminuto rostro sucio se llenó de lágrimas, y la mujer se agachó, hurgó en una bolsa, extrajo un dulce y se lo dio. El nene dejó de llorar, le agradeció y salió corriendo nuevamente detrás de los mayores que se reían de él a varios metros de distancia. Ella se quedó observándolos y pensó en que le hubiera gustado regalarle esa libertad a Deirdre. Justina le apoyó la mano en el hombro y la incitó a seguir con la caminata, a lo que la rubia asintió y se puso de pie. El Sol quemaba la piel, y agradecían haber salido con atuendos claros para evitar una insolación. Ambas maniobraron con las compras para abrir sus sombrillas, que les proporcionaron una sombra que las alivió. Fiorella pudo notar que Justina aminoraba la marcha, al voltear, la vio tambalearse, soltó las bolsas y alcanzó a sostenerla antes de que cayera al piso. La notó pálida y con los labios secos. Dos caballeros se acercaron a ayudarles, y la acompañaron hasta un banco, donde la recostaron. El ama de llaves le sostuvo la muñeca para tomarle el pulso, y notó su tensión muy baja. Recordó que habían comprado sal, por lo que buscó el paquete, lo abrió, y colocó dos granos debajo de la lengua de la cocinera, que poco a poco recobrara su habitual color en el rostro. Unos minutos transcurrieron en total silencio, sólo se oían las palomas a su alrededor, las voces lejanas y algún que otro traqueteo de caballos por la calle. Fiorella, aún de pie, le sostenía la mano a la sesentona, que le agradecía que la cuidara. Cuando se hubo mejorado, Justina se incorporó e incitó a su acompañante que se sentara junto a ella. Algo impaciente porque se demoraban, la hechicera tuvo que aceptar, puesto que notaba que el pulso de la señora todavía no se normalizaba. El calor del mediodía se tornaba bastante insoportable, y por debajo del cabello recogido de la más joven, comenzaban a correr algunas incómodas gotas de transpiración. Una brisa suave y fresca empezó a soplar, para alivio de todos lo que estaban en la plaza, incluidas las dos empleadas de Zarkozi. Cuando volvieron a retomar el camino, Fiorella imaginó que la señora no querría seguir llevando tanto peso entre sus brazos, por lo que se ofreció a llevar la mayor parte de la mercancía. “Tendríamos que haber traído un coche” pensó la rubia a medida que sentía un temblor en los músculos, síntoma de la fatiga. Fue su turno de sentir un mareo, y le pidió a Justina que continuara y alquilara un coche. “Quiero que la mercancía llegue en buen estado y que nosotras también lo hagamos”, le comentó cuando la regordeta mujer se ofreció a llevar los paquetes que antes había cargado. Peiten se negó y le indicó que la esperaría en el Jardín Botánico, que allí podría tomar un poco de fresco y recobrar energías.
Unos niños pasaron corriendo frente al dúo y el más pequeño tropezó, cayendo de rodillas antes Fiorella. El diminuto rostro sucio se llenó de lágrimas, y la mujer se agachó, hurgó en una bolsa, extrajo un dulce y se lo dio. El nene dejó de llorar, le agradeció y salió corriendo nuevamente detrás de los mayores que se reían de él a varios metros de distancia. Ella se quedó observándolos y pensó en que le hubiera gustado regalarle esa libertad a Deirdre. Justina le apoyó la mano en el hombro y la incitó a seguir con la caminata, a lo que la rubia asintió y se puso de pie. El Sol quemaba la piel, y agradecían haber salido con atuendos claros para evitar una insolación. Ambas maniobraron con las compras para abrir sus sombrillas, que les proporcionaron una sombra que las alivió. Fiorella pudo notar que Justina aminoraba la marcha, al voltear, la vio tambalearse, soltó las bolsas y alcanzó a sostenerla antes de que cayera al piso. La notó pálida y con los labios secos. Dos caballeros se acercaron a ayudarles, y la acompañaron hasta un banco, donde la recostaron. El ama de llaves le sostuvo la muñeca para tomarle el pulso, y notó su tensión muy baja. Recordó que habían comprado sal, por lo que buscó el paquete, lo abrió, y colocó dos granos debajo de la lengua de la cocinera, que poco a poco recobrara su habitual color en el rostro. Unos minutos transcurrieron en total silencio, sólo se oían las palomas a su alrededor, las voces lejanas y algún que otro traqueteo de caballos por la calle. Fiorella, aún de pie, le sostenía la mano a la sesentona, que le agradecía que la cuidara. Cuando se hubo mejorado, Justina se incorporó e incitó a su acompañante que se sentara junto a ella. Algo impaciente porque se demoraban, la hechicera tuvo que aceptar, puesto que notaba que el pulso de la señora todavía no se normalizaba. El calor del mediodía se tornaba bastante insoportable, y por debajo del cabello recogido de la más joven, comenzaban a correr algunas incómodas gotas de transpiración. Una brisa suave y fresca empezó a soplar, para alivio de todos lo que estaban en la plaza, incluidas las dos empleadas de Zarkozi. Cuando volvieron a retomar el camino, Fiorella imaginó que la señora no querría seguir llevando tanto peso entre sus brazos, por lo que se ofreció a llevar la mayor parte de la mercancía. “Tendríamos que haber traído un coche” pensó la rubia a medida que sentía un temblor en los músculos, síntoma de la fatiga. Fue su turno de sentir un mareo, y le pidió a Justina que continuara y alquilara un coche. “Quiero que la mercancía llegue en buen estado y que nosotras también lo hagamos”, le comentó cuando la regordeta mujer se ofreció a llevar los paquetes que antes había cargado. Peiten se negó y le indicó que la esperaría en el Jardín Botánico, que allí podría tomar un poco de fresco y recobrar energías.
Fiorella Peiten- Hechicero Clase Media
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Fecha de inscripción : 24/07/2012
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Re: La fantasía es la mera realidad | Privado
"Y como cuando afloja el accidente,
la lengua el pesar la culpa carga,
la conciencia se duele, el alma amarga,
y de cuanto ha hablado se arrepiente."
Gutierre de Cetina. Como al que grave mal tiene doliente
la lengua el pesar la culpa carga,
la conciencia se duele, el alma amarga,
y de cuanto ha hablado se arrepiente."
Gutierre de Cetina. Como al que grave mal tiene doliente
Era un día caluroso, pero desde que había conocido de cerca el mundo de los vampiros es que ya realmente prefería asarse viva bajo los rayos del sol de verano, como un verdadero pollo rostizado, que pasearse por las calles con el peligro de que pronto le pillase el atardecer. Por otro lado, aún había mucho, muchísimo de París por recorrer y francamente sentía que se le iban volando los días, tan rápido como los rayos de esas tormentas eléctricas que hacía mucho tiempo no veía.
Hacía calor, sí, pero ella era incapaz de usar aquellos vestidos enormes de grandes encajes de las señoritas, mucho menos ese día en el que ella misma había estado ayudando a pintar una biblioteca, pues estaba haciendo favores para cuando le tocase a ella pedir el suyo de vuelta e imprimir así su preciado y tan anhelado libro de cuentos. Vestía algo parecido a los uniformes de las lavanderas y traía rastros de pintura hasta por las orejas, tenía aspecto cansado pero feliz lo cual no se notaba mucho puesto a que el sol le obligaba a hacer caras de cuando en vez.
Tomó un atajo por el medio del jardín botánico, aunque de atajo tuviese muy poco, pero compensaba el desvío por el microclima producido por tanta vegetación y aunque de cierto modo que todo fuese un poco más húmedo, el frescor de la sombra y aquellos grados Celsius menos hacían a cualquiera sentirse en medio del paraíso. Observó los arboles, el césped, las aves cantando y si no fuera porque aun tenía un poco de pudor y sentido común, almacenado en un recóndito lugar de su mente, de seguro ya se habría sacado la ropa para tenderse a la sombra de las pinofitas.
De pronto, como si Dios realmente existiera y hubiera bajado a la Tierra para leer sus pensamientos, un asiento por completo sombreado, justo delante de un gran prado se desocupó ante la virtud de sus ojos, y Rilian aun a gran distancia, miró hacia ambos lados de aquella callejuela y vio a una mujer cargada de paquetes acercándose peligrosamente a ella.
«¡¡¡NOOOOOOOO!!!» pudo escuchar el grito de su conciencia retumbar en todo su interior mientras se echaba a correr a todo lo que diera la musculatura de sus piernas. Era como si realmente viese a su vida pasar en cámara lenta, como si todo de pronto en su existencia dependiera de aquel asiento el cual estaba a punto, pero a punto de perder. Corrió y corrió a prisa, saltando por encima de los setos, son tal fiereza y elasticidad que si algún cazador la veía fácilmente podría haberla confundido con un sobrenatural, pues incluso se había sorprendido a ella misma de lo que su cuerpo era capaz gracias a la vil necesidad. Pero, como ella no era sobrenatural, ni tampoco perfecta, el desastre tenía que ser inevitable.
“¡Squaasshh!” sonó el agua de la acequia de riego tras los setos, cuando la rubias cayó sobre ella enlodándose todos los pies y salpicándose el resto, eso sin contar con la caída de lo más apoteósica y monumental jamás nunca vista en su vida y, lo que era peor, le habían ganado también el asiento.
— ¡Fecas! — exclamó bajito, como si a pesar de todo el escándalo ya armado aún pretendiera pasar desapercibida.
Se paró muy rápidamente y se echó hacia atrás los cabellos, procurando caminar aún con el estilo y la delicadeza de toda una dama, una dama enlodada y desastrosa, pero una dama de todos modos. Salió de la acequia y procuro caminar con la menor cojera posible, en dirección al mismo asiento de la discordia el que aún podía compartirse, y es que en ese momento, más que antes, es cuando necesitaba sentarse.
— Bonjour — saludó a la mujer rubia de los paquetes, con una sonrisa que malamente ocultaba su dolor, y se sentó a su lado para revisarse las rodillas y corroborar que estaban tan raspadas como la palma de sus propias manos. Pudo sentir que la mujer le observaba, y como no, si todo el mundo le miraba — Qué bonito día que hace hoy ¿No os parece? — le preguntó fingiendo absoluta normalidad, como si de ese modo luchase en verdad por recuperar lo que le quedaba aún de dignidad, pero tampoco era una tonta y ya supo que la había perdido de la más denigrante manera, así que sus hombros se encogieron y tuvo que aguantarse las ganas de echarse a llorar — Sí, ya sé que soy un gato negro, que siempre me pasan cosas, que soy una debilucha, que... — se mordió los labios y negó con la cabeza, evitando la mirada de la mujer. En verdad llevaba aguantando demasiadas cosas esa semana y hasta lo más mínimo llegaba a hacerse demasiado grande para lo insignificante que se sentía — ¿De por casualidad tenéis un pañuelo? — le preguntó mientras se buscaba uno en los propios bolsillos.
Su matrimonio con Fyodor se veía realmente irreversible, la escritura de su libro comenzaba a convertirse en un absoluto desastre, estaba totalmente sola y el orgullo le impedía regresar al amparo de su familia. Sentía que todos los karmas que alguna vez se pudo haber agarrado se le estaban viniendo encima, se sentía ahogada, quería llorar, quería gritar y salir corriendo hacia el mundo, sacudiéndole los hombros a la gente con rabia; rabia acumulada por tantas cosas, por su misma tozudez e insistencia de querer hacer su vida y el que ahora ya nada era como había imaginado... Hela ahí, a punto de llorar frente a una desconocida.
Hacía calor, sí, pero ella era incapaz de usar aquellos vestidos enormes de grandes encajes de las señoritas, mucho menos ese día en el que ella misma había estado ayudando a pintar una biblioteca, pues estaba haciendo favores para cuando le tocase a ella pedir el suyo de vuelta e imprimir así su preciado y tan anhelado libro de cuentos. Vestía algo parecido a los uniformes de las lavanderas y traía rastros de pintura hasta por las orejas, tenía aspecto cansado pero feliz lo cual no se notaba mucho puesto a que el sol le obligaba a hacer caras de cuando en vez.
Tomó un atajo por el medio del jardín botánico, aunque de atajo tuviese muy poco, pero compensaba el desvío por el microclima producido por tanta vegetación y aunque de cierto modo que todo fuese un poco más húmedo, el frescor de la sombra y aquellos grados Celsius menos hacían a cualquiera sentirse en medio del paraíso. Observó los arboles, el césped, las aves cantando y si no fuera porque aun tenía un poco de pudor y sentido común, almacenado en un recóndito lugar de su mente, de seguro ya se habría sacado la ropa para tenderse a la sombra de las pinofitas.
De pronto, como si Dios realmente existiera y hubiera bajado a la Tierra para leer sus pensamientos, un asiento por completo sombreado, justo delante de un gran prado se desocupó ante la virtud de sus ojos, y Rilian aun a gran distancia, miró hacia ambos lados de aquella callejuela y vio a una mujer cargada de paquetes acercándose peligrosamente a ella.
«¡¡¡NOOOOOOOO!!!» pudo escuchar el grito de su conciencia retumbar en todo su interior mientras se echaba a correr a todo lo que diera la musculatura de sus piernas. Era como si realmente viese a su vida pasar en cámara lenta, como si todo de pronto en su existencia dependiera de aquel asiento el cual estaba a punto, pero a punto de perder. Corrió y corrió a prisa, saltando por encima de los setos, son tal fiereza y elasticidad que si algún cazador la veía fácilmente podría haberla confundido con un sobrenatural, pues incluso se había sorprendido a ella misma de lo que su cuerpo era capaz gracias a la vil necesidad. Pero, como ella no era sobrenatural, ni tampoco perfecta, el desastre tenía que ser inevitable.
“¡Squaasshh!” sonó el agua de la acequia de riego tras los setos, cuando la rubias cayó sobre ella enlodándose todos los pies y salpicándose el resto, eso sin contar con la caída de lo más apoteósica y monumental jamás nunca vista en su vida y, lo que era peor, le habían ganado también el asiento.
— ¡Fecas! — exclamó bajito, como si a pesar de todo el escándalo ya armado aún pretendiera pasar desapercibida.
Se paró muy rápidamente y se echó hacia atrás los cabellos, procurando caminar aún con el estilo y la delicadeza de toda una dama, una dama enlodada y desastrosa, pero una dama de todos modos. Salió de la acequia y procuro caminar con la menor cojera posible, en dirección al mismo asiento de la discordia el que aún podía compartirse, y es que en ese momento, más que antes, es cuando necesitaba sentarse.
— Bonjour — saludó a la mujer rubia de los paquetes, con una sonrisa que malamente ocultaba su dolor, y se sentó a su lado para revisarse las rodillas y corroborar que estaban tan raspadas como la palma de sus propias manos. Pudo sentir que la mujer le observaba, y como no, si todo el mundo le miraba — Qué bonito día que hace hoy ¿No os parece? — le preguntó fingiendo absoluta normalidad, como si de ese modo luchase en verdad por recuperar lo que le quedaba aún de dignidad, pero tampoco era una tonta y ya supo que la había perdido de la más denigrante manera, así que sus hombros se encogieron y tuvo que aguantarse las ganas de echarse a llorar — Sí, ya sé que soy un gato negro, que siempre me pasan cosas, que soy una debilucha, que... — se mordió los labios y negó con la cabeza, evitando la mirada de la mujer. En verdad llevaba aguantando demasiadas cosas esa semana y hasta lo más mínimo llegaba a hacerse demasiado grande para lo insignificante que se sentía — ¿De por casualidad tenéis un pañuelo? — le preguntó mientras se buscaba uno en los propios bolsillos.
Su matrimonio con Fyodor se veía realmente irreversible, la escritura de su libro comenzaba a convertirse en un absoluto desastre, estaba totalmente sola y el orgullo le impedía regresar al amparo de su familia. Sentía que todos los karmas que alguna vez se pudo haber agarrado se le estaban viniendo encima, se sentía ahogada, quería llorar, quería gritar y salir corriendo hacia el mundo, sacudiéndole los hombros a la gente con rabia; rabia acumulada por tantas cosas, por su misma tozudez e insistencia de querer hacer su vida y el que ahora ya nada era como había imaginado... Hela ahí, a punto de llorar frente a una desconocida.
Última edición por Rilian Korsákova el Dom Jul 14, 2013 9:52 am, editado 1 vez
Rilian Korsákova- Humano Clase Alta
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Re: La fantasía es la mera realidad | Privado
El alivio que suponía estar bajo el fresco de la sombra que producía la fauna autóctona se veía opacado por la interminable lista de asuntos sin resolver que tenía. Ya era cerca del mediodía, la jornada estaba casi perdida, y el contratiempo que habían supuesto desde la descompostura de la cocinera hasta esa pausa que realizaban, comenzaba a alterarle los nervios. Generalmente, era una mujer tranquila, que no se desesperaba, a la cual la vida la había curtido lo suficiente como para saber que cada cosa tiene su tiempo, su espacio y que nada se ganaba con la ansiedad, pero, cuando de cuestiones laborales se trataba, era minuciosa; por eso había logrado mantener sus empleos y había obtenido cartas de referencia para los nuevos, así, también, había ido juntando dinero para darle educación, vivienda y comida a su hija. En la vida de Fiorella nada había sido gratis ni regalado, todo había sido con esfuerzo y dedicación. Hubo una época en la que chistaba y todo aparecía frente a sus ojos, pero los recuerdos de esos tiempos felices se opacaban ante el desenlace final que dio por acabados los privilegios. La rubia comenzó de cero, no cambió su nombre porque sabía que se perdería ella misma, y porque, tenía la certeza, de que nadie la buscaría. Quiso darle a su hija la verdad, que la conociera como era, pues, estaba orgullosa de la mujer en la que se había convertido, y, claro que tenía sus errores, era una humana como casi cualquier otra, pero también muy consciente de sus virtudes y de cómo ensalzar éstas. No se percató del rumbo que tomaron sus pensamientos mientras caminaba hacia el banco que había divisado. Apoyó las bolsas en el suelo y tomó asiento, inspiró profundamente y el aroma silvestre se coló con rapidez, regalándole una cuota de parsimonia. Le parecía increíble que un sitio de esas características se encontrara en medio de la vorágine de una metrópolis como era París, con sus características de gran ciudad, con el constante movimiento de gente y con las ideas revolucionarias agitando el corazón de los disconformes, por ello, era bienvenida cualquier dosis de naturaleza, para recordarle a las personas que pertenecían a ella, y no a la monotonía cotidiana en la que, sin quererlo, caían presos todos algún día.
Las pocos transeúntes que recorrían el lugar dirigieron su mirada hacia un mismo sitio, lo que llamó la atención de Fiorella, que también observó. Un espectáculo que podía juzgarse de fascinante se desarrollaba frente a sus ojos, una bella joven corría y sorteaba obstáculos con una rapidez y agilidad, casi imposibles para un ser humano común y corriente. La bruja no logró ver en ella una naturaleza de otro tipo, por lo que juzgó que huía de algo o tenía mucha prisa en conseguir un objetivo. El cierre maestro fue la caída espectacular y épica, que le arrancó carcajadas a unos niños y que hasta un par de damas de lo más alto de la sociedad, ocultaron sus sonrisas burlonas detrás de sus abanicos. La rubia no pudo frenar el impulso de sonreír, ya se había percatado que ella corría en su dirección. Cuando la muchacha se levantó, repleta de lodo y pasto, los espectadores simularon no haberla visto y continuaron con su recorrido. Fiorella decidió no hacerla sentir más humillada de lo que ya debía estar, y volteó, no sin antes correrse un poco para dejarle el lugar que, seguramente, deseaba ocupar. Ella sabía de lo que el cansancio era capaz de hacer, pero nunca imaginó que haría que, simples personas, sacaran a relucir cualidades más propias de un animal que de un ser humano. La había visto levantarse con gran elegancia, y a pesar de que su ropa no parecía ser costosa, algunos modos delataban su buena educación. La mujer imaginó lo denigrante que podía ser para una chica de buena cuna que se corriera el rumor de tan impresionante acto de suicidio social cometido; si lo era para cualquiera, ni qué pensar para los más encumbrados, que gastaban fortunas en preparar a sus hijas e hijos para formarlos en lo que ellos consideraban las buenas costumbres, que a las señoritas las instruían en ser buenas esposas, pero nadie les enseñaba que la vida se trataba de nimiedades de otro tipo, de detalles más profundos y duraderos.
La rubia más joven tomó asiento junto a Fiorella, que la observó de reojo, más con pena que con burla. Se la veía completamente ridícula y desmoralizada, pero ella no contribuiría a hacerla sentir peor, por lo que eligió no hablarle y dejarla hacer su descargo. Asintió ante la pregunta y metió su mano en una pequeña cartera que llevaba colgada. —Aquí tienes —y le ofreció el trozo de lino color rosado, que pronto desaparecería bajo el barro, pero no le interesaba, bordaría uno nuevo. Pudo distinguir preocupación, pero no por saberse sucia y pisoteada por sus propios impulsos, era ese atisbo de tristeza que salía del alma, y sintió pena de que alguien tan joven tuviera aquella mueca en su rostro. —Pronto todos se olvidarán de lo sucedido, no te preocupes —le dijo, regalándole una cálida sonrisa, esa que le dirigía a Deirdre cuando necesitaba consuelo. —No eres un gato negro, yo no veo a ninguno por aquí —y recorrió con la mirada el suelo — y tampoco a ninguna debilucha, pues nadie debilucho es capaz de esas piruetas extraordinarias —sonó bromista, quería levantarle el ánimo, aunque no sabía bien cómo, no le gustaba meterse en las vidas ajenas ni dispensar opiniones sobre asuntos que no eran de su incumbencia o sobre los cuales no tenía conocimiento. De todas maneras, el instinto maternal de Fiorella se despertaba no sólo cuando era Deirdre la que estaba afectada, si no, también, cuando veía en situación de inferioridad a alguien.
Las pocos transeúntes que recorrían el lugar dirigieron su mirada hacia un mismo sitio, lo que llamó la atención de Fiorella, que también observó. Un espectáculo que podía juzgarse de fascinante se desarrollaba frente a sus ojos, una bella joven corría y sorteaba obstáculos con una rapidez y agilidad, casi imposibles para un ser humano común y corriente. La bruja no logró ver en ella una naturaleza de otro tipo, por lo que juzgó que huía de algo o tenía mucha prisa en conseguir un objetivo. El cierre maestro fue la caída espectacular y épica, que le arrancó carcajadas a unos niños y que hasta un par de damas de lo más alto de la sociedad, ocultaron sus sonrisas burlonas detrás de sus abanicos. La rubia no pudo frenar el impulso de sonreír, ya se había percatado que ella corría en su dirección. Cuando la muchacha se levantó, repleta de lodo y pasto, los espectadores simularon no haberla visto y continuaron con su recorrido. Fiorella decidió no hacerla sentir más humillada de lo que ya debía estar, y volteó, no sin antes correrse un poco para dejarle el lugar que, seguramente, deseaba ocupar. Ella sabía de lo que el cansancio era capaz de hacer, pero nunca imaginó que haría que, simples personas, sacaran a relucir cualidades más propias de un animal que de un ser humano. La había visto levantarse con gran elegancia, y a pesar de que su ropa no parecía ser costosa, algunos modos delataban su buena educación. La mujer imaginó lo denigrante que podía ser para una chica de buena cuna que se corriera el rumor de tan impresionante acto de suicidio social cometido; si lo era para cualquiera, ni qué pensar para los más encumbrados, que gastaban fortunas en preparar a sus hijas e hijos para formarlos en lo que ellos consideraban las buenas costumbres, que a las señoritas las instruían en ser buenas esposas, pero nadie les enseñaba que la vida se trataba de nimiedades de otro tipo, de detalles más profundos y duraderos.
La rubia más joven tomó asiento junto a Fiorella, que la observó de reojo, más con pena que con burla. Se la veía completamente ridícula y desmoralizada, pero ella no contribuiría a hacerla sentir peor, por lo que eligió no hablarle y dejarla hacer su descargo. Asintió ante la pregunta y metió su mano en una pequeña cartera que llevaba colgada. —Aquí tienes —y le ofreció el trozo de lino color rosado, que pronto desaparecería bajo el barro, pero no le interesaba, bordaría uno nuevo. Pudo distinguir preocupación, pero no por saberse sucia y pisoteada por sus propios impulsos, era ese atisbo de tristeza que salía del alma, y sintió pena de que alguien tan joven tuviera aquella mueca en su rostro. —Pronto todos se olvidarán de lo sucedido, no te preocupes —le dijo, regalándole una cálida sonrisa, esa que le dirigía a Deirdre cuando necesitaba consuelo. —No eres un gato negro, yo no veo a ninguno por aquí —y recorrió con la mirada el suelo — y tampoco a ninguna debilucha, pues nadie debilucho es capaz de esas piruetas extraordinarias —sonó bromista, quería levantarle el ánimo, aunque no sabía bien cómo, no le gustaba meterse en las vidas ajenas ni dispensar opiniones sobre asuntos que no eran de su incumbencia o sobre los cuales no tenía conocimiento. De todas maneras, el instinto maternal de Fiorella se despertaba no sólo cuando era Deirdre la que estaba afectada, si no, también, cuando veía en situación de inferioridad a alguien.
Fiorella Peiten- Hechicero Clase Media
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Re: La fantasía es la mera realidad | Privado
"Es un presente horrible la vida que me diste,
la vida tan amarga que yo no te pedí:
Señor, ya no soporto la vida mustia y triste;
devuélveme a la nada... o llévame hacia ti."
Antonio Plaza Llamas. Dios
la vida tan amarga que yo no te pedí:
Señor, ya no soporto la vida mustia y triste;
devuélveme a la nada... o llévame hacia ti."
Antonio Plaza Llamas. Dios
Sólo deseaba que el tiempo volara, como si un gran e indiscutiblemente poderoso súper héroe tomase al planeta de sus órbitas y lo hiciera acelerar sobre su propio eje, haciendo que todo —incluso su vergüenza— fuese parte del pasado, un pasado que ni siquiera recordarían debido a lo increíble de la vida actual. Los segundos que buscaba por un pañuelo se le hicieron realmente eternos y por ello casi arañó como una verdadera gata el pañuelo ajeno, al intentar agarrarlo con la mayor velocidad. Sin embargo, se detuvo cuando lo tuvo en sus manos, se autocontroló en sus propios impulsos, como siempre lo hacía en momentos de crisis, y llevó el pañuelo hasta sus mejillas y su frente, limpiándose el rostro y luego las manos, al mismo tiempo que respiraba profundamente.
— ¿Lo olvidaréis vos? — le preguntó a la mujer junto a ella, luego que ella misma le hubiese dicho que pronto todos olvidarían lo sucedido. La miró a los ojos con fijeza, esperaba la respuesta que ya podía escuchar en su atrofiado cerebro, mas supo que lo más conveniente sería que ella misma respondiera — No, no lo haréis. Del mismo modo como todos esos chicuelos correrán con sus amigos y les dirán que han visto a una rubia volar por aires y aterrizar en un charco — sonrió y desvió su mirada, bajándola hacia sus propias manos — Lo real es que no me conocen, que nadie me conoce y que tampoco me interesa mantener una imagen protocolar, es sólo... — alzó nuevamente la vista, y aun cuando la mantuvo fija hacia el frente, podía verse en sus orbes la resistencia al aguacero amenazante de un llanto descontrolado — tenía la idea de que mi vida no podía ser peor...
Fue en ese momento que la resistencia cedió tan sólo un palmo y ella comenzó a sollozar e inmediatamente se limpió con aquel costoso pañuelo bordado que su nueva acompañante le había brindado. Se limpió las mejillas y la parte baja de sus ojos, con el cuidado de una princesa recién maquillada, aun cuando su cara no estaba cubierta de ninguna otra cosa que no fuese el resquicio de unas manchas de lodo. Su educación sobresalía en los momentos menos esperados y se ocultaba en aquellos que realmente le necesitaba; esa era la ley de su propia vida que le ponía a prueba día a día.
— Yo... — volvió a hablar y su rostro giró para una vez más mirar el de la desconocida, parecía querer hablar algo realmente importante, pero algo dentro de ella se lo impedía. Algo llamado vergüenza — Yo... — repitió una vez más y extendió sus brazos hacia ella que ni siquiera pudo escapar de sus impulsos — Necesito un abrazo — le dijo cuando ya prácticamente le tenía atrapada entre sus brazos y se echaba a llorar a destajo sobre su hombro — Abrázame, por favor.
Sus pensamientos se mezclaban en la turbulencia de sus ideas, las imágenes de los rostros que le habían observado caer, el rostro de sus padres, de Fyodor, del editor y todos aquellos que le presionaban a ser mucho mejor y resistente de lo que en verdad se sentía capaz. Estaba hasta la misma coronilla y sus lagrimas no eran más que el rebalse de todos sus sentimientos inexpresados y ocultos hasta ese mismo momento, pues no le importó ya el lodo de sus ropas pegándose al vestido de la pobre rica mujer que tenía a su lado ya que ella sólo lloró... Lloró como si hasta ahora se lo hubiesen prohibido, lloró hasta estrujar sus ojos y ponerlos a secar junto a la hoguera, lloró en la intimidad del hombro ajeno, lloró de pena y de rabia, lloró.
— ¿Lo olvidaréis vos? — le preguntó a la mujer junto a ella, luego que ella misma le hubiese dicho que pronto todos olvidarían lo sucedido. La miró a los ojos con fijeza, esperaba la respuesta que ya podía escuchar en su atrofiado cerebro, mas supo que lo más conveniente sería que ella misma respondiera — No, no lo haréis. Del mismo modo como todos esos chicuelos correrán con sus amigos y les dirán que han visto a una rubia volar por aires y aterrizar en un charco — sonrió y desvió su mirada, bajándola hacia sus propias manos — Lo real es que no me conocen, que nadie me conoce y que tampoco me interesa mantener una imagen protocolar, es sólo... — alzó nuevamente la vista, y aun cuando la mantuvo fija hacia el frente, podía verse en sus orbes la resistencia al aguacero amenazante de un llanto descontrolado — tenía la idea de que mi vida no podía ser peor...
Fue en ese momento que la resistencia cedió tan sólo un palmo y ella comenzó a sollozar e inmediatamente se limpió con aquel costoso pañuelo bordado que su nueva acompañante le había brindado. Se limpió las mejillas y la parte baja de sus ojos, con el cuidado de una princesa recién maquillada, aun cuando su cara no estaba cubierta de ninguna otra cosa que no fuese el resquicio de unas manchas de lodo. Su educación sobresalía en los momentos menos esperados y se ocultaba en aquellos que realmente le necesitaba; esa era la ley de su propia vida que le ponía a prueba día a día.
— Yo... — volvió a hablar y su rostro giró para una vez más mirar el de la desconocida, parecía querer hablar algo realmente importante, pero algo dentro de ella se lo impedía. Algo llamado vergüenza — Yo... — repitió una vez más y extendió sus brazos hacia ella que ni siquiera pudo escapar de sus impulsos — Necesito un abrazo — le dijo cuando ya prácticamente le tenía atrapada entre sus brazos y se echaba a llorar a destajo sobre su hombro — Abrázame, por favor.
Sus pensamientos se mezclaban en la turbulencia de sus ideas, las imágenes de los rostros que le habían observado caer, el rostro de sus padres, de Fyodor, del editor y todos aquellos que le presionaban a ser mucho mejor y resistente de lo que en verdad se sentía capaz. Estaba hasta la misma coronilla y sus lagrimas no eran más que el rebalse de todos sus sentimientos inexpresados y ocultos hasta ese mismo momento, pues no le importó ya el lodo de sus ropas pegándose al vestido de la pobre rica mujer que tenía a su lado ya que ella sólo lloró... Lloró como si hasta ahora se lo hubiesen prohibido, lloró hasta estrujar sus ojos y ponerlos a secar junto a la hoguera, lloró en la intimidad del hombro ajeno, lloró de pena y de rabia, lloró.
Rilian Korsákova- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 21/09/2012
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Re: La fantasía es la mera realidad | Privado
El pequeño corderito estuvo a punto de hacerla sonreír. Su juventud e inexperiencia le hacían ver con gran dramatismo una situación que, realmente, todos olvidarían pronto. Debía tener la edad de su hija, sin embargo, Deirdre era mucho más madura, había pasado una vida que la había obligado a endurecerse. Ella deseó que su pequeña fuese como la jovencita accidentada, vestida de ropas elegantes y recibir la educación de los mejores tutores de Europa, como fue la de ella alguna vez. Había visto lo suficiente para darse cuenta de que era el típico caso de la muchacha que jamás en su vida, se casase con quien se casase, hiciese lo que hiciese, lograría cumplir las altas expectativas de unos padres que, seguramente instados por su propia frustración e infelicidad, proyectaban en el fruto de su matrimonio todos sus resentimientos. Fiorella ya no recordaba si sus padres habían contraído nupcias por obligación o elección, pero fuese cualquiera de las dos opciones, ella había sido feliz en aquella etapa que vivió junto a ellos; aunque varias de sus amigas, se esmeraban a diario por ser más de lo que realmente podían. Era una concatenación de deseos reprimidos que pasaban de generación en generación, y formaban un círculo de infelicidad que se rompía el día que la mal llamada oveja negra de la familia, tiraba por el acantilado todo lo aprendido, y se arrojaba a cumplir con sus sueños, a entregarse al hombre de su vida y darle la espalda a quienes le dieron el apellido pero que fueron nocivos para su existencia. Ella no había sido exactamente así, pero no podía quejarse de la vida de aventuras que había llevado, mal no la había pasado, a pesar del fantasma de la hoguera que pesaba sobre su espalda.
—Ya lo olvidé, ni recuerdo por qué estás aquí sentada —sabía que sus palabras serían desoídas. Reconocía la obstinación que generaba la desesperación, y la mella que hacía en la dignidad de las personas. No quería reírse, se clavó las uñas en las yemas de los dedos para obligarse a no hacerlo, y la observó con atención dar su melodramático discurso. —Siempre puede ser peor —murmuró, en vano. Se preguntó cuál era la pena de aquella hermosa jovencita, quizá un prometido, había visto infinidad de caso de ese tipo. De norte a sur, de este a oeste, no importaba, siempre aquel mandato pendía en la cabeza de las niñas en edad de casarse. La compadeció, aún no estaba lista para una institución de semejante envergadura, le faltaba para saber lo que era entregarse a un hombre, parir hijos y criarlos. Sintió una punzada de rabia hacia los desconsiderados que habían pactado guiar su vida como si fuera la de una marioneta. “Las hijas siempre somos marionetas, y más si son las mayores. Fiore, tú tienes suerte, tu padre es bueno. En cambio el mío… ¡Casará a mi hermana con un viejo!” El recuerdo de Berta, su mejor amiga de la infancia, le provocó una oleada de nostalgia y un nudo en la garganta, que la obligó a tragar con dificultad. <<¿Qué habrá sido de ella?>> Nunca lo supo, tampoco si aquella unión se había consumado.
No lo vio venir, el abrazo de la muchacha la tomó por sorpresa, regresándola a la realidad. No sabía cómo reaccionar, no era normal que la gente anduviera abrazada por la vía pública, y mucho menos si eran desconocidas. Vaciló, pero terminó apoyando una mano en la cabecita rubia y otra en el brazo. Con sus dedos le masajeó la coronilla y la acarició por encima del vestido. La estaba ensuciando, pero Fiorella estaba por encima de aquellas frivolidades. La dejó llorar, que vaciase su alma del profundo pesar que arremetía contra su juventud. Nadie merecía padecer a aquella edad, en la del florecimiento, en la de los castillos en el aire. La meció suavemente, como hacía cuando su hija tenía algún dolor, y elevó una simple plegaria al Dios que ella insultaba con sus poderes, para que le diese las palabras justas para darle consuelo o, simplemente, para infundirle un poco de valor.
—Shhh… Tranquila, pequeña, tranquila —murmuró tras varios segundos de silencio. Ya nadie les prestaba atención, ni siquiera los curiosos. La alejo con lentitud, y le envolvió el rostro, secándole las mejillas con los pulgares. Sus ojos enrojecidos, su boca hinchada y sus pestañas húmedas la llenaron de ternura. —Cierra tus ojos —acompañó el movimiento con un asentimiento de cabeza. No era común que utilizara sus poderes, sin embargo, entró en la infantil mente de la muchacha, y, de a poco, la ubicó en un jardín lleno de flores, con mariposas y el aroma de una falsa primavera embargándole la emoción. Luego, a la niña, la vistió con un atuendo rosa pálido, el cabello suelto movido por la suave brisa. Apareció un hermoso príncipe de cuento en su corcel, le sonrió con dientes blancos y perfectos, y le estiró su mano para que ella la tomase. La ubicó sobre la montura, delante de él, y le depositó un suave beso en el cachete. Fiorella se deleitaba con la suave expresión que iba tomando el rostro de su acompañante. —Puedes ser feliz —le susurró.
—Ya lo olvidé, ni recuerdo por qué estás aquí sentada —sabía que sus palabras serían desoídas. Reconocía la obstinación que generaba la desesperación, y la mella que hacía en la dignidad de las personas. No quería reírse, se clavó las uñas en las yemas de los dedos para obligarse a no hacerlo, y la observó con atención dar su melodramático discurso. —Siempre puede ser peor —murmuró, en vano. Se preguntó cuál era la pena de aquella hermosa jovencita, quizá un prometido, había visto infinidad de caso de ese tipo. De norte a sur, de este a oeste, no importaba, siempre aquel mandato pendía en la cabeza de las niñas en edad de casarse. La compadeció, aún no estaba lista para una institución de semejante envergadura, le faltaba para saber lo que era entregarse a un hombre, parir hijos y criarlos. Sintió una punzada de rabia hacia los desconsiderados que habían pactado guiar su vida como si fuera la de una marioneta. “Las hijas siempre somos marionetas, y más si son las mayores. Fiore, tú tienes suerte, tu padre es bueno. En cambio el mío… ¡Casará a mi hermana con un viejo!” El recuerdo de Berta, su mejor amiga de la infancia, le provocó una oleada de nostalgia y un nudo en la garganta, que la obligó a tragar con dificultad. <<¿Qué habrá sido de ella?>> Nunca lo supo, tampoco si aquella unión se había consumado.
No lo vio venir, el abrazo de la muchacha la tomó por sorpresa, regresándola a la realidad. No sabía cómo reaccionar, no era normal que la gente anduviera abrazada por la vía pública, y mucho menos si eran desconocidas. Vaciló, pero terminó apoyando una mano en la cabecita rubia y otra en el brazo. Con sus dedos le masajeó la coronilla y la acarició por encima del vestido. La estaba ensuciando, pero Fiorella estaba por encima de aquellas frivolidades. La dejó llorar, que vaciase su alma del profundo pesar que arremetía contra su juventud. Nadie merecía padecer a aquella edad, en la del florecimiento, en la de los castillos en el aire. La meció suavemente, como hacía cuando su hija tenía algún dolor, y elevó una simple plegaria al Dios que ella insultaba con sus poderes, para que le diese las palabras justas para darle consuelo o, simplemente, para infundirle un poco de valor.
—Shhh… Tranquila, pequeña, tranquila —murmuró tras varios segundos de silencio. Ya nadie les prestaba atención, ni siquiera los curiosos. La alejo con lentitud, y le envolvió el rostro, secándole las mejillas con los pulgares. Sus ojos enrojecidos, su boca hinchada y sus pestañas húmedas la llenaron de ternura. —Cierra tus ojos —acompañó el movimiento con un asentimiento de cabeza. No era común que utilizara sus poderes, sin embargo, entró en la infantil mente de la muchacha, y, de a poco, la ubicó en un jardín lleno de flores, con mariposas y el aroma de una falsa primavera embargándole la emoción. Luego, a la niña, la vistió con un atuendo rosa pálido, el cabello suelto movido por la suave brisa. Apareció un hermoso príncipe de cuento en su corcel, le sonrió con dientes blancos y perfectos, y le estiró su mano para que ella la tomase. La ubicó sobre la montura, delante de él, y le depositó un suave beso en el cachete. Fiorella se deleitaba con la suave expresión que iba tomando el rostro de su acompañante. —Puedes ser feliz —le susurró.
Fiorella Peiten- Hechicero Clase Media
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Fecha de inscripción : 24/07/2012
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