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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Nikôlaus Gallup Lun Ene 07, 2013 10:19 pm

Loco. ¡Iba a volverse loco! ¿O ya lo estaba? Llevó el pulgar e índice al puente de la nariz. Había adoptado ese gesto como suyo desde que esa maldita sed insaciable se había hecho con su cuerpo. La mansión estaba absolutamente vacía. Tras despertar de lo que parecía una pesadilla y descubrir que ésta no había más que empezado a materializarse, había actuado como un animal con cualquiera que intentó acercársele. Los criados habían huido asustados y aunque todo en su interior rugía y luchaba por perseguirlos para así acallar esos ensordecedores latidos, Noah le había detenido. El vampiro cerró los ojos, como si el cansancio se hubiese apoderado de él. ¡Como si pudiese volver a sentirlo! Una sonrisa vacua, totalmente ajena al hombre de hacía cinco meses, se instaló en su boca. La culpa, el dolor y el resentimiento alimentaban a ese ser en que se había convertido. ¡Era una vil parodia de sí mismo! Donde se veía obligado a ser el antagonista de siniestras escenas, donde el único desenlace para los actores incorporados era una tortuosa muerte. Él – la bestia – se reía en su cara cada vez que vencía y ¡vencía! No podía hacer nada para ocultarla. Había desistido de ignorarle. Había dejado de refrenarse. ¿Por qué iba a hacerlo? Solo así podía recordar porque había acabado con la existencia de su hijo. Si se miraba al espejo, veía el rostro del infante. Cuando aceptó que se había convertido en una aberración - como él -, no había podido destruirlo. Cada vez que le miraba, recordaba las veces que había llegado a casa y se había lanzado a sus brazos. Después de que aceptara que estaba enamorado de su mejor amiga, le había propuesto matrimonio con el deseo de empezar su propia familia. Francine le había dado el único regalo invaluable y él había perdido todo en un abrir y cerrar de ojos. Todo lo que amaba, todo lo que le importaba… Bajó la mano y dio un golpe en el ya destruido escritorio. Su despacho, así como la casa era un caos. El único cuarto que permanecía intacto era la habitación de su hijo. Se había negado a profanar su memoria. Era todo lo que podía hacer. Néo le había transformado pero ¡maldita sea! Había sido su mano la que desprendiera el corazón de su pecho.

La desesperación de la bestia por salir de la mansión era desquiciante y Nikôlaus encontraba un placer morboso al saber que ‘ella’ también era prisionera. Cuando la noche cayera, no podría negarse a llenar sus entrañas. El pulso de los humanos, incluso desde esa habitación, era una música que aletargaba a la bestia, quien ya podía saborear toda esa sangre. ¿Se acostumbraría alguna vez a las cuchilladas que perforaran constantemente su garganta? ¡¿Y qué importaba?! Cuando hiciera pagar a Néo por su pérdida, él se entregaría al abrazo del amanecer. Había actuado como un cobarde pero eso se había terminado. ‘Es demasiado tarde para cambiar’. La maldita conciencia inyectaba su veneno. Sí. Era tarde, pero tenía que sostenerse de ese clavo y encontrar las respuestas a los porqués que se instalaban en su mente. Una risa estalló por toda la mansión. Nikôlaus se limitó a mirar hacia la nada. Esa no era la primera vez que escuchaba ese sonido. Si no recordara la sensación del pequeño órgano en la palma de su mano, habría jurado que su hijo corría por el pasillo, huyendo de Francine porque no quería irse a la cama. ¿Cómo iba a soportar ese vacío? Encontrar a Néo podría ser cuestión de meses o quizás años. ¿Iba a negarse a unirse a ellos durante tanto tiempo? El dolor le oprimió el pecho. La inmortalidad lo había hecho condenadamente fuerte pero ni siquiera esa habilidad podría competir contra ese sentimiento. – Mi sed de venganza no os devolverá a la vida, pero solo puedo esperar que me mantenga cuerdo el tiempo suficiente hasta que pueda alcanzaros. Sonrió, un gesto que solo un desalmado podría mostrar sin parecer falso. Néo no tenía nada que perder. Solo un hombre que ha estado en la cima puede lamentarse cuando se precipita a la caída. No. Su hermano no iba a perder nada, excepto la cabeza cuando le encontrara.


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Mensaje por Francine Capet Vie Ene 11, 2013 9:16 pm

Noah Gallup, hijo amado…” no pudo seguir leyendo el epitafio del nicho que guardaba los restos de su pequeño hijo. Francine cayó de rodillas y rompió en llanto, un llanto amargo, desgarrador, ensordecedor, que retumbaba en las paredes, oscurecidas por la noche, del mausoleo de la familia de su esposo. Se abrazó al oso de peluche con el que dormía el pequeño y lo acunó hasta que fue vencida por el cansancio y quedó laxa, con las piernas lastimadas y con hilos de sangre corriendo por ellas, con varios kilos menos producto de la internación y la falta de alimentación, con los lagrimales secos al igual que su alma. Ya no le quedaba nada, le habían arrebatado lo único bueno que había poseído alguna vez; su familia destrozada por la misma especie, por esa estirpe maldita de vampiros que elegían a diestra y siniestra a quienes arruinarle la vida. La mujer se sentía vacía, respiraba por el mero reflejo, y por su mente sólo se reproducían una y otra vez las imágenes de aquella jornada fatal, cuando todo había terminado y con ello, había sido arrastrada al mayor de los precipicios y pugnaba por saltar, un pie en el abismo, un pie en la tierra, ¿qué más daba? Nadie la lloraría, y si Dios la ayudaba, se encontraría con sus dos amados hombres en el Cielo, abrazaría al pequeño Noah en cuanto entrara al paraíso, y se arrojaría al pecho de Nikôlaus y llenaría su rostro de besos como en aquellos hermosos tiempos… Aquellos hermosos tiempos…y lloró nuevamente, sacando una fuerza desconocida sólo para gritar sus nombres y pedirle a Dios que se los devolviera o que se la llevara con ellos. Maldijo sin cesar a todos los que recordaba, y era la primera vez que lo hacía, tampoco tenía quién la escuchara. Los muertos que había alrededor no se levantarían a consolarla, y los cuidadores del cementerio estarían demasiado asustados por sus alaridos para acercarse a ver lo que sucedía. Se arrastró hacia la pared y allí apoyó su espalda, acariciando al peluche que reposaba sobre su pecho. Quien la viera creería que era un espectro, enfundada en aquel camisolín blanco, con el cabello alborotado y largo, con el rostro hinchado de tanto dolor y el alma pendiendo de un hilo. Se repetía que nada le quedaba, ni siquiera el hijo que había luchado por su vida cuatro meses dentro de su vientre. Todavía tenía la sensación de la sangre corriendo por sus muslos, luego por sus rodillas, por sus pantorrillas y finalmente por sus talones cuando el niño murió sin conocer la luz, podía ver el charco rojo bajo sus pies y a las enfermeras corriendo de aquí para allá. Su Nikôlaus había muerto sin saber que iban a tener otro hijo, ¿habría sido una niña o un niño? Ella había preferido pensar que era una niña y la habría llamado Charlotte, así la pensaba, Charlotte Gallup, Noah y Charlotte, frutos del más puro de los amores y víctimas de la peor de las tragedias. ¿Qué habían hecho ella, sus retoños y su marido para que la vida se ensañara tanto con ellos? Se culpaba por no haber advertido antes la condición del asesino, tantos años de entrenamiento para no haberse percatado, para no haber sido capaz de reconocer a un maldito vampiro bajo su mismo techo, por no haberle advertido a su esposo lo suficiente. Su esposo…él también era culpable, se había negado a echarlo y había discutido con ella por esa situación. Pero ya estaba muerto y no tenía la suficiente energía para seguirlo responsabilizando.

Se levantó tambaleándose, necesitaba despedirse. Se acerco a la placa de oro de su hijo y la acarició, alguien, la visitaría, pues estaba limpia y las flores eran nuevas. Y luego buscó la de Nikôlaus, no la encontró, ¿es que lo habría enterrado en otro lado?, pero a cambio, el horror se presentó ante su mirada atónita. “Francine Juliette Gallup, amada esposa, madre ejemplar, querida hermana. 1 de Marzo de 1774 – 15…” no resistió y soltó el peluche para llevarse las manos a la boca. Estaba…muerta, no, no podía ser, ella no estaba muerta, estaba allí parada, leyendo aquellas líneas. Ese dolor insoportable de su alma no podía ser la mera imaginación de un fantasma que no se había enterado que había perecido. Y de pronto, pensó que los hechos de aquel día fueron tan confusos, no encontraron su cuerpo, la creyeron muerta y… "¡Maldita Narcisse! ¡Malditas seas en toda tu frustrada vida! ¡Perra asquerosa e infame!" Seguramente, su hermana, debía apurar los trámites de entierro y consiguió un cuerpo falso en reemplazo del suyo. En vez de investigar, de hacer uso de todo el poder que tenía para esclarecer la situación, la metió dentro de un féretro y se desligó por completo. Francine se llevó los puños a los costados y los apretó, luchando por contener las lágrimas, que, nuevamente, la vencieron. Ni su propia sangre estaba interesada en su destino. ¿Para qué seguir viviendo? Estiró su brazo y dio con el arma que había dejado apoyada sobre el nicho que acogía los restos de la madre de Nikôlaus. La había cargado antes de encaminarse hacia el cementerio, y contenía una sola bala, una de plata, que tenía el objetivo de traspasar el corazón del asesino de su hijo y de su esposo, pero la idea dejó de resultar tentadora, para darle paso a aquella en la que encontraba consuelo. Acarició la pistola, era de una fabricación exquisita, ella misma la había encargado en exclusividad, y le había hecho grabar su nombre en la culata. “F. J. Capet” rezaba en una extraña letra cursiva que había diseñado. El fabricante era un turco de gran reputación, que trabajaba con los asesinos más reconocidos de Europa y la parte más septentrional de Asia. Aquel hombre le había dado confianza y le había asegurado que esa arma no le fallaría nunca. Pasó la yema de sus dedos a lo largo y a lo ancho de ésta, y por fin se decidió. Le temblaba la boca, sin embargo, no dudó a la hora de quitarle el seguro, elevó su brazo y apoyó el cañón en su sien. Un solo disparo y el proyectil se alojaría en su cabeza, la haría volar y acabaría con su tormento. Su dedo se asentó en el gatillo y se esperanzó con el infierno, condena por el suicidio. Cualquier perspectiva era mejor que un mundo sin Noah y sin Nikôlaus.



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Mensaje por Nikôlaus Gallup Dom Ene 27, 2013 8:00 pm

La Luna finalmente asumió su reino y la locura de la bestia, al saberse sin sus cadenas, se desenfrenó por completo. Nada le obligaba a permanecer esclavo de esas cuatro paredes. Las calles le invitaban a recorrerlas, a buscar en ellas la sangre que serviría para aplacar el dolor que amenazaba con destruir su garganta. La ferocidad de su desgracia iba a la par de ese infierno que zumbaba en su mente, dejando atrás una estela de sinsentido. El elixir que fluía por las venas de quienes podrían convertirse esa noche en sus víctimas, despertaba más y más su sed voraz. No podía bloquearlos. ¡Podía escucharles llamándole! Prometiéndole, por varios minutos, el placer del olvido. Cuando el predador veía su reflejo en los orbes horrorizados de los humanos, quedaba extasiado ante la muestra de su poder. La oscuridad – tenía que aceptarlo – carcomía sigilosamente a la persona que había sido. El padre, esposo y hermano había sido remplazado por un extraño ser. Caminaba sobre brasas, aguardando a que éstas le envolvieran hasta que las heridas no cicatrizaran. Tomó la gabardina que parecía burlarse de él sobre uno de los sillones destrozados. La madera estaba desperdigaba por todos lados. Las paredes tenían huecos, ahí dónde él había golpeado sin reparo. Francine le habría regañado por cómo había tratado su casa, pero ¡qué demonios! Ella estaba muerta. ¡Muerta! Y todo por su maldita culpa. Su puño se impactó contra el yeso, mientras que la risa de Noah aún seguía sonando por los pasillos. Salió del despacho. No había más puerta que se interpusiera en su camino. Había caído aquélla noche que engañó a su hijo para que se le acercara, solo para perforar y sacar el corazón inservible de su pecho. Después de acunar al pequeño entre sus brazos por un largo tiempo, no había intentado frenar su rabia. Era como si ésta hubiese clavado sus garras para nunca soltarlo. Copulaba con su dolor, haciéndole delirar por una venganza que cada vez se hacía más pesada ¿Necesitaba ese jodido recordatorio? Sabía que había fallado a su familia. Ellos habían confiado en que él siempre les mantendría a salvo y a cambio, había invitado a un asesino a su hogar.

Se detuvo en el salón principal. Aún podía ver a Néo acariciando los rizos de su hijo. Francine en una esquina, mirando la escena con la mirada vacía. Aunque podría haberse ido a otra de las propiedades de la familia Gallup, lejos de la ciudad, no lo había hecho. Las habitaciones contaban historias. Los festejos del cumpleaños del pequeño, quien no podía esperar para abrir sus obsequios. Nikôlaus nunca era capaz de regañarlo por ser tan impaciente, así que le permitía romper el envoltorio en cuanto ponía esa mirada. Había aprendido a siempre tener un regalo extra, solo para escucharlo gritar de felicidad. Juliette siempre preparaba la tarta, a pesar de que la servidumbre no parecía cómoda al ver a la señora de la casa a su alrededor. Una fría ráfaga le golpeó con fuerza, alejando todos esos recuerdos cuando se encontró en la acera. Metió una mano en el bolsillo de la gabardina y emprendió camino. Las esencias de los humanos que aún paseaban por las calles, hacían que sus colmillos presionaran, exigiéndole que les permitiera perforar sus cuellos. Uno de sus conocidos le saludó, pero solo un gruñido vibró como respuesta en su garganta. Se alejó antes de que no pudiese detenerse. Los callejones oscuros eran su destino. Para su enojo, estaban solitarios. Esperó por lo que fueron varios minutos a que alguien se aventurara a dar un paseo para encontrarse con la muerte. Finalmente, una prostituta con una botella en la mano se acercó ofreciéndole sus servicios. Apestaba a sudor y a otros machos. Sus colmillos se alargaron. Ella valdría… por el momento. Hubo un grito, forcejeo y luego nada. Era fuerte, ágil y rápido. La menor presión en el cuello de su víctima y la mataría. Los gritos llegaron entonces desde el cementerio. Estaba a solo unas cuadras del lugar donde descansaban los restos de su familia. Actuando por reflejo, arrancó la cabeza de su presa. Unas cuantas gotas salpicó su rostro. Pasó la mano con brusquedad, manchándose aún más, una sonrisa pretensiosa – ¿la bestia? – apareció en su boca. Las verjas chirriaron, como si anunciara su llegada. Siguió el rastro de los sollozos. Él podría ayudarla a reunirse con sus seres queridos. Conforme avanzaba su ira explotó. ¿De dónde provenía? ¿Del mausoleo que pertenecía a su familia? ¡¿Quién se atrevía a profanar sus memorias?! Escuchó el seguro de un arma y supo que su víctima iba a negarle su sangre. Ella... ¿Ella? llevaba un camisón blanco, sostenía una pistola contra la sien. - ¿Juliette? Ahí estaba la confirmación de que había perdido la razón.


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Mensaje por Francine Capet Dom Feb 03, 2013 8:41 pm

Su perfumen, su embriagadora fragancia que nunca más pensó volvería a sentir, le llegaba a su olfato, se colaba por su mente y la esperanzaba con verlo. Había muerto y estaba tocando las puertas del paraíso, y el aroma de su adorado Nikôlaus era la guía hacia la entrada. No, estaba viva, aún no había apretado el gatillo, por un segundo se detuvo ante aquella súbita decisión. Pasos, más pasos, y se intensificó el aroma, y su voz, su grave timbre dulcificado al nombrarla. Sólo él le decía “Juliette”, y sólo él lo pronunciaba de aquella manera. Oh Dios… ¿qué le estaba ocurriendo? Estaba a punto de terminar con su vida y de pronto él la llamaba, ¿a caso la invitaba hacia esa eternidad en la que descansaba junto a su hijo? Lo sintió detrás suyo, estaba allí, no era una ilusión. Bajó el arma con una parsimonia incitada por la prudencia, por ese hilo delgado de cordura al que todavía su mente se esmeraba en aferrarse. Y volteó. La oscuridad lo ocultaba, pero el filtro de luz le bañaba las facciones, y era él, no lo confundiría ni en un millón de años. No podía ser una alucinación, el dolor iba a enloquecerla, pero todavía no había acabado con el resto de lucidez que le quedaba, su imaginación no podía estar jugándole esa broma tan macabra de presentarle a su marido entero, sano y hermoso, tal cual siempre lo recordaba. Aflojó los dedos y la pistola cayó al suelo, el ruido fue ensordecedor, pero estaba demasiado aturdida en la visión como para prestarle atención al objeto, tampoco se percató del disparo que se incrustó contra uno de los muros. La distancia que los separaba era escasa, sin embargo, corrió, y el recorrido le pareció lento y pesado, pero cuando sus cuerpos se tocaron, los brazos de Francine se extendieron y le rodearon la cintura. —Mi amor, mi amor, mi amor —repetía mientras su mejilla se apretaba contra él, junto a todo su cuerpo, que parecía querer formar uno sólo. —Dios mío…eres tú, estás vivo, estás vivo… —decía una y otra vez, enajenada ante la inminente realidad de que no todo estaba acabado, de que todavía algo podía solucionarse, y de pronto, un pensamiento se cruzó por su mente. Levantó el rostro —¿Y…Noah? ¿Él también está vivo? —preguntó, pero continuó hablando antes de darle tiempo a responder —El epitafio, el cajón, todo es una pantomima para que Néo no sepa que sobrevivieron, ¿cierto? —y supo de la negativa antes de que él lograra hablar. Estaba subestimando a un vampiro que había logrado simular su condición durante una larga temporada bajo su mismo techo.

Se dejó caer, la decepción había sido tan enorme que hasta el deseo de abrazar a Nikôlaus se había hecho añicos. Su bebé, su vida, su extensión, la carne de su carne, el alma de su alma, no estaba, y si la idea había sido aterradora y desesperante en un principio, en ese instante, en que un vago planteamiento le había atiborrado el corazón de optimismo, se había convertido en mera desolación. Allí estaba, vacía, ya nada le quedaba, y en su mente, por tan sólo un segundo, deseó que su esposo fuera el muerto y su pequeño hijo quien mantuviera la vida. Se llenó de culpa, y se agitó, el aire le faltaba, y la carita de su precioso niño le sonreía y su cuerpecillo caminaba hacia ella, algo tambaleante debido a su corta edad. ¡Basta! Noah no estaba, Noah había muerto, y ella con él. De pronto, recordó a los pies de quien estaba, de quien era la figura que se mantenía impávida, y gritó, gritó el nombre del hijo que tenían en común, y se abrazó a las piernas de Nikôlaus como si de Noah se tratase, y no paró de llamar al pequeño —¡Noah, Noah, Noah, hijo adorado, mi hijo, mi cielo, mi amor, mi vida! —vociferaba sin cesar y sacudía a su esposo —¿Por qué, Nikôlaus? ¿Por qué tenía que ser él? ¿Por qué el diablo no me llevó a mí en lugar de a nuestro hijo? —estaba en un estado de profundo desamparo, no era a su marido a quien interrogaba, y tampoco era al Dios en el que creía, y que el Infierno la tragase por nombrar al Demonio y hacerle un petición. Le hubiera vendido su alma a cualquiera con tal de tener a su hijo junto a ella. Su garganta estaba lastimada ante sus gritos, y sentía el gusto metálico de la sangre en su boca. ¿Era el mismo sabor que había sentido Néo cuando terminó con la existencia del nene? —Ayúdame a morir —le exigió a su esposo, y confirmó la plegaria sacudiéndolo aún más —Por favor, te lo imploro, Nikôlaus…ayúdame a morir, no quiero ni puedo vivir así… —extrañamente no lloraba, pero su voz sonaba rasposa. Él le debía aquello, que la estrangulara, que le diera un disparo, que le quebrara el cuello, que usara cualquier método, pero que acabara con su tormento de una vez, él, que había llevado al verdugo hacia su hogar, tenía que ser capaz de indicarle el camino que diera por finalizado todo el horror que los había recubierto —Hazlo…hazlo por Noah y hazlo por Charlotte —susurró, agotada.



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Mensaje por Nikôlaus Gallup Mar Mayo 14, 2013 1:58 am

El dolor en su pecho se hizo más intenso. Ella era real. No tardó en aceptarlo. ¡No podía! El monstruo en su interior la veía y la marcaba como potencial víctima. Su corazón se asemejaba a un colibrí enjaulado. La interpretación era tan hermosa, que solo bastaba con mirar los orbes del vampiro para reconocer el peligro. Él no correría el riesgo de que escapara de sus garras. Sabía – a cierto nivel – que, si le ofrecía la libertad que claramente anhelaba, su cordura se perdería por siempre. Inhaló con fuerza, aunque no lo necesitaba, solo para enviciarse con su aroma. Por meses, había vagado como un muerto viviente, alimentándose sin poder aplacar esa sed que quemaba en su garganta. Sus colmillos latían, cobraban vida ante su cercanía. La yugular de Francine le seducía con tal ímpetu, que no podía pensar en otra cosa que no fuese su sabor. Quería sentir esa vena latiendo bajo su boca, su sangre entrando en su sistema. Escuchó lejanamente sus gritos. Noah. Ella sabía sobre su hijo. La bestia le susurraba que había una forma de calmarla. El hombre que aún se esforzaba en oponer resistencia, no le creía, le acusaba de que no se detendría una vez empezara. Cada humano que había tenido la mala fortuna de cruzarse en su camino, había sido vaciado hasta la sequedad, ni una gota de ese líquido escarlata había sido desperdiciada. Gruñó ante su insistencia. No necesitaba que le embelesara con palabras, mucho menos que se ofreciera en bandeja de plata. Sus movimientos se hicieron engañosos. Como si fuese solo un espectador, un ente atrapado en su propio cuerpo, se vio a sí mismo acechando. Sus colmillos se desnudaron en todo su esplendor. La Luna parecía haberse roto en cientos de filamentos porque, en ese instante, bañó a la pareja en el cementerio con sus rayos plateados. Manchas frescas de sangre surcaban su cincelado rostro. Su última víctima no había tenido oportunidad alguna. Francine tampoco la tendría. ¿Era así como acabaría todo? ¿La demencia venciendo? ¿El monstruo destruyendo todo lo que le había importado? ¿Primero su hijo y ahora también a su esposa? ¿Era el precio por una eternidad que nunca había deseado?

Levantó a Francine con facilidad. La trataba como un cristal que estuviese a punto de romperse. No podría decirle la verdad. No podría decirle que él había terminado lo que su hermano había empezado. Ese dolor iba a ser solo suyo. Encontraría a Néo y se vengaría por toda su pérdida. Las ruinas que habían quedado no podrían jamás volver a ser cimientos. No tenía nada para ofrecer a Francine, excepto muerte y más muerte. Acarició con obscena devoción su mejilla. Su poder trabajando sobre ella para confundirla. No tenía que horrorizarse por lo que vendría. Hizo a un lado sus cabellos. Su mirada penetrando profusamente en sus orbes. Era tan diferente a la forma en que antes lo hacía. La culpa carcomía el amor que antes le había profesado. Deslizó su palma sobre su cuello, inclinándola lo suficiente para tener acceso. Su cabeza descendió un segundo después. Sus colmillos perforaron la piel. Hubo un gruñido de satisfacción por parte del vampiro. Su sabor era diferente a cualquier otro. Más adictivo. ¿Se debía a la falta de miedo? Todas sus presas habían tratado de correr, habían suplicado. Ella había ido a ese cementerio a morir. Le había rogado que la sacara de su miseria, como si a él no le importara, como si él ya no significara algo en su vida. Y realmente, no la culpaba. Había tantas cosas que hubiesen hecho que su final fuese distinto. Tragó. La necesidad era cruda. Quería sentirla en sus venas. Solo el sonido de la succión crepitaba en al aire, que parecía craquearse con cada movimiento de su garganta. La sostenía contra él. Nada les separaba. Su cuerpo presionaba contra las curvas femeninas, como había hecho incontables veces. Entonces un nombre desconocido, uno que ella había pronunciado, se abrió paso en su mente. El demonio, ahora satisfecho, le daba la libertad de escuchar lo que Francine había dicho. La fuerza de su succión disminuyó, sus colmillos retrocedieron, su lengua lamió los gemelos en su cuello. - ¿Quién es Charlotte? Cuestionó, aún sobre su piel. No podía soltarla, era demasiado pronto. Además, ella estaba debilitada. No podría atentar contra su vida en su estado. Él estaba asombrado, por primera vez, había parado.


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Mensaje por Francine Capet Sáb Mayo 25, 2013 3:04 am

Levántame. De entre tus pies levántame, recógeme,
del suelo, de la sombra que pisas,
del rincón de tu cuarto que nunca ves en sueños.
Levántame. Porque he caído de tus manos
y quiero vivir, vivir, vivir.

Jaime Sabines


<<¿Por qué no me hablas?>> Le cuestionó en su mente, ella no había hecho más que hablar y gritar desde que lo había visto, y él se mantenía en aquel silencio enloquecedor. Estaba desesperada por escucharlo, necesitaba saber que aquella situación no era un sueño ni un delirio como otros tantos. Pero la levantó, la acarició, y Francine cerró los ojos, él era lo más real que tenía, sus manos estaban frías, pero no le importó, sólo deseaba que él siguiera rozándola, apretándola contra su cuerpo, ese que tantas veces la cobijó y la amó, y más lágrimas cayeron, de pura dicha de tenerlo cerca nuevamente. Sentía que volaba, que su cuerpo se aletargaba luego de tanto tiempo de tensión y sufrimiento. Quería permanecer la eternidad entera en ese estado de enajenación junto al hombre de su vida, junto a su Nikôlaus. Y por fin, su voz. Levantó los párpados con pesar, como si de un martillazo hubieran roto el hechizo. Se sentía tan huérfana como lo era, con aquel vacío en el pecho que sólo le recordaba el momento en que habían enterrado a su querido padre. Era una adolescente y él le había dirigido las últimas palabras a ella, a nadie más que a ella, y la petición era lo que la convencía de ser parte de la estructura de poder que le había dado la espalda hacía cinco meses. La mención del nombre de la hija que nunca nació le ramificó los pensamientos, la llevó hasta su niñez, y Charlotte, por unos segundos, sólo fue su difunta madre, también asesinada por aquellas bestias malditas. Vio a la mujer que la había llevado en sus entrañas muerta, pálida, ensangrentada, y a Maurice acunándola con lágrimas en los ojos. Sangre… El instante horroroso en que las sábanas blancas que la tenían envuelta durante su decadencia se tiñeron de aquel espantoso color, había gritado y se había sacudido hasta caer de la cama, en la patética escena de una lisiada inútil. Las piernas no le respondían, y el suelo dibujaba grietas carmesí. Se había separado los muslos con las manos, y cuando las levantó, éstas contenían los vestigios de su hija, la noche anterior había sentido su primer patadita. Dios la había bendecido de una extraña manera, sus miembros inferiores no respondían a estímulo, sin embargo, su vientre aún contenía vida, a pesar de que a veces se le endurecía como a una piedra, y las hermanas que cuidaban de ella se miraban con tristeza callando la realidad. Su embarazo no prosperaría. Y así fue como el último bastión que la sostenía, se esfumó sin rostro, sin nombre, como si nunca hubiera existido. Y allí estaba el meollo de su amargura, de no querer morir por encontrarse en los brazos de su adorado marido. Había transitado los últimos días con la sola y sencilla idea de darle fin a su existencia, pero Nikôlaus…él lo cambiaba todo.

Nuestra hija —soltó sin preámbulos. Algo profundo e interno deseaba causarle daño y confundirlo, pero sintió la tensión de sus músculos y la culpa se abrió paso entre el rencor. No podía mirarlo, demasiado atormentada por tener una figura a la cual culpar por su desgracia y la de sus inocentes hijos, como si él no estuviera pasando por la misma situación. Le tomó una mano y se la apretó contra su vientre —Estoy vacía…— susurró a punto de quebrarse nuevamente. Aumentó la presión, hasta que las costillas, que sobresalían por su piel debido a la mala alimentación, le provocaron puntadas de dolor. —El día que… Aquella noche, oh Dios…aquella noche —no podía evocarla, las imágenes se volvían tan nítidas que le quitaban la respiración— iba a contarte que estaba esperando nuestro segundo hijo —suspiró, con lentitud—, Noah lo sabía y te esperábamos ansiosos para decirte que otro bebé llegaría. —Vio a su hijito mirarla con expresión confusa cuando sentados sobre la cama, Francine le contó que iba a tener un hermanito o hermanita, quizá nunca había entendido el verdadero significado de aquello, pero le había sonreído y repetía la nueva palabra con dificultad. —Yo lo sabía hacía quince días, llevaba aproximadamente un mes y medio de gestación. Luego de… Me desperté dos meses después, no sabía dónde estaba, y dos enfermeras que resultaron ser monjas me dijeron que me levantaron de la calle, era una vagabunda. Me encontré con que no sentía mis piernas —sonrió con ironía—, ¿sabes lo que es no poder caminar? Sin embargo, el embarazo seguía su curso, pero una mañana desperté con una puntada aquí —llevó la mano de Nikôlaus hacia la parte más baja y presionó—, y luego no hubo más que sangre —Terminó el relato como si se hubiera tratado de una historia ajena, como si aquello no le hubiera sucedido a ella misma, si no, que se lo hubieran contado. Había compartido aquello que le atenazaba el corazón. —Nunca supe si era una niña o un niño, pero quise creer que era una pequeña y decidí pensarla como Charlotte, el nombre de mi madre —se apoyó en su marido, lo necesitaba tanto… —Perdóname por no haber podido contener a nuestra hija, perdóname, por favor. Perdóname por todo, por no haber cuidado de Noah, por no haberte insistido lo suficiente, por haber huido —lo abrazó, y no sintió la calidez que lo caracterizaba. Una duda se encendió en su inconsciente, pero la despejó <<La noche está fría>> se repitió— Ahora estamos juntos, amor mío, juntos de nuevo. Nos curaremos las heridas, te cuidaré, me cuidarás —refregó su rostro en su pecho, inspiró su delicioso perfume. —Te amo tanto… —levantó la mirada— ¿Aún me amas? —le preguntó con terrible temor. <<Nikôlaus, ¿qué tienes en el rostro?>> quiso interrogarlo, pero no se atrevió. Otra vez, la terrible sospecha emergía de las profundidades de su mente.



"Repito tu nombre, vuelvo a decirlo, lo digo incansablemente, y estoy seguro que habrá de amanecer."

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Mensaje por Nikôlaus Gallup Dom Sep 08, 2013 11:57 pm

Aquéllos que han dejado atrás su humanidad para convertirse en vampiros, han padecido el dolor de la transición. Nikôlaus la sintió. El fuego le recorrió, le quemó, más no lo incineró. Sus gritos. ¡Aún puede escuchar sus malditos pero silenciosos gritos! Aún puede sentir cómo le es desgarrada la garganta, cómo le es arrebatada su alma. Esclavo de una infernal hambre, de oscuros instintos guiándole. Él, no es más que su títere. Dolor. Esa es la única puerta que se abrió cuando se transformó. Había abierto los ojos a ese nuevo ‘amanecer’ con los pequeños incisivos de su hijo masticando su piel. Noah había sido presa de la misma sed frenética. No había podido controlarse. Todo lo que quería, era apagar el fuego en sus cuerdas vocales. Le había llevado varias noches aceptar que el ardor no cedería. Francine nunca comprendería cuán difícil había sido dar ese paso. Aún ahora no sabía si había hecho lo correcto. Su lado egoísta, le pintaba un completo nuevo panorama. ¿Era cierto? ¿Habría podido satisfacer las necesidades de su hijo? Los últimos meses había descubierto que se le daba fácil arrebatar vidas. ¿Cuántas más habría necesitado para mantener a Noah saciado? ¡Habría podido cazar para él! Pero su mente, aún derrotada, le había hecho actuar. Gruñó, como un animal herido, ante el contacto de su mujer. La había echado tan en falta. Su contacto, su voz, su olor. Todo le hechizaba. Pero ella también lo castigaba. La desolación y desesperación en sus palabras lo humillaban, le atizaban. Iba a estallar. Nadie le había advertido que sentiría todo con mayor clamor. ¿Había… había estado embarazada cuando Néo les condenó? ¿Otro hijo? Pudo sido padre por segunda vez y también eso nunca volvería a ser. Nunca podría abrazar a su pequeño de nuevo, ni a sorprenderlo con obsequios. Tampoco podría cargar a una nueva parte de sí, suya y de Francine. Su humanidad se había ido. Le habían quitado todo, sin piedad. El destino quiso que se convirtiese en un insensible monstruo.

La soltó, como si su contacto le quemase. – Mis heridas no tienen cura, Francine. ¿No lo ves? Necesito… necesito destruir. Su puño cayó sobre la lápida donde ponía el nombre de su hijo. Las grietas aparecieron rápidamente. Gotas carmesíes cayeron entre sus dedos. No necesitaba el recordatorio físico de lo que había perdido. Las imágenes ya eran una tortura en su mente. La risa de su hijo aún se reproducía en cada maldito rincón de su mansión. Recordaba cada uno de sus balbuceos. ¡Las de veces que había intentado llamarlo papá! Él se había ido, mientras que él se quedaba para odiarse por no seguirlo. – ¡YO NO PUEDO CURARME! Su cuerpo trabajaba para cerrar las laceraciones que se abría, pero inmediatamente una nuevas aparecían. – Le fallé. Prometí que siempre le protegería y… Cayó sobre sus rodillas en su propio desastre. El peluche favorito de su hijo parecía mirarlo. Nikôlaus imaginó que esos malditos ojos eran acusatorios. Lo cogió en su mano ensangrentada, dispuesto a romperlo… La demencia lo impulsaba. - ¿Cómo puedes preguntarme eso? ¿Cómo puede importarte lo que siento? ¿Es que no lo sabes? ¡Fui yo quien lo mató! ¡Fui yo quien sostuvo su corazón! ¡Quien lo estrujó! Sus dedos se cerraron como tenazas en torno al torso del oso. Había sido uno de sus regalos. El niño nunca se despegaba de él, ni siquiera para comer. Demonios. Su pérdida dolía. Giró la cabeza para clavar la mirada en los acuosos orbes de su mujer. Era tan hermosa. Su corazón aún latía, a diferencia del suyo, que estaba tan ennegrecido. Francine era luz, él un ser oscuro. – Él se acercó a mí creyendo que calmaría su dolor y entonces… Se carcajeó como un lunático. La amargura haciéndose eco. – Mientras lo abrazaba, lo asesiné. Noah ni siquiera luchó. Tiró el peluche, ahora sucio, contra la rota lápida. – No era un buen padre, Francine. ¿Ahora entiendes por qué murió Charlotte? Porque no habría podido cuidarla. Todo lo que amo, lo destruyo. Ese soy yo, un maldito destructor.


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Mensaje por Francine Capet Miér Dic 18, 2013 11:01 pm

No. No. No. No. La pared llamada realidad con la que Francine chocó, la aturdió. El golpe fue directo a la frente; una vibración espeluznante, seguida de una desesperación casi demencial, se apoderó de su cuerpo. Y tembló. Tembló de angustia, de engaño, de odio, de asco. Estaba tan cegada por el dolor que no había querido ver lo que se revelaba ante su mirada casi ingenua, plagada de amor. Con cada golpe que Nikôlaus le daba a la lápida de Noah, Francine daba pequeños saltos y apretaba los párpados y los puños, alejándose, hasta que la frialdad de la piedra le rozó la espalda. Hubiera querido gritarle que parara, que se callase, que dejara de profanar el eterno descanso de su hijo, pero las palabras se le clavaban en el pecho y le fluían, espesas, por las venas, por los sentidos, se colaban por los pequeños mecanismos de su cerebro y el mundo terminó bloqueándose. Todo se había reducido a su marido de rodillas, violento, enajenado, con su sombra proyectada por la mortecina luz de la luna, las manchas rojas que se hacían más evidentes conforme Francine caía en el abismo. Las piernas le fallaban, se clavó las uñas en las palmas hasta hacerlas sangrar, y ese dolor le pareció tan dulce como la mentira que había creado hacía escasos segundos. Lo había sabido desde el principio, pero algo en ella se había negado a aceptarlo. Nikôlaus, su Nikôlaus, su amor, su otra mitad, su alma, su vida, su aire, su dueño, era una bestia capaz de asesinar a su propio hijo, al hijo de ambos. Observó con horror cuando lazó el peluche destrozado, observó con terror los vestigios de la lápida, observó con miedo a aquel hombre que desconocía por completo.  Ya no quedaba nada, lo único que pensó que la aferraría a la vida, se había convertido en un monstruo, en un asesino, en todo lo que ella odiaba. Seres como él se habían llevado a su familia, ¿cuántas familias había destruido Nikôlaus en ese tiempo? La sola idea le revolvió el estómago, y se encorvó para vomitar. No había comido nada en días, y el gusto amargo de la bilis la mareó. Intentó apoyarse nuevamente, una mano le falló, y cayó sentada, a escasos centímetros de sus desechos. Se arrastró hacia atrás, encogió las rodillas, donde apoyó la cabeza, se abrazó el vientre. Las lágrimas brotaron en cascadas silenciosas, mientras se mecía suavemente y tarareaba una canción de cuna.

El propio sonido de su voz le hizo creer que estaba nuevamente con Noah en sus brazos, que lo acunaba para hacerlo dormir tras haberlo amamantado, y que Nikôlaus, el Nikôlaus verdadero, el que murió cuando consiguió la inmortalidad, tenía las manos apoyadas en sus hombros, sus manos cálidas y grandes. La sensación fue tan hermosa, que lo salobre de su llanto, se mezcló con una sonrisa repleta de ternura. <<Los amo, los amo, ¡quédense conmigo! No me dejen>> De pronto, Noah y Nikôlaus desaparecían, se alejaban lentamente, sus rostros pálidos se perdían en la oscuridad. Lanzó un alarido desesperado, y volvió a aquel panteón tétrico. No sabía cuánto tiempo había permanecido en aquella posición, pero se levantó en un impulso producto del odio. Empujó a su marido y estrelló la palma de su mano en su mejilla, una vez, y otra más.

¡Mataste a mi hijo! ¡Mataste a mi bebé! ¡¿Cómo pudiste hacerme eso, desgraciado?! —se desplomó ante él. Sus puños cerrados lo golpearon en el pecho— ¡Asesino! ¡Asesino! ¡Monstruo! ¡Eres una bestia! —y de pronto, no tuvo más fuerzas para continuar, y se quedó quieta, agitada, con el sabor metálico de la sangre en su garganta lastimada, y el contacto cercano de su esposo. Le envolvió el rostro con ambas manos y lo acercó, sus ojos buscaron los de él— Devuélveme a mi Nikôlaus, por favor… Devuélvemelo, devuélvemelo —la voz le había salido en un hilo entrecortado. Lo tomó de las solapas del abrigo y lo sacudió— Dime que todo esto es mentira, dime que es una pesadilla más. Dime que cuando despierte estaremos los tres, que me abrazarás y me dirás lo mucho que me amas, y te contestaré que no tanto como yo a ti, y nos besaremos, y Noah reirá, y saldremos a pasear juntos. Dime que eso va a suceder, por favor, te lo ruego, ¡dime que eso va a suceder! —no pudo contenerse más, y se abrazó a aquel extraño, se abrazó a la bestia que aún tenía el perfume de Nikôlaus, que aún usaba su ropa, se abrazó al diablo y a sus propios demonios— Dime que no eres un asesino, dime que no eres una bestia. ¡Miénteme, por favor!



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