AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Soneto para los pobres [Privado]
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Soneto para los pobres [Privado]
Felices los invitados a la mesa del Señor...
Había amanecido gris y lluvioso, gruesas gotas humedecían el suelo y embarraban aquellas calles de barro, que se levantaba con el paso de los carruajes. La Catedral de Notre Dame se erigía ante la mirada atónita de los visitantes y la profunda fe de los parisinos que se hacían presentes en la Isla de la Cité, con su esplendor gótico datado de siglos atrás. Era un verdadero monumento, y nada opacaba su esplendor. Ese domingo las altas castas de la sociedad europea se reunían en un evento solidario organizado por las señoras de más renombre de Francia, aunque el lado encubierto de aquello era conseguir el apoyo político para sus maridos. A Bárbara le crispaba los nervios pensar que utilizarían un sitio sacro para actos de esa índole, motivo por el cual, había preferido no realizar donativos directos, pero sí asistió a la misa. Las mujeres ataviadas en sus mejores trajes de día, se ubicaron en los primeros bancos, mientras que sus maridos estaban detrás de ellas. A pesar de que a la joven la habían invitado al primer banco de una de las hileras del medio, ella prefirió ubicarse en el tercero. Sus doncellas y cochero, como era costumbre, se situaron en el fondo. La francesa agradeció haber estado rodeada por dos señoras que la saludaron con gran afecto cuando la vieron. La historia de éstas era la comidilla de los salones, puesto que ambas habían sido amantes de sus respectivos maridos antes de contraer matrimonio con ellos, motivo por el cual, solían ser rechazadas por el núcleo duro de mujeres de alta alcurnia. Una gran hipocresía, había sugerido Bárbara a una de sus doncellas una vez, ya que todas esas señoras que se persignaban ante el Santísimo y que se decían fieles servidoras de Dios, eran las primeras en discriminar a quien se cruzase en su camino con una diminuta mancha en un guante. Su abuela, Leonor Destutt de Tracy, había sido igual, y había querido inculcarle aquellos aires a su nieta, pero nunca lo había logrado, una verdadera frustración, como solía recordarle cada vez que la veía hacerle una reverencia tanto a los personajes más destacados como a los vendedores del mercado. Aquello había sido obra de los primeros y escasos años de educación de su madre, que le había enseñado a ser una buena cristiana y a amar al prójimo. ¿A caso no lo decían los mandamientos?
La ceremonia dio comienzo con un aria cantada por el coro mientras el sacerdote hacía su entrada, seguido por dos jóvenes monaguillos, seguramente huérfanos. El cura bendijo a los presentes y giró para dar la misa de espaldas y en latín, costumbre que en Francia se mantenía, mientras que en Inglaterra el padre daba la misa de frente y en inglés. El acto penitencial le siguió, y todos se golpearon el pecho arrepintiéndose de sus pecados y pidiéndole perdón a Dios, algo de lo que la gran mayoría se olvidaba al cruzar el umbral de la Catedral para volver a sus hogares. Cada estación de la ceremonia pasó, hasta que llegaron al Evangelio. Bárbara ya no lo escuchaba, puesto que había sido asaltada por un mareo y se le habían tapado los oídos. El aire, dentro del lugar, estaba viciado por los perfumes de las mujeres, de los hombres y de las flores que descansaban en los pies de los Santos. Intentó soportar aquello, respirando profundo, pero nada la mejoraba. La mujer que estaba de su lado derecho, se percató de la palidez de la joven, que se resaltaba en el atuendo negro que la cubría, por lo que le apoyó una mano en la espalda y la instó a salir a refrescarse. Sería un verdadero despropósito escabullirse de la misa, y más en plena lectura del Evangelio. Negó con la cabeza y le sonrió, pero la dama insistió. Bárbara se debatió entre permanecer allí y caer desplomada, lo que desataría rumores de embarazo o enfermedad grave, o entre salir unos minutos y sólo obtener la reprobación de aquellos que no estaban inmersos en la voz del sacerdote. Sin dudas, la mejor era la segunda opción. Haciendo gala de una precisión admirable para su estado, salteó a la mujer y salió por uno de los pasillos del costado. Hizo que su taconeo sea, a duras penas, audible, fácil de confundir con el goteo de la lluvia contra los vidrios. El cambio brusco de temperatura la obligó a apretarse la mantilla pero fue reconfortante el fresco del exterior. Se ubicó a un costado de la galería de la entrada, observando la intensa lluvia caer sobre la ciudad y el impacto de ella sobre el Sena.
La ceremonia dio comienzo con un aria cantada por el coro mientras el sacerdote hacía su entrada, seguido por dos jóvenes monaguillos, seguramente huérfanos. El cura bendijo a los presentes y giró para dar la misa de espaldas y en latín, costumbre que en Francia se mantenía, mientras que en Inglaterra el padre daba la misa de frente y en inglés. El acto penitencial le siguió, y todos se golpearon el pecho arrepintiéndose de sus pecados y pidiéndole perdón a Dios, algo de lo que la gran mayoría se olvidaba al cruzar el umbral de la Catedral para volver a sus hogares. Cada estación de la ceremonia pasó, hasta que llegaron al Evangelio. Bárbara ya no lo escuchaba, puesto que había sido asaltada por un mareo y se le habían tapado los oídos. El aire, dentro del lugar, estaba viciado por los perfumes de las mujeres, de los hombres y de las flores que descansaban en los pies de los Santos. Intentó soportar aquello, respirando profundo, pero nada la mejoraba. La mujer que estaba de su lado derecho, se percató de la palidez de la joven, que se resaltaba en el atuendo negro que la cubría, por lo que le apoyó una mano en la espalda y la instó a salir a refrescarse. Sería un verdadero despropósito escabullirse de la misa, y más en plena lectura del Evangelio. Negó con la cabeza y le sonrió, pero la dama insistió. Bárbara se debatió entre permanecer allí y caer desplomada, lo que desataría rumores de embarazo o enfermedad grave, o entre salir unos minutos y sólo obtener la reprobación de aquellos que no estaban inmersos en la voz del sacerdote. Sin dudas, la mejor era la segunda opción. Haciendo gala de una precisión admirable para su estado, salteó a la mujer y salió por uno de los pasillos del costado. Hizo que su taconeo sea, a duras penas, audible, fácil de confundir con el goteo de la lluvia contra los vidrios. El cambio brusco de temperatura la obligó a apretarse la mantilla pero fue reconfortante el fresco del exterior. Se ubicó a un costado de la galería de la entrada, observando la intensa lluvia caer sobre la ciudad y el impacto de ella sobre el Sena.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 27/05/2012
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Re: Soneto para los pobres [Privado]
Madame no estaba casada y en ello (ay) radicaba en gran medida el problema de Edouard. No es que fuera cosa hecha que un marido siempre pudiera tener satisfecha a su esposa entre las sábanas del lecho, pero al menos serviría para apaciguar un poco el deseo desbordado de aquella mujer que frisaba la cuarentena. Al paso que iban seguramente cuando ella tuviera sesenta seguiría llamándolo por las noches, ¿y hasta cuándo lo iba a aguantar él? Últimamente su tolerancia estaba bajo mínimos. Betrice había enfermado por alguna causa que el único médico al que habían consultado no sabía dictaminar. El facultativo no lo había dicho en esos términos, pero Edouard sabía que lo achacaba a la avanzada edad de la anciana y que debían tomarlo como un proceso natural, el declive de la vida. La vieja nodriza tenía edad para ser su abuela y sin embargo él la llamaba madre, porque no había conocido otra y porque la mujer se había ganado aquel apelativo a pulso con sus constantes cuidados y todo su amor. Por eso el muchacho vivía la situación con una angustia que distaba mucho de ser la resignación cristiana que el doctor le había recomendado. Betrice tenía que vivir. Bajo la presencia sobrecogedora de los arcos de piedra de la puerta de Notre Dame el criado prometió que lograría que ella viviera.
Aunque Madame fuera soltera su elevada posición social la había prácticamente forzado a tomar parte activa de aquel acto solidario de dudosa repercusión práctica. No es que el chico fuera un erudito versado en cuestiones religiosas, pero su sentido común le decía que si alguien quería ser de verdad generoso con los necesitados tenía otras maneras de hacérselo saber. Acudir a un evento multitudinario como aquel enfudada en un vestido carísimo y con un tocado que competía en altura con el mismísimo Dios en los cielos no parecía el modo más correcto de ganar una entrada al paraíso. Al igual que Bárbara, a la que desde luego Edouard no conocía, llegó a la conclusión de que allí lo único que se iba a repartir eran saludos y votos de popularidad, y ninguna de esas dos cosas ayudaría a que una familia de clase baja pudiera comer algo más que patatas esa noche. No iban a conseguir que una anciana nodriza que ya no cumplía su función se recuperara de la dolencia que la iba apagando lentamente. Esas eran cuestiones que a todas esas señoras tan entregadas a su fe no les importaban.
- Querido, quédate detrás, yo tengo que sentarme en primera fila. No en vano soy una de las parroquianas más altruistas, deberías haber visto todos los francos que doné a la causa. Una causa estúpida, si me permites la licencia de confesarlo, porque el problema hay que atajarlo de raíz. Comprar ropa de abrigo a los mendigos no va a hacer que dejen de ser indigentes.
Edouard tuvo que apretar las mandíbulas entre sí con tanta fuerza que temió que se oyera el chirrido en toda la catedral. Aquella mujer que se atrevía a derrochar una fortuna en algo que ella misma calificaba de nimiedad no había sido capaz de darle un solo franco para ir a buscarle un médico a Betrice. El muchacho había tenido que acudir a una casa de socorro, de acogida para pobres, en busca de un sanitario que les ofreciera sus servicios a cambio de nada. No es que tuviera el menor reparo en contra de los conocimientos de ese doctor en particular, pero por motivos lógicos los recursos de los que disponía no le llegaban ni a la suela de los zapatos a los de los doctores adinerados con consulta ubicada en el centro de París. Eres una mala mujer, pensó allí mismo, en la casa del Señor. Qué más daba, si para el caso que les hacía Jesucristo igual le valdría que no existiera. Un Dios bondadoso y justo no permitiría que aquella hipócrita se paseara con sus mejores galas por entre las luces que las majestuosas vidrieras arrojaban al suelo, pavoneándose, mientras su sirviente vestido ridículamente a conjunto con ella se situaba en el último banco deseando salir corriendo. Iba a salvar a madre, pero si no lo lograba... bueno, no quería pensar que desperdició los últimos días en su compañía haciendo excursiones detrás de una patrona que lo tenía de perrito.
La misa comenzó y la voz del sacerdote se perdió dentro de la mente de Edouard, revuelta como un hilo en una madeja de lana, mezclada con los pensamientos propios del chico que volaban bastante lejos de allí. Se acordaba de la Casa de la Esperanza y sus habitantes, de Anuar, de la amabilidad en general que le habían mostrado alguna vez desinteresadamente. No había muchos ejemplos dentro de esa categoría pero el muchacho agradeció poder contar con alguien. Se avergonzó de la forma en que había huido de casa del rumano, como un conejo perseguido, cuando aquél no hizo más que brindarle su apoyo. Iba a necesitar mucho más apoyo en adelante, al fin lo reconoció, quizá era cierto que las personas no podían enfrentarse a todo solas. Suspiró totalmente ajeno al sermón que se predicaba y entonces un movimiento a su izquierda llamó su atención. Había una joven bastante pálida que se escabullía por uno de los pasillos laterales hacia el exterior. No es que normalmente Edouard se dejara guiar por su caridad cristiana, pero pensó que podía encontrarse mal y le pareció mucho más interesante salir a investigar que quedarse allí dentro mareándose con el incienso. Apartando a un lado a dos hombres que le impedían el acceso al corredor pudo salir afuera apenas un par de segundos después que la dama.
- ¿Se encuentra usted... bien? - Seguramente ella contaba con sus propios sirvientes, pero de momento estaba sola. - Me pareció que necesitaba algo de ayuda. - Ayuda que él no podía brindarle puesto que no era médico. - Agua. - Dijo de pronto, dirigiéndose a una de las fuentes de la puerta y regresando con su pañuelo húmedo para ofrecérselo. - Tal vez pueda refrescarse la frente.
Aunque Madame fuera soltera su elevada posición social la había prácticamente forzado a tomar parte activa de aquel acto solidario de dudosa repercusión práctica. No es que el chico fuera un erudito versado en cuestiones religiosas, pero su sentido común le decía que si alguien quería ser de verdad generoso con los necesitados tenía otras maneras de hacérselo saber. Acudir a un evento multitudinario como aquel enfudada en un vestido carísimo y con un tocado que competía en altura con el mismísimo Dios en los cielos no parecía el modo más correcto de ganar una entrada al paraíso. Al igual que Bárbara, a la que desde luego Edouard no conocía, llegó a la conclusión de que allí lo único que se iba a repartir eran saludos y votos de popularidad, y ninguna de esas dos cosas ayudaría a que una familia de clase baja pudiera comer algo más que patatas esa noche. No iban a conseguir que una anciana nodriza que ya no cumplía su función se recuperara de la dolencia que la iba apagando lentamente. Esas eran cuestiones que a todas esas señoras tan entregadas a su fe no les importaban.
- Querido, quédate detrás, yo tengo que sentarme en primera fila. No en vano soy una de las parroquianas más altruistas, deberías haber visto todos los francos que doné a la causa. Una causa estúpida, si me permites la licencia de confesarlo, porque el problema hay que atajarlo de raíz. Comprar ropa de abrigo a los mendigos no va a hacer que dejen de ser indigentes.
Edouard tuvo que apretar las mandíbulas entre sí con tanta fuerza que temió que se oyera el chirrido en toda la catedral. Aquella mujer que se atrevía a derrochar una fortuna en algo que ella misma calificaba de nimiedad no había sido capaz de darle un solo franco para ir a buscarle un médico a Betrice. El muchacho había tenido que acudir a una casa de socorro, de acogida para pobres, en busca de un sanitario que les ofreciera sus servicios a cambio de nada. No es que tuviera el menor reparo en contra de los conocimientos de ese doctor en particular, pero por motivos lógicos los recursos de los que disponía no le llegaban ni a la suela de los zapatos a los de los doctores adinerados con consulta ubicada en el centro de París. Eres una mala mujer, pensó allí mismo, en la casa del Señor. Qué más daba, si para el caso que les hacía Jesucristo igual le valdría que no existiera. Un Dios bondadoso y justo no permitiría que aquella hipócrita se paseara con sus mejores galas por entre las luces que las majestuosas vidrieras arrojaban al suelo, pavoneándose, mientras su sirviente vestido ridículamente a conjunto con ella se situaba en el último banco deseando salir corriendo. Iba a salvar a madre, pero si no lo lograba... bueno, no quería pensar que desperdició los últimos días en su compañía haciendo excursiones detrás de una patrona que lo tenía de perrito.
La misa comenzó y la voz del sacerdote se perdió dentro de la mente de Edouard, revuelta como un hilo en una madeja de lana, mezclada con los pensamientos propios del chico que volaban bastante lejos de allí. Se acordaba de la Casa de la Esperanza y sus habitantes, de Anuar, de la amabilidad en general que le habían mostrado alguna vez desinteresadamente. No había muchos ejemplos dentro de esa categoría pero el muchacho agradeció poder contar con alguien. Se avergonzó de la forma en que había huido de casa del rumano, como un conejo perseguido, cuando aquél no hizo más que brindarle su apoyo. Iba a necesitar mucho más apoyo en adelante, al fin lo reconoció, quizá era cierto que las personas no podían enfrentarse a todo solas. Suspiró totalmente ajeno al sermón que se predicaba y entonces un movimiento a su izquierda llamó su atención. Había una joven bastante pálida que se escabullía por uno de los pasillos laterales hacia el exterior. No es que normalmente Edouard se dejara guiar por su caridad cristiana, pero pensó que podía encontrarse mal y le pareció mucho más interesante salir a investigar que quedarse allí dentro mareándose con el incienso. Apartando a un lado a dos hombres que le impedían el acceso al corredor pudo salir afuera apenas un par de segundos después que la dama.
- ¿Se encuentra usted... bien? - Seguramente ella contaba con sus propios sirvientes, pero de momento estaba sola. - Me pareció que necesitaba algo de ayuda. - Ayuda que él no podía brindarle puesto que no era médico. - Agua. - Dijo de pronto, dirigiéndose a una de las fuentes de la puerta y regresando con su pañuelo húmedo para ofrecérselo. - Tal vez pueda refrescarse la frente.
Edouard F. Carrouges- Humano Clase Baja
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Fecha de inscripción : 23/11/2012
Localización : La mansión Destutt de Tracy
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Re: Soneto para los pobres [Privado]
El movimiento en París no se detenía a pesar de la intensa lluvia que arreciaba las calles. Eran los trabajadores los que no paraban, eran ellos el motor de la vida de cada rincón de la ciudad y del mundo. Bárbara había aprendido a respetar a aquellos que utilizaban sus manos, su espalda, sus piernas y la totalidad de su cuerpo para llevar el pan a su mesa. Había aprendido a darles su lugar cuando comenzó a ser independiente y administrar la fortuna de su difunto marido. Conocía a todos y cada uno de sus empleados, sus vidas, sus alegrías y sus penas, les pagaba unos excelentes sueldos y los trataba bien, y no sólo era su lado humanitario lo que la movía, si no, también, el hecho de la eficiencia, estaba convencida de que esa actitud hacía al personal hacía el trabajo más tranquilo, pues sabía que eran recompensados por sus esfuerzos. Bárbara les facilitaba medicamentos, comida y hasta ropa; ésta última era muy bien recibida por las mujeres, y le generaba cierto placer ver sus rostros de felicidad cuando le relataban que habían utilizado alguno de sus vestidos de alta costura, los cuales no usaba más de dos veces, para cumpleaños o fechas especiales y que eran elogiadas y hasta conseguían candidatos. A pesar de ser una solitaria, disfrutaba de esas charlas con varias mujeres de diversas edades que se congregaban a su alrededor para ayudarla con su apariencia o que esperaban indicaciones sobre la comida, las compras, el aseo. En su hogar, a pesar de todos los problemas que podía tener a causa de los negocios, había armonía y respeto mutuo, siendo esto último algo fundamental. Ningún dependiente ventilaba la vida privada de su jefa, pues era bien sabido que muchas señoras con demasiado tiempo libre, enviaban a sus lacayos a averiguar sobre lo que hacían o dejaban de hacer los miembros de su mismo status. En una ocasión debió despedir a un jardinero que había hecho un comentario sobre una discusión de Bárbara con uno de sus abogados. Le dolió aquella actitud, pues había sido muy generosa con el muchacho que tenía una hija a cargo y sin ninguna mujer que lo ayudase, pero no toleraba esas traiciones, y había sido desleal a su confianza, por lo que rápidamente tramitó la liquidación del sueldo y lo despachó, sin carta de referencia para que encontrase otro trabajo en el menor tiempo posible, a pesar de que el joven se había ido en disculpas y le rogó que le devolviera su trabajo. Bárbara fue tajante.
Ensimismada en sus pensamientos como estaba, no logró percatarse de que alguien se acercaba a sus espaldas. Abrió sus ojos con sorpresa, y notó que no era ninguno de sus empleados. Agradeció que quien la asistía no se atreviese a tocarle el brazo, pues se vería en la penosa necesidad de ser grosera. Le había dado un leve susto, pero su corazón volvió a bombear con tranquilidad cuando el lacayo –era evidente, a pesar de no estar mal vestido-, le ofreció su ayuda. Asintió cuando le ofreció agua y aceptó el pañuelo húmedo, no reparó en si éste era de una tela fina ni más vulgar, la había sorprendido ese gesto. Musitó un agradecimiento y pasó el pañuelo por sus muñecas y por su nuca, no imaginó que aquello hubiera significado tanto alivio. Observó con detenimiento a su acompañante, y le pareció haberlo visto en compañía de una dama soltera, que a pesar de sus aires de elegancia, a criterio de Bárbara, le faltaba bastante para jactarse de ser un verdadero ícono de la clase alta de París. Recordó que una de sus doncellas había comentado que el chico era su amante, y por eso se esmeraba tanto en vestirlo bien y en pasearse con él por los salones, hasta en ocasiones lo hacía dejar su papel de empleado. Pudo ver tristeza en las pupilas de aquel muchacho, algo le decía que no era feliz. Quizá su rictus carente de alegría. Era muy joven, aproximadamente tendría su misma edad, y le causó cierta repulsión que una mujer que rozaba los cuarenta, fuera capaz de utilizarlo para sus placeres carnales. Conocía casos de empleados que cedían por mero convencimiento, intentando obtener beneficios, pero un presentimiento indescriptible, le dijo que ese joven no era de esa clase. No encontraba otra explicación a su gesto de amabilidad.
—Le agradezco su ayuda, señor… —hizo una pausa no conocía su nombre. Por más que su condición social no fuera la misma que la de ella, merecía ser tratado como un igual —. Ha sido usted muy amable —y sus comisuras se levantaron en lo más parecido a una sonrisa, aunque, por supuesto, no era coqueta, si no, un mero gesto de gratitud—, permítame quedarme con su pañuelo para lavarlo y luego devolvérselo en las mismas buenas condiciones que usted me lo ha prestado —seguramente, habría dejado su perfume impregnado en la tela—. Mi nombre es Bárbara Destutt de Tracy viuda de Turner, puedo darle mi dirección si gusta pasar a retirarlo mañana —dudó si estirar su mano o no, y prefirió no hacerlo, pues, a lo mejor, el chico no conocía ese tipo de gestos o modos, por más que acompañara a su señora a todos lados. Había una manera correcta de hacerlo, y no todos los caballeros podían decir que fueran avezados en esa cuestión, por ende, no podía pretender lo mismo de alguien que no había sido educado bajo las más estrictas normas de conducta.
La lluvia se intensificó, y una cortina de agua impedía la visual más allá de un metro. El ruido de las enormes gotas contra el firmamento había acallado a las voces que se filtraban desde el interior de la Catedral. La lectura del Evangelio habría llegado a su fin, y el cura estaría dando la reflexión sobre el mismo, también dejaría en claro su posición política, el fin de aquella ceremonia y haría uso de su poder de persuasión para que todos los presentes dejaran generosas donaciones para la diócesis parisina, aunque bien sabían todos que poco de ese dinero iba destinado a quienes realmente lo necesitaban. La corrupción y la impunidad que movía al mundo eran inimaginables, sólo los que estaban dentro del poder eran capaces de dilucidar el grado de magnitud de éstas, y Bárbara era una de ellas. Su padre, un reconocido político, militar, filósofo y demás títulos que se esmeraba en recordarle en cada carta o en cada visita, le relataba las intrincadas redes que movían a la República, y la joven estaba comenzando a allanarse su camino en el mundo de la política, porque, muy en su interior, se creía capaz, si daba con las personas correctas, de construir un país mejor para todos los habitantes, y colocar a Francia a la altura de potencias como Inglaterra.
Ensimismada en sus pensamientos como estaba, no logró percatarse de que alguien se acercaba a sus espaldas. Abrió sus ojos con sorpresa, y notó que no era ninguno de sus empleados. Agradeció que quien la asistía no se atreviese a tocarle el brazo, pues se vería en la penosa necesidad de ser grosera. Le había dado un leve susto, pero su corazón volvió a bombear con tranquilidad cuando el lacayo –era evidente, a pesar de no estar mal vestido-, le ofreció su ayuda. Asintió cuando le ofreció agua y aceptó el pañuelo húmedo, no reparó en si éste era de una tela fina ni más vulgar, la había sorprendido ese gesto. Musitó un agradecimiento y pasó el pañuelo por sus muñecas y por su nuca, no imaginó que aquello hubiera significado tanto alivio. Observó con detenimiento a su acompañante, y le pareció haberlo visto en compañía de una dama soltera, que a pesar de sus aires de elegancia, a criterio de Bárbara, le faltaba bastante para jactarse de ser un verdadero ícono de la clase alta de París. Recordó que una de sus doncellas había comentado que el chico era su amante, y por eso se esmeraba tanto en vestirlo bien y en pasearse con él por los salones, hasta en ocasiones lo hacía dejar su papel de empleado. Pudo ver tristeza en las pupilas de aquel muchacho, algo le decía que no era feliz. Quizá su rictus carente de alegría. Era muy joven, aproximadamente tendría su misma edad, y le causó cierta repulsión que una mujer que rozaba los cuarenta, fuera capaz de utilizarlo para sus placeres carnales. Conocía casos de empleados que cedían por mero convencimiento, intentando obtener beneficios, pero un presentimiento indescriptible, le dijo que ese joven no era de esa clase. No encontraba otra explicación a su gesto de amabilidad.
—Le agradezco su ayuda, señor… —hizo una pausa no conocía su nombre. Por más que su condición social no fuera la misma que la de ella, merecía ser tratado como un igual —. Ha sido usted muy amable —y sus comisuras se levantaron en lo más parecido a una sonrisa, aunque, por supuesto, no era coqueta, si no, un mero gesto de gratitud—, permítame quedarme con su pañuelo para lavarlo y luego devolvérselo en las mismas buenas condiciones que usted me lo ha prestado —seguramente, habría dejado su perfume impregnado en la tela—. Mi nombre es Bárbara Destutt de Tracy viuda de Turner, puedo darle mi dirección si gusta pasar a retirarlo mañana —dudó si estirar su mano o no, y prefirió no hacerlo, pues, a lo mejor, el chico no conocía ese tipo de gestos o modos, por más que acompañara a su señora a todos lados. Había una manera correcta de hacerlo, y no todos los caballeros podían decir que fueran avezados en esa cuestión, por ende, no podía pretender lo mismo de alguien que no había sido educado bajo las más estrictas normas de conducta.
La lluvia se intensificó, y una cortina de agua impedía la visual más allá de un metro. El ruido de las enormes gotas contra el firmamento había acallado a las voces que se filtraban desde el interior de la Catedral. La lectura del Evangelio habría llegado a su fin, y el cura estaría dando la reflexión sobre el mismo, también dejaría en claro su posición política, el fin de aquella ceremonia y haría uso de su poder de persuasión para que todos los presentes dejaran generosas donaciones para la diócesis parisina, aunque bien sabían todos que poco de ese dinero iba destinado a quienes realmente lo necesitaban. La corrupción y la impunidad que movía al mundo eran inimaginables, sólo los que estaban dentro del poder eran capaces de dilucidar el grado de magnitud de éstas, y Bárbara era una de ellas. Su padre, un reconocido político, militar, filósofo y demás títulos que se esmeraba en recordarle en cada carta o en cada visita, le relataba las intrincadas redes que movían a la República, y la joven estaba comenzando a allanarse su camino en el mundo de la política, porque, muy en su interior, se creía capaz, si daba con las personas correctas, de construir un país mejor para todos los habitantes, y colocar a Francia a la altura de potencias como Inglaterra.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Soneto para los pobres [Privado]
A Edouard no le importaba salir a servir a la dama en apuros aunque no fuera su trabajo. Últimamente se daba cuenta de que las tareas que debía realizar eran precisamente las que menos ganas tenía de llevar a cabo. No le daba lo mismo ejercer de criado para cualquier señor, y Madame estaba rebasando su propio límite con el tema de Betrice. Hasta la fecha el muchacho había soportado todo lo demás, pero cuando ya creyó que el corazón era un órgano que él tenía hecho de piedra sintió que algo se le rompía muy adentro en cuanto madre enfermó y su patrona no quiso mover ni un dedo. Eso reforzó su convicción de que hacía bien alejándose de los demás, porque cada vez que incluía a otra persona en su círculo de allegados sufría con su afecto. La razón de que a su edad aún no se hubiera planteado nunca si le atraían o no las mujeres - o los hombres, o quien fuera - era que no pensaba jamás dejar que nadie se le acercase hasta el punto de despertar ese sentimiento en él. Se lo prometió de nuevo en cuanto comprendió que el día que Betrice muriese se quedaría completamente solo. No, servir a Bárbara no sería una mala opción, desde luego no parecía de las que obligaban a sus ayudas de cámara a meterse en la cama con ella. Al chico le agradó al instante.
- Edouard Carrouges, madame. - Respondió en el acto.
No podía decir monsieur Carrouges porque no tenía título ninguno, en realidad hasta su apellido era prestado. Las monjas del hospicio le habían bautizado como Edouard Fréderic por los santos del día, seguramente, pero había sido la anciana nodriza de la casa donde fue a parar la que le dio el apelativo de su familia. Todavía no lo conocía de nada cuando lo hizo, y aunque realmente fue porque Madame se lo pidió ella no se había resistido. La señora de la casa era desde luego demasiado importante como para que el niño aspirara a ser parte de su familia, así que en todos los papeles figuró que lo había adoptado Betrice. Desde aquel día la mucama se tomó muy en serio su papel de tutora y protectora del niño, y aunque él nunca le había contado los abusos de los que era objeto por parte de su ama sospechaba que madre lo sabía en el fondo. Eso le humillaba todavía más. Por eso agradeció tanto en medio de su vorágine particular de lamentaciones que la señora Destutt le tratara como lo que era, un ser humano. Y correspondió a su media sonrisa con el intento de otra.
- No es por el pañuelo madame, pero me agradaría acercarme a visitarla mañana para ver si ya se encuentra mejor.
No pudo menos de recordar otra escena muy similar con un pañuelo que había tenido lugar hacía unas semanas en otro escenario diferente, con otra persona diferente. Dutuescu le venía mucho a la mente últimamente para haberse propuesto no hacer amistades, así que con cierta brusquedad lo sacó de sus pensamientos y se obligó a concentrarse en cualquier otra cosa, en el paisaje.
La lluvia hacía eco de su estado de ánimo, cayendo atronadora sobre París, y Edouard se removió algo inquieto deseando volver junto a Betrice cuanto antes. ¿Había cerrado la claraboya de su habitación? Creía que sí, pero no estaba seguro. Si ella cogía frío no se lo podría perdonar. Suspiró con impaciencia, y como tampoco podía acelerar los pasos de su señora aunque lo intentara por telepatía se resignó a permanecer allí un rato más.
- Lamento que sea viuda. - Dijo lo primero que le pasó por la cabeza. - He oído hablar de usted. Siempre en buenos términos. - Añadió para ver si podía compensar su comentario demasiado personal de antes.
- Edouard Carrouges, madame. - Respondió en el acto.
No podía decir monsieur Carrouges porque no tenía título ninguno, en realidad hasta su apellido era prestado. Las monjas del hospicio le habían bautizado como Edouard Fréderic por los santos del día, seguramente, pero había sido la anciana nodriza de la casa donde fue a parar la que le dio el apelativo de su familia. Todavía no lo conocía de nada cuando lo hizo, y aunque realmente fue porque Madame se lo pidió ella no se había resistido. La señora de la casa era desde luego demasiado importante como para que el niño aspirara a ser parte de su familia, así que en todos los papeles figuró que lo había adoptado Betrice. Desde aquel día la mucama se tomó muy en serio su papel de tutora y protectora del niño, y aunque él nunca le había contado los abusos de los que era objeto por parte de su ama sospechaba que madre lo sabía en el fondo. Eso le humillaba todavía más. Por eso agradeció tanto en medio de su vorágine particular de lamentaciones que la señora Destutt le tratara como lo que era, un ser humano. Y correspondió a su media sonrisa con el intento de otra.
- No es por el pañuelo madame, pero me agradaría acercarme a visitarla mañana para ver si ya se encuentra mejor.
No pudo menos de recordar otra escena muy similar con un pañuelo que había tenido lugar hacía unas semanas en otro escenario diferente, con otra persona diferente. Dutuescu le venía mucho a la mente últimamente para haberse propuesto no hacer amistades, así que con cierta brusquedad lo sacó de sus pensamientos y se obligó a concentrarse en cualquier otra cosa, en el paisaje.
La lluvia hacía eco de su estado de ánimo, cayendo atronadora sobre París, y Edouard se removió algo inquieto deseando volver junto a Betrice cuanto antes. ¿Había cerrado la claraboya de su habitación? Creía que sí, pero no estaba seguro. Si ella cogía frío no se lo podría perdonar. Suspiró con impaciencia, y como tampoco podía acelerar los pasos de su señora aunque lo intentara por telepatía se resignó a permanecer allí un rato más.
- Lamento que sea viuda. - Dijo lo primero que le pasó por la cabeza. - He oído hablar de usted. Siempre en buenos términos. - Añadió para ver si podía compensar su comentario demasiado personal de antes.
Edouard F. Carrouges- Humano Clase Baja
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Re: Soneto para los pobres [Privado]
Era extraña la familiaridad que le transmitía el joven. Bárbara se sentía a gusto con él, y no había notado ni un ápice de malicia. No era una mujer ingenua, difícilmente lograran engañarla, si alguien lo había hecho, lo había llevado a cabo con gran pericia, pues no se había enterado. Pudo notar que algo le preocupaba a su acompañante, algo profundo, era la misma expresión que ponían todas las personas que tienen alguien a cargo y pensaban en su bienestar, sensación que jamás experimentaría, pues la misantropía se había vuelto su práctica favorita. No sería hipócrita de decir que se preocupaba por su abuela o por sus escasas amistades, siempre su cabeza estaba en otras cuestiones, centrada en el trabajo, en los papeles, en las inversiones, en la economía. En ocasiones solía recordar a su padre, y le escribía para conocer su estado de salud, a veces olvidaba responderle alguna carta, y buscaba entre su correspondencia el papelerío y garabateaba unas líneas para hacerle conocer su bien. Su padre era un asunto casi bloqueado, se obligaba a no sentir resentimiento hacia él, y tanta prohibición había derivado en un esbozo de indiferencia. Leonor, la madre de Antoine, era un caso aparte, la anciana siempre gozaba de buena salud, constantemente le llegaban noticias de que había asistido a algún evento y que se la veía espléndida; la mujer la había visitado un par de veces y había supervisado su mansión como un general, y Bárbara le había demostrado que no necesitaba de la mirada inquisidora de ningún familiar para llevar adelante lo que concernía a su hogar. A pesar de que su abuela le había dado a entender que quería instalarse en París, pues Marsella la aburría, la joven había esquivado el asunto, aunque dejando en claro que no permitiría a nadie que no sea su personal doméstico instalado en sus aposentos. Era egoísta, sabía del infierno que era vivir con un hombre como su abuelo, pero Leonor no había sido capaz de defenderla cuando la verdad salió a la luz, y no sería ella quien le ayudara a limpiar su consciencia. Hacía bastante tiempo que había comprendido que la vida de mártir no era para ella, que no haría nada impuesto y que las reglas las escribía y respetaba ella misma y sus subordinados, no dejaba que nadie pasara sobre su autoridad, por más que muchos lo habían intentado.
—Puede visitarme, Edouard —aseguró, y se sorprendió a sí misma tratándolo por su nombre de pila —Por la tarde sería mejor, aunque ya me encuentro en condiciones, no ha sido más que un mareo por el aire viciado —no tenía en claro por qué aceptaba un extraño en su hogar, era una mujer reservada y que difícilmente aceptaba visitas, sus empleados eran examinados e investigados, era una paranoica y no dejaba que desconocidos rondaran su intimidad. Sin embargo, el muchacho, había sido sumamente amable en asistirla, y no podía menos que recibirlo, aunque sea por unos minutos. Su idea inicial había sido que el pañuelo quedara con una de sus doncellas para que se lo entregaran, pero había sido su responsabilidad no dejarlo en claro y había permitido que el chico interpretara sus palabras como una invitación. Pensó que siempre se encontraba rodeada por esos abogados y comerciantes insoportables y estructurados, y la visita de alguien fuera de los cánones por los que se guiaban sus relaciones sociales, seguramente, la nutriría de nuevos aprendizajes, era algo a lo que no se cerraba, una de las pocas cosas a las cuales se mantenía abierta. Tampoco entablaría una amistad con él, pero era bueno tener alguien con quien sentirse cómoda y poder interactuar. No supo qué decir cuando Edouard se refirió a su viudez, ella no lo lamentaba en lo más mínimo, aunque tampoco se alegraba de la muerte de Lord Turner, empero, no era una pena que no la dejara continuar con su existencia. Había sido traumático ver morir al pobre hombre a su lado, aunque, para ser sincera, el finado era un asunto menor, salvo cuando se presentaba algún inconveniente por temas mal resueltos en los negocios cuando éste se encontraba en éste mundo. —Gracias, entonces, me alegra que hayan sido palabras correctas las que le expresaron sobre mi —aseguró— Mi esposo era un buen hombre, aunque no tuve la suerte de conocerlo demasiado —era de una dama dar una impresión agradable sobre el marido, no importaba si éste estaba vivo o muerto.
Un perro callejero, flaco y mojado se echó junto a Bárbara. Cualquiera en su lugar habría echado al can para que no le dejara olor ni le manchara el vestido, pero no era el caso de la francesa, que tenía debilidad por los animales. —Pobrecillo —susurró, y observó al animal, que parecía haber encontrado calor en las enaguas de la muchacha. La experiencia le había dictaminado que esos seres indefensos eran nobles y leales, no como los seres humanos, que se atacaban a traición en la primera oportunidad que se les presentaba, por eso tenía cuatro perros en su mansión principal, y tenía en todas sus propiedades animales, pues los consideraba la mejor compañía. Sus cuatro canes dormían en su habitación, ellos le daban seguridad y le apaleaban la soledad, a veces, hasta solía subirlos a su cama, aunque, claro, eso era algo que la servidumbre no sabía; ésta última, tenía prohibido maltratarlos, y había sido clara en que despediría al que se atreviese a dispensarle un golpe o un insulto. Su mirada volvió hacia Edouard, si los rumores eran ciertos, él era tratado peor que como una mascota. ¿Y si el muchacho deseaba trabajar para ella? No podía aceptarlo, pues no sería de buen ver que le “robara” el personal a otra dama; pero si él necesitaba, no tendría corazón para negarse, él parecía muy indefenso. Bárbara tenía la extraña manía de cobijar a los necesitados, y eso le había granjeado más de un problema, por ello, el último tiempo había optado por hacerlo desde el anonimato. Unas notas de música eclesiástica llegaron hacia sus oídos —¿Cree en Dios, Edouard? —y su pregunta fue hecha en tono informal, sentía curiosidad por cómo manejaban la fe o el ateísmo aquellos que no utilizaban la religión como una pantalla.
—Puede visitarme, Edouard —aseguró, y se sorprendió a sí misma tratándolo por su nombre de pila —Por la tarde sería mejor, aunque ya me encuentro en condiciones, no ha sido más que un mareo por el aire viciado —no tenía en claro por qué aceptaba un extraño en su hogar, era una mujer reservada y que difícilmente aceptaba visitas, sus empleados eran examinados e investigados, era una paranoica y no dejaba que desconocidos rondaran su intimidad. Sin embargo, el muchacho, había sido sumamente amable en asistirla, y no podía menos que recibirlo, aunque sea por unos minutos. Su idea inicial había sido que el pañuelo quedara con una de sus doncellas para que se lo entregaran, pero había sido su responsabilidad no dejarlo en claro y había permitido que el chico interpretara sus palabras como una invitación. Pensó que siempre se encontraba rodeada por esos abogados y comerciantes insoportables y estructurados, y la visita de alguien fuera de los cánones por los que se guiaban sus relaciones sociales, seguramente, la nutriría de nuevos aprendizajes, era algo a lo que no se cerraba, una de las pocas cosas a las cuales se mantenía abierta. Tampoco entablaría una amistad con él, pero era bueno tener alguien con quien sentirse cómoda y poder interactuar. No supo qué decir cuando Edouard se refirió a su viudez, ella no lo lamentaba en lo más mínimo, aunque tampoco se alegraba de la muerte de Lord Turner, empero, no era una pena que no la dejara continuar con su existencia. Había sido traumático ver morir al pobre hombre a su lado, aunque, para ser sincera, el finado era un asunto menor, salvo cuando se presentaba algún inconveniente por temas mal resueltos en los negocios cuando éste se encontraba en éste mundo. —Gracias, entonces, me alegra que hayan sido palabras correctas las que le expresaron sobre mi —aseguró— Mi esposo era un buen hombre, aunque no tuve la suerte de conocerlo demasiado —era de una dama dar una impresión agradable sobre el marido, no importaba si éste estaba vivo o muerto.
Un perro callejero, flaco y mojado se echó junto a Bárbara. Cualquiera en su lugar habría echado al can para que no le dejara olor ni le manchara el vestido, pero no era el caso de la francesa, que tenía debilidad por los animales. —Pobrecillo —susurró, y observó al animal, que parecía haber encontrado calor en las enaguas de la muchacha. La experiencia le había dictaminado que esos seres indefensos eran nobles y leales, no como los seres humanos, que se atacaban a traición en la primera oportunidad que se les presentaba, por eso tenía cuatro perros en su mansión principal, y tenía en todas sus propiedades animales, pues los consideraba la mejor compañía. Sus cuatro canes dormían en su habitación, ellos le daban seguridad y le apaleaban la soledad, a veces, hasta solía subirlos a su cama, aunque, claro, eso era algo que la servidumbre no sabía; ésta última, tenía prohibido maltratarlos, y había sido clara en que despediría al que se atreviese a dispensarle un golpe o un insulto. Su mirada volvió hacia Edouard, si los rumores eran ciertos, él era tratado peor que como una mascota. ¿Y si el muchacho deseaba trabajar para ella? No podía aceptarlo, pues no sería de buen ver que le “robara” el personal a otra dama; pero si él necesitaba, no tendría corazón para negarse, él parecía muy indefenso. Bárbara tenía la extraña manía de cobijar a los necesitados, y eso le había granjeado más de un problema, por ello, el último tiempo había optado por hacerlo desde el anonimato. Unas notas de música eclesiástica llegaron hacia sus oídos —¿Cree en Dios, Edouard? —y su pregunta fue hecha en tono informal, sentía curiosidad por cómo manejaban la fe o el ateísmo aquellos que no utilizaban la religión como una pantalla.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Soneto para los pobres [Privado]
Bárbara estaba en lo cierto respecto a una cosa: Edouard no trataba de engañarla ni la había seguido hasta el exterior buscando obtener ningún beneficio a cambio de la ayuda que pudiera brindar. El chico era en muchas ocasiones poseedor de una personalidad misteriosa cuyos motivos últimos eran indescifrables, pero no se le podía acusar de que su egoísmo - la tendencia natural de todos los seres a velar por su propia supervivencia y comodidad - lo moviera a obrar con malicia. Es verdad que tampoco entraba en el grupo de los excesivamente bondadosos y amables, pero eso se debía más a las circunstancias de la vida que llevaba y a sus propios problemas que al hecho de no querer aportar su granito de arena a la sociedad. Por regla general no se fijaba mucho en si una persona era pobre o rica antes de decidir acercarse a ella, y actuaba siempre movido por esos impulsos que inevitablemente acababan atrayéndolo hacia la gente más interesante. Edouard, pese a ser un criado y un muchacho joven, tenía la capacidad de poder ver al instante más allá de las ropas lujosas y de los ornamentos caros para alcanzar a distinguir otros detalles que lo orientaban mejor: la mirada, el rictus de una expresión, la sombra esquiva de una sonrisa.
Sí, Bárbara reunía ciertas características que la volvían a sus ojos infinitamente más atractiva que su señora actual. No le importaría seguir siendo sirviente para alguien como ella, aunque tampoco el muchacho era tan ingenuo ni inocente como a los ocho años, cuando aceptó irse a vivir con Madame ciego de ilusión. Ahora sabía mucho más que entonces y también sentía el sabor más amargo de la vida experimentada, al igual que un gato que ha probado el agua por una vez y sabe que debe huir de ella por su bien. En su situación actual el chico estaba desencantado con todo, y su mente volaba continuamente a su casa, a la habitación donde madre debía de estar esperando que regresara. ¿Tendría frío? Ahora Edouard no podía recordar si había cerrado o no la maldita claraboya.
- Me gustaría hacerlo. - Reconoció, aunque solo fuera para distraerse. - Aunque no es que dude de su fortaleza ni de su salud. Simplemente... una visita cortés. Para saber de su recuperación.
Tampoco es que el pañuelo le importara demasiado, pero ahora se había despertado en él una extraña curiosidad por saber cómo se las arreglaba Bárbara sola manejando un hogar, viuda y tan joven, con todo el papeleo y las gestiones que ello ocasionaba. Sin duda era una mujer fuera de lo común, y como tal Edouard se descubrió para su sorpresa regalándole un amago de sonrisa, algo que no experimentaba muy a menudo.
El agua seguía regando la ciudad sin clemencia, como si quisiera asegurarse de dejar húmedo y limpio hasta el mínimo rincón, y eso parecía haber importunado a un can que seguramente se habría quedado a merced del aguacero en su precario refugio. La dama ni se inmutó cuando el perro usó su falda de mantelete improvisado, y eso al muchacho le agradó. Era inevitable no verse a sí mismo en cada uno de esos animales. De hecho en ese mismo instante, en uno de los bancos de las primeras filas de la catedral, había una mujer engalanada con un fastuoso vestido que hacía juego con la chaqueta de él. Solo faltaba que se le ocurriera ponerle una correa y enseñarle algunos trucos. Como estaba pensando en eso y en la situación desgraciada de Betrice no tuvo que reflexionar demasiado para responder a la pregunta que se le había dirigido.
- Ya no, madame.
Sí, Bárbara reunía ciertas características que la volvían a sus ojos infinitamente más atractiva que su señora actual. No le importaría seguir siendo sirviente para alguien como ella, aunque tampoco el muchacho era tan ingenuo ni inocente como a los ocho años, cuando aceptó irse a vivir con Madame ciego de ilusión. Ahora sabía mucho más que entonces y también sentía el sabor más amargo de la vida experimentada, al igual que un gato que ha probado el agua por una vez y sabe que debe huir de ella por su bien. En su situación actual el chico estaba desencantado con todo, y su mente volaba continuamente a su casa, a la habitación donde madre debía de estar esperando que regresara. ¿Tendría frío? Ahora Edouard no podía recordar si había cerrado o no la maldita claraboya.
- Me gustaría hacerlo. - Reconoció, aunque solo fuera para distraerse. - Aunque no es que dude de su fortaleza ni de su salud. Simplemente... una visita cortés. Para saber de su recuperación.
Tampoco es que el pañuelo le importara demasiado, pero ahora se había despertado en él una extraña curiosidad por saber cómo se las arreglaba Bárbara sola manejando un hogar, viuda y tan joven, con todo el papeleo y las gestiones que ello ocasionaba. Sin duda era una mujer fuera de lo común, y como tal Edouard se descubrió para su sorpresa regalándole un amago de sonrisa, algo que no experimentaba muy a menudo.
El agua seguía regando la ciudad sin clemencia, como si quisiera asegurarse de dejar húmedo y limpio hasta el mínimo rincón, y eso parecía haber importunado a un can que seguramente se habría quedado a merced del aguacero en su precario refugio. La dama ni se inmutó cuando el perro usó su falda de mantelete improvisado, y eso al muchacho le agradó. Era inevitable no verse a sí mismo en cada uno de esos animales. De hecho en ese mismo instante, en uno de los bancos de las primeras filas de la catedral, había una mujer engalanada con un fastuoso vestido que hacía juego con la chaqueta de él. Solo faltaba que se le ocurriera ponerle una correa y enseñarle algunos trucos. Como estaba pensando en eso y en la situación desgraciada de Betrice no tuvo que reflexionar demasiado para responder a la pregunta que se le había dirigido.
- Ya no, madame.
Edouard F. Carrouges- Humano Clase Baja
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Re: Soneto para los pobres [Privado]
“Ya no, madame”, la contestación simple y concreta se coló por la mente de Bárbara, había sido pronunciada con una tranquilidad admirable pero, a la vez, con convicción. Alguna vez había creído, eso estaba claro, entonces, ¿qué lo había llevado a dejar su religión? La respuesta fue instantánea: el dolor. Ella muchas veces le había cuestionado a Dios el tormento en el que la había sumido, le había rogado que terminara con aquel infierno de la manera que fuera, había derramado lágrimas por horas enteras, y le preguntaba por qué a ella. No era una mala cristiana, asistía a misa todos los domingos, hacía beneficencia y cumplía con los mandamientos, entonces, ¿por qué había padecido aquellos vejámenes? ¿Por qué había sido testigo de hechos aberrantes? Porque la vida no es justa y porque los hombres hacen su voluntad, pues si hicieran la de Dios, significaría que había llegado el Apocalipsis y todos estaban muertos. Ella no se había arrojado a los brazos del ateísmo, aunque tampoco predicaba el cristianismo con fervorosa pasión, sino, que había optado por vivir su fe en el fuero interno de su intimidad, en una comunión con Dios que se encontraba por encima de lo terreno, pues un cura nunca había sido un apoyo, y sólo Él la había sostenido. Quizá la religión era considerada por muchos, luego de la explosión del racionalismo, una muestra de ignorancia o un modo de atracción de masas para propósitos poco relacionados al consuelo de las almas errantes, sin embargo, para Bárbara no era ni uno ni otro. No se consideraba una mujer de conocimientos limitados, todo lo contrario, era una joven instruida y capacitada que, simplemente, necesitaba un refugio donde consolarse. Su abuela se habría horrorizado ante una persona agnóstica, pero ella misma era una mujer que tragaba hostia y escupía fuego, y Bárbara, que había vivido lo suficiente, sabía que la predicación podía ser el acto más noble como el más hipócrita, y, sin dudas, ella prefería la sinceridad. Hacía demasiado tiempo que no se planteaba aquellas cuestiones, y no tenía intenciones de volverse una devota acérrima, por lo que descartó los pensamientos con la misma facilidad con la que los había invocado.
—Si yo fuera otra clase de persona, podría entrar gritando que está endemoniado por no creer en Dios —aseguró con seriedad, más por no ser una buena bromista que por amenaza— Debe cuidar sus palabras, pues no creo que su señora le guste que pregone su ateísmo —agregó con la misma tranquilidad que se dirigía a todas las personas. Bárbara, rara vez elevaba la voz, la oratoria nunca había sido una de sus cualidades, pero se había acostumbrado a otorgarle un tono que rozaba con lo monótono. Alguien una vez le había dicho “usted me da mucha paz”, y ella deseó encontrar en sí misma esa paz que transmitía. —Y mucho menos mientras se desarrolla una misa —no era una advertencia, era un consejo. Sabía que muchos sirvientes eran azotados por mucho menos, la idea de un verdugo dándole latigazos en la espalda a un ser humano, le erizaba la piel, ella no concebía el maltrato físico, motivo por el cual, tenía prohibido a sus empleados vivir bajo el mismo techo con sus hijos. Aquellos que tenían niños, debían estar separados o tener su hogar en otro sitio, pues sabía de la violencia con la que muchos eran tratados, y no quería verse en la penosa necesidad de intervenir en los asuntos domésticos de sus subordinados, pues suficiente tenía con los propios como para hacerse cargo de los ajenos. Cuando se había instalado en la mansión de su difunto esposo, había visto a varios pequeños jugando en el patio de la servidumbre, y también había sido testigo de cómo muchos eran golpeados por alguna travesura. No soportó aquella tortuosa situación por más de dos meses y tomó las medidas necesarias. Algunos la tildaron de estricta –eso había sido lo más suave que había escuchado- y dieron un portazo, al poco tiempo aparecieron rogando para que les devolvieran su empleo nuevamente, y fiel a su parole d’honneur, no los había vuelto a contratar, por más llantos y promesas que le habían hecho. Se preguntó por qué a la gente le costaba tanto mantener sus propios juramentos. “No volveré a poner un pie en ésta casa”, le habían dicho algunos cuando ella les había advertido “Si se van, no serán recibidos nunca más”. La juzgaban débil por ser mujer y apelaban a su buen corazón, de nada había servido.
El perro que había descansado bajo la falda de la dama, salió corriendo y ladrándole a otro can que pasaba frente a la Catedral. Los animales se olisquearon y un trueno los espantó de tal manera, que huyeron juntos a refugiarse a otro sitio. Internamente, Bárbara agradeció que no hubieran elegido su vestido como paraguas, pues dos perros ya sería mucho y no quería verse obligada a espantarlos. Una de sus doncellas apareció con la expresión desencajada y retorciéndose el abrigo, su cabello rubio estaba tirante, pero en la frente se reflejaban las líneas de expresión que denotaban su preocupación. —Madame, madame, casi muero del susto cuando no la divisé en su sitio —hablaba rápido y poco se entendía lo que decía. —Aquí estoy, Susanne, tranquilízate, por favor. Me sentí mareada y salí a tomar aire fresco. El caballero —extendió su mano para señalarlo, lo que hizo que la mujer le dirigiera una mirada inquisidora, pues las doncellas tenían la orden de no permitir que ningún hombre se acercase a su señora, y su labor, claramente, no había sido cumplida— fue muy amable en asistirme —Susanne volvió a mirar a Bárbara, no vio en ella señales de preocupación y musitó un agradecimiento hacia Edouard. —Puedes volver a escuchar la misa, se que te gusta hacerlo —la empleada dudó unos segundos, tras despedirse con una reverencia, volvió a ocupar su sitio en los asientos de Notre Dame. —Susanne es muy eficiente, estoy segura que me pedirá disculpas por su negligencia durante una semana entera —comentó al pasar, mirando a su acompañante. No los había presentado, y sintió una leve punzada de culpa, pues el joven podría juzgarla mal por haber tenido aquella actitud que podría tildarse de despectiva.
—Si yo fuera otra clase de persona, podría entrar gritando que está endemoniado por no creer en Dios —aseguró con seriedad, más por no ser una buena bromista que por amenaza— Debe cuidar sus palabras, pues no creo que su señora le guste que pregone su ateísmo —agregó con la misma tranquilidad que se dirigía a todas las personas. Bárbara, rara vez elevaba la voz, la oratoria nunca había sido una de sus cualidades, pero se había acostumbrado a otorgarle un tono que rozaba con lo monótono. Alguien una vez le había dicho “usted me da mucha paz”, y ella deseó encontrar en sí misma esa paz que transmitía. —Y mucho menos mientras se desarrolla una misa —no era una advertencia, era un consejo. Sabía que muchos sirvientes eran azotados por mucho menos, la idea de un verdugo dándole latigazos en la espalda a un ser humano, le erizaba la piel, ella no concebía el maltrato físico, motivo por el cual, tenía prohibido a sus empleados vivir bajo el mismo techo con sus hijos. Aquellos que tenían niños, debían estar separados o tener su hogar en otro sitio, pues sabía de la violencia con la que muchos eran tratados, y no quería verse en la penosa necesidad de intervenir en los asuntos domésticos de sus subordinados, pues suficiente tenía con los propios como para hacerse cargo de los ajenos. Cuando se había instalado en la mansión de su difunto esposo, había visto a varios pequeños jugando en el patio de la servidumbre, y también había sido testigo de cómo muchos eran golpeados por alguna travesura. No soportó aquella tortuosa situación por más de dos meses y tomó las medidas necesarias. Algunos la tildaron de estricta –eso había sido lo más suave que había escuchado- y dieron un portazo, al poco tiempo aparecieron rogando para que les devolvieran su empleo nuevamente, y fiel a su parole d’honneur, no los había vuelto a contratar, por más llantos y promesas que le habían hecho. Se preguntó por qué a la gente le costaba tanto mantener sus propios juramentos. “No volveré a poner un pie en ésta casa”, le habían dicho algunos cuando ella les había advertido “Si se van, no serán recibidos nunca más”. La juzgaban débil por ser mujer y apelaban a su buen corazón, de nada había servido.
El perro que había descansado bajo la falda de la dama, salió corriendo y ladrándole a otro can que pasaba frente a la Catedral. Los animales se olisquearon y un trueno los espantó de tal manera, que huyeron juntos a refugiarse a otro sitio. Internamente, Bárbara agradeció que no hubieran elegido su vestido como paraguas, pues dos perros ya sería mucho y no quería verse obligada a espantarlos. Una de sus doncellas apareció con la expresión desencajada y retorciéndose el abrigo, su cabello rubio estaba tirante, pero en la frente se reflejaban las líneas de expresión que denotaban su preocupación. —Madame, madame, casi muero del susto cuando no la divisé en su sitio —hablaba rápido y poco se entendía lo que decía. —Aquí estoy, Susanne, tranquilízate, por favor. Me sentí mareada y salí a tomar aire fresco. El caballero —extendió su mano para señalarlo, lo que hizo que la mujer le dirigiera una mirada inquisidora, pues las doncellas tenían la orden de no permitir que ningún hombre se acercase a su señora, y su labor, claramente, no había sido cumplida— fue muy amable en asistirme —Susanne volvió a mirar a Bárbara, no vio en ella señales de preocupación y musitó un agradecimiento hacia Edouard. —Puedes volver a escuchar la misa, se que te gusta hacerlo —la empleada dudó unos segundos, tras despedirse con una reverencia, volvió a ocupar su sitio en los asientos de Notre Dame. —Susanne es muy eficiente, estoy segura que me pedirá disculpas por su negligencia durante una semana entera —comentó al pasar, mirando a su acompañante. No los había presentado, y sintió una leve punzada de culpa, pues el joven podría juzgarla mal por haber tenido aquella actitud que podría tildarse de despectiva.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Soneto para los pobres [Privado]
Bárbara no se andaba por las ramas. Decía lo que pensaba, lo cual para Edouard era un atributo agradable y para el resto de hombres de París un defecto incorregible. Nadie querría casarse con una mujer que tuviera ese carácter, porque la sinceridad hiriente de madame Destutt de Tracy dejaba ver con total claridad que no permitiría que nadie se burlara de ella. Y a fin de cuentas casi todos los maridos terminaban cansados de sus esposas, y amparándose en la doble moral de la época se creían con todo el derecho de buscarse una querida o hacer algo peor. No es que el chico se sintiera protector con la dama, si tenían la misma edad, pero digamos que no le hacía gracia que, habiendo tantas otras féminas vulgares y tontas con las que discutir, un señor adinerado cualquiera fuera a hacer infeliz a la única hembra que de momento le había demostrado que tener agallas no estaba reñido con poseer una asombrosa elegancia natural.
No sabía si le estaba sermoneando, pero no se lo parecía por su tono de voz. Más bien se le antojaba que Bárbara exponía en voz alta sus pensamientos, a los que no les faltaba razón, pero dejaba de lado un dato muy importante. Edouard era muy observador, y sabía de antemano - antes de descubrirse ante esa desconocida como el reconocido agnóstico que había declarado ser - que ella no se escandalizaría como una pueblerina mojigata. No estaba seguro de que la joven fuese una persona que hubiera conocido los infortunios de una vida patética como la suya, pero desde luego sus ojos azules tenían una experiencia y una edad que en nada combinaba con los años de su cuerpo terrenal. Parecía una de esas personas más sabias de lo que su corta experiencia en el mundo debería suponer. Y por regla general ese aura solo se adquiría mediante el sufrimiento.
- Pero no es usted esa clase de persona. - Apuntó, con suavidad.
De hecho quizá ella no pudo oírle, porque había usado un tono bajo que la lluvia ambiental podría haberse tragado.
Se apartó discretamente a un lado cuando una de las doncellas del servicio de Bárbara salió con expresión mudada por el susto a ver dónde estaba su señora. A buenas horas. Al menos la preocupación de la criada parecía sincera. De haber sido Madame la que hubiera tenido que salir descompuesta de la catedral Edouadr no habría podido menos que alegrarse, y empezar a creer que tal vez después de todo sí existía un ser omnipotente en las alturas que la estuviera castigando. Aunque, a fin de cuentas, ninguna indigestión ni mareo sería compensación suficiente después del modo en que aquella mujer había tratado a madre.
- Yo... no hay de qué.
Su titubeo se debía a la sorpresa de haber sido nombrado en un instante caballero por la señora Destutt de Tracy. Le habían llamado muchas cosas, pero jamás nada parecido a eso. Edouard, que estaba acostumbrado a recibir un trato más que humillante y a que cuando se dirigían a él con gentileza fuera para obtener algo a cambio, desconfió en un principio. Se preguntó qué querría Bárbara de él. No obstante tuvo que convencerse de que había sido un gesto desinteresado cuando pasó el tiempo y ella no hizo ademán de cobrarse su recompensa por haberle dado, por primera vez en mucho tiempo, la dignidad que cualquier ser humano merecía.
- Estoy seguro de que lo hará. Parece tenerle mucho afecto.
No podía decir otra cosa que la verdad. ¿Qué era lo que tenía aquella joven que la hacía al mismo tiempo autoritaria y querida entre los que la servían? Mano de hierro con guante de seda.
Nada que ver, por cierto, con la figura que emergió poco después de Notre Dame hecha un basilisco. Su patrona parecía haberse levantado con la misa por terminar al darse cuenta de que su jovencito no estaba entre los asistentes. Al darse cuenta de que no estaban solos no pudo dar rienda suelta a toda su furia, pero el chico estaba seguro de que antes de que terminara el día volverían a cruzarle la espalda con el cinturón.
- ¡Edouard! ¿Dónde te habías metido? ¡No tenías permiso para salir!
Y luego aquella arrogante miró a la que consideraba su igual, aquella muchacha vestida con ricas ropas, buscando su complicidad en cuanto a criados desobedientes se refería. Si creía que Bárbara iba a darle la razón se iba a llevar un chasco. Por lo poco que Carrouges sabía de aquella dama de ojos cristalinos, si había sido capaz de dar cobijo a un perro junto a su falda no se pondría ahora de parte del opresor de los indefensos.
No sabía si le estaba sermoneando, pero no se lo parecía por su tono de voz. Más bien se le antojaba que Bárbara exponía en voz alta sus pensamientos, a los que no les faltaba razón, pero dejaba de lado un dato muy importante. Edouard era muy observador, y sabía de antemano - antes de descubrirse ante esa desconocida como el reconocido agnóstico que había declarado ser - que ella no se escandalizaría como una pueblerina mojigata. No estaba seguro de que la joven fuese una persona que hubiera conocido los infortunios de una vida patética como la suya, pero desde luego sus ojos azules tenían una experiencia y una edad que en nada combinaba con los años de su cuerpo terrenal. Parecía una de esas personas más sabias de lo que su corta experiencia en el mundo debería suponer. Y por regla general ese aura solo se adquiría mediante el sufrimiento.
- Pero no es usted esa clase de persona. - Apuntó, con suavidad.
De hecho quizá ella no pudo oírle, porque había usado un tono bajo que la lluvia ambiental podría haberse tragado.
Se apartó discretamente a un lado cuando una de las doncellas del servicio de Bárbara salió con expresión mudada por el susto a ver dónde estaba su señora. A buenas horas. Al menos la preocupación de la criada parecía sincera. De haber sido Madame la que hubiera tenido que salir descompuesta de la catedral Edouadr no habría podido menos que alegrarse, y empezar a creer que tal vez después de todo sí existía un ser omnipotente en las alturas que la estuviera castigando. Aunque, a fin de cuentas, ninguna indigestión ni mareo sería compensación suficiente después del modo en que aquella mujer había tratado a madre.
- Yo... no hay de qué.
Su titubeo se debía a la sorpresa de haber sido nombrado en un instante caballero por la señora Destutt de Tracy. Le habían llamado muchas cosas, pero jamás nada parecido a eso. Edouard, que estaba acostumbrado a recibir un trato más que humillante y a que cuando se dirigían a él con gentileza fuera para obtener algo a cambio, desconfió en un principio. Se preguntó qué querría Bárbara de él. No obstante tuvo que convencerse de que había sido un gesto desinteresado cuando pasó el tiempo y ella no hizo ademán de cobrarse su recompensa por haberle dado, por primera vez en mucho tiempo, la dignidad que cualquier ser humano merecía.
- Estoy seguro de que lo hará. Parece tenerle mucho afecto.
No podía decir otra cosa que la verdad. ¿Qué era lo que tenía aquella joven que la hacía al mismo tiempo autoritaria y querida entre los que la servían? Mano de hierro con guante de seda.
Nada que ver, por cierto, con la figura que emergió poco después de Notre Dame hecha un basilisco. Su patrona parecía haberse levantado con la misa por terminar al darse cuenta de que su jovencito no estaba entre los asistentes. Al darse cuenta de que no estaban solos no pudo dar rienda suelta a toda su furia, pero el chico estaba seguro de que antes de que terminara el día volverían a cruzarle la espalda con el cinturón.
- ¡Edouard! ¿Dónde te habías metido? ¡No tenías permiso para salir!
Y luego aquella arrogante miró a la que consideraba su igual, aquella muchacha vestida con ricas ropas, buscando su complicidad en cuanto a criados desobedientes se refería. Si creía que Bárbara iba a darle la razón se iba a llevar un chasco. Por lo poco que Carrouges sabía de aquella dama de ojos cristalinos, si había sido capaz de dar cobijo a un perro junto a su falda no se pondría ahora de parte del opresor de los indefensos.
Edouard F. Carrouges- Humano Clase Baja
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Re: Soneto para los pobres [Privado]
Le era difícil encontrarse con personas que no la incomodaran cuando se producían silencios. A pesar de ser una mujer de pocas palabras, o que hablara lo justo y necesario, el silencio entre personas le remontaba a una época de su vida que prefería mantener olvidada. Sin embargo, junto a aquel afable joven, cuando las palabras flotaron en el aire sin necesidad de ser emitidas, no sintió aquella sensación que la llevaba a hacer comentarios vanos con tal de rellenar los espacios. Suspiró y fijó su vista en algún punto infinito empapado de lluvia. La visión era sumamente reducida, y la cortina de agua que azotaba París se intensificaba conforme pasaban los segundos. Por más que la ceremonia finalizase, todos deberían permanecer allí, esperando que la naturaleza le diera fin a su espectáculo. Los seres humanos siempre quedaban a merced de ella, de sus deseos, de sus caprichos. Al fin de cuentas, difícilmente algún día lograrían dominarla, y aunque lo lograsen, ella se las ingeniaría para despojarse de las garras, pues la naturaleza era libre, tan libre como los pájaros que surcaban lo cielos y le pertenecían, tan libre como los peces, que eran su posesión, libre, al fin de cuentas, porque el estado natural era la libertad. Bárbara había pasado su vida amarrada, y nunca había soñado, ni siquiera imaginado, un tiempo sin sus propias cárceles, sin los propios barrotes que erigían su jaula de oro, que la mantenía quieta y distante. En su celda dorada ella estaba segura, y antes de cualquier libertad, ella anteponía su seguridad, quizá porque había pasado gran parte de su vida en la constante sensación de temor e incertidumbre, que esa estabilidad que había logrado, era lo que valoraba por encima de todas las cosas.
El taconeo histérico de una mujer, acompañado de una aguda voz que se quejaba, los sacó de aquella comunión tácita en la que habían caído la alta dama y el simple criado. Bárbara la observó caminar hacia ellos, con aquella frialdad que la caracterizaba y que provocaba que los demás pensasen dos veces si dirigirle la palabra o dar media vuelta y volver por el mismo sitio por el que aparecieron. Sin embargo, la señora pareció no haber comprendido que la joven no tenía deseos de ser interrumpida. Sus orbes se posaron en los zapatos, luego en el vestido, pasaron por el rostro, y terminaron por el cabello, y viceversa, el escrutinio casi le hace chasquear la lengua. ¡Se jactaba de elegancia y era tan vulgar! La muchacha detestaba la vulgaridad en personas que alardeaban de ser refinadas, cuando no eran más que una bolsa de papas pintarrajeada que invertía su dinero en joyas caras que no sabía llevar. Y su actitud no ayudaba a enmendar los errores de su imagen. Un rictus despectivo se formó en el inescrutable rostro de Bárbara, que observó cómo la “dama” increpaba a su lacayo como si se tratase de un ser inanimado y no de una persona con sentimientos, de un ser humano como cualquier otro, que sólo había tenido la desgracia de no ser favorecido con una cuna de oro, pero que, tenía otras virtudes que hacían a la riqueza del alma, que, al fin de cuentas, era la verdaderamente importante. Y Bárbara, en ese aspecto, se sentía una pobre niña rica.
—Madame… —no pudo disimular su descontento— Le agradecería que baje su tono de voz, estamos en un lugar sagrado —la incomodidad de la mujer se hizo evidente. La joven tenía una disyuntiva moral entre lo que deseaba hacer, que era salir en defensa de Edouard, o mantenerse callada –que era lo que correspondía- y que ama y criada arreglasen sus asuntos en la privacidad del hogar que era, al fin de cuentas, donde debía ser. Pero, Bárbara era una mujer con un fuerte sentido de justicia, y no permitiría que nadie fuese maltratado frente a ella. —Su joven lacayo ha sido muy amable conmigo, sufrí un vahído y él me socorrió —hubiera deseado parecer amable en su tono de voz, pero la firmeza que la caracterizaba se hizo tan evidente, que logró que la jefa del muchacho se encogiera de hombros. —No sea descortés con él, por favor. Me daría gran pesar que sufriese un castigo por mi falta de responsabilidad al no haber desayunado bien y haber padecido una baja de presión. Mi nombre es Bárbara Destutt de Tracy —la señora aseguró saber quién era y se presentó haciendo una reverencia y pidiéndole disculpas por su exabrupto. La viuda tenía la extraña capacidad de hacer que los demás se sintiesen inferiores, de provocar una imposición de respeto que debía ser seguido como si fuesen los diez mandamientos. —Lamento el malentendido, Edouard. Espero que su merced no sufra consecuencias irreparables debido a su espíritu solidario —y se suspendió en el aire la sensación de la advertencia. No era una amenaza, pues Bárbara consideraba poco elegante la palabra, pero si la vulgar mujer prefería darle una connotación de ese tipo, ella no tenía problema alguno.
El taconeo histérico de una mujer, acompañado de una aguda voz que se quejaba, los sacó de aquella comunión tácita en la que habían caído la alta dama y el simple criado. Bárbara la observó caminar hacia ellos, con aquella frialdad que la caracterizaba y que provocaba que los demás pensasen dos veces si dirigirle la palabra o dar media vuelta y volver por el mismo sitio por el que aparecieron. Sin embargo, la señora pareció no haber comprendido que la joven no tenía deseos de ser interrumpida. Sus orbes se posaron en los zapatos, luego en el vestido, pasaron por el rostro, y terminaron por el cabello, y viceversa, el escrutinio casi le hace chasquear la lengua. ¡Se jactaba de elegancia y era tan vulgar! La muchacha detestaba la vulgaridad en personas que alardeaban de ser refinadas, cuando no eran más que una bolsa de papas pintarrajeada que invertía su dinero en joyas caras que no sabía llevar. Y su actitud no ayudaba a enmendar los errores de su imagen. Un rictus despectivo se formó en el inescrutable rostro de Bárbara, que observó cómo la “dama” increpaba a su lacayo como si se tratase de un ser inanimado y no de una persona con sentimientos, de un ser humano como cualquier otro, que sólo había tenido la desgracia de no ser favorecido con una cuna de oro, pero que, tenía otras virtudes que hacían a la riqueza del alma, que, al fin de cuentas, era la verdaderamente importante. Y Bárbara, en ese aspecto, se sentía una pobre niña rica.
—Madame… —no pudo disimular su descontento— Le agradecería que baje su tono de voz, estamos en un lugar sagrado —la incomodidad de la mujer se hizo evidente. La joven tenía una disyuntiva moral entre lo que deseaba hacer, que era salir en defensa de Edouard, o mantenerse callada –que era lo que correspondía- y que ama y criada arreglasen sus asuntos en la privacidad del hogar que era, al fin de cuentas, donde debía ser. Pero, Bárbara era una mujer con un fuerte sentido de justicia, y no permitiría que nadie fuese maltratado frente a ella. —Su joven lacayo ha sido muy amable conmigo, sufrí un vahído y él me socorrió —hubiera deseado parecer amable en su tono de voz, pero la firmeza que la caracterizaba se hizo tan evidente, que logró que la jefa del muchacho se encogiera de hombros. —No sea descortés con él, por favor. Me daría gran pesar que sufriese un castigo por mi falta de responsabilidad al no haber desayunado bien y haber padecido una baja de presión. Mi nombre es Bárbara Destutt de Tracy —la señora aseguró saber quién era y se presentó haciendo una reverencia y pidiéndole disculpas por su exabrupto. La viuda tenía la extraña capacidad de hacer que los demás se sintiesen inferiores, de provocar una imposición de respeto que debía ser seguido como si fuesen los diez mandamientos. —Lamento el malentendido, Edouard. Espero que su merced no sufra consecuencias irreparables debido a su espíritu solidario —y se suspendió en el aire la sensación de la advertencia. No era una amenaza, pues Bárbara consideraba poco elegante la palabra, pero si la vulgar mujer prefería darle una connotación de ese tipo, ella no tenía problema alguno.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: Soneto para los pobres [Privado]
El criado sintió por primera vez en mucho tiempo el dulce sabor de la victoria en la boca cuando Bárbara puso elegantemente en su lugar a Madame. No había alzado la voz ni tampoco se había comprtado con ese aire de verdulera rica que caracterizaba tanto a su señora y que la hacía destacar siempre entre las otras damas de sociedad, y no precisamente para bien. Como si quisiera arreglar la metedura de pata que había cometido al salir a reprender a su sirviente a la puerta de la mismísima Notre Dame con palabras que avergonzarían hasta a un chiquillo la mujerona bajó los ojos. Parecía contrita pero Carrouges la conocía demasiado bien y sabía que probablemente iba a azotarle con el cinturón igualmente, pero ante la joven intepretó a la perfección su papel de doncella comedida. No era más que una fulana vestida de seda, y quizá por eso el muchacho no le tenía ningún miedo ni respeto, cosa que para su desgracia no sabía ocultar muy bien.
- Edouard, Bárbara dirige un banco. - Le comentó como si de pronto los tres fueran grandes amigos. En sus ojillos se leía una admiración puramente basada en la codicia. - Me alegro de que estuvieras cerca para atenderla, querido.
El chico enarcó de modo casi imperceptible una ceja pero no miró directamente a la viuda de Tracy, pues no quería que nadie pensara que igual que el perro callejero de antes necesitaba cobijarse entre las enaguas de una mujer por muy noble que ésta fuera. Quedaba entre su conciencia y él la gratitud que sentía hacia la joven de ojos azules que tan bien había sabido impresionarle con el poco diálogo que habían cruzado, y que secretamente le había dado una pincelada de esperanza en caso de que... No. Betrice tenía que vivir.
- Madame, si no le resta mucho a su acto podríamos regresar, madre está enferma.
En otras circunstancias semejante desfachatez se habría merecido una bofetada como mínimo, pero su patrona estaba atrapada entre la espada y la pared porque no quería parecer la señora déspota que era delante de Bárbara. Edouard casi sonrió ante la visión de los labios de su jefa apretados en una línea fina y blanca que no obstante se las arregló para convertir en un gesto más o menos dulce.
- Naturalmente querido, vámonos. - Y después se irguió cuan alta era, que tampoco era mucho, y lo miró con retintín tramando algo que la divertía. - Búscame un coche.
Estaba lloviendo a mares y el sirviente sabía que esa era la razón de que se sintiera de pronto tan contenta, pero no puede decirse que a él le importase demasiado. Iban a volver antes a casa y podría ocuparse de que la vieja nodriza comiera algo caliente y no estuviera sola toda la tarde. Él mismo le subiría un cuenco de sopa y se aseguraría de que la claraboya estuviera bien cerrada, porque el aire frío de quel día poco apacible podía hacer estragos en sus ya maltrechos pulmones.
- A sus órdenes. - Accedió, esta vez sin deje alguno de insubordinación. Después se giró hacia Bárbara, tomó una de sus manos entre las suyas e hizo ademán de besarle el dorso sin llegar a tocar su piel con los labios. - Madame Destutt de Tracy, ha sido un verdadero placer. Confío en que se encuentre mejor. Iré a verla como acordamos si usted lo tiene a bien.
Aquello sí era una dama y no ese esperpento pintarrajeado al que Edouard servía desde su infancia. Dedicó un amago de fugaz sonrisa a la viuda y luego dio media vuelta para internarse sin temor bajo aquella cortina de agua que lo caló entero en menos de un minuto, dejando a las dos mujeres solas en la catedral y consolándose al pensar que, en caso de que discutieran, seguramente sería la más joven quien saldría ganando.
- Edouard, Bárbara dirige un banco. - Le comentó como si de pronto los tres fueran grandes amigos. En sus ojillos se leía una admiración puramente basada en la codicia. - Me alegro de que estuvieras cerca para atenderla, querido.
El chico enarcó de modo casi imperceptible una ceja pero no miró directamente a la viuda de Tracy, pues no quería que nadie pensara que igual que el perro callejero de antes necesitaba cobijarse entre las enaguas de una mujer por muy noble que ésta fuera. Quedaba entre su conciencia y él la gratitud que sentía hacia la joven de ojos azules que tan bien había sabido impresionarle con el poco diálogo que habían cruzado, y que secretamente le había dado una pincelada de esperanza en caso de que... No. Betrice tenía que vivir.
- Madame, si no le resta mucho a su acto podríamos regresar, madre está enferma.
En otras circunstancias semejante desfachatez se habría merecido una bofetada como mínimo, pero su patrona estaba atrapada entre la espada y la pared porque no quería parecer la señora déspota que era delante de Bárbara. Edouard casi sonrió ante la visión de los labios de su jefa apretados en una línea fina y blanca que no obstante se las arregló para convertir en un gesto más o menos dulce.
- Naturalmente querido, vámonos. - Y después se irguió cuan alta era, que tampoco era mucho, y lo miró con retintín tramando algo que la divertía. - Búscame un coche.
Estaba lloviendo a mares y el sirviente sabía que esa era la razón de que se sintiera de pronto tan contenta, pero no puede decirse que a él le importase demasiado. Iban a volver antes a casa y podría ocuparse de que la vieja nodriza comiera algo caliente y no estuviera sola toda la tarde. Él mismo le subiría un cuenco de sopa y se aseguraría de que la claraboya estuviera bien cerrada, porque el aire frío de quel día poco apacible podía hacer estragos en sus ya maltrechos pulmones.
- A sus órdenes. - Accedió, esta vez sin deje alguno de insubordinación. Después se giró hacia Bárbara, tomó una de sus manos entre las suyas e hizo ademán de besarle el dorso sin llegar a tocar su piel con los labios. - Madame Destutt de Tracy, ha sido un verdadero placer. Confío en que se encuentre mejor. Iré a verla como acordamos si usted lo tiene a bien.
Aquello sí era una dama y no ese esperpento pintarrajeado al que Edouard servía desde su infancia. Dedicó un amago de fugaz sonrisa a la viuda y luego dio media vuelta para internarse sin temor bajo aquella cortina de agua que lo caló entero en menos de un minuto, dejando a las dos mujeres solas en la catedral y consolándose al pensar que, en caso de que discutieran, seguramente sería la más joven quien saldría ganando.
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Edouard F. Carrouges- Humano Clase Baja
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