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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Silvain Renan-Sirot Jue Ene 10, 2013 3:57 am


Ora pro nobis peccatoribus



02 de Diciembre - 11:00 - con Fiorella Peiten


Había únicamente dos excepciones a la tristeza general imperante entre los asistentes a aquella misa en Notre Dame. La familia de Agnès Marie Renan-Sirot no había escatimado en gastos para darle a la finada su último adiós rodeada de lujos y comodidades. La joven no podía notar ya el tacto de la seda o los brocados contra su piel, pero así iba vestida, tan ricamente como pocas veces se la vio en vida. El coro entonaba un requiem que resonaba dentro del claustro como si incluso los muros de la catedral quisieran ser partícipes de la pena de los congregados. Agnès había sido una muchacha buena y querida que dejaba tras de sí un regalo imperecedero para sus allegados, un recuerdo de amor y de paz que habría de unirlos en aquel aciago día. Al frente de todos, en el primer banco, el esposo al que había dejado viudo pugnaba por contener su emoción, pero todos podían notarla. La aflicción de Etienne era tan tangible y palpable como el manto oscuro de terciopelo con el que cubrieron el féretro de la difunta al terminar la ceremonia. Nadie dudaría viendo al marido de que la pareja se había amado profundamente durante los tres años que duró su enlace, antes de que la vida - siguiendo la voluntad del Creador - le arrebatara a monsieur Renan-Sirot la compañía de su joven esposa. Demasiado pronto. ¿Pero quién podía reprocharle nada al Salvador? Un buen cristiano nunca cuestionaba Sus motivos y acataba Su voluntad, y entre las muchas virtudes de Etienne se encontraba la de ser un hombre piadoso y de reconocida fe.

Había únicamente dos excepciones a la tristeza general. La primera era la del cielo de París, que negándose a acompañar el ánimo de los que se despedían de Agnès Marie se resistía a derramar lágrimas en forma de lluvia. Ni una sola nube sobre las cabezas del cortejo fúnebre. Durante el camino a Montmartre un sol radiante les acompañaba, arrancando destellos color púrpura a la tela preciosa que tapaba el ataúd de madera oscura. La segunda excepción era el propio monsieur Renan-Sirot, el esposo abnegado. A esas alturas de su vida, rozando ya la cuarentena, había aprendido a actuar tan bien que incluso él estuvo a punto de convencerse de la pena que simulaba sentir. La clave de toda pantomima era basar su éxito en una emoción real, porque así resultaba mucho más creíble. Etienne se lamentaba sinceramente de que esa estúpida de Agnès no le hubiera dado ni siquiera una hija. ¡Una niña! Con eso le habría bastado para comenzar. No sería lo mismo que un vástago varón, pero también las mujeres heredaban los poderes de brujería de sus mayores y podían llegar a desempeñarse con maestría en las artes oscuras, no en vano la primera Renan-Sirot con el don había sido hembra. Si ahora su esposa estaba muerta había sido enteramente culpa suya. No había querido quedarse embarazada, y eso no le había dejado otro camino a Etienne. La víctima era él, realmente, que le había hecho el mayor favor de su vida a Agnès Marie al convertirla en su mujer y la muy cretina no había cumplido su parte del trato.

Cuidándose mucho de no hacer tambalearse ni en lo más mínimo su expresión de congoja, monsieur Renan-Sirot comenzó a hacer planes tan pronto como la comitiva llegó al cementerio. Sus suegros se acercaron a besarle la mejilla y a brindarle su ayuda y protección. "Siempre serás hijo nuestro, Etienne". Él pareció ceder finalmente y conmoverse por el gesto, hasta tal punto que sus ojos se humedecieron oportunamente. Los presentes se fueron marchando sin que el viudo se diera cuenta, tan absorto estaba contemplando la tumba en la que descansaría por siempre la que había sido su compañera. Una mujer que no daba hijos no era una mujer. El brujo se reprochaba haber elegido mal, pero más por los tres años que había perdido al lado de Agnès que por sentir haberla matado. Esa parte había sido tan fácil... ella ni siquiera sospechó. Tal vez incluso se alegró, porque nunca había querido a Etienne desde que se desposaron y él sacó a relucir su verdadera personalidad. Una desgraciada. Había muchas otras mujeres dispuestas a complacerle y no le costaría encontrar una sustituta cuando pasara un tiempo prudencial de luto, por no atentar contra el decoro. "No me hiciste caso, Agnès, te lo advertí. Disfruta de tu estancia bajo tierra, querida".
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Mensaje por Fiorella Peiten Lun Ene 14, 2013 8:23 am

La muerte de un ser amado sacude la estructura hasta de los más aptos. Aunque una persona estuviese acostumbrada a las pérdidas y las ausencias fueran parte de su vida más que las mismas presencias, el hecho de dejar partir a un ser que formaba parte de los afectos nunca era fácil. Fiorella había recibido como un cachetazo la defunción de una amiga que tenía ese destino tallado en su frente por el diablo, y el diablo no tenía el aspecto bíblico, era de carne y hueso, y se movía entre el gentío con total tranquilidad, como si nadie se percatara del brillo malicioso de su alma, de la oscuridad que se cernía totalmente alrededor de su cuerpo. Agnés había sido una mujer de corazón puro y buenos sentimientos, que había terminado entregada a un inescrupuloso hombre que le juró amor eterno frente al altar y que se deshizo de ella como si fuera un perro. La señora de Renan-Sirot le había advertido a la rubia sobre la condición de su marido, pero era demasiado temerosa para huir, como le había aconsejado Peiten. Si la hubiera encontrado en otro momento, seguramente la habría ayudado, pero no podía poner en riesgo a su hija, Deirdre siempre era la prioridad y ocupaba el principal espacio de su vida. Se habría sentido culpable de aquello si hubiera omitido su accionar sin una hija por la cual bregar, sin embargo, el pesar que la había invadido al recibir la carta con la noticia del fallecimiento y con la invitación al entierro la habían obligado a tomarse una hora libre de su trabajo para recuperarse del impacto. El papel había temblado en sus manos y, si bien no había llorado –algo que juró que sólo haría por Deirdre-, sus ojos se habían humedecido y la garganta se le había atenazado en un nudo de tristeza que luchaba por salir. Lo más extraño fue lo posterior, cuando tuvo la sensación de que la finada Agnés intentaba comunicarse con ella y terminó haciendo uso de ese extraño poder del que había sido dotada para que el alma de la mujer le transmitiera su mensaje. Había utilizado un pañuelo que le había prestado, y mediante ese objeto como conexión, había dado con el profundo resentimiento que se había llevado al otro mundo, y también con el único deseo que albergaba para descansar en paz: venganza. Le había rogado que hiciera algo para detener al hombre que la había envenenado, y que le había hecho pasar una existencia terrible, haciendo que su paso por la tierra fuera tormentoso, y que nada de lo hermoso que había recibido durante su infancia, el amor de su familia y amigos, fueran importantes. Le había quitado las ilusiones, los sueños, los deseos. Agnés ya estaba muerta antes del homicidio, porque Renan-Sirot se había encargado de asesinarla lentamente a lo largo de su matrimonio. Cuando Fiorella salió del trance, se sentía muy cansada y se lo atribuyó a la cantidad de energía negativa que expulsaba el alma de su amiga.

Se atavió con su mejor vestido negro, una mantilla cubriéndole los hombros y un sombrero con velo negro cubriéndole el rostro. El cabello lo llevaba recogido y tirante, y no se colocó ni una gota de maquillaje. Sabía que se notaría la diferencia social entre ella y los familiares de la finada, pero no le interesaba, iría a rendirle honores a Agnés, que era lo verdaderamente importante. El cortejo fúnebre fue emotivo y lacrimoso, como era de esperarse. Fiorella estuvo bastante tensa durante la ceremonia, debido a la cercanía con el cuerpo y el contacto constante con objetos y personas pertenecientes a la mujer que había parecido y que no encontraba sosiego en la eternidad. Podía sentirla, habían quedado conectadas desde un primer momento y le preocupaba el hecho de no poder controlar aquello, a pesar de ser una experimentada en el asunto. Se lo adjudicó al hecho de estar involucrada sentimentalmente con quien había contactado. No escuchó las palabras del sacerdote, ni tampoco se acercó a saludar a los padres. Se mantuvo al margen y alejada, en una de las filas del fondo. Hubo un momento dramático cuando el cajón descendía a su tumba y la madre de la muchacha casi se tira, envalentonada por un ataque de histeria. Fiorella la entendió, ella no resistiría perder a Deirdre, simplemente, acabaría con su vida ante la realidad de no tenerla. Se obligó a despejarse de aquellos pensamientos, que acabarían por entristecerla, más de lo que estaba. Le provocó repulsión la hipócrita actuación del reciente viudo, que demostraba una falsa congoja, que, de no ser por conocer los hechos reales, hasta la mismísima Peiten se la habría querido. Estaba asqueada ante el saludo de todos los presentes y de sus condolencias para con Renan-Sirot, ¿es que nadie sospechaba absolutamente nada? ¿Los padres de Agnés no tenían ni siquiera el beneficio de la duda? La rubia imaginó que el marido de su amiga era un manipulador de primera. Pocas habían sido las veces que lo había cruzado, y la piel se le había erizado, pero no por su aspecto tan atractivo, si no, por la oscuridad que emanaba. Hubo un instante en que Fiorella descubrió la malicia de la mirada del viudo, e imaginó que sus pensamientos estaban repletos de dicha ante el cuadro de la tierra cayendo sobre el ataúd de su esposa. Apretó los puños y se instó a mantener la calma, ya habría tiempo de saldar cuentas con él. Todos se retiraron, pero ella se quedó a varios metros, ya no observaba el montículo de tierra a medio terminar, si no, que su mirada se había posado sobre Etienne Renan-Sirot, que se había quedado parado, como parte de su papel de viudo dolido.


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Mensaje por Silvain Renan-Sirot Jue Ene 17, 2013 8:14 am


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02 de Diciembre - 11:00 - con Fiorella Peiten


Normalmente el caballero se fijaba mucho en cuanto ocurría a su alrededor porque sabía bien que la información era poder. Hacían falta otras cosas para llegar a lo más alto, pero la base de todo era un buen conocimiento de lo que tenía junto a él, con qué personas contaba, de qué recursos disponía. Era raro que Etienne se relajara en una fiesta y se olvidara de echar un vistazo circular a las instalaciones, era algo ya interiorizado para él. Su mente actuaba en ocasiones como una gran máquina calculadora, y así no era de extrañar que no quedara espacio para sentimientos. O quizá fuera precisamente al revés. De cualquier forma generalmente monsieur Renan-Sirot era observador, y sin embargo allí en el cementerio, en el funeral de su esposa, dejó volar sus pensamientos tan lejos que no se percató de quiénes eran la mitad de los asistentes.

El sepelio había sido íntimo porque la familia de Agnès era adinerada pero discreta, no de esos ricos que gustaran de dar banquetes llenos de personas de no se sabía qué condición ni posición social. Las bodas y los entierros multitudinarios eran cosa de gitanos, y a esos - como a tantos otros - Etienne los despreciaba. Tampoco era un sentimiento similar al odio, que le consumiría demasiada energía, no; era una mezcla de pena con indiferencia todavía más humillante. El apellido Renan-Sirot había dotado a monsieur de un rango envidiable desde su nacimiento, sin que el interfecto tuviera que hacer nada para ganar renombre o fortuna, pero en su fuero interno se convencía de que si no hubiera sido así, si hubiera tenido la desgracia de venir al mundo en una familia sin poder adquisitivo, habría trabajado duro para llegar donde estaba. De igual modo, se repetía, habría acabado igual, y por lo tanto los pobres eran directamente responsables de su miseria y él no tenía más ni menos de lo que se merecía. En esa creencia ególatra de autosuficiencia creía que era intolerable que el destino no le diese descendencia. El resentimiento acumulado contra Agnès en esos tres años de matrimonio estéril se iba difuminando poco a poco conforme su tumba quedaba sellada con paletadas de tierra cada vez más superficiales. La lápida terminó de sellar su perdón. Etienne perdonó a su mujer por haberle creado tantas molestias innecesarias, incluso por haberle obligado al final a incurrir en el delito de asesinato. Estaba claro que ella era culpable, pero al fin y al cabo ahora le había dejado en paz, y eso al menos el caballero se lo agradecía.

Giró la cabeza hacia un lado cuando sintió los ojos de alguien clavados en la nuca. No tenía poderes en aquel respecto, pero esa sensación de ser observado era común en todos los humanos, y no excluía a los que por maldad debieran ser incluídos en una categoría aparte. El hombre descubrió a sus espaldas otra figura vestida de negro, como él mismo, pero indudablemente diferente. Era esa amiga de Agnès que siempre le había intrigado más de lo que el brujo quería admitir ante sí mismo. Fiorella. Su esposa fallecida le había confesado cosas muy interesantes sobre ella una de las veces que habían discutido, o mejor dicho, esas ocasiones en las que Etienne le decía cosas hirientes y ella lloraba como una estúpida. No sabía si podía fiarse del juicio de una histérica, pero al parecer monsieur y la mujer rubia compartían algo más que su presencia frente a la tumba, ahora desierta, de aquel camposanto. Por un momento un brillo distinto cruzó la mirada del gentilhombre, un destello oscuro, antes de que se volviera del todo y comenzar a andar hasta llegar al lado de ella. Dos humanos excepcionales vestidos enteramente de negro bajo un sol de justicia. - Madame Peiten. - Saludó. - ¿Se ha rezagado para darme sus condolencias? - Ya no quedaba en su voz ni un rastro de la lástima que supuestamente debería sentir. No sabía hasta qué punto Fiorella era conocedora de la situación, pero Etienne era listo y sabía con quién podía jugar a teatro y con quién no.
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Mensaje por Fiorella Peiten Mar Feb 05, 2013 12:41 pm

Por fin las máscaras se caían. Fiorella agradeció que Renan-Sirot no siguiera con esa patética pantomima y que mostrara su verdadera faceta. Era un hombre calculador, sin dudas, y el sarcasmo parecía una espada pendiendo de su cinto. Cuando lo vio caminar hacia ella, caviló sobre las mil y un maneras en que se dirigiría a ella, y acertó en que sería de formar irónica. Y no pudo más que ocultar una sonrisa. Cruzó sus brazos y levantó el mentón, era alta y su porte digno de una reina, y sabía cómo intimidar si debía hacerlo, pero hacía tiempo que se había percatado que para hacer mella en el carácter del marido de la difunta, debía hacer uso de algo más que una expresión. Había conocido a muchos como él, nadie vaga por el mundo y sólo conoce gente amable, y si bien nunca generalizaba, había aspectos comunes entre todos aquellos que tenían un alma oscura. Seguramente él tenía un objeto o prenda perteneciente a su esposa, pues la cercanía había hecho que el odio que su mujer se había llevado a la tumba se acentuara más, pero con el transcurso de los minutos había conseguido obviar la sensación de agobio. —Ya le he expresado mis condolencias a quienes sufren la muerte de Agnés —aseguró en un tono de voz tranquilo, pero que desafiaba el protocolo de cómo una mujer debía dirigirse al sexo opuesto, de cómo alguien de clase inferior debía dirigirse al que se suponía superior. Él no era mejor que ella, de eso estaba segura. Una nube se interpuso entre el Sol y la Tierra, se habían comenzado a formar algunas manchas blancas en el Cielo, pero el día continuaba siendo agradable, más no la situación. Aún reproducía la imagen de la pobre madre en estado de histeria, y de joven se habría preguntado cómo alguien era capaz de provocar tanto daño y no sentir remordimiento alguno. Las dudas quedaban zanjadas cuando recordaba que su propio padre la había condenado a muerte dada su condición de bruja, no hechicera, pues no tenía esa capacidad, y si la tuviera, tampoco haría uso de ella. Se preguntó si el viudo había hecho padecer a su mujer utilizando arbitrariamente sus poderes.

Fue una actuación conmovedora, Monsieur, digna de una obra de teatro —aseguró en tono condescendiente. Había pensado en ser más precavida y aplomada a la hora de hablar con Renan-Sirot, pero eso no la llevaría a ningún lado, las cartas debían quedar sobre la mesa lo antes posible. En ese momento se dio cuenta de que estaba en desventaja, pues…¿qué conseguiría haciéndole saber al caballero que conocía sus pecados y sus crímenes? No podía ir frente a la autoridad y decir que la finada se había comunicado con ella desde el más allá y le había contado los acontecimientos. Tampoco quería dinero, para eso trabajaba y se ganaba la vida dignamente. Se había dejado llevar por el sentimiento de amistad que había manifestado por Agnés y no había reflexionado sobre las consecuencias que un comportamiento indebido podía acarrear. De todas maneras, su gesto se mantuvo impávido, y ni una sola de sus muecas reflejó dubitación. Si alguna duda le quedaba sobre la frialdad del alma del hombre, fue despejada cuando se sumergió en sus ojos, su mirada era penetrante y cualquiera se habría dejado engañar por la transparencia del color, pero la tonalidad era el antónimo de su esencia, y si bien entre sus habilidades no se contaba ninguna para bucear en la mente de las personas o conocer sus más recónditos recuerdos, había vivido lo suficiente y obtenido la madurez y la percepción que da la experiencia; madurez que había dejado de lado en el momento que decidió desafiar a un asesino sin ningún fin específico y que podía poner en peligro todo lo que tanto le había costado conseguir. Recordó la charla que había tenido con Deirdre y que la había reprendido por haber ayudado a dos muchachas a huir de su hogar y darles cobijo en su morada, y Fiorella se había comportado de manera similar, pero con asuntos más importantes y con alguien mucho más poderoso y resentido que unos padres preocupados por el paradero de sus hijas. Estaba exponiéndose y exponiendo a su primogénita gratuitamente, en un asunto más intrincado y complejo de lo que en un principio parecía ser. Ya había dado el primer paso, y jamás retrocedía en su camino.


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