El desconocido puede convertirse en aliado - privado

El viaje de regreso a Paris le pareció interminable, solo existía un objetivo en su mente y ese era llegar al lado de su amada y protegerla con su propia vida. Aun se preguntaba ¿cuál había sido el objetivo, que perseguía Killer Bee porque distraerlo, de esa forma, para luego robarle aquella carta que Maryeva le mandara? Solo existía una posibilidad, que la asesina conociera el secreto de su amada, no sería descabellado que si el objetivo era dejarlo devastado, había encontrado su punto débil.

El carruaje se demoraba, porque los días subsiguientes a su partida una lluvia persistente les hacía difícil el avance, ya que los caminos se encontraban en mal estado, por ello decidió seguir su viaje sin tanta escolta y pidió que le llevaran sus pertenencias en cuanto pudieran. De las caballerizas de Villa Giulia había tomado un caballo llamado “Coraggio”, era un hermoso ejemplar de Pura sangre inglés, apenas lo había visto supo que se llevaría bien con aquel animal, elegante, de pelaje ruano, su mirada inteligente y de porte valiente, le daba la seguridad de saber que podía confiar su vida en aquel ser. Lo acarició, le dio un terrón de azúcar y palmeó su cuello – buen chico – le dijo – necesito me lleves al lado de mi amada lo antes posible – el caballo alzó su cabeza y como si entendiera asintió en un movimiento ascendente y descendente, Girolamo se sonrió complacido, no había realizado una mala elección, era el alazán adecuado para la ardua empresa que le esperaba para llegar a destino.

Hizo rápidamente un atado, se colocó el capote pues seguía lloviendo y emprendió su loca carrera a campo traviesa, saltando obstáculos, vadeando riachuelos y durmiendo a la intemperie, parando solo para que su fiel compañero descansara. Le llevó varios día llegar pero apenas ver las primeras construcciones de la ciudad, apresuró la marcha, cruzó los campos como alma que se la lleva el diablo y cuando tuvo que disminuir la velocidad por el tránsito, comenzó a apostrofar disgustado, debía llegar lo antes posible y buscar una excusa para encontrarse con su amada. No sabía cómo lo recibiría pero estaba seguro que esa gata no se lo haría fácil, rió pensando en los ojos centellantes de Maryeva, tanto cuando se enojaba como cuando ardía en pasión.

Llegó a la mansión y Cosimo le informó que sus hermanas no se encontraban, - la Señorita Di Moncalieri hacía meses que vivía con su “esposo”-, había dicho el anciano arqueando una ceja en señal de reprobación y disgusto, - y la Señorita Di Arezzo, se la pasa más afuera de la residencia que en las labores de una dama-, Girolamo no pudo más, dejó que una carcajada lo invadiera – vamos, querido Cosimo, ¿cuándo alguna de las mujeres de mi familia no ha hecho lo que bien se le vino en ganas? – El anciano lo reprendió con la mirada– bueno, te prometo que pronto arreglaremos esos temitas – le dijo mientras, cruzaba el umbral de la puerta principal y le pedía que se encargara de su montura y de prepararle baño y comida, estaba exhausto y todavía le faltaba volver a salir.

Apena una hora de descanso, baño y comida, tomó a otro de sus caballos y se acercó a “Coraggio”, le acarició la cruz y el cuello – descansa has hecho un estupendo trabajo, gracias amigo – le dijo mientras le daba una zanahoria pequeña y el caballo emitió pequeños relinchos de satisfacción. Tomó por las riendas al otro caballo y salió a la entrada de carruajes, Cosimo lo esperaba atento, listo para que le diera otras instrucciones, Girolamo se acercó ya subido a la grupa de “Tempesta”, - manda recado a Chiara, dile que en breve pasaré a saludarla – el mayordomo asintió levemente y se quedó erguido como ex militar que era – no digas a nadie que he vuelto, solo a mis hermanas y no me esperes, tal vez pase la noche afuera – caracoleó con su caballo y salió a gran velocidad en busca de su amada.

Jérémie estaba furioso, no quería creer en el compromiso de una de las contribuyentes con su odiado enemigo, Ruggero Rosso. Recordar la petición de su jefe de respetar a los Rosso le irritaba a tal grado de destrozar la habitación que el duque Emerick había dispuesto para él. Sí, más tarde tendría que disculparse, pero sabía que el duque comprendería, así como él comprendió la petición de su líder y la respetaba.

La mayor parte de la noche la había pasado en el bosque convertido en el jaguar negro, distrayendo su mente de aquella noticia que le causó una enorme frustración, –¿cómo fue que se me escapó aquella noche de jueves... maldita leona traidora?– pensaba en su forma animal.

Antes del amanecer había llegado a la mansión del duque y durmió hasta el medio día. Molesto e irritado puso la habitación pies arriba, destrozando todo lo que sus manos tocaban. —¿Por qué esa mujer escogió a ese desalmado como esposo?– gritaba y agradecía que el duque Boussingaut no se encontrara en la mansión y fuera oyente del escandalo de Jérémie.

A eso de la 1 de la tarde salió con dirección a una taberna, se emborracharía hasta perder el juicio. Tenía que ahogar sus penas, llorarle a su esposa e hijo, pedirles perdón pues no iba a poder cumplir su promesa, había fallado en la única oportunidad de matar al asesino de los Le Bihan, al detestable Ruggero. Y ahora él, era intocable así lo había pedido el duque.

Nunca había visitado una taberna en París, llevaba bastantes francos para no tener límites en la selección y cantidad de las bebidas que tomara.

Entró, una capa de humo se alzaba por las cabezas de la gente, humo proveniente del tabaco, Jérémie vio las mesas de apuestas, la barra llena de ebrios bebiendo y allá en el fondo la pianola tocando por un músico con muy mala suerte, pues su talento era de admirar. Había también putas. Salió como si dudara de que fuera de día, pero ahí estaba el sol, brillante y caluroso. En aquella taberna el tiempo parecía no transcurrir, como si siempre fuera noche de apuestas, sexo y alcohol.

Jérémie se sentó en una mesa no muy apartada de la barra, de hecho era la única mesa desocupada, una mesa para dos. El gran León reconoció la exquisites de la madera, pino; la mesa pulcra, sin rasguños o quemaduras de cigarros, perfectamente cuidada; y en el centro, un cenicero con el nombre de la taberna grabado.

—Ron, el mejor que tengas— pidió con voz fuerte, lo suficiente para sobre salir entre todos los sonidos del lugar, entre la música, las risas y las conversación de gente, en su mayoría clase media/baja. Que realmente al gran León poco le importaba, después de todo él también lo era, o al menos antes de conocer a su líder.

Le llevaron la botella y una copa, le ofrecieron servirla pero él no lo permitió, —yo lo haré hijo— le había dicho a la muchacha delgada vestida de pantalon que con su cabello corto y su casquette lucía como un joven de rasgos femeninos muy apuesto. Claro, si Jérémie hubiera prestado más atención en ella, por su puesto que no la confundiría, aunque sólo era una muchacha que trabajaba ahí, nada que le ayudase a Jérémie a olvidar lo que pretendía al ponerse ebrio y unirse a los rídiculos borrachos que cantaban junto a la pianola.