AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El misterio de lo desconocido [PRIVADO]
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El misterio de lo desconocido [PRIVADO]
La espesa niebla impedía mi visibilidad a escasos metros de mis narices, tropezando torpemente con cada piedra, rama, árbol y valla de madera que delimitaban el sendero hacia las afueras de la gran ciudad parisina. Aun somnolienta, me detuve un momento a mitad de camino para sacar de mi pesada mochila aquél mapa que mi editora me había suministrado para impedir mi pérdida, aunque debido a la escasa visibilidad de la noche, pronto desistí y entre farfulleos y pataletas infantiles, reprendí mi camino hacia la nada, realmente.
Ni siquiera recuerdo cuánto tiempo caminé por el bosque sin ver una maldita casa, pero después de pasar unas extensas hectáreas en las que se cultivaban cereales, al fin pude distinguir entre la neblina una mansión refinada en cuanto a formas arquitectónicas, con la fachada cubierta por grandes ventanales al más estilo barroco, coronando el gran edificio con un frontón ovalado, un tejado de pizarra por dónde caían las gotas del rocío que teñían los pétalos de las flores del inmenso jardín que rodeaba la morada.
Un tanto anonadada por la belleza exquisita del lugar, empecé a subir los peldaños de la gran escalinata de mármol que me transportó hacia un primer piso bastante elevado, tocando con mis nudillos la puerta de aquél famoso inversor al que aquella madrugada me había tocado entrevistar. ¿Qué tenía aquél trabajo de interesante? Yo no solía hacer labores tan simplistas como dialogar con un financiero experto en inventos novedosos, pero aquél día, uno de mis compañeros del periódico por el que trabajaba había enfermado y me habían destinado a mí, mucho a mi pesar. Con un poco de suerte, esperaba estar libre antes del almuerzo.
Mientras imaginaba al típico anciano arrugado cuál pasa, trajeado y con sombrero de copa sobre sus cabellos blancos, hablándome sosegadamente con un tono que probablemente incitaría a una buena siesta salpicándome mientras con su saliva o bien derramando el té por no poder sostener siquiera una taza entre sus manos, me dispuse a curiosear la casa, acercándome a una de las ventanas cuya cortina me impedía ver su interior, sobrecogiéndome cuando de repente, la puerta se abrió y un mayordomo muy elegante me preguntó no muy amablemente, qué diablos quería yo a esas horas, cuando ni siquiera el sol había despuntado.
Dejé caer la mochila a mis pies y empecé a rebuscar en ella el papel acreditativo, entregándoselo al mayordomo que lo leyó tras sacar de su bolsillo unas sucias gafas de media luna.
- Mi nombre es Kahlan, trabajo para el periódico Le Monde y vine a entrevistar a monsieur Buckland, dado que mi compañero Gilles se encuentra indispuesto hoy. ¿Vive aquí, verdad? No me diga que llevo horas perdida y aun no he llegado a mi destino...- añadí en un balbuceo, meneando la cabeza mientras recogía mis cosas, ya habiendo creído en mi equivocación. No obstante, el mayordomo me detuvo y pese a su ceño fruncido y el visible mal humor que mi visita le despertó, me invitó a entrar y acomodarme en un sofá tapizado del vestíbulo, indicándome que su señor me recibiría si así lo consideraba oportuno, algo que no me quiso asegurar.
Perfecto, pensé en mis adentros, después de semejante trajín, aun el anciano y aburrido inversor se negará a recibirme.
Y justo cuando mis tripas rugieron escandalosamente, una figura alargada, dotada de un aura que me estremeció nada más posar mis ojos en su rostro congelado, se presentó ante mí mientras descendía unas escaleras de caracol con gran galantería en sus pasos lentos pero firmes. Tragué saliva ruidosamente y me puse en pie para recibirle con una sonrisa y mi mano tendida.
Ni siquiera recuerdo cuánto tiempo caminé por el bosque sin ver una maldita casa, pero después de pasar unas extensas hectáreas en las que se cultivaban cereales, al fin pude distinguir entre la neblina una mansión refinada en cuanto a formas arquitectónicas, con la fachada cubierta por grandes ventanales al más estilo barroco, coronando el gran edificio con un frontón ovalado, un tejado de pizarra por dónde caían las gotas del rocío que teñían los pétalos de las flores del inmenso jardín que rodeaba la morada.
Un tanto anonadada por la belleza exquisita del lugar, empecé a subir los peldaños de la gran escalinata de mármol que me transportó hacia un primer piso bastante elevado, tocando con mis nudillos la puerta de aquél famoso inversor al que aquella madrugada me había tocado entrevistar. ¿Qué tenía aquél trabajo de interesante? Yo no solía hacer labores tan simplistas como dialogar con un financiero experto en inventos novedosos, pero aquél día, uno de mis compañeros del periódico por el que trabajaba había enfermado y me habían destinado a mí, mucho a mi pesar. Con un poco de suerte, esperaba estar libre antes del almuerzo.
Mientras imaginaba al típico anciano arrugado cuál pasa, trajeado y con sombrero de copa sobre sus cabellos blancos, hablándome sosegadamente con un tono que probablemente incitaría a una buena siesta salpicándome mientras con su saliva o bien derramando el té por no poder sostener siquiera una taza entre sus manos, me dispuse a curiosear la casa, acercándome a una de las ventanas cuya cortina me impedía ver su interior, sobrecogiéndome cuando de repente, la puerta se abrió y un mayordomo muy elegante me preguntó no muy amablemente, qué diablos quería yo a esas horas, cuando ni siquiera el sol había despuntado.
Dejé caer la mochila a mis pies y empecé a rebuscar en ella el papel acreditativo, entregándoselo al mayordomo que lo leyó tras sacar de su bolsillo unas sucias gafas de media luna.
- Mi nombre es Kahlan, trabajo para el periódico Le Monde y vine a entrevistar a monsieur Buckland, dado que mi compañero Gilles se encuentra indispuesto hoy. ¿Vive aquí, verdad? No me diga que llevo horas perdida y aun no he llegado a mi destino...- añadí en un balbuceo, meneando la cabeza mientras recogía mis cosas, ya habiendo creído en mi equivocación. No obstante, el mayordomo me detuvo y pese a su ceño fruncido y el visible mal humor que mi visita le despertó, me invitó a entrar y acomodarme en un sofá tapizado del vestíbulo, indicándome que su señor me recibiría si así lo consideraba oportuno, algo que no me quiso asegurar.
Perfecto, pensé en mis adentros, después de semejante trajín, aun el anciano y aburrido inversor se negará a recibirme.
Y justo cuando mis tripas rugieron escandalosamente, una figura alargada, dotada de un aura que me estremeció nada más posar mis ojos en su rostro congelado, se presentó ante mí mientras descendía unas escaleras de caracol con gran galantería en sus pasos lentos pero firmes. Tragué saliva ruidosamente y me puse en pie para recibirle con una sonrisa y mi mano tendida.
Kahlan M. Délvheen- Realeza Neerlandesa
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Fecha de inscripción : 09/09/2011
Edad : 32
Localización : El Mundo
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Re: El misterio de lo desconocido [PRIVADO]
—¿Qué pasó contigo, Robat Buckland?— Sentado frente al elegante espejo de mis aposentos me permito un breve momento de reflexión. No he podido apartar de mi mente aquel episodio en el bosque, aquella noche de debilidad. El encuentro con aquel cazador y como yo había dicho cosas que jamás pensé ser capaz de decir. El solo hecho de recordarlas me provoca un punzante dolor en el pecho y una vergüenza tan grande que me es imposible seguir mirando mi reflejo. ¿Cómo me había podido permitir ser tan débil?, ¿cómo me había podido permitir flaquear? Acaricio mi frente en un vano intento de calmar la tempestad que se desata en mi cabeza. Yo no puedo ser débil. Levanto mi mirada poco a poco hasta contemplar mi rostro en su totalidad. —No puedes ser débil.— Fijo mi mirada justo en mis ojos y tomo aire lentamente. Aquello no volverá a pasar, nunca jamás.
Mis finos oídos detectan pasos subiendo por las escaleras con forma de caracol que comunicaban el piso superior con el inferior. Son pasos lentos y cansinos, son los pasos del más viejo y fiel de mis servidores. Con paciencia cierro el Ars Goetia que he estado revisando para encontrarme con el espíritu de mi madre, y lo guardo en aquella mesa de decoraciones barrocas que se encontraba junto a mi cama. Ya sé exactamente lo que mi servidor viene a decirme: tengo visitas. Lo extraño es que se trata de una mujer cuando me habían informado con anterioridad que sería un hombre mi entrevistador. Odio las sorpresas de último momento.
—Señor Buckland.— Se escucha un toque seco en la puerta. Sé que Albert únicamente da dos toques por lo que tomo mi tiempo para acomodar el cuello de mi traje y asegurarme de que me encuentro presentable para recibir a nuestra invitada.
—Señor Buckland.— Segundo toque.
—En un segundo, Albert.— Cruzo mi cuarto con grandes zancadas y abro la puerta. —En este momento bajo. Puede ir a su cuarto, no necesito nada más de usted por hoy.— Espero de pie a que se hiciera a un lado y me diera paso y cruzo el pasillo con dirección a las escaleras. Albert ha aprendido en todos estos años a no preguntarse el por qué en ocasiones no tiene ni que hablar para saber lo que va a decirme y su respeto a mi privacidad es algo que valoro y admiro sobremanera.
Bajo los primeros dos escalones y permanezco allí, en lo alto, examinando a la dama que en estos momentos se encontraba sentada en uno de los sillones de mi salón. Sondeo en sus pensamientos y bajo mis defensas al no encontrar en su cabeza más que ansiedad y hambre. Tengo razones para sentir desconfianza, como bien he afirmado: no me gustan las sorpresas de última hora.
—Pensé sería un caballero quien vendría a entrevistarme, madame.— Su nombre es Kahlon. Lo sé porque Albert no dejó de repetirlo en su mente todo el camino hacia mi cuarto por miedo de que la memoria lo traicionara. —No conozco a muchas mujeres trabajando para diarios, en lo personal considero que no son buenas preguntando.— Desciendo los últimos dos peldaños y camino con elegancia hasta sentarme en el sillón frente a ella. Amedrento su confianza, sólo para ver su reacción. —No es nada personal, no lo tome como una ofensa. Simplemente considero que son…— Tomo aire como si estuviera saboreando mi vocabulario en busca de la palabra adecuada. —…subjetivas.— Regreso a mirarla y un silencio casi incómodo invade la estancia que se me antoja exquisito.
—Oh…— Me siento erguido. —Disculpe por mi malos modales.— Me apresuro a estirar la mano para que la dama estire su brazo y me permitiera besar el dorso de su mano. Siento que la noche ha empezado bastante bien.
Mis finos oídos detectan pasos subiendo por las escaleras con forma de caracol que comunicaban el piso superior con el inferior. Son pasos lentos y cansinos, son los pasos del más viejo y fiel de mis servidores. Con paciencia cierro el Ars Goetia que he estado revisando para encontrarme con el espíritu de mi madre, y lo guardo en aquella mesa de decoraciones barrocas que se encontraba junto a mi cama. Ya sé exactamente lo que mi servidor viene a decirme: tengo visitas. Lo extraño es que se trata de una mujer cuando me habían informado con anterioridad que sería un hombre mi entrevistador. Odio las sorpresas de último momento.
—Señor Buckland.— Se escucha un toque seco en la puerta. Sé que Albert únicamente da dos toques por lo que tomo mi tiempo para acomodar el cuello de mi traje y asegurarme de que me encuentro presentable para recibir a nuestra invitada.
—Señor Buckland.— Segundo toque.
—En un segundo, Albert.— Cruzo mi cuarto con grandes zancadas y abro la puerta. —En este momento bajo. Puede ir a su cuarto, no necesito nada más de usted por hoy.— Espero de pie a que se hiciera a un lado y me diera paso y cruzo el pasillo con dirección a las escaleras. Albert ha aprendido en todos estos años a no preguntarse el por qué en ocasiones no tiene ni que hablar para saber lo que va a decirme y su respeto a mi privacidad es algo que valoro y admiro sobremanera.
Bajo los primeros dos escalones y permanezco allí, en lo alto, examinando a la dama que en estos momentos se encontraba sentada en uno de los sillones de mi salón. Sondeo en sus pensamientos y bajo mis defensas al no encontrar en su cabeza más que ansiedad y hambre. Tengo razones para sentir desconfianza, como bien he afirmado: no me gustan las sorpresas de última hora.
—Pensé sería un caballero quien vendría a entrevistarme, madame.— Su nombre es Kahlon. Lo sé porque Albert no dejó de repetirlo en su mente todo el camino hacia mi cuarto por miedo de que la memoria lo traicionara. —No conozco a muchas mujeres trabajando para diarios, en lo personal considero que no son buenas preguntando.— Desciendo los últimos dos peldaños y camino con elegancia hasta sentarme en el sillón frente a ella. Amedrento su confianza, sólo para ver su reacción. —No es nada personal, no lo tome como una ofensa. Simplemente considero que son…— Tomo aire como si estuviera saboreando mi vocabulario en busca de la palabra adecuada. —…subjetivas.— Regreso a mirarla y un silencio casi incómodo invade la estancia que se me antoja exquisito.
—Oh…— Me siento erguido. —Disculpe por mi malos modales.— Me apresuro a estirar la mano para que la dama estire su brazo y me permitiera besar el dorso de su mano. Siento que la noche ha empezado bastante bien.
Robat Buckland- Vampiro Clase Alta
- Mensajes : 19
Fecha de inscripción : 24/08/2013
Localización : París, Francia
Re: El misterio de lo desconocido [PRIVADO]
Su voz me sobresaltó, dando yo un respingo. Quise entonces explicar el motivo de mi visita, pero el hombre parecía ya al corriente de prácticamente todo, añadiendo algún que otro comentario que me sentaron verdaderamente cual patada en los glúteos, de modo que me tensé un poco y no pude evitar fruncir mi ceño, mirándole ahora con cierta barrera defensiva. ¿Quién se creía que era? Sin duda, respondía al prototipo de hombre machista de alta cuna. ¡Argh!
Me aclaré la garganta y forcé una sonrisa, dulcificando entonces mis rasgos.
- Todo depende de quién es el que responde, monsieur. Toda buena pregunta precisa de una buena respuesta. Quizás no ha conocido muchas mujeres y por ello a menos mujeres conocerá que trabajen en un periódico. Tampoco es mi comentario nada personal, no lo tome en cuenta, pero si me permite, creo que debería informarse debidamente antes de cuestionar mi profesionalidad. ¿No le parece?
El inversor tomó entonces el dorso de mi mano, besándola efímeramente y provocándome un estremecimiento glacial que recorrió cual relámpago mi espalda. Su tacto era tan frío, tan suave... Aquél tacto me era conocido, sin duda, más si habitaba entre seres como él: un vampiro. ¿Explicaría eso su anticuada percepción? ¿Su rostro amargo? ¿Sería quizás muy longevo? ¿Pretendería matarme si mi trabajo le molestaba? Tragué saliva, ahora un tanto nerviosa, sintiéndome pequeña ante él, como me sucedía a veces con mi propio hermano. Pero aquello era distinto. Él era un desconocido, un vampiro desconocido, y yo una mísera mortal hambrienta. ¡Y sola! ¿Qué sería de mí? Nunca había temido a los vampiros, mi padre me enseñó a batallar contra ellos. ¡Y yo no temía a nadie! Sin embargo... no era miedo lo que sentía en aquél instante. Era... ¿respeto? No, ni siquiera eso. ¡Qué extraña sensación!
- Señor Buckland, comprendería que anduviera vos ocupado en sus asuntos, así que, ¿le parece que vayamos al grano? Podría vos indicarme dónde se ubica su despacho o quizás la cocina... sé que es descortés por mi parte, pero estoy hambrienta y agradecería poder llevarme una magdalena a la boca.- reí, sintiendo un molesto tic en la comisura de mis labios que los hacía torcer de forma un tanto diabólica, casi.- Oh, casi olvido presentarme. Soy Kahlan Délvheen, reportera para el diario Le Monde.-repetí, tal y como momentos antes había expuesto ante el mayordomo.- Mi compañero Gilles se sentía indispuesto hoy, pero si prefiere que alguien más... objetivo que yo le realice la entrevista, podemos posponerla sin inconveniente alguno. Así pues... ¿qué decide?- inquirí, batallando interiormente sobre cuál era la respuesta suya que más ansiaba escuchar. Librarme de aquella aburrida entrevista era una idea que me seducía, pero no lo hacía tanto el saber que de ser así, supondría una espina en mi carrera profesional, al menos, para mí. Sería como no luchar contra las etiquetas preestablecidas que su cabeza de carcamal había dispuesto sobre mí por el hecho de ser mujer, algo que hería mi moral y me ofendía de sobremanera.
No obstante, pronto supe cuál sería mi siguiente paso, pues su voz así lo declaró.
Me aclaré la garganta y forcé una sonrisa, dulcificando entonces mis rasgos.
- Todo depende de quién es el que responde, monsieur. Toda buena pregunta precisa de una buena respuesta. Quizás no ha conocido muchas mujeres y por ello a menos mujeres conocerá que trabajen en un periódico. Tampoco es mi comentario nada personal, no lo tome en cuenta, pero si me permite, creo que debería informarse debidamente antes de cuestionar mi profesionalidad. ¿No le parece?
El inversor tomó entonces el dorso de mi mano, besándola efímeramente y provocándome un estremecimiento glacial que recorrió cual relámpago mi espalda. Su tacto era tan frío, tan suave... Aquél tacto me era conocido, sin duda, más si habitaba entre seres como él: un vampiro. ¿Explicaría eso su anticuada percepción? ¿Su rostro amargo? ¿Sería quizás muy longevo? ¿Pretendería matarme si mi trabajo le molestaba? Tragué saliva, ahora un tanto nerviosa, sintiéndome pequeña ante él, como me sucedía a veces con mi propio hermano. Pero aquello era distinto. Él era un desconocido, un vampiro desconocido, y yo una mísera mortal hambrienta. ¡Y sola! ¿Qué sería de mí? Nunca había temido a los vampiros, mi padre me enseñó a batallar contra ellos. ¡Y yo no temía a nadie! Sin embargo... no era miedo lo que sentía en aquél instante. Era... ¿respeto? No, ni siquiera eso. ¡Qué extraña sensación!
- Señor Buckland, comprendería que anduviera vos ocupado en sus asuntos, así que, ¿le parece que vayamos al grano? Podría vos indicarme dónde se ubica su despacho o quizás la cocina... sé que es descortés por mi parte, pero estoy hambrienta y agradecería poder llevarme una magdalena a la boca.- reí, sintiendo un molesto tic en la comisura de mis labios que los hacía torcer de forma un tanto diabólica, casi.- Oh, casi olvido presentarme. Soy Kahlan Délvheen, reportera para el diario Le Monde.-repetí, tal y como momentos antes había expuesto ante el mayordomo.- Mi compañero Gilles se sentía indispuesto hoy, pero si prefiere que alguien más... objetivo que yo le realice la entrevista, podemos posponerla sin inconveniente alguno. Así pues... ¿qué decide?- inquirí, batallando interiormente sobre cuál era la respuesta suya que más ansiaba escuchar. Librarme de aquella aburrida entrevista era una idea que me seducía, pero no lo hacía tanto el saber que de ser así, supondría una espina en mi carrera profesional, al menos, para mí. Sería como no luchar contra las etiquetas preestablecidas que su cabeza de carcamal había dispuesto sobre mí por el hecho de ser mujer, algo que hería mi moral y me ofendía de sobremanera.
No obstante, pronto supe cuál sería mi siguiente paso, pues su voz así lo declaró.
Kahlan M. Délvheen- Realeza Neerlandesa
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Re: El misterio de lo desconocido [PRIVADO]
Su soberbia y altanería me obligan a esbozar una sonrisa que no distingo si es diversión o si es más bien algún tipo de advertencia tácita, como una manera de decirle que camine sólo por el sendero que se le tiene permitido. Me acomodo en el sofá con cierta molestia por este inicio no previsto pero no permito que aquello me desconcentre y me haga perder el control de la situación. Siguiendo con lo planeado, tomo su mano y coloco un respetuoso beso en el dorso de la misma. —Pues pido disculpas, madame, si siente que he puesto en tela de juicio su profesionalismo. Jamás fue esa mi intención.— Como un auténtico caballero, le otorgo el placer de la última palabra y dejo que sienta que, por esta ocasión, ella está en lo correcto. —Estoy seguro que si el diario la ha mandado como reemplazo es porque hace muy bien su trabajo. Ellos me conocen y no permito que cualquiera entre a mi mansión.— Le dedico una rápida mirada y noto algo raro en su actuar. Como si de repente toda esa gallardía de la que había hecho alarde en un comienzo se han desvanecido. ¿Qué pasa con ella? Separo mis labios y me dispongo a preguntarle si tiene algún problema, pero ella toma la delantera.
—Me gusta su actitud, madame. — Comento por lo que acaba de decir de ir directamente al grano. Sin embargo, su interés por saltarse el protocolo y entrevistarme en mi despacho o en mi cocina se me antoja un poco fuera de lugar. —Pero creo que estamos muy cómodos aquí, señorita, ¿no lo cree? — Acaricio la fina tela de mi sofá para darle más énfasis a mis palabras y, además, con la intención de darle a entender que no conocerá ningún otro lugar de mi mansión más que este. Al menos no por el momento. —Lastimosamente Albert está demasiado viejo como para atendernos, pero eso no es ningún problema. — Levanto mis manos sólo un poco y aplaudo dos veces. Inmediatamente, y justo por el pasillo ubicado a espaldas de mi invitada, hace aparición una mujer que rondaba los cuarenta años de edad y de complexión algo regordeta. Lleva puesto un vestido azul y, encima de este, un delantal blanco con encajes tan limpio que parece reflejar la luz de los candelabros dispuestos por toda la estancia. Su pelo se encuentra algo desordenado y sus mejillas rojas debido al calor de las cocinas.
—Y entonces, ¿qué desea comer madame Délvheen?— Saboreo las sílabas de su apellido como quien saborea su comida preferida. Siento que mi presencia la enerva y no hay sentimiento que disfrute más que el miedo ajeno. —Puede pedir lo que desee, pero si pide demasiado me temo que tendremos que pasarnos al comedor.— Miro a la criada de soslayo y ella asiente rápidamente con la cabeza. —Entonces, ¿por dónde empezaremos? Supongo que quiere saber cómo llegaron a mis oídos las locas ideas de la afamada máquina de vapor, ¿o me equivoco?— Para darle algo de privacidad a la joven reportera, opto por ponerme de pie y caminar lentamente alrededor de la sala. Lo hago para que pueda pedir sus alimentos a gusto y, por supuesto, para que defina qué me iba a preguntar exactamente.
—¿Ya estamos listos?—
—Me gusta su actitud, madame. — Comento por lo que acaba de decir de ir directamente al grano. Sin embargo, su interés por saltarse el protocolo y entrevistarme en mi despacho o en mi cocina se me antoja un poco fuera de lugar. —Pero creo que estamos muy cómodos aquí, señorita, ¿no lo cree? — Acaricio la fina tela de mi sofá para darle más énfasis a mis palabras y, además, con la intención de darle a entender que no conocerá ningún otro lugar de mi mansión más que este. Al menos no por el momento. —Lastimosamente Albert está demasiado viejo como para atendernos, pero eso no es ningún problema. — Levanto mis manos sólo un poco y aplaudo dos veces. Inmediatamente, y justo por el pasillo ubicado a espaldas de mi invitada, hace aparición una mujer que rondaba los cuarenta años de edad y de complexión algo regordeta. Lleva puesto un vestido azul y, encima de este, un delantal blanco con encajes tan limpio que parece reflejar la luz de los candelabros dispuestos por toda la estancia. Su pelo se encuentra algo desordenado y sus mejillas rojas debido al calor de las cocinas.
—Y entonces, ¿qué desea comer madame Délvheen?— Saboreo las sílabas de su apellido como quien saborea su comida preferida. Siento que mi presencia la enerva y no hay sentimiento que disfrute más que el miedo ajeno. —Puede pedir lo que desee, pero si pide demasiado me temo que tendremos que pasarnos al comedor.— Miro a la criada de soslayo y ella asiente rápidamente con la cabeza. —Entonces, ¿por dónde empezaremos? Supongo que quiere saber cómo llegaron a mis oídos las locas ideas de la afamada máquina de vapor, ¿o me equivoco?— Para darle algo de privacidad a la joven reportera, opto por ponerme de pie y caminar lentamente alrededor de la sala. Lo hago para que pueda pedir sus alimentos a gusto y, por supuesto, para que defina qué me iba a preguntar exactamente.
—¿Ya estamos listos?—
Robat Buckland- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 24/08/2013
Localización : París, Francia
Re: El misterio de lo desconocido [PRIVADO]
Definitivamente, aquél era uno de aquellos sujetos que ponían a prueba mi fuerte temperamento, pero yo era una profesional, por lo que no permitiría que su lengua viperina lograra sacar lo peor de mí y así tener motivos para humillarme después, tal y como lo había hecho por tratarme simplemente de forma distinta por ser mujer. Odiaba aquella dichosa sociedad machista en la que la mujer era sólo un juguete que ningunear. Yo no era así, y por supuesto, pensaba demostrárselo. Pero tiempo al tiempo. Ahora era momento de seguir fingiendo ser una persona normal y en ello, tenía matrícula de honor.
- Pediría por favor un té, si no le es mucha molestia, y si tuviera vos algún pastelito para acompañarlo, me haría muy dichosa.
La sirvienta asintió y tras el gesto que su amo y señor le dedicó, ella se retiró en silencio. Por el rabillo del ojo pude ver cómo ésta se dirigía hacia la cocina y pronto el silencio fue quebrado por los sonidos metálicos de aquellos cacharros que estaría usando con tal de preparar mi pedido. En realidad, me supo mal hacerla trabajar, pues probablemente tendría algo mejor que hacer en una casa tan grande. Se veía cansada. ¿Tendría que haberme mordido la lengua pues y aguantar hasta el almuerzo en casa? Los remordimientos me distrajeron unos instantes, sólo hasta que la voz de aquél hombre me sacó de mis cavilaciones y reclamó mi atención. Por un momento pensé, ¿máquina de vapor? ¿de qué diablos me habla? Luego caí en la cuenta del motivo de mi visita. Por supuesto, la entrevista. ¡Odiaba aquella parte de mi trabajo! Sobre todo cuando entrevistar a gente como él no era realmente mi trabajo. Mi trabajo estaba lejos de allí, dónde las sociedades son distintas, dónde el entorno es más hostil y menos tecnológico. Mi labor era hablar del mundo entero, del Nuevo mundo, del mundo más oscuro y escondido. Aquél del que nadie se atrevía a hablar, de aquél al que pocos lograban ver realmente. Allí estaba yo, dónde las noticias eran realmente interesantes y apasionantes, dónde bajo cada palabra escrita en mis reportajes podía recordar mil historias que la dotaban de un sentido especial. Aquél era mi trabajo, el que me hacía vibrar, el que me hacía sentir viva. Y no aquél, sentada en un sillón de terciopelo sosteniendo ahora una libreta blanca, vacía como mi mente, con la pluma con la que jugaba entre mis dedos mientras seguía fantaseando con los viajes que añoraba realizar.
El hombre insistió y finalmente, decidí empezar con aquello para terminar cuanto antes. Con un poco de suerte, al día siguiente Gilles estaría recompuesto y me debería un buen café por sobrevivir unas horas con un hombre como aquél. Aquello me hizo reír bajo la nariz, por lo que tuve que disimular con los folios de la libreta antes de tomar la palabra.
- En realidad, preferiría empezar por el comienzo, si eso no le perturba, señor Buckland.- me acomodé en el sillón y empecé a rasgar con la pluma uno de los folios impolutos, anotando aquello que tanto decían mis labios como lo que me respondería el inversor.- Su apellido no parece francés, por lo que deduzco que os tratáis de un inmigrante, ¿es eso cierto? De ser así, ¿qué le llevó a París, a Francia? ¿Vino para invertir en los artilugios novedosos que la sociedad francesa está presentando en éstos últimos años? ¿Qué le llaman de atención? ¿Por qué arriesgar su patrimonio en algo tan estrambótico como una máquina de vapor?...
Hubiera seguido interrogándole sin fin si no hubiera sido por la interrupción de la sierva, que amablemente y en una bandeja me trajo una tetera blanca, de porcelana probablemente, con su tacita a juego y un plato en el que pude contar siete pastitas árabes, ¡mis favoritas! Así que tomé la bandeja, dejé a un lado la libreta y la pluma, y empecé a llevarme un pastelito a la boca, masticando un cierta avaricia, como si hiciera años que no comiera algo tan bueno. No es que fuera así, es que simplemente... era un poco glotona ¡y aquello estaba de muerte!
- ¿Dñejzíah?- pedí con la boca llena, percatándome que el hombre no me había entendido en absoluto. Tragué la pasta con la ayuda de un seco golpe sobre mi pecho que me ayudó a hacerla bajar por mi garganta y me la aclaré antes de repetir.- ¿Decía?
La sierva pareció aguantarse una gran carcajada, por lo que antes de que el inversor pudiera fulminarla con la mirada, la mujer se marchó por dónde había venido y nos dejó a solas de nuevo mientras yo ahora vertía el té en la taza, tomando un largo sorbo y notando la acidez en mi paladar. ¡Faltaba azúcar!
- Pediría por favor un té, si no le es mucha molestia, y si tuviera vos algún pastelito para acompañarlo, me haría muy dichosa.
La sirvienta asintió y tras el gesto que su amo y señor le dedicó, ella se retiró en silencio. Por el rabillo del ojo pude ver cómo ésta se dirigía hacia la cocina y pronto el silencio fue quebrado por los sonidos metálicos de aquellos cacharros que estaría usando con tal de preparar mi pedido. En realidad, me supo mal hacerla trabajar, pues probablemente tendría algo mejor que hacer en una casa tan grande. Se veía cansada. ¿Tendría que haberme mordido la lengua pues y aguantar hasta el almuerzo en casa? Los remordimientos me distrajeron unos instantes, sólo hasta que la voz de aquél hombre me sacó de mis cavilaciones y reclamó mi atención. Por un momento pensé, ¿máquina de vapor? ¿de qué diablos me habla? Luego caí en la cuenta del motivo de mi visita. Por supuesto, la entrevista. ¡Odiaba aquella parte de mi trabajo! Sobre todo cuando entrevistar a gente como él no era realmente mi trabajo. Mi trabajo estaba lejos de allí, dónde las sociedades son distintas, dónde el entorno es más hostil y menos tecnológico. Mi labor era hablar del mundo entero, del Nuevo mundo, del mundo más oscuro y escondido. Aquél del que nadie se atrevía a hablar, de aquél al que pocos lograban ver realmente. Allí estaba yo, dónde las noticias eran realmente interesantes y apasionantes, dónde bajo cada palabra escrita en mis reportajes podía recordar mil historias que la dotaban de un sentido especial. Aquél era mi trabajo, el que me hacía vibrar, el que me hacía sentir viva. Y no aquél, sentada en un sillón de terciopelo sosteniendo ahora una libreta blanca, vacía como mi mente, con la pluma con la que jugaba entre mis dedos mientras seguía fantaseando con los viajes que añoraba realizar.
El hombre insistió y finalmente, decidí empezar con aquello para terminar cuanto antes. Con un poco de suerte, al día siguiente Gilles estaría recompuesto y me debería un buen café por sobrevivir unas horas con un hombre como aquél. Aquello me hizo reír bajo la nariz, por lo que tuve que disimular con los folios de la libreta antes de tomar la palabra.
- En realidad, preferiría empezar por el comienzo, si eso no le perturba, señor Buckland.- me acomodé en el sillón y empecé a rasgar con la pluma uno de los folios impolutos, anotando aquello que tanto decían mis labios como lo que me respondería el inversor.- Su apellido no parece francés, por lo que deduzco que os tratáis de un inmigrante, ¿es eso cierto? De ser así, ¿qué le llevó a París, a Francia? ¿Vino para invertir en los artilugios novedosos que la sociedad francesa está presentando en éstos últimos años? ¿Qué le llaman de atención? ¿Por qué arriesgar su patrimonio en algo tan estrambótico como una máquina de vapor?...
Hubiera seguido interrogándole sin fin si no hubiera sido por la interrupción de la sierva, que amablemente y en una bandeja me trajo una tetera blanca, de porcelana probablemente, con su tacita a juego y un plato en el que pude contar siete pastitas árabes, ¡mis favoritas! Así que tomé la bandeja, dejé a un lado la libreta y la pluma, y empecé a llevarme un pastelito a la boca, masticando un cierta avaricia, como si hiciera años que no comiera algo tan bueno. No es que fuera así, es que simplemente... era un poco glotona ¡y aquello estaba de muerte!
- ¿Dñejzíah?- pedí con la boca llena, percatándome que el hombre no me había entendido en absoluto. Tragué la pasta con la ayuda de un seco golpe sobre mi pecho que me ayudó a hacerla bajar por mi garganta y me la aclaré antes de repetir.- ¿Decía?
La sierva pareció aguantarse una gran carcajada, por lo que antes de que el inversor pudiera fulminarla con la mirada, la mujer se marchó por dónde había venido y nos dejó a solas de nuevo mientras yo ahora vertía el té en la taza, tomando un largo sorbo y notando la acidez en mi paladar. ¡Faltaba azúcar!
Kahlan M. Délvheen- Realeza Neerlandesa
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