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El altar del Diablo (Felipe de Castilla) 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Raxa K. Stravinsky Lun Feb 18, 2013 9:16 pm

Cuando las campanas de medianoche resonaban en París la majestuosa Notre Dâme se volvía incluso más imponente que de costumbre. Su fría piedra parecía desprender, al son de los tañidos, recuerdos imborrables grabados en su memoria, una memoria que no todos llegaban a conocer, y los que lo hacían, pocas veces llegaban a comprenderla. Si una eternidad a veces no era suficiente para entender la mayoría de los grandes misterios que habían preocupado al ser humano desde el inicio de los tiempos, muchos menos iba a serlo una sola vida. La piedra era eterna. Por eso se utilizaba para plasmar cosas que pretendían ser perpetuadas en el tiempo, mas... ¿qué secretos guardaría Notre Dâme que nunca se cansaba de cantarle al París de 1800? ¿Un misterio por resolver? ¿Una verdad absoluta y verosímil? ¿Una injusticia? ¿O tal vez, simplemente, se servía de su música como catarsis contra las impurezas de las que había sido testigo desde su origen? Nadie lo sabía. Quizá, tal vez, ni siquiera ella misma lo supiera.

La catedral se erguía ante mí mientras yo atravesaba la plaza en mi carruaje de camino al Palacio Royal. No llevaba demasiado tiempo siendo reina y necesitaba tantear el terreno en busca de posibles aliados en cualquier parte, pero sobretodo en la realeza, con mis iguales (al menos en cuanto a poder, claro está). La miré a través de la ventanilla, maravillada ante semejante belleza. Éramos totalmente iguales: frías, inmortales y con nuestro interior plagado de historias que no cualquiera llegaría a comprender. La miré por última vez, corrí la cortinilla de terciopelo y su último tañido coincidió con mi sonrisa maliciosa.

La cita de esa noche en concreto iba a ser con el príncipe del Imperio Español, Felipe de Mendoza, un joven del que no había escuchado hablar demasiado (si bien lo que hubiere escuchado tenía que ver con ciertos ideales no precisamente propicios para la corona). Tenía ganas de conocer el sur de Europa y un príncipe tan peculiar era perfecto para ello, pues seguramente estaría en contra de la forma de reinar de su padre, el rey, al que tampoco tenía el gusto de conocer, y me daría herramientas para abrirme paso. Poco a poco, Raxa, despacito y buena letra.

Ya estaba acostumbrada a que me tratasen con respeto, pero el cambio de princesa a reina había sido abismal, tanto que las atenciones se habían multiplicado hasta el punto de que muchas veces las criadas acudían a mi alcoba con la intención de vestirme. Evidentemente, yo me negaba, todavía sabía usar las manos. Empero no dejaba de sorprenderme el hecho de que dirigir un reino, imperio, o lo que fuese implicaba responsabilidades y entrega, ¿y cómo diablos podía tomarse una decisión importante cuando un monarca ni siquiera conocía su talla de pantalón? Era absolutamente patético. Por supuesto yo estaba a favor del poder absoluto, pero me consideraba algo más que un saco de carne moldeado por las normas sociales.

El Palacio no tenía parangón con la catedral, pero también era imponente. Los cascos de los caballos cesaron frente a la entrada y la puerta del ostentoso carruaje se abrió permitiendo así que mi figura se fundiera con la noche. Mi actitud era segura y lanzada, de modo que en apenas unos segundos subí la escalinata, entré en el Palacio, busqué la sala en la que debía tener lugar la reunión, pedí una copa de vino y busqué al príncipe con la mirada. No lo vi. Tal vez no hubiese llegado aún. Desde que bajé del carruaje comenzaron los halagos y las sonrisas y miradas hacia mi persona, gestos que no me agradaban demasiado teniendo en cuenta que yo consideraba que no era bueno llamar la atención en demasía. Sí, era una reina, pero no el centro del universo. ¿O sí?

-Que las sombras que son mi morada os guarezcan de peligros y os guíen sano y salvo hasta mí, Herr Felipe. Tenemos mucho de qué hablar... -murmuré, acercándome a la ventana, mojando mis labios con el dulce vino.


Última edición por Raxa K. Stravinsky el Miér Feb 20, 2013 4:40 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Felipe de Castilla Miér Feb 20, 2013 12:53 pm

¿Qué esconde el cielo de la noche? ¿Qué traman las estrellas cuando se cubren tras un manto de nubes? ¿Qué pensarían, casi eternas, de aquellos bajo ellas? ¿Regirían sus destinos? ¿Les importaría siquiera sus vidas?

Felipe sonrió. Pensamientos infantiles, así era como tildaba él a aquellas cavilaciones que se abstraían tanto del mundo como de cualquier utilidad práctica. Y, pese a ser materia de infantes, no renegaba de ellas, pues le hacía feliz su ridícula facultad de sacar interrogantes de cualquier cuestión, por muy insulsa ésta que fuera. Por ejemplo, ¿la madera del ventanal por el que miraba sería de abedul o nogal? ¿De dónde habrían traído el material? Si era de lejos, ¿no hubiera sido más barato conformarse con algo local y haber invertido el dinero restante en algo de mayor utilidad práctica? El muchacho podría pasarse horas en sacar defectos a la estructura que moraba, de decoración rococó, pero, por suerte, no tenía demasiado tiempo para ello.

Con un suspiro alegre, casi un intento de risa, se apartó de la calle para mirarse al espejo. Vio el reflejo de un joven alto, castaño y con una mirada de un verde tan claro que casi llegaba a penetrar. El porte venía configurado por una espina estirada y por la ropa, constituida por unos pantalones, camisa y chaleco blancos, a juego con un pequeño pañuelo al cuello, todo enfundado en una chaqueta negra que marcaba el contraste. Se vestía a la moda, precisamente por ir a juego ésta con su sobrio gusto, no pudiendo destacar de entre el montón más que con su destacable estatura, aunque tampoco es que él buscase sobresalir, mucho menos por meramente tratarse del primogénito del monarca hispano. Su vanidad no tenía límites muy extensos.

Salió del recinto, acompañado de Miguel de Alba, el segundo al cargo de la diplomacia al norte de los Pirineos, y ambos entraron en el carruaje negro que les llevaría a su destino, donde el principal tenía una cita importante. No debía ser un trayecto largo, cuarto de hora a lo sumo, pues su residencia en Le Marais no distaba tanto del Palacio Real. Apenas medió palabra con el otro hombre, pues el príncipe no era tan dado a palabrería innecesaria, al menos una vez ya hubiera labrado la suficiente confianza, y se dedicó a ver pasar los edificios entre las retorcidas calles de la ciudad. Una vez llegaron, ambos varones bajaron y se adentraron en el edificio. Felipe prefirió no ser presentado en voz alta, pues su encuentro iba a ser con una persona y una sola, y no quería que otros le importunaran con palabrería con mucha forma y sin contenido alguno que pudiera serle de real interés. Avanzó sigilosamente entre las personas, intentando pasar desapercibido, hasta llegar al lugar donde le habían indicado que estaría la monarca.

- Su Alteza Imperial. – hizo una escueta reverencia, como correspondía, pues, aunque heredero, aún no era gobernante y, por lo tanto, estaba jerárquicamente por debajo de la emperatriz – Es un placer y un honor haber recibido su invitación para compartir esta velada. – y no dijo más, sólo la miró con una pequeña sonrisa, intentando contener el nerviosismo. Esperó a que ella continuara la conversación.
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Mensaje por Raxa K. Stravinsky Vie Mar 01, 2013 3:41 am

A veces nuestro destino semeja un árbol frutal en invierno. ¿Quién pensaría que esas ramas reverdecerán y florecerán? Mas esperamos que así sea, y sabemos que así será.

Goethe.



Una vez mi madre me contó que algunas mañanas se levantaba (cuando no estaba golpeada por mi padre) en mitad de la noche y se sentaba en el tocador frente al espejo. En la penumbra, iluminada sólo por la luz de la luna, observaba sus delicadas facciones y se preguntaba por qué no cedían a los golpes o el paso del tiempo. Mi madre era realmente hermosa. Poseía una belleza envidiable hasta para los hombres, delicada y suave, con un carácter firme que la hacía todo lo parecido a irresistible. ¿Por qué mi padre, entonces, la golpeaba? ¿Por qué maltrataba las líneas de marfil que dibujaban su rostro? ¿Cómo no era capaz de apreciar lo que tenía a su lado, algo que muchos codiciarían aún más que el oro? Porque ella no era experta en defensa, pero sí en ataque verbal, y cuando atacaba, era mordaz. Por eso mi padre arremetía a golpes contra ella, porque por más guantazos que le diera jamás llegaría a vencerla, y el daño físico era lo más cercano a dolor que conocía. Él era su antagonista, un bruto impulsivo y rebelde con no demasiadas luces incapaz de construir una frase exenta de insultos o palabras malsonantes. Su mirada era fría como el hielo a pesar de que sus ojos eran marrones; era como estar viendo una estatua de barro sumergida en las profundas aguas de un lago congelado. Cada vez que recordaba su voz, su arrogancia e indiferencia hacia nosotras un deseo forjado con la esperanza de que siguiese vivo se apoderaba de mí, porque entonces lo buscaría para arrancarle, primero, la lengua, para que no volviera a insultar; después, el brazo, para que nunca más volviera a levantárselo a nadie; y, finalmente, le arrancaría primero un testículo y luego el otro, y después le obligaría a comérselos.

El vino resbalaba por mi garganta cuando las puertas de la habitación donde aguardaba a mi invitado se abrieron. Un mayordomo se acercó con porte elegante a informarme de que el príncipe hispano acababa de llegar al Palacio. Cortés, le di las gracias y lo mandé reitrarse; el hombre se inclinó y se marchó con la misma elegancia al andar que con la que había venido. Eché una última mirada a la luna y sonreí triunfal, como si ya hubiese logrado mi propósito, si bien era cierto que un encuentro con él no era algo insignificante. Era el comienzo de algo grande, de algo sublime que culminaría mi venganza con la muerte del bastardo. Porque, como en todo este tiempo hubiese tenido la osadía de morir, bajaría a los infiernos para traerlo de vuelta y matarlo con mis propias manos. Juré venganza y venganza tendría, aunque fuese lo último que hiciera.

Dejé la copa en una bandeja para saludarle como era debido y me situé en el centro de la habitación, mirando hacia la puerta. Cuando el príncipe entró pude ver cómo lo acompañaba otro hombre , me acerqué despacio hasta donde se encontraba con la más mordaz y forzada de mis sonrisas.

-El mismísimo Felipe de Mendoza, príncipe de España, en persona frente a mí. El honor es todo mío -devolví la reverencia como correspondía a una dama y alargué la mano como indicaba el protocolo. Estúpido protocolo sobrecargado de pequeños detalles en los que seguramente nadie se fijaría -Os agradezco enormemente que hayáis aceptado mi invitación y os encontréis aquí esta noche. Llevo tiempo buscando concretar un encuentro con vos, ciertamente tenía ganas de conocer al heredero de un país tan exótico para mí como lo es España -sin perder la sonrisa, fijé la mirada en su rostro. Me dio la impresión de que para ser un príncipe era demasiado tímido y poco hablador, y eso no era precisamente algo que me inspirase confianza en la reunión. Pero, quién sabía, tal vez el muchacho estuviese lleno de sorpresas -Decidme... ¿Puedo ofreceros algo de beber, mi querido príncipe?
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Mensaje por Felipe de Castilla Mar Abr 09, 2013 1:05 pm

¿Qué apariencia se pudiera haber esperado de aquella mujer, soberana del país más imponente de la vasta Europa oriental? La respuesta variaría dependiendo de si se tomase la vara de medir de la idealizada imagen plasmada en los cuentos para niños o si se prefiriese abrir los ojos a una realidad algo más modesta, que podía tornarse incluso cruda en algunos casos. A pesar de no estar muy al tanto de las habladurías, el joven rioplatense había escuchado ya algunos rumores acerca de la felina y exótica belleza que poseía la mujer y, ahora que la tenía frente a él, podría dar fe de que no erraban y que incluso podrían resultar una ofensa al comparar los halagos con la realidad. Podría, que no podía, ya que, aunque sabía apreciar el atractivo femenino, no sería capaz de sentirse atraído y fascinado por él, no, al menos, de la manera que se podría esperar de un varón sano.

Felipe de Mendoza, o de Castilla, como se hacía llamar ahora que había adquirido la ansiada legitimidad, el príncipe de España, país a punto de desmoronarse, bastardo y portador de secretos; ciertamente, Dios no había bendecido a su país con el mejor heredero a la corona. Débil, tímido, inocente e incapaz de ocultar correctamente sus emociones, siendo no muy difícil su sonrojo, algo que, además, minaba su virilidad, aunque esa cualidad era una que muchos le hubieran negado de conocer su secreto.

- Debo de reconocer que España para mí también resulta algo exótico, caluro y seco quizás, después de haber pasado toda mi vida allende mares, en la Banda Oriental – respondió él tras haber tomado su mano gentilmente y haber dejado el correspondiente beso, una fórmula de cortesía que en un principio le había resultado banal y teatral y que, entonces, sólo le parecía aburrido y carente de sentido –, aunque debo de reconocer que Rusia me resulta aún más desconocida que la metrópoli del Imperio de mi padre. Tomaré una copa de vino, si no es molestia; un Burdeos, si existe la posibilidad – no podía decirse que tuviera marcada predilección por ese caldo rojizo, pero decantarse por la cerveza no parecía ser propio de su cargo, algo que lamentaba en gran medida, además de que, al pedir ese viñedo en particular, insinuaba tener un mínimo de entendimiento sobre enología. En ocasiones, Felipe se preguntaba por qué había abandonado su tierra, donde tenía todas las necesidades cubiertas y donde, sin duda, era más feliz y, aunque la respuesta era sencilla, el deber para con su padre, no lograba acallar esa angustia que surgía a veces en su pecho. Echaba de menos Minas y a sus amigos de la infancia -. Dígame, si no resulto inoportuno, ¿qué es lo que le trae a la lejana París? – si bien con sus palabras intentaba abrir una conversación que derivara en el porqué de aquel encuentro, si es que había un porqué siquiera, lo cierto es que le resultaba curioso que la zarina abandonase la ciudad del Neva para viajar a la capital gala, a cientos de leguas de distancia, dejando, seguramente, el gobierno en manos de otras personas; no le parecía oportuno abandonar un país a la ligera, por lo cual le llamaba la atención.
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