AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Viajeros al tren (Privado)
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Viajeros al tren (Privado)
Los banderines eran la clave.
A la estación arribaban todos los días decenas de ferrocarriles, y aunque algunos parecían más lujosos que otros a simple vista eso no daba pistas sobre su contenido. Igual podían cargar patatas que seres vivos, y en caso de estos últimos lo mismo ovejas que miembros de la realeza. El exterior de los vagones no dejaba adivinar quién viajaba dentro, y no se debía juzgar tampoco si el barniz era más o menos brillante. La clave, como decíamos, eran los banderines. Cuando uno de los coches venía envuelto en ricos tapices con escudos pintorescos se podía asegurar que cuando se abriera la portezuela descendería alguien importante. Aquella mañana, además, el revuelo en la estación hacía auspiciar que el viajero era aún de más renombre que los aristócratas habituales, por quienes nadie se molestaba casi ni en barrer el andén. Las flores frescas, el uniforme de los mozos y la pulcritud general hacía que Jules - como tantos otros curiosos - se preguntara qué demonios se estaba tramando allí.
El cortesano gozaba de una ventaja importante frente a todos los demás aspirantes a chismosos, y era que con su apariencia de ratón de campo se colaba en cualquier rincón y se enteraba de todo con vistas privilegiadas. Ninguno de los trabajadores que andaban de cabeza ultimando los preparativos reparó en que sobre uno de los carteles informativos, agazapado, había un rodedor de pelaje rubio y ojillos vivaces que se entregaba con dedicación a su higiene matutina mediante el conocido procedimiento de lamerse las patas y frotarse luego con ellas detrás de las orejas. Había quien objetaría que un ratón no es un animal muy elegante, pero convendremos en que sí resulta más práctico que, por ejemplo, un jaguar.
Habiendo ya comido y salido de su casa con el ánimo aventurero encontró en aquella expectación la oportunidad deseada. Tenía un contrato no escrito con el burdel donde trabajaba, pero jamás se había caracterizado por su formalidad ni puntualidad. Jules funcionaba como quería, con un ritmo propio, y aprovechaba que a los demás les era arduo enfadarse con él para actuar según su santa voluntad. Aquella jornada no iría a encontrarse con sus clientes habituales, eso le aburría, quería un poco de emoción. En cuanto el andén quedó despejado el ratón descendió por una cuerda gruesa hasta el suelo y correteó hasta el cuarto donde el personal guardaba la ropa de trabajo. No le fue difícil recuperar su aspecto de humano y enfundarse uno de aquellos uniformes, que le quedaba un poco estrecho pero tampoco era como para ofender a la decencia de nadie. En el pequeño espejo descascarillado se aseguró de que su apariencia no levantaría sospechas de ninguna clase - no se había dejado puestos los bigotes - y después volvió a salir silbando con las manos en los bolsillos.
Hacía un día soleado, la temperatura era buena y Jules fue el afortunado a quien le asignaron cargar el equipaje de su alteza tan pronto como llegara a la estación. ¿Qué alteza? A saber. Ya tenía bastante con aguantar la risa cuando pensaba que la princesa en cuestión iba a dejar que un puto le llevara las maletas. La vida tenía cada cosa...
A la estación arribaban todos los días decenas de ferrocarriles, y aunque algunos parecían más lujosos que otros a simple vista eso no daba pistas sobre su contenido. Igual podían cargar patatas que seres vivos, y en caso de estos últimos lo mismo ovejas que miembros de la realeza. El exterior de los vagones no dejaba adivinar quién viajaba dentro, y no se debía juzgar tampoco si el barniz era más o menos brillante. La clave, como decíamos, eran los banderines. Cuando uno de los coches venía envuelto en ricos tapices con escudos pintorescos se podía asegurar que cuando se abriera la portezuela descendería alguien importante. Aquella mañana, además, el revuelo en la estación hacía auspiciar que el viajero era aún de más renombre que los aristócratas habituales, por quienes nadie se molestaba casi ni en barrer el andén. Las flores frescas, el uniforme de los mozos y la pulcritud general hacía que Jules - como tantos otros curiosos - se preguntara qué demonios se estaba tramando allí.
El cortesano gozaba de una ventaja importante frente a todos los demás aspirantes a chismosos, y era que con su apariencia de ratón de campo se colaba en cualquier rincón y se enteraba de todo con vistas privilegiadas. Ninguno de los trabajadores que andaban de cabeza ultimando los preparativos reparó en que sobre uno de los carteles informativos, agazapado, había un rodedor de pelaje rubio y ojillos vivaces que se entregaba con dedicación a su higiene matutina mediante el conocido procedimiento de lamerse las patas y frotarse luego con ellas detrás de las orejas. Había quien objetaría que un ratón no es un animal muy elegante, pero convendremos en que sí resulta más práctico que, por ejemplo, un jaguar.
Habiendo ya comido y salido de su casa con el ánimo aventurero encontró en aquella expectación la oportunidad deseada. Tenía un contrato no escrito con el burdel donde trabajaba, pero jamás se había caracterizado por su formalidad ni puntualidad. Jules funcionaba como quería, con un ritmo propio, y aprovechaba que a los demás les era arduo enfadarse con él para actuar según su santa voluntad. Aquella jornada no iría a encontrarse con sus clientes habituales, eso le aburría, quería un poco de emoción. En cuanto el andén quedó despejado el ratón descendió por una cuerda gruesa hasta el suelo y correteó hasta el cuarto donde el personal guardaba la ropa de trabajo. No le fue difícil recuperar su aspecto de humano y enfundarse uno de aquellos uniformes, que le quedaba un poco estrecho pero tampoco era como para ofender a la decencia de nadie. En el pequeño espejo descascarillado se aseguró de que su apariencia no levantaría sospechas de ninguna clase - no se había dejado puestos los bigotes - y después volvió a salir silbando con las manos en los bolsillos.
Hacía un día soleado, la temperatura era buena y Jules fue el afortunado a quien le asignaron cargar el equipaje de su alteza tan pronto como llegara a la estación. ¿Qué alteza? A saber. Ya tenía bastante con aguantar la risa cuando pensaba que la princesa en cuestión iba a dejar que un puto le llevara las maletas. La vida tenía cada cosa...
Jules L. Allamand- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 03/03/2013
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Re: Viajeros al tren (Privado)
A la altura de Cottbus, el viaje se había visto truncado. Un mensajero a caballo se había interpuesto en el camino de la comitiva real y la misiva que portaba había obligado al príncipe a cancelar sus encuentros tanto con el elector de Brandemburgo como con el emperador, en Colonia. A decir verdad, por deber fingir disgusto por aquella anulación, se alegraba de que le hubiesen interrumpido a medio camino de Berlín, y no antes o después, precisamente por no creerse capaz de mostrar aquel ficticio sentimiento que, ni por asomo, le afligía; no había sido criado para hacer de la hipocresía su principal virtud. Había visto suficientes nobles germánicos desde que abandonara París, mes y medio atrás, y podía asegurar que, por regla general, resultaban tan harto aburridos como la gran mayoría de rico burgueses franceses. La única excepción eran los hermanos Döhler, concretamente Théodor, lo cual le había sorprendido aún más, pues no ostentaba título nobiliario alguno, sino que era un hombre de Dios; o esa era la teoría. Por lo tanto, podía sentirse relativamente satisfecho por el cambio de planes, relativamente, pues en la capital gala le esperaba la vuelta a una rutina igualmente cargada de protocolo y frivolidades.
Tardaron alrededor de una semana en cruzar la frontera con Francia, por Saarbrücken, y aún unos días más en llegar a su destino. Los inconvenientes no parecían haber terminado con el ya mencionado, pues al llegar a la ciudad, no siguieron el camino que habituaban. Se introdujeron por alguna entrada al este, pero no tardaron en comunicarles que debían cambiar su carruaje por uno más pequeño si querían transitar por los estrechos callejones, ofreciéndose a buscar ellos uno por tratarse del cargo que ostentaba, algo que Felipe no dudó en rechazar. Estaba cansado, pero cansado de no hacer nada y, sobretodo, de no estirar las piernas, por no mentar el hecho de que que sus posaderas le dolían de permanecer tanto tiempo sentado en la última temporada. Además, la vida que estaba tomando amenazaba con tornarse en sedentaria en exceso, al menos en comparación con lo que había estado acostumbrado anteriormente. Muchos doctores recomendaban la actividad física y él ni tenía intenciones de contradecirles ni de perder los buenos hábitos, al menos en la medida que le resultase posible.
No sabía dónde estaba y poco le importaba, a decir verdad. Sólo quería llegar cuanto antes al hôtel d’Aumont y poder quitarse la ropa de viaje y dedicarse exclusivamente a él mismo, pues necesitaba descansar. Sin embargo, a sus oídos llegaron ciertas frases que captaron su atención y le hicieron apartar sus pensamientos de la mera complacencia.
- Varias calles se encuentran bloqueados, en especial en el centro. – informó un guardia a alguien que también había tenido que abandonar su vehículo, preguntando éste el motivo de aquel evento – Es obra de los corsos; – escupió el militar al suelo, denotando el asco que parecía sentir por ello – han puesto varios explosivos por la ciudad. Ha muerto gente.
Felipe se enervó. Su mente osciló momentáneamente entre el motivo de su retorno, que no se había especificado en la carta, y el hecho en sí. Muertos y corsos. Algo había escuchado del fuerte patriotismo de aquel peñasco enclavado en el Mediterráneo, aunque nunca se hubiera esperado que los nacionalistas hubieran optado por la matanza de inocentes, algo que le impactó de buenas a primeras. La firme determinación de los isleños había inspirado a muchos y sus hazañas, y desventuras, habían llegado a oídos del otro lado del Atlántico. El embajador no supo exactamente cómo reaccionar ante las desafortunadas nuevas, pero prefirió optar por la prudencia: oír, ver y callar; al menos hasta que fuese su turno de mover ficha.
En determinado momento le preguntaron sobre su equipaje para que alguien lo llevara hasta su residencia, a lo cual él indicó una pila bastante grande de cajas, para sobresalto del que le había interrogado; luego, recordó que sus bultos estaban a parte y señaló entonces un par de maletas que se encontraban al lado, haciendo grandes esfuerzos por corregir el sonrojo que estaba comenzando a asaltar sus mejillas. Aunque a su edad ya debiera ser capaz de controlar las emociones, lo cierto era que le resultaba demasiado complicado hacerlo, quizás porque, si bien entendía los motivos, no les compartía o, más bien, porque no acababa de convencerse de que él también debía mentir sobre lo que bullía en su mente y corazón. Con la cabeza algo gacha para esconder el tono levemente resaltado, miró al que debiera de cumplir con el cometido para sonreírle; sin embargo, su boca, en vez de curvarse, se entreabrió. Una mirada de ojos azules le atrapó por unos instantes; no pudo ver más, tan sólo ese color. Luego, al cabo de unos segundos, recuperó el control de sí mismo, retornó su propio mirar a la posición original y el tinte sonrosado se tornó en un sobresaliente bermejo. En silencio, el príncipe se reprendió.
Tardaron alrededor de una semana en cruzar la frontera con Francia, por Saarbrücken, y aún unos días más en llegar a su destino. Los inconvenientes no parecían haber terminado con el ya mencionado, pues al llegar a la ciudad, no siguieron el camino que habituaban. Se introdujeron por alguna entrada al este, pero no tardaron en comunicarles que debían cambiar su carruaje por uno más pequeño si querían transitar por los estrechos callejones, ofreciéndose a buscar ellos uno por tratarse del cargo que ostentaba, algo que Felipe no dudó en rechazar. Estaba cansado, pero cansado de no hacer nada y, sobretodo, de no estirar las piernas, por no mentar el hecho de que que sus posaderas le dolían de permanecer tanto tiempo sentado en la última temporada. Además, la vida que estaba tomando amenazaba con tornarse en sedentaria en exceso, al menos en comparación con lo que había estado acostumbrado anteriormente. Muchos doctores recomendaban la actividad física y él ni tenía intenciones de contradecirles ni de perder los buenos hábitos, al menos en la medida que le resultase posible.
No sabía dónde estaba y poco le importaba, a decir verdad. Sólo quería llegar cuanto antes al hôtel d’Aumont y poder quitarse la ropa de viaje y dedicarse exclusivamente a él mismo, pues necesitaba descansar. Sin embargo, a sus oídos llegaron ciertas frases que captaron su atención y le hicieron apartar sus pensamientos de la mera complacencia.
- Varias calles se encuentran bloqueados, en especial en el centro. – informó un guardia a alguien que también había tenido que abandonar su vehículo, preguntando éste el motivo de aquel evento – Es obra de los corsos; – escupió el militar al suelo, denotando el asco que parecía sentir por ello – han puesto varios explosivos por la ciudad. Ha muerto gente.
Felipe se enervó. Su mente osciló momentáneamente entre el motivo de su retorno, que no se había especificado en la carta, y el hecho en sí. Muertos y corsos. Algo había escuchado del fuerte patriotismo de aquel peñasco enclavado en el Mediterráneo, aunque nunca se hubiera esperado que los nacionalistas hubieran optado por la matanza de inocentes, algo que le impactó de buenas a primeras. La firme determinación de los isleños había inspirado a muchos y sus hazañas, y desventuras, habían llegado a oídos del otro lado del Atlántico. El embajador no supo exactamente cómo reaccionar ante las desafortunadas nuevas, pero prefirió optar por la prudencia: oír, ver y callar; al menos hasta que fuese su turno de mover ficha.
En determinado momento le preguntaron sobre su equipaje para que alguien lo llevara hasta su residencia, a lo cual él indicó una pila bastante grande de cajas, para sobresalto del que le había interrogado; luego, recordó que sus bultos estaban a parte y señaló entonces un par de maletas que se encontraban al lado, haciendo grandes esfuerzos por corregir el sonrojo que estaba comenzando a asaltar sus mejillas. Aunque a su edad ya debiera ser capaz de controlar las emociones, lo cierto era que le resultaba demasiado complicado hacerlo, quizás porque, si bien entendía los motivos, no les compartía o, más bien, porque no acababa de convencerse de que él también debía mentir sobre lo que bullía en su mente y corazón. Con la cabeza algo gacha para esconder el tono levemente resaltado, miró al que debiera de cumplir con el cometido para sonreírle; sin embargo, su boca, en vez de curvarse, se entreabrió. Una mirada de ojos azules le atrapó por unos instantes; no pudo ver más, tan sólo ese color. Luego, al cabo de unos segundos, recuperó el control de sí mismo, retornó su propio mirar a la posición original y el tinte sonrosado se tornó en un sobresaliente bermejo. En silencio, el príncipe se reprendió.
Felipe de Castilla- Licántropo/Realeza
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Re: Viajeros al tren (Privado)
Cuando uno estaba esperando el tiempo se tornaba elástico, increíblemente laxo, y las manecillas del reloj de la estación parecían resistirse a andar con su ligereza habitual. En realidad, si se las miraba bien, incluso daban la impresión de ir hacia atrás... Jules esperaba que el espectáculo valiera la pena, aunque siendo sinceros, ¿acaso tenía algo más interesante que hacer? Llevaba casi siete décadas sobre este mundo nuestro y aún no se había cansado de explorar, de levantarse cada día con expectación. Sabía cazar al vuelo las oportunidades y era terco en cuanto a hacer cosas tediosas se refería. Si se hubiera quedado con su familia tarde o temprano habría tenido que hacerse cargo de la hacienda, y aunque los Lombard no eran grandes terratenientes al benjamín del clan se le hacía muy pesado pensar en organizar papeleo. No sabía qué clase de persona en su sano juicio optaba por tener responsabilidades cuando se podía vivir como él: al día, sin rendir cuentas, ganando dinero por fornicar y gastándolo en el alquiler y en los caprichos más absurdos. Comer, dormir y darse un gusto de vez en cuando, sólo eso necesitaban los hombres para ser totalmente felices.
Nadie le había dado detalles sobre la personalidad que bajaría del ferrocarril, pero él daba por supuesto que se trataba de una princesa. Alteza era un término ambiguo. Esperaba que fuera joven y bonita, y que después de ver cómo el rubio le ponía las maletas en el carruaje se quedara impresionada por sus fabulosos músculos. En realidad masa muscular no es que tuviera mucha, pero era su imaginación y soñaba lo que quería. Cuando por fin se oyó el sonido estridente del pito del vagón entrando en el andén todos los mozos se cuadraron, y Jules adoptó una posición a medio camino entre la desidia y la formalidad muy típica de él. Ni siquiera llevaba la chaqueta bien abotonada, pero entre tanto trajín ninguno de los supervisores había reparado en ese detalle.
Un muchachito de ojos verdes y considerable altura abrió la portezuela y se personó en la estación, sin grandes aspavientos, sin dar tiempo a que los lacayos relamidos le extendieran la alfombra bajo los pies. Al cambiaformas le tomó un rato percatarse de que se trataba de él, que ese chico era a quien debía ofrecer sus servicios. No solo no se trataba de una doncella, sino que además era asombrosamente joven. En cuanto el principito se puso colorado Jules ya no quiso enterarse de nada más: cargó con las valijas que no eran, le llamaron la atención, cogió esta vez las correctas y las puso de cualquier forma en el portaequipajes del carruaje. Volvieron a llamarle la atención y consiguió alinear los bártulos de forma más o menos digna, y todo esto porque estaba distraído pensando en qué aspecto tendría el importante hombrecito debajo de la ropa.
Seguramente podría ser su hijo - ¿cuántos años tendría, por el amor de Dios? - pero él se sentía joven y aquel adolescente tímido y tierno le despertaba su lado más protector. No se podía esperar mucho de la faceta paternal de Jules, para qué mentir, así que en su caso protector quería decir que le encantaría enseñarle cosas que estaban muy feas, y que la Iglesia consideraba pecado mortal, de forma no tan brusca como acostumbraba. Le gustaba. Los mequetrefes no solían despertar el interés de los cortesanos, que estaban aburridos de tener en la cama a gente sin voluntad ni iniciativa, pero había algo en el heredero al trono que atrajo inmediatamente al falso mozo de estación. Tenía que averiguar cómo acercarse más a él. Tenía que colarse en su habitación a cualquier precio, y lo que ocurriera después... bueno, hasta ahí llegaba su planificación a largo plazo. Preocuparse no entraba en su forma de vida. En dos zancadas se interpuso entre Felipe y el carruaje que le esperaba. - A vuestro servicio. Os acompañaré hasta vuestro destino y allí os ayudaré otra vez con el equipaje. - Decidió sin consultarle a nadie.
Para asombro y horror de los demás botones, que habían recibido órdenes precisas y estrictas sobre cómo comportarse en presencia del príncipe y cómo cubrir sus necesidades, Jules se metió dentro del compartimento donde viajaría el muchacho y se apretó contra él en el asiento. Luego, con una sonrisa radiante que no admitía opción a replicar, chasqueó los dedos con total impertinencia indicándole al conductor que ya podía echar a rodar.
Nadie le había dado detalles sobre la personalidad que bajaría del ferrocarril, pero él daba por supuesto que se trataba de una princesa. Alteza era un término ambiguo. Esperaba que fuera joven y bonita, y que después de ver cómo el rubio le ponía las maletas en el carruaje se quedara impresionada por sus fabulosos músculos. En realidad masa muscular no es que tuviera mucha, pero era su imaginación y soñaba lo que quería. Cuando por fin se oyó el sonido estridente del pito del vagón entrando en el andén todos los mozos se cuadraron, y Jules adoptó una posición a medio camino entre la desidia y la formalidad muy típica de él. Ni siquiera llevaba la chaqueta bien abotonada, pero entre tanto trajín ninguno de los supervisores había reparado en ese detalle.
Un muchachito de ojos verdes y considerable altura abrió la portezuela y se personó en la estación, sin grandes aspavientos, sin dar tiempo a que los lacayos relamidos le extendieran la alfombra bajo los pies. Al cambiaformas le tomó un rato percatarse de que se trataba de él, que ese chico era a quien debía ofrecer sus servicios. No solo no se trataba de una doncella, sino que además era asombrosamente joven. En cuanto el principito se puso colorado Jules ya no quiso enterarse de nada más: cargó con las valijas que no eran, le llamaron la atención, cogió esta vez las correctas y las puso de cualquier forma en el portaequipajes del carruaje. Volvieron a llamarle la atención y consiguió alinear los bártulos de forma más o menos digna, y todo esto porque estaba distraído pensando en qué aspecto tendría el importante hombrecito debajo de la ropa.
Seguramente podría ser su hijo - ¿cuántos años tendría, por el amor de Dios? - pero él se sentía joven y aquel adolescente tímido y tierno le despertaba su lado más protector. No se podía esperar mucho de la faceta paternal de Jules, para qué mentir, así que en su caso protector quería decir que le encantaría enseñarle cosas que estaban muy feas, y que la Iglesia consideraba pecado mortal, de forma no tan brusca como acostumbraba. Le gustaba. Los mequetrefes no solían despertar el interés de los cortesanos, que estaban aburridos de tener en la cama a gente sin voluntad ni iniciativa, pero había algo en el heredero al trono que atrajo inmediatamente al falso mozo de estación. Tenía que averiguar cómo acercarse más a él. Tenía que colarse en su habitación a cualquier precio, y lo que ocurriera después... bueno, hasta ahí llegaba su planificación a largo plazo. Preocuparse no entraba en su forma de vida. En dos zancadas se interpuso entre Felipe y el carruaje que le esperaba. - A vuestro servicio. Os acompañaré hasta vuestro destino y allí os ayudaré otra vez con el equipaje. - Decidió sin consultarle a nadie.
Para asombro y horror de los demás botones, que habían recibido órdenes precisas y estrictas sobre cómo comportarse en presencia del príncipe y cómo cubrir sus necesidades, Jules se metió dentro del compartimento donde viajaría el muchacho y se apretó contra él en el asiento. Luego, con una sonrisa radiante que no admitía opción a replicar, chasqueó los dedos con total impertinencia indicándole al conductor que ya podía echar a rodar.
Jules L. Allamand- Cambiante Clase Alta
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Re: Viajeros al tren (Privado)
Apenas había alcanzado a ver algo de él. Era más bajo, no tenía dudas de ello, pues el príncipe sobresalía de la media en esta cuestión, pero ahí se terminaban los rasgos de los que podía estar seguro. Había creído ver un cabello claro ¿Rubio quizás? Sí, seguramente sería rubio, pero no podría afirmarlo, como tampoco sería capaz de afirmar que conocía el motivo por el que le había provocado aquella reacción; de hecho, no tenía ni la más remota idea. Había sido más una sensación general que una consecuencia racional de una causa que escapaba a su ingenio, un efecto más abstracto que concreto que no podía explicar con su entendimiento y, por lo tanto, no llegaba a creer en él; aunque menos aún era capaz de negarlo. Y, sin embargo, aquella falta de concreción no hacía sino insistir en el misterio, en la intriga, en el deseo por conocer más. Quizás su reacción pudiera deberse a lo aturdido que pudiera estar por las largas y numerosas horas en el carruaje y no al propio varón en sí, pero, de una u otra forma, el resultado había sido aquel y ya no había mucho que pudiera hacerse para remediarlo.
En cierta forma, Felipe odiaba su condición, aquella que en teoría iba contra Dios, o más bien contra el Dios católico en el que no creía creer, y contra la propia naturaleza humana. No la odiaba de per se, sino que su rechazo se derivaba de la propia adversidad que mostraba la sociedad hacia aquel estado, quizás del cuerpo, quizás de la mente, lo que se traducía en un serio problema en general y particularmente en ciertas cuestiones. No era casualidad que se encaprichara a la ligera, no habiendo compartido lecho con nadie en sus diecisiete años de vida. Por no haber hecho, ni le habían besado, y eso podría dar lugar al origen de comentarios maliciosos sobre su persona. Maliciosos, pero algunos de ellos acertados, lo cual resultaba aún más peligroso, sobretodo para alguien como él, que no estaba acostumbrado a mentir.
El rioplatense agitó su cabeza levemente, intentando olvidar aquellos pensamientos que, o bien lograrían enfrascarle en una discusión existencialista consigo mismo, o bien conseguirían hacerle caer en cierta disposición a una melancolía que a ciertas opiniones estaba demasiado presente, al menos para un príncipe. Por lo tanto, centró su atención en lo que le rodeaba tanto para distraerse como para centrarse en asuntos de relativa mayor importancia. Alguien reprendió al lacayo por una equivocación que no logró a ver, pues sus ojos sólo se posaron en el que había expelido la amonestación y no en el que la había recibido, rehuyendo un nuevo contacto temiendo que el rubor volviera a dominar sus mejillas, lo cual le dotaba de una apariencia más infantil e inexperta aún. Su físico ya jugaba demasiado en contra suya. Felipe era alguien de principios más bien establecidos, pero a la hora de las acciones no era tan complicado hacerle cambiar de opinión o, al menos, lograr que dudase de su resolución, en especial si se era alguien de confianza quien le guiaba en dirección contraria a la inicial, como era aquel el caso. Así pues, terminó aceptando posponer sus expectativas de estirar adecuadamente las piernas a más tarde y viajar en el carruaje, aunque pronto su resignación adquiriría un motivo, quizás inconveniente, pero propio de todas formas. Fue el propio hombre que le robó la atención por unos instantes el que le volvió a sorprender, ahora por propia iniciativa. Él ni contestó, pues ni aunque hubiese tenido oportunidad las palabras hubieran surgido de su boca, tan sólo alcanzó a quedarse atónito por el atrevimiento que el hombre había tenido al subirse a su carruaje, algo a lo que los guardias se apresuraron a contestar acercándose con la intención de sacarle a rastras.
- No; está bien. – les detuvo el príncipe, sin saber por qué hizo tal cosa. O más bien sí lo sabía, tan sólo que pretendía mentirse a sí mismo, por mucho que los resultados fueran poco satisfactorios.
Se introdujo en el carruaje también y se acomodó junto al hombre, pues el vehículo sólo tenía un asiento y no dos enfrentados, lo cual no sabía si ver con buenos ojos o si, por el contrario, tildarlo de catastrófico. Comenzaron a rodar por la ciudad y el joven de ojos verdes no pudo sino desviar su mirada hacia la ventana de la puerta sin saber qué podría decir y sin poder mirarle, pues consideraba que hubiera sido demasiado descarado si le observaba directamente y no podía disimular en aquella posición, en especial entonces, que en su fuero interno se libraba una lucha entre si debiera disfrutar de su cercanía o si debiera intentar evitar tomarla en cuenta.
- París ha cambiado en mi ausencia. – dijo él en tal murmullo que casi parecía ser un pensamiento en voz alta, cuando su intención no se alejaba de intentar calmar la tensión que, al menos él, estaba comenzando a sentir.
En cierta forma, Felipe odiaba su condición, aquella que en teoría iba contra Dios, o más bien contra el Dios católico en el que no creía creer, y contra la propia naturaleza humana. No la odiaba de per se, sino que su rechazo se derivaba de la propia adversidad que mostraba la sociedad hacia aquel estado, quizás del cuerpo, quizás de la mente, lo que se traducía en un serio problema en general y particularmente en ciertas cuestiones. No era casualidad que se encaprichara a la ligera, no habiendo compartido lecho con nadie en sus diecisiete años de vida. Por no haber hecho, ni le habían besado, y eso podría dar lugar al origen de comentarios maliciosos sobre su persona. Maliciosos, pero algunos de ellos acertados, lo cual resultaba aún más peligroso, sobretodo para alguien como él, que no estaba acostumbrado a mentir.
El rioplatense agitó su cabeza levemente, intentando olvidar aquellos pensamientos que, o bien lograrían enfrascarle en una discusión existencialista consigo mismo, o bien conseguirían hacerle caer en cierta disposición a una melancolía que a ciertas opiniones estaba demasiado presente, al menos para un príncipe. Por lo tanto, centró su atención en lo que le rodeaba tanto para distraerse como para centrarse en asuntos de relativa mayor importancia. Alguien reprendió al lacayo por una equivocación que no logró a ver, pues sus ojos sólo se posaron en el que había expelido la amonestación y no en el que la había recibido, rehuyendo un nuevo contacto temiendo que el rubor volviera a dominar sus mejillas, lo cual le dotaba de una apariencia más infantil e inexperta aún. Su físico ya jugaba demasiado en contra suya. Felipe era alguien de principios más bien establecidos, pero a la hora de las acciones no era tan complicado hacerle cambiar de opinión o, al menos, lograr que dudase de su resolución, en especial si se era alguien de confianza quien le guiaba en dirección contraria a la inicial, como era aquel el caso. Así pues, terminó aceptando posponer sus expectativas de estirar adecuadamente las piernas a más tarde y viajar en el carruaje, aunque pronto su resignación adquiriría un motivo, quizás inconveniente, pero propio de todas formas. Fue el propio hombre que le robó la atención por unos instantes el que le volvió a sorprender, ahora por propia iniciativa. Él ni contestó, pues ni aunque hubiese tenido oportunidad las palabras hubieran surgido de su boca, tan sólo alcanzó a quedarse atónito por el atrevimiento que el hombre había tenido al subirse a su carruaje, algo a lo que los guardias se apresuraron a contestar acercándose con la intención de sacarle a rastras.
- No; está bien. – les detuvo el príncipe, sin saber por qué hizo tal cosa. O más bien sí lo sabía, tan sólo que pretendía mentirse a sí mismo, por mucho que los resultados fueran poco satisfactorios.
Se introdujo en el carruaje también y se acomodó junto al hombre, pues el vehículo sólo tenía un asiento y no dos enfrentados, lo cual no sabía si ver con buenos ojos o si, por el contrario, tildarlo de catastrófico. Comenzaron a rodar por la ciudad y el joven de ojos verdes no pudo sino desviar su mirada hacia la ventana de la puerta sin saber qué podría decir y sin poder mirarle, pues consideraba que hubiera sido demasiado descarado si le observaba directamente y no podía disimular en aquella posición, en especial entonces, que en su fuero interno se libraba una lucha entre si debiera disfrutar de su cercanía o si debiera intentar evitar tomarla en cuenta.
- París ha cambiado en mi ausencia. – dijo él en tal murmullo que casi parecía ser un pensamiento en voz alta, cuando su intención no se alejaba de intentar calmar la tensión que, al menos él, estaba comenzando a sentir.
Felipe de Castilla- Licántropo/Realeza
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Re: Viajeros al tren (Privado)
El carruaje emprendió la marcha y al salir de la estación París los engulló. Jules nunca había viajado antes en un vehículo oficial y no estaba acostumbrado a la comodidad de los asientos acolchados o de las cortinas de terciopelo. Los lujos se le antojaban superfluos, no dormía sobre sábanas de seda, lo cual entraba en disonancia con el resto de su carácter alegre y vividor. El sol entraba por la ventanilla y el traqueteo ejercía cierto efecto relajante sobre el cambiaformas, que en otras circunstancias habría reclinado la cabeza sobre el respaldo y se habría echado a dormir con las manos cruzadas en el regazo. Pero no estaba allí para eso. Mientras Felipe miraba hacia el exterior, el miró a Felipe. La posición en la que se encontraban le permitía al rubio recrearse en los detalles de la fisionomía del joven príncipe, y especialmente en un punto que se escapaba a la observación normal de cualquier humano: el aura. Para alguien de la raza de Jules resultaba una parte más de la visión percibir esa luz que rodeaba de forma individual a cada uno de los seres, dotándolos de una miríada de ricos matices que componían una fuente más de información. El español tenía un halo de un color cristalino, sereno, mucho más puro que los de otras criaturas acostumbradas a la noche y al miedo. Por los ambientes en los que se movía Lombard tenía pocas oportunidades de encontrar auras como aquella. No, el chico no se parecía en nada a las compañías que el mayor solía frecuentar.
Se le daba asombrosamente mal mostrar respeto por los demás, y eso hacía que se metiera a menudo en problemas con las autoridades. La mayoría de las veces intentaba sonar impertinente a propósito, pero otras se trataba de un desliz involuntario inherente a su personalidad. No llevaban ni cinco minutos de trayecto cuando ya se olvidó de que iba sentado al lado de un miembro de la realeza. A diferencia del muchacho no sentía ninguna tensión, hacía un día hermoso y su acompañante también era hermoso. Su intención de parecer un sirviente aplicado se esfumó tan pronto como abrió la boca, pasando por alto que debía mantener un tono cortés con su alteza. - ¿Has estado de viaje? ¿Dónde has ido? Me figuro que es una pesadez tener que andar siempre de reunión en reunión. ¿No te dejan divertirte? - El tuteo irreverente se sumaba al hecho de que seguía escrutándole directamente con la mirada, sin pestañear.
Se le daba asombrosamente mal mostrar respeto por los demás, y eso hacía que se metiera a menudo en problemas con las autoridades. La mayoría de las veces intentaba sonar impertinente a propósito, pero otras se trataba de un desliz involuntario inherente a su personalidad. No llevaban ni cinco minutos de trayecto cuando ya se olvidó de que iba sentado al lado de un miembro de la realeza. A diferencia del muchacho no sentía ninguna tensión, hacía un día hermoso y su acompañante también era hermoso. Su intención de parecer un sirviente aplicado se esfumó tan pronto como abrió la boca, pasando por alto que debía mantener un tono cortés con su alteza. - ¿Has estado de viaje? ¿Dónde has ido? Me figuro que es una pesadez tener que andar siempre de reunión en reunión. ¿No te dejan divertirte? - El tuteo irreverente se sumaba al hecho de que seguía escrutándole directamente con la mirada, sin pestañear.
Jules L. Allamand- Cambiante Clase Alta
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Re: Viajeros al tren (Privado)
Agradeció en sobremanera que el otro hablara, bien fuera por continuar su intento de conversación, bien por curiosidad, pues era consciente de que, si no lo hubiera hecho, la presión que sentía se hubiera acrecentado hasta el punto de crearle la necesidad de huir en el preciso instante en el que la puerta del carruaje se abriese y esa no era una actitud propia de un príncipe heredero. También le alivió el hecho de que, con sus palabras, le diera la excusa para satisfacer la necesidad de devolver sus ojos a él, una extraña clase de fuerza de esas que se siente cuando se quiere evitar mirar algo, pero que, cuanto más se desea no hacerlo, más insistencia cobra ese magnetismo. Así pues, el verde de uno buscó el azul de otro y la tonalidad del príncipe comenzó a cobrar más viveza cuando la lívida tez comenzó a retomar ese muy leve tinte rosáceo. Sin embargo, se las apañó para mantener las formas y sonreír, no pudiendo, pese a todo, prolongar el contacto visual por mucho tiempo.
- He viajado por el Imperio. – se explicó, buscando en los bordados que quedaban en la pared frente a ellos el pretexto para ganar tiempo y poder tranquilizar sus nervios. Antes o después debía controlar las reacciones de su cuerpo, al menos mientras su padre siguiera queriendo que él fuese rey –Tengo más reuniones en París que las que he tenido en mi viaje. Iba para darme a conocer, por lo que a donde he debido asistir ha sido a bailes y cenas. – se explicó e intentó morderse la lengua, literalmente, pretendiendo que la molestia le hiciera olvidar las palabras que al final no se pudo contener – Pero no, no me dejan divertirme. – le dio la razón en sus suposiciones, mirándole tan sólo de reojo y por un ínfimo momento, fijándose entonces en sus propias manos, que se habían entrelazado sin que él diese la orden para tal.
Lo que sí no mencionó en ningún momento fueron los motivos para su ausencia, pues ni él mismo conocía todos. Cierto era que se trataba de un bastardo y que personarse en las cortes europeas era una forma de acallar los rumores, por mucho que a unos cuantos no les convenciera ni la personalidad ni las capacidades del joven príncipe. Le habían evaluado sin miramientos, pues, en cierto modo, se habían encontrado con un posible rival o un potencial aliado y en los juegos de la política los errores tienden a pagarse caros. Pero lo que el primogénito de los Castilla no sabía era que su consejero también quería que su aparición pública atrajese la mirada de la alta sociedad del viejo continente, especialmente de aquella parejas cuyas hijas se encontrasen en edad casadera y pudieran suponer un enlace con alguna de las casas más influyentes en el panorama. ¿Quizás una alianza con Austria? ¿Quizás con Baviera? Y como nadie le había preguntado al respecto, escapaba del conocimiento general que él no estaba interesado en el matrimonio y, con casi total seguridad, tampoco lo estaría en los años venideros.
- ¿Y usted? ¿Ha visitado algún lugar fuera de París? – preguntó pretendiendo expresar amabilidad con sus palabras.
- He viajado por el Imperio. – se explicó, buscando en los bordados que quedaban en la pared frente a ellos el pretexto para ganar tiempo y poder tranquilizar sus nervios. Antes o después debía controlar las reacciones de su cuerpo, al menos mientras su padre siguiera queriendo que él fuese rey –Tengo más reuniones en París que las que he tenido en mi viaje. Iba para darme a conocer, por lo que a donde he debido asistir ha sido a bailes y cenas. – se explicó e intentó morderse la lengua, literalmente, pretendiendo que la molestia le hiciera olvidar las palabras que al final no se pudo contener – Pero no, no me dejan divertirme. – le dio la razón en sus suposiciones, mirándole tan sólo de reojo y por un ínfimo momento, fijándose entonces en sus propias manos, que se habían entrelazado sin que él diese la orden para tal.
Lo que sí no mencionó en ningún momento fueron los motivos para su ausencia, pues ni él mismo conocía todos. Cierto era que se trataba de un bastardo y que personarse en las cortes europeas era una forma de acallar los rumores, por mucho que a unos cuantos no les convenciera ni la personalidad ni las capacidades del joven príncipe. Le habían evaluado sin miramientos, pues, en cierto modo, se habían encontrado con un posible rival o un potencial aliado y en los juegos de la política los errores tienden a pagarse caros. Pero lo que el primogénito de los Castilla no sabía era que su consejero también quería que su aparición pública atrajese la mirada de la alta sociedad del viejo continente, especialmente de aquella parejas cuyas hijas se encontrasen en edad casadera y pudieran suponer un enlace con alguna de las casas más influyentes en el panorama. ¿Quizás una alianza con Austria? ¿Quizás con Baviera? Y como nadie le había preguntado al respecto, escapaba del conocimiento general que él no estaba interesado en el matrimonio y, con casi total seguridad, tampoco lo estaría en los años venideros.
- ¿Y usted? ¿Ha visitado algún lugar fuera de París? – preguntó pretendiendo expresar amabilidad con sus palabras.
Felipe de Castilla- Licántropo/Realeza
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Re: Viajeros al tren (Privado)
A Jules le causó una honda satisfacción saber que no se lo había inventado: el muchachito le apartaba la vista como si sus ojos le quemaran y se sonrojaba con la misma facilidad con la que respiraba. Cuanto más tímido e ingenuo se mostraba ante él, más quería pervertirlo el cortesano. Muchos dirían que Lombard estaba enfermo porque se pasaba la mitad del día - o sea, doce horas exactas - pensando en echarse una alegría al cuerpo. La otra mitad solía pasarla durmiendo o comiendo, por regla general, pero eso no venía al caso. El chico que tenía delante, además de un encanto, era un príncipe con una clase de vida que no se parecía en nada a la que llevaba el rubio. Sus compromisos sociales y su agenda cuajada de citas con embajadores se le antojaba casi marciana, y sin duda aburrida hasta el extremo. Por un momento, a pesar de ser pobre como una rata en comparación a él, Jules lo compadeció. - Ya, ¿y te gustaría? - Inquirió, sonriendo con descaro. - Divertirte. - Aunque no lo pareciera no era tonto del todo, pero escogía vivir sin preocupaciones y eso suponía parecer frívolo y superficial prácticamente siempre. No sabía cómo le parecería eso a Felipe. A lo mejor se cansaba de su compañía y mandaba que detuvieran el carruaje y que lo echaran a patadas de él, pero se las había visto peores.
Por alguna razón el jovencito se esforzaba en mantener una conversación con aquel mozo de equipajes que se había metido en su vehículo sin pedir permiso. ¿Por qué lo haría? No era tan altanero como cabría suponer de alguien de su alcurnia. A lo mejor se sentía solo. - Soy de Marsella. - Le contestó, porque hablar no era ningún problema para el cambiaformas. Todo lo contrario, generalmente el reto para él estaba en mantenerse callado. - Pero me vine cuando era un crío y no recuerdo demasiadas cosas. Me gustaba la playa. En realidad siempre me ha encantado correr desnudo por ahí. - Declaró, quedándose tan a gusto con su desparpajo natural.
Por alguna razón el jovencito se esforzaba en mantener una conversación con aquel mozo de equipajes que se había metido en su vehículo sin pedir permiso. ¿Por qué lo haría? No era tan altanero como cabría suponer de alguien de su alcurnia. A lo mejor se sentía solo. - Soy de Marsella. - Le contestó, porque hablar no era ningún problema para el cambiaformas. Todo lo contrario, generalmente el reto para él estaba en mantenerse callado. - Pero me vine cuando era un crío y no recuerdo demasiadas cosas. Me gustaba la playa. En realidad siempre me ha encantado correr desnudo por ahí. - Declaró, quedándose tan a gusto con su desparpajo natural.
Jules L. Allamand- Cambiante Clase Alta
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