Victorian Vampires
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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Invitado Dom Mar 10, 2013 7:56 am

(Algún lugar de la India, c. 1792)

No siempre había tenido un nombre. A lo largo de mi eterna vida, había habido momentos en los que había utilizado el que me habían puesto en mi polis, Pausanias; otros, en los que había escogido nombres de ilustres que no podían hacerme sombra, siquiera, como Escipión o César; pero también había habido otros, los menos, en los que no había tenido ninguno, era simplemente una sombra, un demonio que se jactaba de sus atrocidades porque quedaban a un nivel superior al de los que se autoproclamaban Lucifer, Belcebú o cualquier otro miembro de la cohorte infernal. Sin nada tan rimbombante tras de mí, era capaz de ser mucho mejor que quien se valía de su nombre, y por eso me jactaba de ser un innombrado, al menos en esos momentos.

Por supuesto, esos momentos no se daban demasiado a menudo, porque la humanidad era tan estúpida y estaba tan sobrevalorada que necesitaba que se le recordara quién era su dios con un nombre que pudieran recordar, y de los neófitos que había ido creando a lo largo del tiempo, muy pocos por merecerlo realmente y más para ver cómo conseguían autodestruirse con el empuje adecuado, apenas uno o dos habían asistido a mis períodos sin nombre, pero los había habido, eso sin duda, lo cual los hacía a su manera aún más especiales que cualquier otro vampiro que no me tenía a mí por creador.

De ese selecto grupo me interesaba, en particular, uno: Georgius. Lo había conocido cuando había sido humano, preso en el seno de una de las cortes europeas que, para entonces, me parecían absolutamente iguales. Era uno de los intelectuales de origen extranjero, una rata de biblioteca que apenas había vivido al margen de sus adorados libros pero que enseguida supo lo que yo era precisamente por esa ventaja que le daba el conocimiento. Entonces había sido un cobarde, demasiado admirador de las novelas caballerescas y, al mismo tiempo, incapaz de ser ni la mitad de valiente, o loco, que sus protagonistas, aunque dentro de él había algo... No solamente el deseo de ampliar sus conocimientos de una manera que sólo la eternidad podía granjearle, sino un potencial desintegrador enorme.

Era el candidato perfecto para mi experimento. Justificaba su deseo de anhelar la inmortalidad como alcanzar un estadio superior de la vida humana con una idea casi neoplatónica que me hacía reír por lo absurdo, pero en el fondo sabía que solamente quería ser superior a los humanos, por una vez en su vida, y después quería caminar hacia la autodestrucción lenta, muy sutilmente, de una manera que ni siquiera él conocía pero que no por ello era menos visible para mí, y simplemente por eso acepté. Cuando nos conocimos, yo volvía a no tener nombre, y él esperó a bautizarme a después de su conversión en vampiro, quizá para asegurarse de que no le había mentido respecto a mis intenciones y mi naturaleza.

Su obsesión con el folklore de la zona de Europa central donde nos habíamos conocido era tan considerable que al principio me vio como el héroe libertador nibelungo, Siegfried, y así fue cómo me bautizó. Supongo que debía de pensar que los humanos de los que me alimentaba eran una suerte de dragón, y de ahí el paralelismo, aunque nunca llegué a preguntárselo, porque de todas maneras ese apodo no me duró demasiado... Cuando empezó a darse cuenta de lo que era capaz, pasó de llamarme como alguien del Cantar de los Nibelungos a utilizar, para mí, nombre de demonio, concretamente de la mitología esa que tanto le gustaba: Mefistófeles. Eso ya me gustaba más, era tan apropiado para mí que me decepcionó que le hubiera costado tanto darme el apodo, pero él en sí mismo era una decepción absoluta, y no se podía esperar mucho de Georgius.

Era tan sumamente humano... No había abandonado nunca del todo esa parte de él que debería haber muerto en el momento en que su corazón se le había parado en el pecho, y algo así me provocaba auténticas náuseas, sobre todo cuando empezó a cuestionarse por qué mataba a mis víctimas tan cruelmente (¿porque era divertido, quizá...? Qué estupidez la suya, de verdad...) y en general mi comportamiento. Eso fue lo que hizo que le diera la patada y me alejara del lado de alguien tan deprimente y piadoso que bien podía hacerse cura, para lo que servía como vampiro.

Estuvimos sin tener contacto cerca de cien años, pero eso no significaba que no me llegaran rumores y noticias de sus batallitas y acciones, ya que al fin y al cabo compartíamos continente y, bueno, todo lo que escuchara acerca de un vampiro que se hacía amigo de los humanos e incluso tomaba a algunos de ellos como sus protegidos, pero siempre negándose a convertirlos para no engendrar a un monstruo como su maestro, digamos que apestaba a Georgius se mirara por donde se mirase. No me interesaba lo que hiciera, realmente me daba bastante igual, pero él estaba tan obsesionado conmigo y con tratar de enmendar en un humano la actitud que nunca había podido eliminar en mí que al final tuve que tomar cartas, de nuevo, en el asunto, y terminar con lo que había empezado.

Para cuando volví a encontrar su rastro, se encontraba en Hesse, un estado al que Prusia le tenía echado el ojo, y al parecer se había encaprichado con un joven cuyo nombre tampoco me importaba, porque sólo era un consorte humano más que lo terminaría abandonando cuando le comentara, como quien no quiere la cosa, que no iba a convertirlo en vampiro porque no quería que acabara como su maestro. Era un joven tan agradecido, este Georgius... Pero, por encima de todo, era previsible hasta la saciedad, y por eso mismo me afinqué en la India meses antes de que él llegara, consciente de que acabaría acudiendo a un lugar tan lleno de leyendas y en el que, además, había nacido como humano, siempre tan sentimental él.

Para evitar aburrirme demasiado en aquel territorio, demasiado oriental para mi gusto, me dediqué a preparar el tablero de juego que finalmente nos enfrentaría a Georgius y a mí. Él no había cambiado nada, pero yo había evolucionado, había tenido varios nombres y volvía a no tener ninguno determinado en esa India que sería nuestro escenario, aunque los dos contendientes principales nunca llegaríamos a enfrentarnos. Tenía algo mejor preparado para él, algo que se basaba en lo que la mayoría de sus acompañantes humanos le habían hecho y que significaba aprovecharse de su incapacidad para conceder el don del vampirismo a nadie, y sólo era cuestión de esperar al momento apropiado mientras alzaba todo el decorado del escenario lentamente para que pareciera natural y no sospechara nada.

Me hice con un fumadero de opio, uno de los negocios que más en boga estaba en aquel momento en la India, y mientras me lucraba aproveché para dar cabida en el local a todo tipo de vicios: burdeles, alcoholes... e, incluso, un lugar en el que se practicaba el arte del tatuaje, algo que en aquella zona del mundo parecía ser mucho más frecuente que en el continente europeo. Todo aquello, que ocupaba casi una manzana, era mi monopolio, y también un hormiguero donde sus habitantes me informaban de los movimientos no solamente a nivel de aquella pequeña ciudad, sino también de la totalidad de la península. Fue gracias a ellos que me enteré de que Georgius había vuelto a su hogar, por fin, y que mi plan pudo comenzar.

Apenas tuve que esperar antes de que a su joven (bueno, en realidad no tanto) se le acabara la paciencia con él e hiciera acto de presencia en mi barrio, del que yo era el rey en la sombra, oculto tras las figuras de los gigantes orientales que protegían los negocios de los que dependían sus estúpidas familias. Los dos primeros días engrosó los ingresos de los burdeles y las reservas de tabaco y opio cayeron bajo su enorme ímpetu, fruto de la impaciencia y de la rabia que yo sabía tan bien que Georgius le producía. Fue en esas horas previas a que terminara en el local de tatuajes, donde a través de los esclavos que satisfacían todos sus caprichos previo pago le metía entre ceja y ceja la idea de acudir a mí, que terminé de dar los últimos retoques a un plan que sería maestro y que me permitiría acabar con una de mis creaciones, demasiado lento a la hora de hacerlo él mismo.

Por fin, tras una espera excesiva para alguien como yo aunque comprensible teniendo en cuenta que el nivel intelectual de un compañero de Georgius no podía ser demasiado grande, abandonó el local en el que se encontraba, aún bajo los efectos del alcohol y el opio, y acudió al principal, la pequeña joya de la corona de todas mis posesiones y a la que más a menudo solía ir: la sala donde tatuaba yo, aunque a veces delegaba la tarea a otros inferiores a mí que, como todo lo demás, no lo hacían tan bien. Con aquel “invitado de honor” era yo quien tenía que darle la bienvenida, claro, ¿cómo podía ser de otra manera?, y por eso establecí que el local, pequeño y caluroso bajo la luz de las velas que lo iluminaban, debía estar vacío salvo por mí.

Cuando él hizo acto de presencia, yo estaba de brazos cruzados con la espalda apoyada en la pared frente a la entrada, cubierta por una tela descolorida, y la mirada fija en él, lo cual me permitió estudiarlo, igual que él hizo conmigo. Tendría unos treinta años, pero sus ojos azules parecían ser más viejos que el resto de su cuerpo alto, moldeado por las artes marciales de aquel territorio. De pelo negro, nariz recta, y cara redondeada, era exactamente el prototipo de humano por el que Georgius siempre se había sentido atraído, y no cabía ninguna duda respecto a que era él a quien estaba esperando. Vestía ropa casi harapienta, sucia y descolocada por lo intenso de su tren de vida de los últimos días, y en contraposición yo iba respetablemente elegante, con pantalones de lino y una camisa remangada en actitud indolente, como el resto de mí. Éramos sumamente diferentes, y sin embargo había algo que nos unía y que nos había hecho coincidir: Georgius... algo que, si todo iba de acuerdo a mi plan, terminaría desapareciendo.

¿Y bien? Déjame ayudarte: estás en un local en el que hay agujas, tinta y dibujos varios, que se juntan en algo sobre la piel llamado tatuaje. Si no has venido porque te interesa eso, la puerta está ahí, pero si lo que buscas es marcar tu piel estás en el lugar apropiado. Tú decides, ¿entras o te vas? – comenté, irónico, y con una sonrisa de medio lado, sardónica, en los labios, que no había llegado a mis ojos pese a todo porque mi mirada seguía estudiándolo con frialdad casi científica, cargada de la curiosidad que produce un experimento, no una persona.
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Mensaje por Fausto Miér Mar 27, 2013 4:17 pm

Georgius le había enseñado muchas cosas, tantas que seguramente llevaba desde su primer uso de razón procurándose la mejor capacidad de retención en la memoria para recordarlas aunque pasaran centenas de años. Aquello que Fausto jamás experimentaría porque, según su eterno maestro, la inmortalidad no estaba hecha para él. O Georgius no estaba hecho para condenarle a ella. Para abrirle los ojos, aprovechar su potencial, incitarle a que se lo comiera todo, a que empleara esas habilidades innatas con las que nadie más podría haber llegado hasta la atención de un borracho de almas retorcidas como aquel vampiro… Para muchas cosas, menos para arrojarlo a unas fauces que se cerraban y no volvían a abrirse, si no era bajo el tormento decisivo de una estaca. Un tormento que era tormento sólo porque abandonar la existencia se terminaba convirtiendo en un alivio. Ninguno de los dos se imaginaba que el alemán tampoco hallaría alivio aunque su corazón latiera hasta el final.

Para describir al insaciable joven (porque todavía era joven, y no sabía de qué manera) que ahora deambulaba por las zonas más lamentables de la insondable India con un sinfín de orígenes y ningún destino, incluso la persona anteriormente humana que le había sacado de la mediocridad necesitaría varios días con sus respectivas noches para procurar un retrato digno. De sus atributos físicos, de lo que podía hacer únicamente con poseerlos sin opción a elegirlos, de las líneas impetuosas que perfilaban su mente avanzada en siglos, de los enigmas que continuaba suponiendo aun después de casi veinte años en su único y pleno punto de mira. Seducido por un encanto más peligroso que el de la danza de una serpiente, Georgius decidió abrir una grieta en su propia muralla, dura, exigente y suspicaz, y dedicarse a observar la evolución de su primer y único pupilo a través de ella. De tal modo que además de arriesgarse a que el otro pudiera observarle también, se arriesgaba a que destruyera el resto de su férrea arquitectura. Y ese hecho podía significar demasiadas conclusiones, ilustrando así la contradicción de los pilares que sostenían la misma insensible filosofía que le había inculcado o vaticinando su muerte literal a manos de las enseñanzas que había depositado en el hombre que ya suponía una contradicción en sí misma a todo lo que Georgius predicaba. Pero eso Fausto no lo sabría. No debía saberlo.

El recuerdo de sus padres, los que se habían revolcado en algún rincón del mobiliario y dado una utilidad a los fluidos de la cópula, ocupaba un espacio verdaderamente minúsculo en su mente, de ahí que fuera tan fácil de hundir en las profundidades como de extraerlo en algún breve momento de nostalgia. No, de nostalgia no, pues aquello implicaba una tristeza originada por la pérdida de lo que se estaba recordando, y Fausto podía estar de muchas formas cuando pensaba en aquel par de hurracas, pero ver que ya no formaban parte oficial de su vida, en todo caso, le produciría alegría. Si es que pudieran producirle alguna emoción, directamente. Quizá una mezcla de indiferencia y desprecio, puesto que en los únicos instantes mínimamente apacibles que sacaba de aquella época en Hesse él siempre estaba completamente solo, caminando por cuantas calles pudiera a su corta edad o encerrándose en alguna de las bibliotecas de su madre o de su padre, entre opulencia y miseria, vapuleado siempre por el contraste y la inestabilidad de unas personas que, ricas o pobres, siempre serían mediocres. Y que le hubieran hecho perder una fracción de todo ese tiempo que debía exprimir al máximo suponía desde la mayor de las vergüenzas hasta el más loable de los méritos, porque había nacido de aquella patética unión, pero también había sido capaz de dejarla muy atrás, entre llamas agonizantes que juzgaban su falta de dignidad de una vez por todas, condenados a la esquina de su cabeza menos digna de pararse a definir. Ahora tenía un nombre, uno solo y de verdad. El que siempre había estado esperando, el que siempre se había merecido.

Nunca usó la palabra 'padre' para referirse a su salvador, ni entonces ni nunca hubiera procedido y de todas maneras era algo tan implícito que definirlo así habría interrumpido innecesariamente su formación. Resultaba irónico que a pesar de tener tan interiorizado el rechazo a los sentimientos, el único ser vivo que podía llegar a producírselos fuera el mismo que le había enseñado a no hacerlo. O más bien, que le había confirmado que no lo hiciera, ya que Georgius había insistido más de una vez en que no era su creador, sino su descubridor. Podía salvarse así de una etiqueta próxima a algún tipo de deuda con las emociones, y permanecer en la aventura de presenciar los avances de aquel diamante en bruto. El único que había conocido, o por lo menos, que no se había arrepentido de conocer. No importaba si en la actualidad su formación había terminado por interrumpirse de todas maneras, porque el maestro también supo que tarde o temprano ocurriría. Las perfecciones a las que aspiraba desde su no-muerte sólo podían ser las más peligrosas.  

Enfadarse con un padre era lo más natural que catalogaría la prole con sus preceptos humanos, pero no si hablábamos de este caso. Durante todos aquellos miles de días bajo la tutela de Georgius no había sentido la necesidad de contradecirle, a fin de cuentas Fausto jamás había sido realmente un niño, albergando la ambición como método de supervivencia cuando apenas había alcanzado una estatura respetable, y lo que le debía a su mentor estaba muy lejos de situarse entre las quejas y berridos de un hijo malcriado. Sin embargo, se dio cuenta de que hasta el primogénito más concienciado de todos tenía una oportunidad para rebelarse contra su propia madurez y experimentar el sabor de un berrinche. Porque por muy atroces y retorcidas que fueran a ser sus consecuencias, eso es lo que era; un berrinche en toda regla. Y un berrinche de alguien como Fausto no podía pasar a la historia con la insufrible inocencia que se atribuía a esos comportamientos. Un berrinche de alguien como Fausto se lo llevaría todo por delante, no importaba si antes o después. Las pataletas del demonio también sabían a fuego.

No supo a partir de cuándo empezó a experimentar ese vacío, la insipidez del desasosiego que no encontraba nombre a lo que le pasaba, mucho menos a lo que necesitaba para solucionarlo. Tan iluso como todavía seguían siéndolo algunos retales de su pureza (porque la pureza también podía encontrarse en un alma oscura) pensó que la condición que Georgius le impuso desde el principio no llamaría a las puertas de su apetito más que para emplearlo como combustible de sus meditaciones, pero, ah, qué estúpido (sí, él, estúpido), ¡ni siquiera la poderosa influencia del kalaripayattu era suficiente para su sed de conocimiento! No lo era ni la única relación que aún mantenía vivo su diminuto resquicio de humanidad, mucho menos las técnicas que lo alejaban de los demás para sumirlo en sí mismo. Desesperado por anhelar los parajes de la inmortalidad como el insatisfecho semidiós que llevaba dentro, ya no podía estar más sumido en sí mismo.

'¡Tampoco habías transmitido tu vida a nadie antes de encontrarme a mí! ¡¿Por qué habría de ser distinto con la muerte?!'

Cobardes, los dos. Cada uno tenía una deuda enorme con el otro y no se atrevían a utilizarla para obtener lo que querían.

Como el ajustado calendario que siguiera el Señor para crear la tierra, al tercer día lejos de su mentor, consumiendo drogas hasta por las orejas y bebiendo alcohol del ombligo de una mujer distinta, el joven Fausto se dejaba arrastrar con más saña por la desidia de los sentidos, temeroso de lo que podría llegar a hacer cuando volviera a pensar con la escalofriante claridad que lo caracterizaba. El azar, o algo con un disfraz de azar muy bien logrado, le hizo acabar en otro fumadero de opio y si se decidió a cruzar la entrada fue por los murmullos que identificó a su alrededor y que repetían sucesivas veces la palabra 'tatuaje'. Marcarse la piel sonaba a apoteosis final para todo aquel recorrido de decadencia, uno de esos simbolismos que tanto apreciaba Georgius, algo que a diferencia del alcohol, las drogas o el sexo, al día siguiente y al otro y al otro permanecería allí, producto de su propia autodestrucción. La primera y última ocasión en la que a Fausto no le importó poner su preciado tiempo en manos de la nada, del libre albedrío o, peor (mucho peor), de otros seres vivos. Otros seres vivos como Él.

Ya estoy dentro, seguro que te haces una ligera idea de lo que coño me interesa, no necesitas incentivarme con un 'lo tomas o lo dejas' –fue su respuesta al dueño del tugurio (o lo parecía, la verdad que le daba exactamente lo mismo), en un tono de voz que no se molestaba en sonar más respetable que el aspecto que presentaba-. Dibujarás bien, al menos ¿Verdad? Seguro que tú me vales, tengo curiosidad por ver si se te da igual de mal que llamar mi atención.

No le preocupaba lo más mínimo irse de allí con un adefesio negro cosido a la carne ni tener que sostenerse de tanto en tanto a las paredes que habían cerca mientras seguía a ese tipo. Nada más llegar al habitáculo donde le tatuaría, los ojos de Fausto recorrieron todos los recovecos y los utensilios que formaban dicha estancia, y cuando los regresó al otro hombre, aún seguían taponados por la nebulosa de la droga en su organismo. Sólo que aquella vez, eso no fue suficiente y le sostuvo la mirada, pendiente por primera vez de analizar toda su cara.

Y bien –imitando exactamente el mismo tono de voz que había utilizado él para decir esas mismas palabras-. ¿Alguna sugerencia?


Última edición por Fausto el Miér Oct 07, 2015 3:13 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Invitado Lun Abr 15, 2013 10:11 am

Conocía a Georgius casi como si lo hubiera parido, lo cual no estaba tan lejos de la realidad dado que yo era su padre en la inmortalidad y, bueno, mi influencia en él había sido considerablemente importante, como no podía ser de otra manera, pese a lo cual él no había sabido aprovecharla ya que había preferido no ascender a mi nivel (o intentarlo) sino quedarse atrapado en un estúpido conjunto de moralidades y reminiscencias humanas que, para intensificar aún más, lo llevaban a compartir su vida con jóvenes humanos que no solían durarle demasiado tiempo porque se cansaban, más pronto que tarde, de que les negara la inmortalidad.

Lo primero que me llamó la atención de mi invitado de honor, nada menos que el último capricho de mi creación, fue precisamente su edad. Yo esperaba con motivos más que fundados que se tratara de un joven mancebo, y teniendo en cuenta hasta dónde llegaba la esperanza de vida humana aquel no era ni joven ni mancebo, sino un hombre hecho y derecho... bueno, no literalmente porque las drogas y todos los vicios que me había encargado de proporcionarle le impedían alcanzar la verticalidad completa, pero bueno, la idea (indudablemente correcta por ser mía) era esa. Y no solamente llamó mi atención su edad, que lo hacía susceptible de haber pasado más tiempo del habitual con Georgius (tanto mejor, así mi castigo para ambos sería mucho más efectivo), sino también sus palabras. Aquel hombre, fuera cual fuese su nombre, no había salido de la escuela de mi creación.

Normalmente, él tenía a rodearse de gente tan apaciblemente aburrida y sosa como lo era el propio Georgius para que, así, no se produjeran desafíos demasiado grandes a su pasividad y le hicieran caso más tiempo: todo con tal de satisfacer su ansia por la humanidad, después de pasar un tiempo considerable a mi lado, ya que buscaba a gente cuanto menos parecida a mí mejor. Sin embargo, lo primero que había hecho mi invitado había sido sacar punta a uno de mis comentarios, y no pude evitar medio sonreír al escuchar sus palabras. ¿Estaría volviéndose (aún más) blando, el indio que quería creerse germano o simplemente me echaba tanto de menos que necesitaba buscarse gente que le recordara a mí? Yo optaba por la segunda opción.

En un abrir y cerrar de ojos, no literal pero casi, nos encontramos en la parte más profunda de la tienda y volvió a desafiarme, aquella vez repitiendo punto por punto no solamente mis palabras sino también mi tono de voz al decirlas. Su osadía, en aquellas circunstancias, me parecía sumamente entretenida, y además podía resultarme muy útil si lo que quería era volver al hombre que tenía frente a mí contra su maestro y una de mis creaciones más patéticas, el que le había negado el regalo de la inmortalidad y aun así quería mantenerlo cerca. Patético... ¿Estaría enamorado de él? Si lo hacía, cobraba aún mayor importancia simbólica que fuera él quien se encargara de garantizarle su fin, y nunca hay que menoscabar la importancia de los símbolos, que en ocasiones como aquella podían marcar la diferencia entre algo bueno y algo perfecto, como lo era yo.

¿Sugerencia? Un tatuaje, claramente, ¿o es que las drogas te han frito tanto el cerebro que eres incapaz de recordarlo? Si te refieres al dibujo, me han pedido ya de todo, no me sorprendería si lo que quieres es tatuarte el nombre de algún antiguo amante o de un amigo cercano, pero no creo que sea tu tipo. Anda, siéntate, si es que sabes encontrar la silla. – comenté, divertido y negando con la cabeza. Con la cantidad de vicios que había consumido en los locales que estaban a mi nombre dudaba mucho que pudiera sentarse sin ayuda, pero lo mismo me sorprendía.

No era mi estilo cometer errores, ya que eso sería una afrenta directa a mi perfección y, por tanto, era inconcebible y un error de principiante unir mi nombre a un fallo. Por eso, cuando tatuaba, me había acostumbrado a hacerlo directamente sobre la piel sin hacer un boceto previo, ya que el resultado evidentemente sería igual de perfecto que lo que a los demás les requería algo de preparación, o incluso mejor. Esa era la ventaja de que yo fuera el tatuador, y no cualquier otro; la mascota de Georgius, sin saberlo, había ido a darse de bruces con lo mejor a lo que podía aspirar, y como pago simplemente iba a pedirle que me entregara la cabeza de quien lo había engañado y le había denegado el único regalo que seguramente le habría pedido en bandeja... vamos, una ganga, ¿en serio alguien necesitaba pensárselo?

Cogí los materiales que iba a necesitar, un juego de agujas y varios frascos llenos de tinta negra, y volví a donde ¡milagrosamente! había conseguido aposentarse. Vaya, a lo mejor la droga que había conseguido era de mala calidad y tenía que asegurarme de que el opio fuera mejor, la próxima vez, pero más bien creía que era una combinación de suerte con un apropiado uso de apoyaderos varios para ser capaz de no desnucarse contra el suelo de aquella tienda donde tendría lugar nuestro encuentro, uno que quizá no pasaría a la Historia con mayúsculas pero desde luego sí lo haría a la de aquel hombre. ¿Cómo era posible siquiera pretender lo contrario?

Era evidente mi importancia no solamente por lo que había hecho durante mis vidas, tanto la humana como la posterior, y por eso mi influencia se podía percibir en la historia, en todo acontecimiento importante que hubiera sucedido y que había cambiado el rumbo de lo sucedido desde lo esperable a otra cosa diferente, nueva, que luego pasaría a ser básica para el nuevo cambio. Mi reputación, ya fuera como Pausanias, como cualquiera de los otros nombres tras los que me había forjado una imagen totalmente acorde con la realidad e igual de perfecta, o incluso en los períodos en los que había carecido de nombre, era indiscutible, pero ¿quién era él?

No, no era como si me importara su identidad porque era lo que había hecho que Georgius lo eligiera por encima de otros, de los muchos candidatos que se le acercaban por ser un vampiro ignorando que él era el peor de todos los de mi raza. Lo que me importaba era saber si me daría el juego suficiente para ser capaz de doblegarlo y manejarlo a mi antojo o si, por el contrario, me vería obligado a matarlo y encargarme del tema de Georgius personalmente, y eso sólo sería capaz de verlo confirmado, ya que mi enorme intuición me permitía creer que me serviría para mis objetivos, si pasaba tiempo con él y aceptaba tatuar una pieza lo suficientemente grande para que se quedara atrapado conmigo lo suficiente para poder obrar mi magia.

No tengo un nombre por el que puedas conocerme o saber si soy bueno dibujando o soy peor que un niño que simplemente está aprendiendo, así que tendrás que fiarte de mi criterio cuando te digo que no hay nadie mejor que yo. Puedes aceptar eso o largarte por donde has venido, a mí me es totalmente indiferente. – añadí, encogiéndome de hombros pero, al mismo tiempo, sin ocultar el orgullo de mi voz. ¿Para qué? Incluso en un anonimato forzado como aquel al que me obligaba el período de carecer de una palabra para referirme a mí era conocida la leyenda del Innombrado, aquel cuya crueldad superaba todas las barreras y era capaz de las hazañas más gloriosas que se recordaban desde los tiempos clásicos, cuando la civilización occidental había nacido y se había formado como tal.

Con los instrumentos que necesitaba en la mano, me acerqué hasta una silla que estaba junto a la que él ocupaba, y me dejé caer sin el menor cuidado, pese a lo cual era inevitable que lo hiciera con muchísima más elegancia que él. Al fin y al cabo, como humano me había criado para combatir y para reinar, y la tarea del gobierno solía realizarse en un trono, así que tenía por costumbre hacer de cualquier asiento algo digno para un monarca como lo seguía siendo yo y como seguiría siendo por los siglos de los siglos, hasta cuando la palabra hubiera perdido el sentido habitual para abrazar el que yo le había dado con mi suma perfección. Aquellos sí que serían buenos tiempos...

Sin embargo, sé que es un incordio para cierta gente tener un interlocutor sin un nombre definido, así que te ahorraré la incomodidad ahora, porque suficiente tendrás con la que te vendrá después, cuando empiece a hincar la aguja en tu piel para hacer el dibujo. Puedes llamarme Mefistófeles. – comenté, e hice una reverencia burlona, a juego con la expresión de mi rostro, aún desde mi posición regia, lo cual le dio aún mayor ironía a mi gesto que la que ya contenían las palabras que había utilizado para él y, sobre todo, el nombre.

No había escogido Mefistófeles por sentirme atraído por la teología infernal o por la cercanía que podía tener hacia la figura, según algunas versiones un siervo de Satanás y, según otras, el propio Satanás con otro nombre. Era evidente que una figura que se ajustaba a la tradicional separación cristiana entre el bien y el mal no podía ni siquiera comparárseme porque yo estaba por encima de esas absurdas consideraciones, pese a lo cual teníamos nuestras similitudes ya que mi comportamiento solía tildarse de demoníaco por aquellos para los que la palabra significaba algo. El motivo por el que lo había elegido era precisamente porque era el apelativo que me había dado, hacía ya bastante tiempo, el propio Georgius, que era alrededor de quien giraba todo el asunto.

Para alguien que estaba tan dependiente de él no era una elección accesoria, sino muy necesaria, puesto que no carecía de sentido precisamente aquel nombre tan germano para alguien que se creía centroeuropeo y no era más que otro asiático con ínfulas. Era en realidad una trampa bien escogida, algo que nos acercaría al objetivo real de toda la conversación y que lo llevaría finalmente a mi terreno, puesto que su función era la de anzuelo que él tenía que picar, lo hiciera de la manera que eligiera para hacerlo. A mí, honestamente, me daba igual: lo que importaba, mi actuación, estaba resultando perfecta, ya que no podía ser de otra manera que no fuera esa, y él cumpliría con su papel tan bien como lo había hecho Georgius en su día. Para algo era su aprendiz...
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Mensaje por Fausto Dom Sep 28, 2014 12:09 pm

Y allí daba comienzo todo, allí mismo se leía la primera página de aquel relato, poco importaba lo que se hubiera escrito de ambos años atrás o tan sólo unos minutos antes: ése, y no otro, era el prólogo de más de un punto de giro en sus respectivas memorias. Si es que alguien, a excepción de ellos dos (los únicos seres vivos a la redonda que podían dar fe de sus episodios más transcendentales), se atrevía a convertirse en el gótico narrador de aquella historia para no dormir. Pues tanto a Fausto como a Mefistófeles se les daba demasiado bien recordar como para dignarse siquiera a perdurar en los polvorientos manuscritos de la existencia. Seguramente porque tampoco les hacía falta; ya estaban y estarían en ellos aunque nadie conociera jamás qué nombre recibieron al llegar por primera vez a la tierra.

Aquel 'tatuador', aquel tipejo desconocido que, en realidad, ya nunca más volvería a serlo… aquellos rasgos occidentales todavía más endurecidos por la encrucijada de Europa y Asia, se presentaron al fin de un modo endemoniadamente poético para la ocasión. El opio y el sabor de cientos de mujeres que aún restaban en su boca y saqueaban sus venas le confirmaban que escuchar ese 'Mefistófeles' era demasiado apropiado, incluso demasiado perfecto. Perfecto. Aun muy lejos de pretenderlo, aun con todos los residuos de la India compitiendo por buscarse hueco en su mente y en su cuerpo, aun haciendo honor a la ponzoña del Ganges y la pobreza de una nación que vivía en su continua pesadilla de colorido y hambre, el alemán al que su auténtico padre bautizó como Fausto siempre se daba de bruces con aquella palabra: 'perfecto'.

Inconcebible, fascinante. Verdaderamente no tenía escapatoria, aquel futuro cazador estaba condenado a ser él mismo.

Con sinceridad, la busques o no, dudo que te cueste lo más mínimo darte cuenta de que acudo a ti en un momento de mi vida en el que me importa bien poco si acabo con una deformidad en la piel o la mayor de las obras de arte –replicó, mientras sentía la silla acoplarse a su peso corrompido por los sentidos de las drogas (siempre mucho menores que los del ego)-. Gajes de los vuelcos que da el destino -añadió, mas no era ni por asomo una forma de sentenciar. Eso le gustaría a cualquiera de sus posibles y fantasiosos rivales-. Hazme un favor y deja de meter mano del tómalo o déjalo, ya te he dicho que no es necesario. Diré más, es aburrido. Me quedaré y tendrás que soportarme, seguro que estarás acostumbrado a lidiar con personas menos interesantes que yo. Y si no, ya me he establecido como cliente, con mi objetivo y tu remuneración sobre la mesa, así que todo cuanto tendrás que hacer será tragar y, si incomprensiblemente no resulta de tu agrado, joderte. Además de llenarte los bolsillos, por descontado, pero algo me dice que eso es lo último que, en realidad, te importa de todo esto –remarcó, puesto que aunque el tiempo y el lugar fueran totalmente lejanos a cuanto tuviera que ver con un hombre de las enseñanzas de Fausto, nada le impedía comprobar la considerable magnitud de su interlocutor-. ¿Ves? Incluso alguien que se ha guardado todo el humo de la India en el cuerpo es capaz de leer en ti –y no mentía, lo cierto es que a pesar de que engañar como consecuencia de ocultar y no de falsear la realidad hubiera sido una de sus asignaturas favoritas a través del tiempo y del espacio, en aquellos momentos todo Fausto desprendía el inevitable suero de la verdad. Y afectaba también a quienes alcanzara con sus palabras-. Mas no he venido aquí por vos, caballero, sino por lo que presumís saber hacer y ante lo cual no volveréis a tenerme más receptivo en toda vuestra existencia, de modo que deberíamos aprovechar los dos. ¿No os parece? -chistó tras torcer su sonrisa, y abandonó la sarcástica forma del respeto- Y si no te lo parece, a mí también 'me es completamente indiferente', pues vas a atenderme de todas maneras. Deberías ir empezando ya.

Era perfectamente consciente, incluso en el paradójico estado de inconsciencia que había conseguido alcanzar gracias al rencor que le consumía por dentro con una eficiencia mayor que la de los suburbios indios y de cualquier rincón del universo, que prácticamente pedía a gritos que se burlaran de él. En aquellos instantes, era el agujero negro ideal para la mofa y la incredulidad, un simple engranaje más de lo que movía el infortunio y la podredumbre de aquel continente asiático. Si había dado la casualidad de caer en uno de sus puestecitos más graciosos y despectivos, el comportamiento del dueño del tugurio no resultaba extraño, y no obstante, aquella excusa no fue lo bastante consistente como para que al alemán se le pasara desapercibido. Pues realmente, la bajeza de aquellos fondos, parásitos y lucrativos, estaba demasiado ocupada en llevárselo todo por delante como para reírse de forma tan directa de quienes le daban de comer. Por muy lamentables que fueran, ellos eran los proveedores de ese mismo lamento y no se encontraban en posición de evidenciar sus risas de hiena así. Fausto veía, incluso con los ojos todavía presos de la nebulosa del tabaco, que su 'anfitrión' no se regía por nada de eso, había algo en él que le delataba sin darse cuenta, o tal vez sin que le importara lo más mínimo, y eso sólo les ocurría a los inocentes que no pretendían nada o a los que lo tenían todo tan bien preparado que no sentían ningún problema en improvisar sobre la marcha. Y aquel tipo estaba muy lejos de ser inocente, incluso sin darse a conocer como demonio europeo.

Así que Mefistófeles… -comentó, en tanto la inevitable distracción de sus pupilas se dejaba caer por los objetos y los movimientos con los que su futuro tatuador se preparaba- Te lo has buscado sencillito –apuntó, y también sabía de la ironía de que él precisamente dijera algo semejante, pues no podía comprender mejor las dimensiones que eran capaces de alcanzar los bautizos propios-. Muy bien, Mefistófeles. Ahora vas a adivinar cómo puedes llamarme a mí, ¿verdad?

No había forma humana o inhumana de camuflar que se trataba de un reto, un reto al embustero azar y las piezas de un tablero que, de repente, olía sobremanera al maestro del que ahora renegaba. De repente, se daba cuenta de que eran dos personajes destinados a encontrarse en una misma historia, en una misma escena. Fausto estaba demasiado drogado para construir teorías sobre planes o sabotajes en su contra, pero hasta cuando nublaban su arma más poderosa, sus instintos no podían tomarse un descanso y en aquella ocasión, estaban terriblemente perjudicados por las sensaciones, cosa que le hacía sentir con una potencia aún más desmedida que aquella persona era mucho más que el dueño de un antro de opio y tatuajes en la India. Ni siquiera con la arrogancia esperada de una juventud a punto de quedar atrás como la treintena, ni siquiera consumido por los estímulos más degradantes de la sociedad, Fausto podía dejar de parecer lo que, entre otras muchas cosas, era: endiabladamente interesante. Cada partícula de su ser demostraba lo mucho que sabía porque, a fin de cuentas, el conocimiento formaba parte inherente en él. Bienvenido seas.
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Mensaje por Invitado Lun Oct 06, 2014 7:13 am

Era tan apropiado que no dudara que no me costaba lo más mínimo darme cuenta de que había tocado fondo que casi pensé por un momento que era capaz de aproximarse aunque fuera un poco a mi infinita e inconcebible inteligencia... Pero sólo casi, y únicamente un poco, ¡por supuesto! Nadie aparte de mí era capaz de realizar maquinaciones tan acertadas y complejas en su perfección, precisamente porque nadie aparte de mí poseía tal atributo en uno mismo. La falta de cualquier falla era mi característica más principal, y él solamente era un simple peón en mi juego, así que jamás llegaría al nivel que yo portaba con orgullo, el orgullo del espartano Pausanias.

Lo gracioso, sin embargo, era que quería acercarse... ¡a mí! Y encima creía que podía leer en mí como si yo no hubiera dejado desde el principio que viera lo que yo creía. La soberbia de la juventud nunca dejaba de sorprenderme, especialmente en humanos que se creían un copo de nieve especial y único cuando no eran nada que no hubiera visto antes. Esos eran los gajes del oficio de verdad, la monotonía que después de milenios caminando por la misma tierra se terminaba consiguiendo pero no apreciando. Aún así, no negaría que era divertido; los humanos así siempre lo eran, especialmente a la hora de quebrar sus convicciones, y esa era exactamente mi intención con él.

¡Cómo le rompería el corazón cuando muriera Georgius! Por mucho que lo odiara o se hubiera dado a los placeres más mundanos para desafiarlo en el fondo, yo bien lo sabía porque a diferencia de aquel extraño individuo yo sí leía bien en los interiores de las personas, que en el fondo lo quería... ¡Patético! El amor era un sentimiento tan humano que cualquiera de sus manifestaciones me producían risa, especialmente si quien lo provocaba era un ser tan absolutamente mediocre como aquel hombre que tanto tiempo atrás me había calado tan poco que me había llamado Siegfried. ¿Qué se podía esperar de uno de sus acólitos... y más si había caído tan fácilmente en su trampa?

Bueno, sin que sirva de precedente iba a entrar en su defensa: absolutamente nadie sería capaz de resistirse a cualquiera de mis planes, pensados hasta el milímetro para conseguir mis objetivos, y él no iba a ser una excepción. Aún así, había sido tan insultantemente fácil que entre eso y sus palabras empezaría a aburrirme, pues ni siquiera había llegado a tener que ejercer las alternativas que siempre tenía preparadas por si el plan principal fallaba. Pequeños trucos de general que a uno nunca lo abandonaban, por mucho que ese uno (o Uno, porque mi perfección bien requiere que cualquier epíteto que se use conmigo valga lo mismo que un nombre) ya no utilice el nombre de entonces. Ah, los nombres... Qué ciencia más entretenida para alguien como él.

Deja de plantearlo todo como si fuera un desafío, no lo es ni para ti ni para mí, ¿o acaso crees que sí... Fausto? – repliqué, aburrido, y me separé de él para coger una cuchilla afilada semejante a las que se usaban para afeitar en locales de más renombre que aquel en el que yo había terminado. Ese era probablemente el único elemento que brillaba como si estuviera recién bruñido en la semioscuridad de aquel pequeño centro de reunión de dos psiques tan distintas y a la vez iguales como las nuestras. Tanto era así que parecía completamente fuera de lugar entre nosotros, pero jamás en mi mano, que siempre mostraría con su lenguaje corporal mi soltura a la hora de utilizar cualquier arma que tuviera un filo.

Me planté detrás de él y con firmeza abarqué su cabeza con mis dedos como si fuera una araña extendiendo sus largas patas para ejercer un control férreo sobre la superficie en la que se encontraba. Y tal parecía el efecto aunque sólo fuera por el hecho de que no podía moverse si no era guiado por mis movimientos, que de suaves tenían lo justo. Él pudo descubrir mi falta de delicadeza cuando le empujé la cabeza hacia delante, como si la inclinara en una muestra del respeto que me debía y que no me estaba dando porque parecía ser incapaz de hacerlo por naturaleza. De todas maneras, eso tampoco me importaba: pronto aprendería quién era y de lo que era capaz.

¿De verdad te parece que no busco hacerme rico con esto? Qué observador por tu parte, ¿qué te lo ha indicado? ¿El local de primera categoría o la localización tan perfecta para atraer clientela selecta? – ironicé, sonriendo aunque él no lo viera, y jugando con la cuchilla entre los dedos de mi mano libre. Me sería tan sencillo matarlo... Un tajo certero en cualquiera de las venas que veía y escuchaba latir y moriría, pero entonces se acabaría mi diversión, y sobre todo la misión que me había asignado a mí mismo. Solamente por eso resistí la tentación de desangrarlo. – Pero has tenido suerte, no te lo voy a negar: acabarás con una obra de arte, de mi arte. Que te guste o no es lo de menos. – sentencié.

Entonces, como si todo aquello hubieran sido simples preliminares, aproveché la posición en la que lo había dejado para empezar a rasurarle la cabeza, con tanta tranquilidad como efectividad. Había decidido que si quería dejarle una huella tan física como la que dejaría en el interior de su cabeza, el exterior de su cráneo era el mejor lugar para estampar el dibujo que quería representar sobre él: algo que le recordara a mí. ¿Alguien, acaso, había dudado de ello...? Pero, por supuesto, no me haría un retrato; no, lo que yo representaría sería algo diferente, algo tan simbólico como sólo el aprendiz de Georgius y el propio patético vampirucho podrían entender y apreciar. Sería mi firma, mi marca de identidad en alguien que iba a convertirse en mi víctima sin saberlo y sin poder hacer nada al respecto.

No necesito tenerte receptivo para saber que el resultado final te gustará. Puede que seas interesante, aún no me has demostrado nada aparte de que has tocado fondo y te da lo mismo ocho que ochocientos, pero en eso tienes razón: estoy tan acostumbrado a tratar con lo peor y lo mejor de tu raza que poco me importa si eres de un grupo o de otro. Ahora, quietecito; por mucho que te dé igual, dudo mucho que agradecieras que te cortara una oreja por moverte demasiado. – razoné, aburrido, y seguí moviendo su cabeza para continuar rasurándolo hasta que quedó lampiño, como el niño inocente que a mi lado parecía. Así, con la tabla rasa establecida, cogí una aguja limpia (no quería matarlo por eso... era indigno hasta para mí, ¡especialmente para mí!) y sin diseñarlo previamente comencé el diseño del primer cuerno del macho cabrío que había decidido estampar en él. De nada.
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Mensaje por Fausto Mar Dic 23, 2014 10:20 pm

La duermevela había llegado a unos extremos especialmente dudosos desde que cruzara sus primeras palabras con el desconocido que regentaba aquel local de opio y tatuajes, pero alcanzó su punto más álgido cuando estuvo a un solo centímetro de tragarse la madera de la mesa, con la nuca bruscamente acorralada por la mano de su anfitrión. El diablo Mefistófeles, que en aquella ocasión, no parecía dispuesto a persuadir a los eruditos con delicadeza. Sometido a aquella agresividad repentina, el narcótico podría haberse escurrido de las venas del alemán con la misma desenvoltura que tenían sus actos reflejos, hasta bajo la influencia de la droga, pues les había dado tiempo de frenar el golpe y mantener su cara a una distancia suficiente del condenado mueble. Ni siquiera entendía por qué se esforzaba aún en conservarlos, seguramente allí residía gran parte de su cruz como sucedáneo de perfección; que nunca podía relajarse del todo frente a cualquier posible ejecutor de la muerte, incluso si estaba tocando fondo. A pesar de que en aquellos precisos instantes, ni él mismo se lo creyera.

No hizo ni un solo movimiento más, mientras el hombre le soltaba la charla como si fuera él quien le estuviese haciendo un favor, demasiado insolente como para que un genio drogado de las enseñanzas de Fausto no se diera cuenta de que aquello no podía ser casualidad. Había ido a parar a las peores cloacas de la India, cuyos bajos fondos no tenían miramientos con nadie y menos si habían optado por acatar sus pútridas normas y hundirse en el fango del que, a su vez, vivían. No obstante, tras haber identificado ya la enorme diferencia que había entre el resto de parásitos de la noche y el individuo que ahora lo mantenía medio postrado, no dejaba de pensar (y 'pensar' en su estado hacía mucho rato que se merecía el calificativo de arte marcial en toda regla) que había algo premeditado en sus acciones. Podía ser cualquier fantoche de tres al cuarto que sólo estuviera buscando divertirse con los clientes más perjudicados del día, pero no lo era. No lo era de ninguna de las maneras.

El contacto de su piel podría haberle congelado hasta el corazón que tan ambiguo protagonismo estaba teniendo en aquel relato. Tenía los dedos tan gélidos como los del padre de quien aquel joven a medias huía, y olía a la misma muerte truncada. Ya no había duda alguna de que su aura pálida prevalecía sin ningún pudor y de que si le estuviera hablando a un palmo de la cara, podría haber detectado también unos colmillos que, por el momento, sólo escupían desdén y una retahíla de réplicas digna de un viejo resabido. Ninguna de aquellas características se ajustaba al desplante de su aspecto, mucho más lozano de lo que sugería tal comportamiento. A simple vista parecía, de hecho, más pequeño que él (irónico) y al sentenciar definitivamente para sus adentros que se trataba de otro morador de la noche como Georgius, sus uñas se clavaron por primera vez en la mesa, justo cuando empezó a afeitarle la cabeza.

A medida que sentía más y más liberada aquella zona, el hormigueo del opio volvió a extenderse por sus extremidades y de ese modo, sus pupilas danzaron por enésima vez en torno a la estancia, y fue entonces que se recrearon en la verdadera naturaleza de la decoración. Allí había materiales para tatuar, pero también vísceras de animales muertos, libros oscuros que prevenían de su lectura sólo con echar una ojeada al lomo, cruces egipcias, copas de vino rotas, velas ligeramente humeantes y hasta los restos de una calavera desperdigados en círculos. Aquél era un breve espectáculo, tan descarado como cuidadoso, de la nigromancia, como si algún narrador especialmente cruento estuviera reescribiendo la historia del revés… Fausto y Mefistófeles. Invocación y adivinación. Magia negra y firma del autor. El escenario y los actores. Todo para representar el final de la primera parte de la ópera.

Le estaban esperando a él.  

Sus ojos fueron lo único en reaccionar visiblemente tras sentir el filo de la aguja penetrar en su esquilado cráneo, algo que no podía siquiera apreciar nadie debido a que los tenía casi pegados a la mesa. Sus manos, sus brazos, su espalda, su cuello, no experimentaron cambio alguno cuando el tatuaje empezó a abrirse paso por su carne con la misma desconsideración que había ido a buscar. Su voz, sobre todo su voz, permaneció acallada, mientras sentía el dibujo de la sangre recorrerle las ideas y profanar el templo donde solía guardarlo todo. Sólo el azul glacial de su mirada se removió, como el último de los guerreros en lanzar un alarido que hiciera temblar a las Termópilas, sin una sola muestra de dolor en su apariencia dejada, vulnerable y corrompida. Pues nada de todo eso había sido capaz de hacer de él una persona débil.

¿Acaso no vas ni a intentar convencerme de hacer un trato? ¿Venderme los parajes más recónditos de la tierra? ¿Hacer todo lo que yo te pida a cambio de servirte en otra vida? –habló finalmente, sin un ápice de alteración en su tono excepto la sorna; en efecto, el muy desgraciado estaba haciendo referencias burlonas al tiempo que le cosían a palo la cabeza...- Menudo carácter, creía que la eternidad os daba tiempo de sobras para la paciencia, la misma que tan bien te ha venido a la hora de jugar con magia negra –apuntó, y en mitad de aquel torbellino de mentes extraviadas y dolor punzante, una sonrisa déspota logró coronarse en sus labios-. ¿Se te ha olvidado recogerlo todo para la 'clientela selecta'? ¿Por qué no me dices ya quién eres, ahora que has conseguido que llegue hasta aquí, y qué clase de tejemaneje de brujo estás pensándote mientras me marcas ahí arriba?

No era ningún desafío, ni para Fausto ni para él… Y el Ganges también tenía agua cristalina donde bañar a las cortesanas del Rajá antes de trajinárselas.
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Mensaje por Invitado Sáb Dic 27, 2014 6:04 am

Sonreí ampliamente sin que él lo viera, aunque realmente me habría importado muy poco si lo hubiera visto, cuando mencionó la magia negra. El humano juguete de Georgius era condenadamente lento incluso para estar colocado de opio, pero por fin había caído en la trampa que le había trazado desde el maldito primer momento. ¿O es que se creía que la decoración del localucho estaba dejada al azar! Por el amor de todos los dioses, ¡yo jamás dejaba nada al azar que no pudiera sacar con mi enorme carisma y mi considerable labia! Eso significaba cometer errores, y mi perfección luchaba contra la misma idea, una que me era tan ajena que era como si me diera la misma alergia que el Sol.

Sabía a la perfección, obviamente, que podría convencer a un calvo de comprarse un peine si eso servía a mis intereses, la experiencia me lo había confirmado tantas veces que sería demasiado aburrido insistir demasiado en el tema. Eso no significaba que renegara de algo que me era muy propio como lo era provenir de la patria que había inventado el teatro moderno, así que era inevitable que me sirviera del atrezzo como quien se valía del paisaje a la hora de construir un edificio. Exactamente igual que en Epidauro... sólo que perdido en la putrefacta India. Un salto temporal considerable, pero jodidamente apropiado dado que se trataba de mí, y no de otro, quien lo realizaba.

La conclusión final, el porqué de toda esta verborrea, era en realidad bastante sencilla: yo quería que él, aquella suerte de Fausto que sólo conmigo había encontrado la horma más apropiada para su zapato, cayera de pleno en mi trampa e hiciera lo que a mí me venía en gana. La verdad se podía decorar como a uno se le antojara y, como en todo lo demás, yo era un experto en conseguir que pareciera lo que no era, pero en la intimidad de mi mente yo sabía bien que el objetivo final era ese y no otro: domarlo.

Sólo así, anulando su voluntad al prometerle el oro y el moro, podría someter a alguien tan curioso que ni siquiera había reaccionado (visiblemente, por supuesto; en realidad lo había hecho desde el momento en que me había visto, como todos) cuando lo había estampado contra la mesa y que ni siquiera lo hacía siendo tatuado. Curioso, otra vez, porque según tenía entendido a los débiles humanos les dolía bastante, pero como yo hacía mucho tiempo que había dejado de estar aquejado de cosas tan mundanas no iba a esforzarme ni siquiera en intentar entenderlo. La empatía era para los débiles como Georgius, no para mí, un Mefistófeles con todas las de la ley que a punto estaba de imitar al genuino al ofrecerle a Fausto un trato que no podría ni querría rechazar.

¿Es que acaso te crees que eres clientela selecta? Aquí la nigromancia es más necesaria que el agua podrida y sucia del Ganges, ¿no lo sabías? Ni aunque el gobernador de turno bajara aquí a pedir mis servicios se escandalizaría lo más mínimo al ver toda esta parafernalia. Es más: le encantaría. Es aún más tradicional que tatuar con hilo y aguja o que las condenadas castas. – expuse, con tanto aburrimiento como sorna había utilizado él y con los ojos perezosamente deslizándose por su cráneo lampiño a medida que las líneas del tatuaje iban dándole la forma que yo deseaba que tuvieran: la de un macho cabrío. La mía, si tan pesado se ponía con el Satanismo y el Ocultismo, donde evidentemente yo era la forma más demoniaca que se encontraría jamás.

¿Quería de verdad saber quién era por perezoso o porque le apetecía escucharlo de mis labios? Estaba seguro de que se lo imaginaba ya a aquellas alturas porque no parecía estúpido, y como mis apreciaciones tenían la mala costumbre de soler ser ciertas ni siquiera puse en tela de juicio que aquél mortal a lo mejor no era tan inteligente como lo había considerado en un principio. Necesitaría demostrármelo, en todo caso, pero no llevaba el camino de hacerlo; únicamente parecía estar a punto de caer en mi trampa, pero ¿qué podía decir? Cualquiera lo haría. Era demasiado bueno para aquel mundo que no sabía valorarme en mi enorme talento.

¿Quieres que hagamos un trato? ¿Quieres que te ofrezca descubrir rincones del planeta a los que nadie ha acudido antes y que todavía están puros de toda sociedad moderna? ¿Quieres que yo, ¡yo!, me convierta en tu sirviente para que luego tú me lo pagues con tu eternidad ardiendo en el Infierno? Por favor, te creía más original. – bufé, casi, con la ironía por fin tiñendo mis palabras y poniendo incluso los ojos en blanco, aunque él no lo vio. Curiosa aquella comunicación que llevábamos, en la que ni siquiera nos veíamos las caras pero sabíamos exactamente (aunque yo más exactamente que él, por descontado) lo que pensaba el otro.

¿Que cómo lo hacía? Ah, era sencillo: como a todos los demás, a él le resultaba inevitable sentirse atraído por mí. Era una constante desde que era un crío y me habían buscado numerosos adultos para educarme en la maldita agogé espartana, tan común que me sorprendía que nadie la hubiera utilizado para quejarse de la explotación que los empresarios imponían sobre los quejicas de los trabajadores. Estaba acostumbrado a ser respetado, escuchado y admirado; lo que me sorprendería sería lo contrario, pero siempre me aseguraba de provocar el efecto que me venía en gana en mis receptores, y Fausto no era ninguna excepción.

Pero, si tantas ganas tienes, te diré quién soy. ¿Te ha hablado tu adorado Georgius del Gran Nigromante? Así es como me llaman aquí por su culpa... Ya sabes, se ven obligados a bautizarme nombre porque, si no, no pueden clasificarme como nada salvo extranjero y me tendrían miedo. Los patéticos mortales y su manía de ponerle nombres a todo... – suspiré, hastiado en apariencia, y detuve el diseño sólo para alzar su cabeza y que viera un animal muerto con las tripas abiertas en canal, justo frente a él. – Entre otras cosas, adivino el futuro con alimañas como esas. ¿Sabías que los intestinos son capaces de decir un montón de cosas si estás lo suficientemente receptivo? Ah, la receptividad lo es todo, Fausto. Igual que la de los muertos. Podría invocar a alguno para preguntarle sobre tu futuro; hay muy pocas cosas que yo no pueda conseguir si me lo propongo. La vida y la muerte no tienen secretos para mí. – concluí, encogiéndome de hombros y volviendo a ponerle la cabeza en su sitio.

¿Qué había de verdad y qué de exageración en lo que yo estaba diciendo? Ah, eso era una sorpresa para él si es que tenía la curiosidad por averiguarlo, pero era inevitable que lo hiciera porque él mismo me había sacado el tema. Así funcionábamos los chamanes timadores y yo: cogíamos lo que nos daba inconscientemente nuestro interlocutor y lo usábamos a nuestro favor. La única diferencia era que yo, aunque podría serlo, no era un timador: verdaderamente sabía de nigromancia y podía comunicarme con los muertos como se me antojara en cada momento gracias a un par de truquitos que había aprendido aquí y allí sobre reconocer a los fantasmas que vivían entre nosotros. O morían, sería más apropiado, aunque era precisamente eso lo que a Fausto le interesaba: la vida, la muerte y, sobre todo, cómo esquivarla. Ahí era, precisamente, donde yo atacaría.

A él, por supuesto, no le enseñé nada. Le gustan mucho más los temas de absurda meditación y la paz interior que perturbar el descanso eterno de nada o de nadie, por eso ha terminado huyendo de mí. Qué oportunidad más desaprovechada, ¿no crees? Pero, en fin, así es Georgius. – mencioné, como de pasada, pero plenamente consciente de la satisfacción con la que acababa de confirmarle que, sí, conocía a su maestro... Y que además era alguien que me temía y con quien había tenido un desacuerdo en un tema que a Fausto le interesaba enormemente. Ahora sólo faltaba esperar a que el colocado Fausto superara el efecto de los opiáceos y cayera de lleno en la trampa que le estaba preparando con la habilidad que me caracterizaba.
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Mensaje por Fausto Mar Feb 10, 2015 1:53 pm

Las alucinaciones le habían estado haciendo compañía durante aquellos tres días, como si la encrucijada del subconsciente aprovechara cualquier oportunidad para trasladarse del mundo de los sueños al acecho enfermizo de la realidad misma. Pues eran exactamente iguales que el tejemaneje que se traían sus pesadillas desde que su ambición había acabado por destrozarle los parámetros y sobrevivir a una promesa que al final nunca vería la luz. Fausto, por el contrario, la vería hasta su último aliento de vida.

Tras las puertas oníricas de su mente, el demonio se le había aparecido para charlar, para tenerlo completamente absorbido por sus conversaciones sobre el mundo e intercambiar opiniones acerca de qué había detrás de aquella urgencia casi repentina por la inmortalidad; de qué había realmente al otro lado del umbral de la perfección que ambos buscaban y obtenían a partes iguales, pero de la manera más distinta. Normalmente no recordaba la cara que tenía su infernal interlocutor, y cuando lo hacía, tampoco servía de nada porque al próximo sueño, se mostraba con otra muy diferente. Su voz, no obstante, nunca cambiaba y aunque no se parecía ni lo más mínimo a la que escuchaba entonces de los labios de aquel Mefistófeles, tenía la misma convicción y la misma osadía en sus alegatos. Mas había algo que les diferenciaba por encima de todo y era que ése de ahora todavía no se había dado cuenta de que el verdadero objetivo de su villanía era Fausto, y no su mentor. Tal vez, uno de los nombres de la figura histórica que había propulsado aquella leyenda alemana pudiera haber sido el de Georgius, pero no era el suyo, sino el del hombre a quien le estaban tatuando los cuernos del macho cabrío, el que llevaba todo el peso de la fábula que protagonizaba aquel vil encuentro.

El joven escuchó atentamente cada palabra que expulsaban los colmillos del ser en cuyas frías manos había dejado el destino de su piel, sin interrupciones, sin parpadeos y casi sin respiración. Al menos, ni un solo jadeo de sopor o ensimismamiento, propios de los efectos del opio, se escapó de su cuerpo, así como hasta el más nimio escondite de su mente quedó momentáneamente descubierto con aquellas revelaciones que pasaba a escuchar, por fin, en voz alta. Allí lo tenía, en mitad de toda esa crisis interminable, al vampiro que mordió a Georgius, al padre de su padre, al viejo titiritero que había hecho del libre albedrío una burda utopía, de principio a fin. ¿Quería hacer realmente un trato con el Mefistófeles de su cuento? ¿Quería preguntarle por su futuro a través de la magia negra que había iniciado la tragedia por la que era conocido su nombre? ¿Quería permanecer allí para descubrir en qué estado iba a quedar para siempre el dibujo de su carne?

Incluso echado a perder como estaba, ahora ya podía comprender muchas cosas, pero también extrañarse de otras.

¿'Los temas de absurda meditación y la paz interior'? –repitió finalmente- No sé a qué Georgius conocerías tú, pero sin duda sería una de las tantas capas vampíricas que dejaría atrás una vez lejos de tu compañía –afirmó, y sin apenas soberbia, más bien con una determinación legítima, verdaderamente curioso ante el primer síntoma de ignorancia que su demonio particular manifestaba aquella noche-. Por supuesto que la meditación y el sosiego que ésta conlleva han estado presentes en sus enseñanzas, pero de absurdos han tenido bien poco, si consideramos que sólo buscan ayudar a la implacable labor de controlar el cuerpo y separarlo de su ponzoña humana –En efecto, de las emociones. Ésas que su maestro le había ayudado a desechar para anteponer siempre la razón, acabara siendo o no un hecho atronadoramente irónico en el desenlace de su historia. Era lo de menos en aquellos instantes, porque por fin acababan de reflejar un fallo en el libreto de aquella obra de teatro que misteriosamente había preparado Mefistófeles para él-. ¿Acaso no sabes que llevo a su lado desde niño? –replicó, y sintió cómo se le estiraba la piel de la cabeza nada más alzar ambas cejas al mismo tiempo- Tampoco sé qué pensarías que podrían haber sido en realidad sus otras compañías a lo largo de su vida, pero ya estoy yo aquí para aclararte que sólo ha tenido un discípulo en toda ella y está delante de ti ahora mismo. Lo he sido durante casi veinte años, una cifra bastante endeble si la comparamos con vuestra inmortalidad, pero más que suficiente para destacar esta excepción en la que me he convertido y de la que tú, el Gran Nigromante, no pareces estar muy enterado –observó, mientras extendía toda la palma de su mano sobre la mesa y apegaba cada una de las yemas de sus dedos a la madera-. Interesante.

Si aquel monstruo que había pasado por ahí para emular al de los sueños del alemán supiera la prueba a la que su 'pacífico' y 'moralista' Georgius le sometió con menos de once años… El sadismo y la sociopatía nunca habían tenido un encuentro tan poético, ni tan intelectual. Ni tampoco un final como el que protagonizarían el mismo maestro y el mismo pupilo.

Fausto volvió a moverse con algo de libertad cuando parecía que a la tarea de su tatuador no le quedaba mucho más tiempo. Se incorporó tras sentir su cráneo desprovisto del gélido agarre de esas manos y la punzante aguja con la que le había marcado, y aprovechó que el otro hombre también se alejaba unos centímetros para darse la vuelta y apoyarse en la mesa, esa vez todo lo de pie que podía estar en su estado y de cara al juez maquiavélico de aquella velada. El rojo de la sangre goteaba con lentitud desde su cabeza hasta su garganta, y contrastaba con el impávido azul de sus ojos, penetrantes e igual de afilados que el material de Mefistófeles.

'Oportunidad desaprovechada', muy ocurrente que hayas dejado caer esas dos palabras. Sería un pésimo público de tu espectáculo si decidiera ignorarlas, así que adelante, porque lo estás deseando: Cuéntame más.


Última edición por Fausto el Mar Mayo 31, 2016 12:51 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Invitado Lun Feb 16, 2015 2:24 pm

Pues claro que quería saber más... ¡se trataba de mí, y no de Georgius, de quien habláblamos! Solamente que hubiera pasado unas cuantas décadas con él le hacía preferir a su maestro, era la única excusa que tenía cierta validez, pero que al final resultaba tan inapropiada como todo lo demás, sencillamente porque yo se lo había puesto todo en tela de juicio diciendo la verdad. Para una vez que lo hacía, además... Qué no estaba dispuesto yo a cambiar con tal de conseguir cumplir mis planes y objetivos a la perfección.

Aunque Fausto se lo hubiera tomado como un error, era evidente que no podía tratarse de eso porque en mi naturaleza perfecta no se encontraba cometerlos, en absoluto. En todo caso sería una jugarreta personal de Georgius, que a mi lado había empalidecido tanto que no había demostrado que en el fondo era tan cruel como yo me había imaginado cuando lo había convertido, hacía tantos años, pero ¡qué se le iba a hacer! Consideración poco acorde al Georgius que conocía él o no, su curiosidad hacía tanto tiempo que la había captado que ni siquiera necesitaba retractarme, eso en caso de que se me hubiera pasado por la cabeza hacerlo más que en un hipotético caso.

Separarlo de su ponzoña humana... Curioso que te lo enseñara alguien que se supone que no lo era, ¿no lo has pensado? Georgius puede fingir ser como le apetezca, debo reconocerte que yo nunca lo consideré un buen actor y eso que de teatros sé un tanto, pero en el fondo ese siempre ha sido su problema: es demasiado humano. – reflexioné en voz alta, indolente como solamente podía yo serlo, pero una vez más diciéndole algo que no era falso ni invención mía, por lo que solamente podía ser inferior a cualquiera de las mentiras que salían de mis labios. Qué limitada era a veces la verdad...

Y qué limitado era Georgius cuando quería. ¿Cómo no había sospechado que la mejor manera de no ganarme como enemigo y decepcionarme era mostrarme que de verdad podía ser un monstruo, como yo siempre le había exigido que fuera? Lo que aquel humano, víctima de una víctima mía, habría sufrido con él durante veinte años no era nada que no le hubiera hecho yo a su maestro durante una, dos y hasta tres décadas, espaciadas en el tiempo pero no por ello menos destacadas. Si él supiera lo que era el dolor, ese que yo captaba a oleadas de su mente y que provenía de sus recuerdos, tendría mi misma opinión acerca de Georgius, pero alcanzar ese nivel de perfección por parte de un humano era de ilusos... y yo no lo era, jamás lo había sido y no lo sería nunca.

¿Debería saberlo, en realidad? Llevo siglos sin verlo, literalmente hablando. Hace como unos cien años que supe de él por última vez, luego le perdí el rastro porque no me interesó demasiado buscarlo. Si lo hubiera hecho, tal vez habría encontrado a algún pupilo con el corazón roto porque Georgius jamás ha tenido el valor de morder a nadie y que buscaba que se le diera una explicación. Supongo que haber pasado veinte años con él te daría a ti el derecho a una excusa, al menos. – deduje, llevándome un dedo a la boca y subiendo los ojos al techo, más bien al adobe que se estaba empezando a agrietar en aquel local de mala muerte donde había decidido, por un tiempo al menos, establecerme.

Un instante después mis ojos volvieron a capturar los suyos, pero sólo un momento, lo que me costó bajar hasta la sangre que caía por su cuello y que aún no se había mezclado con la tinta del tatuaje que ya había terminado de hacerle. En ese momento, mis instintos de vampiro se mezclaron con el argumento de la farsa que estaba organizando en torno a nuestro encuentro y su mente, voluble por las drogas, y me acerqué a él para coger su cuello con las manos y después catar la sangre que caía, ahora por mis palmas.

Oportunidad desaprovechada por esto. Recuerdo que cada vez que decía que iba a morder a alguien se enfadaba tanto... No tenía por costumbre matar al alimentarse, y eso en cierto modo podría llegar a parecerme normal, ¡porque lo he visto hacer tantas veces...! Pero el colmo de su humanidad era que no quisiera que convirtiera a nadie. Por supuesto, yo no lo escuchaba, pero creo que ha seguido con la misma cantinela con todos los que acogió bajo su ala... – añadí, sin borrar la sonrisa de mi cara, y bajé a su cuello para amagar que lo mordía aunque, en realidad, únicamente capturé un poco de sangre, la suficiente para dibujar una mueca en mi cara hasta si permanecía con expresión neutra.

Entonces me aparté como si tuviera la lepra o, peor, como si a mí realmente pudiera afectarme la enfermedad y arrebatarme algo de perfección... Hilarante idea, desde luego. Lo que no hice fue quitarme su sangre ni de las manos ni de la cara; aparte de que era un brillante accesorio para mi actuación, ese maravilloso atrezzo del que no dejaba de valerme, su sabor era interesante, quizá por eso de estar mezclado con el opio y con tanto alcohol que apestaba a destilería a varios kilómetros de distancia, incluso.

Fausto... No estarás pensando de verdad que has sido su único pupilo, ¿no? Es un inmortal, veinte años para él significan lo mismo que nada. La historia ha ido repitiéndose a lo largo del tiempo tanto que es hasta aburrido. Podría darte nombres, pero necesitarías buscar sus tumbas y no creo que tengas tiempo ni ganas para ver cadáveres que son responsabilidad de tu querido maestro. Él podía haberlos salvado, él podía haberlos convertido, pero no lo hizo. No cree en compartir el don... Y yo sí. Yo no tengo ningún inconveniente en hacer lo que él tiene demasiado miedo de hacer contigo, Fausto. ¿Y tú? – propuse, con los ojos de nuevo clavados en él, y por fin, entre esa intensidad que era capaz de provocar un incendio y la sangre, empecé a parecer no solamente el Gran Nigromante que era y decía ser, sino también el vampiro antiguo que había convertido al hombre que se negaba a convertirlo a él.
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Mensaje por Fausto Mar Oct 06, 2015 8:19 pm

¿Con que sabía un tanto de teatros? Por descontado, eso no hacía falta que lo jurara. 'Jurar', sí, era tronchante la sola idea de barajar ese verbo entre las acciones que el Gran Nigromante se merendaba para blasfemar ante el mundo y ante aquella humanidad que parecía asquearle a tal escala, aunque seguro que no tanto como todo lo que se empeñaba en demostrárselo. En realidad, Fausto no podía culpar a ese monstruo, ni a las mil caretas que cubrían su rostro, pues él mismo también renegaba del resto de transeúntes que emponzoñaban la tierra. A decir verdad, se veía demasiado reflejado en aquel reguero de fluidos carmesí que Mefistófeles le había arrebatado entre puntada y puntada, incluso el que restaba en los milimétricos recovecos de la aguja y las uñas de sus dedos convertidos al arte del tatuaje. Tenía gracia que el espejo de las destructivas similitudes entre ambos restara en el cuerpo de ese vampiro a través de su propia sangre.

Apenas se movió al sentir el tacto del otro hombre en su cuello, ni sus ojos aminoraron el estruendo azul que ahora se desparramaba por aquella estancia hambrienta de claroscuros, con la cabeza del brujo inclinada sobre él. Doblegando la intimidad del futuro cazador de todas las formas que hubiera a su alcance, precisamente porque podía, porque ese diablo no dejaba de ser un dramaturgo obsesionado con valerse de todos sus recursos, de aprovechar hasta el más mínimo detalle para violar a los demás con todo ese desprecio. Sin embargo, la falsa respiración de ese chupasangres cerca de sus clavículas no consiguió alterarle la suya. Quizá porque en aquellos momentos, era igual de falsa sin necesidad de recibir ese mordisco por el que se había vuelto un despojo de codicia y frustración. El organismo de Fausto ya hacía mucho rato que había abandonado los parámetros terrenales, en cualquier sentido que afectara a su cuerpo, pero por encima de cualquier otra cosa, a su mente. El verdadero artífice de todo.

¿Te diviertes? –expulsó, de modo que los interrogantes apenas cobraran fuerzas, sino más bien como burdo acompañante de lo que sabía de sobras; de lo que tenía delante de su perfecta ruina- Porque puedo ver claramente que siempre has preferido volver loca a la gente antes que rodearte de locos –Fausto, perfecto hasta para derrumbarse, no sin antes conocer cada milímetro de quien lo empujara al precipicio que, en aquella ocasión, se había creado él solito. Aunque puede que ése fuera otro sino más que se abastecía de su repertorio de tragedias: construirse cada día un precipicio que pisotear por los bordes y del que siempre se obligaba a no caer. Pero no aquella vez.

Con los recuerdos punzantes de la nueva huella de Mefistófeles en la piel de su cráneo, el joven alemán se alejó de quien acababa de barrer con los puestos de su vida para encajarse felizmente como su demonio personal; el beso sangriento de un némesis incompleto. Aquel ser inmundo no lo sabía, pero acababa de cambiar el curso de su propia historia sólo con aquel capricho sádico y efectivo. Era el niño que jugueteaba con el cadáver de un pájaro muerto, sin saber que tenía el afilado pico de otro apunto de abalanzarse sobre su nuca. Con la diferencia de que el ave rapaz que lo ensartaría a él llegaría ocho años más tarde.

Su espalda chocó contra la pared más próxima, que no dejaba de estar a unas pocas pisadas de su anfitrión (que ya podía hacerse llamar 'carcelero'), y se deslizó por ella hasta terminar sentado en el suelo, con la sangre aún sobre su cabeza, sobre su cuello y ahora sobre sus hombros. Si aquel vampiro no quería quedarse sin el verdugo de sus maquinaciones, debía apresurarse a evitar que aquel violento tatuaje no acabara por infectarle, pero de momento, el muchacho permaneció así, demasiado aturdido por la manipulación que estaba sufriendo de manos de su nuevo padre. Hasta si para la relación que tenía con Georgius era demasiado obvio lo mucho que aquel intruso pretendía conocerlos en vano, a ambos, Fausto no dejaba de estar en su peor momento, que era a su vez el mejor momento para Mefistófeles.

¿Vas a hablar sin embustes por primera vez en toda la noche? ¿O eso no entra en tus planes? -No, claro que no. Aquella bestia era el ilusionista iluso que había subestimado a su marioneta- Depón tus insinuaciones y di qué es lo que quieres -Pero una marioneta con vida propia, a fin de cuentas, y en el futuro, al titiritero le iban a costar muy caros los hilos que se atreviera a mover aquel día-. No dejas de escarbar en mi cabeza para dar con el punto exacto de mis obsesiones, pero si sólo pretendieras colaborar en mi descenso al vacío, hoy no necesitarías más, y tú sí estás apuntando a más, estás obcecado con hacer uso de tu supuesta altura –continuó incidiendo, con un dominio del habla demasiado conocedor para haber perdido esa batalla-. Si tantas quejas tienes sobre Georgius, ¿qué haces gastando tu tiempo en hablar de él? Si tan seguro te hallas de que no me acerco para nada a tus ideales de grandeza, ¿por qué insinúas que me entregarías justo lo que me está siendo negado? –casi rugió, aun cuando de su voz no salió grito alguno, sino que se volvió más cavernosa, más irreal, y se elevó por toda la habitación hasta incrustarse en la figura de Mefistófeles al mismo tiempo que su mirada. Todavía azul y, sin embargo, abrasadora- Si tú eres mucho mejor que cualquiera... ¿Por qué no podría aspirar a sus colmillos, pero sí a los tuyos?

Estaba allí, sentado contra la pared, con las piernas flexionadas y los brazos extendidos sobre sus rodillas, borracho, drogado, sangrante… y a pesar de todo, su mirada seguía siendo la de un hombre sobre el precipicio de cara a un infinito que jamás podría moverlo. Marcarlo, despreciarlo, incluso matarlo en todos los sentidos. Desde arriba, desde abajo, por la espalda o en la cara. Y nunca moverlo. Nunca diseccionarlo.

No pienso culminar mi autodestrucción para alguien que no la valora.

Ni siquiera para alguien que ostentaba el título de perfección. Y con eso, el ego del Gran Nigromante no podía ser tan ciego. La excusa de la indiferencia o de la lástima nunca funcionaba con el ego. Ya sería un claro atentado contra sí mismo.


Última edición por Fausto el Lun Feb 01, 2016 7:39 am, editado 1 vez
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Mensaje por Invitado Sáb Dic 12, 2015 9:29 am

¿Divertido? Francamente, me parecía hilarante, ¿cómo si no se explicaba que siguiera vivo? En caso de aburrirme le habría partido el cuello sin miramientos nada más despertar el más mínimo tedio en mí, no hacía falta más que mirarme para darse cuenta de ello, y sin embargo él, en su maldita capacidad para irritarme, había hecho una pregunta cuya respuesta debería haber sabido. ¿Es que Georgius se los buscaba tan estúpidos como lo era él…? O, mejor dicho, ¿es que a Georgius le gustaba que parecieran avispados y que luego no supieran hacer la letra o con un canuto?

Tal parecía la respuesta a la situación que se estaba presentando delante de mí, una que ni siquiera me extrañaba. ¡Por favor! Lo había visto ya todo, era muy complicado lograr sorprenderme, y aunque él hubiera podido hacerlo al principio por lo fácilmente que había caído en mis redes, su efecto ya se me había pasado. Se acercaba el final de la función, utilizando la analogía teatral que tanto me había servido hacía apenas unos minutos, y yo estaba dispuesto a irme por la puerta grande y logrando una ovación mientras que él sólo podría salvarse gracias a mi deus ex machina, eso si tenía piedad.

¿Y la tendría? La verdad, lo ignoraba. Iba a ser el instrumento que utilizará para quitarme un problema espinoso del camino, pero más allá de eso todo quedaba en absolutas incógnitas que no iba a plantearme siquiera responder. A fin de cuentas, yo era perfecto, mi respuesta final lo sería decidiera salvarlo o matarlo, así que ¿importaba realmente? No. Lo que sí que lo hacía era su estúpida naturaleza humana, que lo hacía tan frágil que si no me ocupaba de su tatuaje sangrante seguramente acabaría muriéndose en mi cabaña, incapaz de cumplir su objetivo.

¿Por qué? Porque yo valoro el talento donde pienso que puede existir, Georgius no. Ante tu autodestrucción, ¿qué crees que diría? Yo la valoro, aunque pienses lo contrario; yo te considero lo suficientemente significante para plantearme clavarte los colmillos y darte de mi sangre. ¿Él? Bueno, ya sabes la respuesta, no tengo por qué decírtelo yo aunque eso suponga privarte del sonido de mi voz. – afirmé, y sin darle tiempo a que se moviera (como si pudiera, en su estado…) me acerqué a él y lo cogí de la cabeza para echársela hacia delante y que su tatuaje volviera a quedar a la vista. ¿Su tatuaje? No, mi obra de arte.

Igual que la tinta que cicatrizaría sobre su piel, la persona que nacería de mi venganza sería enteramente obra mía, muchísimo más personal que cualquiera de los vampiros que había engendrado con el paso de los siglos. Sería tan personal que, con toda seguridad, lo recordaría, mientras que a los chupasangres patéticos era incapaz de contarlos en mi mente, no por auténtica incapacidad porque obviamente seguía tratándose de mí y era brillante hasta en eso, sino por auténtica falta de interés. Interés que, a mi pesar, sí que tenía puesto en él; lo suficiente al menos para dejarlo vivo, y eso, dadas las circunstancias, no era moco de pavo.

Si tanto insistes, te hablaré sin embustes, pero eres tan desconfiado que puedes estar seguro que creerás que miento igual. ¿Me escuchas, humano? Atento, porque esto es importante, es exactamente lo que llevas queriendo saber desde que me has conocido… – insinué, y después alargué el brazo hacia una de las mesas del lúgubre local, por llamarlo de alguna forma, para coger un ungüento que pasé a aplicar por la herida abierta que la aguja había grabado a fuego en su nuca, en una zona donde él jamás vería mi presencia aunque siempre supiera que estaba sobrevolándolo, observándolo y vigilándolo para que no se alejara del camino que yo quería que siguiera, el único camino recto para él.

Mata a Georgius. Si matas a Georgius, Fausto, te prometo que yo, Mefistófeles, el Gran Nigromante, cualquiera de los nombres con los que quieras referirte a mí, te morderé y te convertiré en lo que tanto ansías ser. – juré, en cuanto hube terminado de aplicar la loción, y para que lo viera con la certeza total que estaba imprimiendo a la mentira le alcé la barbilla con los dedos para capturar sus ojos, que bailaban al ritmo que yo les estaba imponiendo.

Permanecer serio cuando quería echarme a reír por semejante mentira me costó, pero por supuesto lo conseguí porque el fracaso no entraba jamás dentro de mis posibilidades, y mucho menos en ese tema. Mantuve su mirada y conseguí que él creyera que estaba dispuesto a hacer algo que muchas veces había hecho, pero que con él en concreto no haría. ¡Menuda bofetada de realidad sería para él darse cuenta de que los vampiros mentimos…! Y tanto que mentimos, él lo había dicho: todo lo que había salido por mi boca salvo una pequeñísima excepción eran embustes, y él los había captado, pero ahora no lo haría porque estaba jugando con su sueño, y eso eran palabras mayores.

Puedo matarlo yo, claro está; como creador suyo, es casi un imperativo moral que me encargue de eliminarlo… Pero, si lo hago yo, ¿cómo sabré que eres lo suficientemente fuerte para llevar mi sangre en tus venas? Yo no convierto a enclenques ni a pusilánimes, Fausto; si doy el Don a alguien, es sólo a los que son tan fuertes que superan las pruebas que yo pongo. Pues bien, si tú superas esto, yo te convierto; ¿qué opinas de esta ración de lógica aplastante? Acepta o niégate, en cualquier caso yo lo sabré y actuaré en consecuencia. De eso no te quepa duda. – afirmé, esta vez intercalando algo de verdad, y me incorporé, tras lo cual me limpié los dedos de ungüento y de su sangre en las paredes de la choza, honradas de la presencia de alguien como yo.

Él lo haría… Oh, por supuesto que lo haría. El embotamiento del que hacía gala era inoportuno para razonar sobre mi grandeza, pero no para alimentar el deseo que lo había llevado a tal estado de desvinculación con lo terrenal. Incluso si al principio se negaba, al final terminaría convenciéndose de que lo haría y era lo apropiado, y por fin la cabeza de Georgius estaría sobre un plato y él, el humano, se daría cuenta de que hay seres con los que nunca es recomendable jugar… al menos si se quiere salir indemne de la partida, claro está.
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Mensaje por Fausto Sáb Ene 30, 2016 12:42 pm

No había más que decir. La suerte no estaba echada. La función no debía continuar. La venganza era un plato a mil lejanas millas de tener que servirse frío. Ninguna frase prefabricada que se repitiera en el tiempo como el eco de los errores de otros serviría para saciar al sediento, ni para alimentar al hambriento, ni para curar al enfermo. Aquel pobre diablo a merced del más despiadado de todos los que pisaban la rueca del mundo no tenía precedentes, porque aquel verdugo acababa de maldecirle con su infecta exclusividad. Incluso cuando los pies y las manos de aquel Mefistófeles portaban el aroma a sangre de cientos de vidas arrebatadas o perturbadas en su transcurso hasta toparse con su magnánima firma, que marcaba un antes y un después perpetuo en cada uno de ellos. Pero ni el autor de tal pasaje encontraría las palabras adecuadas para describir a su particular obra de aquella noche perdida en la India. No en aquel momento, no hasta dentro de muchos años que valían lo mismo que un suspiro para él y, sin embargo, un suspiro que cambiaría la monotonía de un vampiro para siempre.

'Mata a Georgius. Si matas a Georgius, Fausto, te prometo que yo, Mefistófeles, el Gran Nigromante, cualquiera de los nombres con los que quieras referirte a mí, te morderé y te convertiré en lo que tanto ansías ser.'

Como si pudiera tejer igual de bien lo que decía que lo que tatuaba, el hombre por el que le sangraba la cabeza supo incidir aquella frase en él hasta hacerle sentir que sus entrañas ardían al mismo tiempo que el ungüento sobre su cráneo marcado de por vida. Fausto sintió cómo la insensatez y la ambición se enzarzaban en una lucha tardía por ver cuál de las dos se atrevía a ser la mejor emoción que describiera el papel del Gran Nigromante en su conflicto existencial. En efecto, emoción, lo que no podía permitir, lo que odiaba, lo que le había alienado de cada insignificante transeúnte de la tierra que contaminara el aire que se veía obligado a compartir con los demás. Pero aquella criatura infernal se lo había escupido a la cara, se lo había recordado, si es que alguna vez había habido algo que recordar (por descontado que lo habría) y había dejado mudo al hiperverborreico insufrible más sádico que amparase la literatura germánica. Sólo alguien del apoteósico calibre de Mefistófeles había sido capaz de torturar sus propios principios y, a la vez, ensalzarlos de esa manera, elevarlos por encima de su mentor y obligarle a mirarlos con esos dos dedos en su barbilla que no le permitían desviarse de la perfección. Retándole a sucumbir a lo que aquellas enseñanzas le habían conducido a ser, pero que sólo en aquel instante, bajo aquella nueva tutela que tomaba el relevo sin permiso, al fin podría llegar a demostrar. Y el problema es que llevaba tres destructivos días soñando con hacerlo.

Fausto se puso en pie de una vez, cual eficiente marioneta en la que acababa de transformarse por una noche, un día, unas horas, o el precepto de tiempo que aquel brujo de las sombras hubiera querido disponer a su antojo. Se aproximó a un espejo lo bastante grande que había colgado a un lado de la pared y contempló su deplorable imagen a través del cristal sucio, mientras desde ahí no se libraba de los ojos del otro hombre cernidos sobre él. De ese modo, le estaba dando pie a toda una serie de escalofriantes metáforas, como si en cualquier momento pudiera acercarse por detrás a limpiar su reflejo con saliva y mostrarle que tenían más cosas en común de lo que Fausto estaba dispuesto a aceptarse. Y que por eso, haría lo que le pedía, porque sabía que sólo así podía aspirar a la peor de sus pesadillas que, en realidad, era su podio más codiciado. Incluso adornado por el riesgo de una vil mentira.

De un puñetazo seco, rompió el espejo por una de las esquinas inferiores y agarró uno de los cristales ensangrentados para darse la vuelta y poder observarse el tatuaje de la nuca en aquella mezcla de reflejos que sólo hacían que seguir ilustrando la vorágine esquizofrénica de aquella habitación amparada por la nigromancia. O la ilusión de la nigromancia, ya poco importaba.

—De acuerdo —arrojó sin más, al tiempo que la imaginería del demonio se expandía desde aquel dibujo en su piel—. Lo haré.

'Tú ganas', podría haber dicho en su lugar, a pesar de que no le hiciera falta a la sonrisa déspota de Mefistófeles, ni tampoco al helor que volvió a apoderarse del personaje alemán que había recorrido medio mundo para aprender lo imposible. Quizá, entre los efectos del opio y el alcohol apocados por la presencia de aquel antagonista de fábula, aún vislumbrara algo de lo que había sido su vida hasta entonces y eso le hiciera llegar a Georgius, con un aspecto falsamente impecable por fuera y destrozado por dentro. Sólo sus ojos vacíos le delataban, sus ojos y su cabeza completamente rapada, con un sello inconfundible en las ideas de aquel que había perdido como pupilo. Para siempre, porque aquel vampiro también iba a hallar eternidad en la muerte (la mortalidad), incluso si no era la primera vez que moría.

Palabras que aunque escogidas con la precisión de un cirujano, no tenían ningún poder sobre el resultado final; promesas de una unión que les había salvado de sus respectivas condenas (al niño sádicamente prometedor en tierra de mediocres y al inmortal que vivía sin ser recordado) por un tiempo, aun cuando el concepto de éste no era el mismo para ambos. Cientos de memorias y lecciones, demasiadas para el intelecto del humano medio, pasaron a una velocidad vertiginosa por sus mentes trabajadas con un esfuerzo titánico, sociópata, desmesurado. Fausto recordaría la mano de su maestro encajando en su mejilla, lento y desconfiado, pero aun así, legítimo, como si sólo apartara el polvo del título de un libro que llevaba mucho tiempo queriendo encontrar. El primer y el único atisbo de emotividad que comprobara jamás de su verdadero padre.

No fue un abrazo forzado, ninguno de los dos supo por qué, pero no lo fue. Ni siquiera cuando el crepitante fulgor del amanecer empezó a asomarse a espaldas de Georgius, quien al cabo de pocos minutos se dio cuenta de lo muy sujeto que lo tenía y luchó para escapar del agarre en vano. Pues Fausto no sólo lo aferraba con la fuerza de un humano, sino con los millones de años que se habían adelantado a su mente gracias a la meditación, a ese arte marcial y vetusto que volvía iguales a todas las razas y que tal vez no vencería a un ejército de sobrenaturales, pero sí bastaría para sostener a un vampiro hasta que el sol terminara de alzarse sobre el horizonte. Los ojos impávidos del futuro cazador brillaron sin parpadear ni una sola vez de cara a la luz asesina que se clavó para siempre sobre el cuerpo tembloroso y agonizante de Georgius. Murió finalmente en los brazos de la que alguna vez fuera su creación, convertido en un amasijo de cenizas que mancharon sus ropas y se esfumaron con el pobre viento de la mañana que se bastaba para el trabajo final. Sólo quedó la cruz del alumno graduado con honores, quieto hasta que el aviso de lluvia volvió a oscurecer el cielo, desnudo de la cintura a la cabeza y con los cuernos del macho cabrío a la orgullosa intemperie del villano.

Fausto sintió que sangraban mucho más ahora que durante el tatuaje.


Última edición por Fausto el Mar Mar 15, 2016 6:12 pm, editado 2 veces
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The Nameless [Privado] [Flashback] Empty Re: The Nameless [Privado] [Flashback]

Mensaje por Invitado Sáb Mar 05, 2016 6:42 am

Tal y como había vaticinado con una certeza que ya habrían querido para sí aquellos que se dedicaban a la tarea en mi tiempo o incluso los augures romanos, él lo haría. Él, que estaba tan sediento de poder y tan seducido por el peso de mi sola presencia y de la fuerza de mi psique, mataría a su maestro, a su Georgius, al vampiro demasiado humano que seguramente también lo habría sido con él, a su manera. Al menos, lo habría sido mucho más que yo o de lo que yo planeaba serlo con él, pues cualquier amago de amabilidad o de paternalismo de creador que había captado de mí había sido, únicamente, puro teatro.

¿Y cómo podía esperarse lo contrario de mí, el maestro de la ilusión y del engaño? Lo había sido como humano, cuando una polis entera no había sido capaz de averiguar que mis orígenes no solamente eran espartiatas, sino también de los sátrapas de los que había recogido mi nombre actual, Ciro, como aquel grandioso soberano al que yo no había llegado a enfrentarme por haber venido antes de mi tiempo. ¿Cómo podía pretender siquiera que no lo fuera como vampiro? No conocía nada de mi especie, de que nos ganábamos la existencia engañando como modo de no vida, y yo estaba más que dispuesto a enseñárselo como lección.

¡Qué generosidad, qué magnanimidad la mía! Me había convertido casi en un paidagogos con él, con la criatura de mi creación más estúpida de entre todas las que recordaba. Seguramente eso lo convertía en un asunto familiar, pues si Georgius era como una figura paternalista con él y yo había sido como un padre para el vampiro que iba a morir, eso debía de convertirme en su abuelo, y ante todo en su patriarca. Por si necesitaba más justificaciones morales de las que ya poseía a lo largo y ancho de mis pensamientos para utilizarlo como herramienta para mi sagrada voluntad, incluso las circunstancias y su propia cultura reforzaban el lado que, con tinta y pronto con sangre, nosotros habíamos creado.

Con su aceptación y su muda apreciación de su derrota y, por ello, mi victoria, él se despidió y yo también lo hice de aquel tugurio de mala muerte al que lo había atraído y que había sido el escenario de algo que iba a cambiar su vida, de una lección de la que no estaba muy seguro que fuera a aprender. Solamente era humano… Un humano crecido, arrogante e inteligente, de acuerdo, pero humano a fin de cuentas; de lo contrario, no habría sido tan fácil manipularlo como había demostrado que lo había sido, pues ni siquiera la totalidad de la noche había bastado para unirlo a mi causa.

Cuánta debilidad de espíritu… Ya me lo agradecería cuando cometiera parricidio y descubriera lo que era matar a un creador, yo lo había hecho hacía más de un milenio y había sido el punto culminante, más allá de mi renacimiento como vampiro, de mi nueva vida en tinieblas, de aquella que me prohibía siquiera acariciar la luz del sol. Ni siquiera la echaba de menos, y desde luego no me gustaba tontear con los designios de Helios ni con el transcurrir desesperado de su carro de fuego por el firmamento. Mi existencia era demasiado valiosa para desperdiciarla por un rayo que me acariciara el mármol de la piel, aunque solamente fuera un instante.

A partir de ese instante, de esa noche al mismo tiempo demasiado larga y demasiado corta, ya solamente tenía que esperar, y así lo hice, sin dedicarle más tiempo del necesario a pensar en lo que él iba a hacer. Al estar imbuido de mí en más sentidos de los que se imaginaba, no me resultó difícil seguirle el rastro por aquel enorme erial de tierra en el que los dos habíamos terminado por encontrarnos en nuestras diversas búsquedas: él de inmortalidad y yo, por mi parte, de limpieza de un discípulo que se me había vuelto demasiado moral para el ejemplo que le había dado cuando lo había transformado. Por las tierras indias, aquellas en las que llamábamos ambos la atención por nuestra palidez aunque significara cosas diferentes entre un mortal consumido y con un tatuaje sangrante que conmigo y mi regia planta, lo seguí hasta el lugar del asesinato.

No pude asistir a verlo por completo porque decidió, teatral como yo mismo lo había sido para unirlo a mi cruzada, que fuera mediante un beso con Helios que encontrara su fallecimiento mi hijo desviado. No pude decir que no aprecié el romanticismo del gesto, pues lo hice desde una perspectiva absolutamente teórica; en la práctica, agradecí a mi fallecidísimo creador haberme transformado en un ser que no podía vomitar porque, de haber podido, lo habría hecho por el exceso de sentimentalismos que existió en su despedida sin palabras, por lo que yo pude comprobar al menos. Dados los precedentes, asumí (correctamente, por supuesto; el error y yo éramos incompatibles) que la muerte final le vendría del mismo modo, y con semejante certeza me alejé para que las llamas del sol no me unieran al destino de Georgius a mí también.

Fue al anochecer que me reuní con él, triunfal en mis ropajes y en mi actitud como él no había llegado a verme entre las cuatro mugrientas paredes donde había entretejido su destino con él mío al tiempo que le agujereaba el cráneo con una aguja llena de tinta. Parecía aún más un rey que en Esparta, cuando lo había sido por nacimiento y por mis logros en la batalla, y como tal él tuvo el enorme privilegio de contemplarme por primera vez desde que su vida había cambiado por completo, con el asesinato del único que iba a dar algo de interés por su existencia durante toda la duración de la misma.

Veo que está hecho. – afirmé, simplemente, señalando las cenizas que se encontraban aún en su ropa y frente a él, pues no se había desplazado del lugar donde había cometido el acto que yo mismo había contemplado en parte la noche anterior. Aún no llegaba el momento triunfal de hundir sus expectativas en el fango sobre el que nos encontrábamos y que manchaba sus ropas, y no las mías; aún no llegaba el momento de quebrar su esperanza y su espíritu con un mismo movimiento elegante y cruel, falto de todo sentimentalismo. Aquel momento llegaría, pero precisaba de que me regodeara en él por completo, y aún no lo estaba haciendo tanto como podría y como, de hecho, lo haría. Al fin y al cabo, ¿qué es la crueldad sino un regalo que enseña una lección en las manos adecuadas? Y no había manos más preparadas que las mías, curtidas por los milenios, la batalla y la sangre derramada, la suya incluida.
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Mensaje por Fausto Lun Feb 05, 2018 8:19 pm

Estaba hecho, condenado, so done para las esferas anglosajonas que buscaran culminar de un modo irrisorio la miseria de su resultado, miseria que no era poca ni se prestaba a serlo nunca en un futuro que ambos habían oscurecido, para la que con el tiempo se convertiría en una de las obras más representadas del firmamento. Aunque cualquiera se vería en la obligación de añadir que nunca antes ni después que como se había mostrado en aquel teatro, en aquel coliseo cuya referencia romana también era deliberada contra un espartano enfermo de gloria, cebando así su complejo. Quizá el de dios no le quedara tan lejos… Los mismos cuernos que él había tatuado por invocar las gracias del diablo estarían allí para recordárselo llegado el momento.

Pero no te olvides, monárquico general espartiata, de que tu arrogancia también ha sido heredada por tercreros. Recoger las tempestades de sus efectos puede convertirse en una tarea más ardua e inabarcable que el clamor expirado de todo un ejército.

¿A alguien le sorprendía? ¿Le sorprendía al cruento —y a su modo, ignorante— sucesor del mismo ser que había enseñado al germano a no sentir nada? Pues el afecto nunca había sido una opción. Nunca. Fausto nació con el desprecio como única reacción a su entorno y se crió bajo las enseñanzas que él mismo había atraído: una corriente amoral de superioridad y autocomplacencia, que no frenaba su sed devastadora por nada, ni por nadie. Sobre todo por nadie, y la prueba más terrorífica la acababa de padecer el responsable de pulir aquella bestia sádica de ojos azules. Creador asesinado a manos de su creación por enseñarle a anteponer sus objetivos a toda costa y enterrar la parodia de las emociones hasta consumirlas bajo el fango más inmundo de la tierra. Y la ironía le había quedado igual de cosida y entintada que la representación de Satanás en la tierra, para honrar a lo que predicaba había tenido que eliminar a la única criatura que le había provocado lo más parecido a 'sentir'. Las cenizas que cubrían su cuerpo representaban un cambio nuevo en muchísimo tiempo. Uno que tenía ojos y boca, y un cuerpo capaz de retorcerse entre sus brazos. Y 'sentirlo' le bastaría para poner alerta su estigma por primera vez desde que Georgius ya no existía.

Pero hoy, amigos míos, no sería ese día.

Terciopelo invisible en la noche; una sensación de aparente serenidad, falsa tersura y peligrosa invitación al vacío de la nada. Así era el cielo en esos instantes para el par de figurines más peligrosos del momento, así era su entorno, el tacto de todo su cuerpo frente a las pisadas que lo movían por el mundo hasta que la India pareciera el mapa empequeñecido de sus sentidos. Los había mandado a paseo —al mismo que vagaba por sus pies y despreciaba los esporádicos guijarros del suelo—, porque después de asimilar plenamente lo que había pasado, su mente, el preciado lugar donde residía su funcionamiento, la fuente de todas las decisiones que le hacían responder a su nombre, el Santo Grial de la locura que lo volvía genio y ese genio que lo volvía asesino y sanador al mismo tiempo… se había desgarrado. Un tajo conciso, decisivo, atorado, como esas telas ajadas que dejaban entrar la fuerte ventisca y que sólo de tanto en tanto aireaban su contenido, ofreciéndole un agradecido soplo de aire fresco. Aquella vez, no había telas metafóricas ni pequeños momentos de sosiego entre la asfixia de su pétrea existencia que hicieran un mínimo de honor a lo que suponía ese estado putrefacto que había alcanzado tras el parricidio.

Su aspecto físico, impecable por fuera, casi sodomizaba a la vista con un gusto que se hacía escalofriante en su exquisitez por contrastar tan bien con lo destrozado que se hallaba por dentro. Sus ojos, por el contrario, continuaban vacíos, a juego con su cabeza rapada, el sello característico en las ideas de quien había oscurecido a la propia oscuridad. ¿Acaso aquello no describía a la perfección el logro del Mefistófeles de nuestro cuento? De nuestra historia para no dormir que aun así siempre encontraría la forma de volver como pesadilla.

—Así es —respondió, sin humanidad alguna, sin resuello aparente, con la misma contundencia que sus pasos al clavarse frente a él como si acabara de regresar de cumplir las doce pruebas para arrojarle la ofrenda final a la cara—. No sé cómo lo harías con él o los demás, pero no hace falta que lo alargues conmigo.

Quizá ése fuera el único momento allí presente en el que las pupilas de Fausto ardieron, al borde de un abismo manejado a su antojo; al de Ciro. Miró directamente aquella sonrisa diabólicamente hedonista y, de algún modo, orgullosa de que su nuevo hijo hubiera salido problemático.

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Última edición por Fausto el Miér Mayo 30, 2018 6:58 am, editado 1 vez
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Mensaje por Invitado Dom Feb 11, 2018 3:50 pm

Pobre diablo aquel que se pasaba demasiado tiempo negociando con el de verdad, Ciro, ¡yo!, quien en mi infinita gloria había decidido reutilizar el nombre de Mefistófeles para recordarle a Fausto que los tratos con quien no debía eran un riesgo que ni siquiera él podía quitarse de encima. ¡Y aún se pensaba que lo estaba alargando...! No sólo eso: Fausto creía que tenía algún motivo de peso para estar postergando lo inevitable, quizá satisfacerlo para que cuando llegara el momento fuera todavía mejor su transformación y se sintiera más lleno en su nueva naturaleza de vampiro, o ¡qué sabía yo! Si ni siquiera mi perfección me permitía la omnisciencia, ¿por qué él, estúpida y patética rata, se pensaba que lo sabía todo!

Otro motivo más para dejarlo con la miel en los labios, por si me faltaran a aquellas alturas, y más cuando se había comportado como el maldito perro que era y había obedecido la orden de su amo sin dudar ni titubear. ¡Cuán satisfactoria me resultó esa frialdad que se le veía en los ojos, esa falta de remordimientos ante la certeza de que había matado al único al que le había importado de verdad...! Tendría tiempo de lamentarlo, sí, pero antes iba a permitirme jugar un poco: a fin de cuentas, como todo, la situación era de mí, sobre mí y para mí, y él únicamente era el juguete con el que había decidido entretenerme aquella noche en concreto con la excusa de solucionar un cabo que había dejado suelto hacía demasiado tiempo.

Tal vez Georgius te dejara darle órdenes, pero yo no tengo la más mínima intención de permitirte ese tono, Fausto. – estipulé, y, como siempre había sido, tanto en Esparta hacía tanto tiempo que mucha historia nos había olvidado como en aquel momento concreto, mi voz fue la ley, la norma que jamás debía ser quebrada y que tenía que obedecerse sí o sí. Otra vez salían a la luz las pretensiones de Fausto: ¿se creía que por haber cometido un mero asesinato iba a estar ya a la altura del maestro que tanto ansiaba, yo? Se necesitaban muchas más muertes para conseguirlo, hasta si eran de tipos que tenía tan cercanos como Georgius, si es que había alguno. Conociendo a mi estúpida creación como lo hacía, lo dudaba: siempre le habían ido solitarios. ¿Quizá para apartarse de mí todo lo que pudiera? ¡Qué más daba!

De un golpe, un empujón que placó con firmeza en su pecho pero que superó la fuerza, siempre demasiado humana aunque fuera considerable, de Fausto, lo tiré al suelo, y yo me coloqué encima, la posición natural para alguien de mi naturaleza y, sobre todo, para alguien de mi identidad: es decir, sólo yo mismo. Con la rodilla apoyada en su pecho y la otra clavada con fuerza en el suelo, lo miré con los ojos entrecerrados, juzgándolo una vez más, casi como si estuviera haciéndome a la idea de lo que iba a hacer y desde luego no como si la decisión estuviera tomada de antemano desde hacía mucho, muchísimo tiempo. Fausto era un medio para solucionar mi problema, no un fin en sí mismo, de modo que no merecía ser transformado: era tan sencillo como eso.

A mí, sin embargo, me gustaba complicarme los argumentos un poco más, ¡la vida no sería nada sin eso!, y decidí que aparte de no convertirlo, lo iba a dejar con la miel en los labios, nunca mejor dicho. Y, es más, me iba a aprovechar, vaya que sí, con lo que hice lo único que estaba en mi mano en esas circunstancias, esclavo de las circunstancias como había terminado por serlo yo (¡ja!): morderlo en el cuello, en esas venas que portaban su deliciosa sangre de un lado a otro, y alimentarme de él con saña, sin nada de delicadeza, desgarrando la piel y provocando heridas que tardarían en curarse mientras lo dejaba seco, igual que estaban sus sentimientos. No le quedaba nada... y más cuando me separé y me incorporé, con él aún vivito y yo limpiándome los restos de su sangre de la boca. Tampoco me apetecía tenerlos ahí más de lo estrictamente necesario.

Con él lo hice bien, lo transformé, y ya está, sin dudarlo. Pero, contigo... No. Has hecho lo que te he ordenado porque es tu maldito deber, ¿piensas que te voy a recompensar por ello? No, estúpido. Georgius se merecía morir y por eso ya no está, pero tú vas a vivir para lamentarlo durante toda tu estúpida vida humana. – expuse, sonriendo ampliamente, y con la sangre que aún me manchaba los dientes seguramente di la impresión de ser aún más Mefistófeles que nunca antes, también por la crueldad con la que acababa de hundir sus sueños... Parecida a la que usé para hundir la herida de su cuello y debilitarlo todavía más, dejándolo en un punto perfecto para la transformación que jamás llegaría.

Te dije que actuaría en consecuencia, pero en consecuencia conmigo, no con lo que tú quieres. Adiós, Fausto. Sal tú mismo del embrollo en el que te has metido. – concluí. Y me largué, así sin más, porque ¿para qué iba a tener nada más en cuenta que no fuera yo? Algunos podían llamarme egoísta, de eso estaba seguro, pero esos no tenían en cuenta que yo, por ser quien y como era, me merecía todo y más de cualquier ser que pisara el verde mundo en el que vivíamos, así que si nadie más lo hacía, me encargaría de satisfacerme yo mismo. Y si alguien lo hacía, como Fausto, no era más que su deber; no me iba a pesar haberlo dejado así, en lo más mínimo, y desde luego no me arrepentía de no considerarlo digno de mí.
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Mensaje por Fausto Mar Mayo 29, 2018 4:15 pm

Al villano del cuento le gustaba complicarse los argumentos un poco más… y sin saberlo, allí mismo se había encontrado con la horma de su zapato, por mucho que creyera que quien podía pisotear con ello era sólo su divino derecho. ¡Ah, divino! Jugando todo el rato a desordenar los entresijos de la existencia, como si aquel encuentro no fuera a ser todo lo trascendental que ninguno se habría esperado de una aguja y una mentira lejos de conocer la piedad. Las noches indias ya estaban hechas para contar historias desde mucho antes de que ellos dos iniciaran la suya, disponían de un escenario mucho más espacioso para la complejidad que el que ofrecía el teatro clásico. Fausto era una ópera a fin de cuentas, y tarde o temprano, el espartano comprendería el error mecánico de su costumbre artística. Mas no ese día, no. Tampoco era consciente, pero con ese acto, y a pesar de su monstruoso ego, le había legado todo el protagonismo al futuro cazador de su sobrenaturalidad. Y así sería hasta nuevo aviso. Hasta que París los reuniera de nuevo.

Mas no ese día, no.

Ese día, Fausto cambió de la forma menos pensadas. Ese día, la tierra amparó a un nuevo proscrito. Ese día, Fausto probó la crueldad de su propio nombre como nunca antes desde que otro diablo inmortal se lo arrojase a los hombros y, en cierta manera, lo condenara a ser él mismo. Así estaba Fausto, condenado a ser él mismo. Perfecto hasta la médula y, sin embargo, incapaz de evitarlo, pues ésa era una maldición de la que su reciente, y único, némesis tampoco podía escapar. Quizá algún día la experimentaría de forma tan crucial como él en aquellos instantes de evolución. Sólo que sin el 'quizá'.

Fue irónico y definitivo, casi dantesco para la incesante vertiente dramática de todo el suceso, que por muy alejadas que estuvieran las intenciones de Mefistófeles de colmar aquellos deseos de eternidad que habían distorsionado su visión mortal del mundo, le estuviera mordiendo, bebiendo de su sangre, doblegándolo a las delicias de su propia tragedia al no terminar la tarea falsamente prometida para no darle lo que había ansiado hasta ese punto sin retorno… y que aun así, de algún modo, lo estuviera transformando. Sí, damas y caballeros, audiencia silenciada por el horror y la miseria del preestreno: el ritual de la conversión a vampiro no estaba siendo concluido y, sin embargo, la humanidad había abandonado el cuerpo de Fausto. Si aquel maldito joker de la partida hubiera querido cesar su ceguera de vanidad y auto-complacencia para ser consciente de la auténtica naturaleza de lo que, en realidad, estaba haciéndole… ¿Habría continuado negándole su merecida recompensa para luego dejarlo en la estacada, o se habría decidido por fin a cumplir con lo tergiversado en su espectáculo de luces y sombras? ¿Pues acaso no había mayor revolución, mejor contraataque a sus mordiscos burlones y su fuerza demoníaca, que dejar de necesitar lo que tanto había deseado justo mientras él se lo proporcionaba? ¡Por todos los diablos del averno! El antiguo alumno apuntaba maneras tan escalofriantes como las desgracias gloriosas a las que ambos serían sometidos en adelante…

Se te daría la bienvenida al club, macabro Pausanias, mas no ese día, no.

Pobre y penoso Fausto, él mismo tampoco era consciente siquiera de la metáfora de aquel logro que no podría tastar hasta dentro de mucho tiempo. En aquellos instantes, el aguijón de su enemigo se mantuvo afilado y su veneno surtió efecto, así que tampoco hubo posibles respuestas con las que replicar a las palabras que éste empleó, abyectas en su característica indiferencia, para aparecer y desaparecer como si nada en una vida trastocada por siempre tras el telón de sus caprichos. Había que reconocerle lo selectivo de su inmortalidad y que en su estilo, hinchado y sangriento, había hecho eterno aquel sino. Pero el villano ya se había largado de escena y de todos modos, nada iba a despistar al humano de su violenta y descarnada metamorfosis.

Así pues, aceptó su dolor, se emborrachó fieramente de aquella punzada incompleta que corría por sus venas y moría en la agitación de su pecho, arriba y abajo, deprisa y despacio. Clavó la vista en el cielo, sin reflejo aparente en el azul de su mirada, a cada jadeo más sabia, más épica. La sangre y las cenizas se mezclaron en su piel y se restregaron por sus dedos cuando los usó para quitárselas y ofrecérselas al viento, previo a la lluvia que llegó horas después, cuando finalmente se hubo puesto en pie contra todo pronóstico para bañar su cuerpo entero con las impurezas de la realidad de aquella sentencia. Sus músculos descamisados se tensaron durante el recorrido de las gotas de agua que agradecía aquel reino sucio, aunque poderoso. Igual que él. Su desnudez más importante, no obstante, continuaba siendo la de su cabeza, rapada y tatuada, dispuesta a conocer y juzgar el mundo por muchos cabellos que la apartaran de todo, menos de la verdad de su triunfo. De su condena.

'Ahora me he convertido en tu nuevo creador, pero yo no voy a ser tan considerado, no pienso llevarte de la mano. Aquí empieza el infierno que deseabas.'
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