Flashback: Once again feel the rain {Arsénico}

Los circos, ¡esos lugares tan poco distinguidos, tan pintorescos y retorcidos! Invitaban a toda serie de rimas y de metáforas y de largas descripciones que ante todo hablaran de colorido y podredumbre. O bueno, sí, eso es lo que yo concretamente escribiría, lo que a mí me gustaría escribir y que, de hecho, me dieron ganas de hacer en ese mismo momento, aunque ya no tuviera pretexto alguno, más allá de la vieja costumbre de una muerta que todavía no se había ido a descansar. Más de una vez había hecho corpóreos mis dedos de granujilla para resucitar por un instante la sensación contra la pluma o el lápiz manchando el papel con los desvaríos de mi cabeza, y es que antes que fantasma, había sido escritora. Una muy loca. Tanto como se podía comprobar en estos instantes, porque nada de toda esta palabrería venía al caso y sin embargo, ahí estaba, revoloteando por mis pensamientos mientras yo revoloteaba por el circo.

Aquel circo del Este que me había molestado en seguir, aunque 'molestar' no estuviera bien empleado conmigo, porque era cierto que pocas cosas no me captaban la atención para moverme de aquí para allá en este estado de transporte tan cómodo y disperso. Cualquier excusa era buena para nadar de aquí para allá y hacer burbujas con el aire, pero precisamente; si cualquier excusa era buena, no necesitaba de una tan elaborada como aquella perra que me había entrado de trotar por la parte oriental de la tan variopinta Europa. Y no obstante, allí estaba, ¿no lo había dicho ya? Y el motivo no venía siendo muy sencillo, al menos a ojos de persona normal que, de todas maneras, no iba a estar presente en todo aquello: me había encaprichado de una atracción de feria. De esa feria.

Gruñón y antisocial, sensible y protector, incluso a costa de su mal humor y, más descarnado aún, su libertad. El pobre y hermoso Stephan había sido vendido como bestia, como entretenimiento y como fascinación, una muy bien pagada. Qué cuantioso podía ser el número de personas impresionables ante semejante resultado de la fisionomía humana, al menos para creer que de verdad hacía falta exhibirlo como si él mismo no tuviera el suficiente criterio para apreciar el arte de su rostro. Un artista entre rejas era mucho más poético, de una angustia mucho más única y, por lo tanto, atractiva, pero al mismo tiempo limitaba su propia percepción hasta el punto de alcanzar la lástima. Y eso sí que no era bonito ni apetecible. Aparte de que dudaba que los responsables de aquel carnaval de luces y decadencia mantuvieran al jovencito encerrado para que la tortura lo volviera todavía más bello. Al contrario, ¡lo mostraban al público bajo el planteamiento de su supuesta fealdad y horror! ¡Qué pardiez! ¡Pero si su rostro felino se asemejaba al de un animal tan majestuoso y perezoso como lo era el león! Grotesco, distinto, imponente, incluso profundo, con aquellos ojos tan amables que no concebían que se les pudiera devolver la mirada con afecto ¿Qué de todo eso calzaba en la definición de 'feo'? ¡Cuánta ridiculez, cuánto mamarracho, cuánto anormal!

En los tres días que había estado llenando de escalofríos la troupe, atraída por los rumores que anunciaban aquel portento desde todas partes, había observado al señor Bibrowski con avaricia y con ansiedad, tratando de averiguar infinidad de cosas acerca de su pasado o su carácter, pero la verdad que para conseguir algo así, no había una mejor manera que tratar directamente con él. Estaba tan segura de que todo en aquel peludo individuo me apasionaba porque también estaba dispuesta a romper mi tan placentero anonimato y en un futuro lejano quién sabía cuántas cosas apasionarían a una fantasma de estar por casa como yo. No había tiempo que perder. O sí, en realidad. Pero había que ¿razonar? en esos términos mortales que cada vez concebía peor.

Yo iría a pisar uva, si me lo pidieras, caballero de la esbelta melena, pero la muerte me tiene muy poco consentida –esperé a que el cansino Djodji se marchara y hablé en voz alta y clara, aún completamente invisible, sentada en una de las esquinas de la jaula-. Como a ti en este lugar, por lo que veo. ¿No estás harto de su falta de criterio? Yo lo estaría, si fuera tú. Si fuera una obra de arte en manos de quien no sabe tratarla.

Contemplar cómo reaccionaba cada persona al descubrimiento del mundo de los espíritus siempre me había ostentando con un valioso repertorio de expresiones, voces y frases. Huelga decir, pues, que me moría por ver las de alguien como 'El hombre león'.

Graciosa la incredulidad, incluso en un ejemplo de persona tan inaudita como mi pobre Stephan, pero nunca había excepciones a ella cuando nos hacíamos notar, a no ser que tratáramos con alguien entendido del tema sobrenatural en todas sus vertientes, incluidas las de nuestra materia inabarcable, intangible e insensata. Porque hay que ver, ¿quién en su sano juicio se las apañaría para liarla tanto en la tierra que después no pudiera concebirse en otro lugar que no fuera ésta? ¿Quién se anclaría tanto a la existencia que ni abandonándola para siempre podría dejar de hacer cosas en ella? Y oye, ¿no había lugar para los que habíamos sabido desde el primer año de vida que cuando el corazón se nos parara, empezaría nuestro momento?

Culpable, sí. Aunque no culpable de que a los que aún eran mortales sobre la faz del planeta les costara tanto de creer que morirse no siempre tenía un solo camino. Que morirse, se podía morir de muchas maneras y en muchos sitios, que al igual que la vida tenía tantas opciones, la muerte no podía ser diferente precisamente por su paralelismo y lo mucho que se necesitaban la una a la otra. Morirse no era sólo un túnel insondable de oscuridad, la muerte tenía la misma imaginación o puede que hasta mucha más, ahora que yo vivía en ella. Porque en efecto, se podía morir con el veneno de tu propio nombre y se podía morir en la vida misma. Yo formaba parte de esta marginalidad, querido Stephan, yo llevaba mucho tiempo en un lugar muy diferente del que te condenaba a ser un monstruo y estaba tan familiarizada con ese pensamiento que sabía perfectamente de su error. ¿Que no lo viste? ¿Tan sorprendente era que hubiera un espíritu susurrándote al oído, que no lograste darte cuenta de mi atención desinteresada hacia ti? ¿De que te considerara por encima de todo, un hombre, un igual, un artista?

¿O eso te sorprendió más que cualquier otra cosa?

¿Por qué lo dices? –respondí casualmente a su asombro, con una entonación similar a la que se usaría en una charla sobre algún tema banal y cotidiano: el tiempo, la comida, la ropa… Elegid- ¿Qué te está pareciendo más raro de todo? ¿Que no puedas ver de dónde procede la voz que escuchas, o que ésta te haga un cumplido?

No me moví de dónde me había colocado y seguí contemplando su rostro con tranquilidad, rayando casi en lo mongólico, y seguramente me habría quedado así mucho más rato seguido, antojadizamente ensimismada en mi original y melenudo caballero, de no ser porque éste no iba a permitírmelo, tan impetuoso y confuso como se encontraba. Había que hacerle caso de una forma menos rara que la mía, por favor, aunque tampoco es que nada malo fuera a pasarle, su corazón debía de honorar al animal de su nombre artístico y hacía falta un veneno igual de potente que el mío para tumbarle, y el único arsénico que yo quería hacerle probar de momento, no era otro que el que tuviera que pronunciar para llamarme. Para implorar mi presencia, una que ya le ofrecía sin que él supiera que la acabaría necesitando.

Alguna vez te lo habrán dicho –proseguí, después de que mi silencio le hubiera puesto aún más nervioso y en menos de dos segundos, me trasladé hacia él para apoyar mi cabeza en su abdomen y observarle desde ahí, todavía sin deshacerme de mi embarazosa invisibilidad-. Que eres una obra de arte, sí, alguna vez te lo habrán dicho. Porque hasta sumidos en el temor más abominable, te están admirando, señor mío, lo que pasa es que ninguno sabe cómo obrar en consecuencia. No tienen estilo, son retrasados… Llamarte 'monstruo', exhibirte así en ferias y circos… -chisté y después pasé a enredar mis dedos entre un par de mechones de su larga cabellera y formé unos pocos bucles que en ningún momento dejé de mirar- Hablemos, Stephan, ¿no te apetece hablar con alguien que no te ve como una atracción ni como un criticable compañero de trabajo?

Mientras tanto, mi oreja sentía (o jugaba a sentir) cómo su pecho subía y bajaba, arrebatador y relajante. Muy irónico, considerando que su dueño estaría al borde de la histeria, ahora que la voz parecía brotar de él mismo y ni siquiera hacía referencia a la de sus propios pensamientos.

Mi buen amiguito continuaba empeñado en negarse a las maravillas de lo irreal, y eso que usar aquel término no podía ser más erróneo, pues yo estaba ahí, muertita y coleando, no había nada más real que mi arrogancia fantasmal y mi última obsesión con aquel pobre y hermoso hombre león. Hasta había conseguido que mi alma en gracia (porque 'en pena' nunca, al pasármelo tan y tan bien en aquella ancla del purgatorio donde había acabado mis días tan oportunamente) viajara más allá de París para encontrarse con aquel circo del Este de Europa. Y eso que seguramente, tarde o temprano, acabaría por acampar sus carromatos en la capital de Francia, tan aclamada e internacional como había sido siempre desde que la recordaba (a pesar de llevar tanto tiempo muerta, aún era toda una jovenzuela). ¿Acaso habría adelantado, y por tanto, forzado al destino con mi curiosidad? ¿Y debía parecerme mal? ¡Buh, a buenas horas llegaba esa pregunta!

¿Cobarde yo? ¡Ah, no sabes lo que me ha costado asomar mi cabecita de respetuosa espectadora y comentar mi fanatismo con la estrella del espectáculo! ¡Y aun así, aquí me tienes, completamente dispuesta a recibir tus críticas! ¿Cobarde yo? ¡No seas tan cafre, hermoso mío, que soy la única que todavía no te había dado motivos! –repliqué, aún recostada en su torso y sin dejar de escudriñarle de reojo (nosotros tenemos de eso, ¿curioso?)- Aunque no puedo culparte de que te guste ver el rostro de tu interlocutor, a mí me encanta dibujarle cara a la conversación misma y por tanto, no voy a reprochártelo. ¿Me prometerás que dibujaremos alguna cosa juntos con la paja de esta jaula maloliente cuando me veas? ¡Diantres, que a lo mejor no te gusto! ¿Ves cómo hay una razón para que estas cosas no pasen? En fin, tú lo has querido y si iría a pisar uva por ti, no podría hacer menos con esto...

Sin más preámbulos, finalmente accedí a dar uno de los escasos vuelcos de mi condición fantasmagórica a la hora de romper mi invisibilidad para que sólo Stephan pudiera verme con claridad. Primero, sin alejarme de su pecho y sin que pudiera notar el tacto del que ya no disfrutaba mi incorporeidad, lo que terminó de poner punto y final al misterio de mi naturaleza que tanto le había irritado. Después, aproveché que continuaba en su pasmado silencio para echarme hacia atrás y que pudiera contemplar todo mi aspecto gracias a la levitación, mientras no abandonaba en ningún momento la jaula que compartíamos. Ambos por propia voluntad.

Dime, ¿así que 'raro nada'? ¿Raro bien? ¿Raro algo? –inquirí, al tiempo que creaba una ilusión y hacía que me viera con los mismos rasgos felinos con los que había nacido él, cual iconografía de Sekhmet, deidad tan bella como lo era mi amigo- Te dije que eras una obra de arte y que así no se les trata a las obras de arte. ¡Ni siquiera me gustan los museos, querido, mucho menos las jaulas como tal! –repliqué, antes de que mi imagen volviera a ser la misma y creara una nueva ilusión, esa vez, la de sustituir todo nuestro espacio por las suntuosas paredes del museo del Louvre- Supongo que se ve más elegante que tu circo, ¿eh? Pero tampoco te haría justicia, sería demasiada, la hipocresía. Dudo que nadie quisiera compartirte y supongo que ahí también incluyo a mi persona o... lo que tú quieras que sea.

Acabé con la recreación tan fidedigna de mi espejismo y volvimos a estar solos en la condenada jaula del circo, hallándome entonces con las piernas cruzadas y sentada frente a mi único y estupefacto testigo. A esas alturas no podía evitarlo, me embargaba la emoción de ver cómo reaccionaría, los humanos aún seguían siendo más impredecibles de lo que se creían.

Ah, por cierto, luego me dices si te interesa saber cómo me llamo ¡Que a lo mejor no quieres ni que vuelva a abrir la boca! –añadí, y me agarré los tobillos con una impávida sonrisa en aquel rostro de la sinceridad que llevaba encima, como una niña que está esperando a que su monja profesora le explique de una vez por qué a las chicas les sale sangre de entre las piernas.

Mi pobre león, gallardo e invencible hasta en su eterna suspicacia. ¿Qué había de hacer yo para despojarle de ella y tenerlo como algún dios a los que se abandonan los mortales le trajo al mundo, a este mundo que mi alma es incapaz de abandonar? Un público difícil, como aquel que dice, y más si trabajaba para el espectáculo, como era el caso de mi buen amigo. ¿Qué público más exigente podría haber que quienes saben lo que es ser el blanco de sus miradas? ¿O era, quizá, por otro motivo más intrínseco? No podíamos olvidarnos de que se trataba de Stephan Bibrowski, cuya belleza le había ocasionado tantas monsergas desde bien pequeño. ¿Se negaba a aceptar fácilmente la realidad, incluso entre las desvergonzadas fauces de mi naturaleza muerta? ¿Hasta cuándo, querido mío? ¿Cómo fabricabas el metro de tu dolor desengañado?

¿Lengua suelta? ¿Me queda de eso? –inquirí. Parecía el nombre de un plato gastronómico, ¿nos esperaba una exitosa carrera en el mundo de la cocina? Restaurante Cabeza de León. ¿Alguien nos ayuda a buscarle un nombre más ingenioso que nuestros vómitos?

Por fin, hubo algo de mis bravuconerías que logró desbancar su incredulidad. Y cuán delicados se habían tornado sus rasgos al aceptar que hasta a un ser de sus características podrían sorprenderle aún… Moví mi mano para devolverle la caricia en el brazo, y una vez estuvo posicionado en mi transparencia, en lugar de mi tacto ya olvidado en vida, recibió los mismos escalofríos que se sentían cuando te llegaban al corazón… literalmente, pues ahí fue donde reposé mis dedos, todavía fascinada por él.

No sé si existe un nombre real para definirme, en la tierra todavía no ha habido labor alguna que le hiciera honor, pero creo que el folklore le empezó a dar algunos: 'fantasma', 'espíritu'... –expliqué, y conforme movía mis yemas sin materia alguna en torno a su pecho izquierdo, éstas se tornaron momentáneamente tangibles y con ello, las paseé por torso, cuello y mejilla, gélida pero suave. Siempre suave- ¿Qué más quieres que haga para demostrártelo? ¿Adónde debo llevarte? ¿De quién debo alejarte? ¿A quién perturbar? ¿Cuál es origen de todo, mi hombre? He venido porque te lo mereces… yo quiero merecerlo también –detuve mi mano entre su mejilla y su oreja, nuestras pupilas unas frente a las otras-. Ayúdame a merecerlo.

Nota: