AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Découverte de Poison [Arsénico]
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Découverte de Poison [Arsénico]
Había resultado que la realeza de Francia era un cúmulo de sobrenaturales tan grande, que incluso me había llevado a pensar que todos en monarquía eran convertidos fehacientemente para conservar el poder “divino”. Era algo tan burdo, tan estúpido, que no pude llegar a escribirle una carta a mi padre contándole los sucesos. Incluso me indignaba no poder hacer nada al respecto, después de todo, un leve dejo de orgullo por mi trabajo seguía teniendo. Aunque la realidad era que había estado infinitamente distraída y emocionada de estar en París. ¡Era la primera vez que se me dibujaba una sonrisa en una de esas tediosas misiones! Y sabía que luego de dar el recado me harían volver a mi país para seguir con lo matutino, la amada y tranquila Bélgica. Me negaba a irme, el conocimiento de la escritora que había enjuagado mis sentidos hasta embeberlos en una droga sublime me tenía atada de pies y manos a aquella inmunda ciudad. El dinero que tenía me seguía alcanzando para vivir por un mes más y mi pecho se aceleraba al pensar que quizá “ese era el mes”. En donde las cartas se convertirían en palabras y sus ojos se harían realidad. Mi rostro aniñado y eufórico estaba rojo de vergüenza de solo pensar aquellas situaciones embarazosas. Me hallaba barriendo, con guantes y una acalorada bufanda que cubría mi nariz y boca. Jamás dejaba que los gérmenes pudieran ser inhalados, pues eso podría hacer que me mataran por dentro tan rápido como los cadáveres que veía reproduciéndose en las calles noche tras noche. Aparentemente cuando los policías veían un cuerpo lo trasladaban a las afueras o a la basura, sin dejar rastro para que cualquiera de clase media hacia arriba pudiera verlos. Pero yo lo sabía, sabía perfectamente de las pandemias, endemias, las enfermedades y todo aquello que recorría las carreteras.
Y fue que terminé de limpiar cuando me senté a escribir sobre el escritorio que estaba justo al lado de la puerta. Las armas de larga distancia colgaban en cada esquina, incluyendo en la que estaba a mi lado. Lastimosamente, cuando me ponía a escribir cartas para aquella incógnita de persona, jamás me percataba de mí alrededor, sin embargo en ese momento era la escritura de un diario, allí era donde contaba mis experiencias, mis dolores y mis tristezas y nauseas a lo mundano. Esa noche me jacté de escribir cada una de mis descripciones para el veneno de un color amarillo perlado. Siempre era primero una mujer, luego un hombre e iba jugando con el color de pelo, el largo, la forma que podría tener. Detrás estaban los dibujos, me aseguraba de hacer muchos, para no cerrarme en un solo estereotipo, quien sabía si algún día conocería a esa persona. Aunque había conversado con ella, no quería cerrarme ni molestarme por alguna mentira, pues quizá, todo en esa vida era realmente una mentira. No iba a permitir decepcionarme de lo que sea que fuera. A mi lado, una taza de té estaba apoyada con demencial cálculo en el costado derecho de la parte superior de la mesa, el olor llegaba a mi nariz y con atrevimiento me dejé beber, el agua siempre era hervida y desinfectada antes de injerirla y aunque el deje de temor seguía fuerte parecía que tomaba con tranquilidad.
Uno, dos, tres dibujos y estilos de ojos enmarañados con grafito y al final dedicatorias consumadas en tiernas respuestas hacia las cartas anteriores. Ésta vez, la larga carta iba dirigida con dibujos, le preguntaba “¿Cuál crees que se parece más?”. Claro, ninguno, pues no era bueno en ello. Mas me jactaba en intentarlo. No tardé entonces en ir a esconderla a la puerta, siempre en el mismo lugar, la misma secuencia, irme a la cama, juntando todos los esfuerzos por no mirar. Lastimosamente esa vez me quedé cerca, escribiendo una nueva carta, ahora, a mi familia o lo que quedaba de ella.
Un sonido tintineante me hizo detenerme. Los goteos de una lluvia sentenciante no podían disimular el rasqueteo ligero que había en el palier de la casa y agitada mis manos empezaron a sudar. Los ojos de un azul mezclado con violeta estaban intensos y brillosos por el estrés, como si estuviera a punto de llorar, con las mejillas terriblemente rosadas y unos cabellos sueltos a los lados del rostro. Mis labios estaban abiertos como una flor asustada, a la espera del ladrido. — ¿Podría acaso…? — Solté suave, más para mí que otra cosa, sin demasiada fiereza, pero con el corazón bombeando fuerte, siempre era lo mismo, aun cuando muchos habían muerto bajo mi mano, el terror seguía siendo parte de mi día a día. Terminé por acercarme a la pequeña hendidura de la puerta. Mis sueños se cayeron como brillos sobre mí. ¿Qué estaba mirando en realidad? Quise abrir la puerta y el temblor de mis dedos me jugó en contra. Dejando que un gemido se escapara de mis labios, una lluvia de sentimientos que no podría creer real.
Y fue que terminé de limpiar cuando me senté a escribir sobre el escritorio que estaba justo al lado de la puerta. Las armas de larga distancia colgaban en cada esquina, incluyendo en la que estaba a mi lado. Lastimosamente, cuando me ponía a escribir cartas para aquella incógnita de persona, jamás me percataba de mí alrededor, sin embargo en ese momento era la escritura de un diario, allí era donde contaba mis experiencias, mis dolores y mis tristezas y nauseas a lo mundano. Esa noche me jacté de escribir cada una de mis descripciones para el veneno de un color amarillo perlado. Siempre era primero una mujer, luego un hombre e iba jugando con el color de pelo, el largo, la forma que podría tener. Detrás estaban los dibujos, me aseguraba de hacer muchos, para no cerrarme en un solo estereotipo, quien sabía si algún día conocería a esa persona. Aunque había conversado con ella, no quería cerrarme ni molestarme por alguna mentira, pues quizá, todo en esa vida era realmente una mentira. No iba a permitir decepcionarme de lo que sea que fuera. A mi lado, una taza de té estaba apoyada con demencial cálculo en el costado derecho de la parte superior de la mesa, el olor llegaba a mi nariz y con atrevimiento me dejé beber, el agua siempre era hervida y desinfectada antes de injerirla y aunque el deje de temor seguía fuerte parecía que tomaba con tranquilidad.
Uno, dos, tres dibujos y estilos de ojos enmarañados con grafito y al final dedicatorias consumadas en tiernas respuestas hacia las cartas anteriores. Ésta vez, la larga carta iba dirigida con dibujos, le preguntaba “¿Cuál crees que se parece más?”. Claro, ninguno, pues no era bueno en ello. Mas me jactaba en intentarlo. No tardé entonces en ir a esconderla a la puerta, siempre en el mismo lugar, la misma secuencia, irme a la cama, juntando todos los esfuerzos por no mirar. Lastimosamente esa vez me quedé cerca, escribiendo una nueva carta, ahora, a mi familia o lo que quedaba de ella.
Un sonido tintineante me hizo detenerme. Los goteos de una lluvia sentenciante no podían disimular el rasqueteo ligero que había en el palier de la casa y agitada mis manos empezaron a sudar. Los ojos de un azul mezclado con violeta estaban intensos y brillosos por el estrés, como si estuviera a punto de llorar, con las mejillas terriblemente rosadas y unos cabellos sueltos a los lados del rostro. Mis labios estaban abiertos como una flor asustada, a la espera del ladrido. — ¿Podría acaso…? — Solté suave, más para mí que otra cosa, sin demasiada fiereza, pero con el corazón bombeando fuerte, siempre era lo mismo, aun cuando muchos habían muerto bajo mi mano, el terror seguía siendo parte de mi día a día. Terminé por acercarme a la pequeña hendidura de la puerta. Mis sueños se cayeron como brillos sobre mí. ¿Qué estaba mirando en realidad? Quise abrir la puerta y el temblor de mis dedos me jugó en contra. Dejando que un gemido se escapara de mis labios, una lluvia de sentimientos que no podría creer real.
Aaya Maciej- Cazador Clase Media
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Re: Découverte de Poison [Arsénico]
La oscuridad y la muerte. Hasta que a mí me dio por dejar este mundo de una bendita vez, jamás me había parado a reflexionar sobre la verdadera relación entre esos dos conceptos. La oscuridad tiene un efecto absorbente que la luz no puede igualar, porque mientras que lo que muestra la luz es todo lo que hay, en la oscuridad no hay nada seguro. La luz es abarcable, pero no puedes medir la oscuridad, no la puedes contener a menos que metas mano de esa insulsa luz. Y aun así, siempre habrá algo que se te escape, siempre habrá algún rincón del planeta en completa oscuridad; en completo descontrol. La muerte es un completo descontrol del que me había sentido partícipe toda mi ingrata existencia y con el que de algún modo, deseaba encontrarme. O reunirme otra vez, dependiendo de cómo se mire, porque ya lo he dicho muchas veces y volveré a hacerlo las que sean necesarias: cuando morí, fue como volver a casa. Mi estado natural siempre había sido éste, incluso con el corazón latiendo a un ritmo descerebrado y mis muñecas sangrantes manchando el fétido suelo que me podía permitir. Y por nada de nada —ni siquiera cuando mi nociva curiosidad dejaba un campo mucho más amplio que esa nada— quería abandonar mi hogar… hasta ese día.
No lo había planeado, como nunca planeaba las veces en las que acababa mostrándome al público inconsciente de mi espectáculo continuo, y mucho menos si se trataba del sujeto humano que había conseguido que volviera a acercarme a la existencia como si aún tuviera pulso, que había conseguido que esa vez asomara el morro lo bastante para que peligraran mis principios de mamarracha: Aaya.
Aaya, Aaya, Aaya... Aún no sabía si lanzaría heces desde mi invisibilidad o besaría los dedos de sus pies con la ilusión del tacto ante la idea de haberla conocido. Nunca había olvidado a la mujer por la que dejé mi pueblo y a mi madre pudriéndose en una desgracia que se merecía tanto como a una hija venenosa —mucho, demasiado, para siempre— y el recuerdo de mi eterna toxicidad impregnaba cada taberna, cada burdel, cada paseo parisino donde alguna vez fuimos algo indeseable, algo que abandoné de nuevo. Tal era el aumento de las sensaciones por encima de los hechos en este limbo que incluso creí que de lo único que ya no me acordaba era de su rostro hasta que su propia sangre se cruzó en mi camino; el cuerpo y el alma de su nietecilla. O debía de serlo según las piezas encajadas, en realidad no me había volcado demasiado en acechar su pasado, más allá de lo que Aaya pudiera contarme, por temor —¡yo! ¡temiendo! ¡a mi edad! ¡a mi defunción!— a encontrarme donde no quería, pero como nunca acabo haciendo lo que ni yo misma espero de mí, tampoco había tardado en contradecir los juicios de la situación y me había zambullido en aquel mar de problemas. ¡Ah, dioses que sé de primera mano que no existen, el agua de los ojos de aquella criatura era tan refrescante que ni la muerte impedía que la sintiera! ¿Ése era el sabor del único peligro que una blasfemia con patas como yo intentaba evitar?
De ser una fantasma que antes hubiera sido un ente normal, me habría gustado estar preparada para el momento. ¿Desgraciadamente? ¿Afortunadamente? mi alma esquizofrénica estaba acostumbrada a reaccionar ante lo imprevisto y todas las presencias diabólicas de cualquier parte del inframundo, la tierra o el mítico paraíso sabían que aquella relación epistolar que mantenía con el país de los vivos llegaría a su fin tarde o temprano. ¿Que si hubiera preferido que fuese de otra manera? ¿Que si había soñado alguna vez en todos aquellos meses con mirar directamente a los ojos de esa bella hipocondríaca para no verme reflejada en ellos? ¡Por supuesto que no! Según vuestros tecnicismos cuadriculados, los muertos no podemos soñar. Concretamente, los muertos como yo retorcemos la realidad hasta adaptarla a nuestros deseos.
Centrémonos, pues, en lo que estaba pasando. Al haber quedado interceptada en la visión de la desobediente niña el tiempo suficiente para convertirme en su propia carta flotando en el aire, dejé corretear unos minutos, furiosa con las dos por nuestra constante y distinta insubordinación, y me regodeé en la ignorante hermosura de su mundo hecho pedazos. Por y para mí, la perdición de sus fobias y la que también podía devolvérselas en peor estado.
—¿Acaso qué, ma petite? Dilo, no hagas que añore tus frases sobre el papel. Al menos ahí no se interrumpían —hablé, todavía oculta, y dado que había roto con todas mis normas —las que impuse para ella y las que llevaban tanto tiempo en mi propio corazón que ni una chiquilla traviesa con veneno en el nombre más muerta que la decencia era consciente de que se escondían en su interior—, decidí actuar.
Me descubrí ante la cazadora de una vez, pero para eso, creé una ilusión igual de abstracta que lo que sentía y con la que pude producirle una sensación de sueño lo bastante fuerte para desplomarla en el suelo y aparecerme justo encima, sin tocarla de momento, cual gata agazapada sobre su próxima cena. Con la diferencia de que romper mi anonimato no era mi menú favorito.
—Así ya puedes decirme de qué color son —mis ojos a un palmo de los suyos— y más te vale ser exacta, porque tienes la culpa de que ahora quiera saberlo.
Aaya, no obstante, era mi persona favorita.
No lo había planeado, como nunca planeaba las veces en las que acababa mostrándome al público inconsciente de mi espectáculo continuo, y mucho menos si se trataba del sujeto humano que había conseguido que volviera a acercarme a la existencia como si aún tuviera pulso, que había conseguido que esa vez asomara el morro lo bastante para que peligraran mis principios de mamarracha: Aaya.
Aaya, Aaya, Aaya... Aún no sabía si lanzaría heces desde mi invisibilidad o besaría los dedos de sus pies con la ilusión del tacto ante la idea de haberla conocido. Nunca había olvidado a la mujer por la que dejé mi pueblo y a mi madre pudriéndose en una desgracia que se merecía tanto como a una hija venenosa —mucho, demasiado, para siempre— y el recuerdo de mi eterna toxicidad impregnaba cada taberna, cada burdel, cada paseo parisino donde alguna vez fuimos algo indeseable, algo que abandoné de nuevo. Tal era el aumento de las sensaciones por encima de los hechos en este limbo que incluso creí que de lo único que ya no me acordaba era de su rostro hasta que su propia sangre se cruzó en mi camino; el cuerpo y el alma de su nietecilla. O debía de serlo según las piezas encajadas, en realidad no me había volcado demasiado en acechar su pasado, más allá de lo que Aaya pudiera contarme, por temor —¡yo! ¡temiendo! ¡a mi edad! ¡a mi defunción!— a encontrarme donde no quería, pero como nunca acabo haciendo lo que ni yo misma espero de mí, tampoco había tardado en contradecir los juicios de la situación y me había zambullido en aquel mar de problemas. ¡Ah, dioses que sé de primera mano que no existen, el agua de los ojos de aquella criatura era tan refrescante que ni la muerte impedía que la sintiera! ¿Ése era el sabor del único peligro que una blasfemia con patas como yo intentaba evitar?
De ser una fantasma que antes hubiera sido un ente normal, me habría gustado estar preparada para el momento. ¿Desgraciadamente? ¿Afortunadamente? mi alma esquizofrénica estaba acostumbrada a reaccionar ante lo imprevisto y todas las presencias diabólicas de cualquier parte del inframundo, la tierra o el mítico paraíso sabían que aquella relación epistolar que mantenía con el país de los vivos llegaría a su fin tarde o temprano. ¿Que si hubiera preferido que fuese de otra manera? ¿Que si había soñado alguna vez en todos aquellos meses con mirar directamente a los ojos de esa bella hipocondríaca para no verme reflejada en ellos? ¡Por supuesto que no! Según vuestros tecnicismos cuadriculados, los muertos no podemos soñar. Concretamente, los muertos como yo retorcemos la realidad hasta adaptarla a nuestros deseos.
Centrémonos, pues, en lo que estaba pasando. Al haber quedado interceptada en la visión de la desobediente niña el tiempo suficiente para convertirme en su propia carta flotando en el aire, dejé corretear unos minutos, furiosa con las dos por nuestra constante y distinta insubordinación, y me regodeé en la ignorante hermosura de su mundo hecho pedazos. Por y para mí, la perdición de sus fobias y la que también podía devolvérselas en peor estado.
—¿Acaso qué, ma petite? Dilo, no hagas que añore tus frases sobre el papel. Al menos ahí no se interrumpían —hablé, todavía oculta, y dado que había roto con todas mis normas —las que impuse para ella y las que llevaban tanto tiempo en mi propio corazón que ni una chiquilla traviesa con veneno en el nombre más muerta que la decencia era consciente de que se escondían en su interior—, decidí actuar.
Me descubrí ante la cazadora de una vez, pero para eso, creé una ilusión igual de abstracta que lo que sentía y con la que pude producirle una sensación de sueño lo bastante fuerte para desplomarla en el suelo y aparecerme justo encima, sin tocarla de momento, cual gata agazapada sobre su próxima cena. Con la diferencia de que romper mi anonimato no era mi menú favorito.
—Así ya puedes decirme de qué color son —mis ojos a un palmo de los suyos— y más te vale ser exacta, porque tienes la culpa de que ahora quiera saberlo.
Aaya, no obstante, era mi persona favorita.
- La horca para mí:
- Juro que es la última vez que hago esperar tanto tiempo a mi Aaya.
Arsénico- Fantasma
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Re: Découverte de Poison [Arsénico]
Opción posible: ¿brujos? Sí, podía ser, no tenía demasiados conocimientos sobre ellos, apenas una decena de poderes estaban escritos en mis diarios y anotaciones. Podía recordarlos absolutamente a todos, ninguno hablaba sobre levitar objetos a distancia. Los vampiros podían volar o elevarse rompiendo la fuerza gravitatoria, sin embargo nada tenía que ver con lo que mis grandes, asustados y maldecidos ojos estaban presenciando en aquel instante. Solo a mí se me podía ocurrir romper a la regla que me habían dado. Al final era obvio que iba a ser por algo malo, extraño o que simplemente yo no tenía porqué saber. ¿Si aquel hombre o mujer no querían que yo viera eso era por algo, no es cierto? Millones de alternativas y mundos paralelos pasaban por mi cabeza cuando el sobre que mantenía mi carta dentro se levantaba de la rendija de madera. Obviamente, por el mero hecho de saber que podía haber alguien cerca, empecé a temblar. Lamentablemente eso era lo peor que me podía pasar. ¡No podía estar alerta a lo que no viera! Si no descubría donde estaba el dueño de tal poder, terminaría por morirme de espasmos. Aunque por el momento me las ingeniaba bastante bien, probablemente era mi inmensa curiosidad la que no me dejaba caer en la enfermedad mental que conllevaba. Mi corazón latía tan fuerte que podía sentirlo desde el exterior, un halo de vapor saliendo de mi boca cubría el reluciente picaporte de la parte de adentro de la casa, empañandolo a medida que los segundos pasaban. ¡Parecían años! No había ningún movimiento. Como si el silencio en verdad pudiese existir. Solo estaba la carta y yo, en un espacio unilateral de mágicos momentos. Sí, podía ser cierto. Me podría haber vuelto loca, quizá hasta yo misma había escrito las respuestas a las cartas que tanto me dedicaba en responder.
Con la soledad en la que me había sumido por tanto tiempo, no tenía nada de extraño empezar a perder la cordura hasta que ilusiones e irrealidades se formaban frente a mí. No por nada veía la mismísima muerte en cada rincón, incluso cuando no estaba particularmente sucio o infectado con alguna enfermedad incurable. Mis dedos temblequearon, apoyándose en los bordes de la puerta, queriendo comenzar a abrirla. Por supuesto, tenía algo que era un doble daño para mi moral. Mi sentido de supervivencia como cazadora y mi inmortal huroneo en todo lo que no conociera.
— ¿Q-qué? ¿Quién? — Apenas llegué a decir cuando sentí la alucinación de mi abuela y el dolor de morirse al mismo tiempo. Me había golpeado como un sueño hecho realidad, desequilibrándome como hacía bastante tiempo no me pasaba. La alerta me sugirió que apoye las manos en mi pecho y otra sobre el suelo, manteniendo la suficiente compostura para poder sacar un arma del costado derecho de las ropas si fuese posible. Aunque era obvio que no lo haría, se trataba de Arsénico, de quien me había amamantado en conocimientos y felicidades disparatadas y perversas; en mi intenso masoquismo cuando se trataba de leer tales intensas historias. Éstas no eran más que un tabú hasta para los más anarquistas de los revolucionarios, pasaba de ser libertador a una ortodoxia paralela. Y yo no podía pensar en algo más que amarle, sus dedos, sus maneras, quizá hasta permitir que el dolor de ser tocada se sintiera como un ácido en mis huesos. Y cuando abrí las cortinas de mi mirar recordé una historia, esa de mi abuela, de los rumores, del miedo. La sensación parecía ser la misma que ella me había insinuado y mis labios se entreabrieron justo después de notar el, ¿verde? ¿azul? ¿bicromático? ¿De qué color eran sus ojos? ¿Qué podía significar esa mirada si no era de inquisición? ¡La mismísima caja de Pandora que se quería abrir para hundir a los demonios y al apocalipsis en mí! — C-como… un lago. ¿Quiza? Azules, algo verdosos.— Respiré. — No pudiste leer [...] — Claro, quería actuar como una persona normal, decirle que no había podido leer la carta por mi culpa, que no había querido hacerlo, que me perdonara por ser tan obstinada. Era iluso de mi parte, mi cuerpo como acto reflejo al más mínimo cambio palpitaba. Primero temblaron mis labios y pronto sentí el rugido de mi cabeza que indicaba la salida de las lágrimas. Ni siquiera intenté disimularlas. Mi profunda aberración hacia lo sucio y dequebrajable me obligó a cubrirme los ojos. Y la balanza inclinada hacia la irresistible tentación me hizo querer agarrarla del brazo.
Por dentro estaba peleando hasta partirme a la mitad. Y chillé. No demasiado fuerte, la verdad es que mi voz no era lo suficientemente fina para perturbar a nadie, no obstante, dejé salir un gemido algo retrotraído. Había traspasado la tela que cubría su brazo. ¿Su perfecta simetría me había cortado los reflejos? Bueno, podía ser cierto, después de todo no había dudas de que era El Veneno. ¿Qué otra persona querría agarrar una carta sucia y estúpida como la mía? Me permití llorar por un tiempo más, volviendo a intentar agarrarla al unísono de que me escondía. Soñaba con poder verla desde que había conocido su nombre y ahora, como un pequeño monstruito, me regodeaba en mí misma hasta intentar morirme o disipar mis moléculas para hacerme cenizas o algo por el estilo. — ¿Éstas enojado? Enojada. — Arreglé rápidamente, trastabillando las palabras que obviamente no estaban saliendo como yo quería que lo hagan. No. No había vuelta atrás para esa locura en donde yo y mi trastorno nos habíamos metido. Y seguramente terminaríamos muriendo, o la vesania me vencía a mí o yo a ella.
Con la soledad en la que me había sumido por tanto tiempo, no tenía nada de extraño empezar a perder la cordura hasta que ilusiones e irrealidades se formaban frente a mí. No por nada veía la mismísima muerte en cada rincón, incluso cuando no estaba particularmente sucio o infectado con alguna enfermedad incurable. Mis dedos temblequearon, apoyándose en los bordes de la puerta, queriendo comenzar a abrirla. Por supuesto, tenía algo que era un doble daño para mi moral. Mi sentido de supervivencia como cazadora y mi inmortal huroneo en todo lo que no conociera.
— ¿Q-qué? ¿Quién? — Apenas llegué a decir cuando sentí la alucinación de mi abuela y el dolor de morirse al mismo tiempo. Me había golpeado como un sueño hecho realidad, desequilibrándome como hacía bastante tiempo no me pasaba. La alerta me sugirió que apoye las manos en mi pecho y otra sobre el suelo, manteniendo la suficiente compostura para poder sacar un arma del costado derecho de las ropas si fuese posible. Aunque era obvio que no lo haría, se trataba de Arsénico, de quien me había amamantado en conocimientos y felicidades disparatadas y perversas; en mi intenso masoquismo cuando se trataba de leer tales intensas historias. Éstas no eran más que un tabú hasta para los más anarquistas de los revolucionarios, pasaba de ser libertador a una ortodoxia paralela. Y yo no podía pensar en algo más que amarle, sus dedos, sus maneras, quizá hasta permitir que el dolor de ser tocada se sintiera como un ácido en mis huesos. Y cuando abrí las cortinas de mi mirar recordé una historia, esa de mi abuela, de los rumores, del miedo. La sensación parecía ser la misma que ella me había insinuado y mis labios se entreabrieron justo después de notar el, ¿verde? ¿azul? ¿bicromático? ¿De qué color eran sus ojos? ¿Qué podía significar esa mirada si no era de inquisición? ¡La mismísima caja de Pandora que se quería abrir para hundir a los demonios y al apocalipsis en mí! — C-como… un lago. ¿Quiza? Azules, algo verdosos.— Respiré. — No pudiste leer [...] — Claro, quería actuar como una persona normal, decirle que no había podido leer la carta por mi culpa, que no había querido hacerlo, que me perdonara por ser tan obstinada. Era iluso de mi parte, mi cuerpo como acto reflejo al más mínimo cambio palpitaba. Primero temblaron mis labios y pronto sentí el rugido de mi cabeza que indicaba la salida de las lágrimas. Ni siquiera intenté disimularlas. Mi profunda aberración hacia lo sucio y dequebrajable me obligó a cubrirme los ojos. Y la balanza inclinada hacia la irresistible tentación me hizo querer agarrarla del brazo.
Por dentro estaba peleando hasta partirme a la mitad. Y chillé. No demasiado fuerte, la verdad es que mi voz no era lo suficientemente fina para perturbar a nadie, no obstante, dejé salir un gemido algo retrotraído. Había traspasado la tela que cubría su brazo. ¿Su perfecta simetría me había cortado los reflejos? Bueno, podía ser cierto, después de todo no había dudas de que era El Veneno. ¿Qué otra persona querría agarrar una carta sucia y estúpida como la mía? Me permití llorar por un tiempo más, volviendo a intentar agarrarla al unísono de que me escondía. Soñaba con poder verla desde que había conocido su nombre y ahora, como un pequeño monstruito, me regodeaba en mí misma hasta intentar morirme o disipar mis moléculas para hacerme cenizas o algo por el estilo. — ¿Éstas enojado? Enojada. — Arreglé rápidamente, trastabillando las palabras que obviamente no estaban saliendo como yo quería que lo hagan. No. No había vuelta atrás para esa locura en donde yo y mi trastorno nos habíamos metido. Y seguramente terminaríamos muriendo, o la vesania me vencía a mí o yo a ella.
Aaya Maciej- Cazador Clase Media
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