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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Christel Achenbach Dom Jun 16, 2013 12:42 am

Soledad, márcame con tu pie desnudo, 
aprieta mi corazón como las uvas 
y lléname la boca con su licor maduro
Jaime Sabines

El ensordecedor estruendo de los truenos amenazaba con vejar el silencio que reinaba en la capilla, únicamente interrumpido por los susurros de quienes la habitaban. Las hermanas, dispuestas en la fila de bancos, arrodilladas con la cabeza baja en respeto al Cristo crucificado que padecía bajo la titilante luz de las velas, rezaban el rosario. Cada una apretaba las cuencas con sus dedos y oraban al unísono de manera inentendible. Sólo el acento francés de pronunciación perfecta pero con un deje del arrastre prusiano proveniente de la garganta de la Madre Superiora, era el que se hacía perfectamente audible. En la rutina de la congregación, el horario vespertino de reflexión y de dedicación plena a Jesús. El eco de las voces femeninas tergiversadas en un sonido gutural, le confería sacralidad a aquel acto repleto de fe y convencimiento. Era viernes, día de los misterios dolorosos, y la tarde moría lentamente acompañando la agonía del Hijo de Dios, recordada por sus fieles servidoras.

Padre nuestro que estás en el Cielo, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la Tierra como en Cielo —oraba Christel desde su sitio en el primer banco de madera, y el resto de las religiosas completaban la oración. —Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tu eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús —decía a continuación y luego las monjas respondían con el resto, el Ave María era repetido tres veces. Christel relataba cada misterio con un pesar, como si ella misma hubiera sido testigo presencial.

Su bebé había nacido un viernes otoñal, un día de misterios dolorosos, un día como aquel pero hacía dieciséis años. Bastian había salido de su interior con los ojos abiertos, y la había mirado con aquellos ojos aún oscuros, y Christel juraría toda su vida que le había sonreído. “Aquí estoy, mamá”, parecía haberle dicho con su primer estornudo. “Sus pulmoncitos están bien”, pensó aquella madre primeriza de tan sólo catorce años. No había día que no rezase por él, y no había cumpleaños de su pequeño que no lo recordase con dolor, con pesar, con angustia punzante, con una nostalgia homicida, con una impotencia terrenal. Eternamente se preguntaría cuál fue su pecado, y por qué un ser inocente había tenido que pagar. Ella había amado al padre de su hijo, lo había amado más allá del entendimiento, le había dolido el pecho de sentirlo tan profundo, y la gran pregunta era, ¿dónde estaba él? Años de su vida estuvo preguntándose por su primer y único hombre, albergaba la remota esperanza de que el jefe de los Von Achenbach le hubiera entregado el niño a su progenitor, y fuese un pequeño feliz y criado repleto de amor. Seguramente le habrían cambiado el nombre, ¿cómo se llamaría? ¿Tendría hermanos? La voz de la Madre Superiora se estranguló y rompió con el sacro tono monótono de la oratoria, apretó la cuenca del rosario hasta que el dolor en las yemas de los dedos se hizo insoportable, e ignoró las miradas extrañadas que le dirigieron sus subordinadas.

Las religiosas se levantaron una a una y se retiraron en silencio, con sus cabezas bajas. Christel se quedó arrodillada en el primer asiento, mirando fijamente la imagen de la Virgen María. Ella había visto a su hijo ser humillado, arrastrar su cruz, caer, y, finalmente, morir. Ella comprendería su dolor más que nadie. No hubo lágrimas, ya había llorado demasiados años y no le quedaban en los ojos ni una gota, sólo el hondo dolor en su alma atormentada, y el vacío marginal de nunca haber escuchado su risa, ni haberlo visto dar sus primeros pasos. Se hizo la señal de la cruz, se puso de pie, y caminó a paso lento, cansado, como si le pesara la vida misma, y al cruzar el umbral, se irguió y volvió a ser la respetada y temida religiosa. Un grupo de novicias la estaban esperando para hacerle unas consultas sobre la visita que harían al día siguiente al Hospital Des Anges, en Le Havre, llevarían algunas donaciones de insumos y de dinero para refacciones. El sitio era inhóspito y atendía a criminales y mendigos, estaba rodeado de violencia, pero la tarea de los profesionales era maravillosa, teniendo en cuenta las precarias condiciones en las que realizaban su trabajo, sumado a que las enfermeras, en su mayoría, no eran estudiosas, si no, voluntarias, y gran parte, damas de la alta sociedad que ante la primer gota de sangre, terminaban desmayadas o vomitando junto a los convalecientes. Cada dos semanas, un grupo encabezado por Achenbach, se dirigía al sitio y prestaban su ayuda.

Madre, Madre —apareció una joven monja, casi corriendo e interrumpiendo la improvisada reunión. Christel la miró con severidad, tenían prohibido, por razones más que obvias, el corretear por los pasillos del convento. La muchacha no emitió sonido hasta que la Superiora asintió con su cabeza —El señor obispo ha enviado un secretario a buscarla, la espera en Notre Dame. Tiene un carro esperándola en la puerta.

Gracias, Amélie —se disculpó con el grupo y se encaminó a paso rápido, acompañada de la religiosa, que se apretaba los dedos, nerviosa y angustiada por su exabrupto —Deja de hacer eso —susurró Achenbach, y la muchacha obedeció al instante —, si no te comportas de acuerdo a tu condición, aún estás a tiempo de renunciar a tus votos —se paró frente a la puerta de su habitación. —Infórmale al cochero que estaré lista en unos instantes.

Christel entró a su habitación, se quitó el hábito azul oscuro. Se miró al espejo, el cabello rubio le caía largo sobre los hombros y le cubría los pechos. Las enaguas blancas le tapaban las piernas largas y aún tonificadas. Tenía treinta años y los únicos momentos de felicidad de su vida los recordaba con espasmos de tristeza. Se ató el cabello, giró, y observó el tatuaje con el nombre de su hijo en la parte baja de la espalda. Luego, se colgó el rosario de madera, se puso de rodillas, tomo la tira de cuero, y tocó una campanilla. Sin tocar la puerta, ingresó la única persona de confianza que tenía dentro del monasterio, una religiosa cuarentona, con una historia más triste que la de ella. Descansaba en la habitación contigua y sabía que las tres campanadas eran para ella. Charleen tomo la tira entre sus manos, espero que Christel se aferrara a la pared, y le dio cinco azotes en la zona de los omóplatos. Con el mismo silencio, apoyó la tira sobre la cama y se retiró. La rubia se quedó en la misma posición, con la respiración agitada, la boca seca y el insoportable dolor en el cuerpo. Cada vez que se cuestionaba su estadía allí, se infringía un castigo físico, y cuando descubrió que Charleen hacía exactamente el mismo procedimiento, procedieron a colaborar la una con la otra. La mujer volvió a ingresar con unas compresas, le limpió la sangre, y la vendó. No preguntó por qué la Superiora había decidido, minutos antes de una reunión importante con el obispo, el realizar aquella práctica.

Que Dios te bendiga —susurró Charleen antes de retirarse.

Christel se puso de pie tambaleando, bebió un poco de agua y encendió otra vela. Se recogió el cabello en un rodete tirante para que no se soltara un solo mechón. Llegaban a descubrirla, y el repudio sería inadmisible. Se colocó el hábito oscuro, colgó en su pecho un rosario, tomó una bolsa de tela con algunas pertenencias como un pañuelo, monedas y una estampita de San Judas Tadeo, y se retiró. Corrió hacia el coche para no mojarse, corrió la cortina de la ventana, y se percató que la tarde estaba gris y oscura, producto de la nueva tormenta que se avecinaba. Se tambaleó con el andar de las ruedas por las mojadas y fangosas calles empedradas de París. Ni un alma caminaba, ni siquiera se veía la miseria humana, todos huían del agua, hasta los perros callejeros buscaban refugio. Ella hubiera dado muchas cosas por poder girar y girar bajo la lluvia, como lo hizo una vez, cuando era una niña pequeña. Cerró la cortina y oró, le pidió a Dios que le devuelva la serenidad y el sosiego, que le marque el rumbo nuevamente. Su obra dentro de la Iglesia era ínfima, pero ayudaba a muchas personas que la necesitaban, y en su comportamiento, moral y fe, se apoyaban aspirantes y consagradas. Hasta el mismísimo obispo recurría a ella para consultas importantes, y no debía ni podía permitirse el flaquear, iba en contra de su esencia, y de sus propios juramentos. Christel era una mujer de palabra, de convicciones firmes y de profunda creencia, le había entregado su sufrimiento a Dios hacía ya muchos años, y día a día se convencía de que estaba resignada, pero en un recóndito sitio de su instinto, albergaba la esperanza de un reencuentro, de un abrazo, de una palabra, de una mirada. El carruaje se detuvo, la religiosa colocó unas monedas en la mano del conductor, y caminó a paso rápido hasta adentrarse en la Catedral de Notre Dame.

Sor Achenbach —le habló una anciana religiosa que la esperaba detrás del altar —Pase por aquí.

Christel ingresó por una portezuela que había en un costado. Hacía tiempo que la exuberancia de la mítica Catedral había dejado de sorprenderla, era obscenamente lujosa, demasiado oro, demasiada pompa, demasiada ornamenta. Ella practicaba la austeridad, y obligaba a sus subordinadas a lo mismo. Comían lo justo y necesario, la capilla de su convento era sencilla y acogedora, raramente compraban cosas nuevas, ya que ellas mismas realizaban tareas de carpintería. Los votos de pobreza los cumplía a raja tabla, y no soportaba que la Iglesia en general hiciera constante ostentación. Le resultaba casi repugnante que mientras en la puerta de la Catedral había niños pidiendo monedas para poder comer, adentro no hubiera más que figuras que, de ser valuadas, podrían alimentar y acabar con la pobreza de gran parte de Europa. El obispo la recibió con su habitual seriedad, pero sin el gesto duro que lo caracterizaba. Le preguntó si estaba apurada, a lo que la prusiana contestó que no, el hombre se disculpó y le explicó que en unos minutos recibiría una comitiva de Roma, y que la reunión no se prolongaría demasiado. Christel lo tranquilizó y le dijo que esperaría a que terminara. El obispo le agradeció y la anciana apareció con el mismo sigilo con el que se había retirado, y le preguntó a Achenbach si podía ayudarla a encender la luminaria. Ambas mujeres comenzaron la tarea inmediatamente, pero la prusiana terminó por decirle a su compañera que le dejara la labor a ella, que descansara. La había visto agitarse y acusar cierto dolor cuando estiraba un brazo, estaba por encima de los setenta años, y era comprensible que sus huesos y músculos estuvieran atrofiados. Christel pensó que ya era hora que la señora se retirara a un lugar de descanso. Se dio cuenta que era la única persona en la imponente Catedral, suspiró y caminó hacia el altar, donde encendió el cirio. Olió las flores que había sobre un jarrón, y dio un respingo cuando la puerta se abrió. Volteó lentamente y vio a un hombre que ingresaba. <<Sólo las almas atormentadas llegan a una iglesia un atardecer como éste>> pensó, y lo vio desaparecer por un costado. Dejaría que encontrase el sosiego en la infinita misericordia de Dios. Se retiró hacia el primer asiento, donde se colocó de rodillas, tomó entre sus manos la cruz que pendía de su cuello, y con sus rostro bajo, comenzó a orar.


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Mensaje por Aedan Zaitegui Lun Dic 01, 2014 1:44 am

Estoy muerto.
Sólo la venganza puede restaurarme.

—Terry Goodkind.


No podía creer que Auguste, su padre, hubiera burlado a la muerte habiéndola tenido tan cerca. Pero, ¿realmente le habría satisfecho haberse librado de él tan pronto, la misma noche en la que finalmente se había presentado ante él, habiendo iniciado apenas su tan esperada venganza? Probablemente no. Seguramente se habría sentido muy decepcionado. Su deseo de venganza se había vuelto algo mucho más encarnizado. Lo que realmente deseaba era ver al viejo sufrir, humillado, acabado, arrastrándose en su repugnante mundo, perdiéndolo todo, empezando por la confianza, el respeto y el amor que su familia le profesaba, como si se tratase del hombre más recto de todos, como si fuera un santo. Quería estar allí cuando ocurriera, ser el primero en la fila y mirarlo a los ojos; contemplar con satisfacción cuando su insultante y falsa máscara hecha a base de mentiras y de pura hipocresía, finalmente cayera hecha pedazos ante sus pies. Quería escuchar las cosas que sus amados hijos tendrían para decirle, pero, especialmente, deseaba ver cómo Geneviève, su nieta consentida, iba a despreciarlo. Estaba seguro de que eso iba a romperle el corazón, como él había destrozado el de su madre muchos años atrás.

Lo que él tenía entre manos no era un plan minuciosamente estructurado, pero lo consideraba bastante sólido, si él lograba que todo marchara según lo planeado. Y, para su suerte, así era. No era tan sencillo como había pensado que sería, pero la promesa de venganza lo había mantenido a flote durante la tortura de aquellas semanas. Cada vez que sentía que estaba a punto de flaquear, recordaba todas las veces que él había necesitado a su padre, lo mucho que había añorado su presencia en su vida, y la gran decepción que se había llevado cuando su madre, completamente destrozada y avergonzada, le había contado la triste historia de su origen. La sensación que había experimentado al saberse el sucio bastardo de un infame adinerado no tenía punto de comparación. Por eso, cuando creía que no podía seguir, cuando creía que era preferible nunca haber sabido la verdad, evocaba la imagen de su madre, embarazada, completamente sola y hundida en la más absoluta miseria, sobreviviendo a base de caridades, mientras el gran Auguste cenaba cordero y champaña en la comodidad de su lujosa mansión. Lo imaginaba derrochando inútilmente su fortuna y, por otro lado, a su madre pidiendo limosna. Esas imágenes siempre lo sacaban a flote. Aspiraba y entonces se sentía nuevamente invencible. El odio por su padre le daba la fuerza necesaria. Su firme propósito era su aliado. La necesidad de venganza era muy intensa y estaba seguro de que ganaría, que sería el vencedor, que regresaría a casa con la satisfacción de haberlo hecho pagar. Por eso aguantaba, no se marcharía sin antes haber hecho justicia, sin esa venganza que ansiaba con tanta desesperación.

Tantos sentimientos negativos le invadían y envenenaban el alma que, cuando entró a la iglesia y se sentó en una de las bancas que se encontraban más cerca del altar, apenas y se sintió capaz de levantar la vista. El Cristo en la cruz parecía devolverle una mirada llena de reproche a su hijo descarriado, y él, como buen católico que siempre se había considerado, se sintió avergonzado de sus acciones, aunque no pretendiera abandonarlas. Se hincó y entrelazó las manos para luego recargar el mentón sobre ellas. Trató de bloquear el paso de los horribles sentimientos, los viles pensamientos hacía su padre, pero le fue casi imposible. Después de todo, eso era lo que lo había llevado hasta allí.

Perdóname señor —susurró en un tono muy bajo en señal de respeto—, sé que ante tus ojos la venganza nunca será bien vista, pero tú, que con tu infinita grandeza todo lo ves, sabes mejor que yo las infamias que ha sido capaz de cometer ese hombre que no merece ser llamado mi padre. Ha sido cruel y despiadado. Es un mal hombre que se merece ser castigado —hizo una breve pausa para pasar saliva y mojar su garganta seca. Sus ojos verdes brillaban con intensidad, húmedos, como si estuvieran a punto de derramar un par de lágrimas. No obstante, permaneció sosiego. Tomó aire y continuó—. Mi alma está corrompida, llena de terribles sentimientos; mis pensamientos son impuros e insolentes, pero sigo siendo uno de tus hijos. Por favor, no me abandones. No me dejes solo, porque, incluso para esto, te necesito. Necesito un poco de tu fortaleza —pareció implorar. Su rostro, su ceño fruncido, no podían ser indicio de otra cosa más que de un dolor muy profundo—. Si al final de esto, cuando todo haya terminado, crees que merezco un castigo, lo aceptaré sin renegar.

Se quedó un largo rato en aquella posición. Rezando, como su madre le había enseñado desde muy pequeño. Luego volvió a sentarse y, mientras recuperaba la calma después de su confesión, misma que no se atrevía a llevar a cabo con un sacerdote, se dedicó a contemplar la magnificencia del templo. Era un lugar hermoso y místico. Desde la primera vez que había entrado, se había sentido tremendamente sobrecogido, y supo que debía volver una y otra vez, especialmente cuando necesitara un poco de consuelo. En esta ocasión, no había funcionado como todas las anteriores veces, pero no podía culpar ni a la iglesia y mucho menos a Dios. Sus deseos de venganza eran como un cáncer que no se extinguiría.  

Áedán se puso de pie, dispuesto a retirarse, pero cuando avanzó por la larga hilera de bancas vacías, una visión lo dejó perplejo. La monja que permanecía hincada, rezando, le pareció tremendamente familiar. Con los ojos muy abiertos, completamente consternado, avanzó rápidamente para acercarse. Así confirmó sus sospechas.

Esto tiene que ser obra de Dios. Es un milagro. —Se estremeció tan profundamente que casi se quedó sin respiración, y guardó silencio, por miedo a que aquella visión desapareciera.

Era imposible. Inaudito. ¿Acaso Dios la había enviado a su encuentro para persuadirlo y hacerlo desistir de aquel horrible plan que traía entre manos? Nunca lo sabría. Así como no sabía tampoco si la repentina aparición de Christel le producía dolor o placer, probablemente un poco de ambas. Lo que no estaba a discusión era el asombro con el que la miraba, completamente petrificado. Verla vestida como una monja solo lograba confundirlo aún mas. Abrió la boca para decir algo pero las ideas en su cabeza eran demasiadas, tantas, que las palabras no llegaron a salir, al menos no como hubiera querido.

P-pero… ¿C-cómo…? —Balbuceó torpemente, algo que definitivamente no le ocurría a menudo. Y sonrió, como si aquello se tratara de una broma muy simpática y estuviera admitiendo abiertamente que había funcionado con él.

Finalmente se dejó caer en la banca más cercana. Sólo entonces dejó de sonreír y adoptó un semblante serio, muy pensativo.

Si ese encuentro se hubiera ocurrido años atrás, cuando él todavía albergaba la esperanza de encontrar a su amada Christel, luego de su repentina desaparición, Áedán habría corrido a estrecharla entre sus brazos, la habría besado y le habría jurado que nunca nadie volvería a separarlos. Pero era tarde. Demasiado tiempo había pasado. Muchas cosas habían cambiado.

Los designios de Dios eran extraños.


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Mensaje por Christel Achenbach Jue Ene 01, 2015 9:20 pm

En una y mil ocasiones, sus rezos se habían vuelto los de una autómata. Repetía sin cesar las oraciones aprendidas entre los muros altos, oscuros y húmedos del colegio que la había albergado pupila durante sus primeros años de vida; también, aquellos que había memorizado en su posterior reclusión, ya en la adultez y con una piedra enorme sobre los hombros. Los sabía en siete idiomas, además del natal; los enseñaba a niños, padres, novicias, hasta la entonación que debían tener para que no fuesen monótonos y aburridos. Pero en aquella ocasión, las palabras brotaban de sus labios en un suave y sentido susurro, apenas audible para ella. La posición de completa devoción, las rodillas entumecidas del largo contacto con la superficie dura del piso; la espalda recta, el cuello levemente inclinado hacia adelante, los dedos entrelazados y apoyados en su frente. Se mantenía enfrascada en su plegaria a la Virgen, quizá la única capaz de comprender el dolor de perder a un hijo, aquella laceración honda y sangrante, que la acompañaría hasta el último aliento; quizá tenía ganado el Infierno, por nunca haber buscado lo suficiente, por haberse dejado amedrentar por las amenazas, por no haber batallado por aquello que le correspondía. Había sido débil en más de una ocasión, desde que se había entregado a los deseos de la carne, pasando por el encantamiento de su corazón joven y soñador, y terminar cayendo en la letanía del lamento, una vez hubo caído en la cuenta de que no volvería a ver ni sentir a su pequeño, fruto de aquella impía, pero amorosa, experiencia romántica de sus años de juventud. Sabía que no era ni la única, ni sería la última que pasase por algo como aquello, pero era el tipo de secretos que se guardaban bajo llaves, en un corazón oscuro y endurecido por los flagelos, las enseñanzas estrictas y la soledad. Se había sometido al ostracismo y la violencia de su celda, se había protegido en su coraza de mujer inalcanzable.

No dio crédito a la voz que le llegó a los oídos. Estaba compenetrada con los rezos, que no había escuchado los pasos acercarse. Se quedó en la misma posición, pero ya no hablaba, ni siquiera respiraba. Si se podía morir en cuestión de un segundo, Christel estaba segura de que le había llegado su hora. Hubiera jurado que su corazón dejó de latir, que sus pulmones dejaron de recibir aire, que cada órgano de su cuerpo, abandonó sus funciones vitales para sólo expulsar lágrimas, las lágrimas que ella había contenido durante dieciséis años. Ella, que pregonaba en nombre de un ser que no podía ver, no daba crédito al juicio de su audición. Su acento español, aquel que tantos murmullos le había susurrado, se había vuelto grave con el paso del tiempo. No se creía capaz de girar la cabeza, para comprobar con sus ojos, una realidad que imaginó enterrada. Había decidido expulsarlo, como si jamás hubiese existido; era suficiente lamentar la pérdida de un hijo, no sería capaz de aguantar la muerte de un amor. Había borrado de su memoria su rostro querido, sus palabras, los planes juntos, todo aquello que habían soñado. Había querido creer que Bastian había sido fruto de un milagro, como si hubiera sido colocado en su vientre por obra divina, como si se tratase del Niño Jesús. Pero no, su retoño había sido concebido con un amor inocente y memorable, que le había recorrido cada fibra íntima de su ser, y por temor a aquel sentir, tan placentero, había cubierto con olvido, el estremecimiento que le habría provocado el recordar.

Expulsó el aire lentamente, intentando recobrar una compostura que pendía de un hilo. Los labios y las fosas nasales le temblaban, así como un nudo se le había formado en la boca del estómago. Miró de reojo la figura que se dejaba caer cerca de ella, si extendía su brazo, podría tocarlo. Quizá estaba confundida, quizá no era él; pero, por su reacción, era evidente que, cualquier intento por evadir lo inevitable, sería vano. Debía enfrentarse a una situación que, estaba completamente segura, nunca volvería a ponerse en su camino. ¿Por qué no? Porque nunca había albergado ni la más mínima esperanza de un reencuentro con aquel hombre que le había enseñado a ser mujer, por miedo a lo que aquello podría provocarle. No quería alimentar sus dulces memorias, con sueños oscuros y tenebrosos, sería una tortura superior a cualquier daño físico, a cualquier golpe moral. Por fin, decidió mirar por el rabillo del ojo, y lo notó tan conmocionado como lo estaba ella, y eso le dio un profundo alivio. Se puso de pie con lentitud, porque de haberlo hecho repentinamente, habría caído. Pasó las palmas de las manos por la túnica, a la altura de las rodillas, y limpió los rastros de polvo.  Luego tomó asiento, sin correrse ni un milímetro del pequeño diámetro que conformaba su cuerpo. Alzó sus ojos, y los fijó en la cruz, que se alzaba enorme e imponente, aquel día más que nunca. El silencio reinó varios segundos, sin incomodarla; en la lejanía, podían sentirse las ráfagas de viento rompiendo la armonía de la lluvia.

Áedán Zaitegui —dijo por fin, y nombrarlo, después de casi dos décadas sin hacerlo, le resultó extraño, y a la vez terriblemente familiar. Su nombre, le revolvió las entrañas y el pasado, imágenes inevitables de la primera mirada cruzada, de la primera palabra intercambiada, del primer roce, de su cuerpo tibio cerca, de sus manos recorriéndola, acudieron a su memoria. Lo había amado con una profundidad de la que, en ese momento, ya no se creía capaz. Su alma había sido una llama ardiente, jamás se había sentido tan viva como en ese escaso tiempo compartido; su vida se había resumido a ellos, a ese “nosotros” que tanto habían ansiado construir. Admiró la fuerza con la que había sentido, la pasión desbordada y fervorosa que la había encaminado a aquellos encuentros furtivos, intensos y encantadores. Le parecía inadmisible, en ese instante, que su piel tuviese la memoria intacta, y bajo aquellos ropajes fuese capaz de erizarse ante el recuerdo de lo más sincero que había poseído. Christel, nunca fue tan Christel como en aquella adolescencia tierna y alejada. Comparado con su presente, a pesar de su vocación, eso había sido la máxima expresión de lo sublime, y sonrió, ante el cambio radical. Un pensamiento cruzó por su cabeza, y le enturbió la expresión.

¿Él está contigo, verdad? ¿Tú lo criaste? —anheló, profundamente, aquello fuese así. Áedán había sido un hombre maravilloso, no tendría que haber cambiado con el tiempo, y estaba segura de que, su padre había tenido un arrojo de humanidad, y se lo había entregado al “culpable” de la desvergüenza de su hija, para que se hiciese cargo de lo que había provocado. Von Achenbach era capaz de eso, y quizá de mucho más; la monja, en arrebatos de fatalismo, había imaginado que el jefe de familia, había acabado con la inocente y corta vida de Bastian, pero luego, veía la realidad, y a pesar de la furia, no podía ser así. En sus primeros años de novicia, antes de hacer la carrera que la llevó a su actual posición, y cuando aún su corazón se encontraba endeble, podía soñar con su pequeño, y lo imaginaba igual a Áedán; por ello, cuando se atrevió a observarlo, se sintió desbocada. Era un hombre espléndido, y si, su hijo debía ser igual.


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Ningún corazón es perfecto | Privado Empty Re: Ningún corazón es perfecto | Privado

Mensaje por Aedan Zaitegui Jue Dic 31, 2015 6:16 pm

¿Él? ¿Quién? —preguntó cuando al fin su mente se aclaró un poco y fue capaz de volver a hablar. Su entrecejo se arrugó, producto de la intriga que sus palabras le causaban. Había mencionado algo sobre criar, la posibilidad de que él, quien quiera que fuese, estuviera a su lado. ¿A qué se refería exactamente? Áedán quiso saberlo. Su confusión aumentó al notar la angustia en el rostro afligido de Christel, aquella mirada esperanzada que clamaba por una respuesta informativa que a él le hubiera gustado poder brindar, pero que nunca llegó porque sencillamente no tenía idea.

Lo siento, yo... no sé a qué te refieres —admitió al fin en voz alta y ésta lentamente se le volvió un susurro—. Han sido tantos años, demasiadas cosas han pasado y yo temo no estar al tanto de todas —una nueva punzada de curiosidad lo atravesó y no pudo evitar mirarla, recorrer con la vista su vestimenta de religiosa, haciendo evidente la confusión que ésta le provocaba. ¿Era prudente preguntarle sobre el tema, cuando claramente había algo mucho más importante en el aire? El hombre decidió ser prudente y lo dejó para después. No obstante, no dejó de mirarla, y mientras lo hacía, la encontró tan hermosa como antes. Desde luego, ya no era una niña, hacía mucho que había dejado de serlo. La jovencita que recordaba se había transformado, convirtiéndose en toda una mujer.

Aún no puedo creer que estás aquí —una tenue y melancólica sonrisa se dibujó en sus labios. Fue una sonrisa fugaz que provenía de los bonitos recuerdos de aquellos días a su lado. La había amado tanto. No había vuelto a querer a nadie así, no con esa intensidad. Se animó a alargar su mano y acarició su mejilla, como queriendo asegurarse de que no era una visión. Con júbilo, pero también con algo de melancolía, confirmó que no, no lo era.

Eres tú. Eres real. Christel… Te busqué por tanto tiempo. Te esperé, hasta que supe que no regresarías. Tu padre me juró que no volvería a verte y supo mantener su promesa. Nunca entendí por qué me odiaba tanto, lo que lo orilló a alejarte de mí. En mi búsqueda escuché cualquier cantidad de cosas. Incluso hubo quien aseguró que esperabas un hijo mío —rió amargamente por lo absurdas que le habían parecido aquellas palabras en aquel momento, incluso ahora—, pero eran solo rumores, meras habladurías.  

Pero, en ese momento, le pareció que algo cambiaba en el rostro de la mujer. De pronto la notó más… triste. Abatida. Sí, esa era la palabra correcta. ¿Era él y su presencia, tan repentina e insólita, como a quien se le aparece un fantasma, quien lograba perturbarla? ¿Era algo que había dicho? Áedán la estudió y repasó mentalmente sus últimas palabras. Hijo, era la palabra clave. Eso tenía que ser.

Lo eran, ¿verdad? —inquirió reanudando la conversación. No llegó a escuchar la respuesta que tanto esperaba—. ¿Christel? —insistió, pero ella nuevamente no respondió. ¿Era posible que…? Tenía que preguntar, debía ser más directo—. Christel, ¿estuviste encinta? ¿Esperabas un hijo mío? ¿Esa fue la razón por la que tu padre…? Dios mío —de pronto, todo encajó. Una ola de consternación lo invadió y se quedó mudo. Cuando pudo continuar, añadió—: Te lo quitó. Fue capaz de arrebatártelo. Por eso tú… Ahora lo entiendo todo.

Se puso de pie y de manera casi inconsciente se llevó ambas manos a la cabeza, alisándose el cabello. Todo aquello era demasiado. Mucha información que procesar. Necesitaba pensar. Necesitaba entender por qué la vida se ensañaba así con él. Primero la situación con su padre, ahora su hijo.

Un hijo —musitó para sí mismo, como queriendo acostumbrarse a la inesperada revelación. En otras circunstancias, aquella habría sido la mejor noticia. No obstante, dados los recientes sucesos, el tiempo transcurrido, no sabía cómo manejarlo—. ¿Sabes al menos si vive? Tenemos que buscarlo.

De pronto, la angustia de Christel, era también la suya.


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Mensaje por Christel Achenbach Dom Ene 24, 2016 9:32 pm

El atisbo de esperanza que había florecido, fue arrasado por el cruel invierno de la realidad. Sintió cómo los incipientes pétalos se congelaban, cómo el frío los quemaba hasta adormecer el tallo y matar la raíz. Volvió la desolación; era como perder a ese niño una vez más. Había pasado dieciséis años de su vida – ¡más de la mitad!- deseando que su hijo se encontrase junto a Áedán, que creciese junto a un padre que iba a amarlo y a honrarlo, que lo respetaría y le enseñaría valores. Christel había conocido en el español al hombre más íntegro, y le daba cierta tranquilidad pensar que estuvieran juntos, que el jefe de los von Achenbach había tenido un instante de compasión y le había terminado entregando el bastardo al militar. Pero no, no había sido así, y la religiosa no sabía qué hacer. Quién iba a decir que, una mujer como ella, no tendría capacidad de reacción ante la adversidad; simplemente, quería dejarse morir allí mismo. Lo único que la había sostenido –esa vaga idea que no había sido más que una ilusión- acababa de morirse, como seguramente lo había hecho su hijo. Ya de nada servía la armadura de grueso acero que se colocaba al despertar, para que el mundo no se la comiese sin dar batalla; ya de nada servían sus creencias, ni sus rezos, ni la sola idea de mantenerse con vida en aquel mundo sin amor.

Le habría gustado llorar, como cualquier madre lo hubiera hecho. No sintió la caricia de Áedán, o eso demostró. Le habría gustado, también, que la afectase el roce de sus manos, el sonido de su voz, el calor de su cuerpo cercano y que, luego, cuando él se levantó, la abandonó. Le habría encantado, por supuesto, sentir como cualquier ser humano, pero ya no. Algo había terminado por romperse en su interior, algo que se había mantenido frágil pero firme, y que ya no encontraba dónde apoyarse. Fue incapaz de mirarlo, no tenía respuesta a sus preguntas. ¿Cómo le diría que nunca lo había buscado? ¿Cómo le explicaría que se había encerrado en un convento para anular su pasado, para enmudecer su consciencia? No quería que Áedán la juzgara, pero sería inevitable. Él, con aquella alma apasionada, habría movido el Cielo, la Tierra y el Infierno hasta dar con el hijo de ambos, pero ella no; Christel había optado por el camino del olvido, un olvido que, cruelmente, sabía nunca llegaría.

No sé nada de él. Sólo lo tuve dos días conmigo —era la primera vez que ponía en palabras su dolor. Sintió una puntada en el pecho, como si le hubieran clavado una aguja de tejer, que la traspasaba hasta salir por la espalda. El aire le faltaba, y no podía continuar. Pero, sabía que el español merecía una versión; acababa de darle una noticia devastadora. De hecho, él solo había atado cabos en cuestión de segundos, ni siquiera de su cobarde boca había salido la verdad. —Debe estar muerto —sentenció, con un agudo dolor convertido en un chillido que le atormentaba los oídos. —Ha pasado demasiado tiempo, Áedán. Conociendo a…von Achenbach —nunca volvería a decirle “padre” — sé que era capaz de dejarlo morir a la intemperie. Pasé todos estos años creyendo, vanamente, que estaría contigo, mas no es así… —alzó la vista, que la había mantenido clavada en el rosario que apretaba entre sus manos. Se atrevió a desviar sus orbes oscurecidas de tristeza, y observó el desconcierto de quien había sido su gran amor.

Perdóname —susurró. —No tenía derecho a hacerte esto —se puso de pie y estudió el rostro otrora adorado. El tiempo había pasado para ambos, ya no eran esos muchachitos enamorados entregados a la pasión. Eran un hombre y una mujer curtidos a golpes; cada uno, a su manera, libraba una guerra diferente. —Creo que lo mejor es hacer de cuenta que nunca nos vimos. Por tu bien, especialmente. Yo he aprendido a cargar con esto, pero no debes hacerlo tú también. Al fin de cuentas, eres el único que no tiene culpa —el poderío de los von Achenbach lo habría destrozado antes de permitirle tenerla. Agradecía que, a pesar de lo arrebatado de la juventud, Áedán hubiera encontrado la prudencia y la sabiduría para nunca más buscarla.


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Mensaje por Aedan Zaitegui Lun Mar 28, 2016 5:43 pm

El semblante de Áedán cambió de inmediato; se alteró cuando escuchó a Christel sugiriendo la peor opción de todas: olvidarse de todo. Eso ni siquiera debía ser considerado como una opción.

No, no puedo hacer eso —contradijo al instante y se acercó a ella para agarrarla del brazo e impedir así que saliera huyendo—. No puedo hacer de cuenta que nada ocurrió y tú tampoco puedes. No debes. No puedes irte y dejarme así. No después de lo que ahora sé —sin ser realmente consciente de ello, conforme hablaba, sus dedos se apretaron un poco más al brazo de Christel. La expresión en su rostro, las palabras elegidas, la forma en que las pronunciaba; todo sonaba como un reproche, aunque no fuera esa su intención—. Es mi hijo y merezco conocer la historia completa, enterarme de los detalles. Tal vez no está muerto. Tal vez está por ahí, en algún lado, sufriendo, creyendo que lo abandonamos o esperando que no sea verdad, deseando conocer a sus padres algún día. No podemos dejarlo. No podemos, Christel. Es nuestro hijo. Por Dios, ¡era su nieto! ¡No tenía ningún derecho! —habló enérgicamente, sin hacer una sola pausa y terminó gritando. Su voz retumbó en toda la iglesia.

En sus ojos, repletos de frustración, también había rabia, no contra ella, sino contra su padre; su cuerpo reaccionó mostrando rigidez. Sus dedos se apretaron poderosamente alrededor del brazo de Christel y lo que empezó siendo un simple agarre, se convirtió en prácticamente una agresión. Le hacía daño y no se daba cuenta de ello. No lo supo hasta que ella se lo hizo saber cuando intentó soltarse. Entonces la liberó e intentó calmarse. No volvió a hablar hasta que estuvo más sereno.

Lo siento —alzó ambas manos a la altura de su pecho, en señal de que estaba arrepentido—. Es solo que… tú conoces mi historia. Sé lo que es crecer sin un padre y ahora mi hijo, si está vivo, sufrirá lo mismo que yo. Y no es justo. Yo jamás lo habría abandonado.

Él no era un hombre ejemplar y probablemente jamás lo sería pero, ¿en qué clase de persona se convertiría si daba la espalda a su propio hijo? Él era su sangre, un inocente. Negó con la cabeza; la idea le mortificaba. Si bien en sus planes nunca había estado concebir un hijo, siempre había creído que si llegaba a tenerlo, entonces procuraría ser mucho mejor que aquel que lo había engendrado a él, sin importar la mujer o las circunstancias en las que lo tuviera. Para alguien como él, la paternidad era algo delicado y un hijo algo sagrado. Ojalá lo hubiera sabido antes. Ojalá hubiera estado ahí, para defenderlo del hombre cruel que lo había arrancado de los brazos de su madre y le había negado la posibilidad de conocerlo. De pronto sintió no curiosidad, sino la necesidad de saber de él.

¿Cómo era, Christel? —cuestionó ya mucho más tranquilo y con cierta melancolía—. ¿Tenía tus ojos? ¿Le diste un nombre? ¿Qué edad tendría ahora? Por favor, háblame de él, no me niegues la oportunidad de conocerlo, aunque sea a través de tus palabras —casi le rogó.


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Mensaje por Christel Achenbach Sáb Jul 16, 2016 5:52 pm

Todos y cada uno de los cuestionamientos de Áedán, mortificaban a Christel desde hacía dieciséis años. Ella había barajado las posibilidades, días y noches repletos de preguntas que nunca lograría responder. Hipótesis, sueños, ilusiones, pesadillas; había transcurrido más de la mitad de su vida pensando en qué había sido de ese hijo que le habían arrebatado. Ahora, que los veía en su antiguo amor, sintió pena por él, por sí misma y por ambos. Habían tenido todo para ser felices, habían sido dos jovencitos que creyeron, por un instante, poder luchar contra el mundo. Nunca imaginó que sentiría tanta nostalgia de aquellos tiempos…

Basta… —murmuró, intentando soltarse, pero no la escuchaba. Estaba enceguecido por sus palabras y por la devastadora noticia. Ella, que conocía su pasado, que sabía lo que él y su madre habían sufrido por el abandono, jamás debería haber tenido la imprudencia de sugerir tan espantosa probabilidad. Olvidarlo… Ojala hubiera podido evitarle a Áedán tanto sufrimiento, no lo merecía. La idea de compartir su dolor, por un instante, le pareció atractiva, pero al notar lo mortificado que se encontraba el militar, supo que se había dejado llevar por el impulso y no había tenido en cuenta lo que él pudiera sentir.

Una vez más, intentó desembarazarse y lo consiguió. Aceptó sus disculpas con un leve asentimiento de su cabeza, y no hizo el amague de tomarse la zona de su brazo, que continuaba latiendo. Se odiaba a sí misma por haberle provocado aquella amargura, innecesariamente. Nunca encontrarían a Bastian, no darían con su paradero. De la única forma que sabrían qué había sido de él, sería cuestionando a von Achenbach, pero Christel, bajo ninguna circunstancia, viajaría a enfrentarlo. Si en todos aquellos años no lo había hecho, mucho menos ahora, que el tiempo había dilatado la relación lo suficiente para acabar con cualquier vestigio de sentimientos buenos o malos. Ya no lo odiaba, tampoco lo amaba. Su suerte le importaba poco y nada; quizá, hasta habría muerto y nadie la informó, porque ella era una desterrada, una exiliada.

No, Áedán, no quiero hablar de él… —la voz le tembló, porque realmente no podía. Nunca había sido capaz de expresarse sobre su hijo. Sentía que profanaba los lejanos recuerdos que le quedaban de él. Desvió la mirada y se mordió el labio inferior, porque sería incapaz de llorar. Se cruzó de brazos, atrapada por escalofríos que le recorrían el cuerpo entero. Miró al Jesús crucificado que descansaba en las alturas, y le pidió que la iluminara. Observó de reojo a Zaitegui, él tenía derecho a saber sobre Bastian.

No tienes idea de lo doloroso que es cargar con esto, no tienes idea… —soltó, con tristeza. Regresó la mirada hacia Áedán, y entendió que él necesitaba esos fragmentos que ella poseía, y no pudo negarle la posibilidad de unirlos. —Fueron muy pocos días, pero tenía el cabello oscuro como tú —le comentó, y se atrevió a acomodar un mechón que caía sobre la frente del militar. —Aún sus ojos se encontraban grisáceos, pero la experiencia me ha dicho que tendría los tuyos. Quiero creer que los tiene —le sonrió con profunda tristeza. —Era muy tranquilo, casi no lloraba, y era un bebé grande. ¿Sabes? En cuanto lo tuve en mis brazos, conté los deditos de sus pies y de sus manos. Y tenía unas pestañas preciosas… —la voz se le quebró, incapaz de continuar. Dio un paso al frente y apoyó la frente en el pecho de Zaitegui. —Bastian, si está vivo, estaría a un mes y cuatro días de cumplir diecisiete años —comentó, y cerró los ojos, aceptando las lágrimas que se desparramaron por sus mejillas. Entendió que si no lloraba a su hijo junto a ese hombre, que era el padre y al único que había amado, se llevaría aquella cuenta pendiente a la tumba. —
Perdóname, Áedán. Perdóname por no protegerlo…


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