Insurrection {Privado}

Como pago por mi información, Francine Gallup había cometido uno de los peores errores que podía llegar siquiera a imaginar en una conversación conmigo y que no hacía sino confirmar lo poco que me conocía y el buen trabajo que estaba haciendo a la hora de mantener a la Inquisición lejos de los retazos que quedaban de mi vida humana, tan abundantes en mi mente y tan escasos en forma de fuentes documentales de cualquier tipo. Su gran fallo había sido su arrogancia, esa que seguramente ni ella misma sabía que poseía y que, no obstante, la había llevado a intentar complacer mi juego, uno que ella no podía siquiera imaginar ganar, sobrepasando los límites al ofrecerme a su marido como si fuera una vulgar mercancía, tan valiosa como un jarrón de porcelana oriental o como una alfombra del Imperio Otomano, pero jamás como un ser humano, por mucho que si tenía que hacer caso a tecnicismos más propios de naturalistas que de mí Nikôlaus Gallup no fuera exactamente humano. Con su vulgar ofrecimiento, uno que yo había aceptado porque tenía otros planes para los dos, teóricamente él me pertenecía, pero yo me negaba a considerar siquiera la posibilidad de que alguien pudiera ser completamente mío, por mucho que a los ojos de cualquiera que creyera conocerme aquello fuera una debilidad impropia de un ser que podía ser tan sanguinario como, ocasionalmente, yo demostraba serlo. Esa era la ventaja de que apenas nadie supiera de mi vida humana: podía seguir asegurándome el factor de la sorpresa respecto a cualquiera y, sobre todo, me garantizaba mi tan ansiado libre albedrío, el que Francine había arrebatado impunemente a su marido.

Yo era una mujer de palabra, y en pago a su ofrecimiento cumplí mi parte del trato, que consistía en utilizar algunos de mis valiosos recursos para informarme acerca del paradero de Neo Gallup. Ningún vampiro tan joven como lo era él, al menos en términos relativos y en comparación con mi longevidad, impropia de la mayoría de seres de la noche, había desarrollado mecanismos demasiado sofisticados para entrar en estado de ocultación, y más si iba mordiendo gente con el descontrolado frenesí que correspondía a los neófitos, especialmente en sus primeros años de existencia. Lo que, a priori, podría haber parecido todo un desafío pronto se convirtió en algo tan fácil que incluso me parecía aburrido, puesto que apenas hice alarde de mi posición y de los contactos que esta me granjeaba para poder localizar a alguien que ni siquiera ansiaba esconderse de unos ojos expertos como los míos. Con aquello cumplía mi parte del trato, encontrarlo, puesto que ella en ningún momento había estipulado que debiera entregárselo en persona para que pudiera llevar a cabo una venganza que no le correspondía en exclusiva, ¿o es que pensaba que no investigaría por mi parte? Ella era solamente la cuñada de Neo, parecía de nuevo olvidar a ese marido que me había ofrecido como si fueran francos manoseados que tuviera en el bolsillo como resultado de una transacción anterior, pero yo no lo olvidaba, seguramente porque tenía demasiado en mente la sensación de impotencia que llegaba cuando alguien disponía de ti como si fuera el dueño de tu vida, algo que solamente te pertenece a ti. Mi oposición a la actuación de Francine era tajante por motivos de sobra justificados en mi esclavitud como humana, y por eso mi manera de comportarme como deseé también fue razonable.

En vez de contactarla a ella, busqué directamente a Nikôlaus, de quien había escuchado rumores en el amplio mundo de la noche, con sus secretos y sus propias normas tan diferentes a las humanas, por las que ya no me veía nunca afectada a menos que se tratara de puras apariencias. Una de las reglas no escritas del vampirismo era que a los seres de cierta edad, como lo era yo, les correspondía un respeto tácito, lo suficiente para que si uno de nosotros te contactaba estuviera mal visto rechazar el interés que, por un motivo u otro, se había depositado en ti. No iba a negar que los más veteranos solíamos ser retorcidos (o, como mi querido Ciro solía decir, simplemente muy buenos estrategas) y que nuestros motivos para disponer de la presencia de un neófito ante nosotros bien podían ser oscuros, cuando menos, pero era mucho peor arriesgarse a despertar nuestra ira que simplemente obedecer a una llamada mediante una nota, como lo había sido la mía, y eso cualquier neófito, por joven que fuera, lo sabía, o al menos lo intuía. Por eso tenía la absoluta certeza de que Nikôlaus acudiría al museo del Louvre, concretamente a la sala donde se exponía la Victoria de Samotracia, al caer la medianoche, y por eso cuando, encontrándome yo allí en plena contemplación de la imponente estatua, por mucho que careciera de rostro y de brazos, escuché un ruido de pisadas, supe perfectamente que era él de quien se trataba sin necesidad de girarme para mirar su rostro, que por desgracia aún no conocía del todo.
– Sois puntual. Esa, monsieur, es una característica que nunca dejaré de apreciar en cualquiera. – comenté, y sólo entonces me giré para encararlo bajo la tenue luz de la luna y de las lámparas de aceite que, a los dos, nos daban un toque misterioso no totalmente indeseado, al menos por mi parte.