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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Ignis Lunacy Sáb Ago 10, 2013 6:52 pm


Todos los hombres sabios temen tres cosas:
la tormenta en el mar, la noche sin luna y la ira de un hombre apacible.


El mundo parecía seguir su curso como siempre; las personas se movían bajo el influjo de las voces en su cabeza, dictándoles qué hacer, cómo vestirse y hacia dónde ir. Todo era idéntico, siempre una y otra vez a través de los años, los siglos, el tiempo. El impulso estaba ahí, sólo hacía falta verlo para poder sentirlo, sin embargo, pocos son los que pueden detenerse un solo segundo y observar lo que sucede alrededor, no con los ojos que se tienen en el rostro, con aquellos que el hombre ha olvidado tener. Ignis era una jovencita llena de vida, un poco deteriorada en su estado mental, pero lo suficientemente atrevida como para no sentir miedo por nada. Quizá era un error, tal vez su gran ímpetu curioso por lo desconocido, la llevase a una muerte inminente. No importa cuándo, ni el cómo, ella sabía perfectamente que al final del camino, todos mueren. La rata que guardaba en sus manos le mordió, la había apretado lo suficiente como para que esta quisiera soltarse de su amo sin toma en cuanta el dolor que le provocaría. Sus dedos sangraron, sin poder retener al animalejo entre sus palmas. Ignis gruñó y la bestia cayó al suelo corriendo en dirección hacia el punto más lejano de la pelirroja, le tenía miedo. Nunca antes maltrató a su mascota, pero esta vez era diferente, era como si un espíritu maligno se hubiese apoderado de ella recordándole que ese animal era un ser vivo del cual debía alimentarse. La inocencia de Ignis la consumía con lentitud; succionar la energía vital de las criaturas la hundía en un reclamo de desesperación alimenticio tan grande, que en ocasiones el estómago se le encogía a causa del hambre. Ella no podía comer otra cosa que no fueran esos bichos, gatos, aves y demás… Mania se lo había advertido, si quería que sus ojos pudiesen apreciar la infinidad de formas, colores y texturas, tenía que iniciar el recorrido en su colección de almas. El problema siempre radicó en que Ignis, tal vez disfrutaría más de su oscuridad que de la claridad con la que se rige el mundo exterior.

Buscó entre los huecos a su rata, llamándole por su nombre, esperando poder escucharla chillar entre los rincones de los callejones; no fue así. Su mascota no regresó. Desesperanzada, decidió esperar sentada sobre la tapia derrumbada de una antigua casa, a quien que apareciera. Los segundos pasaron y en la soledad,  el silencio resultó ser abrumador. Comenzaba por sentirse terriblemente sola, aparcada de la humanidad; extrañaba los sonidos chillantes del circo, los gritos de horror de los infantes al verla comerse un algo dentro de su jaula, el rumor de la ventisca filtrándose entre los árboles del bosque. Estaba bastante lejos de casa, empezaba a sentirse muerta. -…Ladies and gentlemen…- Imitó la voz de su presentador en el circo de los horrores. Se puso de pie y, al enfocar su atención auditiva a su propia cantata, bajó la guardia de lo demás. Inclinándose hacia delante, se colocó en la primera posición que realiza en su acto al momento de contorsionarse. -…Allow me to direct your attention to center stage where you will bear witness to terrifying sights that will haunt you till the day you die…- Bajó un poco más su cuerpo, logrando pegar su pecho en las rodillas. Sus manos se subieron hasta la altura de los hombros y formó un arco con ambas en donde su cabeza servía de punto de referencia. Estiró su columna vertebral y todos sus huesos emitieron el chasquido al tronarse. Se quejó relajando y desperezándose debajo de aquel nudo que había creado con su propio cuerpo. Disfrutando del espectáculo al estirar los músculos y tensarlos, ignoró por completo el cambio que ocurrió en el clima. La temperatura bajo cinco grados al menos, de sus fosas nasales comenzaba a salir un poco de vapor. Los vellos de su piel se erizaron. La humedad se filtraba entre las viejas tapias y por encima de su cabeza, las gotas de lluvia comenzaron a caer con gran insistencia. Ignis comparaba el toque de las gotas de lluvia, con la caricia de un ente guardián. Bueno o malo, en su cabeza no había cabida para aquello, cada quien se justificaba, incluyéndola.

A los pocos segundos, se encontraba completamente empapada y, la sangre que se secó entre sus dedos por la mordida de su rata, se difuminó entre el agua, dejándola correr al suelo. Era una gota insignificante de sangre, pero aún así, e incluso ella, podía olerla por encima de la tierra mojada. Era similar a ese hedor característico que tienen las monedas viejas dentro de un cofre o igual al de las llaves metálicas; además sabía a lo mismo. Resbaló por el lodo y trastabilló antes de poder recuperar su equilibrio. Algo no andaba bien, aunque la lluvia hacía el ruido pertinente al chapoteo contra las láminas, los tabloides y demás, el exterior se encontraba insoportablemente silencioso. Ignis se detuvo a mitad de su espectáculo. Con los ojos fijos en un punto que no podía ver, intentó enfocar sus oídos más allá de lo que era capaz de captar, pero ningún sonido llegó hasta ella que no fuese precisamente el de la lluvia. Levantó el rostro y olfateó la zona, no había nada ahí, ni siquiera la peste recurrente de los desvalidos. Mordió su labio inferior y se hizo hasta el rincón de la triste ruina en la que se encontraba. Sintió temor, el silencio estaba devorándole lentamente. Se sentó abrazando sus rodillas y hundiendo la cabeza entre estas. No podía sentir el mundo a través de las vibraciones por el constante martilleo de la precipitación se lo impedía, lo único que tenía que hacer era esperar a que eso terminara, pero lo sentía… había alguien ahí a quien no podía detectar. Fue un error dejar su muñeca en el circo, fue un error haber intentado comerse a Metus… ¿En qué demonios estaba pensando?
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Mensaje por Magdala Đurić Dom Ago 11, 2013 12:16 am

Será presente en ti tu manantial sin sombras.
Estarás en las ramas del universo entero.
Pero ¿dónde dejaste tu paz? «En cada herida»
me contestan tus ojos anegados por dentro.

Julia de Burgos


Crac… El palo crujió en su espalda, quebrándose tras cuatro intentos fallidos. La columna vertebral se dilucidaba bajo la enrojecida piel blanca, repleta de moretones y arañazos. El atuendo desgarrado estaba sucio y presentaba manchas rojizas de sangre. Magdala se lo acomodó de la mejor manera posible, cubriéndose los senos con un brazo, mientras su otra mano barría las lágrimas que caían bajo sus mejillas llenas de tierra. Se puso de pie tambaleándose, la risa ronca de su padrastro le llegaba amortiguada, demasiado aturdida por el dolor de la piel...y del alma. El látigo que llevaba en la mano estalló a un costado y al otro, asustándola y obligándola a dar un respingo nervioso y un grito histérico. Sus hermanos estaban sentados detrás del hombre sobre unos cajones de madera que contenían verduras, el olor a podrido de algunas viciaba el ambiente húmedo, el humo de los cigarrillos de los demás presentes nublaba la vista. Merecía su castigo, lo sabía. No había logrado mantener el peso de su madre y habían caído de bruces al suelo, llevándose la peor parte la mujer, que lloró y lloró por los golpes en las piernas débiles. Era la primera vez que le ocurría algo así, había sido un accidente, pero la culpa era tan dolorosa, que no podía enderezar su cuerpo no sólo por los tormentos, si no, por el peso de la responsabilidad no cumplida. Los gruñidos de Atila, su lobo, que estaba encadenado en el exterior, se volvían mudos con los truenos que se anunciaban en el cielo nocturno. Otro latigazo la obligó a apartar las manos del tórax, y quedó descubierto. Chenab caminó a paso lento, su diente de oro brillaba bajo las lámparas de aceite que iluminaban la tienda, la miró de arriba abajo. Liberó su miembro y le orinó las piernas, mientras su séquito celebraba su hazaña. Con su mano izquierda le rodeó uno de los pechos, su pulgar acicateó el pezón, Magdala no se apartó, pero tampoco mostró satisfacción, el hombre chasqueó la lengua, se quitó el cigarro de la boca y lo apretó cerca de la zona rosada. La joven gritó, dio un paso atrás y salió corriendo, dejando una estela de carcajadas a su paso.

Atila caminaba a su lado, aferrado a la cadena que sostenía con firmeza. La gitana se había cubierto con una tela vieja y había desaparecido del asentamiento, acompañada de su mascota, el único ser que le era fiel. Había llegado a ella siendo un cachorro enfermo. Creyendo que moriría, se lo regalaron. Sus cuidados lo salvaron, y lo convirtieron en la bestia feroz que era, motivo por el cual, vivía atado. Había matado a varios que habían osado hacerle daño a Magdala, pero ella terminó pagando las consecuencias con golpizas que casi le dieron fin a su vida. El viento fresco le arremolinaba el deplorable atuendo, la orina se había concentrado y el hediondo olor le resultaba vomitivo. Ella misma se daba asco. La espalda le ardía y no le permitía caminar con rapidez. Atila estaba nervioso, olfateaba el aire y los pelos de la espalda se erizaban, acompañando un gruñido gutural. La joven lo silenciaba con dulzura, y si bien el animal se tranquilizaba, no bajaba la guardia, se mantenía atento. La lluvia que auguraban los refusilos, no tardó en caer como lágrimas de una viuda joven y enamorada, lentamente, contundente hasta que se convirtió en una cortina húmeda y sonora. Se clavaba en la piel como dagas, no parecía ese simple fenómeno de la naturaleza, y no había refugio aparente que pudiera cobijar a Magdala y su lobo.

Los colores solían llegarle por casualidad, y distinguió uno opaco y lúgubre. Nadie le había enseñado a manejar sus dones innatos, sin embargo, poco a poco se acostumbraba a ellos. El aura se perdió en la oscuridad, y Atila volvió a enloquecer, ladrando y lanzando tarascones al aire, provocándole un fuerte dolor en el hombro a la gitana, que intentaba contenerlo. El animal estaba enajenado, ella sabía que olía el peligro, sin embargo, se instó a no asustarse. Por un mísero instante creyó que el agua cesaría, y pidió piedad cuando el ritmo de la lluvia se volvió una danza frenética. Corrió por el callejón hacia donde imaginó podía haber vida, pero sólo construcciones derruidas la rodeaban. El lobo tiró, y la arrastró unos centímetros por el barro, hasta que consiguió clavar los talones en el suelo y sostener con las dos manos la cadena. Llamaba a Atila, que se esmeraba en llevarla hacia un hueco en el suelo. <<Una rata, debe ser una rata>> pensó con un esbozo de bronca, no sólo estaba lastimada y helada, si no, llena de barro, las rodillas le sangraban, y las agujas convertidas en líquido le resquebrajaban la piel en carne viva de los hombros. Logró ver entre los escasos segundos de luz de los relámpagos, un techo. A pesar de la reticencia del lobo, consiguió hacerlo entrar bajo la ruina que un día, quizá, ofició de casa. Tropezó con un escombro, se sostuvo apoyando la palma en la pared. Sintió entre sus dedos un movimiento, y apartó inmediatamente la mano, llevándola a su pecho. Bajo éste, su corazón se aceleraba conforme pasaban los segundos. No se veía nada, y su lobo no paraba de gruñir, no lo escuchaba, pero sentía la vibración de su garganta a través de la correa. Se ubicó en una esquina, y abrazó al animal, que comenzó a aullar tan cerca de su rostro, que distinguió el brillo de sus colmillos a la luz de un rayo que estalló en el firmamento.
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Mensaje por Ignis Lunacy Lun Nov 25, 2013 11:42 pm


El crepitar de la lluvia es cada vez más fuerte; el sutil encanto de miles de agujas clavándose en la tierra, escarbando y humedeciendo el suelo, era la sinfonía perfecta para danzar sobre las viejas maderas que rodeaban su cuerpo, su círculo de protección. Brinca de un lado a otro doblando las rodillas, contorsionando su cuerpo. El alarido aterrador que sale de sus labios es una nana para ella; lo siente. La tierra es pegajosa, se adhiere a su piel como bálsamo que apaga las llamas en la chimenea, la tranquiliza, la conecta a ese lugar en donde debería estar. Levanta el rostro, el agua le moja la cara, delinea cada curva de la mujer. Las vibraciones se mueven por debajo de su cuerpo, hormigueando, serpenteando y ayudándole a ubicar los objetos. Deja de cantar y se sienta sobre el tronco a escuchar. Los animales en las lejanías cavan agujeros para resguardarse, otros más salen de sus escondites, en especial las alimañas. Sonríe. ¡Tiene hambre! Su estómago ruje, frunce el ceño. Con los brazos cruzados, muerde el labio inferior y sacude la cabeza con brutalidad. Sus manos se mueven fuertemente hasta la cien y se golpea con rudeza. –Era una rata, era mi rata, era una buena rata- Se recrimina a si misma, se pone de pie.

Quiere buscar, pero no puede, quiere encontrar pero no lo hace. Lo único que percibe es esa tonalidad gris dentro de su campo de visión, no hay nada más que el constante ajetreo de las gotas contra la tierra. Refunfuñada, golpea el tronco más cercano y espera a que el eco del sonido le lleve a algún lugar. Después de varios segundos, el sonido regresa a ella. Levanta el rostro con una sonrisa macabra. –A la derecha- Se mueve con cautela, cuidando que sus pies no fuesen a tocar algo puntiagudo, no es divertido cuando la planta de sus pies es herida por los objetos y entonces no puede ni caminar, ver con a través de ellos. Extiende sus manos y toca los árboles más cercanos, toma un pedazo de rama y la estrella contra una base sólida. Quizá algún muro que no se derribó de la vieja casa. El sonido recorre la distancia y regresa a ella una vez más, pero no lo hace sólo, hay algo en el fondo que comienza a aturdirle y no se trata de la lluvia. Se queda en silencio esperando a que la cosa se revelara. Lentamente, el ruido ajeno a la composición del bosque, se aproxima a ella, como una tos insipiente y maltrecha que intenta explotar sus sentidos. Se entromete en su cabeza y estalla constantemente, de un lado a otro, sin cesar, es estridente, es insoportable –Para, para ¡BASTA! ¡DILE QUE PARE!- Sus manos cubren los oídos con la intención de aminorar el chillido del perro. ¡Un perro! Gruñe.

Al localizar la ubicación del ladrido, se arrastra entre las hojas húmedas y el lodo, para llegar hasta él. El olor llega a sus fosas nasales como si se tratase de una carnada, Ignis se gira a cuatro patas y enfoca sus sentidos en la cosa que tiene al frente. Por el sonido del peso cuando camina, diría que es un animal de buen tamaño, le quitaría el hambre antes de que el can muriese. Ignis se aproxima con cautela, ella puede presentir al animal, lo huele…. Cuando está a escasos centímetros de él, este arroja un aullido que aturde por completo sus sentidos, la vuelve inútil, la ciega. La pelirroja arroja improperios que le ha escuchado a Malaquias, se arrastra por el suelo y retrocede hasta un punto en las lejanías del tejado. Desorientada, olvida el camino que siguió hasta allí y logra estrellarse contra una estaca de madera, se le incrusta en la pierna. Ruge, pero esto no la detiene. Hay líquido cálido y color escarlata corriendo por encima de su piel. Se saca la estaca, y golpea el suelo. El lobo gruñe. La rata sale de un hueco al lado de Ignis y chilla. Esa maldita rata sabe cómo hacer para que Ignis pueda percibir los espacios a través de sus chillidos. Entonces los huele. Se refunde en la oscuridad, pero el aroma que emana de ellos es…. Es exactamente el mismo que el de la gente que va a verla al circo, ¿repudio? No, no. ¿Asombro? No, no. ¿Extrañeza? No, tampoco es eso…. ¡¿Miedo?! La sonrisa bronca de Ignis se dibuja en sus labios y sale de su hueco como si se tratase de alguna especie de niña lobo. –Hueles a bosque, pero no es tu hogar. Esa cosa huele a comida, pero no me apetece pues en él no hay más que una vida ¿Qué...?- Pronuncia, si su voz suena titubeante no es por temor, pues Ignis no puede temerle a nada, más bien era el hecho de consternación, sorpresa y desasosiego. El hedor de la chica es extrañamente familiar, pero no confía en ella. –Estás herida- No es una pregunta.
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