AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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La pantera, el lobo y el halcón {Jîldael Del Balzo}
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La pantera, el lobo y el halcón {Jîldael Del Balzo}
"La venganza es una especie de justicia salvaje."
Francis Bacon
Francis Bacon
El anochecer ya se hacía presente y su humanidad temerosa agonizaba bajo el manto invisible de la licantropía. Minutos, tal vez segundos, restaban para la anunciada salida de la luna que ya se vislumbraba a través de una misteriosa luminosidad fantasmal al inicio del horizonte. Una botella de vino abierta y una túnica de seda ligera descansaban sobre la hierba humedecida por el rocío, mientras el halcón peregrino devoraba su presa como si supiera que se avecinaba la tormenta.
Emerick se sacaba la ropa con premeditada calma y la mirada fija en una pequeña casa de la colina contraria, hogar de uno de sus enemigos; un cazador, juguete de la Inquisición, que se jactaba de asesinar a sus apresados en la plaza publica de Paris. Dolor, cansancio, apatía... todo aquello desaparecía cuando la sed de venganza se imponía.
— A vuestra salud — dijo con una sonrisa amarga y alzó la botella en dirección de la casita. Bebió con el sabor del peligro y brindó con la muerte, uno de los dos fallecería esa noche.
Los segundos del reloj avanzaban como tambores de un circo romano, marcando a cada sonido la cercanía del fin. La primera franja plateada apareció furiosa por detrás de la silueta oscura de los montes a sacudir ese cuerpo desnudo que temblaba ante su presencia mientras que el halcón soltaba su presa para huir con la túnica de seda. Corazón, pulmones, órganos, todos se rebelaban contra la fragilidad de ese cuerpecillo humano; crecían y se atropellaban desesperadamente en la pelea de ganar su propio espacio vital. La respiración agitada se convirtió prácticamente en un hipeo espasmódico, disipado a través con un gemido de dolor. Se estrelló contra el árbol buscando desesperadamente aferrarse a ese pequeño soplo de vida. Los músculos contraídos y rígidos, y la boca abierta por el ensanchamiento de sus encías, desgarradas al paso de su nueva y letal dentadura.
La franja plateada se extendía engrosándose lentamente en el horizonte, y el cuerpo masculino se entregaba en bandeja a ese maligno juego lunar; se estiraba, se alargaba, llevando a los nervios y la piel a su punto máximo de elasticidad y dolor. Ya no gritaba, la garganta y cuerdas vocales se destrozaban para volver a formarse diferentes. Los dedos, aún humanos, se enterraban en la corteza arbórea, rompiéndole las uñas que ya también desaparecían para ser reemplazadas por enormes y afiladas garras. Mandíbulas y hombros sobresalían de un cuerpo extrañamente alargado y casi esquelético al que por fin los músculos comenzaban a cubrir, dándole la forma de un mortífero depredador.
Y la franja plateada ya no era franja, sino un semicírculo de plata que reía burlesco y poderoso entre los montes ahora más claros. La piel blanquecina relucía siniestra por el reflejo del astro, los poros se abrían hambrientos, arrojando al exterior un espeso pelaje, incluso más blanco y reluciente que la misma luna, y que cubría su cuerpo como una ola en expansión, desde la espalda hacia el resto de su ser que ahora se estiraba imponente, majestuoso y asesino. Finalmente el licántropo estaba completo y saludaba a la villana luna con un irónico aullido de gratitud.
Como cada luna llena, el arrogante cazador había salido en la búsqueda de nuevas presas. Ésta, había sido la última...
La noche avanzó tranquila, nadie más había en esa casa a quien matar. El hombre-lobo recorría los bosques, olisqueando el ambiente y prestando máxima atención auditiva a todo lo que le rodeaba. Por un momento, fue consciente de todo su entorno; el ululeo de las lechuzas, el aleteo de los murciélagos, los extraños sonidos de los animales nocturnos y sus aromas, las hojas de los árboles danzantes con la brisa, el olor de la tierra húmeda y del humus en descomposición, pero ningún sonido o fragancia aparentemente humana. Se echó sobre la hierba y cerró los ojos, ya casi amanecía y aún disfrutaba el sabor a oxido de la sangre enemiga.
No supo si alcanzó a quedarse dormido cuando una oleada de intensos aromas llegó a su nariz, trayéndole los olores del cementerio; cadáveres frescos y añejos, mezclados con lo que parecía ser la fragancia de alguna persona viva. Se puso de pie, atento y sigiloso par comprobar sus sospechas con una nueva olisqueada y se echó a correr feroz y directo, traspasando, de un salto, la alambrada que rodeaba al camposanto. Ahí, los aromas se volvían aun más densos, cercanos y enloquecedores, estaba cerca, y no era el único que lo sabía.
Gealach, el halcón peregrino, dejó caer la túnica de sus garras y se lanzó en picada contra el grupo de cuatro personas, chillando incesante, advirtiéndoles del peligro y casi atacándoles con sus propias uñas para hacerles correr. Buenas intensiones, pero mala estrategia, había sido esa la distracción que el asesino necesitaba.
Se abalanzó sin espera sobre uno de los hombres y, aún antes de que sus patas llegasen a tocar el suelo, desgarró su yugular de una única mordida, directa y certera que cubrió el piso de sangre. Alzó la mirada fiera, con el cuerpo inerte entre sus garras mientras escupía un pedazo de cuello, y ahí, gruñó amenazador a la más cercana de sus presas.
Emerick se sacaba la ropa con premeditada calma y la mirada fija en una pequeña casa de la colina contraria, hogar de uno de sus enemigos; un cazador, juguete de la Inquisición, que se jactaba de asesinar a sus apresados en la plaza publica de Paris. Dolor, cansancio, apatía... todo aquello desaparecía cuando la sed de venganza se imponía.
— A vuestra salud — dijo con una sonrisa amarga y alzó la botella en dirección de la casita. Bebió con el sabor del peligro y brindó con la muerte, uno de los dos fallecería esa noche.
Los segundos del reloj avanzaban como tambores de un circo romano, marcando a cada sonido la cercanía del fin. La primera franja plateada apareció furiosa por detrás de la silueta oscura de los montes a sacudir ese cuerpo desnudo que temblaba ante su presencia mientras que el halcón soltaba su presa para huir con la túnica de seda. Corazón, pulmones, órganos, todos se rebelaban contra la fragilidad de ese cuerpecillo humano; crecían y se atropellaban desesperadamente en la pelea de ganar su propio espacio vital. La respiración agitada se convirtió prácticamente en un hipeo espasmódico, disipado a través con un gemido de dolor. Se estrelló contra el árbol buscando desesperadamente aferrarse a ese pequeño soplo de vida. Los músculos contraídos y rígidos, y la boca abierta por el ensanchamiento de sus encías, desgarradas al paso de su nueva y letal dentadura.
La franja plateada se extendía engrosándose lentamente en el horizonte, y el cuerpo masculino se entregaba en bandeja a ese maligno juego lunar; se estiraba, se alargaba, llevando a los nervios y la piel a su punto máximo de elasticidad y dolor. Ya no gritaba, la garganta y cuerdas vocales se destrozaban para volver a formarse diferentes. Los dedos, aún humanos, se enterraban en la corteza arbórea, rompiéndole las uñas que ya también desaparecían para ser reemplazadas por enormes y afiladas garras. Mandíbulas y hombros sobresalían de un cuerpo extrañamente alargado y casi esquelético al que por fin los músculos comenzaban a cubrir, dándole la forma de un mortífero depredador.
Y la franja plateada ya no era franja, sino un semicírculo de plata que reía burlesco y poderoso entre los montes ahora más claros. La piel blanquecina relucía siniestra por el reflejo del astro, los poros se abrían hambrientos, arrojando al exterior un espeso pelaje, incluso más blanco y reluciente que la misma luna, y que cubría su cuerpo como una ola en expansión, desde la espalda hacia el resto de su ser que ahora se estiraba imponente, majestuoso y asesino. Finalmente el licántropo estaba completo y saludaba a la villana luna con un irónico aullido de gratitud.
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Como cada luna llena, el arrogante cazador había salido en la búsqueda de nuevas presas. Ésta, había sido la última...
La noche avanzó tranquila, nadie más había en esa casa a quien matar. El hombre-lobo recorría los bosques, olisqueando el ambiente y prestando máxima atención auditiva a todo lo que le rodeaba. Por un momento, fue consciente de todo su entorno; el ululeo de las lechuzas, el aleteo de los murciélagos, los extraños sonidos de los animales nocturnos y sus aromas, las hojas de los árboles danzantes con la brisa, el olor de la tierra húmeda y del humus en descomposición, pero ningún sonido o fragancia aparentemente humana. Se echó sobre la hierba y cerró los ojos, ya casi amanecía y aún disfrutaba el sabor a oxido de la sangre enemiga.
No supo si alcanzó a quedarse dormido cuando una oleada de intensos aromas llegó a su nariz, trayéndole los olores del cementerio; cadáveres frescos y añejos, mezclados con lo que parecía ser la fragancia de alguna persona viva. Se puso de pie, atento y sigiloso par comprobar sus sospechas con una nueva olisqueada y se echó a correr feroz y directo, traspasando, de un salto, la alambrada que rodeaba al camposanto. Ahí, los aromas se volvían aun más densos, cercanos y enloquecedores, estaba cerca, y no era el único que lo sabía.
Gealach, el halcón peregrino, dejó caer la túnica de sus garras y se lanzó en picada contra el grupo de cuatro personas, chillando incesante, advirtiéndoles del peligro y casi atacándoles con sus propias uñas para hacerles correr. Buenas intensiones, pero mala estrategia, había sido esa la distracción que el asesino necesitaba.
Se abalanzó sin espera sobre uno de los hombres y, aún antes de que sus patas llegasen a tocar el suelo, desgarró su yugular de una única mordida, directa y certera que cubrió el piso de sangre. Alzó la mirada fiera, con el cuerpo inerte entre sus garras mientras escupía un pedazo de cuello, y ahí, gruñó amenazador a la más cercana de sus presas.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Fecha de inscripción : 23/09/2012
DATOS DEL PERSONAJE
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Re: La pantera, el lobo y el halcón {Jîldael Del Balzo}
“En la venganza el más débil es siempre más feroz.”
Honoré de Balzac.
Honoré de Balzac.
Una figura se deslizaba silenciosamente por las zonas abandonadas que rodeaban el famoso cementerio francés. A simple vista, era sólo un humano, envuelto en una capucha que le protegía del frío y de las miradas indiscretas, que guiaba a una humilde montura. Si uno prestase más atención al viajero, podría deducir por la calma de sus movimientos, por la pequeñez de sus manos, por la suavidad de su figura, que se trataba de una mujer. También concluiría, sin mayores esfuerzos, que la fémina no deseaba ser vista, pues cada tanto detenía a su montura, o la guiaba por partes de espesa visibilidad o, simplemente se volteaba a ver el sendero que dejaba a su espalda. Por alguna razón, quien simplemente mirase, no podría entender la profundidad del miedo y la tristeza que embargaba a la mujer.
Pero, para quien la conociera a cabalidad, sabría que aquella descabellada actitud era todo el escaso control que había conseguido sobre sus inestables emociones. El paisaje a su alrededor no podría ser más idílico: una París cubierta de nieve, mientras las luces de la ciudad iluminaban como cientos de estrellas las hermosas calles francesas; había un aire de calma y tranquilidad; pocos eventos sociales se desarrollaban en esos días, como si los franceses mismos necesitasen descansar de tanta bohemia y trasnoche. Las chimeneas despedían suaves aromas que se revoloteaban con las primeras ventiscas, dándole a toda la ciudad el aroma de un perfume inigualable. Pero nada de estas cosas lograba tocar el espíritu de Jîldael, quien, en los últimos tiempos, estaba completamente desorientada y perdida.
Recapituló esos dos años en unos pocos segundos y la conclusión a la que llegó no podría haber sido más deprimente. Su madre, su nana, su padre, Baptiste... todos la habían dejado. Y presentía que quienes amaba y todavía seguían con ella no tardarían en marcharse. Por eso fue que buscó a Alessa, pero no tenía el valor de admitirlo; sabía que a la germana no la unía un sentimiento filial, pero su lealtad haría que la aristócrata asesina se mantuviera a su lado hasta las últimas consecuencias y eso, en cierto modo, la consoló. Su hijo se movió, dentro de ella, ajeno a todas estas cuestiones y, por unos instantes, logró que su madre también se olvidara de ellos. Pero entonces venía a su memoria el padre de la criatura; amaba a Târsil con todo su corazón, mas cada día el abismo entre ambos crecía más y más. ¡Cuántas veces no juró que no repetiría la misma historia! Y allí estaba, embarazada de su enemigo, su hijo el culpable de la sentencia de muerte que pendía sobre sus cabezas, silenciosa, implícita, aun no dicha y tan fácil de concretarse. Un escalofrío de miedo la sacudió y, abandonando toda prudencia, espoleó a Antares para que sin demora la llevase a su paradójico destino.
Unos instantes más tarde se inclinaba sobre la tumba de Jean, con el peso del mundo doblándole los hombros, ahogándola en el nudo de lágrimas que, pese a todo, no derramó. Ya no podía llorar tan fácilmente; era como si su fuente personal se hubiera secado para siempre. Allí estaba, otra vez, frente a la figura de mármol que tan fielmente reproducía al original y, pese a todo lo ocurrido con él, a la espantosa relación que tenían, al cruel y desapegado modo en que la crió, una vez más le dijo cuánto lo extrañaba, cuánta falta le hacía y cuánto lo seguía amando, aunque muchas veces hubiera jurado por su vida que lo odiaba y que lo prefería muerto. Pero había sido él, justamente él, quien había muerto por salvarle la vida. Ese día, el pequeño mucho de Jîldael desapareció para siempre.
Pareció que Baptiste se lo iba a devolver... Pero la muerte también se lo llevó.
Por unos meses, unos maravillosos e invaluables meses, pareció que era Târsil quien podría devolverle lo que tanto añoraba recuperar..., pero entonces apareció ese muro entre ambos y el abismo, que nunca se había ido del todo, había empezado a crecer, a separarlos y a dejarla sola. De nuevo. Se apoyó en la fría losa y dejó que una lágrima la consolara, mientras decía las plegarias tantas veces repetidas. Deseó como siempre poder tener una vida normal, ser de verdad Valerie Noir, sin tanta rabia, sin tanto miedo. Pero nada de eso existía; ella era Jîldael Del Balzo & Tolosa, madre de un enemigo de la Iglesia, amante de un servidor de la Inquisición y la única heredera de una tradición de más de 500 años que moriría con ella si no encontraba la manera de proteger los viñedos que su padre le heredó.
Respiró su verdad y en esas frías y solitarias horas se buscó a sí misma, a la que era antes de que Târsil entrara en su vida... a la que era antes de Baptiste, antes de la tragedia, del dolor y de la rabia. Se encontró muchas horas después, cuando la luna llena emergía con todo su maléfico poder para atar a los hijos de Selene; encontró la fuerza de su “yo” pasado como una especie de almohada junto al espíritu de su hijo y comprendió, finalmente, que seguir adelante no era tan complicado si aprendía a enfocarse en lo esencial. Se desperezó, acomodó las flores en el ofertorio y besó la gélida mejilla de la estatua de Jean. Era momento de volver a casa. Hubiera querido saludar al panteonero, pero no dio con él; por las horas, supuso que estaría ya en el extremo opuesto del camposanto, así que no tenía sentido exponerse por algo que podría hacer con calma a la luz del día.
Así las cosas, se arrebujó la capucha, espió en derredor y finalmente salió del ostentoso mausoleo. Las mismas precauciones volvieron a controlar su obsesiva personalidad; se cuidó de no dejar huellas permanentes, se preocupó de escabullirse por entre árboles y lápidas y se mantuvo sigilosa y furtiva. Habiendo tomado todas estas precauciones, nada fue suficiente para mantenerla a salvo. Se deslizaba ya entre dos estatuas derruidas, cuando unas voces apagadas le cortaron el paso. Por un momento, por un terrible momento, se sintió totalmente vulnerable y desprotegida. Si era la Inquisición quien la buscaba, no tenía modo alguno de salvarse. Se amarró el vientre; lo seis meses se dibujaban ya con toda claridad y cualquiera que la viera sabría exactamente como acabarla en un dos por tres. Luchó por calmarse y por no caer en la desesperación; recurriendo a los años de entrenamiento, logró ralentizar sus emociones y aquietarse lo suficiente como para escuchar sin ser oída, para darse tiempo de planear la defensa.
Lo primero que hizo fue tratar de buscar a Charles, pero él estaba demasiado lejos; era como un esbozo que se desdibujaba; perdido aquel lazo, sólo le quedaba esperar un golpe de suerte. Pero entonces, las voces aumentaron y del susurro pasaron a los gritos abiertos; comprendió Jîldael que no la buscaban a ella, sino que los extraños necesitaban de la clandestina obscuridad tanto como ella misma. La sensación de alivio fue tan violenta que un mareo la paralizó, pero logró reponerse a tiempo y, ya más tranquila, se dedicó a espiar a los individuos con la esperanza de encontrarse improvisados aliados. Parecían ser tres los hombres que discutían acaloradamente sin ponerse de acuerdo. Y entonces, la frase terrible que lo cambió todo escapó de los labios de uno de ellos:
– ¡Malditos sean el cadáver de Del Balzo y de la puta de su hija! –
– No había como saberlo, el muy cabrón cambió su testamento una semana antes, y no se lo dijo a nadie... ¡Os dije que debíamos deshacernos de ese viejo tullido e inútil! –
– Da igual lo que hicimos o lo que no hicimos. Su Majestad el Rey ya muerto, ahora, la República también es nuestra enemiga... Olvidaos de Jean; lo matamos y aún así se nos escapó de entre las manos. –
Todas las voces se superponían entre sí, pero Jîldael reconoció la de Monsieur Chirac, antiguo aliado de su padre al que ella incluso pensó en pedir ayuda cuando la tragedia ocurrió. ¿Cómo era posible que ese hombre, de aspecto amable y bonachón, hubiera planeado la muerte de su padre? El llanto y la ira se agolparon a fuerzas iguales y, aunque los otros se gritaban entre sí, ella ya no les prestaba atención. Con la rapidez felina que la caracterizaba, abandonó su escondite y los enfrentó, en un arrebato irracional de cólera vengativa.
– ¡No da lo mismo, Señores, porque cometisteis un error esa noche! – les gritó a todos, atrayendo su atención. Cual actriz consumada, cuando todos los ojos se clavaron en ella, se quitó la capucha y dejó que la brillante luz de luna delatara sin sospecha alguna de quién se trataba realmente – Esa noche, también debisteis matarme a mí. –
Ni una sola palabra más salió de su boca, pues el regalo que el destino ponía ante ella era de duración limitada, como una oferta que si no tomaba ese día, nunca más podría volver a cobrar. Corrió hacia el más pequeño de los hombres, dispuesta a aplastarle el rostro con la sola fuerza de su puño, cuando sintió que alguien la jalaba por el cabello e intentaba azotarla contra una pared; no supo cómo logró librarse del agresor y estamparle un puño furioso en pleno rostro, que le rompió nariz y mandíbula. En medio del caos, no sabía quién era quién, ni por qué los hombres daban tales alaridos de terror. Fue entonces que vio la mancha blanca que pasó por su lado y se dejó caer sobre el hombretón que había tratado de golpearla. Los otros sujetos, cuya débil lealtad moría ante el miedo de la bestia canina, ni siquiera se preocuparon por ella, oportunidad que Jîldael aprovechó para encaramarse a un árbol y observar el improvisado campo de batalla.
Desde la seguridad que le ofrecía una vieja haya, siguió atenta los movimientos del espectro blanco que furioso se debatía entre los aterrados humanos. Al principio, pensó que tal vez era un lobo corriente, pero ninguno de los animales que había conocido tenía semejante fuerza de ataque y destrucción. Pensó seguidamente que se trataba de un Cambiaformas canino y una esperanza queda entibió su corazón. Quizás, Charles... Alentada por sus deducciones no tardó en tomar parte del feroz combate que se desarrollaba frente a ella.
Una furia ciega e imprudente le hizo olvidar su embarazo, derribó sus precauciones y, simplemente, en el más animal de los odios, la azuzó para tomarse la venganza tantas veces esperada. Agradecida de la presencia del lobo, al tiempo que, con suma elegancia y rapidez, se despojó de sus ropas para dar paso a la bestia dentro de ella. Estiró su cuerpo en un ángulo imposible, sacudió su cabello para que se extendiera por todo su cuerpo, para que se tiñera de negro, mientras los ojos se teñían de amarillo fluorescente y las uñas daban paso a las garras. Cuando pudieran hablar, nuevamente, le daría gracias al Cambiaformas... Pero ahora, era solo una pantera que deseaba desgarrar, tritutar y asesina. Era el momento en que felino y canino se enfrentarían llevados por sus más atávicos instintos, sin tregua, sin piedad.
En medio de la refriega, había instantes en que parecía que la Pantera y el Lobo se sincronizaban como dos gotas de agua; a los segundos siguientes, parecía que esperaban el momento para enfrentarse. Y ese momento llegó cuando una de las presas mereció una particular discusión cuando ambos animales llegaron a ella para disputarse la supremacía. La felina cogió al pobre desgraciado por uno de los brazos; el can, le cogió por el tronco. Ella bufó. Él gruñó. Y la batalla por su cuerpo supuso una terrible muerte para el humano, pues ninguno de los dos cedió, provocando que se trozara de tal modo que ni Pantera ni Lobo perdieran su parte reclamada.
Parecía que acababa la lucha, pero el gruñido quedo del can alertó a la hembra. Aquello no había sido sino el preludio del verdadero combate. Jîldael se atrincheró en su rincón y lo observó desconfiada, mientras azotaba su cola violentamente. El juego del acecho había empezado. Antes o después, en medio de esa tensa calma, una violenta tormenta se iba a desatar. Y la bestia dominaría a la mujer. Y la pantera lucharía con el lobo.
***
Pero, para quien la conociera a cabalidad, sabría que aquella descabellada actitud era todo el escaso control que había conseguido sobre sus inestables emociones. El paisaje a su alrededor no podría ser más idílico: una París cubierta de nieve, mientras las luces de la ciudad iluminaban como cientos de estrellas las hermosas calles francesas; había un aire de calma y tranquilidad; pocos eventos sociales se desarrollaban en esos días, como si los franceses mismos necesitasen descansar de tanta bohemia y trasnoche. Las chimeneas despedían suaves aromas que se revoloteaban con las primeras ventiscas, dándole a toda la ciudad el aroma de un perfume inigualable. Pero nada de estas cosas lograba tocar el espíritu de Jîldael, quien, en los últimos tiempos, estaba completamente desorientada y perdida.
Recapituló esos dos años en unos pocos segundos y la conclusión a la que llegó no podría haber sido más deprimente. Su madre, su nana, su padre, Baptiste... todos la habían dejado. Y presentía que quienes amaba y todavía seguían con ella no tardarían en marcharse. Por eso fue que buscó a Alessa, pero no tenía el valor de admitirlo; sabía que a la germana no la unía un sentimiento filial, pero su lealtad haría que la aristócrata asesina se mantuviera a su lado hasta las últimas consecuencias y eso, en cierto modo, la consoló. Su hijo se movió, dentro de ella, ajeno a todas estas cuestiones y, por unos instantes, logró que su madre también se olvidara de ellos. Pero entonces venía a su memoria el padre de la criatura; amaba a Târsil con todo su corazón, mas cada día el abismo entre ambos crecía más y más. ¡Cuántas veces no juró que no repetiría la misma historia! Y allí estaba, embarazada de su enemigo, su hijo el culpable de la sentencia de muerte que pendía sobre sus cabezas, silenciosa, implícita, aun no dicha y tan fácil de concretarse. Un escalofrío de miedo la sacudió y, abandonando toda prudencia, espoleó a Antares para que sin demora la llevase a su paradójico destino.
Unos instantes más tarde se inclinaba sobre la tumba de Jean, con el peso del mundo doblándole los hombros, ahogándola en el nudo de lágrimas que, pese a todo, no derramó. Ya no podía llorar tan fácilmente; era como si su fuente personal se hubiera secado para siempre. Allí estaba, otra vez, frente a la figura de mármol que tan fielmente reproducía al original y, pese a todo lo ocurrido con él, a la espantosa relación que tenían, al cruel y desapegado modo en que la crió, una vez más le dijo cuánto lo extrañaba, cuánta falta le hacía y cuánto lo seguía amando, aunque muchas veces hubiera jurado por su vida que lo odiaba y que lo prefería muerto. Pero había sido él, justamente él, quien había muerto por salvarle la vida. Ese día, el pequeño mucho de Jîldael desapareció para siempre.
Pareció que Baptiste se lo iba a devolver... Pero la muerte también se lo llevó.
Por unos meses, unos maravillosos e invaluables meses, pareció que era Târsil quien podría devolverle lo que tanto añoraba recuperar..., pero entonces apareció ese muro entre ambos y el abismo, que nunca se había ido del todo, había empezado a crecer, a separarlos y a dejarla sola. De nuevo. Se apoyó en la fría losa y dejó que una lágrima la consolara, mientras decía las plegarias tantas veces repetidas. Deseó como siempre poder tener una vida normal, ser de verdad Valerie Noir, sin tanta rabia, sin tanto miedo. Pero nada de eso existía; ella era Jîldael Del Balzo & Tolosa, madre de un enemigo de la Iglesia, amante de un servidor de la Inquisición y la única heredera de una tradición de más de 500 años que moriría con ella si no encontraba la manera de proteger los viñedos que su padre le heredó.
Respiró su verdad y en esas frías y solitarias horas se buscó a sí misma, a la que era antes de que Târsil entrara en su vida... a la que era antes de Baptiste, antes de la tragedia, del dolor y de la rabia. Se encontró muchas horas después, cuando la luna llena emergía con todo su maléfico poder para atar a los hijos de Selene; encontró la fuerza de su “yo” pasado como una especie de almohada junto al espíritu de su hijo y comprendió, finalmente, que seguir adelante no era tan complicado si aprendía a enfocarse en lo esencial. Se desperezó, acomodó las flores en el ofertorio y besó la gélida mejilla de la estatua de Jean. Era momento de volver a casa. Hubiera querido saludar al panteonero, pero no dio con él; por las horas, supuso que estaría ya en el extremo opuesto del camposanto, así que no tenía sentido exponerse por algo que podría hacer con calma a la luz del día.
Así las cosas, se arrebujó la capucha, espió en derredor y finalmente salió del ostentoso mausoleo. Las mismas precauciones volvieron a controlar su obsesiva personalidad; se cuidó de no dejar huellas permanentes, se preocupó de escabullirse por entre árboles y lápidas y se mantuvo sigilosa y furtiva. Habiendo tomado todas estas precauciones, nada fue suficiente para mantenerla a salvo. Se deslizaba ya entre dos estatuas derruidas, cuando unas voces apagadas le cortaron el paso. Por un momento, por un terrible momento, se sintió totalmente vulnerable y desprotegida. Si era la Inquisición quien la buscaba, no tenía modo alguno de salvarse. Se amarró el vientre; lo seis meses se dibujaban ya con toda claridad y cualquiera que la viera sabría exactamente como acabarla en un dos por tres. Luchó por calmarse y por no caer en la desesperación; recurriendo a los años de entrenamiento, logró ralentizar sus emociones y aquietarse lo suficiente como para escuchar sin ser oída, para darse tiempo de planear la defensa.
Lo primero que hizo fue tratar de buscar a Charles, pero él estaba demasiado lejos; era como un esbozo que se desdibujaba; perdido aquel lazo, sólo le quedaba esperar un golpe de suerte. Pero entonces, las voces aumentaron y del susurro pasaron a los gritos abiertos; comprendió Jîldael que no la buscaban a ella, sino que los extraños necesitaban de la clandestina obscuridad tanto como ella misma. La sensación de alivio fue tan violenta que un mareo la paralizó, pero logró reponerse a tiempo y, ya más tranquila, se dedicó a espiar a los individuos con la esperanza de encontrarse improvisados aliados. Parecían ser tres los hombres que discutían acaloradamente sin ponerse de acuerdo. Y entonces, la frase terrible que lo cambió todo escapó de los labios de uno de ellos:
– ¡Malditos sean el cadáver de Del Balzo y de la puta de su hija! –
– No había como saberlo, el muy cabrón cambió su testamento una semana antes, y no se lo dijo a nadie... ¡Os dije que debíamos deshacernos de ese viejo tullido e inútil! –
– Da igual lo que hicimos o lo que no hicimos. Su Majestad el Rey ya muerto, ahora, la República también es nuestra enemiga... Olvidaos de Jean; lo matamos y aún así se nos escapó de entre las manos. –
Todas las voces se superponían entre sí, pero Jîldael reconoció la de Monsieur Chirac, antiguo aliado de su padre al que ella incluso pensó en pedir ayuda cuando la tragedia ocurrió. ¿Cómo era posible que ese hombre, de aspecto amable y bonachón, hubiera planeado la muerte de su padre? El llanto y la ira se agolparon a fuerzas iguales y, aunque los otros se gritaban entre sí, ella ya no les prestaba atención. Con la rapidez felina que la caracterizaba, abandonó su escondite y los enfrentó, en un arrebato irracional de cólera vengativa.
– ¡No da lo mismo, Señores, porque cometisteis un error esa noche! – les gritó a todos, atrayendo su atención. Cual actriz consumada, cuando todos los ojos se clavaron en ella, se quitó la capucha y dejó que la brillante luz de luna delatara sin sospecha alguna de quién se trataba realmente – Esa noche, también debisteis matarme a mí. –
Ni una sola palabra más salió de su boca, pues el regalo que el destino ponía ante ella era de duración limitada, como una oferta que si no tomaba ese día, nunca más podría volver a cobrar. Corrió hacia el más pequeño de los hombres, dispuesta a aplastarle el rostro con la sola fuerza de su puño, cuando sintió que alguien la jalaba por el cabello e intentaba azotarla contra una pared; no supo cómo logró librarse del agresor y estamparle un puño furioso en pleno rostro, que le rompió nariz y mandíbula. En medio del caos, no sabía quién era quién, ni por qué los hombres daban tales alaridos de terror. Fue entonces que vio la mancha blanca que pasó por su lado y se dejó caer sobre el hombretón que había tratado de golpearla. Los otros sujetos, cuya débil lealtad moría ante el miedo de la bestia canina, ni siquiera se preocuparon por ella, oportunidad que Jîldael aprovechó para encaramarse a un árbol y observar el improvisado campo de batalla.
Desde la seguridad que le ofrecía una vieja haya, siguió atenta los movimientos del espectro blanco que furioso se debatía entre los aterrados humanos. Al principio, pensó que tal vez era un lobo corriente, pero ninguno de los animales que había conocido tenía semejante fuerza de ataque y destrucción. Pensó seguidamente que se trataba de un Cambiaformas canino y una esperanza queda entibió su corazón. Quizás, Charles... Alentada por sus deducciones no tardó en tomar parte del feroz combate que se desarrollaba frente a ella.
Una furia ciega e imprudente le hizo olvidar su embarazo, derribó sus precauciones y, simplemente, en el más animal de los odios, la azuzó para tomarse la venganza tantas veces esperada. Agradecida de la presencia del lobo, al tiempo que, con suma elegancia y rapidez, se despojó de sus ropas para dar paso a la bestia dentro de ella. Estiró su cuerpo en un ángulo imposible, sacudió su cabello para que se extendiera por todo su cuerpo, para que se tiñera de negro, mientras los ojos se teñían de amarillo fluorescente y las uñas daban paso a las garras. Cuando pudieran hablar, nuevamente, le daría gracias al Cambiaformas... Pero ahora, era solo una pantera que deseaba desgarrar, tritutar y asesina. Era el momento en que felino y canino se enfrentarían llevados por sus más atávicos instintos, sin tregua, sin piedad.
En medio de la refriega, había instantes en que parecía que la Pantera y el Lobo se sincronizaban como dos gotas de agua; a los segundos siguientes, parecía que esperaban el momento para enfrentarse. Y ese momento llegó cuando una de las presas mereció una particular discusión cuando ambos animales llegaron a ella para disputarse la supremacía. La felina cogió al pobre desgraciado por uno de los brazos; el can, le cogió por el tronco. Ella bufó. Él gruñó. Y la batalla por su cuerpo supuso una terrible muerte para el humano, pues ninguno de los dos cedió, provocando que se trozara de tal modo que ni Pantera ni Lobo perdieran su parte reclamada.
Parecía que acababa la lucha, pero el gruñido quedo del can alertó a la hembra. Aquello no había sido sino el preludio del verdadero combate. Jîldael se atrincheró en su rincón y lo observó desconfiada, mientras azotaba su cola violentamente. El juego del acecho había empezado. Antes o después, en medio de esa tensa calma, una violenta tormenta se iba a desatar. Y la bestia dominaría a la mujer. Y la pantera lucharía con el lobo.
***
Última edición por Jîldael Del Balzo el Mar Ago 27, 2013 10:38 pm, editado 2 veces
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Re: La pantera, el lobo y el halcón {Jîldael Del Balzo}
"Es preciso considerar el pasado con respeto y el presente con desconfianza si se pretende asegurar el porvenir."
Petrus Jacobus Joubert
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Gran confusión fue para los hombres aquella situación, el motivo de sus instintos más despiadados acababa de fugárseles de las manos en una trifulca de golpes y maldiciones; la mujer se había perdido de la vista de los hombres, un halcón irrumpía de pronto entre chillidos y amenazas, y un enorme lobo blanco saltaba contra ellos para acabar despedazando al primero en su camino.
Bastó un sólo gruñido, junto a la imagen tan grotesca del cochero a medio decapitar entre sus patas, para que el hombre que tenía enfrente se echara a correr despavorido, mas su escaso tiempo de vida no llegó a superar los dos metros de distancia antes de verse menguado por una enorme pantera desconocida. Gruñó una vez más, sólo por el instinto defensivo de su territorio, ante la idea de que esa nueva bestia pudiese intentar hacerse de su cena. Sin embargo, el movimiento de los otros dos hombres restantes, le distrajo temporalmente de su automatismo territorial y supo que aún quedaban presas por destrozar.
Ambos hombres sabían ya que sus únicas posibilidades de resistencia recaían en el ataque conjunto y en la huída de quien sobreviviera, pero el miedo bloquea al raciocinio, y el más cobarde de ellos, ya temblaba evidenciando que no se defendería mientras la orina fresca y caliente escurría a través de sus sucios pantalones.
El lobo aún agazapado sobre el cadáver de su primera víctima, se lanzó al asecho de la presa más débil; olía y se extasiaba con el aroma del miedo que se encargaba de avivar el fuego de su parte más asesina y bestial. Le aseguró con ambas zarpas, como si de una pelea entre canes se tratara, y le mordió el costado del rostro al tiempo que ambos, presa y cazador, caían al suelo desde donde el hombre intentaría a toda costa alejar sus fauces asesinas.
El segundo hombre, tontamente valiente —y en compensación astuto—, cogió uno de los chuzos usados para cavar las fosas sepulcrales y haciéndose de todas sus fuerzas, se lo atravesó al licántropo por el costado de las costillas. Un gemido potente y doloroso se escapó de su garganta y soltó a su presa para arrojarse contra su nuevo agresor, mas en un movimiento astuto, rápido y traicionero, regresó sobre su rapiña y le hundió los colmillos en el cráneo para sacudir su cabeza como si de un trapo viejo se tratara, haciendo que se le desencajaran las vértebras y se desnucara por completo.
El sujeto del chuzo retrocedió un par de pasos, aterrado, pero nuevamente al ver a ambas bestias ocupadas, recobró su valor y, con una mirada fiera, quiso enfrentar a la pantera, pero ambas alimañas se le lanzaron encima, a la pelea por ver quien se quedaba con el plato final. Los colmillos caninos atravesaron la carne y la jalaron sin la menor de las consideraciones con tal de hacerse de ella. No estaba dispuesto a soltarla, no estaba dispuesto a perder, los quería suyos a todos y sólo les compartiría si le daba la gana. Lo tiraba y lo sacudía con tal avidez que su cuerpo comenzaba a desmembrarse por varias partes en un deceso tan perverso y agónico como las llamas del infierno. Fue entonces cuando el brazo que sujetaba la pantera se desprendió por completo del resto del cuerpo, pero el lobo tampoco estaba dispuesto a cedérselo, así que soltó su parte y se adelantó sigiloso hasta la oscura felina.
Miró a la pantera con iracunda vesania, gruñó desde lo más profundo de su garganta y replegó los labios que ocultaban sus colmillos, ensangrentados y afilados como las herramientas del verdugo. Se agazapó un poco más hacia el suelo, con el pelaje de su lomo completamente erizado y la cola recta, estaba totalmente listo para el ataque que era inminente; se lanzó encima con garras y dientes, en una lucha encarnizada. Sus zarpas le empujaban con fuerza para estrellarla contra el suelo y sus fauces luchaban por abrirse en toda su amplitud y así aprisionar las suyas con tal de obligarle a la sumisión, como todo alfa que no quería matar aún, pues el lobo le veía como otra bestia, una desobediente y poco sumisa que no respetaba las posiciones de jerarquía, y que, si no lograba ser dominada, sería merecedora de la muerte.
Finalmente, en uno de sus ataques, el lobo logró asirse al cuello de la pantera y tirarla al suelo para dejarle entre sus patas, apretándole la garganta sin enterrar sus colmillos mientras dejaba escapar un gruñido de advertencia y exigía su rendición. Fue en ese momento, cuando el perímetro lunar tocó por primera vez el horizonte para comenzar a hundirse en él de forma gradual; el licántropo gimoteó dolorido y dejó a la felina en libertad. Pelaje blanco y negro al fin encontraban la paz.
El cuerpo empezaba a temblarle y las patas le flaqueaban haciéndole tambalear hasta postrarle en el suelo; los músculos rígidos parecieron dar un espectáculo agónico mientras el corazón bombeaba con irónico desenfreno, y entonces comenzó; la figura lobuna se revolcó de dolor en respuesta a un repentino espasmo que le replegó y estiró sus músculos con furia, como manos invisibles que jugaban con su cuerpo para deformarlo por completo. Los segundos avanzaban tortuosos y le hacían perder el pelaje que se debilitaba y reabsorbía por la piel, cuyos poros esperaban hambrientos para volver a cerrarse cuando estuvieran satisfechos.
La Luna se escondía vanidosa, refugiándose en los mantos de la montaña con la prisa de no ser alcanzada por el Sol. El cuerpo desfigurado le gemía suplicante hasta acallarse por la propia deformación de sus cuerdas vocales, como si el lobo se resistiera a abandonar su cuerpo implacable, destructivo y poderoso, y se negara a regresar a la fragilidad inminente de la existencia humana. Las garras se retraían, estilizándose y alargándose en finos y largos dedos; el lomo, las extremidades, la cabeza, todo por el mismo proceso lento y destructivo. El primer grito humano, de una boca aun letalmente dentada, resonó angustiado en el panteón. La respiración entrecortada de sus pulmones que luchaban por acomodarse en el lugar que les pertenecía y el dolor de la costilla herida se equilibraban en el nuevo silencio, mientras los colmillos volvían a esconderse como garras retráctiles que preferían ocultarse hasta la siguiente batalla.
Gealach revoleteó cerca del nuevo cuerpo humano con indecisión, desconfiada de la intrusa que aún estaba demasiado cerca para su gusto, así que dejó caer la túnica de seda en su costado y aterrizó del lado contrario de la felina, para abrir sus alas en posición ofensiva y comenzar a picotear con prisa entre los cabellos de su amo, antes de volar de nuevo y observar a ambos desde una rama cercana. El hombre tardó un par de picoteos en reaccionar, entonces replegó su brazo hasta la zona atacada y abrió sus nuevos ojos azules en busca del ave para acariciar sus plumas, sin embargo ella ya no estaba ahí.
— Gealach — le llamó, creyéndola su única compañía, pero el ave no estaba cerca.
Frunció el ceño y se apresuró en sentarse sobre el suelo parcialmente nevado y ahora cubierto de sangre, mas una fuerte puntada en su costado le detuvo a medio camino haciendo que reparase en su herida y resoplara por ello. Quiso tomar su túnica, pero entonces les vio; a la pantera y a los cuerpos destrozados a su alrededor. Había asesinado, no estaba solo y sabía que esa clase de felinos no habitaba en Francia.
Miró al cambiaformas, a los cadáveres y de nuevo a él —nunca pensó que se trataba de una mujer—; descartó el que quisiera atacarle, pues ya no le había matado cuando había tenido la reciente oportunidad en el momento de su transformación, pero no entendía el porqué estaba ahí. Sin pensarlo dos veces, se lanzó de regreso al piso para rodar a través de él, hasta coger el chuzo que yacía junto al cuerpo desmembrado e interponerlo entre ambos como una advertencia. Ya no le importaba su desnudez, sólo le importaba salir vivo y seguir resguardando su identidad.
— ¿Qué es lo qué miráis... pervertido, voyerista o zafado mental? ¡Dad la cara de una vez!
Bastó un sólo gruñido, junto a la imagen tan grotesca del cochero a medio decapitar entre sus patas, para que el hombre que tenía enfrente se echara a correr despavorido, mas su escaso tiempo de vida no llegó a superar los dos metros de distancia antes de verse menguado por una enorme pantera desconocida. Gruñó una vez más, sólo por el instinto defensivo de su territorio, ante la idea de que esa nueva bestia pudiese intentar hacerse de su cena. Sin embargo, el movimiento de los otros dos hombres restantes, le distrajo temporalmente de su automatismo territorial y supo que aún quedaban presas por destrozar.
Ambos hombres sabían ya que sus únicas posibilidades de resistencia recaían en el ataque conjunto y en la huída de quien sobreviviera, pero el miedo bloquea al raciocinio, y el más cobarde de ellos, ya temblaba evidenciando que no se defendería mientras la orina fresca y caliente escurría a través de sus sucios pantalones.
El lobo aún agazapado sobre el cadáver de su primera víctima, se lanzó al asecho de la presa más débil; olía y se extasiaba con el aroma del miedo que se encargaba de avivar el fuego de su parte más asesina y bestial. Le aseguró con ambas zarpas, como si de una pelea entre canes se tratara, y le mordió el costado del rostro al tiempo que ambos, presa y cazador, caían al suelo desde donde el hombre intentaría a toda costa alejar sus fauces asesinas.
El segundo hombre, tontamente valiente —y en compensación astuto—, cogió uno de los chuzos usados para cavar las fosas sepulcrales y haciéndose de todas sus fuerzas, se lo atravesó al licántropo por el costado de las costillas. Un gemido potente y doloroso se escapó de su garganta y soltó a su presa para arrojarse contra su nuevo agresor, mas en un movimiento astuto, rápido y traicionero, regresó sobre su rapiña y le hundió los colmillos en el cráneo para sacudir su cabeza como si de un trapo viejo se tratara, haciendo que se le desencajaran las vértebras y se desnucara por completo.
El sujeto del chuzo retrocedió un par de pasos, aterrado, pero nuevamente al ver a ambas bestias ocupadas, recobró su valor y, con una mirada fiera, quiso enfrentar a la pantera, pero ambas alimañas se le lanzaron encima, a la pelea por ver quien se quedaba con el plato final. Los colmillos caninos atravesaron la carne y la jalaron sin la menor de las consideraciones con tal de hacerse de ella. No estaba dispuesto a soltarla, no estaba dispuesto a perder, los quería suyos a todos y sólo les compartiría si le daba la gana. Lo tiraba y lo sacudía con tal avidez que su cuerpo comenzaba a desmembrarse por varias partes en un deceso tan perverso y agónico como las llamas del infierno. Fue entonces cuando el brazo que sujetaba la pantera se desprendió por completo del resto del cuerpo, pero el lobo tampoco estaba dispuesto a cedérselo, así que soltó su parte y se adelantó sigiloso hasta la oscura felina.
Miró a la pantera con iracunda vesania, gruñó desde lo más profundo de su garganta y replegó los labios que ocultaban sus colmillos, ensangrentados y afilados como las herramientas del verdugo. Se agazapó un poco más hacia el suelo, con el pelaje de su lomo completamente erizado y la cola recta, estaba totalmente listo para el ataque que era inminente; se lanzó encima con garras y dientes, en una lucha encarnizada. Sus zarpas le empujaban con fuerza para estrellarla contra el suelo y sus fauces luchaban por abrirse en toda su amplitud y así aprisionar las suyas con tal de obligarle a la sumisión, como todo alfa que no quería matar aún, pues el lobo le veía como otra bestia, una desobediente y poco sumisa que no respetaba las posiciones de jerarquía, y que, si no lograba ser dominada, sería merecedora de la muerte.
Finalmente, en uno de sus ataques, el lobo logró asirse al cuello de la pantera y tirarla al suelo para dejarle entre sus patas, apretándole la garganta sin enterrar sus colmillos mientras dejaba escapar un gruñido de advertencia y exigía su rendición. Fue en ese momento, cuando el perímetro lunar tocó por primera vez el horizonte para comenzar a hundirse en él de forma gradual; el licántropo gimoteó dolorido y dejó a la felina en libertad. Pelaje blanco y negro al fin encontraban la paz.
El cuerpo empezaba a temblarle y las patas le flaqueaban haciéndole tambalear hasta postrarle en el suelo; los músculos rígidos parecieron dar un espectáculo agónico mientras el corazón bombeaba con irónico desenfreno, y entonces comenzó; la figura lobuna se revolcó de dolor en respuesta a un repentino espasmo que le replegó y estiró sus músculos con furia, como manos invisibles que jugaban con su cuerpo para deformarlo por completo. Los segundos avanzaban tortuosos y le hacían perder el pelaje que se debilitaba y reabsorbía por la piel, cuyos poros esperaban hambrientos para volver a cerrarse cuando estuvieran satisfechos.
La Luna se escondía vanidosa, refugiándose en los mantos de la montaña con la prisa de no ser alcanzada por el Sol. El cuerpo desfigurado le gemía suplicante hasta acallarse por la propia deformación de sus cuerdas vocales, como si el lobo se resistiera a abandonar su cuerpo implacable, destructivo y poderoso, y se negara a regresar a la fragilidad inminente de la existencia humana. Las garras se retraían, estilizándose y alargándose en finos y largos dedos; el lomo, las extremidades, la cabeza, todo por el mismo proceso lento y destructivo. El primer grito humano, de una boca aun letalmente dentada, resonó angustiado en el panteón. La respiración entrecortada de sus pulmones que luchaban por acomodarse en el lugar que les pertenecía y el dolor de la costilla herida se equilibraban en el nuevo silencio, mientras los colmillos volvían a esconderse como garras retráctiles que preferían ocultarse hasta la siguiente batalla.
Gealach revoleteó cerca del nuevo cuerpo humano con indecisión, desconfiada de la intrusa que aún estaba demasiado cerca para su gusto, así que dejó caer la túnica de seda en su costado y aterrizó del lado contrario de la felina, para abrir sus alas en posición ofensiva y comenzar a picotear con prisa entre los cabellos de su amo, antes de volar de nuevo y observar a ambos desde una rama cercana. El hombre tardó un par de picoteos en reaccionar, entonces replegó su brazo hasta la zona atacada y abrió sus nuevos ojos azules en busca del ave para acariciar sus plumas, sin embargo ella ya no estaba ahí.
— Gealach — le llamó, creyéndola su única compañía, pero el ave no estaba cerca.
Frunció el ceño y se apresuró en sentarse sobre el suelo parcialmente nevado y ahora cubierto de sangre, mas una fuerte puntada en su costado le detuvo a medio camino haciendo que reparase en su herida y resoplara por ello. Quiso tomar su túnica, pero entonces les vio; a la pantera y a los cuerpos destrozados a su alrededor. Había asesinado, no estaba solo y sabía que esa clase de felinos no habitaba en Francia.
Miró al cambiaformas, a los cadáveres y de nuevo a él —nunca pensó que se trataba de una mujer—; descartó el que quisiera atacarle, pues ya no le había matado cuando había tenido la reciente oportunidad en el momento de su transformación, pero no entendía el porqué estaba ahí. Sin pensarlo dos veces, se lanzó de regreso al piso para rodar a través de él, hasta coger el chuzo que yacía junto al cuerpo desmembrado e interponerlo entre ambos como una advertencia. Ya no le importaba su desnudez, sólo le importaba salir vivo y seguir resguardando su identidad.
— ¿Qué es lo qué miráis... pervertido, voyerista o zafado mental? ¡Dad la cara de una vez!
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: La pantera, el lobo y el halcón {Jîldael Del Balzo}
“A veces una batalla lo decide todo, y a veces la cosa más insignificante decide la suerte de una batalla.”
Napoleón I.
Napoleón I.
Durante un segundo, el silencio reinó de nuevo en el camposanto. La Pantera cerró los ojos y disfrutó de ese instante perfecto, en donde parecía que todo el universo se ordenaba para ella. Aspiró el aire fresco de la noche; disfrutó de los olores de la tierra, de los árboles, de la sangre y de la adrenalina corriendo por sus venas.
Al instante siguiente, todo era caos. El gruñido bajo y profundo del lobo le advirtió del peligro inminente; aquél no era un Cambiaformas cualquiera; había nacido para ser alfa y se impondría a costa de lo que fuera. Pero ella había nacido para ser libre y no se doblegaría ante nadie, así que bufó, orgullosa y altiva. Poco a poco ambos combatientes se rodearon, se evaluaron y se desafiaron. Y entonces, en lo inevitable, el Can se abalanzó sobre la felina, azotándola violentamente contra el suelo; pero ella no estaba desvalida; su cuerpo, más elástico que el del lobo, no demoró en torcerse y acomodarse a la lucha, al tiempo que liberaba a sus garras retráctiles, ensartándolas en los costados del níveo animal, dispuesta a rajarlo todo. Así, entrelazados los dos, el negro y el blanco se fundían en un todo salvaje y armónico, como el centro mismo de una implacable tormenta.
Justo es decir que la mayor parte del tiempo, el triunfo le sonrió al alfa canino, aunque la hembra tuvo momentos de notable supremacía; no obstante, el Lobo se delataba mucho más experimentado en el arte del combate, cosa que quedó totalmente demostrada en el momento en que él se impuso y la dominó asiéndose del cuello de ella, apretándole el cuello, al tiempo que un nuevo gruñido venía a exigir la total rendición. Jîldael bufó lo que en su forma humana habría sido una carcajada de ironía. Se quedó quieta un momento, para acomodar su cuerpo y tomarse la revancha; a punto estuvo de girarse sobre él y demostrarle por qué los gatos no están hechos para ser domesticados, pero entonces algo extraordinario ocurrió.
En el instante mismo en que la luna tocaba ya el horizonte opuesto, el Lobo la soltó violentamente y se revolcó contra el suelo. “Claro, es un Licántropo. Eso lo explica todo”, pensó ella, casi ofendida de sí misma, pues todo el tiempo pensó que se trataba de un aliado. Ahora en cambio, las cartas volvían a cambiar y nada le aseguraba que estuviesen en la misma vereda. Claras ahora le resultaban las inclinaciones violentas del Can; atados a Selene, los hijos de la Luna perdían todo control sobre sus recuerdos, sus pensamientos y sus emociones humanas y quedaban sometidos al más fiero instinto animal. Jîldael casi experimentó un dejo de compasión por él, por su cárcel animal, por la dolorosa dependencia que le debía a la Ama de la noche.
Pudo marcharse en ese momento, pero prefirió quedarse; después de todo, nunca había visto a un Lycan volver a su forma humana y, quizás, no volviera a tener esa oportunidad nunca más. De todos modos, sabiendo que era un completo desconocido en quien no podía depositar su confianza, la Pantera tuvo la oportuna precaución de buscar un árbol de poca altura y ramas lo suficientemente fuertes como para soportar su peso desde donde poder observar el lugar sin sentirse expuesta; cerca de ella, un roble añoso le ofrecía la seguridad que tanto buscaba, así que se encaramó rápidamente sobre él y miró el terrible espectáculo.
El animal se retorció dolorosamente, en posiciones que eran del todo anormales, ya fuera para un lobo o para un humano, mientras los aullidos daban cuenta de la terrible regresión a su humanidad. Lentamente, las patas dieron paso a las manos y los pies; el pelaje se recogió completamente, dando paso a la figura masculina, que poco a poco retomaba el control del contrito cuerpo ahora humanizado en todo su esplendor. La mujer dentro del animal no pudo evitar deleitarse con el hombre frente a ella. Pese a que el varón aún sufría los embates de su maldición, ella pudo apreciar un cuerpo alargado y elegante, de rasgos juveniles y actitud voluntariosa; lejos estaba de parecerse a Târsil, como un niño que se intenta comparar a un adulto; y, sin embargo, había algo en sus rasgos casi infantiles y desgarbados que le hacían atractivo e interesante.
En medio de la hipnótica transformación, un nuevo elemento venía a confundir aún más a la Pantera; un halcón revoloteó cerca del hombre, entregándole una elegante túnica de seda, para luego ubicarse frente a la felina, quien agitó su cola con entusiasmo, con un gesto típicamente gatuno considerando la posibilidad de convertir al ave en su próxima cena. Pero el hombre unos metros más abajo volvía a ponerse en movimiento; algo parecía no estar bien; el gesto pesaroso delataba que algo no iba bien. Y, entonces, la vio.
Lo observó moverse con velocidad, olvidado ya del dolor, y con suma prestancia, hacerse con un chuzo que aparentemente utilizaría para defenderse de ella. La felina bufó con fastidio; si hubiera querido matarlo, él ya estaría muerto, ¿o acaso todavía estaba idiotizado por los efectos de la luna? Pero la cosa no terminaba allí:
– ¿Qué es lo qué miráis... pervertido, voyerista o zafado mental? ¡Dad la cara de una vez! –
Aquello fue más de lo que Jîldael puso soportar y a punto estuvo de revolcarse en el suelo de la risa; de su hocico gatuno sólo salieron sonidos extraños que únicamente ella podía entender como una risa. Recuperada de su breve ataque jocoso, de un elegante salto bajó del roble y caminó hacia el extraño, sin miedo, con la altivez propia de su raza animal y de su abolengo aristócrata. Clavó sus amarillas pupilas en los azules ojos del extraño y con movimientos sinuosos y femeninos se deslizó bajo la suave túnica de seda hasta quedar perfectamente acomodada. Su danza comenzó entonces, suave, discreta, refinada y casi encantadora. Nada en ella indicaba dolor, era más bien el juego seductor entre lo humano y lo animal, que armónicamente convivían en ella. Giró sus patas, que dieron paso a suaves manos; estiró su cuello hacia atrás y dejó que los bigotes desaparecieran, lo mismo que su negro pelaje, el que pareció recogerse hacia su cabeza, dando paso a su frondosa cabellera castaña. Sus ojos dejaron de ser dos linternas amarillas para convertirse en iris verde y miel. Y finalmente, como corona de su elegancia animal, su cuerpo dejó de lado las curvas de la pantera para dar paso a las sinuosidades de la mujer.
Jîldael se puso de pie entonces y le sonrió descarada y triunfante:
– Lamento decepcionaros, pero soy una mujer. – se burló ella, sacudiendo la cabeza como el adulto que disfruta regañando a un niño – ¿Acaso pensáis que la metamorfosis es sólo un privilegio de hombres? El caso es que nosotras lo llevamos con más estilo. – agregó, al tiempo que alzaba una ceja en claro afán de sorna. Miró al varón con interés y le vio aún amarrado al chuzo, lo que en cierto modo le provocó una especie de fastidio cansado – Bajad esa arma de una vez, ¿queréis? Si deseara la muerte de vuestra merced, os la habría procurado cuando os revolcabais de dolor en el suelo. – le espetó, al tiempo que le volvía la espalda y examinaba los árboles frente a ella; entonces encontró el nicho y se dirigió a él con absoluta seguridad, mientras esperaba que el extraño no decidiera atacarla por la espalda. Metió la mano en el hueco y a los pocos instantes dio con su hato de ropa – Tengo de éstos repartidos por toda la ciudad. Nunca se sabe cuándo vas a necesitar uno de repuesto. – le sonrió como buscando hacer las paces, pero sin descuidarse aún. Rápidamente se vistió y le devolvió la prenda al extraño: – Entonces, ¿de qué gustáis charlar, a estas horas de la madrugada? – le preguntó, al tiempo que se sentaba en el borde de una lápida y se cruzaba de piernas.
Pronto tendría que marcharse del cementerio y prefería mil veces hacerlo en compañía de un aliado que le cubriera las espaldas, pero eso ya no dependía de ella.
***
Al instante siguiente, todo era caos. El gruñido bajo y profundo del lobo le advirtió del peligro inminente; aquél no era un Cambiaformas cualquiera; había nacido para ser alfa y se impondría a costa de lo que fuera. Pero ella había nacido para ser libre y no se doblegaría ante nadie, así que bufó, orgullosa y altiva. Poco a poco ambos combatientes se rodearon, se evaluaron y se desafiaron. Y entonces, en lo inevitable, el Can se abalanzó sobre la felina, azotándola violentamente contra el suelo; pero ella no estaba desvalida; su cuerpo, más elástico que el del lobo, no demoró en torcerse y acomodarse a la lucha, al tiempo que liberaba a sus garras retráctiles, ensartándolas en los costados del níveo animal, dispuesta a rajarlo todo. Así, entrelazados los dos, el negro y el blanco se fundían en un todo salvaje y armónico, como el centro mismo de una implacable tormenta.
Justo es decir que la mayor parte del tiempo, el triunfo le sonrió al alfa canino, aunque la hembra tuvo momentos de notable supremacía; no obstante, el Lobo se delataba mucho más experimentado en el arte del combate, cosa que quedó totalmente demostrada en el momento en que él se impuso y la dominó asiéndose del cuello de ella, apretándole el cuello, al tiempo que un nuevo gruñido venía a exigir la total rendición. Jîldael bufó lo que en su forma humana habría sido una carcajada de ironía. Se quedó quieta un momento, para acomodar su cuerpo y tomarse la revancha; a punto estuvo de girarse sobre él y demostrarle por qué los gatos no están hechos para ser domesticados, pero entonces algo extraordinario ocurrió.
En el instante mismo en que la luna tocaba ya el horizonte opuesto, el Lobo la soltó violentamente y se revolcó contra el suelo. “Claro, es un Licántropo. Eso lo explica todo”, pensó ella, casi ofendida de sí misma, pues todo el tiempo pensó que se trataba de un aliado. Ahora en cambio, las cartas volvían a cambiar y nada le aseguraba que estuviesen en la misma vereda. Claras ahora le resultaban las inclinaciones violentas del Can; atados a Selene, los hijos de la Luna perdían todo control sobre sus recuerdos, sus pensamientos y sus emociones humanas y quedaban sometidos al más fiero instinto animal. Jîldael casi experimentó un dejo de compasión por él, por su cárcel animal, por la dolorosa dependencia que le debía a la Ama de la noche.
Pudo marcharse en ese momento, pero prefirió quedarse; después de todo, nunca había visto a un Lycan volver a su forma humana y, quizás, no volviera a tener esa oportunidad nunca más. De todos modos, sabiendo que era un completo desconocido en quien no podía depositar su confianza, la Pantera tuvo la oportuna precaución de buscar un árbol de poca altura y ramas lo suficientemente fuertes como para soportar su peso desde donde poder observar el lugar sin sentirse expuesta; cerca de ella, un roble añoso le ofrecía la seguridad que tanto buscaba, así que se encaramó rápidamente sobre él y miró el terrible espectáculo.
El animal se retorció dolorosamente, en posiciones que eran del todo anormales, ya fuera para un lobo o para un humano, mientras los aullidos daban cuenta de la terrible regresión a su humanidad. Lentamente, las patas dieron paso a las manos y los pies; el pelaje se recogió completamente, dando paso a la figura masculina, que poco a poco retomaba el control del contrito cuerpo ahora humanizado en todo su esplendor. La mujer dentro del animal no pudo evitar deleitarse con el hombre frente a ella. Pese a que el varón aún sufría los embates de su maldición, ella pudo apreciar un cuerpo alargado y elegante, de rasgos juveniles y actitud voluntariosa; lejos estaba de parecerse a Târsil, como un niño que se intenta comparar a un adulto; y, sin embargo, había algo en sus rasgos casi infantiles y desgarbados que le hacían atractivo e interesante.
En medio de la hipnótica transformación, un nuevo elemento venía a confundir aún más a la Pantera; un halcón revoloteó cerca del hombre, entregándole una elegante túnica de seda, para luego ubicarse frente a la felina, quien agitó su cola con entusiasmo, con un gesto típicamente gatuno considerando la posibilidad de convertir al ave en su próxima cena. Pero el hombre unos metros más abajo volvía a ponerse en movimiento; algo parecía no estar bien; el gesto pesaroso delataba que algo no iba bien. Y, entonces, la vio.
Lo observó moverse con velocidad, olvidado ya del dolor, y con suma prestancia, hacerse con un chuzo que aparentemente utilizaría para defenderse de ella. La felina bufó con fastidio; si hubiera querido matarlo, él ya estaría muerto, ¿o acaso todavía estaba idiotizado por los efectos de la luna? Pero la cosa no terminaba allí:
– ¿Qué es lo qué miráis... pervertido, voyerista o zafado mental? ¡Dad la cara de una vez! –
Aquello fue más de lo que Jîldael puso soportar y a punto estuvo de revolcarse en el suelo de la risa; de su hocico gatuno sólo salieron sonidos extraños que únicamente ella podía entender como una risa. Recuperada de su breve ataque jocoso, de un elegante salto bajó del roble y caminó hacia el extraño, sin miedo, con la altivez propia de su raza animal y de su abolengo aristócrata. Clavó sus amarillas pupilas en los azules ojos del extraño y con movimientos sinuosos y femeninos se deslizó bajo la suave túnica de seda hasta quedar perfectamente acomodada. Su danza comenzó entonces, suave, discreta, refinada y casi encantadora. Nada en ella indicaba dolor, era más bien el juego seductor entre lo humano y lo animal, que armónicamente convivían en ella. Giró sus patas, que dieron paso a suaves manos; estiró su cuello hacia atrás y dejó que los bigotes desaparecieran, lo mismo que su negro pelaje, el que pareció recogerse hacia su cabeza, dando paso a su frondosa cabellera castaña. Sus ojos dejaron de ser dos linternas amarillas para convertirse en iris verde y miel. Y finalmente, como corona de su elegancia animal, su cuerpo dejó de lado las curvas de la pantera para dar paso a las sinuosidades de la mujer.
Jîldael se puso de pie entonces y le sonrió descarada y triunfante:
– Lamento decepcionaros, pero soy una mujer. – se burló ella, sacudiendo la cabeza como el adulto que disfruta regañando a un niño – ¿Acaso pensáis que la metamorfosis es sólo un privilegio de hombres? El caso es que nosotras lo llevamos con más estilo. – agregó, al tiempo que alzaba una ceja en claro afán de sorna. Miró al varón con interés y le vio aún amarrado al chuzo, lo que en cierto modo le provocó una especie de fastidio cansado – Bajad esa arma de una vez, ¿queréis? Si deseara la muerte de vuestra merced, os la habría procurado cuando os revolcabais de dolor en el suelo. – le espetó, al tiempo que le volvía la espalda y examinaba los árboles frente a ella; entonces encontró el nicho y se dirigió a él con absoluta seguridad, mientras esperaba que el extraño no decidiera atacarla por la espalda. Metió la mano en el hueco y a los pocos instantes dio con su hato de ropa – Tengo de éstos repartidos por toda la ciudad. Nunca se sabe cuándo vas a necesitar uno de repuesto. – le sonrió como buscando hacer las paces, pero sin descuidarse aún. Rápidamente se vistió y le devolvió la prenda al extraño: – Entonces, ¿de qué gustáis charlar, a estas horas de la madrugada? – le preguntó, al tiempo que se sentaba en el borde de una lápida y se cruzaba de piernas.
Pronto tendría que marcharse del cementerio y prefería mil veces hacerlo en compañía de un aliado que le cubriera las espaldas, pero eso ya no dependía de ella.
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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