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El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo} 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Emerick Boussingaut Mar Feb 17, 2015 9:21 pm

”Los sentimientos delicados que nos dan la vida yacen entumecidos en la mundanal confusión.”
Goethe



Ayer había sido el día en que finalmente había dado con la casa del viejo zorro. Desconocía los motivos, pero el maestro había ido a refugiarse de regreso a Francia, a una vivienda bastante lujosa ubicada en la ciudad de Lyon en dicho país; una construcción que, según sus investigaciones, pertenecía a Valentino de Visconti, un nombre que le sonaba a realeza extranjera, algo que relacionado con el viejo "Noir" ya no le parecía sorprendente.

Se la había pasado todo el día dándole vueltas, pero no se había detenido a meditarlo hasta llegada la noche, mientras se decantó a pensar con una botella de brandi añejo. Si por él hubiera sido, habría llegado como tormenta en medio de la noche, pero no, el maestre no era alguien a quien pudiese intimidar, ni aún cuando se le tomase de sorpresa. Además, no iría a visitarle con intenciones hostiles... ¿o si?... La verdad es que no lo sabía, pero estaba seguro de que, por algún motivo u otro, necesitaba de su ayuda.

Su idea era volver a buscarle para retomar su entrenamiento y hacerse así con las fuerzas y destrezas necesarias para poder acabar con aquella Inquisidora que —literalmente— le había despojado de sus ganas de vida. Pero había descubierto tantas cosas, tantas, durante su estadía en Escocia. Ese viaje que le había llevado de regreso a sus tierras y a la felicidad que hubiese deseado durase para siempre. Por fin se había sentido con las fuerzas necesarias para volver a hurgar entre las reliquias familiares, para visitar parientes lejanos y antiguos amigos de sus padres. Había sido una fotografía y el desgastado diario de su propia madre el que le había delatado. Sino hubiese sido por Lucius y su embarazo, habría partido a Francia de inmediato para exigir sus explicaciones, pero su propia esposa le hizo entender que ya no valía la pena. Sin embargo, en ese momento, cuando ya no tenía a Lucius a su lado, cualquier oportunidad de desahogo le parecía sumamente tentadora y ya no le importaba si tenía más que perder que de ganar.

Se dijo a sí mismo debía relajarse, respirar profundo, terminar de embriagarse y dormir hasta el día siguiente para ir a enfrentarle con el aliento fresco, el alcohol fuera del cuerpo y la cabeza despejada de ideas poco constructivas. Lucius ya se lo había dicho, cuando aún estaba con vida ¿para que revivir fantasmas enterrados si con eso no lograba revivir al muerto?

Caminaba entonces con su mejor pose de caballero, la respiración acompasada y el propósito bien sano de volver a reencontrarse con su maestre para, de una vez por todas, dar por acabado aquel entrenamiento que alguna vez hubieron empezado. Nada más, el resto se lo callaría y lo llevaría hasta la tumba. Lo haría por el bien de ambos y la tranquilidad de su propia madre, quien esperaba estuviese descansando en paz en algún lugar de la inexistencia.

Finalmente dio con la casa cuya dirección tenía anotada y le observó por un momento desde la acera contraria. Parecía bastante lujosa, pero no podía imaginarse al viejo zorro viviendo ahí mucho tiempo, pues lo que había creído conocer de Charles, le decía que él siempre preferiría la libertad del campo, sus frondosas plantaciones y el aroma de la tierra húmeda y cultivada.

Emerick asintió con la cabeza, como si de ese modo se diese la convicción necesaria para enfrentarle, y miró hacia ambos lados antes de cruzar la calle. Aún con el sombrero de copa puesto, llamó a la puerta con su oscuro bastón de noble y roble. Los golpes sonaron con claridad y firmeza, mas no con fiereza, pues él venía hablar de caballero a caballero, o al menos esas fueron sus intenciones hasta que vio la silueta del hombre que esperaba ver acercándose al cristal de la puerta.

Nadie podría haber sido capaz de explicar lo que pasó en ese momento, quizás si algún sacerdote le hubiese visto, sólo podría haber dicho que le había poseído un demonio, pues ni siquiera fue capaz de esperar a que el anciano abriera la puerta para recibirle, cuando el licántropo arrojó su bastón a través de la vidriera de la entrada y abalanzó su propio cuerpo contra el portón, abriéndose paso a la fuerza entre un gran alboroto de cristales y madera.

El lobo quería matar al maestre tanto como quería abrazarlo.


Última edición por Emerick Boussingaut el Sáb Ago 01, 2015 11:48 pm, editado 3 veces
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Mensaje por Charlemagne Noir Sáb Mar 07, 2015 11:59 pm

“Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
-ya conocéis mi torpe aliño indumentario-,
mas recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.”

Antonio Machado. Retrato.


La puerta sonó con elegancia y, sin embargo, un frío helado recorrió el espinazo del viejo “Zorro”.

Por un instante, antes de cumplir su deber como criado, el Maestre se detuvo en la falsa y perfecta imagen de su Épsilon durmiente. Hacía ya mes y medio que ella había perdido a su hijo y aún no daba luces de recuperarse. Las primeras semanas fueron las peores, pues Jîldael parecía una estatua de porcelana sucia, amarrada a su cama, dejando que las horas se resbalasen del reloj, sin voluntad para comer, o hablar o respirar siquiera. Y, después, cuando pareció volver en sí, lo hizo sólo para convertirse en una especie de justiciera enmascarada, cuyas manos prontamente se mancharon con la sangre de Inquisidores y Cazadores inexpertos.

Y era que la Pantera estaba herida en el único punto de su corazón que Charles no podía curar. Había logrado, a duras penas, el Can que ella permaneciera en casa los últimos tres días; parecía, asimismo que ella empezaba a dormir con mayor tranquilidad, como justo hacía en ese momento, en que alguien insistía en llamar a una puerta que se suponía no sería convocada. Si no había qué temer, ¿por qué entonces esa ansiedad temerosa, más propia de un viejo decrépito que del Gurú en que se había convertido? Sacudió la cabeza, cansinamente, y se dirigió a la entrada, transformando su andar –inicialmente orgulloso– en uno más propio de la servidumbre: la expresión levemente demacrada, una pequeña cojera (del todo fingida) en su pierna derecha, el lomo un poco inclinado, las manos recogidas en la espalda, la actitud sumisa. Pocos podían mirarle y reconocer en él al viejo y olvidado Duque.

Por eso, su sorpresa le dejó congelado a medio camino entre la sala de estar y la puerta que debía atender. Nada tuvo que ver en ello el estallido del ventanal que daba a la calle producto del violento golpe que le diera el desconocido con su refinado bastón. Tampoco le sorprendió la vulnerabilidad inminente de la mansión, delatada por la mano que impulsivamente abría la puerta de entrada. Aquello que realmente destrozó su fría moral fue el joven tras los vandálicos actos que interrumpían el sacro silencio imperante en el lugar.

Lo reconoció en el acto, no sólo por su ímpetu indomable y ahora herido por la furia, sino por el gesto desafiante de su mirada. Tanto tiempo después, Emerick Boussingaut volvía al encuentro del Maestre como el hijo pródigo que…

¿El “hijo pródigo”?

¿O el nieto?

¡Por la Madre del Amor Hermoso! ¿Cómo pudo ser tan estúpido? ¿Cómo no se dio cuenta la primera vez? Aquella nariz arrogante, lo mismo que la arrogante sonrisa torcida eran iguales a la de Elliot, el hijo que Charles dejara morir en lo que le parecía una vida antes de esta vida. Los tonos de voz, la forma de moverse, o de arreglarse el cabello, o incluso en la reverencia desgarbada… En cada uno de sus gestos estaban la impronta de la Familia Balliol, a cuyo nombre había renunciado Charles, tantas décadas atrás. Y cuando pensó que las cosas no podían ser peores, cruzó su mirada pálida con la incandescente mirada del joven Licántropo; comprendió entonces que el Boussingaut también sabía la verdad  que había vuelto, no para retomar su entrenamiento, sino para cobrar las cuentas que Charles le debía a la vida por demasiado tiempo.

El viejo se rió, sarcástico. Había creído, después de tantos años de anónima vagancia, que podía escapar de su sangre, de las ataduras de su rango, de ese pasado funesto que a fin de cuentas él mismo había provocado. El dolor de sus recuerdos, tanto tiempo dormidos, amenazó con matarle justo en ese momento; y probablemente se lo hubiera tenido justamente merecido; pero no era un humano corriente y su cuerpo Cambiante resistió la ola cruel del veneno que parecía despertar cada vez que él tenía miedo. Respiró profundo, pues sabía lo que venía de la mano de ese huracán que ahora se le revelaba como su nieto. No era de caballeros destrozar el hogar de Valentino sólo porque tuvieran un par (un millón, tal vez) de cuentas pendientes que saldar, así que repuesto del impacto inicial, tanto en su ánimo como en su cuerpo, procedió a conminar al joven Hombre–Lobo a abandonar la lujosa residencia:

Joven Boussingaut.— le saludó con la humilde reverencia, como si ninguno de los dos supiera que el otro sabía (aunque los dos sabían que el otro fingía) —Sabed que mi discípula más amada, Jîldael, a quien imagino recordáis, duerme ahora un sueño intranquilo. Además, como sospecho que vuestra merced sabrá, no somos anfitriones en esta hacienda, sino simples invitados de un noble generoso. Os ruego, Excelencia, discutamos nuestras diferencias en el jardín aledaño...— suplicó con el tinte propio del criado que se había acostumbrado a ser.

Esperaba que, al menos, Emerick accediera a salir al jardín; más aún, se atrevió a esperar que ambos tuvieran una plática, dura, pero del todo caballerosa. Debió saber que, siendo Emerick su nieto, esperar tales muestras de gentileza a la edad de un cachorro era lo mismo que pedir a un rayo que no fulminase el árbol que le recibía.Por el contrario, para peor suyo, sabiendo estas cosas, el “Zorro” suspiró y se atrevió a pedir a todos los Cielos que Jîldael no se encontrara con Emerick; no antes de ser él quien le dijera su mayor secreto.

Pero, claro, pedir algo, ese día, era una absoluta pérdida de tiempo.


***


Última edición por Charlemagne Noir el Dom Oct 25, 2015 12:40 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Emerick Boussingaut Dom Mar 08, 2015 2:26 am

”Confianza es el sentimiento de poder creer a una persona incluso cuando sabemos que mentiríamos en su lugar.”
Henry-Louis Mencken



Empujó una y dos veces hasta abrirse paso a través de la elegancia corrompida de la fina madera a la que antes hubiera llamado puerta. Ni siquiera él sabría por qué había entrado de esa manera, por qué había enviado al mismo carajo todos pensamientos e ideas que había atesorado desde que se había convencido de tener que encontrarle, por qué incluso el descanso de su madre y su esposa habían dejado de importarle sólo por la aparición de una silueta, su silueta. No lo supo, ni lo sabría jamás.

No vio sorpresa en los ojos del zorro, tampoco tuvo siquiera un gesto que le indicara que se sentía ofendido por semejante intrusión, no hubo muestra alguna de lo que fuese que pudiese esperarse, excepto por esa fracción de tiempo en la que los ancianos ojos se hicieron presa del miedo, pero era un miedo diferente, un miedo de no había sido provocado por la amenaza de un ataque, era un miedo más profundo, uno que él no hubiese podido entender a menos de tener un par de horas para haber podido analizarlo.

Los pasos decididos del licántropo se detuvieron al escuchar el saludo que Charles le dedicaba, se esperaba de todo, menos ello, y eso le confundió por un momento, un segundo, que fue suficiente para que el anciano prosiguiera con su platica y mencionara un nombre que por una vez y de manera concreta, hizo detener el avance hostil del recién llegado: Jîldael.

Sí, le recordaba, claro que le recordaba, mucho mejor de lo que él querría reconocer y también más de lo que podría haber pensado hasta ese minuto: Jîldael. Le había conocido en inusuales condiciones y había acabado atado a ella con un deuda de vida, pero más allá de cualquier cuenta de honor, había sido ella la mujer que le había hecho romper sus promesas y olvidar las cadenas de culpa que cargaba consigo desde la muerte de Isobelle, su primera esposa y mejor amiga, aquella a la que jamás amó como una mujer sino mas bien como el destino impuesto por su propia familia. Había sido Jîldael la culpable de que volviese a despertar las ansias viriles que él mismo había enterrado, la que le hubo hecho desear compartir una vez más caricias y compañía, pues fue a causa de ella y la desesperación por haberla sentido perdida, sin jamás haberla ganado, lo que le llevó a aceptar una nueva mujer en su vida. Y estaba ahí, bajo el mismo techo que en ese mismo instante también la cobijaba. Pensarlo casi le hizo olvidar el motivo de su visita, de su rabia; pensarlo casi le hizo olvidar de su propia existencia.

Titubeó por un segundo, dos… o quizás tres.

Pero ante sus ojos estaba Charlemagne, el viejo zorro que le regresaba la mirada del mismo modo que lo había hecho en esa antigua fotografía que tantas había observado sin querer creer lo que le decían, aún cuando cada palabra dicha y cada linea dibujada en su rostro se habían grabado a fuego sobre su memoria. Entonces, como una ola oceánica y arrolladora a la que habían obligado a congelarse en plena caída, volvió a recopilar su naturaleza acuosa y destructiva para agarrar al hombre de sus ropas y estrellarle contra la muralla, cual agua sobre la roca.

¿Por qué?exigió con su voz hecha un susurro amenazador —Dadme una razón, os lo pido, para seguir llamándoos un hombre… ¡Dadme una razón para seguir creyendo en vuestras enseñanzas y valores! ¡DADME UNA PUTA RAZÓN PARA NO GRITAR A VUESTRA DISCIPULA QUIEN SOIS VOS!… Dádmela, zorro.

Una razón, una real y convincente, una que le justificase en sus acciones y así él pudiera volver a creerle y admirarle como antes hacía, antes de que el mismo conocimiento de sus mentiras hubiese fracturado su confianza y empatía. Pues aún seguía siendo él, y no otro, al que había buscado para le apoyara en la búsqueda de sus verdaderos propósitos y venganzas; él, el traidor y mentiroso al que aún estaba dispuesto a seguir a cambio de una palabra.
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Dom Mar 08, 2015 11:05 pm

“El pasado está escrito en la memoria y el futuro está presente en el deseo”.

Carlos Fuentes.


Esa noche había llegado sumida en el más absoluto abatimiento.

Por eso, encontrar en su habitación la figura encorvada de su Maestre le había sorprendido tanto. Él la miró con una piedad infinita, mientras ella intentaba ocultar las manos por las que destilaba la sangre de su más reciente víctima.

Quiso decirle que sólo eran Vampiros y Licántropos traidores; que a los humanos los había perdonado luego de tomar una “prenda” que les recordase para siempre su encuentro. Sin embargo, el “Zorro” caminó hacia ella, le besó la frente y la envió directo al baño. Esa noche no hablarían.

Tampoco lo hicieron a la mañana siguiente; es más, Charles realmente no pretendía tocar el tema y Jîldael lo agradeció; agradeció su silencio comprensivo, agradeció el espacio que estaba necesitando a solas para intentar sobreponerse a una herida que jamás se iba a cerrar. Por eso, cedió cuando él le pidió que se quedara, que, por un tiempo, unas horas al menos, diera descanso a su espada asesina.

Así las cosas, los días transcurrieron lentos y tediosos, pero sumamente productivos. Notó la ausencia del Zar apenas unas horas de vagar por la casa; fue Charles quien le informó que el Visconti debió atender asuntos de urgencia en el Ducado vecino y que pasaría unas cuantas noches más fuera de su hogar. Esas horas las aprovechó la muchacha para retomar con su Maestre los viejos hábitos tales como repasar las Casas Nobiliarias que podrían ofrecerles refugio y alianza, los planos de Versalles, los avances de Alessa Strauss y, sobre todo, para olvidarse de su historia y fingirse simplemente la nieta de un simple Mayordomo que se escondía de vez en cuando en ese regazo tan amado.

Eso era lo que le había ayudado a dormir. Como en ese momento, en que Charles le contaba una vieja fábula hindú y ella se sumía en un pacífico sueño sin sueños, volviendo a encontrarse consigo misma, distanciándose cada vez más de la asesina despiadada en que se convertía durante las últimas semanas.

Pero, por supuesto, esa paz no podía durar.

En la penumbra de su incómodo sueño, le pareció oír el estallido de un vitral y la sensación de Charles besando su frente. Pestañeó levemente y aguzó el oído en busca de algún inusual sonido, pero como nada ocurriera en apariencia, giró lentamente en dirección opuesta a la puerta de su dormitorio dispuesta a seguir durmiendo. Sin embargo, la consciencia retornó a ella en contra de su agotada voluntad y toda esperanza de dormir desapareció cuando alguien (un hombre con toda certeza) alzaba la voz cuyo agresivo eco violaba la tranquilidad monástica de la Mansión Visconti.

Entonces, abrió los ojos de golpe cuando comprendió que Charles no estaba a su lado y que seguramente quien gritaba era un intruso siendo sorprendido en el delito flagrante de irrupción en la lujosa morada. Con el corazón latiéndole a toda velocidad, se lanzó cama abajo y ocultó la ligera camisola bajo una suave bata de gasa, como única protección de miradas indiscretas. Sin calma ni mayor cuidado, salió de su cuarto y apuró sus pasos al salón de entrada.

Demasiado tarde comprendió quién era la persona que gritaba. Y más tarde aún, tuvo el impulso renuente de volver sobre sus pasos.

Como un fantasma resucitado, Emerick Boussingaut aporreaba a Charles contra la pared del lugar y le exigía algo que ella ya no pudo comprender qué era. Verlo y sentirse azotada por su pasado fue todo una sola cosa. Durante todo ese tiempo, nunca había pensado en Emerick, pero no porque no lo recordara, sino porque cada vez que su recuerdo venía a ella lo ahogaba antes de incluso pensar siquiera en el color de sus ojos. Pero lo recordaba, vaya que sí lo recordaba.

Ahora lo sabía. Nunca olvidó su manera de besarla, o el modo en que la miraba, menos aún la forma en que la tocó la única vez que estuvieron juntos y que él tuvo la fuerza para no cruzar la barrera final como respeto al hijo que ahora ella lloraba con tanto desconsuelo. Recordarlo fue todo un golpe bajo y terrible que amenazó con destruir las pocas barreras de cordura que había logrado mantener en pie. Y era que se había acostumbrado a pensar en él como una especie de sueño, o de sueño dentro de un sueño, anestesiada así la culpa por haberle abandonado cuando ella sabía cuánto le había necesitado él… Y allí estaba ese pasado, vivo, palpitante de furia, lleno de vigor volviendo a ser presente en su vida. ¿Pero de qué modo? ¿Como condena? ¿Como redención?

No pudo soportarlo; el dolor, la vergüenza y el anhelo, tanto tiempo dormidos todos en su “baúl de cosas olvidadas”, eran demasiado poderosos para ese corazón suyo, tantas veces cruelmente fragmentado. Y ahora, que parecía imposible, amenazaba con romperse una vez más si ella no huía. Dio un paso, decidida, hacia el anonimato de su dormitorio, pero ni siquiera alcanzó a darle la espalda cuando ya el Lobo clavaba su salvaje vista en ella.

Y entonces, por sobre todas las otras cosas, comprendió con absoluta certeza por qué aún hoy no podía olvidarse de él; comprendió que, en efecto, sin importar los rumbos lejanos por los que la llevara su vida, ella nunca podría olvidarle.

Monsieur Boussingaut. — musitó, paralizada, en una especie de bienvenida.

Y el círculo empezaba una vez más donde ellos dos lo habían dejado inconcluso.


***
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Mensaje por Emerick Boussingaut Lun Mar 09, 2015 8:15 pm

”El tiempo es como el viento, arrastra lo liviano y deja lo que pesa.”
Doménico Cieri Estrada



Durante un segundo estaba totalmente concentrado en el anciano al que sujetaba contra la pared con ambas manos, cuidándole, observándole, pues Charles tenía de habilidad y fortaleza lo mismo que de arrugas. Él sí que era un lobo vestido de oveja, tal y como él lo había sido en su tiempo, hasta que la vida misma hizo que el traje le quedase chico. El zorro era peligroso y nadie más, ni siquiera los posibles guardias de la mansión le importaban tanto en ese momento, pero fue ahí cuando su agudo olfato percibió un aroma familiar, ESE aroma, el que había memorizado en la simpleza de un único día, el que había grabado en su memoria desde una piel desnuda y una boca sin ataduras.

No necesitó ni siquiera de oír el sonido de sus pasos o de ver la mirada de Charlemagne desviarse hacia un costado, sabía quien era, sabía quien estaba ahí y el cuerpo le traicionó incluso antes de ver su rostro. El vértigo se apoderó de su estómago y los hombros le dolieron de la tensión antes de que sus orbes azules atrapasen la imagen de ese rostro femenino, pues era eso, una imagen, un recuerdo, lo único que de ella siempre había podido retener.

Sus miradas se cruzaron del mismo modo en que lo habían hecho tanto tiempo atrás, cuando ambos se habían mirado y dicho tantas cosas sin siquiera decir una palabra; dolía, aún dolía. Tuvo tantas ganas de huir como de acercarse, ganas de volver a darse aquellos cinco minutos a solas para luego dejarle ir, de atarla a sus brazos tan sólo por un momento antes de negarse nuevamente a conocer de su existencia, de aceptar su realidad u otorgar su recuerdo a una pesadilla.

—Pantera…

Así era como le había llamado aquella vez, en el patio de entrada de los viñedos del Balzo, cuando la vida se le escapaba del cuerpo y ella le había recogido en sus brazos como la Virgen al Nazareno para retenerle en este mundo, para romperle con sus propias manos y salvarle la vida, tal y como había hecho con sus sentimientos. Emerick era un muerto en vida, que se negaba a la cercanía de cualquier persona, hasta que fue ella quien le recogió del suelo y le armó una vez más como los trozos de un rompecabezas, un rompecabezas que destrozó nuevamente, uno que sólo armó para demostrarle que sí podía rearmarse, pero no por medio de sus manos, pues sus manos ya habían sido tomadas para escribir una historia diferente a la suya.

Fue en ese momento que el escocés supuso que el bebé ya había nacido y que Jîldael disfrutaba de su familia, tal y como lo había previsto aquella tarde. Creyó que era feliz y una vez más sintió la envidia recorrer sus pensamientos. Recordó su propia familia, una vez más perdida, una vez más asesinada y ella, una vez más, feliz y amarrada. Entonces la odió, a ella y a él mismo por coincidir otra vez, por verse las caras y recordar que el tiempo no detiene sus torturas y que no importaba cuantas veces coincidieran, siempre sería tarde.

Sus manos, que en algún momento ya habían liberado la presión ejercida contra su presa, se deslizaron por el traje del maestre liberándole completamente para dar un paso atrás y, por primera vez desde la aparición de la pantera, volver a mirar a aquel hombre cuyos ojos le hicieron recordar el porqué estaba en ese lugar. Mas hubo algo en su mirada que volvió a delatarle, pues el mismo miedo que antes había creído ver en sus ojos, ahora regresaba para apoderarse de ellos. Su miedo era por Jîldael, ella no lo sabía.

El Duque retrocedió un nuevo paso, uno que le llevaba en dirección a la mujer y le hacía quedar entre ambos, entregando la debilidad de su espalda a quien más confiaba en ese momento y dejando sus ojos clavados en las pupilas del maestre. Ella también tenía que saberlo.

—Decidle —dijo con exigencia —. Decidle que pasó aquella vez, cuando mirasteis a los ojos de esos tres niños que os amaban sin condiciones y los abandonasteis a su muerte. Decidle.

La verdad ya estaba expuesta, ya no cabía duda de lo que Emerick sabía y que éste no descansaría hasta ver a ese hombre arrepentido de la muerte de sus hijos y el abandono de su madre, su propia madre.
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El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo} Empty Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}

Mensaje por Charlemagne Noir Miér Mar 11, 2015 10:04 pm

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o lo heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... pobre!  Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!”

César Vallejo. Los heraldos negros.


Aunque en su interior, su alma se revolcaba de miedo e ira, su exterior resistió impasible el empellón que le dio el lobezno y una sonrisa socarrona y cínica se dibujó en su rostro; por supuesto, la sangre Balliol era poderosa en él, como alguna vez lo había sido en el propio Charles o en su hijo Elliot. Y, por supuesto, al Boussingaut lo que menos le importaba eran los protocolos sociales, como igualmente indiferente le era la mansión que amenazaba con destruir, o la súplica del Maestre sobre Jîldael. No tuvo tiempo de explicarse, porque Emerick simplemente no sabía de paciencia:

… ¡DADME UNA PUTA RAZÓN PARA NO GRITAR A VUESTRA DISCIPULA QUIEN SOIS VOS!… Dádmela, zorro. — así lo impelió a decirle la verdad, como si tuviera derecho alguno de amenazarlo, o como si Charles le debiera algo que Emerick tuviera el privilegio de reclamar.

El Lobo Blanco que dormía en lo hondo de Charles se revolcó, furioso, ante la insolencia contumaz de la cría que lo aplastaba contra la pared; poco a poco un gruñido sordo escapó de los labios del “Zorro”, anunciado el caos y la muerte a quien siguiera invocando su presencia. A punto estuvo el Noir de dejarse llevar por el calor de su sangre, de sus instintos, de su odio tanto tiempo dormido en lo más negro de sí mismo.

Pero, como cada vez que perdía su norte, aparecía su estrella frente a él, para devolverle al camino, materializada en esta ocasión en la figura frágil, pálida y deslavada de su Discípula. Ambos canes supieron que ella venía antes incluso de verla, pues su olor tan particular (era la única gata en esa guarida de “perros”) la delató en cuanto salió de su habitación. Y, si no hubiera sido quién era él, habría sabido que Jîldael se aproximaba sólo por la forma en que Emerick se movía.

El Licántropo parecía un perro apaleado de pronto, mientras la mirada develaba el deseo y el miedo a partes iguales; les vio observarse en la distancia, devorarse con la mirada sin poder evitarlo y, luego, evadirse, como si pudieran detener ese maremágnum de emociones que se consumía en ese espacio tan pequeño. ¿Cómo podía un corazón, humano o sobrenatural, resistir semejante presión y no morir en el intento? No había respuesta para ello y tampoco importaba, cuando la muerte disfrazada de gato y de perro se presentaba ante el “Zorro” para pedirle su cabeza, como juró que entregaría el día que Valentino le arrebató de las garras la vida de Jîldael.

Y, por ese momento único, no le importó morir, pues ella (¿sabría ella acaso que el dolor la hacía lucir incluso más hermosa, cuando parecía que no podía serlo más?) su más amada protegida, en una elegante y fina reverencia pronunciaba el nombre de él como una plegaria inconclusa.

Así, ese momento mágico que no había de volver murió en manos de Emerick que, pudiendo guardar silencio, soltó al ángel de la muerte justo frente a sus narices. El Hombre–Lobo volvió a exigir aquello que nunca le había pertenecido: el pasado de Charles como tributo para el Boussingaut:

Decidle —exigió, implacable — Decidle qué pasó aquella vez, cuando mirasteis a los ojos de esos tres niños que os amaban sin condiciones y los abandonasteis a su muerte. Decidle.

Jîldael había dado apenas dos pasos en dirección de Emerick cuando éste soltó aquella frase, congelando a la Felina en esa posición, como si ella no pudiera creer lo que oía. Y la magia extinta fue reemplazada totalmente por la ira creciente de Jîldael, esa ira que surgía en ella sólo cuando la decepción era monumental; y aquella vez, parecía ser del porte de una catedral:

¿Decirme, Maestre? — susurró ella, blanca de pies a cabeza — ¿Acaso estáis rompiendo la promesa que vos me hicisteis de no mentirme jamás? — bajó los escalones que le faltaban, como alma que se lleva el diablo. Si ella no avanzó un paso más (¡ah, cómo le resultaba obvio al “Zorro” y lo que hubiera dicho si su verdad no estuviera ahí, destrozándole el alma, fracturando todos los muchos años que invirtió para escapar del Duque que había sido, del hombre que no deseaba volver a ser nunca más!) fue porque dar un paso más la hubiera arrojado directo al cataclismo que eran ella y Emerick, del que ni Lobo ni Pantera podían escapar — ¿DE QUÉ PUTA MENTIRA ESTÁ HABLANDO SU ALTEZA?! ¡DECIDME ANTES DE QUE EMPECÉIS A LAMENTARLO DE VERDAD!!!

Así era, entonces, el rostro de la muerte: hermosa, terrible, insoportable. Y Charles ya no pudo seguir huyendo más; sus fuerzas le habían abandonado y su vejez había dado al fin con él. Y él se entregó, rencoroso, vengativo; se iría, pero no se iría sola. Concentró su mirada en ella, en el ángel de la muerte que era Jîldael en ese preciso momento:

Ese Lobo me pide algo que no le pertenece… — masculló, furioso, como mar en calma, antes de la tormenta — No era así como vos debíais enteraros, Ama…

¡NO ME LLAMÉIS AMA AHORA! ¡HABLAD ANTES DE QUE OS CORTE ESA LENGUA VUESTRA! — tronó ella, como valkiria desenfrenada, contenida apenas por un sorprendido Emerick, quien de seguro no esperaba desatar semejante huracán tan cerca suyo.

Jîldael. — musitó Charles, débil de dolor y ancianidad — Alguna vez fui Athdar IV de la Casa de Balliol, Duque de Aberdeen. Tuve esposa e hijos, pero nunca los cuidé; como tu padre, fueron los asuntos de Palacio y su poder los que me arrebataron lo único que debía importarme… Mi mujer fue mutilada, quemada y descuartizada, lo mismo que mi hija… Yo huí, huí para salvarles, pero la Muerte les encontró a pesar mío… Si hubiera… — pero no alcanzó a decir nada más.

La Pantera, atrapada en el cuerpo de una mujer, se había lanzado sobre él y le aplastaba contra el suelo, dispuesta a matarle. Había perdido el amor de Jîldael para siempre; sabía, tristemente, que él había sido el único artífice de tal destino y, sin embargo, no pudo evitar sentir que se rompía de dolor y desolación. Alto volaban todos los recuerdos felices, la confianza, la idea de familia, todo ello destruido por Emerick que no le dio la justa oportunidad de explicarse.

¡Qué poco importaba todo ya! Si ella no le comprendía, si ella no le perdonaba, si ella no era capaz de amarle, entonces que ella misma lo entregara como ofrenda para la Muerte. Cerró los ojos y esperó.

Y esperó.

Y esperó.


***


Última edición por Charlemagne Noir el Dom Oct 25, 2015 12:45 pm, editado 2 veces
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Mensaje por Emerick Boussingaut Jue Mar 12, 2015 7:59 pm

”¿Quién podrá engañar a quien ama?”
Virgilio



Fue Jîldael la que habló en primer lugar y Emerick volteó para mirarle al notar el cambio en el tono de su voz. Pero no era su voz lo único que había cambiado, también lo había hecho su mirada, la expresión de su rostro e incluso su postura; todo en ella le delataba, todo en ella exclamaba a gritos la decepción y el dolor, incluso antes de que Charles pudiese decir palabra alguna, y eso también le sorprendió. ¿Por qué reaccionaba de aquella manera si aún no se había enterado de lo que pesaba? ¿Acaso sería que Charles ya había ensuciado su honor ante su discípula y era dueño de una confianza condicionada?

Se movió hacia un costado, alejándose del camino de la Pantera, en el mismo momento en que le vio bajar con toda su furia, cual tornado que amenazaba con arrasar todo a su paso. Mas su atención no pudo escapar de ella, de su ira, de su dolor y tormento; de su rostro, sus ojos, su piel y su boca. Jamás le había visto comportarse de aquella manera tan catastrófica y perturbadora, tan salvaje y voraz que hacía que el magnetismo se equipara a partes iguales con la sensación de peligro. Sin embargo, toda aquella atracción se esfumó de manera momentánea al escuchar que se dirigía a él como “Su Alteza”… Su Alteza ¿Por qué demonios le llamaba Su Alteza? Pero no tuvo tiempo de seguirlo cuestionando, ya que en ese momento el Maestre abrió por fin la boca, volviendo a acaparar su atención.

—Ese Lobo me pide algo que no le pertenece… —dijo el anciano y Emerick casi sintió como se le crispaban los pelos de la nuca.

Estuvo a punto de gritarle un par de verdades, de no ser porque Jîldael le ganó la palabra y le obligó a retener las suyas al comprender que, por ese momento, la batalla era de ellos. Sin embargo, aquella frase fue suficiente para que el Duque diese por muerta toda intención de continuar siguiendo y confiando en ese hombre, sólo a cambio de una palabra de arrepentimiento. Charlemagne Noir acababa de demostrar con ello que no se arrepentía en lo absoluto y que era tan altivo y orgulloso, que le importaba más su arrogancia que sanar las heridas que pudiese haber provocado. Mas si Emerick hubiese sabido que además Charles le culpaba de las desgracias de su propia vida, se habría sentido incluso idiota al haber admirado a ese hombre que no era siquiera capaz de hacerse responsable de sus propias decisiones.

No se movió hasta que vio a Jîldael abalanzarse sobre el hombre y caer junto a él al suelo para comenzar a estrangularle del cuello. Por un segundo no hizo nada, sólo pudo quedarse observando sorprendido ante la escena en la que la Pantera se convertía en asesina y el Zorro se entregaba tan voluntariamente a la muerte. Dudó, por un momento dudó, pero enseguida sus nuevos impulsos le hicieron abalanzarse también para aferrarse a la espalda de Jîldael y rodearle con sus brazos hasta sujetarle de las muñecas y apartar sus manos del cuello de su sirviente.

—¡No, Pantera. No! —exclamó por detrás de su oído —Os destruiría…

Pero, por por supuesto, no esperaba que apartarla fuera fácil, por eso tuvo que caer con ella hacia un costado del Maestre, en donde le sujetó una vez más en un abrazo que más que proteger a Charles, le protegía a ella. Por poco tiempo la había conocido, pero ese poco tiempo había suficiente para poder darse cuenta de cosas que quizás otros no conocían, para poder saber de su pasión, de su entrega y de la profundidad de su corazón, en el que Charles siempre había tenido el lugar principal. Sabía que si ella llegaba a matarle, llegaría también el momento en el que se arrepentiría y desearía regresar el tiempo atrás para no haberlo hecho jamás; un deseo y una pena que finalmente acabaría por destruirla, por cambiarla, por no dejarle volver a ser la misma.

No vale la penasusurró sobre su oído, intentando calmarle —. No os ensuciéis las manos con la sangre de alguien a quien habéis amado.

Mas, aún cuando lo deseara, no había sido ella el motivo de su visita y no era ella tampoco la única herida. Él también había amado, y no precisamente al Maestre, había amado a quien él había dañado y había amado a quienes ya había perdido. Y tampoco era sólo Charles quien no tenía ya nada que perder, pues él también lo había perdido todo y no tenía ya esperanzas de ganar nada.

Observó al Zorro a los ojos, clavándole el filo de sus pupilas resentidas en lo más herido de su alma y, por primera vez en aquella corta visita, se desahogó.

—¿Cómo os atrevéis a hablarme de aquella manera? ¿Cómo atrevéis a decirme que no me pertenece el resultado de vuestras decisiones? YO soy el resultado de vuestro abandono, de vuestras mentiras!  ¡YO fui quien lloró en los brazos de vuestra hija al momento de su muerte, YO quien la amó y disfrutó de ella tanto como vos debiste haberlo hecho, YO quien conoció de vuestra cobardía y ahogó su rabia sólo por respeto a quien amaba. Pues yo hubiera muerto ¡Hubiera muerto! Antes de abandonar a mi familia a sabiendas de que los había puesto en la mira de mis enemigos. Hubiera muerto, antes de dejarme llevar por mi estúpido ego, pensando que sólo yo les importaría, pues finalmente eso es lo que sucedió, querido Duque, os importó más vuestro pellejo que vuestra familia… y no tenéis idea cuanto lamento ser ahora lo único que queda de vuestra sangre, la sangre de un cobarde que abandona y engaña a quienes más debiera amar.

Y, con esas palabras, se sepultaba toda la idea de ayuda que había esperado encontrar en aquel hombre al que hace tan sólo unos segundos aún hubiera seguido si acaso se lo pidiera.


Última edición por Emerick Boussingaut el Vie Mar 13, 2015 10:07 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Charlemagne Noir Vie Mar 13, 2015 8:42 pm


“…
Ni siquiera soy polvo. Soy un sueño
que entreteje en el sueño y la vigilia
mi hermano y padre, el capitán Cervantes,
que militó en los mares de Lepanto
y supo unos latines y algo de árabe
...”

Jorge Luis Borges.Ni siquiera soy polvo.


¡¿POR QUÉ?! — rugió ella, destrozada y fúrica — ¡ME LO PROMETISTEIS, EL DÍA QUE ME ENTERÉ DE ESA "MANADA" VUESTRA! ¡¿POR QUÉ LO JURASTEIS SI NO PENSABAIS CUMPLIMENTAR LA PALABRA EMPEÑADA?! — a cada palabra, a cada grito, la fuerza de la Pantera crecía, como un gigante incontenible que le empujaba a ese otro mundo tan definitivo y odiado.

Pero entonces, su propio verdugo apelaba por su triste vida. Emerick luchaba con encono para detener a Jîldael, mas la joven, posesa en su ira y su dolor, daba muestras de una fuerza desmedida que no parecía posible en alguien que llevase tanto tiempo comiendo mal y durmiendo peor; y entonces el “Zorro” temió, temió verdaderamente que ella dejara de ser, que se convirtiera en alguien tan distinta que jamás podría encontrarse de nuevo; temió por su alma inocente, aún noble y generosa, temió por su futuro, que se tejía aciago y negro. Y comprendió que debía luchar, no por él, ni por el Boussingaut, sino por ella, por Jîldael, la única persona que le había salvado de perderse tantas veces, ahora él lo sabía. Comprendía que su Épsilon era una redentora, cuyo destino se rompía ahora a causa de él y de su pasado funesto; debía entregarse entonces, no sólo a ella, pero sobre todo por ella. Y, cuando las cuentas estuvieran claras, abrazaría a la Muerte, por fin, sin miedos ni cuentas pendientes.

Curiosamente, fue el propio Lican quien le ayudó en su propósito renovado, arrojando a la Pantera hacia un costado y permitiéndole recuperar el aliento justo en el límite de sus fuerzas. Y, para curiosidad del filósofo que vivía dentro del anciano, fue el mismo Emerick quien le permitió, a través de sus ponzoñosas preguntas, revelar aquello que tanto tiempo horadó su alma tantas y tantas veces que ya nadie que le hubiera conocido antes podría mirarle y decir que seguía siendo el mismo que otrora había sido.

… YO soy el resultado de vuestro abandono, de vuestras mentiras!  ¡YO fui quien lloró en los brazos de vuestra hija al momento de su muerte, YO quien la amó y disfrutó de ella tanto como vos debiste haberlo hecho, YO quien conoció de vuestra cobardía y ahogó su rabia sólo por respeto a quien amaba… — rugió el Lobo más joven, herido en su amor propio, increpándole su añeja y disfrazada arrogancia, recordándole al Maestre que ya no era el orgullo noble Alfa que teje el destino de una nación, sino un simple criado, uno más en una Manada de Patris que le había permitido empezar de nuevo.

Así, Emerick le exponía todo aquello que Charles debía haber sido. ¿Pensaba el Cachorro que él no lo sabía? ¿Que debía haber muerto antes que permitir la muerte espantosa de su familia? ¿Pensaba ese crío arrogante, falto de piedad y compasión, que él mismo no se había preguntado eso una y mil veces? ¿Qué no había intentado pagar con su vida la deuda que tenía con la Muerte? ¡Ah, ese crío sin entrañas ni misericordia no sabía nada de la vida, aunque la vida parecía haberle golpeado en lo más hondo de su alma! Lo miró, entonces, y lo vio por primera vez desde que él irrumpiera en su aparentemente pacífica vida; comprendía en ese minúsculo instante, que Emerick no era el adolescente desgarbado que Charles recordara; algo había teñido su alma, de un negro tan hondo que lo había buscado a él para que le arrancase de ese pozo siniestro… ¿Y qué había hecho Charles? Sólo lo había empujado más hondo en la negrura miserable del dolor y el odio. ¡Qué viejo e insensato era! ¡Qué alto precio se ponía a sus acciones!

Ya no había nada, ni esperanzas, ni luz, ni bondad; entregaría su pasado y, con él, su vida… No tenía fuerzas para luchar contra esa avalancha imparable que se convertían el odio de Emerick y el dolor de Jîldael. Podía salvarles a ambos, pero no sobreviviría a ese precio. Y entonces tuvo paz: daba esperanzas al Hombre; no guardaba ninguna para sí. Era justo; así debía ser. Se puso de pie, trabajosamente, con el peso de todos esos años que ahora traería de vuelta al presente. Respiró hondo, para que no le faltase el valor (porque temía, ¡cómo temía él!, que el valor lo abandonara); un elegante bastón a su derecha, le dio tiempo para reordenar su cabeza; lo tomó con cansada elegancia y caminó hacia la ventana; si miraba a Jîldael una sola vez más, pediría la muerte, arremetido de miedo y cobardía.

Ahora veo, querido Duque, que transitáis por la misma negra senda que yo. — balbuceó, tan viejo, tan cansado — Los rumores cuentan cosas, Emerick Boussingaut; ¿o acaso negaréis a La Alianza?… Teníais una esposa, según mis fuentes me contaron. ¿Dónde está ella ahora? ¿Será acaso que la arrojasteis al mismo destino que yo hice con la mía? Me increpáis por no morir; pero veo que vos tampoco moristeis. — le miró a él, a ese pasado, encarnado en hombre, que le exigía cuentas; porque a ella no podía mirarla sin desfallecer, sin sentir que moría — No os lo digo ahora para rascar la herida abierta; os lo digo porque me juzgáis sin haberme oído, cuando yo mismo os rogué que no fuera de este modo.

”Pero tenéis razón, joven Duque, he sido un cobarde.

”Y, antes que un cobarde, fue un miserable desalmado. No voy a negarlo ahora, que la Vida me exige las cuentas que tanto tiempo le debo ya.

”Mi Señora
— le habló sin mirarle; no podía, nunca más podría si ella no le salvaba de ese terrible destino que él mismo se había tramado — Jîldael. — musitó, débil de dolor y ancianidad — , debéis saber que fui un noble escocés, educado para servir a la Corona incluso por sobre mis intereses o aquello de quienes amaba. Como vuestro padre (a quien me parezco más de lo que vos quisierais o sospecharais), se concertó un matrimonio favorable, más para mí que para mi esposa; pero os puedo jurar que la amé cada día de mi vida, porque ella supo cómo conquistar mi frío corazón. Durante años, fuimos felices. O, al menos, lo fui yo. Tenía una bella mujer a mi lado, era el favorito del Rey; mi influencia en la Corte crecía conforme crecía la prosperidad del Reino. Tuve tanto poder que me creí intocable, invencible… Debería haber comprendido la falsedad de tales ideas, pero, embebido como estaba de poder y gloria, no fui capaz de comprenderlo hasta que fue demasiado tarde. Y, lo mismo que Jean, fue al filo de la muerte que comprendí cuánto amaba justamente aquello que menos había cuidado: mi esposa y mis hijos.

”Mi falta crece gigante, como una mancha imborrable, pues Elisabeth, mi mujer, me amó incluso más allá de lo que dictan el deber y la prudencia; lo mismo que Gaïa y Océanne, mis hijas. Quizás el único que no me demostraba lealtad era Elliot, mi único hijo varón y el heredero de mi título; probablemente porque, siendo tan parecido a mí, había puesto su amor y su devoción en su madre. Y, pese a ello, él también accedió al desesperado plan que Elisabeth y yo urdimos, tratando de proteger a nuestra familia. Y fue Elliot el que, con toda certeza, se llevó la peor parte de todo… Pero ya podréis condenarme en su justo momento.

”Os puedo jurar, Ama, que nunca pensé en dejarles morir en mi lugar; por eso comprendí a vuestro padre cuando eligió salvaros en su lugar. Erais… siempre habéis sido la segunda oportunidad inmerecida que la Vida me dio para redimirme… Porque…
— la voz se le quebró, las fuerzas le flaquearon; ¿cómo podía hablar del horror vivido, sin que lo destrozara una vez más? No había marcas en su cuerpo Cambiante; pero las había (¡y cómo dolían!) en su alma yerta y resucitada sólo para seguir padeciendo. Mas prosiguió, porque ella merecía que transitara ese Calvario una vez más — Despedí a Elliot en las manos de mi mejor amigo y más leal aliado (o eso creía yo) y dejé ir a Elisabeth y las niñas en un barco mercante, sin imaginar que la suerte me daría la peor de sus espaldas. Yo me marché, a caballo, lejos de Aberdeen, con la intención de reencontrarnos todos en Francia, pues es largamente conocido el odio que ambas naciones se profesan. Y siendo nosotros enemigos de la Corona que yo había jurado proteger con mi vida, Francia gustosamente nos ofrecía asilo y trabajo, sólo para incordiar a sus enemigos naturales.

”No falta deciros que jamás llegamos a puerto. Fui emboscado (¡cómo aprendí de traiciones en tan breve tiempo!) en los límites de Escocia e Inglaterra. Aunque no queden huellas visibles en mi cuerpo, fui espantosamente torturado, física y moralmente; y, sin embargo, resistí valientemente todas las atrocidades a que mi cuerpo y mi alma fueron sometidos, porque me repetía incansablemente a mí mismo que todo ello valía por la vida a salvo que de seguir Elisabeth podría dar a nuestro hijos en Francia… Debí saber, cuando no me mataron y me dejaron libre, que algo no cuadraba; pero yo era joven y arrogante; pensé, ingenuamente, que había logrado vencer a mis enemigos.

”Comprendí mi terrible delito el día que tocaron a mi puerta y dejaron frente a ella una bolsa; supe que mi destino me traicionaba incluso antes de ver su contenido; y cuando lo vi…
—  se encogió, entonces, doblado por el dolor, el terror, la rabia y el odio tanto tiempo sepultados; había tocado una herida infectada y ésta volvía a sangrar desde lo más hondo de su turbia alma — El rostro desfigurado de mi mujer y de Gaïa, mi hija mayor, eran lo único que pude reconocer de los incontables trozos de carne quemada que habían en esa bolsa; era claro que los habían dejado intactos para que yo los reconociera, para que no me engañara en la duda y pensara que tenía una posibilidad de sobrevivir.

”El Duque que fui, por supuesto no sobrevivió. No pude ser quien fui, nunca más. Destrocé mi casa; maté a mis enemigos más cercanos, pero aún entonces, tenía esperanza. Elliot y Océanne aún vivían; yo debía llegar a Francia a costa de lo que fuera; debía buscar a mis hijos y protegerlos, por la memoria de mi mujer y de su hermana mayor. A duras penas, me había arrancado a mí mismo de las garras de la locura…, pero entonces desfallecí y no pude recuperarme nunca más, el día que un extraño me llevó hasta una casa abandonada, cerca de Edimburgo, para entregarme el cadáver de mi hijo. Elliot había sido despellejado y, no conformes con esa horrible tortura, había sido colgado a un árbol para que los cuervos y otras aves rapaces hicieran con él lo que les viniera en gana; y, una vez más, su rostro era lo único que no tocaron, para que su mirada vacía destruyera todo lo que quedaba en mí de noble.
— entonces, por fin, Charles, deshecho en llanto y vergüenza, volteó hacia los jóvenes que pedían su cabeza — Por eso me marché. Creí que Océanne había muerto y perdí el valor de buscar su cadáver; ni siquiera era capaz de imaginar qué tortura le habrían reservado por ser la menor. Si hubiera sabido que había sobrevivido… Pero quizás, Emerick, fue mejor así. Si yo la hubiera buscado, probablemente vos hoy no existiríais.

”Y por eso, Ama, Señora mía, fue que accedí a ser vuestro Maestre, porque vos me recordáis a mi hija menor, la madre de Emerick. En cuanto os vi, escuálida como ratita sin amor, supe que yo os pertenecería para siempre; os he amado, mas no con el amor de esposo, sino con el amor de padre que nunca tuve oportunidad de dar a mis propios hijos. Vos fuisteis la razón que devolvió la razón a mi vida. me habéis rescatado, Jîldael Del Balzo, porque eso sois vos: una salvadora. Me salvasteis a mí; salvasteis a Emerick… Y rescatasteis a Valentino, incluso contra nuestras propias voluntades; y nos hicisteis mejores. No permitáis, Señora de mi mísera alma, que mis pecados os roben lo mejor de vos. Tomad mi vida…
—  cayó de rodillas ante ella y se entregó a la Muerte, que ya no podía evadir más — Tomad lo que queda de mí y disponed de él… Pero no permitáis, hermosa criatura, que lo mejor de Jean y Marie Hélène muera este dia aquí por culpa de mi silencio. Habéis perdido a vuestro hijo (y nadie comprende ese dolor mejor que yo, ahora lo sabéis) y, no obstante, habéis rescatado vuestra alma de las negras garras de la amargura… No perdáis todo lo que sois ahora por mí, no vale la pena, Jîldael… No la vale… —  se calló porque no había nada más que decir, nada que pudiera apelar fuera de lo ya dicho, tan tardíamente.

Tampoco fue capaz de suplicar el perdón… Pero si ella volvía a ser quién era, podía darse por pagado. Era la hora de su juicio y él era terriblemente culpable. En esos instantes negros, pensó en Elisabeth y en sus hijos, una vez más, y deseó que sus espíritus por fin encontraran la paz que tanto tiempo su silencio les había negado.


***


Última edición por Charlemagne Noir el Dom Oct 25, 2015 3:26 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Vie Mar 13, 2015 10:40 pm

“Si hay algo que he aprendido, es que la piedad es más inteligente que el odio, que la misericordia es preferible aún a la justicia misma”.

Philip Gibbs.


Era cierto. Le había gritado a su Maestre de un modo que nunca antes imaginó que sucedería. Pero era que las palabras le sangraron en la garganta, angustiosas, desesperadas, terribles. Creía, ¡sí!, se gritó, todavía creía que él no le había mentido, que todo había sido un error, culpa de Emerick y su arrebato incontenible.

Por eso, cuando le vio agachar la mirada culpable,  cuando intentó explicar aquello que no tenía explicación, fue que la ira de su decepción le quemó las manos. Y entonces fue ella la que no pudo, la que no quiso contenerse. ¿Cómo podía hacerle eso? ¡Él había jurado (cuando le presentó a Camila De Rose) que nunca volvería a mentirle sobre nada! ¡Y ahí estaban, otra vez, descubriendo máscaras y develando verdades que ella siempre debió saber! Lo odió por dejarla fuera, por no ponerla a ella en el mismo lugar en que ella le ponía a él. ¿Acaso no era tan grande el amor que se profesaban que podían leerse los pensamientos? No, parecía que no.

Por eso se arrojó sobre él, sin medir consecuencia alguna, con una fuerza desmedida de la que ella misma no fue consciente hasta ese preciso instante. Quizás, si Emerick no la hubiera tocado, Jîldael habría matado a Charles, sin miramientos, sin preguntas, arrebatada sólo por la rabia con que la tremenda decepción le emponzoñaba el alma. Pero el Lobo la tocó y le produjo esa especie de descarga eléctrica que le robara el aliento tanto tiempo atrás. Fue su olor, su voz, su forma tan peculiar de tocarla (todas aquellas sensaciones aparentemente fútiles, pero tan íntimas entre ellos dos), lo que finalmente la detuvo y el Boussingaut quien, con sus palabras tan hirientes como las de ella, empujó al Noir a contarles su verdad.

Y la joven Felina agradeció en el alma que Emerick no la hubiera soltado en toda esa larga confesión. Charles se transformaba ante ella, y dejaba de ser el criado y el gurú que la Del Balzo siempre había amado; se revelaba ahora como el hombre destruido que siempre había sido, como ese náufrago desesperado que la había necesitado incluso mucho más de lo que ella nunca le necesitó a él. Y el dolor se transmutó en el alma de la Cambiante, ya no por la ira de los secretos que Charles le había ocultado, sino por la tristeza de que él eligiera dejarle fuera de todo ello. ¿Por qué, se preguntó, si ella se lo había dado todo, no le dio él la oportunidad de pagarle con amor el amor que le prodigó? Quizás porque, más allá de todos sus delitos y todas sus virtudes, Jîldael presentía que Charles mismo se negaba el amor y la piedad tan necesarias para todo ser humano, sobrenatural o no, porque muy probablemente, Charles creía merecer el odio, como una compensación tardía al desequilibrio del Universo que había resultado ser toda su vida. Y lo miró con ojos nuevos. Y sintió una enorme piedad por él.

A medida que la confesión tomaba lógica y sentido, las fuerzas de su violencia impulsiva comenzaban a desaparecer y la joven se amarraba a Emerick como si el Lican fuera la única persona capaz de protegerla de tanto dolor y desesperanza. Cayó entonces, el Maestre ante sus pies, entregado a ese destino miserable que pensaba merecer y la joven no pudo soportarlo. Quizás porque ella también había amado y había perdido; no olvidaba a Baptiste ni a su padre… y ahora sumaba a su lista insoportable la muerte dolorosa de su hijo nonato. ¿Cómo pudo pensar él que no le entendería? Quizás eso sería lo único que no le iba a perdonar.

Cogió las manos benditas de Emerick, que le habían salvado de cometer un horrible pecado, y las besó, agradecida, mientras las lágrimas compartidas escapaban por sus mejillas, superada la Pantera por el dolor que parecía gobernarlo todo en aquella mansión donde ahora se protegía de los enemigos que nunca habían dado tregua ni a ella ni a Charles. Ya no era ella el ángel de la muerte; era quizás el momento que más cerca estuvo de parecerse a un ángel de la guarda, pues mientras caminaba la bata se escapaba de entre sus brazos y dejaba a la vista su delgada y frágil figura, azotada por una desgracia que el intruso escocés ni siquiera llegaba a comprender.

Sus pasos la llevaron junto a su Maestre (no podía ser de otra manera), a cuyo lado ella se dejó caer, como la Virgen ante el cuerpo del Redentor; y, como si emulase a la “Pietà”, ella lo acogió entre sus brazos y le envolvió con la ternura que tantas veces antes fuera Charles quien le prodigara a la joven:

Sois un tonto. — lo increpó, rabiosa — Me dejasteis fuera de vuestra vida, Maestre; pero, vos mismo lo dijisteis, el día que nos conocimos os entregué mi corazón para que lo cuidarais y vos a cambio me disteis el vuestro. ¿Cómo pudisteis pensar que ibais a dejarme afuera? Ni por protegerme debisteis intentarlo. ¿O tan poca fe le habéis tenido a mi amor, que creísteis que yo no soportaría saber la verdad? También he sido madre y también me arrebataron a mi hijo… Maestre mío, corazón que cuida a mi corazón… No soy yo quien debe juzgaros, sino él. A vuestro nieto le corresponde el juicio y el destino de vuestra vida. — lloró, piadosa y le besó la frente; sin separarse de Charles miró a Emerick, con una expresión obscura, rayana en lo terrible, en lo despiadado — Es así como os lleváis lo mejor de mí, Boussingaut. Mi Maestre es probablemente lo único permanente en mi vida y ni siquiera me pertenece; sois vos quien tenéis el derecho de reclamarle; de apartarle de mi lado… Os lo entrego, como hubiera deseado que me devolvieran la vida de mi padre… Pero pensad que junto con Charles Noir te lleváis lo mejor de mi corazón, que vive más en él que en mí…

Ahora era en las manos del Licántropo en donde la vida de Athdar se pesaría y por quien el destino de Charles estaba a punto de decidirse.


***


Última edición por Jîldael Del Balzo el Sáb Mar 14, 2015 7:51 am, editado 1 vez
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Mensaje por Emerick Boussingaut Sáb Mar 14, 2015 12:16 am

”Conclusión es el lugar donde llegaste cansado de pensar.”
Anónimo



No había dolor más grande y complejo que la desilusión. Era un dolor camuflado, uno que no que no provoca llanto, ni gritos de dolor, sino que más bien anestesia y deja adormecido ante la recepción de cualquier otro sentimiento, incluso el consuelo. Una sensación que sólo es capaz de ser atravesada por aquellos golpes demasiado fuertes para ser ignorados o alguna vez olvidados. Por ello es que cuando el Maestre no hizo más que abrir la boca para jabonarse las culpas con la muerte de su propia esposa, es que el odio pudo por fin superar a la desilusión.

Agradecido habría tenido que estar el Zorro de que Emerick se encontrase en esos momentos sujetando las manos de su discípula para que no le asesinara, ya que fue en ese momento en el que pudo comprobarse lo mucho que la Pantera le importaba, pues las ansias de protegerla a ella fueron aún más poderosas que su odio hacia aquel hombre, único representante de su misma sangre. Si tan sólo hubiese sido otra, si no hubiese sido precisamente las manos de Jîldael las que sostenía, las habría dejado ir para que le destruyeran a sí misma y con su caos se llevasen también la vida de ese hombre al que con tan pocas frases había llegado a desear la muerte, ojalá ahogado con sus propias palabras y ponzoña. No le hubiese importado, se habría lanzado al ataque con ella de no ser, precisamente, ella.

Canalizó sus fuerzas, su rabia y su frustración en la protección entregada hacia la mujer que finalmente recobró la calma. Entonces ocurrió lo que él ya había previsto; se vio a sí mismo como el espectador no deseado de un momento demasiado intimo. No era necesario ser un adivino para darse cuenta que Charles estaba destrozado por Jîldael y que a su vez ella lo estaba por él, que ambos se daban y aceptaban explicaciones, ambos se abrían, sinceraban, escuchaban y miraban en la complicidad que siempre habían tenido y a la que él jamás había pertenecido. Si el Zorro se mostraba arrepentido era precisamente por el daño causado a Jîldael y no por lo que hubo hecho a su familia, o al menos ese era el mensaje que entregaba.

Emerick quiso marcharse del lugar, dejarles a solas y darles ese momento de intimidad que tanto necesitaban. Sentía claramente que no era su lugar y con ello llegó también la incomodidad y, una vez más, la decepción. Pudo comprobar a través de las palabras del Maestre que él mismo había decidido reemplazar a su familia con la acogida de su discípula, de Jîldael, y entonces le odio a ella. Le odio precisamente por no poder odiarla, por ser tan intocable, tan inalcanzable.

Comprendió también que Charles no había sido tan culpable de la muerte de su familia, y supuso que probablemente su madre no hubiese sabido la historia completa; pero calló y no dijo nada, especialmente cuando ambos hablaron de cuanto se entendían entre ellos por el dolor de perder a un hijo y nuevamente le dejaban fuera de ese círculo intimo cuando él también lo sabía y probablemente mejor que ellos, ya que de una forma o de otra, había sido él mismo quien había estado directamente involucrado en la muerte de los suyos.

Simplemente observó la escena y también guardó silencio cuando Jîldael tomó sus manos para besarlas y dejarse caer de rodillas ante el Zorro. Si no se marchó en ese momento, fue porque aún le quedaba una muestra de respeto y sabía que no debía marcharse hasta tener la oportunidad de explicarlo brevemente y hacerlo de manera educada. Por eso, cuando llegó el momento, cuando fue ella quien le entregó como ofrenda la vida de Maestre, Emerick negó con la cabeza, encontrando en esa ocasión su oportunidad de huída.

—No es en mi en donde ha buscado el perdón. El maestre ya hizo su elección y ha reemplazado a su sangre por la familia que él mismo ha escogido. No seré yo el juez de vuestro destino. Lo siento.

Se disculpó de manera sincera y tras dedicar a ambos una sutil reverencia, finalmente se marchó del lado de ambos y les dejó a solas para que por fin pudiesen tener ese momento de intimidad que debían tener. Mas no se marchó de la morada de Visconti, simplemente se hizo paso a través del pasillo por el que antes le había invitado a caminar el Noir y salió por fin al patio interior en donde se miró sus propias manos aún marcadas por la crueldad de la plata que les había desgarrado en su desesperación por retenerle prisionero. No, definitivamente Charlemagne no tenía idea de cuanto habría dado él por los suyos, pues a ojos cerrados revivió una vez más el golpe de gracia que él mismo había dado a su mujer, antes de que la sierra le cobrara la vida.
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Sáb Mar 14, 2015 8:56 am

“La esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre”.

Friedrich Nietzsche.


Le sintió estremecerse en su abrazo, como un niño asustado que no sabe recibir una caricia. En efecto, Charles no le miró, pero se dejó caer sobre el regazo de su Épsilon y se dejó consolar. Ella nunca le había visto sufrir de ese modo; por unos segundos, el dolor enmudeció todo alrededor suyo, hasta que el viejo musitó débilmente:

No merezco vuestro amor, mi Ama; ni vos merecéis el mío. Lo que me dais es un regalo; y yo, en cambio, estoy en deuda para siempre con vuestra merced.

¡Qué viejo, que acabado estaba su Maestre! Pero ella no podía permitirlo, pues, ¿cómo podría recuperarse a sí misma si lo perdía a él? ¿Sería que él no lo entendía? Ella no podía existir si antes no existía Charles. Quiso decirle muchas cosas, meterse en su pecho para convencerle de su error, pero no hubo tiempo, pues ya Emerick respondía a su interpelación.

No es en mi en donde ha buscado el perdón. El maestre ya hizo su elección y ha reemplazado a su sangre por la familia que él mismo ha escogido. No seré yo el juez de vuestro destino. Lo siento. — replicó, con voz herida, como si hubiera buscado algo y, estando a punto de tenerlo, se le hubiera escapado una vez más, etéreo e inalcanzable.

Jîldael le miró, con atónita sorpresa, casi con la devoción del agradecimiento al borde de una palabra sincera que no llegó a salir jamás de su boca, pues en el acto mismo comprendió que Emerick abandonaba la mansión en la que él pensaba, tras todo lo ocurrido, nunca debió irrumpir. Una parte de ella quiso correr tras él, pero la otra no tuvo el valor de soltar a Charles, tan frágil, tan viejo, por el miedo hondo de perderle para siempre en las garras de la Muerte que parecía haberse anclado en su vida desde el día que volvió a París. Fue entonces que el Noir se irguió, un poco más él, un poco menos viejo. Por unos instantes preciosos, estuvieron frente a frente, como el padre y la hija que eran y no eran. Él le secó las lágrimas y le acarició el cabello:

Sois tan hermosa, querida mía. — susurró, como una confesión que era de ellos dos; a fin de cuentas, así era todo, siempre sólo de ellos dos… hasta el momento en que alguien robase el corazón de la Felina y ella empezara a escribir otra historia. Más ninguno de ellos dijo algo al respecto; parecía que el destino de Jîldael era el tapiz de Penélope que se tejía cada mañana de manera diferente. Charles, o Athdar, ya no sabía cómo llamarle, besó su frente y la impelió a ir tras el Licántropo — Estoy bien, mi Señora; me habéis salvado de mí mismo, una vez más. Idos con él; en tanto yo, el criado que ahora soy, limpio este desastre. Y, Ama, no penséis; sentid, y vivid. Hacedlo por mis hijos, que ya no pueden hacerlo más… — carraspeó, como si enterrara una vez más y para siempre el recuerdo de aquéllos a quienes tanto amó. Comprendió ella que él no volvería a tener el valor de revivir ese momento de su vida, nunca más, y le agradeció que se lo diera a ella, aunque fuera tarde, como tarde parecía ser todo entre la Pantera y el Lobo que huía de lo inevitable.

Salió tras él, no con el arrebato impulsivo que la caracterizaba, sino con el miedo quedo de no encontrarle, de no alcanzarle; mas era un miedo infundado, pues allí estaba él, a unos metros de la joven, quieto en la contemplación de sus manos, como un Adonis que forja su belleza al crisol de la desgracia. Y, nuevamente, una parte de ella quiso huir porque sabía que él tenía sobre la Felina un poder que nadie nunca había podido igualar; era Emerick una tormenta que derribaba todas las fortalezas de la Del Balzo; cualquier propósito o lealtad desaparecía del corazón de la Cambiante cuando el Licántropo estaba cerca. ¿Sabría él que era el orfebre de su alma? ¿Que era el único que la rompía y la moldeaba haciéndola siempre nueva y diferente? ¿Sabría que la hacía mejor? Incluso si no tuvieran una oportunidad juntos, Jîldael sabía que era ella quien siempre ganaba de los dos.

Y entonces se miró y se halló pobre y entendió lo que quería decir Charles: Emerick le daba todo y la transformaba en joya… y ella, en cambio, siempre estaba en deuda. Siempre.

¿Qué podría decirle en ese silencio íntimo que la hembra insistía en romper? No supo, no pensó; nunca podía controlarse cuando él estaba cerca; era ella como un fuego vivo y Emerick el único capaz de domarla en ese estado. Así que, en ese miedo quieto de su fuego interior que crepitaba al borde de su piel, caminó al encuentro del Duque escocés.

Él seguía totalmente absorto en la contemplación de sus manos; tanto, que ni siquiera la vio llegar hasta que ella le tocó el brazo suavemente para anunciarse a su lado; e incluso entonces, él sólo la miró sorprendido, durante un momento, para luego volver a mirar sus manos. Ella se paró ante él y le cogió la diestra; fue un día, un sólo día en su vida, pero la Felina nunca olvidó la textura de esas manos, que siempre le parecieron las manos de un artista. Y fue así que en ese sólo contacto olvidó todo lo demás excepto a él, a Emerick y esa fuerza gravitacional que la destruía, para reconstruirla después del modo que sólo él podía prever. ¿Lo sabría? ¿Sabría Emerick el enorme poder que tenía sobre ella?

Jîldael había pensado, en esos segundos, sobre qué decirle, cómo apelar al perdón para Charles y, no obstante, en cuanto le tocó, todo pareció disolverse en la insustancia del aire. Fueron otras palabras las que escaparon de su boca. Las palabras de su corazón a las que nunca nutrió con la mentirosa esperanza, pero que habían crecido solas, con la fuerza y la resistencia de la mala hierba, para ser vida, aunque no fuera en esta vida:

Os he extrañado, Emerick, de un modo que no sabía que podía hacerlo. Y ahora venís a mi vida por otro día precioso en que tomareis lo mejor de mí y os iréis, porque así sois vos. Un ladrón que aparece furtivo, que me desmorona, me despedaza y me hace distinta, otra yo. Y cuando yo descubro en quien me he convertido, vos os vais y me dejáis vacía de vuestro calor… Sólo que esta vez no puedo prometeros ser noble. No puedo prometeros aceptar vuestra partida.

Con su mano libre le acarició la mejilla, como entonces comprendía que había deseado hacer desde que se vieran y sus almas colisionaran con la fuerza arrebatadora de mil huracanes. Se deshizo en esa caricia, cálida, palpitante, tan viva que dolía, tan intensa que amenazaba con matar, y deslizó sus dedos, tímidos y anhelantes por los labios del Lican; aprovechó cada espacio de piel bajo su piel con la desesperación de su huida, sabiendo que antes o después el Hombre–Lobo rompería el mágico contacto; necesitaba beberlo con la mirada, aprendérselo de memoria antes de que él tomara todo y le rompiera una vez más; no le importaría, si podía llevarse un poco de él a cambio de todo lo que él se llevaría de ella.

Era una apuesta a pérdida, lo sabía; perdería mucho más que un día y un amor. Con toda certeza, se perdería a sí misma, pero no podía, no quería que le importara, no cuando él estaba ahí, vivo, frente a ella, llamándola, reclamando el tiempo perdido, corriendo de su lado y obligándola a correr tras él.

Era, como había dicho Charles, su segunda inmerecida oportunidad. Y esta vez… esta vez ella sí saltaría tras él. Aunque eso le costase el alma y la eternidad.


***


Última edición por Jîldael Del Balzo el Dom Oct 25, 2015 3:32 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Emerick Boussingaut Sáb Mar 14, 2015 10:29 am

”No hay maldad tan mala como la que nace de la semilla del bien.”
Baldassare Castiglione



Emerick había sido el asesino de su familia, y ya llevaba dos veces. Había acabado con la vida de la que fuera su primera esposa, una que a la que amaba más como a una amiga que a una mujer, pero que por asuntos más protocolares que pasionales, esperaba ya un hijo suyo. La asesinó en su primera transformación de Luna Llena, cuando el mismo orgullo le había llevado a no aceptar lo que era antes de que fuera demasiado tarde para quienes le rodeaban. Le había dolido y había enterrado su dolor y personalidad en un pozo profundo del que no había salido hasta la llegada de Jîldael. Y luego vino Lucius, su amada Lucius ¡Qué diferente habrían sido las cosas con ella! Le amaba, le amaba de verdad, por primera vez el Duque se había enamorado y había dejado todo por la esperanza de formar una familia con ella. Había abandonado sus propósitos y la lucha con sus enemigos, sus antiguos amigos, el legado de la corona, todo, y una vez más se había quedado sin nada. La Inquisición había arrebatado todos sus sueños de sus brazos, convirtiéndolos en pesadillas. La ultrajaron de todas las formas posibles y le torturaron ante sus ojos mientras a él le clavaban al piso con dagas de plata. Emerick podría haber huido, podría haber cambiado su rumbo para que le siguieran a él y haber ido en busca de ayuda, pero él no pensaba como el Maestre, él había preferido entregarse a las mismas garras de los captores de su esposa y sufrir con ella el mismo destino, y ahí crucificado por dagas de plata, dejó escapar su último rugido, su último aliento de fuerza para desgarrar sus propias manos y pies y correr a los labios de Lucius, de donde robó el último beso antes de ser él mismo quien acabase con su vida, al saber que ya no tenía más esperanzas. Fue él quien le asesinó antes de que lo hiciera el dolor de la tortura, antes de que la sierra usurpara su cuerpo y su vientre abultado por regalo bendito de un nuevo hijo; les asesinó a ambos, les asesinó por amor y piedad, aún a sabiendas que ello también le costaría la vida y que con él se desquitarían haciéndole sufrir hasta el infinito antes de dejarle morir. Pero lo hizo, y los labios de Lucius fueron el último recuerdo que guardó de su antigua vida, antes de ser apaleado hasta la incidencia misma. Ese día se destruyó su vida.

Pudo decirlo, pudo confesar como realmente habían ocurrido las cosas para él, pudo defenderse ante los supuestos del Maestre, decirle que él no tenía comparación a lo que él había hecho. Pudo hablar de su dolor, de su angustia, de la negrura en su vida, de su sensación de estar maldito, de como había cambiado en tan pocos días, de que había atacado a inocentes sin sentir remordimiento alguno, de su ira desbordada que le había llevado a ser incluso cruel en más de una ocasión, de su sed de venganza, de todo lo negativo que en ese momento le envolvía para de un modo u otro obtener la ayuda, el socorro que había ido a buscar ese día a las manos del Zorro. Pero calló, eligió callar y guardarse todo, eligió no volver a pedir la ayuda del antiguo Duque, del sirviente; eligió marcharse solo y sumergirse aún más en odio que le envolvía y le arrastraba a una dimensión ajena, a una personalidad diferente. Las propias palabras del anciano se habían encargado de cortar ese pequeño y frágil hilo de esperanza y le habían ahogado una vez más dentro del cuerpo de un Boussingaut al que él mismo desconocía.

Ya no quería, ni necesitaba la ayuda de nadie, y las propias marcas de sus manos avivaban una vez más su dolor y ganas de venganza, avivaban el odio y el descontrol. Comprendió que debía marcharse, que ya no tenía nada más que hacer en ese lugar, que había sido más educado de lo que el anciano se merecía, pero fue en ese mismo momento que la mano de Jîldael le tomó por sorpresa, haciéndole por un momento abstraerse de su odio, de su huida. Le miró sorprendido, como si fuera ella una aparición, una señal que intentaba regresarle el camino, pero su odio, su odio y su sufrimiento, ahí estaban en sus manos, reclamando su conciencia. Quizo ignorarle, quizo que se fuera y le dejase una vez más a solas para marcharse sin una despedida.

Estuvo a punto de mentir, de mentirle como ella odiaba que lo hicieran, aún a sabiendas de ello. Estuvo a punto de decirle que se encontraba bien, que esperaría hasta que ella hubiese acabado con el Maestre, pero que creía que debía regresar a hablar con él para dar vuelta esa página de una vez por todas. Pero no le esperaría, se marcharía y desaparecería de sus vidas para siempre, pues ya ni siquiera se sentía el mismo, ya siquiera sabía quien realmente era.

Fue en ese momento, antes de que por los labios del Duque pudiese escapar la ponzoña de una mentira, que ella la acalló y la enterró con sus palabras y sus caricias ¿Cómo sabía ella que se iría? ¿Cómo sabía que deseaba huir de su lado y del Maestre? Se quedó atónito y sorprendido, por un minuto se creyó descubierto y llegó a sentir vergüenza de lo que había sido, pero entonces recayó en lo que ella había dicho, pues había sido ella y no él quien le había abandonado aquella noche el bosque. Sin embargo, él había tenido la posibilidad de volver, de regresar a la casa del Balzo y sólo lo había hecho para buscar al Maestre. Tal vez ambos se habían eludido y lo habían hecho por el miedo a enfrentarse y consumirse por un imposible.

Pero ahí estaba ella, como un huracán que sella sus salidas con la advertencia de que no aceptaría fácilmente su huida y que con sus caricias le arrastraría de regreso, tal y como lo hacía en aquel instante. ¿Pero qué era Jîldael del Balzo en ese momento? Después de todo lo que había pasado y había vivido ¿Era salvación? ¿Era condena? No podía saberlo con certeza, pues por un lado le llevaba a olvidarse por un momento de su odio y por el otro le hacía olvidarse de lo único de bueno que quedaba en él; su honor, su amor por la familia perdida y el miedo de dañar a quienes quería. En esos momentos, Jîldael era pasión, era hoguera y era condena; era la flama que le tomaba para arrastrarle a la intensidad de las llamas y alejarse una vez más de la calma, su perdición, su tarea pendiente, su pecado olvidado, la nube oscura de su conciencia.

Y no pudo más… Emerick Boussingaut finalmente ardió en las llamas del Infierno en el mismo momento en que la tomó de sus cabellos y la golpeó con un beso. Un beso desbordado, un beso prófugo y fugitivo, que con sus labios bebía de ella como el naufrago sediento que en su locura ya poco podía hacer diferencias entre el agua dulce y la salada. Le bebió como si no hubiera de otra agua, como si jamás hubiese existido otra mujer en el mundo, como si todo comenzara y acabara ahí, en ese vacío gravitacional que succionaba sus entrañas arrastrándole al más absoluto vértigo de sus pasiones. Le besó como jamás hecho, como siempre había querido.


Última edición por Emerick Boussingaut el Dom Mar 15, 2015 10:42 pm, editado 3 veces
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Sáb Mar 14, 2015 1:17 pm

“…
Some say love, it is a hunger,
an endless aching need
I say love, it is a flower,
and you its only seed
…”

Bette Middler.


Estaba escrito, a fin de cuentas.

Que ellos dos se estrellarían el uno contra la otra, como dos meteoros que caen en la misma ruta desde direcciones opuestas. Así fue el golpe de su beso: violento, posesivo, demoledor, irresistible. Y ella, arrebatada por la fiereza de su pasión, tuvo miedo de no resistirle, de perderse en ese maremágnum que era el Licántropo. Mas, toda lucha estaba perdida, pues él era la tormenta que lo absorbe todo, que se lo lleva sin preguntar, que toma porque puede y quiere. Y él le robó el alma, el corazón y la vida en ese solo beso y la metió dentro de su piel y de sus deseos y de sus sentimientos, sin darse cuenta, quizás incluso sin saberlo.

Y Jîldael comprendió, en ese segundo maravilloso y terrible, que algo había cambiado para siempre en ella. Que, en efecto, Emerick la había destruido para hacerla joya nueva y le mostraba la quedad infinita de su alma, ahora emponzoñada y negra por la sed amarga de la venganza; supo la Felina en ese instante, que entregaba y perdía y que, si deseaba triunfar, debería pagar con lágrimas de sangre la decisión que trazaría un destino irrevocable y definitivo.

¿Sería ella esta vez capaz de tomarlo todo y arrojarlo por la ventana? ¿Podría en esta segunda e inmerecida posibilidad hacer las cosas diferentes? ¿O huiría, como había huido unos meses atrás, casi un año, cuando –pudiendo seguirlo– eligió dejarlo marchar? Ambos habían cambiado. Ella había conocido otros amores y otros besos. Y él se había enamorado otra mujer de un modo que jamás amaría a la Felina, porque nunca una cosa ocurre dos veces de la misma manera. Tal vez fuera el destino implacable que los aplastaba con el imposible que siempre habían sido ellos dos. Pues siendo amor y vida como eran juntos, consiguiendo ese Uno perfecto e irrepetible, siempre se encontraban tarde, con las esperanzas muertas antes de haber nacido.

Y, mientras lo besaba, con la misma fiera pasión con que él se la bebía (y lo empujaba contra uno de los bancos para atraparlo con su cuerpo a horcajadas sobre él), Jîldael decidió, rabiosa y salvaje, que esta vez no se dejaría amedrentar. Si para ser feliz debía desatar el Infierno, pues que entonces el Hades ardiera frente a ella y quemara todo a su paso. Ya no era la cría cobarde, ni la madre temerosa; era una mujer totalmente libre, sin nada que perder a cambio pues, ¿no le habían robado ya todo, con la muerte de su padre? ¿No lo había perdido todo una vez con la muerte de su hijo? ¿Charles mismo acaso no la soltaba para que volase libre hasta donde sus alas tuvieran que llegar? ¿Qué la detenía sino ella misma?

Era libre y feliz y la embriaguez de ese descubrimiento sublime soltó sus últimas ataduras. Y voló. Y se dejó caer en picada libre, sabiendo que sería Emerick, que siempre había sido Emerick, el único capaz de recibirla, de contenerla, de hacerla libre, fuego puro, poderoso y frágil al mismo tiempo, llama crepitante que solo existía cuando él existía. Y la Felina supo con toda certeza que él la destruiría, que le rompería el corazón y que sería el culpable de sus lágrimas más amargas; y, sabiendo todas estas cosas, era cierto que por primera definitiva y terrible vez no le importaba, porque el precio estaba a la altura de lo que recibía a cambio. Moriría y renacería de la mano de Emerick, y sería mujer nueva porque así era cómo él la transformaba. Y ya no hubo dudas ni hubo miedo.

Pues así fuera un solo día juntos, por ese sólo día juntos hipotecaría hasta la eternidad del Paraíso si hubiera sido necesario. E incluso, si él no cruzare la barrera final, entonces se llevaría para el recuerdo ese instante único en que la besaba y la moldeaba con ese fuego negro, insondable, terrorífico, infinito que era su alma y que teñía el alma de la joven en un color diferente, salvaje y definitivo.

Se amarró a ese abrazo en donde él moldeaba su figura y la definía con sus caricias, con sus besos desesperados de vida y de luz. Jîldael acarició el cuello del Licántropo con sus labios y se detuvo allí un instante, mientras sus manos se amarraban a la espalda del Boussingaut y sus lágrimas de felicidad dolorosa resbalaban por su mejilla:

No puedo ser sin vos. Pero, sin vos, os lo juro, seguiré adelante. — musitó, en esa pausa lánguida que eran las palabras para ellos — Fui cobarde una vez y os dejé marchar. Ahora, soy cobarde de nuevo, porque no os dejaré ir. No quiero dejaros ir nunca más. Lucharé contra vos incluso, aunque sea derrotada. — sonrió, definitiva, eterna, libre, mientras acariciaba el rostro de su varón, mientras se deleitaba en esas caricias que nunca pensó poder recuperar; lo disfrutaría entero; lo haría suyo y, quizás, de ese modo, le quebrase la mano al destino de lo imposible. Tal vez.

Lo besó una vez más, ya no con violencia, sino con determinación. Un ósculo lento, profundo, como una marca en el alma, que se deleita en el para siempre, que invita a lo prohibido, que jura el Infierno y el Cielo todo a la vez. Así, lentamente se desprendió de sus labios y se alejó de él separándose toda del cuerpo masculino, excepto por sus manos, el puente de la electricidad destructiva que eran ellos dos. Eran fuego, y caos, y negrura; así era la fuente de la vida, así de temible y eterna. Y en ese contacto único y privado, ella le invitó a saldar la deuda tanto tiempo pendiente.

Él podía saltar con ella, o dejarla volar lejos.

Pero nunca, aunque nunca se vieran, volverían a ser los mismos. Porque ahora Emerick se llevaba una parte fundamental del alma de Jîldael y le dejaba a cambio la marca inconfundible de su alma sedienta, negra y amarga. A donde fueran, siempre serían uno en el otro. Lobo y Pantera como las dos partes de un todo indivisible que habían sellado en ese beso y que ahora pedía otro precio, otra marca, otro destino.

En el Lobo hambriento reposaba ahora el destino de los dos. Pero, acaso, incluso en ese vendaval incontenible de sus corazones siendo un único corazón, ya fuera demasiado tarde…


***
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Mensaje por Emerick Boussingaut Lun Mar 16, 2015 12:45 pm

”Todo acto de creación es en primer lugar un acto de destrucción.”
Pablo Picasso



Y sus labios chocaron contra los de ella en un golpe que no dolía en piel sino en el alma. Era un dolor que no podía describirse como lacerante, pero sí como torturador, pues era un beso que se disfrutaba como se disfrutaban todos los besos, que causaba un agradable cosquilleo en el estómago, que elevaba sus endorfinas a niveles infinitos y que le hacía desear más, siempre más. Pero ambos sabían, o al menos así lo suponía él, que no podría haber más de esos besos, que —como antes— sólo podían darse unos pocos minutos para dejar fluir sus sentimientos, su sed insaciable del uno y del otro, para luego obligarse a callar y retraerse en un teatro amargo de “Jamás existió”.

La besó a sabiendas que se le agotaba el tiempo, que no volvería a haber otro momento de esos, que —una vez más— él sólo sería su pecado silencioso, su amante renegado, al cual ella jamás reconocería ante los demás y, aún cuando la primera vez le hubo dolido y ésta no fuese tan diferente, ya había aprendido a sentirse cómodo con ello, a aceptarlo como un amante mediocre quien entrega sólo unos segundos de su vida a sabiendo que no puede entregar más.

Pero fue Jîldael quien en lugar de apaciguar las cosas, las avivaba hasta el punto de hacerlas destructivas, hasta el punto en que sería aún más doloroso detenerse; como antes, como siempre. Ella le besó con la misma pasión incontenida y le empujó contra uno de los asientos de aquel refinado jardín hasta obligarle a sentarse ante una amenaza de caída. Fue ella quien le atrapó en aquel lugar, presionándolo con su cuerpo perfecto, con sus piernas aprehensivas y sus besos asesinos. Y fue él, el voluntario entregado libremente a la muerte, a las imperfecciones, quien le recibió entre sus brazos, entre sus besos, moldeando su boca a caricia de labios y su cuerpo a caricia de tacto. Cerro los ojos a la realidad y los abrió a la entrega, se dejó llevar por sus propias ganas y también por las de ella. Sintió lo que sabía que no debía sentir, vivió lo que nunca le había correspondido y una vez más deseó lo ajeno…

O eso creía hasta que las palabras salieron de los labios de la Felina.

Emerick volvió a abrir los ojos y buscó su mirada, intentando comprender sus palabras, y en sus orbes encontró lágrimas y en sus labios una sonrisa ¿Estaba llorando de alegría? ¿Estaba diciéndole que esta vez se quedaría a su lado, que estaba libre de ataduras y que decidía libremente vincularse a él? El Duque entreabrió sus labios con sorpresa, pero ella se encargó de retraerlas con un nuevo beso, uno completamente nuevo, diferente, calmo e intenso. Y el Lobo respondió, respondió como nunca había podido negarse, como siempre le había permitido arrastrarle a las inmensidades de sus propias mareas y acabarle hasta dejarle sin fuerzas, ni voluntades. Pero, como toda mujer orgullosa, y él sí que había conocido de mujeres después de ella, silenció aquel contacto divino y se alejó de él esperando una respuesta. Nunca lo dijo, pero él podía leerlo en sus ojos con la claridad de una página arrancada de la mejor imprenta.

Pero el Lobo ya había dejado de ser libre, no estaba casado, ni tenía pareja, pero sus voluntades se habían hecho prisioneras de la culpa, del miedo y del rencor. No se sentía preparado para lo que ella le pedía, y tampoco se sentía merecedor. Respiró profundo, no quería forzarse, tampoco deseaba engañarle.

—No soy merecedor de causar otra desdicha en vuestro destino —dijo desviando la mirada y guardando silencio por un par de segundos, suficientes para recuperar algo de valor y volver a mirarle a los ojos —. No tengo la certeza de decirlo, pero me siento maldito. Es como si todo lo que tocase llegase a su fin… y no quiero condenaros, Pantera.

Suspiró sin fuerzas, pues efectivamente estaba cansado de luchar, no porque se hubiese entregado a los brazos del fracaso, sino porque parecía que cada vez eran más los daños colaterales y más afectadas las personas que tenía cerca. Estaba cansado de ser el sufrimiento de aquellos a quienes quería, a quienes se entregaba, pero lo peor es que poco a poco también estaba dejando de importarle. Había llegado a pensar que quizás, efectivamente, estaba hecho para hacer daño, que quizás en verdad era peligroso, mas se sentía disconforme por sentir que era un peligro sin sacar nada a cambio, pues se negaba rotundamente a ser una víctima del destino, a ser un perdedor. Había pensado que quizás simplemente debía canalizar sus capacidades destructivas, su rabia y su odio en un fin provechoso, pero aún no encontraba el camino.

—Siempre os he querido a mi lado, pero en verdad no sé lo que quiero —se puso de pie para mirarle frente a frente, para una vez más conectarse con ella de esa forma en que sólo ellos dos hacían —. No sé lo que me pasa… es como si quisiera todo y no quisiera nada. Me siento perdido, no sólo sin rumbo sino también de mi mismo. Sólo sé que siento tanto odio que es agotador… No sé si podría amaros como vos merecéis, y definitivamente sé que no podría protegeros de vuestra cercanía a mi mismo. Es sumamente poco y peligroso lo que puedo ofreceros en este momento, Jîldael… tal vez nos destruiría, pero siento que mi vida ya está a punto de ser destruida de todos modos.

Y así, con esas palabras, con la más sincera expresión que pudo sacar a través de sus labios, con la más absoluta desnudez de alma ahora oscura, guardó silencio y esperó a escuchar la cobardía o la locura de la felina, pues en la negrura de su perspectiva, ningún camino era bueno para Jîldael si acaso ya había posado sus sentimientos sobre él.


Última edición por Emerick Boussingaut el Dom Mar 22, 2015 7:56 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Sáb Mar 21, 2015 2:53 pm

“La locura es un cierto placer que sólo el loco conoce.”.

John Dryden.


No soy merecedor de causar otra desdicha en vuestro destino…

¡Qué fácil era romper la magia, en un solo segundo, con una sola frase!

Jîldael sintió como si un cubo de agua fría hubiera caído sobre ella, de golpe, sin avisos; se quedó petrificada en el lugar, congeladas las lágrimas en su rostro, el vacío en el pecho, mientras oía sin oír cómo él prefería desentenderse de ese fuego que les consumía desde las entrañas, ahora que los besos y las caricias había agitado las cenizas tanto tiempo dormidas.

Un fiero suspiro del Can obligó a la Cambiante a mirarle a los ojos, sorprendida; parecía que una parte de él sufría; ¿sería acaso que Emerick no lo comprendía? ¿Pensaba que ella era una blanca paloma? Quiso decirle todo; contarle sobre las muertes que pesaban sobre sus hombros; tantos nombres, tantas veces que ya se sentía ella un heraldo de la muerte, un mensajero siniestro que embaucaba con el amor para arrebatarles la vida. Y allí estaba él, hablando de culpas, de maldiciones, de muerte y desesperación.

Por un segundo, estaban parados de la misma vereda, colmadas sus almas por el mismo nefasto sentimiento; por un segundo, fueron uno solo y tuvieron futuro y esperanzas, pues habiéndose construido sus vidas de la misma horrible manera, quizás estando juntos, siendo los dos proscritos de la Ley y de la Vida, quizás pudieran torcer el destino de la esquiva Fortuna y pudieren tener un futuro juntos… y, quizás llegar a ser felices…

Y lo mismo que una brisa ligera que pasa y se desvanece, así se desvaneció el único segundo de felicidad.

Siempre os he querido a mi lado, pero en verdad no sé lo que quiero. No sé lo que me pasa… — dijo tantas cosas... y, sin embargo, ¡qué poco importaba todo ya!

La Pantera le miró, abatida, demasiado cansada para pelear, pues, como él (y acaso alguien supiera el motivo, parecían compartir mucho más que la sola pasión) su vida había sido tantas veces destruida que no estaba segura de querer seguir intentándolo. Pero lo hizo; se forzó a sí misma a salir de ese agujero en el que caía sin remedio, sacando voluntad desde las migajas de su fiereza ahora arrebatada, para intentar un imposible que desde el principio pareció estar condenado a la muerte:

No sois el único que está maldito, Lobo… — lo increpó con suavidad, pues pese a todo lo que pudiera sentir, las fuerzas de vida que había experimentado apenas unos segundos atrás se esfumaban con la velocidad del viento que les envolvía en ese instante — No soy una damisela de Corte; nunca lo he sido, Emerick. Yo no necesito que me protejáis. Dejadme en cambio que os proteja; vuestros enemigos, os apuesto, también son los míos… Ya que confesáis siempre haberme querido con vos, dejadme entonces cumplir ese deseo, tan maravilloso como terrible. Saltad conmigo, pues, estando ambos malditos, ¿qué cosa peor podría atormentarnos? ¿Acaso habría algo más terrible que las cuitas a las que ya hemos sobrevivido? O, tal vez, ¿no pensáis que juntos somos más fuertes? — le acarició el rostro con una gentileza pocas veces exhibida desde la muerte de Demian, en una súplica muda por ese futuro que no merecían y por el que aún se atrevía a luchar — Parece ser que nos hemos convertido en esclavos de la Locura, pero no me importa… Desde la muerte de mi hijo, no podía decir que encontrase un sentido miserable a esta vida sin sentido… Pero ahora venís vos y me arrancáis de la muerte; encendéis el fuego que yo creía extinto, me regaláis una esperanza que hasta ayer creía muerta e, incluso si no deseáis ser nada más en mi vida, arrojaos ahora en este instante a esa hoguera que vos mismo encendisteis para mí… No me abandonéis al borde de la Muerte, ahora que me habéis devuelto a la vida…

Se amarró a su torso, temblando del deseo que no podía apagar, estremecida del miedo que no la dejaba ir, acosada por la Muerte y la negrura que envolvía su alma y la sumía en el odio y el rencor.

Acaso, después de todo, sí fuera ella un heraldo de la Muerte.


***
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Mensaje por Emerick Boussingaut Dom Mar 22, 2015 9:12 pm

”El que busca la verdad corre el riesgo de encontrarla.”
Manuel Vicent



Pudo ver la desilusión en sus ojos con la facilidad que se lee un libro para niños en el idioma nativo. No había sido mucho el tiempo que habían pasado juntos, pero había sido intenso, lo suficiente para lograr ver en ella mucho más de lo que ella quisiera mostrar y, por sus palabras, pudo darse cuenta que a ella le ocurría lo mismo. Podía leerle con la facilidad con la que se leen dos antiguos compañeros, dos viejos cómplices; el brillo de sus ojos, el lenguaje de su cuerpo, el volumen de su voz, la calidez de su tacto. Había sido así desde el primer momento y parecía que nada había cambiado con el paso del tiempo.

Por primera vez en las últimas horas, pudo también compartir el dolor de la perdida de un hijo, pudo empatizar con la felina de la manera que antes lograba hacerlo con la mayoría de las gente y que, desde la muerte de Lucius, no había vuelto a ocurrir ni siquiera con sus aliados. Sintió la noticia como suya, sintió el dolor rugir en sus propias entrañas y reclamar lagrimas de dolor. Sus ojos fulguraron brevemente y una repentina opresión en su pecho vació sus pulmones de aire, mas no dijo nada, no hizo nada.

Le escuchó atentamente, quizás incluso más atento que el miedoso en una clase de supervivencia. Por un momento sintió que sus palabras también se hacían suyas y comprendió realmente —o al menos tuvo la convicción de ello— lo que realmente quería la felina. Jîldael parecía tan abatida como él, tan golpeada como él, tan desesperanzada que podía verse en sus ojos, aún cuando estaba seguro que los suyos cargaban más peso en el costal del odio que lo que lo hacían los de ella, pero aún así seguía siendo lo mismo, y quizás siempre lo había sido.

¿Pero era ese realmente el tipo de unión que conllevaba una pareja? ¿Acaso no asemejaba más al tipo de unión de los compañeros de batalla?

Él mismo había confesado cuanto le había querido a su lado, cuanto la había deseado, pero era incapaz de decirse a sí mismo si podría seguir haciéndolo. La Sierra, esa sierra, no sólo había acabado con la vida de su familia sino también con la suya misma. Algo muy grande había muerto dentro de él en aquel momento, algo directamente vinculado a la capacidad de canalizar sus sentimientos y eso le hacía temer y, ese miedo, le hacía dudar.

Emerick había notado que poco le importaba ya lo que pasara con la gente que le rodeaba, pero había sido él mismo quien había detenido el ataque de la Pantera a su maestre, sólo porque acabar con su vida también a ella le destruiría, y era él también quien ese momento estaba temiendo por hacerle daño, por romperle el corazón con su indiferencia, pues se daba cuenta en ese instante, en ese segundo, que —aún a pesar de todas las cosas— Jîldael siempre le había importado y eso era algo que no lograba comprender.

No dejó de mirarle a los ojos, de perderse en ese océano de sueños rotos y deseos aún vivos, le observaba con la misma intensidad del Lobo despierto en sus entrañas, con salvajismo de su alma libre y la fiereza inamovible de sus ansias de venganza, pero más que cualquier otra cosa, le observaba con el alma desnuda, con el velo invisible, con el permiso concedido y las ganas de no esconderle nada.

No sabía si alguna vez podría amarle como merecía, no sabía si alguna vez podría dar vuelta la página rota que Lucius había dejado y tampoco sabía que era lo correcto o de que modo hacía el menor daño. No lo sabía, ni lo podría saber en ese momento, pero era ese el instante en el que debía decidir, en el que debía dejar las culpas de lado y caminar sin mirar atrás.

Fue en ese momento que ella se desnudó de su orgullo y él se despojó de las ropas del pensamiento. No hubieron dudas, no hubo razón.

Le besó en silencio, le besó porque simplemente deseaba hacerlo, porque no sabía lo que vendría después, porque había decidido dejarle las opciones al destino, porque por primera vez, en lo que parecía una eternidad, el Lobo se disponía a dejar de lado su odio, como aquel policía que se deshace de sus armas en lo sagrado de su hogar.

No pensó en el infierno, no pensó en el dolor, sólo pensó en su nombre, en su aliento, en su boca y sus caricias, en su cabello, su aroma y su sonrisa. Pues quizás ella aún tenía algo de razón en su locura o él algo de locura en su razón, porque quizás ella estaba acertada y la felicidad aún podía ser encontrada, porque quizás esa felicidad tenía nombre, y ese nombre era Jîldael.
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Lun Mar 23, 2015 11:07 pm

“Tarde, como siempre, nos llega la Fortuna”.

Ricardo Arjona.


Hubo un segundo, un instante justo en el que Jîldael supo que Emerick podía leerla con la misma facilidad con que ella entendía la oquedad negra e infinita de su alma. Quiso sonreír, sabiendo lo que ello significaba; pero estaba tan derrotada que la exigua felicidad no le alcanzó ni siquiera para mirarle con esperanza.

Agachó la cabeza, como gato apaleado, la desilusión poseída de su persona hasta la médula de su alma, esperando a que él terminara y decidiera dejarla; así, al menos, podría retirarse con dignidad a su guarida y lamerse en secreto las heridas que, con toda certeza, le iban a quedar de esa colisión cataclísmica que eran ellos dos, deshaciéndose por el futuro que la propia Felina (lo sabía, con el corazón hecho trizas) había arruinado tanto tiempo atrás. La culpa tanto como la desilusión volvían ahora para terminar de romperla en miles de fragmentos que, más tarde podrían arrojarse al viento del olvido. Así de fatalista se sentía Jîldael. Pero entonces, el Lobo encontró el primer punto de encuentro en el dolor de los hijos nonatos, en la Muerte despiadada que les arrebataba a quienes amaban, pero les dejaba vivir para que el dolor les destruyera como el ácido sobre el metal. Ambos eran heraldos del Inframundo, sin querer serlo realmente. Todavía, pese a lo mucho que ambos habían cambiado, podían entenderse en el dolor compartido, en el silencio de sus miradas, en el diálogo íntimo que sus mentes tejían, sin que ellos supieran cómo habían logrado semejante nivel de interioridad mutua.

Mas, por el contrario, no era un puente de unión, sino todo lo contrario. Como si el dolor que les unía destruyera todo lo demás que pudiera pertenecerles a ellos; era como una marea negra, putrefacta, imparable, que ahogaba todo sentimiento de luz en el alma de los dos condenados: Lobo y Pantera que no podían ya ser otra cosa que aliados en la venganza común y nada más. Así, pues, una vez más, antes de que la esperanza tuviera futuro, ésta volvía a morir con las dudas que se empozaban en las orbes del Lican, como si él no supiera qué esperar, como si temiera que ella fuera un demonio, o un fantasma que se le aparecía para robarle la poca cordura que aún conservaba. No lo culpaba; ¿qué otra cosa podían ofrecerse ellos que no fuera dolor, muerte y tragedia? Acaso el Duque tuviera razón; acaso se desearon en otro tiempo; acaso en otra vida tuvieron la oportunidad de ser felices juntos, de construir la solidez de una familia; y acaso él ya no lo pudiera desear más. Y no pudiendo desearlo Emerick, desterrando él de sí mismo todo anhelo y alegría, condenara, sin quererlo, pero sin evitarlo, todo futuro y luz no sólo para sí mismo, sino de paso también para la Felina frente a él.

Por eso, Emerick la sorprendió (contra todo imposible pronóstico) cuando la amarró en un abrazo, la miró a los ojos, como si le dijera que, pese a todo, era bienvenida. Parecía que no había otra posibilidad fuera de momento único en que ambos coincidieron por un azar del destino y, sin buscarse, se encontraban para saldar sus deudas pendientes. De igual modo, le desconcertaba ese beso que no esperaba, pero que deseaba con el arrebato del moribundo que se amarra a la vida, cuando sabe que ya no puede tenerla nunca más.

Así se amarró la Pantera a la boca de ése su Lobo –al menos por esos segundos en que nada ni nadie que no fueran ellos mismos les podían importar–; si Emerick la besaba como si la Fatalidad le acuciara las ancas, entonces Jîldael respondía como si aquél fuera él último día de su vida y el hombre frente a ella él último deseo del condenado a muerte; fue una marejada ese choque de sus labios, que se golpeaban y se acariciaban con la misma regularidad del deseo que fluye libre cuando sabe que no tiene nada que perder. Y, cuando el beso murió a falta de aire y de anhelos, la Del Balzo todavía tuvo la esperanza suficiente de cogerle el rostro con ambas manos y dibujarlo una vez más, como si nunca se lo hubiera aprendido de memoria. Lo miró, un volcán derritiendo la fuerza de su mirada, líquida y obscura:

¡Qué maravilloso y terrible sentimiento me provocáis, Lobo! — susurró, su frente pegada a la frente de él, como si en realidad quisieran meterse el uno dentro de la otra; y quizás eso fuera lo que ocurría en sus almas, ahora una sola alma — ¡Y que fatal y terrible destino se abre ante mí ahora!… — dejó la frase a la mitad, pues no era capaz de decirle todo lo que en verdad sentía.

¿Cómo explicarle todo lo que había descubierto sin sentirse ruin y miserable? ¿Cómo decirle que callaba porque sabía que haría sufrir a otros inocentes de toda culpa? ¿Cómo buscar el deseo más secreto y desesperado de su corazón, ahora que llegaba justamente tarde? Pudo decirle tantas cosas, todas sinceras y espantosas y definitivas…, mas aquel día, el ángel del silencio pasó muchas veces entre ellos para robarles las palabras cruciales. Así las cosas, guardó silencio culpable, una vez más, por el miedo terrible e inaguantable del único rechazo que no podría soportar.

En vez de hablar (ya había dicho todo lo que podría decir), prefirió tomarle de la mano y arrastrarlo en pos de sí, por medio de una danza peculiar que era sólo de ellos dos. La Felina se sabía deseada (y aquélla era de las pocas certezas que sabía podía usar a su favor) y jugó con ese deseo negro que el Lobo no podía controlar más; le conocía en el alma el fuego que atenazaba sus entrañas, que lo empujaba a ella, gata perezosa que se detenía en el dintel de la puerta sólo para alargar la dulce agonía unos minutos más, para, en efecto, robarle la cordura que hasta entonces mesuraba los actos del aristócrata. Y, cuando parecía que él estaba por cazarla entre las paredes de la sala de estar, Jîldael, en una jugada aún más astuta que la anterior, se escabullía de entre los brazos del Lican para perderse escaleras arriba, rumbo de ese cuarto prohibido tras el que yacía el Infierno en el que se iban a condenar.

Por supuesto, Emerick ya no tenía la fuerza de marcharse…, al menos no aún, y la siguió al segundo piso, atrapándola por fin en los límites de lo público y lo privado. Fue entonces que ambos miraron en la misma dirección. Allí estaba el lecho que pedía la cuenta tanto tiempo postergada. Y allí estaban ellos dos, jugando a ser felices por desesperados, fingiendo que había un futuro y que había esperanza para ambos.

Jîldael no le miró a los ojos (no hubiera soportado el rechazo), pero le cogió la mano y se la besó, diciéndole sin decirle que cruzaba hacia su condena porque él valía cualquier precio que tuviera que pagar. Con sutileza y elegancia, delicada y silenciosa, la Pantera dio un paso dentro del dormitorio y esperó.

Y rezó una vez más, temiendo la respuesta de Dios.


***


Última edición por Jîldael Del Balzo el Sáb Mar 28, 2015 3:51 am, editado 1 vez
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Mensaje por Emerick Boussingaut Miér Mar 25, 2015 6:29 am

”Hay palabras que se retraen, que se niegan, porque tienen demasiado significado para nuestros oídos cansados de palabras.”
José Saramago



Aún a pesar de lo que creía imposible, la forma en que Jîldael respondió a su beso, hizo revivir un trozo de esa parte que él ya creía muerta. Pudo sentir y ser consciente de como su ser era capaz de volver a vibrar, de volver a emocionarse y sentir por la culpa de un beso. Supo entonces que, aún a pesar de no haber dicho palabra alguna, había elegido lo correcto, que aún tenía esperanzas, que su futuro aún podía ser escrito por una pluma diferente y que las páginas de su vida aún no llegaban a su fin.

Le regresó la mirada cuando ella buscó sus ojos y se dejó hacer, se dejó dibujar y unir su frente a la de ella en un gesto tan intimo y tan cómplice como el de dos gotas de agua que se han unido en el mismo cristal para hacer una sola, más grande y poderosa. Se aferró de su cintura, recordando a través de su tacto la perfección de su cuerpo, disfrutando a través de sus ojos la contemplación de su belleza y, por un par de segundos, se sintió afortunado.

Fue entonces cuando sus palabras le confundieron.

¿Fatal y terrible destino? Fatal y terrible destino ¿por qué? No entendía a lo que se refería y una parte de sí le decía que quizás era mejor no entender, mas no hubo tiempo a preguntas cuando ella le tomó de la mano y le arrastró hasta el linde de los jardines para detenerse y mirarle con esos ojos suyos, tan atrayentes y desafiantes, tan magnéticos y tan salvajes que el Duque no pudo resistirse a sus deseos de abrazarla y besarla una vez más, pero ella, tan juguetona y maliciosa, se escabulló de su agarre con una sonrisa coqueta y un contorneo sugerente. Emerick sonrió y se dispuso a seguirla, pero el lobo era desconfiado y sus instintos eran fuertes.

Por una milésima de segundo, una micra, se le pasó por la cabeza que quizás aquello era una emboscada, que ahí, en los mismos lugares que momentos atrás había pisado, se encontraba Charles entre las sombras, esperándole para vengar su desgraciado orgullo. Su nariz actuó más rápido que sus ojos y el lobo olfateó el aire con descaro, buscando en aquel edificio por la huella del Maestre, pero su rastro no se encontraba en casa. Arrugó la nariz ligeramente, con suspicacia, y sólo cuando estuvo seguro, volvió a posar su atención sobre la felina que se escabullía a través de las escaleras, invitándole a seguirle. Lo hizo, le siguió como polilla a luz; ciego, indefenso, entregado, aturdido.

Apresuró el paso, entre ansioso y curioso, con el niño travieso escabulléndosele por entre los poros, hasta agarrarle por uno de sus brazos y hacerle girar para caer en sus brazos en donde ella, en lugar de besarle, miró hacia un costado, haciéndole mirar también. Ahí estaba una habitación, su habitación, con las puertas abiertas y el lecho ligeramente desordenado, como si ella hubiese descansado ahí momentos antes con el propósito y el tiempo necesarios para impregnar las sábanas con su esencia.

Y entonces… el tiempo pareció detenerse.

Su cuerpo sugirió congelarse y las mariposas de su vientre se posaron silenciosas en las paredes sin atrever a moverse. El Lobo mismo se quedó estático, contemplando el lecho como si aquel fuese el dictamen final de su sentencia de vida. Sólo sus ojos se movieron para mirar a la Pantera cuando ella le cogió una mano para besarla y dar un paso hacia el interior de aquel dormitorio, sin mirarle a la cara.

Emerick entreabrió la boca, quería decir tantas cosas, pensaba tantas más, pero ninguna de ellas sonaba coherente, oportuna.

¿Qué estaba haciendo ahí? ¿Qué le había llevado a meterse en ese lugar… en ese momento? Lo sabía, por supuesto que lo sabía, pero no había sido sino hasta ver las sábanas pendencieras gritándole mudamente para reclamarle su destino. Cualquier otro hombre hubiese matado por estar en su lugar en ese momento o le hubiese tratado de idiota por detenerse, por dudar.

El Boussingaut no era y jamás había sido un santo, había buscado también putas luego de que Jîldael, la propia Jîldael, le hubiese abandonado en aquella noche de Luna Llena, pero jamás había intimado con ellas, les había pagado para hacerlo, pero luego él mismo saboteaba sus intentos, haciéndose el borracho, el aburrido, el somnoliento. Con nadie más había compartido el lecho que no fuesen precisamente sus dos anteriores esposas; aquella que habían elegido sus padres y aquella que había elegido él mismo, esa a quien había amado con locura y que, muy lamentablemente, sólo había dejado de respirar hace tan sólo una semana y días atrás. Ambas habían muerto, ambas por su culpa y con la promesa incumplida de una nueva vida en sus entrañas.

Y entonces el cuerpo del Lobo volvió a llenarse de vida, volvió a vibrar y a emocionarse, pero esta vez lo hacía de miedo y rechazo a sí mismo. Una vez más, aquella mañana, sus emociones se dividían en dos caminos tan diferentes y poderosos que parecían desarmarle y destrozarle, despojándole de la poca seguridad que le quedaba. No quería ser un cobarde y tampoco quería quedarse en la oscuridad de quien extraña algo que nunca más tendrá.

Respiró profundo y, sin soltarse de su mano, dio un paso dentro de la habitación, un paso que en verdad era hacia ella, hacia su cuerpo, su persona, la mujer a la que deseaba proteger incluso de sí mismo, a quien volvió a envolver entre sus brazos y besó en la frente, para luego permitirse descansar apoyado en ella, como si de pronto todo el peso que cargaba sobre sus hombros se hiciese demasiado pesado como para soportarlo él solo.

Lamento la pérdida de vuestro hijo… lamento el dolor, la angustia y el miedo que eso os ha llevado a sentirsusurró sobre su frente mientras le acariciaba los cabellos y respiraba desde el aroma de su piel —. Lamento no haber estado con vos cuando lo necesitasteis y no poder sacar de mi boca las palabras precisas… esas que podría sacar en el momento indicado para haceros mía.

Despegó los labios de su frente para aferrarse a un abrazo más intimo, más apretado; para respirar en ese momento de sus cabellos, para esconder sus dedos entre ellos y sentir los latidos de su pecho sobre su carne viva y, ahí, se quedó mudo por instante, un espacio de tiempo en el que sólo pensó en ella, en él y en lo que realmente deseaba construir; para ella, para él.

—Desearía que las cosas hubiesen sido diferentes, desearía que hubieseis llegado antes a mi vida, desearía poder amaros con locura y sin remordimientos. Desearía tantos imposibles que podría llegar a volverme loco, pero no lo haré… enfrentaré mi vida como ha llegado hasta mis días y vos la enfrentaréis conmigo.

Le besó rápidamente en los cabellos y le tomó de ellos mismos para sacarle de su escondite y obligarla a mirarle a los ojos, a enfrentarle directamente y ver a través de ellos la potencia de su sinceridad infinita.

—Quisiera que las palabras pudiesen salir más fácilmente de mi boca, que mi lenguaje de pronto se volviese ilimitado, universal, que pudiese deciros lo que siento con total claridad, pero parece imposible: Lo siento… No puedo… Lo deseo, pero necesito tiempo… tiempo para sanar mis heridas, para daros lo que vos merecéis. No quiero solamente tomar vuestro cuerpo por un placer limitado por las culpas, no quiero disfrutaros pensando en otra mujer, quiero que seas vos, Jîldael y no otra la que guarde en mis recuerdos, la que añore en mi lecho. Ahora lo entiendo, sois como la semilla oculta que se enterró en mi jardín desde el día que os conocí, mas no habéis querido germinar sino hasta que la llama destructiva arrasó con todos mis cultivos y ahora asomáis débil y tímida entre las cenizas, pero ahí estáis, regresándome la esperanza de un nuevo cultivo, tentándome de que tome de ti la cosecha aún cuando os falta echar un poco más de raíces. Os cuidaré, Pantera, os cuidaré aún cuando a vos no os guste que os cuiden. No me apartaré de vuestro lado, pues esto no es un rechazo; podéis hacer conmigo lo que queráis, pues de este momento no tengo mas dueña que vos; podéis mandarme a volar y exiliarme de vuestra presencia, como podéis haceros con mis besos y mis abrazos hasta os canséis de ellos, pues viviré a vuestro lado y pasaré mis noches abrazado a vuestro cuerpo si así lo deseáis, pero por favor, vida que vuelve a mi vida, no me pidáis que os tome de esta manera… no cuando sé que aún puedo daros lo mejor de mi.

Y, por primera vez en todos esos días, se sintió ligero, limpio; como si de pronto se hubiese sacado gran parte de su odio de encima, como si ya no ocultara sus culpas, como si se hubiese desahogado por completo y ya tuviese nada más para perder.


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Mensaje por Jîldael Del Balzo Jue Mar 26, 2015 4:12 am

“Like a river flows surely to the sea,
darling, so it goes
some things are meant to be…”

Elvis Presley.


Cada beso, cada roce de sus manos, cada abrazo, fue un golpe de corriente, una especie de electroshock que les devolvía la vida a ambos; como si ambos hubieran sido espectros antes de ese encuentro. ¿Podría otro haberle devuelto el espíritu o el aliento del mismo modo en que Emerick le devolvía la vida? No. Era un hecho consumado, terrible como de seguro lo es la ira de Dios… Infinito como infinita su Misericordia. Anunciado, como sólo lo puede ser el Destino.

Así era todo lo que le ocurría con el Licántropo. Con ESE en particular. Por eso, un cierto dejo de orgullo le nació en el pecho cuando comprendió que causaba en él lo mismo que experimentaba por él. Era una brizna apenas de ese carácter otrora impulsivo y arrollador, pero le bastaba para volver a sentirse viva. Le bastaba para querer un poco más, para buscar la idea de futuro, sin importar cuál éste fuera.

Pareció que todo, por fin, tomaba su curso natural y que esa tarde saldarían la deuda tantos meses pendiente.

Pero el tiempo se detuvo.

Jîldael le sintió estremecerse y luego congelarse en la entrada de ese dormitorio, sabiendo –como ya lo sabía ella– que dar un paso adelante era cambiar para siempre el curso de su historia. Fue entonces que leyó esa alma canina con absoluta nitidez; temblaba el Lobo, indeciso, amarrado al recuerdo de su verdadero amor, a las dudas naturales que vienen cuando la razón se impone por sobre el corazón, atosigado por ese pasado demasiado cercano, horriblemente doloroso; y se preguntó (y ella lo hizo con él) qué estaban haciendo allí, al borde de ese abismo que amenazaba con arrojarles al Infierno.

Quiso reír. Después de todo, Dios nunca le había escuchado.

Y era que la Felina se había arrojado a ese Hades con un impulso rayano en la locura, sin pensarlo, porque nunca había sido vida para ella más que esa que se vive con riesgos, apostándolo todo y sin temer nunca las consecuencias; había vivido así todos los años de su vida, intensamente, en la brevedad engañosa del presente que no se perpetúa jamás. No pensaba la Pantera, no proyectaba nunca; vivía el hoy, porque había aprendido con lágrimas de sangre que pensar en el mañana era perder el tiempo. Se condenaba y se redimía paso a paso, cuando las consecuencias de sus actos le estallaban en las manos. Y no era diferente esta vez.

Pero él se quedaba, retrocedía en la consciencia culpable de los actos impulsivos que a punto estuvieron de arrebatarle todo cuanto más de humano tenía. La miró fijamente esos segundos; ella no lo hizo, pero lo sabía, sentía sobre sí el peso insondable de su mirada profunda, de su alma desnuda que desnudaba el alma felina frente a él; y cuando la decepción se acomodaba en lo más hondo del corazón de Jîldael para burlarse de ella y de sus fútiles esperanzas, él volvió a romper su destino, dando un paso dentro de ese cuarto que lo transformaba todo, para fundirse con ella en un abrazo que era muerte y vida, todo al mismo tiempo.

La abrazó ya no con el deseo que les quemara la piel, sino con la piedad del que todo lo ha perdido y, sin embargo, padece el dolor de otro que ha perdido todavía más. Invocó la memoria de Demian y Jîldael se desarmó en incontables fragmentos que se dispersaron en el aire de esa minúscula habitación; por unos segundos, le pareció que no respiraba, que moría, que desaparecía entre los brazos del Boussingaut para hacerse aire y nada; mas él no la dejó escapar; por el contrario, la retuvo, con sus palabras, con su abrazo firme, con el anhelo sincero de protegerla incluso de él mismo.

Desearía que las cosas hubiesen sido diferentes, desearía que hubieseis llegado antes a mi vida, desearía poder amaros con locura y sin remordimientos. Desearía tantos imposibles que podría llegar a volverme loco, pero no lo haré… enfrentaré mi vida como ha llegado hasta mis días y vos la enfrentaréis conmigo.

Y con esas palabras, el instante de amor murió. Y con él, murió el deseo y la deuda pendiente aulló, al comprender que seguiría en vilo, que era postergada una vez más, quizás para siempre. Un temblor quedo sacudió a la Cambiante de pies a cabeza y unas cuantas lágrimas silenciosas escaparon de entre sus ojos, cuando él, fiel y admirable, retrocedía porque ése no era el momento. Una parte de sí quiso gritarle, azotarse contra él con todo el dolor y la rabia de los imposibles que se le revolvían en el fondo del alma: la felicidad, el amor, los hijos… todo ellos se regodearon en su dolor y, siendo un dolor máxime, quiso sacudirse de él y golpearlo hasta la muerte…

Pero no lo hizo. Porque, más allá de su ira, de su vacío y de su pérdida, la otra parte de ella supo que el Lobo tenía razón. Y era que Jîldael no quería compartirle con nadie, mucho menos con los fantasmas invencibles que Emerick llevaba a cuestas. Con cada palabra de él, creció en ella el deseo de ser única, valiosa por sí misma, destinada porque era ella y no otra a quien él amaría hasta la muerte y más allá. Odió la memoria de esa esposa que él había elegido con su corazón, a la que se había entregado con absoluta voluntad y devoción, la odió con el infantilismo ridículo de quien llega demasiado tarde, con el egoísmo miserable del que sabe que no tiene la culpa. ¿Acaso no tuvo la Felina una oportunidad única y, saboteadora experta, ella misma había renunciado a tal posibilidad? ¿Con qué cara podía ahora exigir lo que antes se le ofreció libremente?

Y se miró de nuevo y, de nuevo, se halló pobre e indigna. Hubiera querido esconderse en un lugar donde no hubiera luz, donde nadie pudiera mirarla nunca más, pero el Lobo, dominante, no la dejaba huir; le tomó el rostro con suma gentileza y lo alzó hacia sí, obligándola a enfrentarse a él, que le decía que no, cuando sus almas rugían por un sí.

Le besó rápidamente en los cabellos y le tomó de ellos mismos para sacarle de su escondite y obligarla a mirarle a los ojos, a enfrentarle directamente y ver a través de ellos la potencia de su sinceridad infinita.

… Os cuidaré, Pantera, os cuidaré aún cuando a vos no os guste que os cuiden. No me apartaré de vuestro lado, pues esto no es un rechazo; podéis hacer conmigo lo que queráis, pues de este momento no tengo mas dueña que vos; podéis mandarme a volar y exiliarme de vuestra presencia, como podéis haceros con mis besos y mis abrazos hasta os canséis de ellos, pues viviré a vuestro lado y pasaré mis noches abrazado a vuestro cuerpo si así lo deseáis, pero por favor, vida que vuelve a mi vida, no me pidáis que os tome de esta manera… no cuando sé que aún puedo daros lo mejor de mí.

Y él, liviano y limpio, volaba alto y firme lejos de ella, con una promesa en esas alas limpias en que su alma Canina se había transformado.

Mientras que la Felina también era aire, mas no era libre. Consumida en el dolor que nacía del dolor, no era capaz de articularse en un todo, sino más bien era apenas la suma de incontables y minúsculas partículas vinculadas entre sí por la tristeza y el vacío enorme que ocupaba todo el espacio restante de su alma todavía yerta.

Esbozó una sonrisa triste y se estremeció, frágil como una flor que hace frente a una tormenta. Le pareció que su cuerpo no resistiría, pero no decayó, pues aún le restaba algo de nobleza. Por eso, le acarició el rostro; se empinó sobre la punta de sus pies y lo besó una última vez, con lentitud, parsimonia, como si temiera que nunca más pudiera volver a besarlo; era un contacto tan íntimo como triste y desgarrador, casi como el beso del condenado a muerte, antes de subir al patíbulo.

Sois, Lobo mío, más noble, fuerte y digno que yo… Porque yo hubiera saltado al Hades y nos hubiera perdido a ambos, cual Eva que condena a Adán. Pero vos os resististeis… y os lo agradezco, como agradezco vuestras palabras e intenciones y las guardo en lo más íntimo de mi corazón, para que sean el escudo que me proteja de mí misma. Quisiera mereceros, estar a la altura de vuestra merced; mas no lo consigo. — musitó, volviendo a esconderse en su pecho, sabiendo que no resistía la fuerza de su diáfana mirada, ahora que era ella el ángel caído, de negras alas y corazón putrefacto — No sois vos el condenado, sino yo, que ha muerto con el hijo que arrebataron de mis entrañas… Era yo un espectro perdido, hasta que vinisteis (ni siquiera a buscarme) y me encontrasteis y encendisteis una llama en éste mi corazón que muere. Pero es que es una llama tan pequeña y tan frágil que temo vuelva a extinguirse para siempre. Hacéis bien en retroceder; quedaos afuera, Lobo, y vivid por alguien que os merezca, no por mí. — las palabras, inconexas, murieron en su boca amarga; volvió a cogerle las manos y volvió a besarlas una última vez — Idos, por favor. Es lo mejor que puedo daros. Sois libre, vida que vuelves a mi vida, para que seáis mejor aún de lo que ya sois ahora. Os amo, ahora lo sé; y por eso, debéis iros… — lo soltó, renuente, como si al dejarle ir ella volviera un poco más a la Muerte que nunca la había soltado.

Le dio la espalda (no era capaz de mirarle) y unos pasos más allá se arrebujó en el sillón de su cuarto, luchando contra el frío que le atenazaba los músculos, las entrañas y el alma. Por un instante, ridículo y feliz, sintió luz en su corazón. Y ahora, en cambio, en el dolor del rechazo y de su propia miseria, todo volvía a ser obscuro. Deseó que él se fuera, deseó revolcarse en el dolor y la rabia, pero no podía mientras él estuviera allí.

Y el frío se hizo más intenso. Y la noche gobernó su alma indomable.

***
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Mensaje por Emerick Boussingaut Jue Mar 26, 2015 9:20 am

”Los cobardes mueren muchas veces antes de su verdadera muerte; los valientes prueban la muerte sólo una vez.”
William Shakespeare



Pudo ver las lágrimas en sus ojos por aquel momento en el que se miraron, pero había dicho tantas cosas que la causa podía haber sido cualquiera de ellas. Sin embargo, hubo una cuya corazonada fue más fuerte y que le hizo pensar que el motivo de sus lágrimas cristalinas y tristes era por el dolor de la perdida de su hijo y por los errores de los que en ese instante se daba cuenta.

Respondió a su beso con la misma calma y parsimonia que ella ponía en sus caricias, lo tomó como un acto de bienvenida, de aceptación a sus palabras, de mostrarse que estaba de acuerdo, mas nunca como uno de despedida.

No otra vez.

Por ello, cuando las palabras comenzaron a manar como un afluente penoso por la boca desgarrada de la Felina, el Lobo fue una vez víctima del horrible golpe de una sorpresa no deseada. Cada palabra dicha, cada frase, alimentaba aquello que hacía un instante atrás creía haber dejado fuera de esa habitación. Su furia, su odio, crecían a partes iguales; colosales, incontenibles, desastrosos.

No le siguió para volver a contenerla en sus brazos cuando ella se alejó, a cada sílaba dicha, a cada paso dado, la decepción de sus ojos aumentaba como la flama de fuego expandiéndose en el bosque. Esta vez ya no se sentía herido, pues no quedaba nada en él que poder herir, ni siquiera el orgullo; todo, todo se lo había entregado a ella al lanzarse a ese salto que ella tanto le clamaba y que en ese momento ignoraba, como si todo el sacrificio y toda la batalla interna del Duque hubiesen valido lo que el aire.

—Mentirosa… Cobarde…

La verdad salió de su boca como flechas envenenadas en dirección del enemigo, aún cuando Jîldael no era su enemiga, era enemiga de sí misma. Podía ver en ella su mismo reflejo de aquella época en donde él saboteaba todos sus intentos de felicidad, en aquella época en donde deambulando, asesino, por el Cementerio de Montmartre le había conocido y mirado por primera vez a sus ojos de Pantera.

Tuvo ganas de dejarle sola, sin mayor explicación que esas dos palabras. Si el hombre hubiese podido controlar la Luna, hubiese invocado a la Luna Llena en ese mismo instante ¡Qué ganas de transformarse! De ser nuevamente un asesino, de dejarse llevar por la furia de ese lobo blanco que tanto disfrutaba teñirse de rojo en cada una de sus apariciones. Porque sí, tuvo incluso ganas de atacarla y que ella se transformara en pantera para no hacer de ello una lucha dispareja, para que ambos pelearan a muerte como verdaderos enemigos. La odiaba a ella y se odiaba a si mismo y no le importaba ya cuanta sangre se derramase si esa sangre venía de ambos.

—Hipócrita…

Las primeras dos palabras habían sido escupidas con rabia, ésta ultima saboreada en el paladar de su propio infierno, ese que disfrutaba del sufrimiento y la humillación ajenas. Emerick había vuelto a ser el mismo que había tocado a al puerta esa mañana, por un momento se había sentido salvado del abismo de su odio interno y al siguiente volvía a caer en él como lanzado al océano desde un avión y sin paracaídas.

—¡MIRADME!

Rugió su Lobo interior, ese que enseñaba los dientes con ojos refulgentes de horror. Todo su ser lo delataba de esa manera; su postura envarada, sus puños tensos y sus dientes apretados, incluso el cabello de su nuca se había erizado como se eriza el pelo del lomo de un can dispuesto a atacar a cualquier atisbo de desafío.

—No volváis a habladme de esa manera… ¡No se os ocurra creer, por un instante, que aun soy el ingenuo que se traga vuestras palabras sin darse cuenta de vuestra cobardía! —le impelió con su propio dedo, tan imponente como amenazador —Ni siquiera os atrevéis a mentir mirándome a la cara; a decir que me amáis de esa manera… ¿Cómo podéis pretender que os crea una palabra si ni siquiera sois capaz de luchar por ello? Si os derrumbáis a la primera brisa, NO de derrota, sino de ver un camino un poco más difícil. ¿Cómo pudisteis hablad de entenderme, de decid que enfrentaríais a mis enemigos en mi compañía si ni siquiera sois capaz de enfrentaros a vos misma?… ¿De verdad sólo fueron palabras al viento? —preguntó por última vez, dejando marchar sus energías asesinas para dejarse llenar por la derrota —. Prefiero creer que mentís, Jîldael del Balzo, que mentís antes de creer en la cobarde e hipócrita que os habéis convertido.

Dejó caer su mano y respiró profundo una vez más, como si necesitara de ese nuevo soplo de aire para aún mantenerse en pie. De pronto toda su furia se había apagado y sólo que quedaban encendidas en su mente las antorchas tenues de la decepción.

—Os había entregado todo… Una vez más, había dejado todo de lado por estar con vos; mi pasado, mis pesares, mi sangre y mi dolor… promesas rotas, fantasmas añorados… todo, una vez más lanzados a la nada para quedarme sólo con una despedida vuestra.

Resopló cansado y meneó la cabeza, mirándole con reproche por última vez antes de darse la media vuelta. Sin embargo, se detuvo a medio camino, cuando aún podía verle ladeando la cabeza.

—No os rogué la vez anterior y tampoco lo haré esta; pero si antes os comprendí, que sepáis eso no se repetirá en esta.

Y dicho en ello, acabó de darse la media vuelta que antes había quedado inconclusa, para marcharse de una vez, tal y como ella le había pedido, tal como él no habría querido.


Última edición por Emerick Boussingaut el Jue Mar 26, 2015 6:38 pm, editado 1 vez
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