AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
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El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
Recuerdo del primer mensaje :
”Los sentimientos delicados que nos dan la vida yacen entumecidos en la mundanal confusión.”
Goethe
Goethe
Ayer había sido el día en que finalmente había dado con la casa del viejo zorro. Desconocía los motivos, pero el maestro había ido a refugiarse de regreso a Francia, a una vivienda bastante lujosa ubicada en la ciudad de Lyon en dicho país; una construcción que, según sus investigaciones, pertenecía a Valentino de Visconti, un nombre que le sonaba a realeza extranjera, algo que relacionado con el viejo "Noir" ya no le parecía sorprendente.
Se la había pasado todo el día dándole vueltas, pero no se había detenido a meditarlo hasta llegada la noche, mientras se decantó a pensar con una botella de brandi añejo. Si por él hubiera sido, habría llegado como tormenta en medio de la noche, pero no, el maestre no era alguien a quien pudiese intimidar, ni aún cuando se le tomase de sorpresa. Además, no iría a visitarle con intenciones hostiles... ¿o si?... La verdad es que no lo sabía, pero estaba seguro de que, por algún motivo u otro, necesitaba de su ayuda.
Su idea era volver a buscarle para retomar su entrenamiento y hacerse así con las fuerzas y destrezas necesarias para poder acabar con aquella Inquisidora que —literalmente— le había despojado de sus ganas de vida. Pero había descubierto tantas cosas, tantas, durante su estadía en Escocia. Ese viaje que le había llevado de regreso a sus tierras y a la felicidad que hubiese deseado durase para siempre. Por fin se había sentido con las fuerzas necesarias para volver a hurgar entre las reliquias familiares, para visitar parientes lejanos y antiguos amigos de sus padres. Había sido una fotografía y el desgastado diario de su propia madre el que le había delatado. Sino hubiese sido por Lucius y su embarazo, habría partido a Francia de inmediato para exigir sus explicaciones, pero su propia esposa le hizo entender que ya no valía la pena. Sin embargo, en ese momento, cuando ya no tenía a Lucius a su lado, cualquier oportunidad de desahogo le parecía sumamente tentadora y ya no le importaba si tenía más que perder que de ganar.
Se dijo a sí mismo debía relajarse, respirar profundo, terminar de embriagarse y dormir hasta el día siguiente para ir a enfrentarle con el aliento fresco, el alcohol fuera del cuerpo y la cabeza despejada de ideas poco constructivas. Lucius ya se lo había dicho, cuando aún estaba con vida ¿para que revivir fantasmas enterrados si con eso no lograba revivir al muerto?
Caminaba entonces con su mejor pose de caballero, la respiración acompasada y el propósito bien sano de volver a reencontrarse con su maestre para, de una vez por todas, dar por acabado aquel entrenamiento que alguna vez hubieron empezado. Nada más, el resto se lo callaría y lo llevaría hasta la tumba. Lo haría por el bien de ambos y la tranquilidad de su propia madre, quien esperaba estuviese descansando en paz en algún lugar de la inexistencia.
Finalmente dio con la casa cuya dirección tenía anotada y le observó por un momento desde la acera contraria. Parecía bastante lujosa, pero no podía imaginarse al viejo zorro viviendo ahí mucho tiempo, pues lo que había creído conocer de Charles, le decía que él siempre preferiría la libertad del campo, sus frondosas plantaciones y el aroma de la tierra húmeda y cultivada.
Emerick asintió con la cabeza, como si de ese modo se diese la convicción necesaria para enfrentarle, y miró hacia ambos lados antes de cruzar la calle. Aún con el sombrero de copa puesto, llamó a la puerta con su oscuro bastón de noble y roble. Los golpes sonaron con claridad y firmeza, mas no con fiereza, pues él venía hablar de caballero a caballero, o al menos esas fueron sus intenciones hasta que vio la silueta del hombre que esperaba ver acercándose al cristal de la puerta.
Nadie podría haber sido capaz de explicar lo que pasó en ese momento, quizás si algún sacerdote le hubiese visto, sólo podría haber dicho que le había poseído un demonio, pues ni siquiera fue capaz de esperar a que el anciano abriera la puerta para recibirle, cuando el licántropo arrojó su bastón a través de la vidriera de la entrada y abalanzó su propio cuerpo contra el portón, abriéndose paso a la fuerza entre un gran alboroto de cristales y madera.
El lobo quería matar al maestre tanto como quería abrazarlo.
Se la había pasado todo el día dándole vueltas, pero no se había detenido a meditarlo hasta llegada la noche, mientras se decantó a pensar con una botella de brandi añejo. Si por él hubiera sido, habría llegado como tormenta en medio de la noche, pero no, el maestre no era alguien a quien pudiese intimidar, ni aún cuando se le tomase de sorpresa. Además, no iría a visitarle con intenciones hostiles... ¿o si?... La verdad es que no lo sabía, pero estaba seguro de que, por algún motivo u otro, necesitaba de su ayuda.
Su idea era volver a buscarle para retomar su entrenamiento y hacerse así con las fuerzas y destrezas necesarias para poder acabar con aquella Inquisidora que —literalmente— le había despojado de sus ganas de vida. Pero había descubierto tantas cosas, tantas, durante su estadía en Escocia. Ese viaje que le había llevado de regreso a sus tierras y a la felicidad que hubiese deseado durase para siempre. Por fin se había sentido con las fuerzas necesarias para volver a hurgar entre las reliquias familiares, para visitar parientes lejanos y antiguos amigos de sus padres. Había sido una fotografía y el desgastado diario de su propia madre el que le había delatado. Sino hubiese sido por Lucius y su embarazo, habría partido a Francia de inmediato para exigir sus explicaciones, pero su propia esposa le hizo entender que ya no valía la pena. Sin embargo, en ese momento, cuando ya no tenía a Lucius a su lado, cualquier oportunidad de desahogo le parecía sumamente tentadora y ya no le importaba si tenía más que perder que de ganar.
Se dijo a sí mismo debía relajarse, respirar profundo, terminar de embriagarse y dormir hasta el día siguiente para ir a enfrentarle con el aliento fresco, el alcohol fuera del cuerpo y la cabeza despejada de ideas poco constructivas. Lucius ya se lo había dicho, cuando aún estaba con vida ¿para que revivir fantasmas enterrados si con eso no lograba revivir al muerto?
Caminaba entonces con su mejor pose de caballero, la respiración acompasada y el propósito bien sano de volver a reencontrarse con su maestre para, de una vez por todas, dar por acabado aquel entrenamiento que alguna vez hubieron empezado. Nada más, el resto se lo callaría y lo llevaría hasta la tumba. Lo haría por el bien de ambos y la tranquilidad de su propia madre, quien esperaba estuviese descansando en paz en algún lugar de la inexistencia.
Finalmente dio con la casa cuya dirección tenía anotada y le observó por un momento desde la acera contraria. Parecía bastante lujosa, pero no podía imaginarse al viejo zorro viviendo ahí mucho tiempo, pues lo que había creído conocer de Charles, le decía que él siempre preferiría la libertad del campo, sus frondosas plantaciones y el aroma de la tierra húmeda y cultivada.
Emerick asintió con la cabeza, como si de ese modo se diese la convicción necesaria para enfrentarle, y miró hacia ambos lados antes de cruzar la calle. Aún con el sombrero de copa puesto, llamó a la puerta con su oscuro bastón de noble y roble. Los golpes sonaron con claridad y firmeza, mas no con fiereza, pues él venía hablar de caballero a caballero, o al menos esas fueron sus intenciones hasta que vio la silueta del hombre que esperaba ver acercándose al cristal de la puerta.
Nadie podría haber sido capaz de explicar lo que pasó en ese momento, quizás si algún sacerdote le hubiese visto, sólo podría haber dicho que le había poseído un demonio, pues ni siquiera fue capaz de esperar a que el anciano abriera la puerta para recibirle, cuando el licántropo arrojó su bastón a través de la vidriera de la entrada y abalanzó su propio cuerpo contra el portón, abriéndose paso a la fuerza entre un gran alboroto de cristales y madera.
El lobo quería matar al maestre tanto como quería abrazarlo.
Última edición por Emerick Boussingaut el Sáb Ago 01, 2015 11:48 pm, editado 3 veces
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“La ira ofusca la mente, pero hace transparente el corazón”.
Nicolás Tommaseo.
Nicolás Tommaseo.
No se equivocó en lo absoluto cuando sintió el frío invadirle el cuerpo, las entrañas, llenándolo todo a su alrededor como una trampa que se cierne sobre la víctima indefensa. Así, Jîldael era una marioneta en las manos de una voluntad que se aventuraba caprichosa e impredecible; y la Felina se entregaba a ese destino aciago, tratando de encontrar dentro de sí la nobleza y generosidad que sabía que no tendría nunca más. Se repetía una y otra vez, como una especie de mantra, que nunca más volvería a ser noble, ni tan desprendida como en ese momento. Cada palabra, cada acto suyo fueron siempre pensando en el Lobo frente a ella, como una muestra dolorosa y terrible de su propio abandono hacia él, de esa entrega absoluta de lo mejor de sí para que él dispusiere de ella como mejor le pareciera.
Por eso, por todo el amor que depositaba en sus actos fue que las palabras de él le resultaron tan hirientes, tan odiosas.
¿Acaso le llamaba mentirosa? ¿Se atrevía a acusarla de cobarde? ¿De cobarde cuando lo más difícil que había hecho era dejarlo volar libre, sin ataduras, lejos de ella, quien sólo deseaba amarrarlo a su lado para siempre?
Acaso fuera que Emerick no viera la pobreza de su ser; acaso no viera que, siendo mísera y ruin, él había logrado sacar lo mejor de ella y llevárselo para siempre. Por unos segundos, sólo su mirada abyecta reflejaba todo el horror que su alma estaba experimentando; por esos segundos, la Cambiante no luchó, sino que apretó los dientes, cerró los ojos y se dejó herir, convencida de que merecía todo el sufrimiento que le caía encima, como una especie de balanza astral que parecía equilibrar el mundo, cobrado justamente por todo el dolor que causare a tantos otros inocentes.
Le miró, como beata martirizada, cuando él la impelió a gritos. Y hasta ese mismo instante, en que sus miradas se cruzaron, parecía que, por fin, su destino estaba sellado.
Y sin embargo, él habló:
— No volváis a hablarme de esa manera… ¡No se os ocurra creer, por un instante, que aun soy el ingenuo que se traga vuestras palabras sin darse cuenta de vuestra cobardía!… — cuántas cosas le dijo; cuánto daño le hizo y, al mismo tiempo, cuánta vida le devolvió en esos pocos segundos. Otra vez su destino se torcía hacia un futuro absolutamente impredecible, negro y salvaje. A cada bofetada verbal, la Pantera dentro de ella se erguía y se erizaba, lista para saltar sobre el cuello del enemigo que ahora se le plantaba, insolente y desafiante — Prefiero creer que mentís, Jîldael del Balzo, que mentís antes de creer en la cobarde e hipócrita que os habéis convertido. — sentenció el Lobo, tan fúrico como ella.
Si alguien les hubiera observado entonces, habría tenido la impresión de tener frente así a dos titanes mitológicos, a punto de desgarrarse; ¡cuán diferente era la atmósfera que les rodeaba de aquélla que hacía unos momentos era lúgubre y siniestra! Ahora en cambio se teñía del rojo ardiente, no en la pasión, sino en la ira y en el odio que en ambos contendientes se había empozado, como mala hierba de raíces profundas e inamovibles.
Se alzó, cuan larga era del sillón aún antes de que él terminara su discurso infame y le miró, tan distinto de cómo le mirase unos segundos antes. Le había dado lo mejor de sí, lo había protegido de su odio y su vacío y habíase atrevido a confesar la palabra que tanto se había guardado desde que comprendiera, a punta de errores y abandonos, que nunca había amado antes de él.
Y él, ÉL, que había prometido protegerla, que había prometido tomar lo mejor de ella, ahora le increpaba sus actos, los más preciosos y terribles de toda su vida. Y, por eso le odió, con el alma siniestra y envenenada, con la fuerza del Infierno que ella había abierto sólo para sí, embebida del rencor y la decepción.
Y cuando Emerick le dio la espalda y la arrojó fuera de su vida, ¡oh, qué fuerte y orgullosa era la Pantera que se alzaba tras él!
Impiadosa, tremenda, cual marea imparable, corrió tras él, para golpearle o morir en el intento. De un salto, más felino que humano (como todo en ella), se entregó a la ira ciega de su odio y se enredó en un abrazo violento y cruel con Emerick que nada tenía de gentil y sí mucho de destructivo y cataclísmico. La Pantera en ella no midió las consecuencias –nunca las medía, para ser justos–, sino que se azotó como la ola contra el risco, sabiendo que su ímpetu le bastaba para derrumbar al Licántropo que ahora le hería en lo más hondo de su yermo espíritu; tal fue la ira de sus sentimientos, que ambos rodaron, indefectiblemente, escaleras abajo, envueltos en ese contacto íntimo que sólo puede parecerse a la muerte. El golpe fue brutal; una parte de ella sintió que todas sus frágiles costillas se rompían, que sus pulmones le estallaban, que el corazón se rasgaba una y otra vez, que los músculos se le deshacían; pero la Felina que dormía en su cuerpo humano se sacudió, henchida de vida y crueldad; rugió su espíritu, libre y gozoso de tener un motivo para luchar, como si el combate fuera para ella el único y verdadero camino de purificación, como si cada golpe contra Emerick no fuera sino un golpe contra su alma, que le arrancaba las negras marcas que la Muerte le impregnara, como si la piel cayera, cual cáscara bífida para dar paso a una nueva Jîldael. Había sido verdad que sólo el crisol del sufrimiento podía moldearla y hacerla nueva.
Y ese crisol sólo podía manejarlo Emerick. Allí, en el suelo, envuelta en la furia de los golpes, a fin de cuentas, sería el Lobo quien la salvara o la condenara para siempre. Y acaso, como siempre, ya fuera demasiado tarde.
***
Por eso, por todo el amor que depositaba en sus actos fue que las palabras de él le resultaron tan hirientes, tan odiosas.
¿Acaso le llamaba mentirosa? ¿Se atrevía a acusarla de cobarde? ¿De cobarde cuando lo más difícil que había hecho era dejarlo volar libre, sin ataduras, lejos de ella, quien sólo deseaba amarrarlo a su lado para siempre?
Acaso fuera que Emerick no viera la pobreza de su ser; acaso no viera que, siendo mísera y ruin, él había logrado sacar lo mejor de ella y llevárselo para siempre. Por unos segundos, sólo su mirada abyecta reflejaba todo el horror que su alma estaba experimentando; por esos segundos, la Cambiante no luchó, sino que apretó los dientes, cerró los ojos y se dejó herir, convencida de que merecía todo el sufrimiento que le caía encima, como una especie de balanza astral que parecía equilibrar el mundo, cobrado justamente por todo el dolor que causare a tantos otros inocentes.
Le miró, como beata martirizada, cuando él la impelió a gritos. Y hasta ese mismo instante, en que sus miradas se cruzaron, parecía que, por fin, su destino estaba sellado.
Y sin embargo, él habló:
— No volváis a hablarme de esa manera… ¡No se os ocurra creer, por un instante, que aun soy el ingenuo que se traga vuestras palabras sin darse cuenta de vuestra cobardía!… — cuántas cosas le dijo; cuánto daño le hizo y, al mismo tiempo, cuánta vida le devolvió en esos pocos segundos. Otra vez su destino se torcía hacia un futuro absolutamente impredecible, negro y salvaje. A cada bofetada verbal, la Pantera dentro de ella se erguía y se erizaba, lista para saltar sobre el cuello del enemigo que ahora se le plantaba, insolente y desafiante — Prefiero creer que mentís, Jîldael del Balzo, que mentís antes de creer en la cobarde e hipócrita que os habéis convertido. — sentenció el Lobo, tan fúrico como ella.
Si alguien les hubiera observado entonces, habría tenido la impresión de tener frente así a dos titanes mitológicos, a punto de desgarrarse; ¡cuán diferente era la atmósfera que les rodeaba de aquélla que hacía unos momentos era lúgubre y siniestra! Ahora en cambio se teñía del rojo ardiente, no en la pasión, sino en la ira y en el odio que en ambos contendientes se había empozado, como mala hierba de raíces profundas e inamovibles.
Se alzó, cuan larga era del sillón aún antes de que él terminara su discurso infame y le miró, tan distinto de cómo le mirase unos segundos antes. Le había dado lo mejor de sí, lo había protegido de su odio y su vacío y habíase atrevido a confesar la palabra que tanto se había guardado desde que comprendiera, a punta de errores y abandonos, que nunca había amado antes de él.
Y él, ÉL, que había prometido protegerla, que había prometido tomar lo mejor de ella, ahora le increpaba sus actos, los más preciosos y terribles de toda su vida. Y, por eso le odió, con el alma siniestra y envenenada, con la fuerza del Infierno que ella había abierto sólo para sí, embebida del rencor y la decepción.
Y cuando Emerick le dio la espalda y la arrojó fuera de su vida, ¡oh, qué fuerte y orgullosa era la Pantera que se alzaba tras él!
Impiadosa, tremenda, cual marea imparable, corrió tras él, para golpearle o morir en el intento. De un salto, más felino que humano (como todo en ella), se entregó a la ira ciega de su odio y se enredó en un abrazo violento y cruel con Emerick que nada tenía de gentil y sí mucho de destructivo y cataclísmico. La Pantera en ella no midió las consecuencias –nunca las medía, para ser justos–, sino que se azotó como la ola contra el risco, sabiendo que su ímpetu le bastaba para derrumbar al Licántropo que ahora le hería en lo más hondo de su yermo espíritu; tal fue la ira de sus sentimientos, que ambos rodaron, indefectiblemente, escaleras abajo, envueltos en ese contacto íntimo que sólo puede parecerse a la muerte. El golpe fue brutal; una parte de ella sintió que todas sus frágiles costillas se rompían, que sus pulmones le estallaban, que el corazón se rasgaba una y otra vez, que los músculos se le deshacían; pero la Felina que dormía en su cuerpo humano se sacudió, henchida de vida y crueldad; rugió su espíritu, libre y gozoso de tener un motivo para luchar, como si el combate fuera para ella el único y verdadero camino de purificación, como si cada golpe contra Emerick no fuera sino un golpe contra su alma, que le arrancaba las negras marcas que la Muerte le impregnara, como si la piel cayera, cual cáscara bífida para dar paso a una nueva Jîldael. Había sido verdad que sólo el crisol del sufrimiento podía moldearla y hacerla nueva.
Y ese crisol sólo podía manejarlo Emerick. Allí, en el suelo, envuelta en la furia de los golpes, a fin de cuentas, sería el Lobo quien la salvara o la condenara para siempre. Y acaso, como siempre, ya fuera demasiado tarde.
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Localización : Junto a mi Maestre... aquí o allá...
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”La reflexión es el camino hacia la inmortalidad; la falta de reflexión, el camino hacia la muerte.”
Buda
Buda
Es muy conocido el refrán “Del amor al odio hay sólo un paso” y, aún cuando suene muchas veces increíble, hay situaciones que demuestran que puede hacerse realidad en un paso tan simple como decir un par de palabras.
Emerick había amado a sus padres, pero jamás los había extrañado en vida y tampoco después de muertos. El amor que sentía por ellos era uno de esos que a pesar de sentirlo, no se necesita, de esos que funcionan por el poder de la sangre y los buenos recuerdos, mas que por el cariño mismo. Pues uno de los secretos del Boussingaut, y el mismo motivo por el cual había guardado tanto rencor al abandono de Charlemagne hacia sus hijos, era precisamente porque culpaba de ello al carácter a veces agresivo de su madre. El Duque se había criado con un padre ausente y una madre que enseñaba a golpes entremezclados con amor, algo que jamás comprendió y le hizo criarse con ese carácter tan independiente y esa facilidad enorme para cortar en sólo un segundo los lazos afectivos en pos de la razón. Y si había algo que no toleraba en una familia, una pareja o cualquier ambiente de supuesto amor, era precisamente los golpes. Lucius misma había intentado golpearle una vez y él le había sujetado de las manos y advertido con severidad; le había dicho que si acaso llegaba a golpearle una vez, una sola, le perdería para siempre. Y aquella fue una historia que jamás volvió a ocurrir.
Pero esa parte de él, como muchas otras tan nobles y humanas como esa, no sabía aún si acaso había muerto también cortada por esa sierra que día a día volvía a desgarrarle los recuerdos y a gritarle en la cara que se encontraba maldito.
Por otro lado, no estaba preparado. No esperaba ser atacado por la espalda, como ataca el más bajo de los enemigos. Sin embargo, supo en cuanto pudo razonarlo, que aquel intento de ataque había sido tan desganado de dañar que ella se había arrojado a él aún en su más frágil humanidad. Ella, que cuando deseaba matar no dudaba en convertirse en una pantera.
Apenas fue advertido por su oído del sonido presuroso de los pasos ajenos, mas no alcanzó a voltear por completo cuando Jîldael ya se arrojaba contra su espalda para agarrarse de ella y golpearlo con fiereza. Tampoco hubo tiempo de sacársela de encima, pues el escocés, antiguo líder de La Alianza, había sido entrenado duramente en combate cuerpo a cuerpo debido a esa causa y también en el arte de la espada y la ballesta por su origen noble. No era alguien a quien pudiese tomarse fácilmente por sorpresa o alguien que tuviese algo que temer de una batalla. Pero el borde de la escalera le impidió defenderse de manera oportuna, y antes de que pudiese pensar en atacar siquiera, ya estaba cayendo junto a ella en una marejada aterradora de peldaños, muros y un cuerpo ajeno.
Ambos azotaron fieramente contra el piso y rodaron un poco más allá, desenredando sus cuerpos a fuerza de golpe y dolor. Fue Emerick el que reaccionó primero, acostumbrado ya a las batallas a muerte, a las torturas y al dolor, pues aún cuando dolía todo, su cuerpo ya sabía casi de manera automática que no había descanso para la supervivencia y que no había dolor más grande al de ver sufrir infinitamente a un ser amado.
Fue él quien se sentó sobre el piso primero, quien primero miró alrededor y vio a un costado la amenaza (Jîldael) y al otro lado la ventaja.
El Duque había llegado a romper la puerta de entrada con su propio bastón de caballero, un bastón que había arrojado al piso al momento de confrontar a Charles y que el mismo Maestre había dejado junto a la entrada luego de que hubiese recogido todo el desastre dejado. Inmediatamente se lanzó a él para recuperarlo y, en un movimiento ágil, ya tantas veces realizado, le dio la vuelta con ambas manos y desenvainó su espada de plata encubierta, esa que siempre había llevado consigo cuando iba a lugares desconocidos, herencia de su propio padre.
Desenvainó y agitó el filo del sable en dirección de la felina, amenazante a la defensiva, mas no a la ofensiva. Y fue al mirarla, al verla humana, al verla dañada, que comprendió que ella ya le hubiese matado si realmente lo hubiese querido; que sólo le había bastado con haberse transformado antes de arrojarse a él por la espalda y haber dirigido sus fauces abiertas y voraces directamente sobre su cuello. Emerick había cometido un error que en batalla se paga con la vida, había dado la espalda a su enemigo y, sin embargo, aún se encontraba ahí con el vigor de su humanidad todavía consigo.
—¡No! No lo hagáis… —le advirtió con más miedo que amenaza —Os destruiría.
Repitió la misma razón que antes le había dado para no atacar al Maestre, porque efectivamente el Duque temía, mas no lo hacía por su vida. Sabía que en ese momento ya tenía la ventaja, pero no quería matarla y mucho menos quería morir por aquella causa, morir antes de haber intentado siquiera obtener su venganza. La mataría si tenía que hacerlo, si ella le obligaba, pero no quería, se negaba, y lo sabía ahora que entendía que ella tampoco había querido hacerlo.
Emerick había amado a sus padres, pero jamás los había extrañado en vida y tampoco después de muertos. El amor que sentía por ellos era uno de esos que a pesar de sentirlo, no se necesita, de esos que funcionan por el poder de la sangre y los buenos recuerdos, mas que por el cariño mismo. Pues uno de los secretos del Boussingaut, y el mismo motivo por el cual había guardado tanto rencor al abandono de Charlemagne hacia sus hijos, era precisamente porque culpaba de ello al carácter a veces agresivo de su madre. El Duque se había criado con un padre ausente y una madre que enseñaba a golpes entremezclados con amor, algo que jamás comprendió y le hizo criarse con ese carácter tan independiente y esa facilidad enorme para cortar en sólo un segundo los lazos afectivos en pos de la razón. Y si había algo que no toleraba en una familia, una pareja o cualquier ambiente de supuesto amor, era precisamente los golpes. Lucius misma había intentado golpearle una vez y él le había sujetado de las manos y advertido con severidad; le había dicho que si acaso llegaba a golpearle una vez, una sola, le perdería para siempre. Y aquella fue una historia que jamás volvió a ocurrir.
Pero esa parte de él, como muchas otras tan nobles y humanas como esa, no sabía aún si acaso había muerto también cortada por esa sierra que día a día volvía a desgarrarle los recuerdos y a gritarle en la cara que se encontraba maldito.
Por otro lado, no estaba preparado. No esperaba ser atacado por la espalda, como ataca el más bajo de los enemigos. Sin embargo, supo en cuanto pudo razonarlo, que aquel intento de ataque había sido tan desganado de dañar que ella se había arrojado a él aún en su más frágil humanidad. Ella, que cuando deseaba matar no dudaba en convertirse en una pantera.
Apenas fue advertido por su oído del sonido presuroso de los pasos ajenos, mas no alcanzó a voltear por completo cuando Jîldael ya se arrojaba contra su espalda para agarrarse de ella y golpearlo con fiereza. Tampoco hubo tiempo de sacársela de encima, pues el escocés, antiguo líder de La Alianza, había sido entrenado duramente en combate cuerpo a cuerpo debido a esa causa y también en el arte de la espada y la ballesta por su origen noble. No era alguien a quien pudiese tomarse fácilmente por sorpresa o alguien que tuviese algo que temer de una batalla. Pero el borde de la escalera le impidió defenderse de manera oportuna, y antes de que pudiese pensar en atacar siquiera, ya estaba cayendo junto a ella en una marejada aterradora de peldaños, muros y un cuerpo ajeno.
Ambos azotaron fieramente contra el piso y rodaron un poco más allá, desenredando sus cuerpos a fuerza de golpe y dolor. Fue Emerick el que reaccionó primero, acostumbrado ya a las batallas a muerte, a las torturas y al dolor, pues aún cuando dolía todo, su cuerpo ya sabía casi de manera automática que no había descanso para la supervivencia y que no había dolor más grande al de ver sufrir infinitamente a un ser amado.
Fue él quien se sentó sobre el piso primero, quien primero miró alrededor y vio a un costado la amenaza (Jîldael) y al otro lado la ventaja.
El Duque había llegado a romper la puerta de entrada con su propio bastón de caballero, un bastón que había arrojado al piso al momento de confrontar a Charles y que el mismo Maestre había dejado junto a la entrada luego de que hubiese recogido todo el desastre dejado. Inmediatamente se lanzó a él para recuperarlo y, en un movimiento ágil, ya tantas veces realizado, le dio la vuelta con ambas manos y desenvainó su espada de plata encubierta, esa que siempre había llevado consigo cuando iba a lugares desconocidos, herencia de su propio padre.
Desenvainó y agitó el filo del sable en dirección de la felina, amenazante a la defensiva, mas no a la ofensiva. Y fue al mirarla, al verla humana, al verla dañada, que comprendió que ella ya le hubiese matado si realmente lo hubiese querido; que sólo le había bastado con haberse transformado antes de arrojarse a él por la espalda y haber dirigido sus fauces abiertas y voraces directamente sobre su cuello. Emerick había cometido un error que en batalla se paga con la vida, había dado la espalda a su enemigo y, sin embargo, aún se encontraba ahí con el vigor de su humanidad todavía consigo.
—¡No! No lo hagáis… —le advirtió con más miedo que amenaza —Os destruiría.
Repitió la misma razón que antes le había dado para no atacar al Maestre, porque efectivamente el Duque temía, mas no lo hacía por su vida. Sabía que en ese momento ya tenía la ventaja, pero no quería matarla y mucho menos quería morir por aquella causa, morir antes de haber intentado siquiera obtener su venganza. La mataría si tenía que hacerlo, si ella le obligaba, pero no quería, se negaba, y lo sabía ahora que entendía que ella tampoco había querido hacerlo.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“Hay derrotas que tienen más dignidad que la victoria”.
Jorge Luis Borges.
Jorge Luis Borges.
Era evidente que Emerick no había esperado su ataque por la espalda.
Jîldael sabía –no de manera consciente, pero sabía– que había sido del todo ruin al lanzarse de ese modo, sin aviso, sin dar la cara; pero no estaba pensando, la estratega interior parecía haber muerto, dejando en su lugar a una loca salvaje que sólo actuaba por el más primitivo de los instintos. Paradójicamente, se había entregado al dolor, precisamente porque necesitaba escapar del dolor.
Era cierto que nunca pensó en herirle realmente (de haberlo querido en verdad, habría terminado como el neófito de unas noches atrás: despedazado en incontables partes y ella, heraldo de la Muerte a fin de cuentas, teñida en el rojo de la victoria que limita en la locura), pero también era cierto que él le enfurecía, en un sentimiento peligrosamente parecido al odio. Por eso se había lanzado a ese abrazo tan doloroso, ridículo y arriesgado. De alguna forma, poco sana y muy desesperada, necesitaba de los golpes físicos, de una buena pelea cuerpo a cuerpo que le convenciera de que seguía viva, de que aún podía sentir algo que no fuera ese vacío yermo que le calaba hasta los huesos; más aún, pensó que el único que podía darle ello era el Lobo frente a ella.
Pero tal parecía que las cosas nunca irían en la dirección esperada; parecía que, pese a todas las promesas empeñadas, el Lobo nunca le daría lo que necesitaba. En vez de mantener el abrazo violento y de enfrentarla de igual a igual, el Licántropo –que ahora se revelaba como un eximio estratega– se deshizo del fiero contacto y, en unos cuantos y rápidos movimientos, buscó la ventaja que le pusiera a salvo, lejos de ella y de su estupidez. Así pues, ya recuperada la posición vertical, cada músculo tensado en la peligrosa defensa del que sí sabe lo que hace y mucho antes de que Jîldael lo comprendiera, el Duque había cogido un elegante bastón, del cual extrajo una espada con la que le apuntó directamente a ella.
¡Lógico! Si atacas a un Lobo, no esperes que éste se ponga a jugar contigo.
A cada segundo, la Felina se sentía más estúpida y miserable, pero su mirada sólo revelaba rencor y arrogancia. Y, pese a ser evidente la absoluta desventaja de la Felina, Emerick todavía tuvo la cara de amenazarle, como si ella pudiera, de algún curioso e inexplicable modo, poner en riesgo su canina vida:
— ¡No! No lo hagáis… Os destruiría. — masculló él.
Y ella, loca y perdida como estaba, no pudo evitar el terrible ataque de risa. Una risa siniestra, demente, cargada de odio, despojada de toda piadosa humanidad. Hizo un esfuerzo y se calló, para luego ponerse trabajosamente de pie; pese a la incómoda posición, al dolor físico que le laceraba el cuerpo, todavía tuvo presencia de moverse con elegancia gatuna. Una vez de pie, alisó su delgada camisola para descubrir que se había rajado en varias partes, mas nada de ello exponía su intimidad femenina; mejor así, que no se dijera que había ganado una batalla con el artífice ridículo de las señoritas de Corte. Se arregló el cabello también (era, pese a todo, tan vanidosa como esas señoritas que tanto despreciaba) y se dirigió hacia el enemigo, con paso lento, pero firme y decidido, hasta que la espada que él jamás soltó quedó justo frente a su pecho, a la altura de su corazón, a unos milímetros de su piel.
— ¿Pensáis, Lobo, que vos podéis destruirme? ¡Ja! Os aviso que habéis llegado tarde… Nada hay que destruir en mí. La Muerte os ganó la partida, cinco semanas atrás, cuando se llevó a Demian de mi lado. — sentenció, cada vez más furiosa, mientras su cuerpo temblaba, lleno de ira y dolor — ¿Creéis que puedo temer a la Muerte, ahora que lo he perdido todo? Os equivocáis; he querido abrazarle desde el día en que amó demasiado a mi hijo y a mí, en cambio, me despreció y me arrojó a la vida. ¿Creéis que he sido cobarde? ¿Se os ha ocurrido pensar que podría haber acabado yo misma con mi vida en todo este tiempo?… Soy muchas cosas, “Duque”, pero no he sido cobarde jamás, mucho menos he dado espacio en mi corazón a la hipocresía de la que me acusáis. — dio un paso hacia adelante, dejando que la espada se le enterrara en la suave piel; hizo una mueca de dolor, pues la mordedura del acero le quemó más de lo que esperaba y, sin embargo, esbozó una sincera sonrisa; estaba viva, aún podía sentir — Vuestra merced dijo que se donaba a mí, pero que le diera tiempo; y me miré, y me vi desnuda y miserable. Yo hubiera mancillado todos los recuerdos y las promesas por yacer con vos, Emerick Boussingaut, porque el honor, para mí, es una cárcel y una absoluta pérdida de tiempo… Pero vos me enseñasteis que se puede ser honorable por amor a otro, que se abraza esa cárcel voluntariamente, sólo por ese amor al otro. — un paso más, una mueca más — Cada cosa que dije o hice fue pensando en lo que vos deseabais y necesitabais; nunca pensé en mis deseos, porque éstos son egoístas y faltos de toda nobleza… Y mirad cómo ha acabado todo. ¿Creéis que debo morir, Duque? ¿Creéis que os pongo en un terrible peligro? — una sonrisa triste cruzó su faz, pero nunca apartó la mirada fría, acerada, de él — Matadme entonces; ya os he dado la clara ventaja… Pero no digáis que me protegeréis, cuando ni siquiera os molestáis en comprender la profundidad de mi pérdida y mi dolor… No me empujéis a daros lo mejor de mí para luego pisotearlo con vuestro odio y vuestra insatisfacción. Estoy demasiado cansada para ello, Emerick. He perdido demasiadas veces para seguir soportando pérdidas… Si vais a ser noble por memoria de la mujer que, sé, ha sido vuestro verdadero amor, y si vais a exigirme nobleza a mí (que por el contrario siempre he tomado lo que me place, en el momento en que me place), entonces aceptadla como ésta es; tonta, quizás, egoísta, quizás, pero ciertamente sólo por vos, exclusivamente por vos, cargada de todo el imperfecto amor que pudiera daros ahora. Si no os sirve, tomad mi vida, si os place, o marchaos. Pero acabemos esta reyerta hoy. — le exigió, agotada.
Por supuesto, ella le amaba, no había sido mentira cuando lo dijo (aunque a él poco pareció importarle tamaña declaración), pero no pelearía para retenerle. Es más, no combatiría más contra él, bajo ninguna circunstancia, ni para merecerlo, ni para odiarlo. Había sido vencida, a fin de cuentas, por la suma de todos sus dolores, siendo el golpe de gracia la muerte de Demian. Si Emerick no podía ver en ella el mismo dolor que le consumía a él, quizás era mejor aceptar la derrota juntos, aceptar que su mejor oportunidad había muerto el día en que ella le dejó marcharse, y partir cada uno por su lado, aunque esa promesa incumplida aullase por toda la eternidad y le destrozare el alma en cada desgarrador aullido.
Éstas y otras cosas atravesaron sus pensamientos, en esos segundos, a una velocidad inconmensurable, en ese efecto caótico que es la Vida huyendo de la Muerte, luchando por rescatar los latidos del corazón de la quietud eterna, peleando por insuflarse aún en el cuerpo que ahora tan voluntariamente le despreciaba. Había paz en el corazón de la Felina, por primera vez en mucho tiempo; se tentó de cerrar los ojos y entregarse pacíficamente al Hades, pero no lo hizo; si iba a marcharse, quería llevarse ese rostro como el último recuerdo, como lo mas valioso de toda su vida.
Entonces, la espada en su pecho vibró, una vez más.
***
Jîldael sabía –no de manera consciente, pero sabía– que había sido del todo ruin al lanzarse de ese modo, sin aviso, sin dar la cara; pero no estaba pensando, la estratega interior parecía haber muerto, dejando en su lugar a una loca salvaje que sólo actuaba por el más primitivo de los instintos. Paradójicamente, se había entregado al dolor, precisamente porque necesitaba escapar del dolor.
Era cierto que nunca pensó en herirle realmente (de haberlo querido en verdad, habría terminado como el neófito de unas noches atrás: despedazado en incontables partes y ella, heraldo de la Muerte a fin de cuentas, teñida en el rojo de la victoria que limita en la locura), pero también era cierto que él le enfurecía, en un sentimiento peligrosamente parecido al odio. Por eso se había lanzado a ese abrazo tan doloroso, ridículo y arriesgado. De alguna forma, poco sana y muy desesperada, necesitaba de los golpes físicos, de una buena pelea cuerpo a cuerpo que le convenciera de que seguía viva, de que aún podía sentir algo que no fuera ese vacío yermo que le calaba hasta los huesos; más aún, pensó que el único que podía darle ello era el Lobo frente a ella.
Pero tal parecía que las cosas nunca irían en la dirección esperada; parecía que, pese a todas las promesas empeñadas, el Lobo nunca le daría lo que necesitaba. En vez de mantener el abrazo violento y de enfrentarla de igual a igual, el Licántropo –que ahora se revelaba como un eximio estratega– se deshizo del fiero contacto y, en unos cuantos y rápidos movimientos, buscó la ventaja que le pusiera a salvo, lejos de ella y de su estupidez. Así pues, ya recuperada la posición vertical, cada músculo tensado en la peligrosa defensa del que sí sabe lo que hace y mucho antes de que Jîldael lo comprendiera, el Duque había cogido un elegante bastón, del cual extrajo una espada con la que le apuntó directamente a ella.
¡Lógico! Si atacas a un Lobo, no esperes que éste se ponga a jugar contigo.
A cada segundo, la Felina se sentía más estúpida y miserable, pero su mirada sólo revelaba rencor y arrogancia. Y, pese a ser evidente la absoluta desventaja de la Felina, Emerick todavía tuvo la cara de amenazarle, como si ella pudiera, de algún curioso e inexplicable modo, poner en riesgo su canina vida:
— ¡No! No lo hagáis… Os destruiría. — masculló él.
Y ella, loca y perdida como estaba, no pudo evitar el terrible ataque de risa. Una risa siniestra, demente, cargada de odio, despojada de toda piadosa humanidad. Hizo un esfuerzo y se calló, para luego ponerse trabajosamente de pie; pese a la incómoda posición, al dolor físico que le laceraba el cuerpo, todavía tuvo presencia de moverse con elegancia gatuna. Una vez de pie, alisó su delgada camisola para descubrir que se había rajado en varias partes, mas nada de ello exponía su intimidad femenina; mejor así, que no se dijera que había ganado una batalla con el artífice ridículo de las señoritas de Corte. Se arregló el cabello también (era, pese a todo, tan vanidosa como esas señoritas que tanto despreciaba) y se dirigió hacia el enemigo, con paso lento, pero firme y decidido, hasta que la espada que él jamás soltó quedó justo frente a su pecho, a la altura de su corazón, a unos milímetros de su piel.
— ¿Pensáis, Lobo, que vos podéis destruirme? ¡Ja! Os aviso que habéis llegado tarde… Nada hay que destruir en mí. La Muerte os ganó la partida, cinco semanas atrás, cuando se llevó a Demian de mi lado. — sentenció, cada vez más furiosa, mientras su cuerpo temblaba, lleno de ira y dolor — ¿Creéis que puedo temer a la Muerte, ahora que lo he perdido todo? Os equivocáis; he querido abrazarle desde el día en que amó demasiado a mi hijo y a mí, en cambio, me despreció y me arrojó a la vida. ¿Creéis que he sido cobarde? ¿Se os ha ocurrido pensar que podría haber acabado yo misma con mi vida en todo este tiempo?… Soy muchas cosas, “Duque”, pero no he sido cobarde jamás, mucho menos he dado espacio en mi corazón a la hipocresía de la que me acusáis. — dio un paso hacia adelante, dejando que la espada se le enterrara en la suave piel; hizo una mueca de dolor, pues la mordedura del acero le quemó más de lo que esperaba y, sin embargo, esbozó una sincera sonrisa; estaba viva, aún podía sentir — Vuestra merced dijo que se donaba a mí, pero que le diera tiempo; y me miré, y me vi desnuda y miserable. Yo hubiera mancillado todos los recuerdos y las promesas por yacer con vos, Emerick Boussingaut, porque el honor, para mí, es una cárcel y una absoluta pérdida de tiempo… Pero vos me enseñasteis que se puede ser honorable por amor a otro, que se abraza esa cárcel voluntariamente, sólo por ese amor al otro. — un paso más, una mueca más — Cada cosa que dije o hice fue pensando en lo que vos deseabais y necesitabais; nunca pensé en mis deseos, porque éstos son egoístas y faltos de toda nobleza… Y mirad cómo ha acabado todo. ¿Creéis que debo morir, Duque? ¿Creéis que os pongo en un terrible peligro? — una sonrisa triste cruzó su faz, pero nunca apartó la mirada fría, acerada, de él — Matadme entonces; ya os he dado la clara ventaja… Pero no digáis que me protegeréis, cuando ni siquiera os molestáis en comprender la profundidad de mi pérdida y mi dolor… No me empujéis a daros lo mejor de mí para luego pisotearlo con vuestro odio y vuestra insatisfacción. Estoy demasiado cansada para ello, Emerick. He perdido demasiadas veces para seguir soportando pérdidas… Si vais a ser noble por memoria de la mujer que, sé, ha sido vuestro verdadero amor, y si vais a exigirme nobleza a mí (que por el contrario siempre he tomado lo que me place, en el momento en que me place), entonces aceptadla como ésta es; tonta, quizás, egoísta, quizás, pero ciertamente sólo por vos, exclusivamente por vos, cargada de todo el imperfecto amor que pudiera daros ahora. Si no os sirve, tomad mi vida, si os place, o marchaos. Pero acabemos esta reyerta hoy. — le exigió, agotada.
Por supuesto, ella le amaba, no había sido mentira cuando lo dijo (aunque a él poco pareció importarle tamaña declaración), pero no pelearía para retenerle. Es más, no combatiría más contra él, bajo ninguna circunstancia, ni para merecerlo, ni para odiarlo. Había sido vencida, a fin de cuentas, por la suma de todos sus dolores, siendo el golpe de gracia la muerte de Demian. Si Emerick no podía ver en ella el mismo dolor que le consumía a él, quizás era mejor aceptar la derrota juntos, aceptar que su mejor oportunidad había muerto el día en que ella le dejó marcharse, y partir cada uno por su lado, aunque esa promesa incumplida aullase por toda la eternidad y le destrozare el alma en cada desgarrador aullido.
Éstas y otras cosas atravesaron sus pensamientos, en esos segundos, a una velocidad inconmensurable, en ese efecto caótico que es la Vida huyendo de la Muerte, luchando por rescatar los latidos del corazón de la quietud eterna, peleando por insuflarse aún en el cuerpo que ahora tan voluntariamente le despreciaba. Había paz en el corazón de la Felina, por primera vez en mucho tiempo; se tentó de cerrar los ojos y entregarse pacíficamente al Hades, pero no lo hizo; si iba a marcharse, quería llevarse ese rostro como el último recuerdo, como lo mas valioso de toda su vida.
Entonces, la espada en su pecho vibró, una vez más.
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 09/09/2011
Localización : Junto a mi Maestre... aquí o allá...
DATOS DEL PERSONAJE
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Datos de interés:
Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”El Odio es un borracho al fondo de una taberna, que constantemente renueva su sed con la bebida.”
Charles Baudelaire
Charles Baudelaire
La risotada escapó estridente y fantasmal desde la boca de la fémina y el eco de la carcajada se transformó en un escalofrío gélido que recorrió la espalda del Duque, como el peor de los augurios de horror. Había comprendido pues, en ese momento, el cierto grado de locura que la mujer que tenía ante sus ojos cargaba en su mirada, prueba irrefutable de que la Pantera se encontraba tan rota como él.
Mas no hubo contemplación en la postura del Lobo que no bajó su espada, ya que aún cuando sus ojos rogaban porque no se acercara, sus manos no dudaban siquiera un segundo en mantenerse firme. Sabía su cerebro exactamente lo que tenía que hacer, pues el escocés no temía realmente por su muerte, sino porque en verdad no quería matarle a ella, pero sabía que lo haría si acaso ella atentaba contra su propia vida. Él viviría, cueste lo que cueste, para ver cumplida la venganza que ya había iniciado por la vida de su familia.
Le observó ponerse de pie lentamente y acomodarse la poca ropa que llevaba para recuperar su postura digna y altiva y, por un momento, le recordó a Lucius.
Su esposa siempre había mantenido una apariencia altiva y superficial ante los ojos del resto, e incluso de él mismo cuando ésta se molestaba por algo, pero esa era una de las cosas que más amaba de ella, que más le atraía. Era peligrosa, y cualquiera que le mirase a los ojos lo sabía, esos hermosos ojos grises. Sin embargo, con él siempre había sido diferente, él siempre había tenido un trato especial, distinto. Era como si ella bajase todas sus caretas ante él, como si él lograse desarmar sus barreras cada vez que estaban juntos y a solas, y aún cuando volviese a ponérselas en presencia del resto, siempre hacía notar la diferencia. Pero aquello tampoco había sido fácil y siempre había sido un desafío, y el conjunto de ambas cosas había sido, a fin de cuentas, lo que le había hecho enamorarse tan perdidamente de esa cabrona, “su cabrona”.
Pero Jîldael no era Lucius y sus siguientes palabras lo dejaron en claro, pero aun cuando no compararles no hubiese sido saludable para su cabeza, darse cuenta de la gran diferencia entre ellas le dolió en el alma. Por un segundo había creído que podía tener un poco de Lucius de regreso, pero esa vaga esperanza se le escapó como aire entre los dedos, mientras que la propia razón le decía que era mejor de aquella manera.
Su cabeza regresó a la Tierra justo en el momento preciso en el que ella se detenía ante él, rozando su pecho con la espada, mas el Duque, una vez más, no bajó la guardia. El miedo de matarla, de herirla, se esfumaba lentamente a cada palabra que fluía rabiosa desde la boca de la pantera herida, demostrando que muy a pesar de todo, seguía manteniendo su ego demasiado alto, pero ¿quién era él para hablar de egos ajenos?
Le escuchó en silencio y quietud, de la manera más respetuosa que pudo, sin llegar a bajar la espada que lentamente se enterraba en el pecho de la mujer, producto de su propia locura, quemándose a sí misma con el filo de la plata. Emerick acababa de cegar a los ojos del corazón con una delgada y débil cortina de indiferencia. Había comprendido que Jîldael estaba demasiado herida como para actuar con sensatez y que a cada paso suyo, cada centímetro que se acercaba, se convertía en una amenaza que era más enemiga de su conciencia que de su cuerpo.
Sintió el filo de su espada clavarse en el pecho de ella y, aun cuando dudó por un momento, no bajó, ni retiró el arma, mas sus ojos viajaron inevitablemente hacia la herida que sabía había provocado. Vio como la plata no sólo atravesaba su delgada piel sino que también la quemaba a su paso, dificultando un poco el pasar de la sangre que rugía por teñir su pecho y reclamar su territorio.
Por un momento tuvo ganas de matarla, de acabar con su sufrimiento, de dejarla viajar libre hacia el cielo infinito en compañía de su hijo y que dejase de vivir la tan miserable vida de la que se quejaba como si fuese una verdadera mártir por seguirla viviendo. Matar por piedad, algo que él ya antes había hecho por la mujer que amaba, pero que en este caso concluyó que no lo merecía.
Las orbes del Duque se habían oscurecido notoriamente, como dos perlas azuladas que de pronto se confundían con el negro. Sin embargo, cuando buscó mirarle a los ojos, vio en ellos la misma frialdad que seguramente era también el reflejo de los suyos. Si bien Jîldael seguía haciéndole sentir cosas que por otras mujeres no sentía, las ganas de protegerla se habían esfumado a través de la misma imprudencia de ella al clavarse contra su espada, como si por medio de ello quisiera intimidarle o buscar su piadosa debilidad, pero —aun cuando no lo veía el Duque— él también tenía ya un poco de locura en su ira ciega, en su dolor sordo, en su pérdida muda.
Entonces Emerick, sin pensar siquiera en las consecuencias, empuñó la espada aún con más fuerza y presionó ligeramente el filo de plata contra el pecho de la felina, haciendo que ésta se enterrara un poco más en su piel, hasta clamar el ardor de la carne quemándose en su interior. Quería demostrarle que él no se intimidaba y que ya tampoco guardaba piedad alguna, que si debía de matarla lo haría, mas no porque ella se lo pidiera.
— Fui yo quien se supo hacer con la ventaja, vos no me habéis dado nada.
Y tuvo ganas, realmente tuvo ganas de matarla, pues aún cuando sus manos temblaron, lo hicieron por la contención de ese impulso asesino de atravesarla, de cruzarle el corazón con el filo de la plata. Pero aún cuando el asesino rugía en su interior, el peso de su conciencia luchaba pesadamente por caer sobre sus actos, haciendo que finalmente el mismo Duque retirara la espada de su pecho y la arrojara al suelo en el mismo movimiento, antes de tomarle a ella del cuello y azotarle contra la pared.
—Os llenáis la boca con el dolor de la pérdida, pero jamás habéis pensado en hacer que valga la pena.
Le espetó con rabia y la dejó libre, alejándose de ella sin quitarle la mirada de encima aun cuando ya no le veía como una amenaza.
—Comprendo, claro que comprendo la profundidad de vuestra pérdida y dolor. Lo comparo al mío propio, aquel que tuve con el primer hijo perdido, mas no con el segundo y es que ese probablemente jamás sabrías como se siente. Ni siquiera yo he sido capaz de comprenderlo y eso es lo más terrible. Yo los maté, Pantera, a mi esposa y a mi hijo, y esta vez conscientemente.
Asintió con la cabeza, sintiendo como el dolor de aceptarlo en voz alta le quemaba la garganta. Jamás lo había dicho ante nadie, ni siquiera cuando había pedido la ayuda de otros para asaltar la caravana de la Inquisición: “Los asesinaron” fue siempre lo que dijo, “La Inquisición” fue el culpable que encontró en el sonido de su propia lengua cuando lo sucedido acudía a su relato.
Desvió la mirada de la felina, antes que las lágrimas se hicieran imposibles de esconder. Retrocedió lentamente y con pesar hasta palpar con su cuerpo la muralla que tenía a su espalda, y ahí se dejó caer; destruido, derrotado, como el más débil de los hombres, ya incapaz de luchar ni siquiera con las palabras.
—Duele en el alma… —continuó con la mirada clavada en el suelo que antes hubo limpiado el Maestre de cristales rotos —pero lo que más duele es darme cuenta que no puedo sentir remordimiento por ello… querer sentirlo… y no poder. Porque en el fondo de mi cabeza sé que hice lo correcto, sé que lo mejor fue haberlos matado yo con la rapidez y piedad que sólo quien les ama les podía dar, en lugar de dejarles perecer ante la impiedad y tortura infinita de la Inquisición.
Fue en ese momento que el Duque estiró ambas manos, dejando sus palmas mirar hacia el cielo, para que quedasen a la vista de la francesa, en donde primera vez le permitió ver la atrocidad de sus cicatrices, de la marca de la plata que le había rajado las manos casi por completo y en donde aún se podía apreciar la batalla que la magia curativa sostenía contra la maldición de ese metal plateado que para ellos era letal.
—Yo hice esto también; para salvarlos, para matarlos.
Y dejó caer las manos del mismo modo que había dejado caer su mirada, su orgullo y su presencia. Ya poco le importaba que con ello bajara también la guardia, pues ya una vez se había destrozado a sí mismo, dejando que la hambrienta tortura le comiera la conciencia. Así el dolor ya no sólo se hacía espiritual, sino que también pasaba a ser físico, por lo que el Duque acabó por agarrarse la cabeza con ambas manos; dolía, dolía fuertemente, como la peor de las jaquecas, como le pasaba frecuentemente, cada vez que su cerebro se esforzaba a niveles desmesurados por entender y canalizar lo que verdaderamente había ocurrido, para intentar obligar a la razón y a los sentimientos fluir por mismo curso.
—Quisiera llorarlos —habló con dificultad —, poder sufrir su luto como vos sufrís, quisiera sentirme culpable con certeza ó saber que fui su salvador aunque en verdad duela, pero no puedo… Por más que lo intento no puedo sentir, no puedo saber… no puedo entender, ni explicármelo a mi mismo; siento, pero no sé ó sé, pero no siento. Lo único que siento de verdad es que esto me está matando, que me estoy volviendo loco… Temo de mi mismo, en lo que me estoy convirtiendo, en no poder volver atrás. Siento tanto odio con tanta facilidad que asusta.
Se frotó los costados de su frente, apretando los párpados, antes de acabar presionando su cabeza también. Deseaba desaparecer por un momento, moverse a su cama con la velocidad del pensamiento y hacer callar a todo el mundo, pero aún tenía que enfrentar lo que él mismo había ido a buscar, lo que ya había iniciado a través de sus confesiones.
—Por un momento también quise mataros, a vos y también a Charles cuando estuvo conmigo, y no sois los únicos, tampoco lo han sido mis enemigos. No es un odio que pueda canalizar para hacerlo mi aliado, es algo que es más que fuerte que yo. Así que ya sabéis la verdad, Pantera, estoy roto, descompuesto. Soy incapaz de prometeros que no os pisotearé con mi odio aún cuando me entreguéis lo mejor de vos.
Esa era la verdad, la dolorosa verdad. Aún cuando el Duque hubiese intentado doblegar su destino a través de sus besos, su odio había permanecido ahí, latente, esperando a la primera oportunidad en su destino por salir airoso una vez más, por reclamar la vida de otros como posesión suya, pues aún cuando no les reclamase con su muerte, a muchos les destrozaba el alma.
Mas no hubo contemplación en la postura del Lobo que no bajó su espada, ya que aún cuando sus ojos rogaban porque no se acercara, sus manos no dudaban siquiera un segundo en mantenerse firme. Sabía su cerebro exactamente lo que tenía que hacer, pues el escocés no temía realmente por su muerte, sino porque en verdad no quería matarle a ella, pero sabía que lo haría si acaso ella atentaba contra su propia vida. Él viviría, cueste lo que cueste, para ver cumplida la venganza que ya había iniciado por la vida de su familia.
Le observó ponerse de pie lentamente y acomodarse la poca ropa que llevaba para recuperar su postura digna y altiva y, por un momento, le recordó a Lucius.
Su esposa siempre había mantenido una apariencia altiva y superficial ante los ojos del resto, e incluso de él mismo cuando ésta se molestaba por algo, pero esa era una de las cosas que más amaba de ella, que más le atraía. Era peligrosa, y cualquiera que le mirase a los ojos lo sabía, esos hermosos ojos grises. Sin embargo, con él siempre había sido diferente, él siempre había tenido un trato especial, distinto. Era como si ella bajase todas sus caretas ante él, como si él lograse desarmar sus barreras cada vez que estaban juntos y a solas, y aún cuando volviese a ponérselas en presencia del resto, siempre hacía notar la diferencia. Pero aquello tampoco había sido fácil y siempre había sido un desafío, y el conjunto de ambas cosas había sido, a fin de cuentas, lo que le había hecho enamorarse tan perdidamente de esa cabrona, “su cabrona”.
Pero Jîldael no era Lucius y sus siguientes palabras lo dejaron en claro, pero aun cuando no compararles no hubiese sido saludable para su cabeza, darse cuenta de la gran diferencia entre ellas le dolió en el alma. Por un segundo había creído que podía tener un poco de Lucius de regreso, pero esa vaga esperanza se le escapó como aire entre los dedos, mientras que la propia razón le decía que era mejor de aquella manera.
Su cabeza regresó a la Tierra justo en el momento preciso en el que ella se detenía ante él, rozando su pecho con la espada, mas el Duque, una vez más, no bajó la guardia. El miedo de matarla, de herirla, se esfumaba lentamente a cada palabra que fluía rabiosa desde la boca de la pantera herida, demostrando que muy a pesar de todo, seguía manteniendo su ego demasiado alto, pero ¿quién era él para hablar de egos ajenos?
Le escuchó en silencio y quietud, de la manera más respetuosa que pudo, sin llegar a bajar la espada que lentamente se enterraba en el pecho de la mujer, producto de su propia locura, quemándose a sí misma con el filo de la plata. Emerick acababa de cegar a los ojos del corazón con una delgada y débil cortina de indiferencia. Había comprendido que Jîldael estaba demasiado herida como para actuar con sensatez y que a cada paso suyo, cada centímetro que se acercaba, se convertía en una amenaza que era más enemiga de su conciencia que de su cuerpo.
Sintió el filo de su espada clavarse en el pecho de ella y, aun cuando dudó por un momento, no bajó, ni retiró el arma, mas sus ojos viajaron inevitablemente hacia la herida que sabía había provocado. Vio como la plata no sólo atravesaba su delgada piel sino que también la quemaba a su paso, dificultando un poco el pasar de la sangre que rugía por teñir su pecho y reclamar su territorio.
Por un momento tuvo ganas de matarla, de acabar con su sufrimiento, de dejarla viajar libre hacia el cielo infinito en compañía de su hijo y que dejase de vivir la tan miserable vida de la que se quejaba como si fuese una verdadera mártir por seguirla viviendo. Matar por piedad, algo que él ya antes había hecho por la mujer que amaba, pero que en este caso concluyó que no lo merecía.
Las orbes del Duque se habían oscurecido notoriamente, como dos perlas azuladas que de pronto se confundían con el negro. Sin embargo, cuando buscó mirarle a los ojos, vio en ellos la misma frialdad que seguramente era también el reflejo de los suyos. Si bien Jîldael seguía haciéndole sentir cosas que por otras mujeres no sentía, las ganas de protegerla se habían esfumado a través de la misma imprudencia de ella al clavarse contra su espada, como si por medio de ello quisiera intimidarle o buscar su piadosa debilidad, pero —aun cuando no lo veía el Duque— él también tenía ya un poco de locura en su ira ciega, en su dolor sordo, en su pérdida muda.
Entonces Emerick, sin pensar siquiera en las consecuencias, empuñó la espada aún con más fuerza y presionó ligeramente el filo de plata contra el pecho de la felina, haciendo que ésta se enterrara un poco más en su piel, hasta clamar el ardor de la carne quemándose en su interior. Quería demostrarle que él no se intimidaba y que ya tampoco guardaba piedad alguna, que si debía de matarla lo haría, mas no porque ella se lo pidiera.
— Fui yo quien se supo hacer con la ventaja, vos no me habéis dado nada.
Y tuvo ganas, realmente tuvo ganas de matarla, pues aún cuando sus manos temblaron, lo hicieron por la contención de ese impulso asesino de atravesarla, de cruzarle el corazón con el filo de la plata. Pero aún cuando el asesino rugía en su interior, el peso de su conciencia luchaba pesadamente por caer sobre sus actos, haciendo que finalmente el mismo Duque retirara la espada de su pecho y la arrojara al suelo en el mismo movimiento, antes de tomarle a ella del cuello y azotarle contra la pared.
—Os llenáis la boca con el dolor de la pérdida, pero jamás habéis pensado en hacer que valga la pena.
Le espetó con rabia y la dejó libre, alejándose de ella sin quitarle la mirada de encima aun cuando ya no le veía como una amenaza.
—Comprendo, claro que comprendo la profundidad de vuestra pérdida y dolor. Lo comparo al mío propio, aquel que tuve con el primer hijo perdido, mas no con el segundo y es que ese probablemente jamás sabrías como se siente. Ni siquiera yo he sido capaz de comprenderlo y eso es lo más terrible. Yo los maté, Pantera, a mi esposa y a mi hijo, y esta vez conscientemente.
Asintió con la cabeza, sintiendo como el dolor de aceptarlo en voz alta le quemaba la garganta. Jamás lo había dicho ante nadie, ni siquiera cuando había pedido la ayuda de otros para asaltar la caravana de la Inquisición: “Los asesinaron” fue siempre lo que dijo, “La Inquisición” fue el culpable que encontró en el sonido de su propia lengua cuando lo sucedido acudía a su relato.
Desvió la mirada de la felina, antes que las lágrimas se hicieran imposibles de esconder. Retrocedió lentamente y con pesar hasta palpar con su cuerpo la muralla que tenía a su espalda, y ahí se dejó caer; destruido, derrotado, como el más débil de los hombres, ya incapaz de luchar ni siquiera con las palabras.
—Duele en el alma… —continuó con la mirada clavada en el suelo que antes hubo limpiado el Maestre de cristales rotos —pero lo que más duele es darme cuenta que no puedo sentir remordimiento por ello… querer sentirlo… y no poder. Porque en el fondo de mi cabeza sé que hice lo correcto, sé que lo mejor fue haberlos matado yo con la rapidez y piedad que sólo quien les ama les podía dar, en lugar de dejarles perecer ante la impiedad y tortura infinita de la Inquisición.
Fue en ese momento que el Duque estiró ambas manos, dejando sus palmas mirar hacia el cielo, para que quedasen a la vista de la francesa, en donde primera vez le permitió ver la atrocidad de sus cicatrices, de la marca de la plata que le había rajado las manos casi por completo y en donde aún se podía apreciar la batalla que la magia curativa sostenía contra la maldición de ese metal plateado que para ellos era letal.
—Yo hice esto también; para salvarlos, para matarlos.
Y dejó caer las manos del mismo modo que había dejado caer su mirada, su orgullo y su presencia. Ya poco le importaba que con ello bajara también la guardia, pues ya una vez se había destrozado a sí mismo, dejando que la hambrienta tortura le comiera la conciencia. Así el dolor ya no sólo se hacía espiritual, sino que también pasaba a ser físico, por lo que el Duque acabó por agarrarse la cabeza con ambas manos; dolía, dolía fuertemente, como la peor de las jaquecas, como le pasaba frecuentemente, cada vez que su cerebro se esforzaba a niveles desmesurados por entender y canalizar lo que verdaderamente había ocurrido, para intentar obligar a la razón y a los sentimientos fluir por mismo curso.
—Quisiera llorarlos —habló con dificultad —, poder sufrir su luto como vos sufrís, quisiera sentirme culpable con certeza ó saber que fui su salvador aunque en verdad duela, pero no puedo… Por más que lo intento no puedo sentir, no puedo saber… no puedo entender, ni explicármelo a mi mismo; siento, pero no sé ó sé, pero no siento. Lo único que siento de verdad es que esto me está matando, que me estoy volviendo loco… Temo de mi mismo, en lo que me estoy convirtiendo, en no poder volver atrás. Siento tanto odio con tanta facilidad que asusta.
Se frotó los costados de su frente, apretando los párpados, antes de acabar presionando su cabeza también. Deseaba desaparecer por un momento, moverse a su cama con la velocidad del pensamiento y hacer callar a todo el mundo, pero aún tenía que enfrentar lo que él mismo había ido a buscar, lo que ya había iniciado a través de sus confesiones.
—Por un momento también quise mataros, a vos y también a Charles cuando estuvo conmigo, y no sois los únicos, tampoco lo han sido mis enemigos. No es un odio que pueda canalizar para hacerlo mi aliado, es algo que es más que fuerte que yo. Así que ya sabéis la verdad, Pantera, estoy roto, descompuesto. Soy incapaz de prometeros que no os pisotearé con mi odio aún cuando me entreguéis lo mejor de vos.
Esa era la verdad, la dolorosa verdad. Aún cuando el Duque hubiese intentado doblegar su destino a través de sus besos, su odio había permanecido ahí, latente, esperando a la primera oportunidad en su destino por salir airoso una vez más, por reclamar la vida de otros como posesión suya, pues aún cuando no les reclamase con su muerte, a muchos les destrozaba el alma.
Última edición por Emerick Boussingaut el Lun Mar 30, 2015 9:25 am, editado 2 veces
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“Si conociéramos el verdadero fondo de todo tendríamos compasión hasta de las estrellas”.
Graham Greene.
Graham Greene.
Hubo un segundo, un pestañeo apenas en que supo que él contempló matarla; y ella se habría entregado dócilmente a los brazos de Hades. Pero ni Emerick empujó la espada ni ella dio otro paso. Habíase congelado en ese punto exacto en que se deja de sentir, por tanto dolor que se siente.
Y el Universo palpitó entonces, expectante, ansioso, a que uno de ellos hiciera o deshiciera; así de terrible era la espada marcando para siempre el perfecto cuerpo de la Felina. Cuando el escozor anunció la terrible quemadura, comprendió la joven que la espada era de plata y que una cicatriz imborrable le recordaría ese momento por el resto de su vida; y se sintió orgullosa de ello, y amó aún más –si era posible en la irracionalidad de sus actos– ese segundo fuera del tiempo.
Mas como siempre, él rompía la burbuja de quietud y desataba la tormenta que eran ellos dos, increpándole triunfos que no merecía, como la ventaja que nunca le había dado. La Pantera le miró, fría, orgullosa, y guardó tozudo silencio, mientras por el contrario Emerick parecía ahogarse con las palabras que brotaban a torrentes por su boca, salpicando de odio todo el espacio conocido. Y a cada dura palabra, Jîldael daba un paso en su introspección, ahogando la deuda que aullaba, renegando de él y los sentimientos que hasta unos momentos le provocare con tanta violencia. En su silencio tenaz, rabió contra él y quiso azotarle contra las paredes, pero estaba tan adentro, tan lejos, tan indiferente, que parecía nunca más habría un puente entre ellos.
Fue el dolor, y no otra cosa, quien construyó el puente. Acaso el Universo mismo no soportara el aullido eterno de esa deuda sin saldar, su llanto rasgando las estrellas hasta el fin de los tiempos parecía, después de todo, algo inconcebible.
Por eso vino el dolor, porque sólo el dolor templa, educa y pacifica. Si alguna vez Jîldael había dudado de las palabras de su padre, ahora daba toda la razón a Jean. Lo comprendió en el instante en que Emerick tuvo que apartar su mirada de la de ella, como si verla fuera dar paso ahora al torrente de lágrimas que con estoica fortaleza aún mantenía en la cárcel de sus párpados. Había sido fuerte y no lloró, pero, ¡qué viejo y abatido lucía entonces! Y ella supo, en su corazón, en su alma infantil y advenediza, que Emerick la convertiría en alguien única, poniendo en sus manos un secreto que guardaba incluso de sí mismo. Y tembló de miedo, de no estar a la altura, pues como siempre una vez más se halló desnuda y se encontró pobre. Mas no retrocedió, no escapó de su destino, ni de ese momento, maravilloso y tremendo, en que Emerick le entregaba lo más negro de su alma a ella, únicamente a ella, precisamente a ella.
Destruido, como sólo puede estarlo quien ha perdido lo que más ama, se dejó caer cual muñeco de trapo, con la fría pared abrazando su espalda, sosteniendo su cansancio, soportando su terrible y destrozado peso; y en esa ridiculez de lo inconexo, en ese esfuerzo de ser vida en medio de la muerte, Jîldael odió a la pared con toda su alma por ser la que acogiera el dolor de su Lobo; sin embargo, no se movió; no aún. Quizás, nunca podría moverse otra vez.
— … Quisiera llorarlos, — admitió como una derrota que repicaría como campana en las orbes de la eternidad — poder sufrir su luto como vos sufrís, quisiera sentirme culpable con certeza de que fui su salvador aunque en verdad duela, pero no puedo… — y era verdad, entendió la Felina, que él deseaba recuperar el dolor, porque así sabría que estaba vivo, que era normal sufrir, porque habría conservado (parecía hábito lobuno) lo más precioso de su humanidad, esa misma que ahora sentía tan lejos de sí, tal y como las palabras se lo demostraban a la joven.
Por eso le oyó con reverencial silencio, mientras en su corazón aquella débil e insignificante llamita de luz volvía a brillar, apenas más fuerte, apenas más segura, pero tan cálida y amable como siempre, en tanto el Licántropo dejaba fluir todo su odio, su rencor y su miedo, para que fuera ella, privilegiada, quien los acogiera e hiciera con ellos lo que mejor le placiera
Pero Jîldael, la Jîldael de siempre, estaba demasiado adentro de sí misma, demasiado rota en demasiados e incontables trozos, azotada una y otra vez por la desgracia inminente, por la fatalidad, por la Muerte que parecía tenerle una saña que superaba incluso al odio enconado de su padre. ¿Cómo podía ella traerlo de vuelta al Lobo si estaba tan rota como él?
Y entonces, por primera vez en todo ese día, Jîldael comprendió que estaba siendo una soberana y estúpida cría. Quiso reírse de sí misma, de su autocompasión, de su imbecilidad consumada. Era tan evidente, tan palpable que nunca había padecido un dolor así, que se sintió tonta (¡y cómo odiaba ella sentirse tonta!); nunca –Dios lo permitiera jamás– había tenido que segar una vida por amor. ¿Acaso ella habría cogido la espada para ahorrarle dolor a Charles? Se sabía demasiado egoísta, sabía que buscaría la fantasía del milagro antes que soltarle en los brazos de la Muerte… ¿No había sido así con Demian? ¿No había esperado, hasta el final, cuando Valentino salvaba su vida, que fuera su hijo quien resistiera, incluso cuando ella misma entendía que no era en absoluto posible esperar algo así? Comprendió de golpe, como una terrible bofetada a su orgullo malsano, que Emerick siempre sería mejor que ella (más noble, más puro, más fuerte) y que si alguna vez, en alguna imposible posibilidad, quería poder merecerlo, entonces tenía que soltar todo lo demás –absolutamente todo– y donarse por entero a él, ciegamente, y sin reparos.
Pero, ¿iba a hacerlo? ¿Merecía semejante precio? Aún podía huir más dentro de sí misma, encerrarse en el egoísmo de la desgracia personal y hacer oídos sordos, para siempre, a las demandas del varón frente a ella. Todavía podía darse la vuelta y, sin la menor palabra, encerrarse en su dormitorio diezmando para siempre cualquier futuro juntos; después de todo, ¿no había hecho ya el Hombre–Lobo esa elección cuando se negó a rescatarla de su dolor, unos momentos antes, y pretendió marcharse de la mansión? Pero, y contrariamente, ¿no había dicho ella misma que no necesitaba a nadie, que nunca lo había hecho porque la única vez que necesitó a la única persona que jamás debió abandonarle comprendió que nunca había estado para ella? ¿Con qué cara ahora le exigía al escocés aquello que había despreciado durante toda su vida? Su corazón era una tormenta de emociones, todas contradictorias, como nubes de diferente carga eléctrica, restallando contra ella, luchando por imponerse sobre las otras nubes de su corazón.
Pero fue la llama, frágil y pequeña, quien triunfó sobre todo lo demás.
Un paso.
Otro.
Y, luego, otro paso más.
Cada paso era un aguijonazo de dolor insoportable, semejante a cuando se lija una herida abierta como única medida de curación, pero ella no retrocedió, aun cuando ese dolor acabase matándola al término de ese día. Y es que era como morir y nacer incontables veces en una sola vez. Pues el crisol la seguía transformando, inconforme de su obra, pues buscaba la perfección y sin perfección no daría por concluido su trabajo, así tuviera que romperla otras mil veces antes de exhibirla al mundo, como su joya más preciosa.
De tal modo, sus pasos la llevaron frente a él y le obligaron a mirarse a los ojos, a reconocerse Pantera y Lobo, moldeados por el mismo indecible dolor. Se dejó caer ante él quien, destruido, parecía incapaz de ver en sí mismo toda la noble grandeza de su espíritu; la llama dentro de ella pudo más que todo el frío y su calidez, extendida en su corazón, la impelió a mostrarle aquello que él no veía, a protegerlo incluso de sí mismo, con la esperanza de que el noble no muriera jamás. Jîldael le cogió el rostro con una ternura que no esperó sentir entonces, pero que estaba ahí, en sus manos, en sus gestos, en sus palabras; y era Emerick el afortunado favorito de la Vida quien le regalaba, incluso en su dolor, lo mejor de sí misma:
— Sois el más generoso de cuantos hombres he conocido (y os puedo asegurar que he conocido muchos hombres y muy generosos). Sabedlo, vos, Emerick: que ella lo sabe, aun ahora; que la amasteis más allá del deber, con todo vuestro corazón y a pesar de vos mismo; que renunciasteis a ella porque nada en el mundo os era más valioso que ella… — volvió a unir su frente con la de él y le acarició la mejilla derecha, para que la calidez que le podía el corazón también le alcanzara a él — La odio… por haber gozado de vuestro infinito amor; por ser la primera; por convertirse en el fantasma que siempre me dejará en segundo lugar; la odio con la ridiculez de mi egoísmo, con la torpeza de mi juventud; la odio, sobre todo, porque fui yo misma quien os empujó a sus brazos el día que os dejé marchar… Lo lamento, Lobo, no puedo evitarlo… Así de niña soy a veces: una cría sin remedio. — esbozó una sonrisa resignada — No la busquéis en mí, nunca, porque no la encontraríais jamás. No deseo ser ella, aunque ella tenga lo mejor de vos. No seré ella nunca; y si me amáis una vez, hacedlo por mí misma, porque pese a todas mis bajezas, vos aún podéis encontrar lo mejor en mí; amadme por lo que yo os puedo dar, y no por los recuerdos que depositéis en mí. — besó su frente, luego su nariz y se quedó ahí, frente a él, en el medio camino de ese abrazo, de esa fusión que clamaba por ellos como un todo indivisible, en la promesa aún no cumplida de la entrega que no espera nada, que nunca pide nada — Ahora sé que nunca os he merecido; y no sé si un día llegaré a hacerlo. No sé si puedo mutarme en alguien nueva para vos… Pero os prometo daros lo mejor de mí, aunque sólo sea para que lo aplastéis; os entrego mi corazón, sin restricciones, para que hagáis con él lo que deseéis, Duque. Es todo vuestro porque yo quiero dároslo, sin condiciones de por medio, sin dudas, sin miedo. Sólo una cosa os pido, Emerick Boussingaut, como una súplica de quien naufraga a la deriva: enseñadme a ser mejor, a amaros como vos merecéis ser amado… Vida que vuelves a mi vida, siempre habéis tenido razón… Y yo estaba terriblemente equivocada… — hubiera dicho muchas cosas más, incontables ideas comparables al torrente de emociones que se agitaban caóticamente dentro de ella, mas todas esas cosas murieron en el beso que la impelió a unir su boca con la de él. Era, por fin, el beso de bienvenida. El beso del triunfo. El beso de la Luz derrotando a las Tinieblas.
Y el Universo, satisfecho, se alineaba una vez más. Ahora sí.
***
Y el Universo palpitó entonces, expectante, ansioso, a que uno de ellos hiciera o deshiciera; así de terrible era la espada marcando para siempre el perfecto cuerpo de la Felina. Cuando el escozor anunció la terrible quemadura, comprendió la joven que la espada era de plata y que una cicatriz imborrable le recordaría ese momento por el resto de su vida; y se sintió orgullosa de ello, y amó aún más –si era posible en la irracionalidad de sus actos– ese segundo fuera del tiempo.
Mas como siempre, él rompía la burbuja de quietud y desataba la tormenta que eran ellos dos, increpándole triunfos que no merecía, como la ventaja que nunca le había dado. La Pantera le miró, fría, orgullosa, y guardó tozudo silencio, mientras por el contrario Emerick parecía ahogarse con las palabras que brotaban a torrentes por su boca, salpicando de odio todo el espacio conocido. Y a cada dura palabra, Jîldael daba un paso en su introspección, ahogando la deuda que aullaba, renegando de él y los sentimientos que hasta unos momentos le provocare con tanta violencia. En su silencio tenaz, rabió contra él y quiso azotarle contra las paredes, pero estaba tan adentro, tan lejos, tan indiferente, que parecía nunca más habría un puente entre ellos.
Fue el dolor, y no otra cosa, quien construyó el puente. Acaso el Universo mismo no soportara el aullido eterno de esa deuda sin saldar, su llanto rasgando las estrellas hasta el fin de los tiempos parecía, después de todo, algo inconcebible.
Por eso vino el dolor, porque sólo el dolor templa, educa y pacifica. Si alguna vez Jîldael había dudado de las palabras de su padre, ahora daba toda la razón a Jean. Lo comprendió en el instante en que Emerick tuvo que apartar su mirada de la de ella, como si verla fuera dar paso ahora al torrente de lágrimas que con estoica fortaleza aún mantenía en la cárcel de sus párpados. Había sido fuerte y no lloró, pero, ¡qué viejo y abatido lucía entonces! Y ella supo, en su corazón, en su alma infantil y advenediza, que Emerick la convertiría en alguien única, poniendo en sus manos un secreto que guardaba incluso de sí mismo. Y tembló de miedo, de no estar a la altura, pues como siempre una vez más se halló desnuda y se encontró pobre. Mas no retrocedió, no escapó de su destino, ni de ese momento, maravilloso y tremendo, en que Emerick le entregaba lo más negro de su alma a ella, únicamente a ella, precisamente a ella.
Destruido, como sólo puede estarlo quien ha perdido lo que más ama, se dejó caer cual muñeco de trapo, con la fría pared abrazando su espalda, sosteniendo su cansancio, soportando su terrible y destrozado peso; y en esa ridiculez de lo inconexo, en ese esfuerzo de ser vida en medio de la muerte, Jîldael odió a la pared con toda su alma por ser la que acogiera el dolor de su Lobo; sin embargo, no se movió; no aún. Quizás, nunca podría moverse otra vez.
— … Quisiera llorarlos, — admitió como una derrota que repicaría como campana en las orbes de la eternidad — poder sufrir su luto como vos sufrís, quisiera sentirme culpable con certeza de que fui su salvador aunque en verdad duela, pero no puedo… — y era verdad, entendió la Felina, que él deseaba recuperar el dolor, porque así sabría que estaba vivo, que era normal sufrir, porque habría conservado (parecía hábito lobuno) lo más precioso de su humanidad, esa misma que ahora sentía tan lejos de sí, tal y como las palabras se lo demostraban a la joven.
Por eso le oyó con reverencial silencio, mientras en su corazón aquella débil e insignificante llamita de luz volvía a brillar, apenas más fuerte, apenas más segura, pero tan cálida y amable como siempre, en tanto el Licántropo dejaba fluir todo su odio, su rencor y su miedo, para que fuera ella, privilegiada, quien los acogiera e hiciera con ellos lo que mejor le placiera
Pero Jîldael, la Jîldael de siempre, estaba demasiado adentro de sí misma, demasiado rota en demasiados e incontables trozos, azotada una y otra vez por la desgracia inminente, por la fatalidad, por la Muerte que parecía tenerle una saña que superaba incluso al odio enconado de su padre. ¿Cómo podía ella traerlo de vuelta al Lobo si estaba tan rota como él?
Y entonces, por primera vez en todo ese día, Jîldael comprendió que estaba siendo una soberana y estúpida cría. Quiso reírse de sí misma, de su autocompasión, de su imbecilidad consumada. Era tan evidente, tan palpable que nunca había padecido un dolor así, que se sintió tonta (¡y cómo odiaba ella sentirse tonta!); nunca –Dios lo permitiera jamás– había tenido que segar una vida por amor. ¿Acaso ella habría cogido la espada para ahorrarle dolor a Charles? Se sabía demasiado egoísta, sabía que buscaría la fantasía del milagro antes que soltarle en los brazos de la Muerte… ¿No había sido así con Demian? ¿No había esperado, hasta el final, cuando Valentino salvaba su vida, que fuera su hijo quien resistiera, incluso cuando ella misma entendía que no era en absoluto posible esperar algo así? Comprendió de golpe, como una terrible bofetada a su orgullo malsano, que Emerick siempre sería mejor que ella (más noble, más puro, más fuerte) y que si alguna vez, en alguna imposible posibilidad, quería poder merecerlo, entonces tenía que soltar todo lo demás –absolutamente todo– y donarse por entero a él, ciegamente, y sin reparos.
Pero, ¿iba a hacerlo? ¿Merecía semejante precio? Aún podía huir más dentro de sí misma, encerrarse en el egoísmo de la desgracia personal y hacer oídos sordos, para siempre, a las demandas del varón frente a ella. Todavía podía darse la vuelta y, sin la menor palabra, encerrarse en su dormitorio diezmando para siempre cualquier futuro juntos; después de todo, ¿no había hecho ya el Hombre–Lobo esa elección cuando se negó a rescatarla de su dolor, unos momentos antes, y pretendió marcharse de la mansión? Pero, y contrariamente, ¿no había dicho ella misma que no necesitaba a nadie, que nunca lo había hecho porque la única vez que necesitó a la única persona que jamás debió abandonarle comprendió que nunca había estado para ella? ¿Con qué cara ahora le exigía al escocés aquello que había despreciado durante toda su vida? Su corazón era una tormenta de emociones, todas contradictorias, como nubes de diferente carga eléctrica, restallando contra ella, luchando por imponerse sobre las otras nubes de su corazón.
Pero fue la llama, frágil y pequeña, quien triunfó sobre todo lo demás.
Un paso.
Otro.
Y, luego, otro paso más.
Cada paso era un aguijonazo de dolor insoportable, semejante a cuando se lija una herida abierta como única medida de curación, pero ella no retrocedió, aun cuando ese dolor acabase matándola al término de ese día. Y es que era como morir y nacer incontables veces en una sola vez. Pues el crisol la seguía transformando, inconforme de su obra, pues buscaba la perfección y sin perfección no daría por concluido su trabajo, así tuviera que romperla otras mil veces antes de exhibirla al mundo, como su joya más preciosa.
De tal modo, sus pasos la llevaron frente a él y le obligaron a mirarse a los ojos, a reconocerse Pantera y Lobo, moldeados por el mismo indecible dolor. Se dejó caer ante él quien, destruido, parecía incapaz de ver en sí mismo toda la noble grandeza de su espíritu; la llama dentro de ella pudo más que todo el frío y su calidez, extendida en su corazón, la impelió a mostrarle aquello que él no veía, a protegerlo incluso de sí mismo, con la esperanza de que el noble no muriera jamás. Jîldael le cogió el rostro con una ternura que no esperó sentir entonces, pero que estaba ahí, en sus manos, en sus gestos, en sus palabras; y era Emerick el afortunado favorito de la Vida quien le regalaba, incluso en su dolor, lo mejor de sí misma:
— Sois el más generoso de cuantos hombres he conocido (y os puedo asegurar que he conocido muchos hombres y muy generosos). Sabedlo, vos, Emerick: que ella lo sabe, aun ahora; que la amasteis más allá del deber, con todo vuestro corazón y a pesar de vos mismo; que renunciasteis a ella porque nada en el mundo os era más valioso que ella… — volvió a unir su frente con la de él y le acarició la mejilla derecha, para que la calidez que le podía el corazón también le alcanzara a él — La odio… por haber gozado de vuestro infinito amor; por ser la primera; por convertirse en el fantasma que siempre me dejará en segundo lugar; la odio con la ridiculez de mi egoísmo, con la torpeza de mi juventud; la odio, sobre todo, porque fui yo misma quien os empujó a sus brazos el día que os dejé marchar… Lo lamento, Lobo, no puedo evitarlo… Así de niña soy a veces: una cría sin remedio. — esbozó una sonrisa resignada — No la busquéis en mí, nunca, porque no la encontraríais jamás. No deseo ser ella, aunque ella tenga lo mejor de vos. No seré ella nunca; y si me amáis una vez, hacedlo por mí misma, porque pese a todas mis bajezas, vos aún podéis encontrar lo mejor en mí; amadme por lo que yo os puedo dar, y no por los recuerdos que depositéis en mí. — besó su frente, luego su nariz y se quedó ahí, frente a él, en el medio camino de ese abrazo, de esa fusión que clamaba por ellos como un todo indivisible, en la promesa aún no cumplida de la entrega que no espera nada, que nunca pide nada — Ahora sé que nunca os he merecido; y no sé si un día llegaré a hacerlo. No sé si puedo mutarme en alguien nueva para vos… Pero os prometo daros lo mejor de mí, aunque sólo sea para que lo aplastéis; os entrego mi corazón, sin restricciones, para que hagáis con él lo que deseéis, Duque. Es todo vuestro porque yo quiero dároslo, sin condiciones de por medio, sin dudas, sin miedo. Sólo una cosa os pido, Emerick Boussingaut, como una súplica de quien naufraga a la deriva: enseñadme a ser mejor, a amaros como vos merecéis ser amado… Vida que vuelves a mi vida, siempre habéis tenido razón… Y yo estaba terriblemente equivocada… — hubiera dicho muchas cosas más, incontables ideas comparables al torrente de emociones que se agitaban caóticamente dentro de ella, mas todas esas cosas murieron en el beso que la impelió a unir su boca con la de él. Era, por fin, el beso de bienvenida. El beso del triunfo. El beso de la Luz derrotando a las Tinieblas.
Y el Universo, satisfecho, se alineaba una vez más. Ahora sí.
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Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”La paz no puede mantenerse por la fuerza. Solamente puede alcanzarse por medio del entendimiento.”
Albert Einstein
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Estaba tan sumido en su dolor, que aquella jaqueca parecía consumirle por completo. Sentía ganas de gritar, de aullar como un lobo y revolcarse en el suelo hasta sacarse la cabeza y morir de una vez. Porque sí, en momentos como ese, en los que la conciencia batallaba titánicamente con los sentimientos para lograr sentir lo correcto hasta el grado del colapso mismo, Emerick deseaba la muerte.
Habría sido tan fácil, tan simple, coger la espada del suelo y enterrársela a sí mismo en el pecho, dejar que atravesara su corazón y que el filo se llevase los tambores de sus latidos hasta dejarle con una quietud infinita. Sólo quería poder ver volver a sentir paz una vez más, poder creer que en algún lugar del más allá quizás podría aún volver a reunirse con los suyos, pero era ese deseo el que precisamente le detuvo esa vez como tantas otras; la duda, la inseguridad de que no hubiese nada más y que no valiese la pena, el que a pesar de todo no resultara como esperaba, el que existiera verdaderamente el Infierno y le atrapara con sus brazos para hacerle prisionero con la pena eterna de revivir la muerte de Lucius una y otra vez, por toda la eternidad.
Ni siquiera le sintió acercarse, era como si de pronto hubiese acabado solo en medio de la nada, en medio de la desesperación misma y no quedase esperanza de ser encontrado y liberado de su pena. No fue hasta que la suavidad de sus manos le tomaron del rostro, como si le cogiera en sus mil pedazos, intentando volver a formar la imagen de su rostro destruido en tantas partes. Mas el dolor no le dejaba reaccionar o siquiera entender sus propósitos. No supo que ella deseaba que le mirase a los ojos y él se negó a abrir sus párpados hasta que el afluente de las palabras de la felina chocaron contra sus tímpanos para regresarle a la realidad en la que estaba viviendo.
Le observó con dificultad, como si sus mismos ojos tuviesen un real problema para enfocar su imagen, como si el dolor mismo le cegase los sentidos. Así también le costó un poco entender sus palabras, hasta éstas hablaron de ella, de Lucius, aquella mujer que hasta hace poco lo había sido todo y había encontrado su fin entre sus propias manos. Era como si ella, aún en su recuerdo, le diese las fuerzas necesarias para volver a dar la pelea, para una vez más enfrentar la realidad, aceptar que debía seguir viviendo y recuperar la lucidez.
Miró a Jîldael a los ojos y por fin comprendió el sonido producido por las letras que recitaba su boca. Llegó a sentir incluso vergüenza de alguna vez haber buscado en ella el recuerdo de su esposa, pues supo que la francesa tenía razón; que jamás le encontraría en ella y que ni siquiera debía intentarlo, por respeto, por honor y, sobre todas las cosas, por el amor que aún guardaba para Lucius.
Sólo volvió a bajar la mirada, a descansar sus propios ojos, cuando ella le liberó de su contacto visual para unir su frente a la de ella. Fue en ese momento que sus orbes se deslizaron hacia la cicatriz que habría de quedar en su pecho y le hicieron comprender, de algún modo, los límites infinitos de la piedad que podía llegar a tenerle la Pantera, de la fuerza de su perdón y la profundidad de su amor que, a pesar de su locura, era verdadero.
Entonces se sintió en deuda.
Comprendió que era ella quien en realidad se arrojaba a un océano de aguas oscuras y turbulentas para poder salvarle la vida, que se entregaba por completo a un abismo de tinieblas sin la certeza del triunfo y con la posibilidad de perderlo todo, todo… por él.
Quiso mirarle una vez más a los ojos, quiso comunicarse a través de ellos y poder decirle todas esas cosas que ni siquiera su conciencia era capaz de explicar o definir. Sin embargo, toda confusión y profundidad de aquellos sentimientos quedó congelada en un beso.
Fueron los labios femeninos los que primero envolvieron a los masculinos, como si éstos hubiesen estado demasiado dormidos para trabajar, pero ella, cual princesa de los más hermosos cuentos, les regresó la energía necesaria para responder a su llamado, para que fuese él quien también le envolviese la boca, para que sellase con sus besos aquella promesa muda de nadar junto a ella hasta salir de aquel torrente mortal o perecer junto a ella en el intento.
Le besó con la calma de quien por fin encuentra el perdón en los labios ajenos, con la lentitud del moribundo que ya carece de energías, pero con la fuerza y el sentimiento de quien ya posee poco, pero aún así lo entrega todo como una ofrenda sagrada e irrevocable. Le besó también con la tranquilidad precisa para volver a sentir el sabor de sus labios, para alinearlos con el recuerdo que guardaba de su boca, con el sabor de su memoria que aún era capaz de revivir en mente a pesar del tiempo y de los otros labios saboreados.
—Sé que de seguro estáis esperando que os diga algo, pero me siento como el moribundo que recién comienza a volver a vida.
Se explicó brevemente, no sólo justificándose, sino también informándole con aquello que de pronto volvía a tener ganas de aferrarse a la vida, aún cuando en voz alta jamás confeso que ya deseaba desligarse de ella, pero —de un modo u otro— entendía que ella lo sabía.
Buscó volver a mirarle a los ojos.
—Gracias… Y lamento si en algún momento os he ofendido.
Le sostuvo la mirada por un momento y luego volvió a bajarla, ya con la derrota sellándole los párpados, sino más bien con el cansancio de quien ha entregado todo en la lucha recién ganada. Entonces se apoyó en el mismo suelo, en el muro que sostenía su espalda y también sobre la misma Jîldael para lograr ponerse de pie y mirarla una vez más como una aliada y mas no como una enemiga.
—Necesito descansar… y me gustaría poder hacerlo con vos, Pantera.
Confesó con la sinceridad que emanaba naturalmente de sus labios, como si de siempre hubiese sido de esa manera, como si fuese ella quien le acompañase desde hace años, como si en verdad no fuese la primera vez que se recostase con ella, pues de un momento a otro, como si así siempre hubiese sido, le sintió como su compañera. Y entonces, finamente, sintió paz.
Habría sido tan fácil, tan simple, coger la espada del suelo y enterrársela a sí mismo en el pecho, dejar que atravesara su corazón y que el filo se llevase los tambores de sus latidos hasta dejarle con una quietud infinita. Sólo quería poder ver volver a sentir paz una vez más, poder creer que en algún lugar del más allá quizás podría aún volver a reunirse con los suyos, pero era ese deseo el que precisamente le detuvo esa vez como tantas otras; la duda, la inseguridad de que no hubiese nada más y que no valiese la pena, el que a pesar de todo no resultara como esperaba, el que existiera verdaderamente el Infierno y le atrapara con sus brazos para hacerle prisionero con la pena eterna de revivir la muerte de Lucius una y otra vez, por toda la eternidad.
Ni siquiera le sintió acercarse, era como si de pronto hubiese acabado solo en medio de la nada, en medio de la desesperación misma y no quedase esperanza de ser encontrado y liberado de su pena. No fue hasta que la suavidad de sus manos le tomaron del rostro, como si le cogiera en sus mil pedazos, intentando volver a formar la imagen de su rostro destruido en tantas partes. Mas el dolor no le dejaba reaccionar o siquiera entender sus propósitos. No supo que ella deseaba que le mirase a los ojos y él se negó a abrir sus párpados hasta que el afluente de las palabras de la felina chocaron contra sus tímpanos para regresarle a la realidad en la que estaba viviendo.
Le observó con dificultad, como si sus mismos ojos tuviesen un real problema para enfocar su imagen, como si el dolor mismo le cegase los sentidos. Así también le costó un poco entender sus palabras, hasta éstas hablaron de ella, de Lucius, aquella mujer que hasta hace poco lo había sido todo y había encontrado su fin entre sus propias manos. Era como si ella, aún en su recuerdo, le diese las fuerzas necesarias para volver a dar la pelea, para una vez más enfrentar la realidad, aceptar que debía seguir viviendo y recuperar la lucidez.
Miró a Jîldael a los ojos y por fin comprendió el sonido producido por las letras que recitaba su boca. Llegó a sentir incluso vergüenza de alguna vez haber buscado en ella el recuerdo de su esposa, pues supo que la francesa tenía razón; que jamás le encontraría en ella y que ni siquiera debía intentarlo, por respeto, por honor y, sobre todas las cosas, por el amor que aún guardaba para Lucius.
Sólo volvió a bajar la mirada, a descansar sus propios ojos, cuando ella le liberó de su contacto visual para unir su frente a la de ella. Fue en ese momento que sus orbes se deslizaron hacia la cicatriz que habría de quedar en su pecho y le hicieron comprender, de algún modo, los límites infinitos de la piedad que podía llegar a tenerle la Pantera, de la fuerza de su perdón y la profundidad de su amor que, a pesar de su locura, era verdadero.
Entonces se sintió en deuda.
Comprendió que era ella quien en realidad se arrojaba a un océano de aguas oscuras y turbulentas para poder salvarle la vida, que se entregaba por completo a un abismo de tinieblas sin la certeza del triunfo y con la posibilidad de perderlo todo, todo… por él.
Quiso mirarle una vez más a los ojos, quiso comunicarse a través de ellos y poder decirle todas esas cosas que ni siquiera su conciencia era capaz de explicar o definir. Sin embargo, toda confusión y profundidad de aquellos sentimientos quedó congelada en un beso.
Fueron los labios femeninos los que primero envolvieron a los masculinos, como si éstos hubiesen estado demasiado dormidos para trabajar, pero ella, cual princesa de los más hermosos cuentos, les regresó la energía necesaria para responder a su llamado, para que fuese él quien también le envolviese la boca, para que sellase con sus besos aquella promesa muda de nadar junto a ella hasta salir de aquel torrente mortal o perecer junto a ella en el intento.
Le besó con la calma de quien por fin encuentra el perdón en los labios ajenos, con la lentitud del moribundo que ya carece de energías, pero con la fuerza y el sentimiento de quien ya posee poco, pero aún así lo entrega todo como una ofrenda sagrada e irrevocable. Le besó también con la tranquilidad precisa para volver a sentir el sabor de sus labios, para alinearlos con el recuerdo que guardaba de su boca, con el sabor de su memoria que aún era capaz de revivir en mente a pesar del tiempo y de los otros labios saboreados.
—Sé que de seguro estáis esperando que os diga algo, pero me siento como el moribundo que recién comienza a volver a vida.
Se explicó brevemente, no sólo justificándose, sino también informándole con aquello que de pronto volvía a tener ganas de aferrarse a la vida, aún cuando en voz alta jamás confeso que ya deseaba desligarse de ella, pero —de un modo u otro— entendía que ella lo sabía.
Buscó volver a mirarle a los ojos.
—Gracias… Y lamento si en algún momento os he ofendido.
Le sostuvo la mirada por un momento y luego volvió a bajarla, ya con la derrota sellándole los párpados, sino más bien con el cansancio de quien ha entregado todo en la lucha recién ganada. Entonces se apoyó en el mismo suelo, en el muro que sostenía su espalda y también sobre la misma Jîldael para lograr ponerse de pie y mirarla una vez más como una aliada y mas no como una enemiga.
—Necesito descansar… y me gustaría poder hacerlo con vos, Pantera.
Confesó con la sinceridad que emanaba naturalmente de sus labios, como si de siempre hubiese sido de esa manera, como si fuese ella quien le acompañase desde hace años, como si en verdad no fuese la primera vez que se recostase con ella, pues de un momento a otro, como si así siempre hubiese sido, le sintió como su compañera. Y entonces, finamente, sintió paz.
Última edición por Emerick Boussingaut el Sáb Abr 04, 2015 11:32 am, editado 1 vez
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“La ternura es el reposo de la pasión”.
Joseph Joubert.
Joseph Joubert.
Sonrió con sus primeras palabras. Lo cierto era que ella no esperaba nada. ¿Qué podía esperar llegados a ese punto, en que él no había rechazado su beso, en que ambos, por fin, caminaban en la misma dirección? Y ni siquiera se trataba de amarrarse al fantasma del eterno ahora, como había sido su costumbre hasta entonces; era, simplemente, que estaba demasiado cansada siquiera para desear algo más allá de esa cálida sensación en el pecho cuando Emerick la besó de vuelta y la reclamó como suya con ese simple y sencillo acto.
— ¿Ofenderme, Emerick? Creo que no me he quedado atrás… Supongo que es el precio de volver a vivir; había que romper nuestras aldabas y nuestros goznes y, no bastando ello, necesitábamos el deseo de la libertad. Pareciera que, por ahora, era el dolor el único camino. Y yo, al menos, no lo lamento porque, después de todo, sí me ha llevado de vuelta con vos. —
Él la miró una vez más, de ese modo tan peculiar en que sentía que todos los vellos se le erizaban, y una sonrisa le habría cruzado el rostro, de no haber sentido semejante fatiga. Pudo intuir que no era la única, cuando le sintió moverse con sumo esfuerzo, como si ponerse de pie para el Lobo hubiera sido toda una hazaña. Acaso lo era, a fin de cuentas.
Apoyándose en ella, en el suelo y en la pared, todo al mismo tiempo, consiguió erguirse cuan largo era, mientras ella permanecía arrodillada frente a él, cual Madonna que vigila al Nazareno en su hora más terrible; así le miraba Jîldael a Emerick: con una ternura indecible, con su salvaje espíritu por fin domado a la infinita devoción que él le provocaba y que ella quería entregarle con absoluta voluntad.
— Necesito descansar… — murmuró, agotado — y me gustaría poder hacerlo con vos, Pantera. — admitió, al tiempo que extendía sus manos marcadas hacia ella y su pecho marcado.
Fue como una imán; como el curso que el río naturalmente sigue en busca del mar. Así, la Felina se puso de pie, con ayuda del aristócrata, y por un momento disfrutó del silencio cómplice que surgió entre ambos cuando ella apoyó su frente en el pecho de él. Era una burbuja perfecta, un instante que su corazón reviviría cada vez que recordase esos acontecimientos, incluso cuando todas las otras cosas fueren olvidadas.
— Qué curioso — respondió Jîldael — pues era lo mismo que deseaba pediros a vos. Y es que me siento terriblemente cansada…, pero no concibo dormir lejos de vuestra merced. Venid, Lobo, y durmamos juntos. — replicó, al tiempo que le cogía de la mano y volvía a guiarle a su cuarto.
Mas esta vez era todo diferente. El mismo trayecto, las mismas personas y, no obstante, hacían ellos dos nuevas todas las cosas; caminaron, sin prisas, pero sin pausa; lentamente, en una especie de danza paso a paso en que ambos necesitaban mantener el contacto de los ojos. Para la Pantera era el miedo quizás de dejar de verle, de perderse la profundidad de esa alma canina que ahora también era su alma, como si una disyunción se hubiere abierto dentro de sí misma y ya no pudiere ser más si no era con él. A media escalera se detuvo, ansiosa, porque necesitó besarle, porque le parecía que no respiraba si de vez en vez no le robaba el aliento al Boussingaut. Un beso, largo, delicado, detallista y adelante nuevamente. Ya en el rellano superior de la escalera tuvo que detenerse de nuevo, acariciarle el rostro, perderse unos segundos en su mirada, honda, cálida al fin.
Y entonces, un escalofrío le pudo más, a sacudirla entera. Allí estaba de nuevo ese lugar tan sagrado como maldito. En esa puerta, apenas unos instantes, había estado a punto de perderle. Y temió, por esa fracción mínima y definitiva que todo ser humano experimenta al menos una vez en su vida, que aquello fuese sólo un engaño de su cabeza. Pero cuando él le apretó la mano, en mudo gesto de asentimiento, comprendió que no había nada que temer, que preocuparse sería (como siempre había creído) una soberana pérdida de tiempo.
Sostuvo la mano de Emerick y le guió, sin temores, a la cama, antes despreciada, en la que ahora otros votos se pactaban y otras promesas empezaban a empeñarse; y la promesa primigenia, aunque no estuvo saldada, por fin pudo guardar silencio, pues había esperanza una vez más, de que el algún futuro las cosas fueren por fin en la dirección así bocetada. Pero, claro, Jîldael y Emerick eran ajenos a las cuitas del Destino y del Universo que con tanta atención les observaban; para ellos, el tiempo discurría de modo diferente y cada detalle, cada mínimo sobre era una página completa en el corazón que ahora ambos compartían; ciertamente, no iba a ser así siempre; pero, por esos momentos, Jîldael se permitió ser una con él, latir al ritmo que Emerick latía, respirar junto con él, reflejarse la una en el espejo del otro (y viceversa). Y ese tiempo sin medida fue perfecto y ella amó su felicidad nueva, manifestada apenas en el roce de sus manos, de sus labios y de sus miradas.
Porque le besó, incontables veces, a incontables velocidades, con incontables y dulces movimientos, hasta que Emerick derrumbó su frente sobre la frente de la joven y la Cambiante comprendió que era necesario descansar, que habría más tiempo para ese silencio mutuo, que era muchas cosas, menos un silencio. Se desprendió de sus labios con pereza y le ayudó a sentarse en el borde de la cama:
— Dejadme que os ame, Emerick, de la única forma que ahora sé amaros… — musitó, de pie frente a él, que se tentaba en un abrazo que no llegó.
Por el contrario, la Felina se hincó frente a él y le quitó los zapatos (demasiado pesados para su gusto) y liberó los pies del Lobo de toda prenda que le tuviesen atrapados; los apoyó sobre sus muslos y les dio un pequeño masaje. Se enderezó, entonces, sin despegar las rodillas del suelo y peleó con su chaleco y su camisa hasta que el torso de su varón estuvo libre para ella y sus caricias. Un rubor suave tiñó sus mejillas y un jadeo apenas audible escapó de sus labios. No iba a negarlo; él le atormentaba las hormonas y una parte de sí, pequeña y remota, consideró la posibilidad de saltarle encima y recorrerle el cuerpo a besos y mordiscos hasta que no hubiera sobre él otra marca más que la suya…, pero esa parte estaba tan adentro… y ella tenía tantísimo sueño, que todo lo que prevaleció fue el jadeo de un segundo y el rubor de sus mejillas. Le acarició el rostro una vez más.
— Es hora de descansar, Milord. — musitó en un inglés arrastrado, teñido de su francés nativo, como un regalo final, para ese instante que ella atesoraba para su futuro incierto.
Dócil como un cachorro, Emerick se metió dentro de la cama y le hizo un espacio a ella, pero Jîldael no se metió a su lado. Tuvo el instinto terrible de quitarse la camisola y meterse junto a él desnuda; estuvo a punto de hacerlo, de hecho, cuando comprendió que no era una buena idea; reprimir su deseo natural requirió de una voluntad y un esfuerzo a los que ella no estaba acostumbrada y que se tradujo en un ceño fruncido y una errada expresión de enojo. Sin mediar palabra alguna, la Del Balzo se giró y se dirigió al cuarto contiguo. De su vestidor extrajo el primer camisón que encontró; se quitó la prenda arruinada con mayor premura de la debida, lo que le acicateó en el pecho, donde la tela se había pegado a su piel, producto de la fea quemadura causada por la espada de plata y que ahora sangraba levemente por causa de su prisa. Empapó la herida con la camisola vieja y, cuando le pareció que ya no sangraba, se cubrió, por fin con el camisón limpio. Una vez puesto, tuvo el impulso de llorar; aquella prenda era todo, menos interesante; le cubría desde el cuello hasta los pies y dejaba absolutamente todo a la imaginación masculina (y ella era de la opinión consumada de que ese tipo de pijamas debía reservarse a las puritanas célibes y nadie más). Se guardó el arranque infantil (sólo iban a dormir, después de todo), respiró su paz interior, y se dispuso a volver a la cama junto a su Lobo.
Por eso gritó, cuando le vio apoyado en el dintel de su vestidor, con esa sonrisa burlona tan propia de él. Por supuesto, dedujo la Felina, él había visto todo (mucho más de lo que ella hubiera querido). Ahora su rubor era de una vergüenza insufrible, pero se mordió su sarcasmo y caminó directo a él, luchando por sostenerle la mirada divertida que el Lobo le obsequiaba, para fundirse en un abrazo que la protegiera de sí misma, de su pobreza, de lo mínimo que tenía para ofrecer.
— No digáis nada, os lo ruego, y vamos a dormir… No sabéis cuánto necesito de vuestro abrazo envolviéndome, de vuestra calidez, de vuestra ternura… No me soltéis por favor… Os lo pido… — por un segundo, estuvo a punto de llorar, pero logró contenerse.
Sin embargo, lo que no pudo fue volver a la cama. Quería dormir con él, quería tanto descansar… Pero ese abrazo, esa intimidad, esa sensación de pertenecerle a Emerick… Y la dicha de amarle; todo ello valía más que cualquier otro deseo.
Y, por eso, pese al cansancio que le doblaba las rodillas, no se separó de él.
***
— ¿Ofenderme, Emerick? Creo que no me he quedado atrás… Supongo que es el precio de volver a vivir; había que romper nuestras aldabas y nuestros goznes y, no bastando ello, necesitábamos el deseo de la libertad. Pareciera que, por ahora, era el dolor el único camino. Y yo, al menos, no lo lamento porque, después de todo, sí me ha llevado de vuelta con vos. —
Él la miró una vez más, de ese modo tan peculiar en que sentía que todos los vellos se le erizaban, y una sonrisa le habría cruzado el rostro, de no haber sentido semejante fatiga. Pudo intuir que no era la única, cuando le sintió moverse con sumo esfuerzo, como si ponerse de pie para el Lobo hubiera sido toda una hazaña. Acaso lo era, a fin de cuentas.
Apoyándose en ella, en el suelo y en la pared, todo al mismo tiempo, consiguió erguirse cuan largo era, mientras ella permanecía arrodillada frente a él, cual Madonna que vigila al Nazareno en su hora más terrible; así le miraba Jîldael a Emerick: con una ternura indecible, con su salvaje espíritu por fin domado a la infinita devoción que él le provocaba y que ella quería entregarle con absoluta voluntad.
— Necesito descansar… — murmuró, agotado — y me gustaría poder hacerlo con vos, Pantera. — admitió, al tiempo que extendía sus manos marcadas hacia ella y su pecho marcado.
Fue como una imán; como el curso que el río naturalmente sigue en busca del mar. Así, la Felina se puso de pie, con ayuda del aristócrata, y por un momento disfrutó del silencio cómplice que surgió entre ambos cuando ella apoyó su frente en el pecho de él. Era una burbuja perfecta, un instante que su corazón reviviría cada vez que recordase esos acontecimientos, incluso cuando todas las otras cosas fueren olvidadas.
— Qué curioso — respondió Jîldael — pues era lo mismo que deseaba pediros a vos. Y es que me siento terriblemente cansada…, pero no concibo dormir lejos de vuestra merced. Venid, Lobo, y durmamos juntos. — replicó, al tiempo que le cogía de la mano y volvía a guiarle a su cuarto.
Mas esta vez era todo diferente. El mismo trayecto, las mismas personas y, no obstante, hacían ellos dos nuevas todas las cosas; caminaron, sin prisas, pero sin pausa; lentamente, en una especie de danza paso a paso en que ambos necesitaban mantener el contacto de los ojos. Para la Pantera era el miedo quizás de dejar de verle, de perderse la profundidad de esa alma canina que ahora también era su alma, como si una disyunción se hubiere abierto dentro de sí misma y ya no pudiere ser más si no era con él. A media escalera se detuvo, ansiosa, porque necesitó besarle, porque le parecía que no respiraba si de vez en vez no le robaba el aliento al Boussingaut. Un beso, largo, delicado, detallista y adelante nuevamente. Ya en el rellano superior de la escalera tuvo que detenerse de nuevo, acariciarle el rostro, perderse unos segundos en su mirada, honda, cálida al fin.
Y entonces, un escalofrío le pudo más, a sacudirla entera. Allí estaba de nuevo ese lugar tan sagrado como maldito. En esa puerta, apenas unos instantes, había estado a punto de perderle. Y temió, por esa fracción mínima y definitiva que todo ser humano experimenta al menos una vez en su vida, que aquello fuese sólo un engaño de su cabeza. Pero cuando él le apretó la mano, en mudo gesto de asentimiento, comprendió que no había nada que temer, que preocuparse sería (como siempre había creído) una soberana pérdida de tiempo.
Sostuvo la mano de Emerick y le guió, sin temores, a la cama, antes despreciada, en la que ahora otros votos se pactaban y otras promesas empezaban a empeñarse; y la promesa primigenia, aunque no estuvo saldada, por fin pudo guardar silencio, pues había esperanza una vez más, de que el algún futuro las cosas fueren por fin en la dirección así bocetada. Pero, claro, Jîldael y Emerick eran ajenos a las cuitas del Destino y del Universo que con tanta atención les observaban; para ellos, el tiempo discurría de modo diferente y cada detalle, cada mínimo sobre era una página completa en el corazón que ahora ambos compartían; ciertamente, no iba a ser así siempre; pero, por esos momentos, Jîldael se permitió ser una con él, latir al ritmo que Emerick latía, respirar junto con él, reflejarse la una en el espejo del otro (y viceversa). Y ese tiempo sin medida fue perfecto y ella amó su felicidad nueva, manifestada apenas en el roce de sus manos, de sus labios y de sus miradas.
Porque le besó, incontables veces, a incontables velocidades, con incontables y dulces movimientos, hasta que Emerick derrumbó su frente sobre la frente de la joven y la Cambiante comprendió que era necesario descansar, que habría más tiempo para ese silencio mutuo, que era muchas cosas, menos un silencio. Se desprendió de sus labios con pereza y le ayudó a sentarse en el borde de la cama:
— Dejadme que os ame, Emerick, de la única forma que ahora sé amaros… — musitó, de pie frente a él, que se tentaba en un abrazo que no llegó.
Por el contrario, la Felina se hincó frente a él y le quitó los zapatos (demasiado pesados para su gusto) y liberó los pies del Lobo de toda prenda que le tuviesen atrapados; los apoyó sobre sus muslos y les dio un pequeño masaje. Se enderezó, entonces, sin despegar las rodillas del suelo y peleó con su chaleco y su camisa hasta que el torso de su varón estuvo libre para ella y sus caricias. Un rubor suave tiñó sus mejillas y un jadeo apenas audible escapó de sus labios. No iba a negarlo; él le atormentaba las hormonas y una parte de sí, pequeña y remota, consideró la posibilidad de saltarle encima y recorrerle el cuerpo a besos y mordiscos hasta que no hubiera sobre él otra marca más que la suya…, pero esa parte estaba tan adentro… y ella tenía tantísimo sueño, que todo lo que prevaleció fue el jadeo de un segundo y el rubor de sus mejillas. Le acarició el rostro una vez más.
— Es hora de descansar, Milord. — musitó en un inglés arrastrado, teñido de su francés nativo, como un regalo final, para ese instante que ella atesoraba para su futuro incierto.
Dócil como un cachorro, Emerick se metió dentro de la cama y le hizo un espacio a ella, pero Jîldael no se metió a su lado. Tuvo el instinto terrible de quitarse la camisola y meterse junto a él desnuda; estuvo a punto de hacerlo, de hecho, cuando comprendió que no era una buena idea; reprimir su deseo natural requirió de una voluntad y un esfuerzo a los que ella no estaba acostumbrada y que se tradujo en un ceño fruncido y una errada expresión de enojo. Sin mediar palabra alguna, la Del Balzo se giró y se dirigió al cuarto contiguo. De su vestidor extrajo el primer camisón que encontró; se quitó la prenda arruinada con mayor premura de la debida, lo que le acicateó en el pecho, donde la tela se había pegado a su piel, producto de la fea quemadura causada por la espada de plata y que ahora sangraba levemente por causa de su prisa. Empapó la herida con la camisola vieja y, cuando le pareció que ya no sangraba, se cubrió, por fin con el camisón limpio. Una vez puesto, tuvo el impulso de llorar; aquella prenda era todo, menos interesante; le cubría desde el cuello hasta los pies y dejaba absolutamente todo a la imaginación masculina (y ella era de la opinión consumada de que ese tipo de pijamas debía reservarse a las puritanas célibes y nadie más). Se guardó el arranque infantil (sólo iban a dormir, después de todo), respiró su paz interior, y se dispuso a volver a la cama junto a su Lobo.
Por eso gritó, cuando le vio apoyado en el dintel de su vestidor, con esa sonrisa burlona tan propia de él. Por supuesto, dedujo la Felina, él había visto todo (mucho más de lo que ella hubiera querido). Ahora su rubor era de una vergüenza insufrible, pero se mordió su sarcasmo y caminó directo a él, luchando por sostenerle la mirada divertida que el Lobo le obsequiaba, para fundirse en un abrazo que la protegiera de sí misma, de su pobreza, de lo mínimo que tenía para ofrecer.
— No digáis nada, os lo ruego, y vamos a dormir… No sabéis cuánto necesito de vuestro abrazo envolviéndome, de vuestra calidez, de vuestra ternura… No me soltéis por favor… Os lo pido… — por un segundo, estuvo a punto de llorar, pero logró contenerse.
Sin embargo, lo que no pudo fue volver a la cama. Quería dormir con él, quería tanto descansar… Pero ese abrazo, esa intimidad, esa sensación de pertenecerle a Emerick… Y la dicha de amarle; todo ello valía más que cualquier otro deseo.
Y, por eso, pese al cansancio que le doblaba las rodillas, no se separó de él.
***
Última edición por Jîldael Del Balzo el Sáb Abr 18, 2015 7:38 pm, editado 1 vez
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”La verdad no hace tanto bien en el mundo como el daño que hacen sus apariencias.”
François de La Rochefoucauld
François de La Rochefoucauld
El Duque estaba cansado; roto y agotado, era una combinación que agudizaba aún más aquellas sensaciones pero, al mismo tiempo, servía también como una especie de tranquilizante o amortiguador para todas aquellas emociones más intensas, como el enojo y la pasión.
Le ayudó a ponerse de pie, del mismo modo en que ella le había ayudado a él, y le observó en silencio, notando como sus ojos hacían contacto con los de ella, como si por primera vez se reconocieran de igual a igual, antes de que la felina se apoyase en su pecho como una declaración silenciosa de paz y protección. Por eso, cuando ella le cogió de la mano para guiarle de regreso a su cuarto, no hubo ningún atisbo de inseguridad o desconfianza en la mirada del Lobo. Sin embargo, sus instintos no lograron evitar el que se girase bruscamente al sentir una presencia ajena.
Dos mujeres les observaban desde el escondite de una esquina, una de ellas más que la otra que insistía en marcharse de manera silenciosa antes de ser vistas, pero ya era demasiado tarde, por lo que surgió la repentina prisa y ambas desaparecieron murmurando. Pero tampoco representaron amenaza alguna, pues el escocés había reconocido en sus atuendos y la humildad de su rostro la personificación exacta de un par de criadas, de seguro unas de las cuantas que debían haber en aquella enorme casa, por lo que Emerick supuso que muy probablemente se habían asomado ahí con el escándalo de la anterior batalla que, seguramente, sería transmitida al amo de la casa en cuanto éste llegara.
Por un momento tuvo ganas de marcharse, de decirle a Jîldael que lo mejor es que se viesen en otro lugar y en otras condiciones, mas no en una casa ajena, pero el dolor de cabeza era más fuerte y, aún cuando el resto no lo escuchase, le hacía sentir que pedía a gritos por una cama, silencio y oscuridad. Por lo que sólo se detuvo cuando la Pantera lo hizo y le frenó de la mano para besarle por sorpresa. Emerick sonrió y respondió el beso, que disfrutó aún más por ser así de suave, delicado y detallista, como si fuese ese precisamente el tipo de consuelo que necesitara para sus pesares.
Agradeció internamente que la felina hubiese estado aún durmiendo cuando él irrumpió en aquella morada, lo supo porque las cortinas estaban aún cerradas y la habitación en penumbras. Por él se hubiese lanzado directo a la cama, pero ella se detuvo temerosa y él, sin querer presionarla, pero ansioso por llegar pronto a destino, apretó su mano con suavidad para invitarla a avanzar. Mas ella comenzó a besarle una y mil veces más desde que sus pasos le llevaron al interior de la habitación, que Emerick respondió lo que pudo antes de derrumbarse una vez más, esta ocasión sobre su frente.
Odiaba que su primer día juntos fuese precisamente uno de los días en que se le partía la cabeza, pues no sólo se sentía como un verdadero aguafiestas, sino que tampoco podía disfrutarlo, mas tampoco quería quejarse de ello, ya que hacerlo acentuaría aún más las distancias que preferiría acortar.
Frunció el ceño con un pequeño deje de incomodidad cuando ella se hincó frente a él y comenzó a quitarle los zapatos. Comprendía el significado de sus acciones y entendía el motivo de su muestra de humildad y entrega hacia él, y por sobre todo capturaba de sus acciones el enorme regalo que significaba para la orgullosa Pantera aquel gran gesto de sumisión, por ello le dejó hacer con él lo quisiera, aún cuando ello significase dejarle tocar sus pies que para él eran sagrados. Emerick padecía de cosquillas, muchas cosquillas, y por ello tuvo que aguantarse la respiración y aferrarse de las desordenadas sabanas para no echarse a reír o no echarle a ella al suelo de una patada, pero ese era también su regalo, su gesto de entrega del que en otro momento tal vez hablaría. Así volvió a respirar tranquilo, cuando las manos de la mujer ascendieron hasta sus ropas, en donde por fin pudo relajarse y dedicarse a contemplar la belleza de la mujer que en ese momento le sacaba la ropa.
Una vez más se odio a sí mismo, ya no por el odio contenido, sino por las ansias de entregarle a ella sus caricias y el impedimento que le imponía el dolor que sentía, mas sabía que negarse a descansar en ese instante estropearía aún más el momento. Así, resignado y sosegado, el Duque se deslizó entre medio de las sabanas, dejándole a ella un lugar para poder descansar a su lado, pero la Del Balzo frunció el ceño y le dio la espalda sin regalarle explicación alguna por lo que, naturalmente, cualquier cosa pasó por la mente del Duque, menos lo que ocurría realmente.
Emerick frunció también el ceño y una fuerte punzada le golpeó la frente haciendo que el gesto se acentuara aún más. Algo había incomodado a Jîldael y, en ese momento, averiguarlo era más urgente que hacer caso a las punzadas ponzoñosas de sus dolencias. Respiró profundo y se permitió descansar a ojos cerrados por tan sólo un par de segundos, antes de ponerse de pie y seguir a la felina hasta la habitación contigua. Fue ahí en donde le vio ya despojada de su ropa, limpiándose la sangre de la herida que entre ambos habían provocado, mas ningún sentimiento de culpa vino a su cabeza. No hubo motivos para ello, o al menos no unos que pudiese entender, quizás es porque sabía que gracias a ello es que estaban ahora en paz o quizás es porque simplemente ya era incapaz de sentir ese tipo de emociones, por lo que sólo se dedicó a contemplar su figura y reírse silenciosamente después de la prenda recién puesta. Fue en ese momento que la francesa se giró hacia él y gritó del susto, lo que hizo que su sonrisa burlona se convirtiera ya en la risa que fue incapaz de contener.
Le abrazó como ella pedía, como ella hacía. Le abrazó rodeándola con sus brazos, creando para ella una fortaleza impenetrable de carne y huesos; carne que había hecho la guerra y huesos que habían sobrevivido a la tortura. Le abrazó con la muralla de sus brazos y le protegió con la calidez de su pecho que sólo hablaba para ella a través de sus latidos. Y entonces comenzó a caminar, lentamente, sin soltar su agarre, ni dejarla escapar. Anduvo con ella, así torpemente, como si fuese un verdadero juego en dónde él le guiase de espaldas hasta la misma cama, mientras le besaba sobre los cabellos y terminaba apoyando su mejilla sobre éstos. Mas fue en el mismo camino que sus brazos se movieron para coger su camisón cuando ya se hallaban por un costado de la cama.
—Perdonad que me ría —se disculpó buscando sus ojos, con aquella sonrisa burlona que volvía a aflorar entre sus labios —y perdonad también que os desnude —agregó comenzando a subir sus manos, para subir también la prenda que le cubría —, pero no os reconozco con ese atuendo y no pretendo dormir con una desconocida.
Le besó una vez más en la frente, antes de retirarle el enorme camisón por sobre la cabeza y poder mirarla a los ojos y a su piel desnuda una vez más.
—Sois vos, Jîldael del Balzo, a quien deseo entregarme indefenso entre medio de mis sueños, a quien deseo abrazar mientras la conciencia me haya sido arrebatada y a quien quiero ver entre mis brazos cuando la realidad regrese ante mis ojos. No os convirtáis en otra persona a la que no puedo amar, ni mancilléis vuestro espíritu por lo que creáis apropiado cuando lo apropiado para mi sois vos, tal y cual sois.
Le sonrió levemente y volvió a besarla, está vez sobre la suavidad de uno de sus hombros, antes de meterse nuevamente a la cama y tirar suavemente de su mano para hacer que se metiese con él.
—Podéis vestiros si así lo queréis, pero os prohibo que os pongáis más ropa de la que traíais puesta cuando os vi asomaros sobre las escaleras.
Advirtió con la suavidad de quien no desea transmitir una amenaza, pero la seguridad de quien no desea negociar una nueva oferta. Así, cuando ella ya estuvo lista y acudió al llamado de su lecho, él le acogió una vez más entre sus brazos y escondió su cabeza en el hueco de su cuello, buscando ahí la oscuridad que necesitaba para poder refugiarse de sus malestares y escapar de la migraña que le impedía disfrutar de ella como deseaba. Fue ahí donde su conciencia se perdió en las islas más profundas del sueño, en donde sus sentidos adormecidos capturaban aún su esencia, haciéndole soñar con su nombre y su aroma, un aroma que nuevamente se acercaba a la esencia de la felicidad.
Le ayudó a ponerse de pie, del mismo modo en que ella le había ayudado a él, y le observó en silencio, notando como sus ojos hacían contacto con los de ella, como si por primera vez se reconocieran de igual a igual, antes de que la felina se apoyase en su pecho como una declaración silenciosa de paz y protección. Por eso, cuando ella le cogió de la mano para guiarle de regreso a su cuarto, no hubo ningún atisbo de inseguridad o desconfianza en la mirada del Lobo. Sin embargo, sus instintos no lograron evitar el que se girase bruscamente al sentir una presencia ajena.
Dos mujeres les observaban desde el escondite de una esquina, una de ellas más que la otra que insistía en marcharse de manera silenciosa antes de ser vistas, pero ya era demasiado tarde, por lo que surgió la repentina prisa y ambas desaparecieron murmurando. Pero tampoco representaron amenaza alguna, pues el escocés había reconocido en sus atuendos y la humildad de su rostro la personificación exacta de un par de criadas, de seguro unas de las cuantas que debían haber en aquella enorme casa, por lo que Emerick supuso que muy probablemente se habían asomado ahí con el escándalo de la anterior batalla que, seguramente, sería transmitida al amo de la casa en cuanto éste llegara.
Por un momento tuvo ganas de marcharse, de decirle a Jîldael que lo mejor es que se viesen en otro lugar y en otras condiciones, mas no en una casa ajena, pero el dolor de cabeza era más fuerte y, aún cuando el resto no lo escuchase, le hacía sentir que pedía a gritos por una cama, silencio y oscuridad. Por lo que sólo se detuvo cuando la Pantera lo hizo y le frenó de la mano para besarle por sorpresa. Emerick sonrió y respondió el beso, que disfrutó aún más por ser así de suave, delicado y detallista, como si fuese ese precisamente el tipo de consuelo que necesitara para sus pesares.
Agradeció internamente que la felina hubiese estado aún durmiendo cuando él irrumpió en aquella morada, lo supo porque las cortinas estaban aún cerradas y la habitación en penumbras. Por él se hubiese lanzado directo a la cama, pero ella se detuvo temerosa y él, sin querer presionarla, pero ansioso por llegar pronto a destino, apretó su mano con suavidad para invitarla a avanzar. Mas ella comenzó a besarle una y mil veces más desde que sus pasos le llevaron al interior de la habitación, que Emerick respondió lo que pudo antes de derrumbarse una vez más, esta ocasión sobre su frente.
Odiaba que su primer día juntos fuese precisamente uno de los días en que se le partía la cabeza, pues no sólo se sentía como un verdadero aguafiestas, sino que tampoco podía disfrutarlo, mas tampoco quería quejarse de ello, ya que hacerlo acentuaría aún más las distancias que preferiría acortar.
Frunció el ceño con un pequeño deje de incomodidad cuando ella se hincó frente a él y comenzó a quitarle los zapatos. Comprendía el significado de sus acciones y entendía el motivo de su muestra de humildad y entrega hacia él, y por sobre todo capturaba de sus acciones el enorme regalo que significaba para la orgullosa Pantera aquel gran gesto de sumisión, por ello le dejó hacer con él lo quisiera, aún cuando ello significase dejarle tocar sus pies que para él eran sagrados. Emerick padecía de cosquillas, muchas cosquillas, y por ello tuvo que aguantarse la respiración y aferrarse de las desordenadas sabanas para no echarse a reír o no echarle a ella al suelo de una patada, pero ese era también su regalo, su gesto de entrega del que en otro momento tal vez hablaría. Así volvió a respirar tranquilo, cuando las manos de la mujer ascendieron hasta sus ropas, en donde por fin pudo relajarse y dedicarse a contemplar la belleza de la mujer que en ese momento le sacaba la ropa.
Una vez más se odio a sí mismo, ya no por el odio contenido, sino por las ansias de entregarle a ella sus caricias y el impedimento que le imponía el dolor que sentía, mas sabía que negarse a descansar en ese instante estropearía aún más el momento. Así, resignado y sosegado, el Duque se deslizó entre medio de las sabanas, dejándole a ella un lugar para poder descansar a su lado, pero la Del Balzo frunció el ceño y le dio la espalda sin regalarle explicación alguna por lo que, naturalmente, cualquier cosa pasó por la mente del Duque, menos lo que ocurría realmente.
Emerick frunció también el ceño y una fuerte punzada le golpeó la frente haciendo que el gesto se acentuara aún más. Algo había incomodado a Jîldael y, en ese momento, averiguarlo era más urgente que hacer caso a las punzadas ponzoñosas de sus dolencias. Respiró profundo y se permitió descansar a ojos cerrados por tan sólo un par de segundos, antes de ponerse de pie y seguir a la felina hasta la habitación contigua. Fue ahí en donde le vio ya despojada de su ropa, limpiándose la sangre de la herida que entre ambos habían provocado, mas ningún sentimiento de culpa vino a su cabeza. No hubo motivos para ello, o al menos no unos que pudiese entender, quizás es porque sabía que gracias a ello es que estaban ahora en paz o quizás es porque simplemente ya era incapaz de sentir ese tipo de emociones, por lo que sólo se dedicó a contemplar su figura y reírse silenciosamente después de la prenda recién puesta. Fue en ese momento que la francesa se giró hacia él y gritó del susto, lo que hizo que su sonrisa burlona se convirtiera ya en la risa que fue incapaz de contener.
Le abrazó como ella pedía, como ella hacía. Le abrazó rodeándola con sus brazos, creando para ella una fortaleza impenetrable de carne y huesos; carne que había hecho la guerra y huesos que habían sobrevivido a la tortura. Le abrazó con la muralla de sus brazos y le protegió con la calidez de su pecho que sólo hablaba para ella a través de sus latidos. Y entonces comenzó a caminar, lentamente, sin soltar su agarre, ni dejarla escapar. Anduvo con ella, así torpemente, como si fuese un verdadero juego en dónde él le guiase de espaldas hasta la misma cama, mientras le besaba sobre los cabellos y terminaba apoyando su mejilla sobre éstos. Mas fue en el mismo camino que sus brazos se movieron para coger su camisón cuando ya se hallaban por un costado de la cama.
—Perdonad que me ría —se disculpó buscando sus ojos, con aquella sonrisa burlona que volvía a aflorar entre sus labios —y perdonad también que os desnude —agregó comenzando a subir sus manos, para subir también la prenda que le cubría —, pero no os reconozco con ese atuendo y no pretendo dormir con una desconocida.
Le besó una vez más en la frente, antes de retirarle el enorme camisón por sobre la cabeza y poder mirarla a los ojos y a su piel desnuda una vez más.
—Sois vos, Jîldael del Balzo, a quien deseo entregarme indefenso entre medio de mis sueños, a quien deseo abrazar mientras la conciencia me haya sido arrebatada y a quien quiero ver entre mis brazos cuando la realidad regrese ante mis ojos. No os convirtáis en otra persona a la que no puedo amar, ni mancilléis vuestro espíritu por lo que creáis apropiado cuando lo apropiado para mi sois vos, tal y cual sois.
Le sonrió levemente y volvió a besarla, está vez sobre la suavidad de uno de sus hombros, antes de meterse nuevamente a la cama y tirar suavemente de su mano para hacer que se metiese con él.
—Podéis vestiros si así lo queréis, pero os prohibo que os pongáis más ropa de la que traíais puesta cuando os vi asomaros sobre las escaleras.
Advirtió con la suavidad de quien no desea transmitir una amenaza, pero la seguridad de quien no desea negociar una nueva oferta. Así, cuando ella ya estuvo lista y acudió al llamado de su lecho, él le acogió una vez más entre sus brazos y escondió su cabeza en el hueco de su cuello, buscando ahí la oscuridad que necesitaba para poder refugiarse de sus malestares y escapar de la migraña que le impedía disfrutar de ella como deseaba. Fue ahí donde su conciencia se perdió en las islas más profundas del sueño, en donde sus sentidos adormecidos capturaban aún su esencia, haciéndole soñar con su nombre y su aroma, un aroma que nuevamente se acercaba a la esencia de la felicidad.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“La vida es tan incierta, que la felicidad debe aprovecharse en el momento en que se presenta.”
Alejandro Dumas.
Alejandro Dumas.
Su risa tenía algo de encantador, una calidez tan particular que, aunque supo que se burlaba de ella abiertamente, en cierto modo fue eso precisamente lo que le hizo sentir en paz, más aún cuando la envolvió en esa pequeña burbuja que era su abrazo, la fortaleza de su pecho, el latir tranquilo de su lupino corazón. De pronto, dejaron de ser los adultos desesperanzados y abatidos en que parecían haberse convertido y volvieron a ser simplemente unos chiquillos; así, pues, Jîldael se dejó llevar por el movimiento torpe de Emerick, quien sobre todo se negó a soltarla, haciéndole sentir aún más amada y protegida. Se amarró al Lobo en esos segundos para impregnarse de esa sensación casi olvidada en que lo único que importa es el momento que se vive, como si por esos instantes realmente fuera una niña sin mayores preocupaciones que el atuendo que cubría su cuerpo. Le sintió amarrarla en ese abrazo, firme, a ratos nervioso (como si pareciera que él temiera perderla; lo que produjo un salto sorpresivo de su corazón), y le sintió besarle los cabellos, símbolo inequívoco de que todo, al fin, estaba en orden.
Jîldael no se engañaba. Sabía que nada sería fácil entre ellos dos, porque ambos estaban rotos para siempre, contaminados por un odio profundo, vivos sólo por la sed ponzoñosa de la venganza; sabía que más de alguna vez volverían a discutir, pues también eran egoístas (y ella además era celosa y posesiva). Mirándose ambos, eran una combinación terrible de orgullo, independencia, poder y odio. Pero se encontrarían, de alguna forma, en alguno de sus incontables defectos o de sus poquísimas virtudes, algo habría que mantuviera ese endeble puente siempre intacto para encontrarse. Por eso no le importó aquella tregua, ni le importó permitirse la fantasía pueril de la felicidad; probablemente, sus sueños más caros nunca se cumplirían, pero en esos segundos preciosos, en ese día que deseaba no concluyera jamás, dejaría todo de lado por esa efímera tranquilidad.
Estaba tan distraída en esos sentimientos que momentáneamente aquietaban a su alma que no pudo prever las acciones del Duque, mucho menos sus palabras. Así parecería ser siempre; Emerick daba un paso antes que ella, sorprendiéndola, moldeándola en cada acto juntos:
— Perdonad que me ría — le dijo con sincero arrepentimiento, al tiempo que luchaba por verle a la cara. Y vaya que fue difícil encontrar sus ojos, con lo terriblemente avergonzada que se sentía en aquellos momentos, pero él lo consiguió, pues era tan tenaz como la Felina — y perdonad también que os desnude — insistió, mientras sus manos se movían presurosas, recogiendo el aparatoso atuendo. Una parte de Jîldael se resistió, dificultando las intenciones del Lican, consciente de que estaba completamente desnuda bajo la gruesa tela. Hubiera preferido quedarse con el camisón, por muy feo que fuera, pero no pudo explicarle al Boussingaut sus verdaderas razones (pues eso era aún más vergonzoso), así que debió resignarse y cedió ante la insistencia masculina —, pero no os reconozco con ese atuendo y no pretendo dormir con una desconocida. — concluyó él, al tiempo que la camisola salía disparada por su cabeza, dejándola tan desnuda y pobre como ella misma se sentía; el rubor volvió a sus mejillas, intenso, despiadado, pero no le negó a él ese regalo terrible de su desnudez y su honestidad.
Hubiera querido poder responder a sus preciosas palabras; decirle cuánto significaba para ella el que él la viese y la valorase por sí misma, que encontrara belleza y paz donde la propia Jîldael solo veía desierto y desolación. Pero no pudo hacerlo, pues en la garganta se le ató un enorme nudo de emoción que debió contener a duras penas, lo mismo que el torrente de lágrimas que ahogó tras sus párpados. En vez de arruinar ese instante (uno de los tantos que ya le había regalado Emerick), prefirió entregarle al Duque lo que éste pedía, como una prueba más de su entrega y confianza absoluta en él. Le sintió besarle el hombro, que dejó una huella eléctrica a lo largo de todo su espinazo, pero contuvo el arqueo instintivo de su cuerpo y se dejó arrastrar a la cama, mientras él insistía en hacerse el dueño de su desnudez:
— Podéis vestiros si así lo queréis, pero os prohibo que os pongáis más ropa de la que traíais puesta cuando os vi asomaros sobre las escaleras. —
Ciertamente, aquélla no era una amenaza, pero delataba el fin de la discusión. Ya habría tiempo para rebatir, para enfrentarse de igual a igual en la cotidianidad que ella esperaba llegaran a compartir alguna vez, en algún probable futuro, mas en ese momento no tuvo la Del Balzo problema alguno en ceder a sus requerimientos, como un cauce natural de la energía que ambos proyectaban hacia el otro, como una especie de imán que les empujase a ser siempre uno. Fue un movimiento armónico, una danza sincronizada y perfecta, el meterse ella en la cama, el recibirla él y amarrarla en un abrazo, para luego esconder su rostro en la concavidad suave del cuello femenino. Así, pues, asentada por fin la tregua y la paz entre ambos, Emerick no tardó en perderse en la desconocida dimensión de los sueños, teniendo por fin el descanso tanto tiempo postergado.
Mas Jîldael no pudo dormir, pese a sentirse tan agotada como el Hombre–Lobo. Y era que aquel beso en su hombro, la calidez de su abrazo tibio, su respiración tranquila, todo de él le mantenía alerta, como la cuerda afinada de un violín. Le sintió musitar palabras que la joven jamás llegó a comprender y disfrutó de las manos masculinas que se deslizaban por su silueta conforme él se dormía con mayor profundidad. Sin embargo, en vez de seguirle a los dominios de Morfeo, parecía estar ella más consciente y lúcida de su entorno. Más pronto que tarde, comprendió que no podría dormir, así que, en vez de rabiar el cansancio que sentía, prefirió disfrutar de la cercanía de su Lobo.
Suyo. Al menos por ahora.
Saboreó la palabra en el silencio de sus pensamientos y le miró dormir; vio cómo, poco a poco, la expresión de paz gobernaba el rostro masculino, cómo éste se relajaba sin temor alguno, en la confianza absoluta de que ella le protegería mientras dormía tan pacíficamente. En efecto, así era; Jîldael le acarició el rostro y besó su frente, mientras él se movía entre sueños y susurraba con extrema suavidad. Se permitió en esos momentos a solas con él recorrerle la espalda, acariciarle el pecho, dibujarle la nariz y la boca con sus dedos aún fríos y temblorosos. Se permitió enterrar las manos en el cabello sedoso del Boussingaut y embeberse de su olor, tan particular y tan conocido para ella. En cierto modo, para la Felina era la metáfora perfecta sobre la idea del hogar al que se retorna. Así se sentía ella, como si ese espacio pequeño entre los brazos de él fuera lo único que necesitara para sentirse en su hogar. Y el fuego del deseo le quemó en las entrañas y le estremeció el cuerpo entero. Era, después de todo, una gata y estaba acostumbrada a satisfacer sus placeres personales; pero no lo hizo. Fue su regalo para él; contuvo sus instintos felinos, su egoísmo y su pasión y, por el contrario, veló su sueño y le protegió de toda amenaza (incluso de ella misma). Besó sus labios una vez más, luchando con los incontables bichos que parecían alojarse en su estómago y, sabiéndose cansada, se dio a la tarea de contar lobos.
Un lobo saltó la cerca…
Sonrió. Era suficiente para ella.
Cerró los ojos, disfrutando del olor de Emerick y tuvo paz, pero no durmió. Simplemente, no podía dormir. Y (como muchas primeras veces ese día) no le importó.
Después de todo, lo único que importaba, por ahora, era que se sentía feliz. Terriblemente cansada, pero infinitamente feliz. Y entonces, él, lentamente, abrió los ojos; parecía haber viajado lejos, libre, liviano; sus párpados, poco a poco revelaron el retorno de su consciencia y se clavaron directamente en ella; parecieron decirle que estaba satisfecho de encontrarla al regreso de esa aventura particular que es esa pequeña muerte nocturna.
Jîldael le acarició el rostro, para darle la bienvenida, y le obsequió una sonrisa totalmente agotada, pero absolutamente dichosa. Se abrazó a él, olvidada por fin de su desnudez y su vergüenza, enterrando su rostro en el hueco del cuello masculino, como si aún fuera posible que todo aquello resultara sólo una broma cruel de su imaginación:
— Os amo, Emerick... — musitó ahora, con todo el peso de lo que esas palabras significaban para ella, sabiendo que, probablemente, él nunca podría corresponderle; mas no era relevante ya; lo único que necesitaba era decirlo. Si el Licántropo iba a irse, que se fuera sabiendo lo que ella sentía por él.
Le besó una incontable vez más, bebiendo su aliento, su gentileza, empapándose de su calor, alimentándose del deseo que le quemaba las entrañas y que devolvería a su marchito corazón a la vida. Sin importar el futuro que le esperara, esas horas junto a él, ese momento amarrada a su cuerpo y a sus labios serían siempre lo único que necesitaría para seguir adelante. Para sentirse viva, una vez más...
***
Jîldael no se engañaba. Sabía que nada sería fácil entre ellos dos, porque ambos estaban rotos para siempre, contaminados por un odio profundo, vivos sólo por la sed ponzoñosa de la venganza; sabía que más de alguna vez volverían a discutir, pues también eran egoístas (y ella además era celosa y posesiva). Mirándose ambos, eran una combinación terrible de orgullo, independencia, poder y odio. Pero se encontrarían, de alguna forma, en alguno de sus incontables defectos o de sus poquísimas virtudes, algo habría que mantuviera ese endeble puente siempre intacto para encontrarse. Por eso no le importó aquella tregua, ni le importó permitirse la fantasía pueril de la felicidad; probablemente, sus sueños más caros nunca se cumplirían, pero en esos segundos preciosos, en ese día que deseaba no concluyera jamás, dejaría todo de lado por esa efímera tranquilidad.
Estaba tan distraída en esos sentimientos que momentáneamente aquietaban a su alma que no pudo prever las acciones del Duque, mucho menos sus palabras. Así parecería ser siempre; Emerick daba un paso antes que ella, sorprendiéndola, moldeándola en cada acto juntos:
— Perdonad que me ría — le dijo con sincero arrepentimiento, al tiempo que luchaba por verle a la cara. Y vaya que fue difícil encontrar sus ojos, con lo terriblemente avergonzada que se sentía en aquellos momentos, pero él lo consiguió, pues era tan tenaz como la Felina — y perdonad también que os desnude — insistió, mientras sus manos se movían presurosas, recogiendo el aparatoso atuendo. Una parte de Jîldael se resistió, dificultando las intenciones del Lican, consciente de que estaba completamente desnuda bajo la gruesa tela. Hubiera preferido quedarse con el camisón, por muy feo que fuera, pero no pudo explicarle al Boussingaut sus verdaderas razones (pues eso era aún más vergonzoso), así que debió resignarse y cedió ante la insistencia masculina —, pero no os reconozco con ese atuendo y no pretendo dormir con una desconocida. — concluyó él, al tiempo que la camisola salía disparada por su cabeza, dejándola tan desnuda y pobre como ella misma se sentía; el rubor volvió a sus mejillas, intenso, despiadado, pero no le negó a él ese regalo terrible de su desnudez y su honestidad.
Hubiera querido poder responder a sus preciosas palabras; decirle cuánto significaba para ella el que él la viese y la valorase por sí misma, que encontrara belleza y paz donde la propia Jîldael solo veía desierto y desolación. Pero no pudo hacerlo, pues en la garganta se le ató un enorme nudo de emoción que debió contener a duras penas, lo mismo que el torrente de lágrimas que ahogó tras sus párpados. En vez de arruinar ese instante (uno de los tantos que ya le había regalado Emerick), prefirió entregarle al Duque lo que éste pedía, como una prueba más de su entrega y confianza absoluta en él. Le sintió besarle el hombro, que dejó una huella eléctrica a lo largo de todo su espinazo, pero contuvo el arqueo instintivo de su cuerpo y se dejó arrastrar a la cama, mientras él insistía en hacerse el dueño de su desnudez:
— Podéis vestiros si así lo queréis, pero os prohibo que os pongáis más ropa de la que traíais puesta cuando os vi asomaros sobre las escaleras. —
Ciertamente, aquélla no era una amenaza, pero delataba el fin de la discusión. Ya habría tiempo para rebatir, para enfrentarse de igual a igual en la cotidianidad que ella esperaba llegaran a compartir alguna vez, en algún probable futuro, mas en ese momento no tuvo la Del Balzo problema alguno en ceder a sus requerimientos, como un cauce natural de la energía que ambos proyectaban hacia el otro, como una especie de imán que les empujase a ser siempre uno. Fue un movimiento armónico, una danza sincronizada y perfecta, el meterse ella en la cama, el recibirla él y amarrarla en un abrazo, para luego esconder su rostro en la concavidad suave del cuello femenino. Así, pues, asentada por fin la tregua y la paz entre ambos, Emerick no tardó en perderse en la desconocida dimensión de los sueños, teniendo por fin el descanso tanto tiempo postergado.
Mas Jîldael no pudo dormir, pese a sentirse tan agotada como el Hombre–Lobo. Y era que aquel beso en su hombro, la calidez de su abrazo tibio, su respiración tranquila, todo de él le mantenía alerta, como la cuerda afinada de un violín. Le sintió musitar palabras que la joven jamás llegó a comprender y disfrutó de las manos masculinas que se deslizaban por su silueta conforme él se dormía con mayor profundidad. Sin embargo, en vez de seguirle a los dominios de Morfeo, parecía estar ella más consciente y lúcida de su entorno. Más pronto que tarde, comprendió que no podría dormir, así que, en vez de rabiar el cansancio que sentía, prefirió disfrutar de la cercanía de su Lobo.
Suyo. Al menos por ahora.
Saboreó la palabra en el silencio de sus pensamientos y le miró dormir; vio cómo, poco a poco, la expresión de paz gobernaba el rostro masculino, cómo éste se relajaba sin temor alguno, en la confianza absoluta de que ella le protegería mientras dormía tan pacíficamente. En efecto, así era; Jîldael le acarició el rostro y besó su frente, mientras él se movía entre sueños y susurraba con extrema suavidad. Se permitió en esos momentos a solas con él recorrerle la espalda, acariciarle el pecho, dibujarle la nariz y la boca con sus dedos aún fríos y temblorosos. Se permitió enterrar las manos en el cabello sedoso del Boussingaut y embeberse de su olor, tan particular y tan conocido para ella. En cierto modo, para la Felina era la metáfora perfecta sobre la idea del hogar al que se retorna. Así se sentía ella, como si ese espacio pequeño entre los brazos de él fuera lo único que necesitara para sentirse en su hogar. Y el fuego del deseo le quemó en las entrañas y le estremeció el cuerpo entero. Era, después de todo, una gata y estaba acostumbrada a satisfacer sus placeres personales; pero no lo hizo. Fue su regalo para él; contuvo sus instintos felinos, su egoísmo y su pasión y, por el contrario, veló su sueño y le protegió de toda amenaza (incluso de ella misma). Besó sus labios una vez más, luchando con los incontables bichos que parecían alojarse en su estómago y, sabiéndose cansada, se dio a la tarea de contar lobos.
Un lobo saltó la cerca…
Sonrió. Era suficiente para ella.
Cerró los ojos, disfrutando del olor de Emerick y tuvo paz, pero no durmió. Simplemente, no podía dormir. Y (como muchas primeras veces ese día) no le importó.
Después de todo, lo único que importaba, por ahora, era que se sentía feliz. Terriblemente cansada, pero infinitamente feliz. Y entonces, él, lentamente, abrió los ojos; parecía haber viajado lejos, libre, liviano; sus párpados, poco a poco revelaron el retorno de su consciencia y se clavaron directamente en ella; parecieron decirle que estaba satisfecho de encontrarla al regreso de esa aventura particular que es esa pequeña muerte nocturna.
Jîldael le acarició el rostro, para darle la bienvenida, y le obsequió una sonrisa totalmente agotada, pero absolutamente dichosa. Se abrazó a él, olvidada por fin de su desnudez y su vergüenza, enterrando su rostro en el hueco del cuello masculino, como si aún fuera posible que todo aquello resultara sólo una broma cruel de su imaginación:
— Os amo, Emerick... — musitó ahora, con todo el peso de lo que esas palabras significaban para ella, sabiendo que, probablemente, él nunca podría corresponderle; mas no era relevante ya; lo único que necesitaba era decirlo. Si el Licántropo iba a irse, que se fuera sabiendo lo que ella sentía por él.
Le besó una incontable vez más, bebiendo su aliento, su gentileza, empapándose de su calor, alimentándose del deseo que le quemaba las entrañas y que devolvería a su marchito corazón a la vida. Sin importar el futuro que le esperara, esas horas junto a él, ese momento amarrada a su cuerpo y a sus labios serían siempre lo único que necesitaría para seguir adelante. Para sentirse viva, una vez más...
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Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”Las acciones son las semillas de los hechos donde crece el destino.”
Harry Truman
Harry Truman
El sonrojo en sus mejillas y el brillo de sus ojos había quedado grabado en la retina del aún Duque de Escocia, podía verle aún con los ojos cerrados y aún cuando su conciencia se perdiese lentamente entre las tinieblas de un muy profundo y cansado sueño. Una imagen que provocó en él sentimientos sumamente encontrados y contrapuestos, algo que no fue sólo por la falta de conciencia sino por aquello que es indómito de ella; los sentimientos.
Estar con Jîldael le provocaba bienestar, tranquilidad y un sinfín de otras cosas que en su cabeza se negaba aún a catalogar como felicidad. Aún cuando su corazón supiera firmemente que lo que la felina le provocaba jamás podría compararse con lo que hubo sentido (y aún sentía) por su esposa, le hacía sentir sucio y traicionero. Mas él mismo se había negado creer en la vida después de la muerte, se había negado a demasiadas cosas después de haberse sumergido en aquella vieja revolución en contra de la Iglesia y sus soldados asesinos, por ello sabía que lo de Lucius ya había pasado y debía seguir adelante y hacer su vida de la manera más práctica posible, puesto a que la experiencia le había enseñado ya demasiadas veces que era la única manera de mantenerse vivo, y los sentimientos traicionaban a la sobrevivencia. Sin embargo, ellos eran y seguirían siendo mucho más fuertes que él, por ello… ¿qué sentía?
Soñó con sus propias confusiones y pesares, con la culpa, la vergüenza y el regocijo de tener entre sus brazos, una vez más, el cuerpo desnudo de Jîldael. También soñó con Lucius, con sus ojos grises tan únicos e inalcanzables que, a pesar de que le veía sonriendo, le hacía sentir tristeza y melancolía. Fueron sueños agridulces, aquellos de los que no se quiere despertar, pero seguir soñándolos resulta una tortura.
Despertó con el nudo en la garganta y una extraña sensación de querer echarse a llorar sin saber porque. Era como si su corazón pidiese a gritos un descanso, como si llamase a la muerte misma como única cura de su desolación, pero su cuerpo y su cabeza, por sobre todo su cabeza, luchara con la furia de un león para mantenerle con vida y hacerle seguir adelante.
Por una fracción de segundo desconoció el techo que veía ante sus ojos, mas en seguida el tacto de su cuerpo le hicieron recordar que no estaba solo. Sus ojos buscaron inmediatamente a la francesa, a quien esperaba encontrar aún dormida, mas ella —como siempre— contradecía sus predicciones regresándole al mirada. Emerick sonrió ligeramente por su propia ingenuidad, mas su sonrisa se detuvo en sus labios al ver que ella también sonreía.
No supo que decir, pues “Buenos días” se le antojaba demasiado cliché para un primer despertar juntos. Pensarlo de esa manera le hizo recordar la noche en la misma mujer que yacía entre sus brazos le había abandonado en la oscuridad del bosque y le había dejado la absoluta merced de la Luna Llena, luego de que ella misma le había prometido su compañía. La había odiado tanto por su partida que incluso una pequeña chispa de desconfianza volvió a encenderse en ese momento, cuando se pregunto porque esta vez se había quedado. Mas ella escondió su rostro en el agujero de su cuello, como si de ese modo enterrase también su vergüenza y arrepentimiento y, por un momento, creyó que le leía la mente.
—Os amo, Emerick... —musitó repentinamente la Pantera.
…
Algo pareció desconectarse de la cabeza del Duque en el segundo después. Todo su cuerpo había quedado también atrapado por la quietud de la sorpresa y, aún sin poder desarrollar pensamiento alguno, sus ojos quisieron buscarle para poder cerciorarse de ese modo que lo que había escuchado era cierto. Mas ella fue más rápida y cortó todo movimiento con uno de sus besos. Emerick respondió más por acto reflejo que por verdadero deseo (aun cuando aquel también le hubiese hecho besarle). Era como si aquella confesión hubiese sido una bomba de energía que, como el meteorito sobre la Tierra, había significado la extinción de sus neuronas.
Le besó y le abrazó de nuevo porque no supo que más hacer, pero luego le continuó besando y abrazando porque realmente era lo que deseaba hacer y su deseo ordenaba a su cabeza que dejara de pensar y hacerle sentir culpable. Quería darse un momento, al menos uno, para aunque fuera por un instante, poder volverse a sentirse feliz.
Se arrepentiría en algún momento, lo sabía, pero también sabía que valía la pena y que ese sería su consuelo y el estandarte de su lucha en los momentos de mayor culpabilidad, pues serían sus acciones —y no el pensamiento— las que finalmente esculpirían su destino. Para bien o para mal, nunca había sido bueno conteniéndose a sí mismo y en aquel momento sólo deseaba dejarse llevar por aquel beso tierno que de una vez por todas le comprometía en el inicio de una relación —y el fin de una aventura— con la mujer que se refugiaba entre sus brazos y se filtraba como agua entre las rocas hasta tocarle el corazón.
Estar con Jîldael le provocaba bienestar, tranquilidad y un sinfín de otras cosas que en su cabeza se negaba aún a catalogar como felicidad. Aún cuando su corazón supiera firmemente que lo que la felina le provocaba jamás podría compararse con lo que hubo sentido (y aún sentía) por su esposa, le hacía sentir sucio y traicionero. Mas él mismo se había negado creer en la vida después de la muerte, se había negado a demasiadas cosas después de haberse sumergido en aquella vieja revolución en contra de la Iglesia y sus soldados asesinos, por ello sabía que lo de Lucius ya había pasado y debía seguir adelante y hacer su vida de la manera más práctica posible, puesto a que la experiencia le había enseñado ya demasiadas veces que era la única manera de mantenerse vivo, y los sentimientos traicionaban a la sobrevivencia. Sin embargo, ellos eran y seguirían siendo mucho más fuertes que él, por ello… ¿qué sentía?
Soñó con sus propias confusiones y pesares, con la culpa, la vergüenza y el regocijo de tener entre sus brazos, una vez más, el cuerpo desnudo de Jîldael. También soñó con Lucius, con sus ojos grises tan únicos e inalcanzables que, a pesar de que le veía sonriendo, le hacía sentir tristeza y melancolía. Fueron sueños agridulces, aquellos de los que no se quiere despertar, pero seguir soñándolos resulta una tortura.
Despertó con el nudo en la garganta y una extraña sensación de querer echarse a llorar sin saber porque. Era como si su corazón pidiese a gritos un descanso, como si llamase a la muerte misma como única cura de su desolación, pero su cuerpo y su cabeza, por sobre todo su cabeza, luchara con la furia de un león para mantenerle con vida y hacerle seguir adelante.
Por una fracción de segundo desconoció el techo que veía ante sus ojos, mas en seguida el tacto de su cuerpo le hicieron recordar que no estaba solo. Sus ojos buscaron inmediatamente a la francesa, a quien esperaba encontrar aún dormida, mas ella —como siempre— contradecía sus predicciones regresándole al mirada. Emerick sonrió ligeramente por su propia ingenuidad, mas su sonrisa se detuvo en sus labios al ver que ella también sonreía.
No supo que decir, pues “Buenos días” se le antojaba demasiado cliché para un primer despertar juntos. Pensarlo de esa manera le hizo recordar la noche en la misma mujer que yacía entre sus brazos le había abandonado en la oscuridad del bosque y le había dejado la absoluta merced de la Luna Llena, luego de que ella misma le había prometido su compañía. La había odiado tanto por su partida que incluso una pequeña chispa de desconfianza volvió a encenderse en ese momento, cuando se pregunto porque esta vez se había quedado. Mas ella escondió su rostro en el agujero de su cuello, como si de ese modo enterrase también su vergüenza y arrepentimiento y, por un momento, creyó que le leía la mente.
—Os amo, Emerick... —musitó repentinamente la Pantera.
…
Algo pareció desconectarse de la cabeza del Duque en el segundo después. Todo su cuerpo había quedado también atrapado por la quietud de la sorpresa y, aún sin poder desarrollar pensamiento alguno, sus ojos quisieron buscarle para poder cerciorarse de ese modo que lo que había escuchado era cierto. Mas ella fue más rápida y cortó todo movimiento con uno de sus besos. Emerick respondió más por acto reflejo que por verdadero deseo (aun cuando aquel también le hubiese hecho besarle). Era como si aquella confesión hubiese sido una bomba de energía que, como el meteorito sobre la Tierra, había significado la extinción de sus neuronas.
Le besó y le abrazó de nuevo porque no supo que más hacer, pero luego le continuó besando y abrazando porque realmente era lo que deseaba hacer y su deseo ordenaba a su cabeza que dejara de pensar y hacerle sentir culpable. Quería darse un momento, al menos uno, para aunque fuera por un instante, poder volverse a sentirse feliz.
Se arrepentiría en algún momento, lo sabía, pero también sabía que valía la pena y que ese sería su consuelo y el estandarte de su lucha en los momentos de mayor culpabilidad, pues serían sus acciones —y no el pensamiento— las que finalmente esculpirían su destino. Para bien o para mal, nunca había sido bueno conteniéndose a sí mismo y en aquel momento sólo deseaba dejarse llevar por aquel beso tierno que de una vez por todas le comprometía en el inicio de una relación —y el fin de una aventura— con la mujer que se refugiaba entre sus brazos y se filtraba como agua entre las rocas hasta tocarle el corazón.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“La juventud es feliz porque tiene la capacidad de ver la belleza. Cualquiera que conserve la capacidad de ver la belleza jamás envejece.”
Franz Kafka.
Franz Kafka.
Había cientos de razones por las cuales era mejor detenerse y poner fría distancia entre ambos, la primera de ellas el propio Lican; le pareció, por un instante malévolo, que Emerick respondía a su beso sólo por inercia, más que por el deseo sincero de compartir esa intimidad con ella. Pero entonces, él la apretó más hacia sí y cualquier duda se desvaneció antes de siquiera llegar a formularla.
Entonces aparecieron las otras incontables razones. Ambos eran prófugos. Ella tenía mal carácter. Él estaba enamorado de otra mujer (un fantasma, ¡Jîldael nunca podría contra ella!). Estaban en la casa de otro. Y no era cualquier “otro”. Era Valentino. Un “otro” que pesaba mucho en la vida de la Felina. Quizás demasiado. Sin embargo, ninguna de esas poderosas razones era capaz de apagar el fuego que le atenazaba el cuerpo entero.
Sabiendo que era perder el tiempo, quiso intentarlo de todos modos; en cierta manera, necesitaba sentir que había sido correcta, que había estado a la altura de Emerick, que había sido decente; así pues, con renuencia y casi dolor, logró dejar los labios del Lobo y mirarle a los ojos:
— Quiero mereceros, Emerick… — musitó, derrotada, y le acarició el rostro. Tenía él un rostro tan hermoso; una textura tan singularmente suave a su tacto, a veces, demasiado rudo para ser el de una mujer; se detuvo en las cejas, en las mejillas, pero evitó deliberadamente los labios; aún intentaba luchar — No puedo… — replicó, vencida, mientras un estremecimiento le sacudía de pies a cabeza y se estrechaba al Lobo como la náufraga que siempre sería.
Y era que no podía más, no con él tan cerca; no con el temor creciente de que aquélla fuera la única oportunidad de estar juntos; no con su olor tan penetrante y seductor. Estaba desnuda, lo recordó de golpe, cuando él apenas se movió y su piel reaccionó, enhiesta y febril al deseo que la seguía consumiendo.
—No quiero… — admitió, mientras le besaba con una fiereza nueva, con el ímpetu de su juventud felina y el deseo anhelante de la Pantera que pelearía por someter al Lobo.
Ella sólo sabía amar de una manera: violenta y furiosa. Amaba como aman los gatos; posesiva, impetuosa, salvaje. De ese modo, y no de otro, le arañó la espalda, sin acuerdos previos, le jaló los cabellos y lo empujó contra la cama, al tiempo que se montaba sobre Emerick, a horcajadas, y le atrapaba por las muñecas. Dejó que sus cabellos cayeran sobre él, como una cortina que les separaba del mundo, creando un mundo propio, que sólo era para ellos dos.
— Juro que lo intenté. Emerick Boussingaut… Pero no puedo… — se calló de golpe; no podía detenerse, y tampoco podía decirlo.
Sobre todas las cosas, aún le quedaba orgullo y ese orgullo le impedía suplicar; podía muchas cosas por quienes amaba, excepto aquélla. ¿Cómo le iba a rogar ser amada? ¿Cómo le iba a pedir que le diera una última oportunidad? Pudo arrojarse a sí misma, admitiendo que le amaba, pero no era capaz de decirle cuánto lo deseaba, cuánto quería fundirse con él, cuánto necesitaba de sus abrazos, de sus besos, incluso de sus peleas. Y era que la sola posibilidad de ser rechazada, de recibir ese “no” definitivo e inquebrantable era algo para lo que no podía sentirse preparada.
Quería, y quería tanto, que él le concediera esa hora, ese instante, que (como ella) pudiera olvidarse de todo excepto del deseo que les impelía a ser uno; mas parecía que aquella urgencia sólo carcomía a Jîldael; parecía como si Emerick estuviera por sobre todas aquellas mundanales exigencias; parecía libre de las torturas más humanas y pasionales. Fue por eso que, pese al terrible deseo, ella tampoco pudo moverse. ¿Cómo decirle, se preguntó otra vez, cuán simple y desesperada era su necesidad? Decir “sexo” le parecía sucio y ruin; decir “amor” otra vez no sólo era humillante, peor aún, era atávico, casi carcelero.
Así, pues, la Pantera en su interior rugió, furiosa y dolida. Allí volaba, otra vez, la deuda pendiente, el deseo perdido, la cópula inconclusa. Ninguno de ellos se movió y Jîldael sólo pudo quedarse allí, congelada en ese instante infinito, como una estatua cincelada por el Destino que, una vez más, se cernía sobre ellos para ver cómo desencadenaba todo aquello.
Era, después de todo, la Hora del Lobo.
Y la Pantera, llorosa y enojada, esperó a que llegara su momento. Le sobraba orgullo. Pero también paciencia.
***
Entonces aparecieron las otras incontables razones. Ambos eran prófugos. Ella tenía mal carácter. Él estaba enamorado de otra mujer (un fantasma, ¡Jîldael nunca podría contra ella!). Estaban en la casa de otro. Y no era cualquier “otro”. Era Valentino. Un “otro” que pesaba mucho en la vida de la Felina. Quizás demasiado. Sin embargo, ninguna de esas poderosas razones era capaz de apagar el fuego que le atenazaba el cuerpo entero.
Sabiendo que era perder el tiempo, quiso intentarlo de todos modos; en cierta manera, necesitaba sentir que había sido correcta, que había estado a la altura de Emerick, que había sido decente; así pues, con renuencia y casi dolor, logró dejar los labios del Lobo y mirarle a los ojos:
— Quiero mereceros, Emerick… — musitó, derrotada, y le acarició el rostro. Tenía él un rostro tan hermoso; una textura tan singularmente suave a su tacto, a veces, demasiado rudo para ser el de una mujer; se detuvo en las cejas, en las mejillas, pero evitó deliberadamente los labios; aún intentaba luchar — No puedo… — replicó, vencida, mientras un estremecimiento le sacudía de pies a cabeza y se estrechaba al Lobo como la náufraga que siempre sería.
Y era que no podía más, no con él tan cerca; no con el temor creciente de que aquélla fuera la única oportunidad de estar juntos; no con su olor tan penetrante y seductor. Estaba desnuda, lo recordó de golpe, cuando él apenas se movió y su piel reaccionó, enhiesta y febril al deseo que la seguía consumiendo.
—No quiero… — admitió, mientras le besaba con una fiereza nueva, con el ímpetu de su juventud felina y el deseo anhelante de la Pantera que pelearía por someter al Lobo.
Ella sólo sabía amar de una manera: violenta y furiosa. Amaba como aman los gatos; posesiva, impetuosa, salvaje. De ese modo, y no de otro, le arañó la espalda, sin acuerdos previos, le jaló los cabellos y lo empujó contra la cama, al tiempo que se montaba sobre Emerick, a horcajadas, y le atrapaba por las muñecas. Dejó que sus cabellos cayeran sobre él, como una cortina que les separaba del mundo, creando un mundo propio, que sólo era para ellos dos.
— Juro que lo intenté. Emerick Boussingaut… Pero no puedo… — se calló de golpe; no podía detenerse, y tampoco podía decirlo.
Sobre todas las cosas, aún le quedaba orgullo y ese orgullo le impedía suplicar; podía muchas cosas por quienes amaba, excepto aquélla. ¿Cómo le iba a rogar ser amada? ¿Cómo le iba a pedir que le diera una última oportunidad? Pudo arrojarse a sí misma, admitiendo que le amaba, pero no era capaz de decirle cuánto lo deseaba, cuánto quería fundirse con él, cuánto necesitaba de sus abrazos, de sus besos, incluso de sus peleas. Y era que la sola posibilidad de ser rechazada, de recibir ese “no” definitivo e inquebrantable era algo para lo que no podía sentirse preparada.
Quería, y quería tanto, que él le concediera esa hora, ese instante, que (como ella) pudiera olvidarse de todo excepto del deseo que les impelía a ser uno; mas parecía que aquella urgencia sólo carcomía a Jîldael; parecía como si Emerick estuviera por sobre todas aquellas mundanales exigencias; parecía libre de las torturas más humanas y pasionales. Fue por eso que, pese al terrible deseo, ella tampoco pudo moverse. ¿Cómo decirle, se preguntó otra vez, cuán simple y desesperada era su necesidad? Decir “sexo” le parecía sucio y ruin; decir “amor” otra vez no sólo era humillante, peor aún, era atávico, casi carcelero.
Así, pues, la Pantera en su interior rugió, furiosa y dolida. Allí volaba, otra vez, la deuda pendiente, el deseo perdido, la cópula inconclusa. Ninguno de ellos se movió y Jîldael sólo pudo quedarse allí, congelada en ese instante infinito, como una estatua cincelada por el Destino que, una vez más, se cernía sobre ellos para ver cómo desencadenaba todo aquello.
Era, después de todo, la Hora del Lobo.
Y la Pantera, llorosa y enojada, esperó a que llegara su momento. Le sobraba orgullo. Pero también paciencia.
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Localización : Junto a mi Maestre... aquí o allá...
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”La pasión de dominar es la más terrible de todas las enfermedades del espíritu humano.”
Voltaire
Voltaire
Sintió el repentino abrazo de la felina apretándole la piel, lo interpretó como una muestra de agradecimiento, como el niño que abraza aún más fuerte cuando se siente aceptado y protegido, le veía con intenciones puras, tranquilas y tiernas, como había sido aquel beso primero, y entonces supo que había hecho lo correcto. Pero como siempre, todas las suposiciones en al vida del Boussingaut, duraban realmente poco.
Jîldael se alejó para mirarle a los ojos y Emerick sonrió relajado, alzando una de sus marcadas manos para acomodarle el cabello por detrás de una de sus orejas. Se acariciaban el uno al otro en una conexión demasiado intima y también demasiado frágil. Lo supo en el cambio de su mirada, en la rigidez de su boca y los latidos de su pecho, palpitante contra el suyo. No fue ni siquiera necesaria aquella confesión suya, pues aún antes de que las palabras sobraran, su propio cuerpo traicionero había ya comenzado a responder a lo que el cuerpo de la cambiante quería, sin que su cerebro se diera cuenta.
El mismo febril estremecimiento que antes recorriera a Jîldael se apoderó también del cuerpo de Emerick y entonces el lobo se movió apenas, se movió lo que pudo antes del capturado nuevamente por la fuerza voraz de ese nuevo beso. Sus brazos le abrazaron aún antes que el pensamiento y sus labios devoraron de su aliento el veneno que paralizara su conciencia y le hiciera olvidar de su pasado, convirtiéndose en la llave que liberara al lobo de esa prisión humana en donde aún se le mantenía encarcelado.
El can gruñó y apretó sus dientes cuando la felina le enterró las uñas y tiró de sus cabellos, invocando a lo más salvaje del lobo, como incita a al bestia a salir de su jaula a través de intimidaciones y latigazos que para una bestia indómita como la suya, no es más que una provocación de quien hoza quitarle la dominancia al lobo alfa. Quizo pelear por ella, quizo lanzarse sobre la gata atrevida y cogerle del cuello para someterla bajo su peso, por lo que con su propia fuerza masculina, desprendió sus muñecas de la cama contra la que ella le aprisionaba y le tomó de las manos entrelazando sus dedos justo cuando ella se detenía para mirarle, para admitir sus derrota, para decir su “No puedo”.
Emerick se detuvo de pronto, las palabras, ese lenguaje verbal que el ser humano había ganado tras milenios de evolución, apelaba —sin tener las intenciones de hacerlo— al regreso de su conciencia, de su capacidad pensante y la presencia del hombre que hacía minutos atrás se había quedado encerrado en el foso del deseo. Volvía a sentirse como primeras sensaciones del despertar, como la inseguridad de no saber aún si se está soñando o se tiene ya los ojos abiertos, como la confusión provocada por una nueva realidad repentinamente impuesta ante los ojos acababan de abandonar su ceguera. Le miró por un instante y al segundo siguiente su cabeza fue capaz de hacer la conexión de lo que estaba ocurriendo y lo que sucedería, la peligrosidad de la felina que tenía encima, la amenaza de su cuerpo desnudo y las ganas que en el suyo habían aflorado, pero ¿qué importaba ya si ya le había besado de aquella manera en la que le había hecho su pareja?
Un nuevo pinchazo de culpa se le clavó en la cabeza mientras que el pragmatismo de su conciencia intentó a echarlo afuera. Jîldael lograba confundirle hasta el grado de odiarse a sí mismo y aquello volvía también a despertar parte del odio que guardaba contra el mundo. Se sintió confundido, amenazado y vulnerable, por un momento comprendió que sí él no decidía un camino ahora, sería arrastrado por las decisiones de ella e, inconscientemente, el odio reprimido también echó encima su palada de arena.
No esperó un nuevo segundo, ni dio espacio a una nueva mirada, se incorporó sobre la cama, despegando su espalda desde las sábanas para girarse sobre sí mismo y arrastrar a la felina hacia un costado sin permitirle darle la cara. La dejó prácticamente en la misma posición en la que antes se encontraba, en sus cuatro extremidades apoyadas sobre las sábanas que ahora estaban vacías, pues él se posaba sobre su espalda y con uno de sus brazos rompía el apoyo de la mujer, haciéndole caer sobre la almohada y presionando contra la cama con su propio peso.
Pudo sentir ahora, con mayor claridad, el roce de la desnudez de sus glúteos contra la rigidez de su pantalón que a pesar de todo luchaba por aprisionarle el deseo. Inspiró profundo el aroma de sus cabellos y rozó su mejilla con su nuca, como si de ese modo buscase desprender un poco del aroma que deseaba capturar en foso de sus sentidos. Y la mano libre le recorrió entera, desde el inicio de sus hombros hasta bajar por sus costillas y apoderarse de uno de sus pechos y seguir bajando por el espacio apretado de su vientre aprisionado, sin detener su camino hasta internarse en lo más húmedo de sus entrañas.
—¿Es esto lo quieres?
Preguntó junto a su oído, aprisionándole aún más contra las sábanas. Dejándole inmóvil y apresada, mientras sus caderas se sacudían la timidez de encima y buscaban incrementar el estremecimiento y las sensaciones.
—¿Es esto?
Arremetió con aún más fiereza en el tono de su boca apretada contra la nuca que mordisqueó apretando un poco de su piel y jalando alguno de sus cabellos con sus propios dientes al tiempo que sus dedos se enterraban aún poco más, de manera brusca y posesiva, en la concavidad de su cuerpo.
Jîldael se alejó para mirarle a los ojos y Emerick sonrió relajado, alzando una de sus marcadas manos para acomodarle el cabello por detrás de una de sus orejas. Se acariciaban el uno al otro en una conexión demasiado intima y también demasiado frágil. Lo supo en el cambio de su mirada, en la rigidez de su boca y los latidos de su pecho, palpitante contra el suyo. No fue ni siquiera necesaria aquella confesión suya, pues aún antes de que las palabras sobraran, su propio cuerpo traicionero había ya comenzado a responder a lo que el cuerpo de la cambiante quería, sin que su cerebro se diera cuenta.
El mismo febril estremecimiento que antes recorriera a Jîldael se apoderó también del cuerpo de Emerick y entonces el lobo se movió apenas, se movió lo que pudo antes del capturado nuevamente por la fuerza voraz de ese nuevo beso. Sus brazos le abrazaron aún antes que el pensamiento y sus labios devoraron de su aliento el veneno que paralizara su conciencia y le hiciera olvidar de su pasado, convirtiéndose en la llave que liberara al lobo de esa prisión humana en donde aún se le mantenía encarcelado.
El can gruñó y apretó sus dientes cuando la felina le enterró las uñas y tiró de sus cabellos, invocando a lo más salvaje del lobo, como incita a al bestia a salir de su jaula a través de intimidaciones y latigazos que para una bestia indómita como la suya, no es más que una provocación de quien hoza quitarle la dominancia al lobo alfa. Quizo pelear por ella, quizo lanzarse sobre la gata atrevida y cogerle del cuello para someterla bajo su peso, por lo que con su propia fuerza masculina, desprendió sus muñecas de la cama contra la que ella le aprisionaba y le tomó de las manos entrelazando sus dedos justo cuando ella se detenía para mirarle, para admitir sus derrota, para decir su “No puedo”.
Emerick se detuvo de pronto, las palabras, ese lenguaje verbal que el ser humano había ganado tras milenios de evolución, apelaba —sin tener las intenciones de hacerlo— al regreso de su conciencia, de su capacidad pensante y la presencia del hombre que hacía minutos atrás se había quedado encerrado en el foso del deseo. Volvía a sentirse como primeras sensaciones del despertar, como la inseguridad de no saber aún si se está soñando o se tiene ya los ojos abiertos, como la confusión provocada por una nueva realidad repentinamente impuesta ante los ojos acababan de abandonar su ceguera. Le miró por un instante y al segundo siguiente su cabeza fue capaz de hacer la conexión de lo que estaba ocurriendo y lo que sucedería, la peligrosidad de la felina que tenía encima, la amenaza de su cuerpo desnudo y las ganas que en el suyo habían aflorado, pero ¿qué importaba ya si ya le había besado de aquella manera en la que le había hecho su pareja?
Un nuevo pinchazo de culpa se le clavó en la cabeza mientras que el pragmatismo de su conciencia intentó a echarlo afuera. Jîldael lograba confundirle hasta el grado de odiarse a sí mismo y aquello volvía también a despertar parte del odio que guardaba contra el mundo. Se sintió confundido, amenazado y vulnerable, por un momento comprendió que sí él no decidía un camino ahora, sería arrastrado por las decisiones de ella e, inconscientemente, el odio reprimido también echó encima su palada de arena.
No esperó un nuevo segundo, ni dio espacio a una nueva mirada, se incorporó sobre la cama, despegando su espalda desde las sábanas para girarse sobre sí mismo y arrastrar a la felina hacia un costado sin permitirle darle la cara. La dejó prácticamente en la misma posición en la que antes se encontraba, en sus cuatro extremidades apoyadas sobre las sábanas que ahora estaban vacías, pues él se posaba sobre su espalda y con uno de sus brazos rompía el apoyo de la mujer, haciéndole caer sobre la almohada y presionando contra la cama con su propio peso.
Pudo sentir ahora, con mayor claridad, el roce de la desnudez de sus glúteos contra la rigidez de su pantalón que a pesar de todo luchaba por aprisionarle el deseo. Inspiró profundo el aroma de sus cabellos y rozó su mejilla con su nuca, como si de ese modo buscase desprender un poco del aroma que deseaba capturar en foso de sus sentidos. Y la mano libre le recorrió entera, desde el inicio de sus hombros hasta bajar por sus costillas y apoderarse de uno de sus pechos y seguir bajando por el espacio apretado de su vientre aprisionado, sin detener su camino hasta internarse en lo más húmedo de sus entrañas.
—¿Es esto lo quieres?
Preguntó junto a su oído, aprisionándole aún más contra las sábanas. Dejándole inmóvil y apresada, mientras sus caderas se sacudían la timidez de encima y buscaban incrementar el estremecimiento y las sensaciones.
—¿Es esto?
Arremetió con aún más fiereza en el tono de su boca apretada contra la nuca que mordisqueó apretando un poco de su piel y jalando alguno de sus cabellos con sus propios dientes al tiempo que sus dedos se enterraban aún poco más, de manera brusca y posesiva, en la concavidad de su cuerpo.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Fecha de inscripción : 23/09/2012
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“La única ventaja de jugar con fuego es que aprende uno a no quemarse.”
Oscar Wilde.
Oscar Wilde.
Él era el alfa, después de todo. Con una fuerza sobrehumana, en un movimiento desgarbado, tan propio de él, Emerick se incorporó y la sometió en la burda posición tan propia de los canes. El orgullo de Jîldael bufó, herido y loco, al tiempo que enterraba toda duda o miedo más allá de la consciencia que era aplastada indolentemente por el fuego de la pasión que les envolvía. La joven sonrió, a pesar de la postura en que ahora se hallaba, pues era lo que a fin de cuentas había estado deseando desde que le viera a la entrada de la casa; tanto le había deseado que toda esa pérdida de tiempo no había sido otra cosa más que un noble y fallido intento de estar a su altura y merecer así su amor.
Pero ahora, que ambas bestias eran por fin libres, ya nada que proviniera del intelecto humano podía tener el menor sentido. ¿Qué eran, a fin de cuentas, la moral, las convenciones sociales frente al impulso más ancestral de la especie humana? ¡Nada! ¡Bagatelas! ¡Fruslerías! Y Lobo y Pantera no tenían tiempo para semejantes nimiedades. Estaban allí para ser tormenta y terror, para despedazar el mundo y volver a construirlo, para, al final de ese terrible y amargo camino, hacer nuevas todas las cosas.
Así pues, Emerick batalló contra la Cambiante como el gigante que era: enorme, poderoso, insondable. Y ella se alzó con la misma altanería, herido el orgullo, encendido el fuego que parecía extinto en su corazón apenas unas horas atrás. Y le amó aún más, con la fuerza de la irracionalidad, con la perpetuidad de aquello que no se entiende ni se controla, pero que yace en lo más intrínseco y secreto de cada ser. Ese día sellaban el pacto tanto tiempo adeudado y adquirían uno nuevo que sólo la Muerte podría romper (quizás ni siquiera Hades tuviera la fuerza de oponerse a la voluntad titánica que empezaban a construir la Del Balzo y el Boussingaut). Con el poder de la montaña que no reverencia al viento, el Duque la abrazó por la espalda y la aplastó contra la cama, como si no pudiera –pese a todo– permanecer lejos de ella. Podía sentirlo, fuerte, furioso, invencible; había crecido en esos momentos, como una fuerza que ya no puede ser contenida por un cuerpo, que necesita llenar todos los espacios para imponer su voluntad, que es invisible y palpable, como un muro de concreto, hecho de aire, creado para dominarlo todo. Pero Emerick no luchaba contra cualquiera; Jîldael era su contendiente y estaría a la altura de la lid amorosa que ahora los enfrentaba en sus fuerzas más brutas y primitivas.
La Del Balzo gruñó, ardiente, al tiempo que se arqueaba contra él, para sentirle lo más cerca posible, para embeberse de su olor, de sus palabras, para adueñarse de todo lo que el Boussingaut tuviera para darle. Le sintió recorrerle los pechos llenos, deslizarse firme y desesperado por su piel, hasta perderse en lo más cálido de su húmeda femineidad. Sintió como él le apretaba con una fuerza desmedida que le hizo gritar, mitad de dolor, mitad de placer, mientras se apegaba a su oído:
— ¿Es esto lo quieres? — masculló, ahogándola contra la fina seda de las sábanas, mientras su mano, experta, seguía moviéndose dentro de ella, preparándola para el momento crucial; le sintió endurecerse contra sus nalgas, al tiempo que el calor entre ambos aumentaba a pasos agigantados. La bestia no resistiría mucho más — ¿Es esto? —
Perdido en el fuego de su propia pasión, el Lobo se abrió paso entre las reticencias del humano y le dobló la voluntad. La apretó contra sí y la mordió, en la prueba más salvaje de su deseo por poseerla. Jîldael sintió el dolor a lo largo de todo su espinazo, cuyo látigo inmisericorde alcanzó las fibras más íntimas de su cuerpo y de su alma. Gritó otra vez, se sacudió, desesperada una parte de sí (la humana), buscando alejar de sí semejante agresión. Pero la Pantera, libre de toda limitación, jadeó rabiosa el placer malsano de la violencia con la que ambos se habían embriagado hacía mucho.
Con la misma descomunal y dolorosa fuerza, la Felina se despegó de la cama y se dio el suficiente espacio para girarse sin romper el rudo abrazo con que Emerick la controlaba, hasta que consiguió quedar de frente a él. Ciertamente, no era un cándido muchacho descubriendo el amor; era un experto en estas materias y conseguiría lo que deseaba con o sin su aprobación. Sonrió, satisfecha; no quería un sirviente; quería un igual, alguien que resistiera como ella resistía, que estuviera dispuesto a cruzar todos los límites que antes no sabía que deseaba romper; quería muchas cosas, después de todo, que sólo Emerick podría comprender y compartir.
— Sí. — respondió con una certeza abrumadora, como si esa sola palabra sellara para siempre todo su destino — Quiero esto, cada día de mi vida, por el resto de mi vida…, pero sólo si eres tú. — se condenó a sí misma, sin la mejor culpa. Así él huyera en ese momento, no había nada de lo que Jîldael pudiera arrepentirse.
Respiró un segundo y, por un momento, sujetó a su Pantera y dejó que su razón tomara el control de sus actos y sus palabras. Le acarició el rostro, una vez más; lo miró con sumo detalle, para aprenderse cada marca, cada cicatriz de ese rostro amado, de ese hombre que ahora era su hombre. Le besó los labios, otra vez, en un beso nuevo. No era ya el beso desesperado, ni hambriento; era el beso dominante, aquél con que marcaba su territorio y su posesión. Emerick era suyo (aunque él mismo aún no lo supiera); ella le reclamaba, le llamaba a su lado; se entregaba a él para que él se entregara a ella y firmaran el pacto tácito de pertenencia. Enterró las uñas en la espalda del can y volvió a arañarle, ahora más lento y más profundo. Conforme sus manos descendieron por el torso masculino, más se empoderaba la Pantera de la mujer; la Felina era una gata celosa y se lo demostraba al que, con cada segundo y con cada marca se convertía en su pareja, en su compañero, en su señor... Entonces, sus manos chocaron contra el pantalón que le separaba de la hombría que tanto anhelaba dentro de sí.
Otro gruñido de su deseo violento y animal escapó de la boca femenina, pero Jîldael no estaba para mojigaterías y, sin la menor pérdida de tiempo, empujó la molesta prenda hacia abajo, hasta que ambos cuerpos estuvieron liberados; eran uno solo, combinación perfecta del Can y la Felina, la armonía de los opuestos que ciertamente se atraen y se consumen en su placer. Miró a Emerick, mientras era el turno de su mano de torturarle a él en su punto más vulnerable. Apretó su hombría en el límite justo de la brutalidad, sosteniendo la mirada masculina, memorizando cada mueca de placer y de dolor; en silencio, le agradeció que él jamás le quitara los ojos de encima, que compartiera con ella cada una de las emociones que ambos descubrían y se regalaban mutuamente.
En uno de los tantos espasmos que compartían, Jîldael también gritó y se arqueó, pero luchó desesperada por no dejar de mirarle, por no dejar de pertenecerle; apretó su frente contra la de él y bebió de su aliento, fresco y cálido, al tiempo que le devolvía el guantazo:
— Yo lo quiero, Emerick, como probablemente nunca he querido nada… — gimió, rendida ante las caricias lobunas de su hombre, perdida por un momento la lucidez y la razón — La pregunta es — insistió ahora en contraatacar — ¿Quieres esto tú? — le preguntó, fiera, mientras volvía al ataque y le estrujaba el deseo con violencia renovada.
Quería su respuesta, pero no podía estarse quieta y, mientras él procesaba su pregunta, ya la Del Balzo se acomodaba en el lecho y separaba sus piernas para darle paso hacia su intimidad. Acercó su pelvis al cuerpo de Emerick y dejó que el calor de ambos se encontrara en el abrazo en que lo envolvió, pero no lo empujó dentro de ella. Ese paso final tenía que ser libre. Él tenía que quererlo tanto como ella. Por eso, y nada más que por eso, ralentizó su respiración y aguardó, ansiosa…
Y en ese instante glorioso no hubo pasado, ni dolor, ni miedo. No había futuros, ni arrepentimientos, ni decepciones. Había un “ahora” y un “nosotros”. Y el macho alfa era quien debía consumar la sagrada unión. La Pantera, fingidamente sumisa, se inclinaba ante el que voluntariamente escogía como su hombre. Había que ver ahora, si el hombre quería hacerla su mujer.
Y el destino vibró como la cuerda de un violín: afinada, tensa, dura… Y Jîldael gimió, una vez más, ahogada en el deseo con que Emerick la quemaba…
***
Pero ahora, que ambas bestias eran por fin libres, ya nada que proviniera del intelecto humano podía tener el menor sentido. ¿Qué eran, a fin de cuentas, la moral, las convenciones sociales frente al impulso más ancestral de la especie humana? ¡Nada! ¡Bagatelas! ¡Fruslerías! Y Lobo y Pantera no tenían tiempo para semejantes nimiedades. Estaban allí para ser tormenta y terror, para despedazar el mundo y volver a construirlo, para, al final de ese terrible y amargo camino, hacer nuevas todas las cosas.
Así pues, Emerick batalló contra la Cambiante como el gigante que era: enorme, poderoso, insondable. Y ella se alzó con la misma altanería, herido el orgullo, encendido el fuego que parecía extinto en su corazón apenas unas horas atrás. Y le amó aún más, con la fuerza de la irracionalidad, con la perpetuidad de aquello que no se entiende ni se controla, pero que yace en lo más intrínseco y secreto de cada ser. Ese día sellaban el pacto tanto tiempo adeudado y adquirían uno nuevo que sólo la Muerte podría romper (quizás ni siquiera Hades tuviera la fuerza de oponerse a la voluntad titánica que empezaban a construir la Del Balzo y el Boussingaut). Con el poder de la montaña que no reverencia al viento, el Duque la abrazó por la espalda y la aplastó contra la cama, como si no pudiera –pese a todo– permanecer lejos de ella. Podía sentirlo, fuerte, furioso, invencible; había crecido en esos momentos, como una fuerza que ya no puede ser contenida por un cuerpo, que necesita llenar todos los espacios para imponer su voluntad, que es invisible y palpable, como un muro de concreto, hecho de aire, creado para dominarlo todo. Pero Emerick no luchaba contra cualquiera; Jîldael era su contendiente y estaría a la altura de la lid amorosa que ahora los enfrentaba en sus fuerzas más brutas y primitivas.
La Del Balzo gruñó, ardiente, al tiempo que se arqueaba contra él, para sentirle lo más cerca posible, para embeberse de su olor, de sus palabras, para adueñarse de todo lo que el Boussingaut tuviera para darle. Le sintió recorrerle los pechos llenos, deslizarse firme y desesperado por su piel, hasta perderse en lo más cálido de su húmeda femineidad. Sintió como él le apretaba con una fuerza desmedida que le hizo gritar, mitad de dolor, mitad de placer, mientras se apegaba a su oído:
— ¿Es esto lo quieres? — masculló, ahogándola contra la fina seda de las sábanas, mientras su mano, experta, seguía moviéndose dentro de ella, preparándola para el momento crucial; le sintió endurecerse contra sus nalgas, al tiempo que el calor entre ambos aumentaba a pasos agigantados. La bestia no resistiría mucho más — ¿Es esto? —
Perdido en el fuego de su propia pasión, el Lobo se abrió paso entre las reticencias del humano y le dobló la voluntad. La apretó contra sí y la mordió, en la prueba más salvaje de su deseo por poseerla. Jîldael sintió el dolor a lo largo de todo su espinazo, cuyo látigo inmisericorde alcanzó las fibras más íntimas de su cuerpo y de su alma. Gritó otra vez, se sacudió, desesperada una parte de sí (la humana), buscando alejar de sí semejante agresión. Pero la Pantera, libre de toda limitación, jadeó rabiosa el placer malsano de la violencia con la que ambos se habían embriagado hacía mucho.
Con la misma descomunal y dolorosa fuerza, la Felina se despegó de la cama y se dio el suficiente espacio para girarse sin romper el rudo abrazo con que Emerick la controlaba, hasta que consiguió quedar de frente a él. Ciertamente, no era un cándido muchacho descubriendo el amor; era un experto en estas materias y conseguiría lo que deseaba con o sin su aprobación. Sonrió, satisfecha; no quería un sirviente; quería un igual, alguien que resistiera como ella resistía, que estuviera dispuesto a cruzar todos los límites que antes no sabía que deseaba romper; quería muchas cosas, después de todo, que sólo Emerick podría comprender y compartir.
— Sí. — respondió con una certeza abrumadora, como si esa sola palabra sellara para siempre todo su destino — Quiero esto, cada día de mi vida, por el resto de mi vida…, pero sólo si eres tú. — se condenó a sí misma, sin la mejor culpa. Así él huyera en ese momento, no había nada de lo que Jîldael pudiera arrepentirse.
Respiró un segundo y, por un momento, sujetó a su Pantera y dejó que su razón tomara el control de sus actos y sus palabras. Le acarició el rostro, una vez más; lo miró con sumo detalle, para aprenderse cada marca, cada cicatriz de ese rostro amado, de ese hombre que ahora era su hombre. Le besó los labios, otra vez, en un beso nuevo. No era ya el beso desesperado, ni hambriento; era el beso dominante, aquél con que marcaba su territorio y su posesión. Emerick era suyo (aunque él mismo aún no lo supiera); ella le reclamaba, le llamaba a su lado; se entregaba a él para que él se entregara a ella y firmaran el pacto tácito de pertenencia. Enterró las uñas en la espalda del can y volvió a arañarle, ahora más lento y más profundo. Conforme sus manos descendieron por el torso masculino, más se empoderaba la Pantera de la mujer; la Felina era una gata celosa y se lo demostraba al que, con cada segundo y con cada marca se convertía en su pareja, en su compañero, en su señor... Entonces, sus manos chocaron contra el pantalón que le separaba de la hombría que tanto anhelaba dentro de sí.
Otro gruñido de su deseo violento y animal escapó de la boca femenina, pero Jîldael no estaba para mojigaterías y, sin la menor pérdida de tiempo, empujó la molesta prenda hacia abajo, hasta que ambos cuerpos estuvieron liberados; eran uno solo, combinación perfecta del Can y la Felina, la armonía de los opuestos que ciertamente se atraen y se consumen en su placer. Miró a Emerick, mientras era el turno de su mano de torturarle a él en su punto más vulnerable. Apretó su hombría en el límite justo de la brutalidad, sosteniendo la mirada masculina, memorizando cada mueca de placer y de dolor; en silencio, le agradeció que él jamás le quitara los ojos de encima, que compartiera con ella cada una de las emociones que ambos descubrían y se regalaban mutuamente.
En uno de los tantos espasmos que compartían, Jîldael también gritó y se arqueó, pero luchó desesperada por no dejar de mirarle, por no dejar de pertenecerle; apretó su frente contra la de él y bebió de su aliento, fresco y cálido, al tiempo que le devolvía el guantazo:
— Yo lo quiero, Emerick, como probablemente nunca he querido nada… — gimió, rendida ante las caricias lobunas de su hombre, perdida por un momento la lucidez y la razón — La pregunta es — insistió ahora en contraatacar — ¿Quieres esto tú? — le preguntó, fiera, mientras volvía al ataque y le estrujaba el deseo con violencia renovada.
Quería su respuesta, pero no podía estarse quieta y, mientras él procesaba su pregunta, ya la Del Balzo se acomodaba en el lecho y separaba sus piernas para darle paso hacia su intimidad. Acercó su pelvis al cuerpo de Emerick y dejó que el calor de ambos se encontrara en el abrazo en que lo envolvió, pero no lo empujó dentro de ella. Ese paso final tenía que ser libre. Él tenía que quererlo tanto como ella. Por eso, y nada más que por eso, ralentizó su respiración y aguardó, ansiosa…
Y en ese instante glorioso no hubo pasado, ni dolor, ni miedo. No había futuros, ni arrepentimientos, ni decepciones. Había un “ahora” y un “nosotros”. Y el macho alfa era quien debía consumar la sagrada unión. La Pantera, fingidamente sumisa, se inclinaba ante el que voluntariamente escogía como su hombre. Había que ver ahora, si el hombre quería hacerla su mujer.
Y el destino vibró como la cuerda de un violín: afinada, tensa, dura… Y Jîldael gimió, una vez más, ahogada en el deseo con que Emerick la quemaba…
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Localización : Junto a mi Maestre... aquí o allá...
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”Retroceder ante el peligro da por resultado cierto aumentarlo.”
Gustave Le Bon
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Y así era pues, como el noble escocés se decantaba en el pozo profundo del olvido y la desolación. No quedaba ya nada de él para ser reconocido, ni recordado; nada de él para alimentarle la cabeza de cuerdos pensamientos o llenarle el corazón de nobles sentimientos. Era esa la hora de la bestia, el tiempo en que la civilización ya derrotada no parece ser ser más que un lejano recuerdo, una leyenda y un olvido.
¿Quién era Emerick Boussingaut? ¿En que profundo universo se había perdido el Duque de Escocia? O es que… ¿en realidad jamás había habido tal noble y era aquella una fachada que ahora se derrumbaba ante la furia implacable de una pasión descontrolada y una la herida abierta de la viudez?
Parecía que el lobo jamás se hubiera ocultado, parecía que siempre había estado ahí, imperando sobre ese cuerpo largo y fibroso, esculpido a golpe de torturas y dolor con el propio cincel de la Luna. Sus ojos, sus profundos y azules ojos, reflejaban el brillo voraz del depredador regente. Sus labios, su boca, había dejado de funcionar aquella puerta que encarcelaba el apetito asesino de sus dientes y estos, apretados de la rabia y deseo, brillaban ahora refulgentes. Su agarre, sus manos ¡sus garras! se tensaban manchados por el tacto, el calor y la humedad de esa entrepierna deseosa que le llamaba como un imán maldito, cuya atracción parecía haber sido incrementada por el mismo susurro del Diablo.
No había ya esperanza para el hombre… ¿Qué hombre? Si parecía que jamás hubiera existido.
Quizo romper sus pantalones con el pensamiento, quiso hacer desaparecer toda barrera física tal y como habían desaparecido ya las que eran invisibles a los ojos (el recuerdo de su fallecida amada, la venganza, la culpa y también la nobleza), las que en un momento habían sido esenciales para mantenerle con vida en el naufragio de su cuerpo moribundo, durante aquella travesía inconsciente en el océano y sus redes. ¡Qué fácil se olvidaba de lo más importante cuando el humano no estaba cerca!
Pero fue ella, la misma Pantera, quien en un giro demasiado felino dejó también de lado a su parte humana, para unirse a su salvajismo, a su mirada fiera y su aliento perdido. Le miró a los ojos, le enfrentó y chocó con ellos, como la unión de los lenguas de fuego que aumentan la vorágine del incendio, ahora mortal para cualquier habitante del bosque.
—Sí —respondió la Del Balzo con una seguridad terrible y abrumadora.
Entonces el humano perdido en aquel foso oscuro pareció estremecerse, como si aquella sílaba hubiese sido el primer pinchazo eléctrico de un desfibrilador que intentaba devolverle la vida.
—Quiero esto, cada día de mi vida, por el resto de mi vida…, pero sólo si eres tú.
El humano abrió los ojos, confundido, cegado por el nuevo brillo de un ambiente que apenas recordaba. Intentaba reconocerle y reconocerse a sí mismo, algo recordaba de la bestia que le había consumido y había atrapado a aquella doncella entre sus fauces para someterla a su poderío, para castigarla, apretarla, morderla y humillarla… humillarla…
¿Por qué decía ella entonces que eso era lo que deseaba?
No la entendía, y tampoco se entendía a sí mismo, pero aceptaba, como había aprendido a hacerlo desde que vivía con ese temperamento apasionado y demasiado descontrolado, pues en sus entrañas siempre había sido un lobo que sólo se había vuelto incontrolable tras aquella marcada noche de Luna Llena.
Una parte de sí quiso distanciarse de ella, incorporarse sobre la cama y huir como un cobarde, pero otra parte quiso quedarse y enfrentarla, mas ambas fueron acalladas por la súbita reacción de la felina que en ese momento se alzaba para ponerse a la altura, para convertirse también en una salvaje y desprenderle de sus ropas y hacerse así con el tacto de su cuerpo y aquel apéndice que jalaba de nuevo de su humanidad como un botón de eyección.
Emerick cerró los ojos por un par de segundos y luego volvió a mirarla como si fuera ella la Luna, como si con una sola caricia y una mirada, le obligase a transformarse una vez más en la fiera interna que le devoraba el pensamiento. Un suspiro derrotado salió de boca, justo antes que sus dedos se empuñaran en la sabana que les acogía, apretó sus músculos del mismo modo que su pelvis se apretó contra las manos de la Pantera. Quería más, deseaba más… pero otra vez las palabras de la Del Balzo exorcizaron al lado para traer de vuelta al humano, ese humano que, si bien pensaba, jamás había sido un verdadero noble.
Ella formulaba una preguntaba, una pregunta sencilla, pero demasiado difícil de contestar, le hizo pensar y recordar quien era en menos de una fracción de segundo. Mil ideas recorrieron en su cabeza, atochándose entre la sinapsis del pensamiento.
¿Lo quería, realmente lo quería?
El escocés parpadeó confundido, iba a responder con un balbuceo inseguro, tal vez una disculpa, un acto humano, cortez y tal vez educado, pero sólo bastó un roce de su piel, un contacto de su sexo con el suyo, para hacerle mandar toda esa cortesía a la misma mierda. Nuevamente su cuerpo había sido sacudido por una descarga eléctrica, una que le provocaba tanto placer, como desconcierto y la urgencia por decidirse a la pregunta antes cuestionada.
El duque era instintivo, impredecible e incomprensible, como cualquier animal salvaje cuya naturaleza aún se rehusa a ser domesticada. Y así, con ese misma naturaleza, se separó de ella de un salto y en el mismo movimiento la empujó a ella hacia un costado. No fue un movimiento suave, ni mucho menos delicado; no se sorprendería de haber causado dolor en su compañera, pero estaba demasiado alarmado como para detenerse a pensar en ello. Quería alejarse, poner entre ellos una distancia segura, marcar su territorio entre esas mismas sabanas en donde ella ya no estaba invitada.
—¡NO! —rugió en el mismo movimiento que, en un abrir y cerrar de ojos, le dejó del otro lado del lecho.
Sus ojos brillaban nuevamente y una vez más sus garras estaban tensadas, tenía la mirada fija en la felina que para su pensamiento se marcaba de rival y sus labios dejaban entrever sus dientes, cual animal lobuno se prepara para el ataque.
La deseaba, la deseaba con locura, y por eso era ella peligrosa. Tan peligrosa que en aquel segundo estaba dispuesto a salvaguardar aquella distancia a precio de su sangre.
¿Quién era Emerick Boussingaut? ¿En que profundo universo se había perdido el Duque de Escocia? O es que… ¿en realidad jamás había habido tal noble y era aquella una fachada que ahora se derrumbaba ante la furia implacable de una pasión descontrolada y una la herida abierta de la viudez?
Parecía que el lobo jamás se hubiera ocultado, parecía que siempre había estado ahí, imperando sobre ese cuerpo largo y fibroso, esculpido a golpe de torturas y dolor con el propio cincel de la Luna. Sus ojos, sus profundos y azules ojos, reflejaban el brillo voraz del depredador regente. Sus labios, su boca, había dejado de funcionar aquella puerta que encarcelaba el apetito asesino de sus dientes y estos, apretados de la rabia y deseo, brillaban ahora refulgentes. Su agarre, sus manos ¡sus garras! se tensaban manchados por el tacto, el calor y la humedad de esa entrepierna deseosa que le llamaba como un imán maldito, cuya atracción parecía haber sido incrementada por el mismo susurro del Diablo.
No había ya esperanza para el hombre… ¿Qué hombre? Si parecía que jamás hubiera existido.
Quizo romper sus pantalones con el pensamiento, quiso hacer desaparecer toda barrera física tal y como habían desaparecido ya las que eran invisibles a los ojos (el recuerdo de su fallecida amada, la venganza, la culpa y también la nobleza), las que en un momento habían sido esenciales para mantenerle con vida en el naufragio de su cuerpo moribundo, durante aquella travesía inconsciente en el océano y sus redes. ¡Qué fácil se olvidaba de lo más importante cuando el humano no estaba cerca!
Pero fue ella, la misma Pantera, quien en un giro demasiado felino dejó también de lado a su parte humana, para unirse a su salvajismo, a su mirada fiera y su aliento perdido. Le miró a los ojos, le enfrentó y chocó con ellos, como la unión de los lenguas de fuego que aumentan la vorágine del incendio, ahora mortal para cualquier habitante del bosque.
—Sí —respondió la Del Balzo con una seguridad terrible y abrumadora.
Entonces el humano perdido en aquel foso oscuro pareció estremecerse, como si aquella sílaba hubiese sido el primer pinchazo eléctrico de un desfibrilador que intentaba devolverle la vida.
—Quiero esto, cada día de mi vida, por el resto de mi vida…, pero sólo si eres tú.
El humano abrió los ojos, confundido, cegado por el nuevo brillo de un ambiente que apenas recordaba. Intentaba reconocerle y reconocerse a sí mismo, algo recordaba de la bestia que le había consumido y había atrapado a aquella doncella entre sus fauces para someterla a su poderío, para castigarla, apretarla, morderla y humillarla… humillarla…
¿Por qué decía ella entonces que eso era lo que deseaba?
No la entendía, y tampoco se entendía a sí mismo, pero aceptaba, como había aprendido a hacerlo desde que vivía con ese temperamento apasionado y demasiado descontrolado, pues en sus entrañas siempre había sido un lobo que sólo se había vuelto incontrolable tras aquella marcada noche de Luna Llena.
Una parte de sí quiso distanciarse de ella, incorporarse sobre la cama y huir como un cobarde, pero otra parte quiso quedarse y enfrentarla, mas ambas fueron acalladas por la súbita reacción de la felina que en ese momento se alzaba para ponerse a la altura, para convertirse también en una salvaje y desprenderle de sus ropas y hacerse así con el tacto de su cuerpo y aquel apéndice que jalaba de nuevo de su humanidad como un botón de eyección.
Emerick cerró los ojos por un par de segundos y luego volvió a mirarla como si fuera ella la Luna, como si con una sola caricia y una mirada, le obligase a transformarse una vez más en la fiera interna que le devoraba el pensamiento. Un suspiro derrotado salió de boca, justo antes que sus dedos se empuñaran en la sabana que les acogía, apretó sus músculos del mismo modo que su pelvis se apretó contra las manos de la Pantera. Quería más, deseaba más… pero otra vez las palabras de la Del Balzo exorcizaron al lado para traer de vuelta al humano, ese humano que, si bien pensaba, jamás había sido un verdadero noble.
Ella formulaba una preguntaba, una pregunta sencilla, pero demasiado difícil de contestar, le hizo pensar y recordar quien era en menos de una fracción de segundo. Mil ideas recorrieron en su cabeza, atochándose entre la sinapsis del pensamiento.
¿Lo quería, realmente lo quería?
El escocés parpadeó confundido, iba a responder con un balbuceo inseguro, tal vez una disculpa, un acto humano, cortez y tal vez educado, pero sólo bastó un roce de su piel, un contacto de su sexo con el suyo, para hacerle mandar toda esa cortesía a la misma mierda. Nuevamente su cuerpo había sido sacudido por una descarga eléctrica, una que le provocaba tanto placer, como desconcierto y la urgencia por decidirse a la pregunta antes cuestionada.
El duque era instintivo, impredecible e incomprensible, como cualquier animal salvaje cuya naturaleza aún se rehusa a ser domesticada. Y así, con ese misma naturaleza, se separó de ella de un salto y en el mismo movimiento la empujó a ella hacia un costado. No fue un movimiento suave, ni mucho menos delicado; no se sorprendería de haber causado dolor en su compañera, pero estaba demasiado alarmado como para detenerse a pensar en ello. Quería alejarse, poner entre ellos una distancia segura, marcar su territorio entre esas mismas sabanas en donde ella ya no estaba invitada.
—¡NO! —rugió en el mismo movimiento que, en un abrir y cerrar de ojos, le dejó del otro lado del lecho.
Sus ojos brillaban nuevamente y una vez más sus garras estaban tensadas, tenía la mirada fija en la felina que para su pensamiento se marcaba de rival y sus labios dejaban entrever sus dientes, cual animal lobuno se prepara para el ataque.
La deseaba, la deseaba con locura, y por eso era ella peligrosa. Tan peligrosa que en aquel segundo estaba dispuesto a salvaguardar aquella distancia a precio de su sangre.
Última edición por Emerick Boussingaut el Sáb Ago 01, 2015 11:43 pm, editado 1 vez
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
"La razón no me ha enseñado nada. Todo lo que yo sé me ha sido dado por el corazón.”
Leon Tolstoi
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Todo el fuego de ese deseo salvaje y descontrolado se apagó en el instante en que la razón se hizo con la voluntad del Duque. Apenas un parpadeo separó, como un abismo insondable, a la Bestia del Hombre. El Lobo, tan apaleado como la Pantera, era derrotado por la supremacía humana, que en el varón tenía su propia y descarnada reyerta.
De un azote, la estampó en uno de los costados de la cama para luego atrincherarse en la vereda opuesta, a unos centímetros de distancia física, pero a mil años luz el corazón lobuno del deseo felino.
— ¡NO! — rugió Emerick, enfurecido, mientras el brillo del odio volvía a dominar al hombre que era cuando entró en aquella casa, para buscar algo que ni siquiera él mismo sabía su respuesta.
Jîldael, violentada en sus deseos, en su amor propio y en su arrogancia, tuvo el impulso primitivo de transformarse en Pantera y concluir aquella estupidez con el combate animal como pago por aquél que no podía consumarse en esas horas. Pero el cruce de sus miradas les salvó a ambos de la loca arrogancia femenina.
Y era que Emerick estaba sufriendo de un modo que muy probablemente ella jamás podría comprender. No era difícil darse cuenta de lo mucho que el hombre (y la bestia) la estaba deseando; era una hembra hermosa y tenía poder sobre él; lo sabía, porque era mutuo, porque ella lo deseaba a él, porque el Boussingaut la afectaba de un modo irracional e irresistible; ¡cuánto no había luchado ella ante ese deseo abrumador! No quería ser un animal dejándose llevar por sus instintos; no quería dejarse arrastrar por sus egoísmos personales; pero cuando se trataba de él, ese hombre en particular, toda voluntad desaparecía; era como si Emerick tuviera el poder de someterla. Ella quería, ¡qué locura!, ¡qué enfermedad!, que él la sometiera, quería enfrentarle en la cama, en el amor y quería capitular frente a él.
¿Dónde estaban su orgullo, su autoestima y su dignidad? Era una mujer altanera y arrogante, más aún después de la muerte de su hijo. ¿Quién podía someter a la Justicia Negra? ¿Acaso alguien tenía el poder de estar por encima de ella? ¿No era acaso heredera de reyes y nobles? ¿No había en su porte elegancia y poder? ¿Por qué entonces, todos sus atributos, toda su sobrada autoimportancia, todo su desdén se volvían sombras y arena ante Emerick? ¿Acaso no deseaba castigarlo por jugar con ella, por despertarle el deseo para después no consumar el pacto copulativo? Es lo que ella hubiera hecho con cualquier otro.
Mas Emerick no era cualquiera; no era “otro”. Era único. Era ÉL.
Y supo, cuando entendió el profundo valor que Emerick tenía para ella, que no le importaba capitular ante él. Que el orgullo y la altivez no significaban nada si eso suponía perder al Lobo que ahora se debatía ante ella. Y entonces, por primera vez, la Pantera tuvo su más sincero y generoso acto de sumisión. No uno premeditado; no uno para enrostrarle en el futuro. Sino, simplemente, el acto más gratuito de todos: era la prueba de que su amor, imperfecto, posesivo, inmaduro, sería de él y de nadie más; sería tan generoso que, ni siquiera le pediría la reciprocidad que habría exigido en alguien más. Se lo entregaba aceptando, humilde y gentil, que ella nunca sería para Emerick lo que Emerick significaba para la Pantera. Se entregaría a él, sabiendo que era la segunda, que era el pobre consuelo, pálido reflejo de un amor más profundo que cualquier cosa que la Del Balzo le pudiera ofrecer jamás. Y, sabiendo todo eso, no le importaría. Porque eso era el amor, ahora lo entendía.
Se incorporó en la cama, exhibiendo toda su tersa juventud y bajó la mirada, en ese acto supremo de entrega, que sólo podía darle a él; ojalá Emerick comprendiera que no deseaba desafiarlo, que estaba cansada de combatirlo y de combatirse. No quería ser más el enemigo; por un momento, lo único que deseaba era la tregua; y si tenía que humillarse dando el primer paso, no le importaría. No le miró a los ojos, no porque le temiera, sino porque deseaba apaciguarle; se concentró, en cambio, en las garras del Hombre–Lobo; estaba tan tenso, tan perdido entre el deseo y la nobleza, que sólo podía verla como una amenaza. ¿Por qué (se estremeció del dolor) la odiaba? ¿Acaso no podía verlo? ¿No comprendía su dolor, no percibía su amor? ¿Tan lejos de ella estaba? ¿De nuevo retrocedían? No pudo soportarlo más; había llegado al límite de sus fuerzas, de su voluntad. Uno de los dos tenía que dar el primer terrible paso.
— Basta. — musitó, con rabia contenida; fría la voz, oculta la mirada — No puedo seguir huyendo de lo que siento por ti, Emerick Boussingaut. Y tú tampoco puedes. Saldemos esta deuda, amor mío, y luego se libre. ¿Acaso no lo entiendes? No soy tu enemiga; soy la mujer que te ama, sin condiciones ni contratos… — replicó, la voz herida por el rechazo del varón, pero voluntariosa en la decisión que ahora había tomado.
No se protegió con el pudor de la sábana, sino que se exhibió ante él, hermosa y vulnerable; si, en el peor de los casos, el Lobo se imponía al Hombre, ella sabría hacerle frente; no era una frágil humana, aunque sí fuera una delicada mujer en ese único y precioso instante. Con suavidad extrema, se inclinó hacia Emerick, quien soltó un gruñido terrible y violento, pero no se amilanó. Decidida y valiente, le tomó la mano y le acarició la palma suavemente; pero él respondió, beligerante, y volvió a estamparla en la cama, sujetándola por las muñecas, como si retuviera a su presa de caza. Y aun entonces, ella tampoco se intimidó, sino que resistió firme el desmedido ataque. Sólo cuando le sintió temblar, una vez más, asustado tanto de sí mismo como de la mujer entre sus brazos, fue que Jîldael volvió a moverse y ahora, otra vez, era ella quién lo aplastaba contra la cama y lo amarraba con sus piernas firmes y su cuerpo ardiente. Con fuerza, pero sin violencia lo retuvo por las muñecas y lo inmovilizó contra la cama, con el peso de sus formas femeninas y sugerentes encarcelando a la bestia masculina que aullaba, ora de deseo, ora de ira.
— ¡BASTA! — rugió esta vez la Pantera, furiosa ante su inútil y persistente combate. Lo apretó de las muñecas, al tiempo que unía su frente a la de él para limitar sus movimientos y silenciarlo con un beso; el milésimo, el infinito, el triunfante — ¡Quédate quieto, Lobo! — gimió de deseo, imperiosa y, cual gata en celo, se movió rítmicamente contra él; su concavidad contra la roca del deseo masculino. Húmeda y cálida, estimulándolo en su punto más débil. Emerick, por supuesto, no cooperó, pero a medida que ella insistía y persistía en sus movimientos, en sus besos, en su deseo, más cedía el Hombre ante la Mujer a la que deseaba con la furia de todos los mares del mundo.
Sonrió, victoriosa, cuando Emerick dejó escapar el primer gruñido de deseo, al tiempo que la embestía suavemente con su deseo duro y humano, estremecido por las olas del placer que empezaba a compartir con ella. Sintió la roca de su poder entre sus piernas y supo que era el momento de entregarse a él, aunque él nunca le diera nada a ella. No le importó; había aprendido, en esos instantes, que el amor es gratuito, generoso y totalmente desprendido. Y era Emerick quién se lo había enseñado. Una única lágrima de genuina felicidad se le escapó por el rabillo del ojo, pero estuvo segura de que él no la vería. Jadeó, superada por la espera, vencida por el deseo; su momento había llegado, a fin de cuentas. Emerick, por fin parecía que dejaba de combatir, para dejar que fuera otra la lid que batallaran juntos; él se alzó de la cama, como una muestra más de su poderío físico y la besó. Fue el momento en que Jîldael le soltó las manos para cogerle el cuello y responder a ese beso, el primero de su entrega; pues al tiempo que lo besaba, lo empujaba dentro de ella, dejándose caer sobre él, facilitando la dolorosa y feliz unión. Los gemidos aumentaron conforme él se abría paso dentro de ella, hasta que un grito de dolor dio cuenta de ese momento supremo en que Emerick llenó por completo su concavidad, en que ella lo aprisionaba totalmente con su cuerpo. El dolor era, por fin un alivio, la deuda finalmente saldada que moría feliz en ese instante en que los dos eran, después de tanto tiempo, uno solo. No supo si él quiso moverse o si iba a empujarla lejos de sí; no le dio tiempo de hacer nada, pues se amarró a él y entrelazó sus manos, sus dedos, sus labios; se unió completamente a él, como un todo perfecto, como si ambos, por ese momento maravilloso, fueran una estatua de amor cincelada en piedra.
— No te muevas, por favor; no aún… — gimió, con dolor y placer; suspiró el deseo, el amor, el anhelo de frotarse contra ese ariete que era el Lobo dentro de ella, poseyéndola, haciéndola suya — Déjame disfrutarte dentro de mí; déjame vivirte dentro de mí antes de concluir esta batalla… — jadeó otra vez, ardiente, perdida.
Se dejó caer sobre él, un verdadero titán bajo su cuerpo; le dolía absolutamente todo y, sin embargo, no quería que esa sensación acabase jamás; si hubiera podido, habría eternizado ese instante; pero ni siquiera ella misma pudo contenerse más y se arqueó para sentirlo más cerca. Movió sus caderas, lenta y cautelosamente. Si él rechazaba ese momento, no podría importarle menos; por un segundo, había sido perfecta, y atesoraría ese instante por el resto de su vida. Entonces, Emerick se movió, una vez más…
***
De un azote, la estampó en uno de los costados de la cama para luego atrincherarse en la vereda opuesta, a unos centímetros de distancia física, pero a mil años luz el corazón lobuno del deseo felino.
— ¡NO! — rugió Emerick, enfurecido, mientras el brillo del odio volvía a dominar al hombre que era cuando entró en aquella casa, para buscar algo que ni siquiera él mismo sabía su respuesta.
Jîldael, violentada en sus deseos, en su amor propio y en su arrogancia, tuvo el impulso primitivo de transformarse en Pantera y concluir aquella estupidez con el combate animal como pago por aquél que no podía consumarse en esas horas. Pero el cruce de sus miradas les salvó a ambos de la loca arrogancia femenina.
Y era que Emerick estaba sufriendo de un modo que muy probablemente ella jamás podría comprender. No era difícil darse cuenta de lo mucho que el hombre (y la bestia) la estaba deseando; era una hembra hermosa y tenía poder sobre él; lo sabía, porque era mutuo, porque ella lo deseaba a él, porque el Boussingaut la afectaba de un modo irracional e irresistible; ¡cuánto no había luchado ella ante ese deseo abrumador! No quería ser un animal dejándose llevar por sus instintos; no quería dejarse arrastrar por sus egoísmos personales; pero cuando se trataba de él, ese hombre en particular, toda voluntad desaparecía; era como si Emerick tuviera el poder de someterla. Ella quería, ¡qué locura!, ¡qué enfermedad!, que él la sometiera, quería enfrentarle en la cama, en el amor y quería capitular frente a él.
¿Dónde estaban su orgullo, su autoestima y su dignidad? Era una mujer altanera y arrogante, más aún después de la muerte de su hijo. ¿Quién podía someter a la Justicia Negra? ¿Acaso alguien tenía el poder de estar por encima de ella? ¿No era acaso heredera de reyes y nobles? ¿No había en su porte elegancia y poder? ¿Por qué entonces, todos sus atributos, toda su sobrada autoimportancia, todo su desdén se volvían sombras y arena ante Emerick? ¿Acaso no deseaba castigarlo por jugar con ella, por despertarle el deseo para después no consumar el pacto copulativo? Es lo que ella hubiera hecho con cualquier otro.
Mas Emerick no era cualquiera; no era “otro”. Era único. Era ÉL.
Y supo, cuando entendió el profundo valor que Emerick tenía para ella, que no le importaba capitular ante él. Que el orgullo y la altivez no significaban nada si eso suponía perder al Lobo que ahora se debatía ante ella. Y entonces, por primera vez, la Pantera tuvo su más sincero y generoso acto de sumisión. No uno premeditado; no uno para enrostrarle en el futuro. Sino, simplemente, el acto más gratuito de todos: era la prueba de que su amor, imperfecto, posesivo, inmaduro, sería de él y de nadie más; sería tan generoso que, ni siquiera le pediría la reciprocidad que habría exigido en alguien más. Se lo entregaba aceptando, humilde y gentil, que ella nunca sería para Emerick lo que Emerick significaba para la Pantera. Se entregaría a él, sabiendo que era la segunda, que era el pobre consuelo, pálido reflejo de un amor más profundo que cualquier cosa que la Del Balzo le pudiera ofrecer jamás. Y, sabiendo todo eso, no le importaría. Porque eso era el amor, ahora lo entendía.
Se incorporó en la cama, exhibiendo toda su tersa juventud y bajó la mirada, en ese acto supremo de entrega, que sólo podía darle a él; ojalá Emerick comprendiera que no deseaba desafiarlo, que estaba cansada de combatirlo y de combatirse. No quería ser más el enemigo; por un momento, lo único que deseaba era la tregua; y si tenía que humillarse dando el primer paso, no le importaría. No le miró a los ojos, no porque le temiera, sino porque deseaba apaciguarle; se concentró, en cambio, en las garras del Hombre–Lobo; estaba tan tenso, tan perdido entre el deseo y la nobleza, que sólo podía verla como una amenaza. ¿Por qué (se estremeció del dolor) la odiaba? ¿Acaso no podía verlo? ¿No comprendía su dolor, no percibía su amor? ¿Tan lejos de ella estaba? ¿De nuevo retrocedían? No pudo soportarlo más; había llegado al límite de sus fuerzas, de su voluntad. Uno de los dos tenía que dar el primer terrible paso.
— Basta. — musitó, con rabia contenida; fría la voz, oculta la mirada — No puedo seguir huyendo de lo que siento por ti, Emerick Boussingaut. Y tú tampoco puedes. Saldemos esta deuda, amor mío, y luego se libre. ¿Acaso no lo entiendes? No soy tu enemiga; soy la mujer que te ama, sin condiciones ni contratos… — replicó, la voz herida por el rechazo del varón, pero voluntariosa en la decisión que ahora había tomado.
No se protegió con el pudor de la sábana, sino que se exhibió ante él, hermosa y vulnerable; si, en el peor de los casos, el Lobo se imponía al Hombre, ella sabría hacerle frente; no era una frágil humana, aunque sí fuera una delicada mujer en ese único y precioso instante. Con suavidad extrema, se inclinó hacia Emerick, quien soltó un gruñido terrible y violento, pero no se amilanó. Decidida y valiente, le tomó la mano y le acarició la palma suavemente; pero él respondió, beligerante, y volvió a estamparla en la cama, sujetándola por las muñecas, como si retuviera a su presa de caza. Y aun entonces, ella tampoco se intimidó, sino que resistió firme el desmedido ataque. Sólo cuando le sintió temblar, una vez más, asustado tanto de sí mismo como de la mujer entre sus brazos, fue que Jîldael volvió a moverse y ahora, otra vez, era ella quién lo aplastaba contra la cama y lo amarraba con sus piernas firmes y su cuerpo ardiente. Con fuerza, pero sin violencia lo retuvo por las muñecas y lo inmovilizó contra la cama, con el peso de sus formas femeninas y sugerentes encarcelando a la bestia masculina que aullaba, ora de deseo, ora de ira.
— ¡BASTA! — rugió esta vez la Pantera, furiosa ante su inútil y persistente combate. Lo apretó de las muñecas, al tiempo que unía su frente a la de él para limitar sus movimientos y silenciarlo con un beso; el milésimo, el infinito, el triunfante — ¡Quédate quieto, Lobo! — gimió de deseo, imperiosa y, cual gata en celo, se movió rítmicamente contra él; su concavidad contra la roca del deseo masculino. Húmeda y cálida, estimulándolo en su punto más débil. Emerick, por supuesto, no cooperó, pero a medida que ella insistía y persistía en sus movimientos, en sus besos, en su deseo, más cedía el Hombre ante la Mujer a la que deseaba con la furia de todos los mares del mundo.
Sonrió, victoriosa, cuando Emerick dejó escapar el primer gruñido de deseo, al tiempo que la embestía suavemente con su deseo duro y humano, estremecido por las olas del placer que empezaba a compartir con ella. Sintió la roca de su poder entre sus piernas y supo que era el momento de entregarse a él, aunque él nunca le diera nada a ella. No le importó; había aprendido, en esos instantes, que el amor es gratuito, generoso y totalmente desprendido. Y era Emerick quién se lo había enseñado. Una única lágrima de genuina felicidad se le escapó por el rabillo del ojo, pero estuvo segura de que él no la vería. Jadeó, superada por la espera, vencida por el deseo; su momento había llegado, a fin de cuentas. Emerick, por fin parecía que dejaba de combatir, para dejar que fuera otra la lid que batallaran juntos; él se alzó de la cama, como una muestra más de su poderío físico y la besó. Fue el momento en que Jîldael le soltó las manos para cogerle el cuello y responder a ese beso, el primero de su entrega; pues al tiempo que lo besaba, lo empujaba dentro de ella, dejándose caer sobre él, facilitando la dolorosa y feliz unión. Los gemidos aumentaron conforme él se abría paso dentro de ella, hasta que un grito de dolor dio cuenta de ese momento supremo en que Emerick llenó por completo su concavidad, en que ella lo aprisionaba totalmente con su cuerpo. El dolor era, por fin un alivio, la deuda finalmente saldada que moría feliz en ese instante en que los dos eran, después de tanto tiempo, uno solo. No supo si él quiso moverse o si iba a empujarla lejos de sí; no le dio tiempo de hacer nada, pues se amarró a él y entrelazó sus manos, sus dedos, sus labios; se unió completamente a él, como un todo perfecto, como si ambos, por ese momento maravilloso, fueran una estatua de amor cincelada en piedra.
— No te muevas, por favor; no aún… — gimió, con dolor y placer; suspiró el deseo, el amor, el anhelo de frotarse contra ese ariete que era el Lobo dentro de ella, poseyéndola, haciéndola suya — Déjame disfrutarte dentro de mí; déjame vivirte dentro de mí antes de concluir esta batalla… — jadeó otra vez, ardiente, perdida.
Se dejó caer sobre él, un verdadero titán bajo su cuerpo; le dolía absolutamente todo y, sin embargo, no quería que esa sensación acabase jamás; si hubiera podido, habría eternizado ese instante; pero ni siquiera ella misma pudo contenerse más y se arqueó para sentirlo más cerca. Movió sus caderas, lenta y cautelosamente. Si él rechazaba ese momento, no podría importarle menos; por un segundo, había sido perfecta, y atesoraría ese instante por el resto de su vida. Entonces, Emerick se movió, una vez más…
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Localización : Junto a mi Maestre... aquí o allá...
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”El exceso de cólera engendra la locura.”
Epicteto de Frigia
Epicteto de Frigia
La mirada, su mirada…
Supo, en cuanto sus ojos se cruzaron, que ella no le temería a sus amenazas, que aquella lucha no se desarrollaría de manera violenta, que su propio temple sería puesto a prueba y que no tenía la más mínima idea si acaso saldría o no victorioso.
Volvió a reconocer en aquellos ojos —mitad sutiles, mitad indómitos— a la dama que otrora había conocido, allá en el Cementerio de Montmartre, aquella terrible madrugada de Luna Llena. Jîldael del Balzo, la primera persona que le hubo visto transformado y hubo salido con vida. Podía reconocer a la Pantera en aquellos ojos profundos, la misma pantera negra que le observaba cautelosa en su desnudez ensangrentada por una venganza ajena. Ella también se transformó ante sus ojos aquella mañana, él le envidió en lo más profundo de su ser y no luchó por esconderlo; ella podía transformarse a voluntad y guardaba sacos de ropa escondidos por todo Francia, mientras él había tenido que entrenar trabajosamente a su fiel halcón para que le cargara una única y ligera prenda. Le había encandilado desde el principio con su belleza indomable y su elegante soberbia, mas no había sido sino el mismo Maestre quien le había incitado a dar el primer paso para acercarse a ella y así descubrir su embarazo y compromiso con aquel hombre por el cual le dejó vacío de esperanzas y con la herida abierta de un beso que jamás cicatrizaría. Lo supo en ese momento, cuando sus ojos bajaron hasta los labios femeninos y el recuerdo de aquel roce volvió a quemarle la boca.
Retrocedió una pulgada, mas su voz apaciguó su huida. No estaba enojada, ni demostraba intenciones de enfrentarle, parecía simplemente querer hacerle entender lo que ella sentía. Mas el Duque, que antes había bajado la guardia, volvió a alzar el estandarte de guerra cuando ella avanzó un pie de distancia reduciendo su territorio. Gruñó amenazante, pero aquella amenaza no fue suficiente para contenerla en su avance y tuvo que empujarle contra la cama, y atraparle de las mismas muñecas para que dejase de tocarle. Quiso gritarle, quiso rugirle, pero fue ella quien le ganó la jugada y dio vuelta la tortilla al cambiar repentinamente sus posiciones y rugirle con voz propia.
Le miró sorprendido y también algo asustado, asustado de sí mismo, de estar aprisionado en aquella posición tan derrotada, tan sumisa. Hubiese luchado de nuevo, sólo para recuperar su posición de dominante, pero ella le besó antes de que él pudiese recuperar su temple.
Y entonces todo se vino abajo.
Como un velo negro que cae sobre su conciencia, la lucha interna entre el hombre y el lobo quedó brutalmente silenciada. No hubo vencedor, ni hubo sobreviviente, ambos perecieron en el mismo instante en que la Pantera se hizo ama y señora de todo el torrente de sensaciones que se azotaron en su cuerpo como olas furiosas de deseo. Podía sentir su cuerpo contra el suyo, el tacto de su sexo apenas rozándose contra el suyo mientras el cuerpo de la felina vadeaba lujurioso, acariciándole con cada rincón de su anatomía; suave, caliente, decidida. Jîldael sabía perfectamente lo que hacía y el Duque de Escocia ya ni conciencia tenía, era entonces una lucha perdida, lo supo su cuerpo sin necesidad de pensamiento. Rendido es que temblaba y se estremecía a cada caricia, a cada beso.
Y como un experto titiritero es que la Pantera se hizo con los hilos invisibles que se amarraban a sus extremidades, ella les manejó con el pensamiento, con la magia potente de un hechizo viejo. No era él quien decidía tocarla, había sido ella, siempre ella, quien había ganado las batallas de ese día y del otro en el cementerio y los viñedos. Ella se apoderaba de su voluntad, como un embrujo misterioso, le manejaba como un verdadero títere y hacía de él, por un momento —uno sólo— un lobo domesticado.
No la amaba, era cierto. No la amaba, ni tampoco podría amarla en el plazo inmediato, su corazón no sólo estaba roto, sino también estaba seco, podrido por el odio y la venganza. La deseaba, la deseaba desde siempre, sin embargo había intentado jugar al noble caballero, pero no jamás había sido un noble y mucho menos un caballero. Siempre había sido un egoísta deslenguado, aquel que decía todo lo que quería sin importar cuanto daño hiciera con sus palabras, quien mostraba respeto sólo por aquellos que se ganaban el suyo, el mismo que últimamente también era capaz de matar a inocentes si acaso llegaban a entrometerse en sus planes de venganza, y es que el Boussingaut había ido de mal en peor, dejándose arrastrar por las tinieblas hasta llegar a aquel aviso de placer lujurioso en donde ya no le importaba nada, ni siquiera el recuerdo de la mujer que había muerto por su propia mano y causa, pero… más tarde le pesaría la conciencia y volvería a llenarse de odio a sí mismo aún con más fuerza.
Se alzó por instinto, por no dejarse doblegar tan fácilmente ante la voluntad femenina, se alzó para besarla y demostrarle que aún tenía fuerzas, que aún podía azotarla del otro lado de la cama si así lo quería, pero la Pantera —una vez más— le regresó la cachetada, aprovechándose de aquel momento para envolverle con su sexo.
Emerick abrió los ojos de par en par, aquella había sido una jugada inesperada. Ya había aceptado su derrota, pero se sorprendía igualmente de cuan iluso había sido por caer en aquella trampa. Le miró incrédulo, confuso entre la sorpresa y el placer, mas no tuvo raciocinio para negarse, la suerte ya estaba echada y el mismo acto consumado con aquel simple tacto. Respondió a aquel beso por inercia, por confusión misma, por no saber que hacer, por descifrar que ya no tenía sentido huir. Estaba hecho.
Y como una bruja que le leyera el pensamiento, su debate de no saber que hacer y como actuar, Jîldael le pidió que no se moviera, que le permitiera disfrutarle de esa manera, aún cuando en su rostro se dibujaran las líneas del cansancio y el dolor. Obedeció, por un par de segundos, tal vez una docena, se dedicó a sujetarle, contenerla, observarle, sentirle, respirarle y llenarse de ella y su recuerdo.
Dudó…
Tembló…
Volvió a dudar…
Y ya, sin importarle más nada, le besó una vez más y con una de sus manos sujetó de su espalda y le hizo girar sobre su propio eje para depositarla sobre la cama, siendo él mismo quien esta vez volvía a introducirse en ella, a disfrutarle ya sin sorpresas, a sentirla, vivirla y sumergirse en su propia carne.
—Te odio… —susurró sobre su oído, ya dejando de lado los señoríos y sin despegarse de ella —Te odio… —repitió una vez más, con dientes apretados, penetrándola de manera aún más profunda.
Ella había gemido antes del dolor, él lo había notado, la Pantera debía estar aún herida físicamente por la perdida de aquel hijo muerto y él no poseía un cuerpo pequeño. Sabía que la mujer lo disfrutaba tanto como le dolía y aquello provocó en el una especie de placer perverso. Quería hacerla sufrir, castigarla físicamente por lo que ella había hecho, por robarle la voluntad, por interponerse ante el luto que aún tenía por sus esposa, por haberle abandonado aquella vez, tantos meses atrás.
Se incorporó sobre sus propios brazos, tensando sus músculos a cada costado de su cabeza. Deseaba mirarle a la cara, deseaba ver sus gestos, escuchar sus gemidos, deseaba saber cuanto le dolía, cuanto luchaba por aguantar un minuto más. Pues así le llenó, con furia, con fuerza, una vez y otra, hasta golpear sus muslos con sus caderas, hasta no poder entrar en ella ni un milímetro más, una vez y otra; rápido, furioso, mortal.
Él mismo rugió de placer malsano y perverso. Luchó por no cerrar los ojos, por no dejarla ir, por darle su merecido y azotarla con su propio cuerpo.
—Lucius…
Le llamó fuerte y claro y sin confusión alguna, lo hizo apropósito, para dañarle y dañarse a sí mismo, porque no estaba en sus cabales, porque desde aquella Sierra, desde ese recuerdo —pesadilla en carne viva— que le ahondaba no sólo en las heridas abiertas de sus manos y los pies, que ya no era mismo, que estaba enfermo de odio y se castigaba a si mismo y a todos aquellos que intentaban ayudarle.
—¡Lucius!
Repitió mirándole a los ojos al tiempo que le sujetaba de unas sus clavículas para retenerla y presionarle aún más. Ya no lo hacía para hacerle creer que le confundía con ella, sino para hacerle ver que lo hacía por ella, que la dañaba en su nombre, que la odiaba en su nombre y NO iba a ceder.
Supo, en cuanto sus ojos se cruzaron, que ella no le temería a sus amenazas, que aquella lucha no se desarrollaría de manera violenta, que su propio temple sería puesto a prueba y que no tenía la más mínima idea si acaso saldría o no victorioso.
Volvió a reconocer en aquellos ojos —mitad sutiles, mitad indómitos— a la dama que otrora había conocido, allá en el Cementerio de Montmartre, aquella terrible madrugada de Luna Llena. Jîldael del Balzo, la primera persona que le hubo visto transformado y hubo salido con vida. Podía reconocer a la Pantera en aquellos ojos profundos, la misma pantera negra que le observaba cautelosa en su desnudez ensangrentada por una venganza ajena. Ella también se transformó ante sus ojos aquella mañana, él le envidió en lo más profundo de su ser y no luchó por esconderlo; ella podía transformarse a voluntad y guardaba sacos de ropa escondidos por todo Francia, mientras él había tenido que entrenar trabajosamente a su fiel halcón para que le cargara una única y ligera prenda. Le había encandilado desde el principio con su belleza indomable y su elegante soberbia, mas no había sido sino el mismo Maestre quien le había incitado a dar el primer paso para acercarse a ella y así descubrir su embarazo y compromiso con aquel hombre por el cual le dejó vacío de esperanzas y con la herida abierta de un beso que jamás cicatrizaría. Lo supo en ese momento, cuando sus ojos bajaron hasta los labios femeninos y el recuerdo de aquel roce volvió a quemarle la boca.
Retrocedió una pulgada, mas su voz apaciguó su huida. No estaba enojada, ni demostraba intenciones de enfrentarle, parecía simplemente querer hacerle entender lo que ella sentía. Mas el Duque, que antes había bajado la guardia, volvió a alzar el estandarte de guerra cuando ella avanzó un pie de distancia reduciendo su territorio. Gruñó amenazante, pero aquella amenaza no fue suficiente para contenerla en su avance y tuvo que empujarle contra la cama, y atraparle de las mismas muñecas para que dejase de tocarle. Quiso gritarle, quiso rugirle, pero fue ella quien le ganó la jugada y dio vuelta la tortilla al cambiar repentinamente sus posiciones y rugirle con voz propia.
Le miró sorprendido y también algo asustado, asustado de sí mismo, de estar aprisionado en aquella posición tan derrotada, tan sumisa. Hubiese luchado de nuevo, sólo para recuperar su posición de dominante, pero ella le besó antes de que él pudiese recuperar su temple.
Y entonces todo se vino abajo.
Como un velo negro que cae sobre su conciencia, la lucha interna entre el hombre y el lobo quedó brutalmente silenciada. No hubo vencedor, ni hubo sobreviviente, ambos perecieron en el mismo instante en que la Pantera se hizo ama y señora de todo el torrente de sensaciones que se azotaron en su cuerpo como olas furiosas de deseo. Podía sentir su cuerpo contra el suyo, el tacto de su sexo apenas rozándose contra el suyo mientras el cuerpo de la felina vadeaba lujurioso, acariciándole con cada rincón de su anatomía; suave, caliente, decidida. Jîldael sabía perfectamente lo que hacía y el Duque de Escocia ya ni conciencia tenía, era entonces una lucha perdida, lo supo su cuerpo sin necesidad de pensamiento. Rendido es que temblaba y se estremecía a cada caricia, a cada beso.
Y como un experto titiritero es que la Pantera se hizo con los hilos invisibles que se amarraban a sus extremidades, ella les manejó con el pensamiento, con la magia potente de un hechizo viejo. No era él quien decidía tocarla, había sido ella, siempre ella, quien había ganado las batallas de ese día y del otro en el cementerio y los viñedos. Ella se apoderaba de su voluntad, como un embrujo misterioso, le manejaba como un verdadero títere y hacía de él, por un momento —uno sólo— un lobo domesticado.
No la amaba, era cierto. No la amaba, ni tampoco podría amarla en el plazo inmediato, su corazón no sólo estaba roto, sino también estaba seco, podrido por el odio y la venganza. La deseaba, la deseaba desde siempre, sin embargo había intentado jugar al noble caballero, pero no jamás había sido un noble y mucho menos un caballero. Siempre había sido un egoísta deslenguado, aquel que decía todo lo que quería sin importar cuanto daño hiciera con sus palabras, quien mostraba respeto sólo por aquellos que se ganaban el suyo, el mismo que últimamente también era capaz de matar a inocentes si acaso llegaban a entrometerse en sus planes de venganza, y es que el Boussingaut había ido de mal en peor, dejándose arrastrar por las tinieblas hasta llegar a aquel aviso de placer lujurioso en donde ya no le importaba nada, ni siquiera el recuerdo de la mujer que había muerto por su propia mano y causa, pero… más tarde le pesaría la conciencia y volvería a llenarse de odio a sí mismo aún con más fuerza.
Se alzó por instinto, por no dejarse doblegar tan fácilmente ante la voluntad femenina, se alzó para besarla y demostrarle que aún tenía fuerzas, que aún podía azotarla del otro lado de la cama si así lo quería, pero la Pantera —una vez más— le regresó la cachetada, aprovechándose de aquel momento para envolverle con su sexo.
Emerick abrió los ojos de par en par, aquella había sido una jugada inesperada. Ya había aceptado su derrota, pero se sorprendía igualmente de cuan iluso había sido por caer en aquella trampa. Le miró incrédulo, confuso entre la sorpresa y el placer, mas no tuvo raciocinio para negarse, la suerte ya estaba echada y el mismo acto consumado con aquel simple tacto. Respondió a aquel beso por inercia, por confusión misma, por no saber que hacer, por descifrar que ya no tenía sentido huir. Estaba hecho.
Y como una bruja que le leyera el pensamiento, su debate de no saber que hacer y como actuar, Jîldael le pidió que no se moviera, que le permitiera disfrutarle de esa manera, aún cuando en su rostro se dibujaran las líneas del cansancio y el dolor. Obedeció, por un par de segundos, tal vez una docena, se dedicó a sujetarle, contenerla, observarle, sentirle, respirarle y llenarse de ella y su recuerdo.
Dudó…
Tembló…
Volvió a dudar…
Y ya, sin importarle más nada, le besó una vez más y con una de sus manos sujetó de su espalda y le hizo girar sobre su propio eje para depositarla sobre la cama, siendo él mismo quien esta vez volvía a introducirse en ella, a disfrutarle ya sin sorpresas, a sentirla, vivirla y sumergirse en su propia carne.
—Te odio… —susurró sobre su oído, ya dejando de lado los señoríos y sin despegarse de ella —Te odio… —repitió una vez más, con dientes apretados, penetrándola de manera aún más profunda.
Ella había gemido antes del dolor, él lo había notado, la Pantera debía estar aún herida físicamente por la perdida de aquel hijo muerto y él no poseía un cuerpo pequeño. Sabía que la mujer lo disfrutaba tanto como le dolía y aquello provocó en el una especie de placer perverso. Quería hacerla sufrir, castigarla físicamente por lo que ella había hecho, por robarle la voluntad, por interponerse ante el luto que aún tenía por sus esposa, por haberle abandonado aquella vez, tantos meses atrás.
Se incorporó sobre sus propios brazos, tensando sus músculos a cada costado de su cabeza. Deseaba mirarle a la cara, deseaba ver sus gestos, escuchar sus gemidos, deseaba saber cuanto le dolía, cuanto luchaba por aguantar un minuto más. Pues así le llenó, con furia, con fuerza, una vez y otra, hasta golpear sus muslos con sus caderas, hasta no poder entrar en ella ni un milímetro más, una vez y otra; rápido, furioso, mortal.
Él mismo rugió de placer malsano y perverso. Luchó por no cerrar los ojos, por no dejarla ir, por darle su merecido y azotarla con su propio cuerpo.
—Lucius…
Le llamó fuerte y claro y sin confusión alguna, lo hizo apropósito, para dañarle y dañarse a sí mismo, porque no estaba en sus cabales, porque desde aquella Sierra, desde ese recuerdo —pesadilla en carne viva— que le ahondaba no sólo en las heridas abiertas de sus manos y los pies, que ya no era mismo, que estaba enfermo de odio y se castigaba a si mismo y a todos aquellos que intentaban ayudarle.
—¡Lucius!
Repitió mirándole a los ojos al tiempo que le sujetaba de unas sus clavículas para retenerla y presionarle aún más. Ya no lo hacía para hacerle creer que le confundía con ella, sino para hacerle ver que lo hacía por ella, que la dañaba en su nombre, que la odiaba en su nombre y NO iba a ceder.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Fecha de inscripción : 23/09/2012
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“El dolor siempre cumple lo que promete.”
Germaine de Staël
Germaine de Staël
Por un segundo, por un instante, todo fue perfecto y ambos se pertenecieron, sin deudas ni rencores…
Pero, al parpadeo siguiente, fallecida la deuda tanto tiempo pendiente, retirado el Destino conforme, todo cambió, brutalmente. Y Jîldael supo, sin duda alguna, que se había arrojado a la boca del Lobo, que debió huir de él cuando él mismo le dio posibilidad y que no saldría indemne de la batalla que estaba a punto de perder.
No sabía que incluso en la cama, se podía seguir siendo enemigos, no sabía que el acto por el cual toda mujer suspira (imaginándolo hasta lo indecible cuando se es virgen) podía ser también un castigo, una tortura, una pena terriblemente capital. Su padre nunca se lo dijo; acaso Jean no lo supiera, habiendo amado a una sola mujer en toda su vida y habiéndole guardado celoso luto hasta el día de su muerte. Tampoco se lo advirtió su Maestre, pero, claro, aquellos no eran temas que se pudieran tratar entre un sirviente y su Señora.
Era la primera vez que Jîldael lamentaba con el alma no haber tenido una sola y sincera amiga. Quizá, ella sí se lo hubiera dicho; quizá, habría sabido rendirse a tiempo.
Pero no. Caprichosa y antojadiza, cuando quería algo, lo perseguía hasta el final. Y ahí estaba, bebiendo una cucharada de su propia arrogancia.
Emerick se movió entonces, pasado el segundo, pagada la deuda, retirado el Destino, como si nada más pudiere importarle; como si hubiera pasado largo tiempo, demasiado tiempo siendo noble, dejaba caer su careta y liberaba a su verdadero “yo”, que no era ni siquiera el Lobo indómito, amante de la Luna. No era tampoco el desgarbado insensible y deslenguado duque. Aquél que ahora salía de su cárcel era un sádico, que encontraba placer en el castigo y en la humillación con que ahora la azotaba implacablemente. El verdugo la cogió por la espalda y la depositó en la cama, sin gentilezas, sin caricias; era más bien, el movimiento áspero de quien debe cumplir con su deber. Ella gimió, ante la embestida, asustada de ese hombre a quien no podía reconocer.
Pero él, embebido de su odio, de sus heridas, no le tuvo piedad y se movió con brutal rapidez dentro de ella. A la Cambiante aún le quedaba fuego y deseo para resistir la dolorosa embestida, para no salir lastimada de ese combate, al menos en lo que a su cuerpo se refiriera; pudo desconectarse, por unos momentos, del dolor y concentrarse en el placer malsano de aquella refriega erótica. Pero entonces, el monstruo dentro de Emerick habló, derrumbándole todas sus defensas.
La odiaba. Con el alma.
Gritó entonces la Pantera, herida y un estremecimiento, cercano al llanto, la sacudió entera, mientras peleaba, ya no para disfrutar el encuentro, sino para resistirlo; había decidido entregarse a él; había tomado lo que quedaba de su corazón, de su alma y de su amor, loco, despedazado, incompleto y se lo había entregado a Emerick Boussingaut, en la esperanza ridícula de que la viera tal como era ella; quería protegerlo, quería salvarlo de sí mismo y creyó, ¡tonta!, ¡estúpida!, que podía rescatar al hombre que el Duque había sido antes de esas manos marcadas por la plata. ¡Qué infantil había sido! ¡Qué caro pagaba su arrogancia pueril! No podía salvar a quien le odiaba; ¿cómo podría ella ser fuente de luz cuando él sólo podía verla como su enemiga? Se lo tenía merecido todo. El dolor. La humillación. El abandono.
Había hecho una cara apuesta y había perdido, pero no huyó. Le dejó someterla, porque se lo merecía; le permitió purgar en su cuerpo las culpas y los dolores tanto tiempo encajonados en su alma; quizás hubiera (después de ese purgatorio en que repentinamente se había convertido su cama) una esperanza de que él arrojara parte de su rencor fuera de sí mismo. Si no lo conseguía, todo habría sido en vano.
Pero su mirada, negra, terrible, desquiciada, le hizo temer, con justa razón, el final de todo aquello. Y entendió que no había vuelta. Emerick la castigaba más allá de lo tolerable, trayendo a ese encuentro, a esa cama, el recuerdo de su fallecida esposa. ¡Lucius!, rugió su voz, invocando el fantasma contra el que ella nunca tendría ninguna posibilidad; no lo dijo por error, no estaba perdido en el mar del deseo, mucho menos habíase embriagado de amor. Era plenamente consciente de todo el daño que le hacía al nombrar a la otra. Al convertirla a ella en “la otra”. Y así, mientras Emerick era único, Jîldael se convertía en cualquiera. En otra. Cerró los ojos, porque, pese a todo, sus cuerpos seguían un curso paralelo y desconectado de sus emociones y respondían, insensibles, al orgasmo que les azotaba en violentas convulsiones, totalmente ajenos a la enajenación de sus almas; pues, aunque lo negaran, sus cuerpos habían disfrutado del sexo tanto como sus almas habíanse desgarrado de soledad y abandono.
Se derrumbaron el uno en la otra, avasallados por el placer y las hormonas. Pero nada de ello siquiera rozó sus almas, mucho menos sus miradas. Una sonrisa amarga se agrió en los labios de la Felina, cuya única medalla ese día era haber resistido hasta el final el castigo que aquel verdugo había escogido para ella.
Lo sintió estremecerse sobre ella, un estertor final del venenoso placer que los había unido; involuntariamente, lo abrazó, pues su corazón aún deseaba protegerlo. Pero su razón, aquella a la que nunca antes había escuchado, le impelió a soltarle, a dejarlo irse. Era necesario separarse de él si ella quería tener una oportunidad de sobrevivir. Y le pareció justo. Con la delicadeza que no había recibido de vuelta, puso distancia entre ambos y le obligó a abandonar el calor de su sexo; lo desnudó con calma y amabilidad, pero con firme intención, separándose ambos, sin mirarse a los ojos. Ella, al menos, no pudo hacerlo. Porque en cuanto fue consciente de todo lo ocurrido, el dolor se anegó en sus ojos y el orgullo, ahora vuelto a la vida por la razón, no podía permitirle a su agresor saber cuánto, cuánto la había herido.
Se odió por llorar, por no haber sido fuerte hasta el final. Ella misma sabía el precio de su elección; pero nunca esperó que fuera un costo tan alto; hubiera querido ser una roca, fría, firme, imperturbable; hubiera querido ser ella la montaña indolente… Pero era sólo una mujer, más frágil de lo que nunca quiso aceptar hasta ese momento en que Emerick, el hombre que más amaba (y saberlo sólo trajo más llanto a su haber), la había roto con una sola palabra.
Lucius.
Y la odió, ya no con infantil renuencia. La odió como sólo se odia al enemigo más acérrimo. Pero no dijo nada.
Se sentó en el borde de la cama, evitando mirar las sábanas y los restos de sangre que sabía que ahora las deshonraban; le dio la espalda a Emerick porque sus fútiles esfuerzos no pudieron detener el torrente de lágrimas que delataban cuán profundo había sido el daño. Cuando ya no hubo más lágrimas, se secó el rostro y suspiró apenas.
— Me lo he tenido merecido, Emerick, lo sé. — musitó, apenas con la fuerza suficiente para que la voz no le temblara. Respiró hondo y parte de su dignidad genética volvió para salvarla de sí misma — Vuestra merced me lo advirtió y he pagado el precio de mi soberbia. No debéis preocuparos, Monsieur, no se volverá a repetir. Dijisteis, en otra vida, que viviríais a mi lado, que podíais pasar el resto de vuestra vida amarrado a mi cuerpo, velando mis noches… — se puso de pie y cogió la sábana que había caído al suelo en medio del combate y se envolvió con ella; se sentía vulnerable y pequeña; necesitaba protegerse de él, pues había llegado el momento terrible de enfrentarlo, de ser consciente a cabalidad de lo que ambos habían hecho y de lo caro que les iba a costar, más a ella que a él, de eso estaba segura. Caminó en silencio, rodeando el lecho, evitando mirarle o mirar siquiera la huella de su “deshonra”. Cada paso era un paso hacia su patíbulo personal; ¡qué lejos estaba ahora la sensación de luz que él le obsequiara apenas unos momentos antes! Ahí estaba, frente a ella, el agresor, el amor, el dolor. Se obligó a sostenerle la mirada, aunque todo lo que deseaba era huir — No sé cómo podríais cumplir vuestra palabra, Emerick Boussingaut, odiándome cómo habéis confesado con tanto fervor. ¿Era acaso alguna especie de trampa, Milord? ¿Alimentasteis mis esperanzas, Duque, sólo para solazaros en mi caída? ¿He pagado el precio? ¿O aún os debo algo? Os lo ruego, decidme. — volvió a hincarse frente a él, porque era cierto que había capitulado; sin embargo, no sería el monigote de nadie. Su capitulación era voluntaria, pero no aceptaría voluntariamente la humillación, la tortura, nunca más. Se lo había dado una sola vez; no volvería a hacerlo nunca más, por nadie. Ni siquiera él — Deseo protegeros, porque os amo. Nunca he mentido al respecto. Pero, ¿cómo puedo cuidar de vuestra merced, si admitís odiarme con tanto fervor? No sé qué hacer, Emerick, no sé cómo ser parte de vuestra vida, como ser vuestra luz y esperanza si de mí sólo esperáis lo peor… Lo lamento… Debéis iros, “Alteza”. O, si preferís, me iré yo. Saldré unos momentos al jardín, para no incomodaros. Tomaos el tiempo que necesitéis, Emerick; dormid incluso si lo deseáis; nadie os importunará, os doy mi palabra. Avisad con un lacayo vuestra partida y así yo pueda volver aquí, es lo único que os pido. —
No dijo nada más. Se puso de pie en silencio y se dirigió al cuarto vestidor. ¿Pensó ella que él iba a seguirla una vez más? No. Estaba convencida de sus ponzoñosas palabras; él la odiaba y su razón, último baluarte de su frágil hilo de vida, le impelió a alejarse de su Lobo. Se rió, amargamente, mientras las lágrimas volvían a su rostro. Nunca había sido su Lobo. Nunca lo sería. Y nada le dolió más que ese terrible descubrimiento. La chiquilla que aún era, quiso dejarse morir, arrojarse, de nuevo, a las fauces de la Muerte; quizás eso hiciera, una vez caída la noche. Se alegró de que nadie le pudiera leer la mente; quizás Charles podría, pero estaba demasiado lejos para detenerla. Buscaría a su presa y procuraría que fuera un combate memorable; buscaría a la Muerte y danzaría con ella y, si le gustaba la danza, quizás la siguiera al otro lado. Así de alienados estaban sus pensamientos, así de enajenada su razón.
El dolor la estremeció, como si fuera la defensa de su alma para no perderse, para no rendirse; un gemido patético y lastimero escapó de su boca contra su voluntad y le dobló las rodillas, que se azotaron violentamente contra el suelo, presa de su tristeza incontenible. Resistió el impulso de arrojarse al suelo en la humillante posición fetal que tanto le pedía su cuerpo y, por el contrario, hincada como quedó, sólo pudo apoyar su cabeza contra la pared, mientras el llanto luchaba por lavarle el alma y salvarle la vida.
Una mano, gentil, se posó sobre su hombro frío. No se volvió a mirar al improvisado salvador, sino que simplemente se dejó arrastrar por el abrazo. Entonces, lloró, como la niña que nunca había dejado de ser.
***
Pero, al parpadeo siguiente, fallecida la deuda tanto tiempo pendiente, retirado el Destino conforme, todo cambió, brutalmente. Y Jîldael supo, sin duda alguna, que se había arrojado a la boca del Lobo, que debió huir de él cuando él mismo le dio posibilidad y que no saldría indemne de la batalla que estaba a punto de perder.
No sabía que incluso en la cama, se podía seguir siendo enemigos, no sabía que el acto por el cual toda mujer suspira (imaginándolo hasta lo indecible cuando se es virgen) podía ser también un castigo, una tortura, una pena terriblemente capital. Su padre nunca se lo dijo; acaso Jean no lo supiera, habiendo amado a una sola mujer en toda su vida y habiéndole guardado celoso luto hasta el día de su muerte. Tampoco se lo advirtió su Maestre, pero, claro, aquellos no eran temas que se pudieran tratar entre un sirviente y su Señora.
Era la primera vez que Jîldael lamentaba con el alma no haber tenido una sola y sincera amiga. Quizá, ella sí se lo hubiera dicho; quizá, habría sabido rendirse a tiempo.
Pero no. Caprichosa y antojadiza, cuando quería algo, lo perseguía hasta el final. Y ahí estaba, bebiendo una cucharada de su propia arrogancia.
Emerick se movió entonces, pasado el segundo, pagada la deuda, retirado el Destino, como si nada más pudiere importarle; como si hubiera pasado largo tiempo, demasiado tiempo siendo noble, dejaba caer su careta y liberaba a su verdadero “yo”, que no era ni siquiera el Lobo indómito, amante de la Luna. No era tampoco el desgarbado insensible y deslenguado duque. Aquél que ahora salía de su cárcel era un sádico, que encontraba placer en el castigo y en la humillación con que ahora la azotaba implacablemente. El verdugo la cogió por la espalda y la depositó en la cama, sin gentilezas, sin caricias; era más bien, el movimiento áspero de quien debe cumplir con su deber. Ella gimió, ante la embestida, asustada de ese hombre a quien no podía reconocer.
Pero él, embebido de su odio, de sus heridas, no le tuvo piedad y se movió con brutal rapidez dentro de ella. A la Cambiante aún le quedaba fuego y deseo para resistir la dolorosa embestida, para no salir lastimada de ese combate, al menos en lo que a su cuerpo se refiriera; pudo desconectarse, por unos momentos, del dolor y concentrarse en el placer malsano de aquella refriega erótica. Pero entonces, el monstruo dentro de Emerick habló, derrumbándole todas sus defensas.
La odiaba. Con el alma.
Gritó entonces la Pantera, herida y un estremecimiento, cercano al llanto, la sacudió entera, mientras peleaba, ya no para disfrutar el encuentro, sino para resistirlo; había decidido entregarse a él; había tomado lo que quedaba de su corazón, de su alma y de su amor, loco, despedazado, incompleto y se lo había entregado a Emerick Boussingaut, en la esperanza ridícula de que la viera tal como era ella; quería protegerlo, quería salvarlo de sí mismo y creyó, ¡tonta!, ¡estúpida!, que podía rescatar al hombre que el Duque había sido antes de esas manos marcadas por la plata. ¡Qué infantil había sido! ¡Qué caro pagaba su arrogancia pueril! No podía salvar a quien le odiaba; ¿cómo podría ella ser fuente de luz cuando él sólo podía verla como su enemiga? Se lo tenía merecido todo. El dolor. La humillación. El abandono.
Había hecho una cara apuesta y había perdido, pero no huyó. Le dejó someterla, porque se lo merecía; le permitió purgar en su cuerpo las culpas y los dolores tanto tiempo encajonados en su alma; quizás hubiera (después de ese purgatorio en que repentinamente se había convertido su cama) una esperanza de que él arrojara parte de su rencor fuera de sí mismo. Si no lo conseguía, todo habría sido en vano.
Pero su mirada, negra, terrible, desquiciada, le hizo temer, con justa razón, el final de todo aquello. Y entendió que no había vuelta. Emerick la castigaba más allá de lo tolerable, trayendo a ese encuentro, a esa cama, el recuerdo de su fallecida esposa. ¡Lucius!, rugió su voz, invocando el fantasma contra el que ella nunca tendría ninguna posibilidad; no lo dijo por error, no estaba perdido en el mar del deseo, mucho menos habíase embriagado de amor. Era plenamente consciente de todo el daño que le hacía al nombrar a la otra. Al convertirla a ella en “la otra”. Y así, mientras Emerick era único, Jîldael se convertía en cualquiera. En otra. Cerró los ojos, porque, pese a todo, sus cuerpos seguían un curso paralelo y desconectado de sus emociones y respondían, insensibles, al orgasmo que les azotaba en violentas convulsiones, totalmente ajenos a la enajenación de sus almas; pues, aunque lo negaran, sus cuerpos habían disfrutado del sexo tanto como sus almas habíanse desgarrado de soledad y abandono.
Se derrumbaron el uno en la otra, avasallados por el placer y las hormonas. Pero nada de ello siquiera rozó sus almas, mucho menos sus miradas. Una sonrisa amarga se agrió en los labios de la Felina, cuya única medalla ese día era haber resistido hasta el final el castigo que aquel verdugo había escogido para ella.
Lo sintió estremecerse sobre ella, un estertor final del venenoso placer que los había unido; involuntariamente, lo abrazó, pues su corazón aún deseaba protegerlo. Pero su razón, aquella a la que nunca antes había escuchado, le impelió a soltarle, a dejarlo irse. Era necesario separarse de él si ella quería tener una oportunidad de sobrevivir. Y le pareció justo. Con la delicadeza que no había recibido de vuelta, puso distancia entre ambos y le obligó a abandonar el calor de su sexo; lo desnudó con calma y amabilidad, pero con firme intención, separándose ambos, sin mirarse a los ojos. Ella, al menos, no pudo hacerlo. Porque en cuanto fue consciente de todo lo ocurrido, el dolor se anegó en sus ojos y el orgullo, ahora vuelto a la vida por la razón, no podía permitirle a su agresor saber cuánto, cuánto la había herido.
Se odió por llorar, por no haber sido fuerte hasta el final. Ella misma sabía el precio de su elección; pero nunca esperó que fuera un costo tan alto; hubiera querido ser una roca, fría, firme, imperturbable; hubiera querido ser ella la montaña indolente… Pero era sólo una mujer, más frágil de lo que nunca quiso aceptar hasta ese momento en que Emerick, el hombre que más amaba (y saberlo sólo trajo más llanto a su haber), la había roto con una sola palabra.
Lucius.
Y la odió, ya no con infantil renuencia. La odió como sólo se odia al enemigo más acérrimo. Pero no dijo nada.
Se sentó en el borde de la cama, evitando mirar las sábanas y los restos de sangre que sabía que ahora las deshonraban; le dio la espalda a Emerick porque sus fútiles esfuerzos no pudieron detener el torrente de lágrimas que delataban cuán profundo había sido el daño. Cuando ya no hubo más lágrimas, se secó el rostro y suspiró apenas.
— Me lo he tenido merecido, Emerick, lo sé. — musitó, apenas con la fuerza suficiente para que la voz no le temblara. Respiró hondo y parte de su dignidad genética volvió para salvarla de sí misma — Vuestra merced me lo advirtió y he pagado el precio de mi soberbia. No debéis preocuparos, Monsieur, no se volverá a repetir. Dijisteis, en otra vida, que viviríais a mi lado, que podíais pasar el resto de vuestra vida amarrado a mi cuerpo, velando mis noches… — se puso de pie y cogió la sábana que había caído al suelo en medio del combate y se envolvió con ella; se sentía vulnerable y pequeña; necesitaba protegerse de él, pues había llegado el momento terrible de enfrentarlo, de ser consciente a cabalidad de lo que ambos habían hecho y de lo caro que les iba a costar, más a ella que a él, de eso estaba segura. Caminó en silencio, rodeando el lecho, evitando mirarle o mirar siquiera la huella de su “deshonra”. Cada paso era un paso hacia su patíbulo personal; ¡qué lejos estaba ahora la sensación de luz que él le obsequiara apenas unos momentos antes! Ahí estaba, frente a ella, el agresor, el amor, el dolor. Se obligó a sostenerle la mirada, aunque todo lo que deseaba era huir — No sé cómo podríais cumplir vuestra palabra, Emerick Boussingaut, odiándome cómo habéis confesado con tanto fervor. ¿Era acaso alguna especie de trampa, Milord? ¿Alimentasteis mis esperanzas, Duque, sólo para solazaros en mi caída? ¿He pagado el precio? ¿O aún os debo algo? Os lo ruego, decidme. — volvió a hincarse frente a él, porque era cierto que había capitulado; sin embargo, no sería el monigote de nadie. Su capitulación era voluntaria, pero no aceptaría voluntariamente la humillación, la tortura, nunca más. Se lo había dado una sola vez; no volvería a hacerlo nunca más, por nadie. Ni siquiera él — Deseo protegeros, porque os amo. Nunca he mentido al respecto. Pero, ¿cómo puedo cuidar de vuestra merced, si admitís odiarme con tanto fervor? No sé qué hacer, Emerick, no sé cómo ser parte de vuestra vida, como ser vuestra luz y esperanza si de mí sólo esperáis lo peor… Lo lamento… Debéis iros, “Alteza”. O, si preferís, me iré yo. Saldré unos momentos al jardín, para no incomodaros. Tomaos el tiempo que necesitéis, Emerick; dormid incluso si lo deseáis; nadie os importunará, os doy mi palabra. Avisad con un lacayo vuestra partida y así yo pueda volver aquí, es lo único que os pido. —
No dijo nada más. Se puso de pie en silencio y se dirigió al cuarto vestidor. ¿Pensó ella que él iba a seguirla una vez más? No. Estaba convencida de sus ponzoñosas palabras; él la odiaba y su razón, último baluarte de su frágil hilo de vida, le impelió a alejarse de su Lobo. Se rió, amargamente, mientras las lágrimas volvían a su rostro. Nunca había sido su Lobo. Nunca lo sería. Y nada le dolió más que ese terrible descubrimiento. La chiquilla que aún era, quiso dejarse morir, arrojarse, de nuevo, a las fauces de la Muerte; quizás eso hiciera, una vez caída la noche. Se alegró de que nadie le pudiera leer la mente; quizás Charles podría, pero estaba demasiado lejos para detenerla. Buscaría a su presa y procuraría que fuera un combate memorable; buscaría a la Muerte y danzaría con ella y, si le gustaba la danza, quizás la siguiera al otro lado. Así de alienados estaban sus pensamientos, así de enajenada su razón.
El dolor la estremeció, como si fuera la defensa de su alma para no perderse, para no rendirse; un gemido patético y lastimero escapó de su boca contra su voluntad y le dobló las rodillas, que se azotaron violentamente contra el suelo, presa de su tristeza incontenible. Resistió el impulso de arrojarse al suelo en la humillante posición fetal que tanto le pedía su cuerpo y, por el contrario, hincada como quedó, sólo pudo apoyar su cabeza contra la pared, mientras el llanto luchaba por lavarle el alma y salvarle la vida.
Una mano, gentil, se posó sobre su hombro frío. No se volvió a mirar al improvisado salvador, sino que simplemente se dejó arrastrar por el abrazo. Entonces, lloró, como la niña que nunca había dejado de ser.
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 09/09/2011
Localización : Junto a mi Maestre... aquí o allá...
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”Correrán ríos de sangre antes de que conquistemos nuestra libertad, pero esa sangre deberá ser la nuestra.”
Mahatma Gandhi
Mahatma Gandhi
El dolor profesado por los gritos femeninos no hizo más que avivar el placer que el Duque sentía. Definitivamente aquel era un gozo perverso, malvado y sádico ¿de qué otra forma sería capaz alguien de disfrutar el sufrimiento ajeno? Y lo que es peor… el sufrimiento de quien se aprecia. Estaba enfermo, desquiciado, ya nada quedaba del alegre e irónico escocés que disfrutaba una buena carcajada, compañía y cerveza.
Mas fue el mismo cuerpo y los movimientos de Jîldael que le llevaron a consumar por completo ese acto, sintiendo que una parte de sí rugía airosa dentro de su ser, al mismo tiempo que se apretaba ya por última vez a las caderas de la mujer. Así pensó en irse de inmediato, acabar y alejarse de ella para dejarle en la única compañía del dolor y el desamparo, sin darle la oportunidad de insultarle y maldecirle por lo que acababa de hacer con ella, y es que ¿acaso no había sido eso lo que había buscado?
Emerick también se sentía engañado, él era un verdadero lobo, desconfiado y salvaje, más aún a cuentas estaba herido. No era del tipo de animal que se acercaría a cualquier persona que dijera ser su amigo, mas Jîldael se había acercado a él presentándole una carnada que, en cuanto le hubo cogido, ella no dudó en intentar apresarle ¿qué esperaba; que el lobo no le mordiera? A los ojos del escocés, ella también tenía parte de la culpa, aún cuando él estuviese consciente de aquello no justificara sus acciones, pues eso ya era sabía él que era harina de otro costal y ya también poco le importaba hacer las separaciones, pues ¡qué poco que le importaba todo!
Así pues, predispuesto ya para marcharse, ella le estrechó en sus brazos, sorprendiéndole con un abrazo que le dejó totalmente abatido y desconcertado. Sin embargo, ella misma le soltó al poco rato y se separó de él para dejarle al alcance la salida. Jîldael no le regresaba la mirada, mas pudo él dilucidar el llanto de su alma aún antes de ver las primeras lágrimas derramarse por sus ojos y que ella le diera la espalda.
Entonces, por primera vez en aquella jornada, sintió dentro de él el escozor de la culpa.
La felina sollozó en un intento fallido por calmarse y concederse nuevamente el orgullo antes de dedicarle a él sus primeras palabras que, para su sorpresa, no fueron ni maldiciones, ni amenazas. Emerick le observó en la distancia, a cada segundo se sentía más confundido y sorprendido que el anterior. Mil respuestas se formularon en el interior de su cabeza, pero ninguna de ellas tuvo el valor de escapar por su boca; muchas de ellas fueron disculpas y muchas más maldiciones propias. No sabía, ni entendía, si la del Balzo estaba intentando ser irónica o demostrarse más fuerte de lo que en verdad era. Sin embargo, él sabía que estaba ya dañada y rota, más rota de lo que ella misma había confesado, pues esta vez se había roto a causa suya.
Le observó volver a ponerse de pie, después de haberse arrodillado ante él, y marcharse hacia la habitación contigua. Por un momento pensó en seguirle, por el otro en salir en silencio; ella misma le había pedido que se marchara y en lo más profundo de su oscura alma, sabía que eso era lo más adecuado, así que sentó sobre la cama para recoger sus pantalones y ponérselos mientras aún pensaba.
¿Realmente quería hacerle tanto daño? ¿Se sentía satisfecho con lo que había conseguido? ¿Estaría dispuesto a pedirle disculpas? ¿Sería en verdad una buena idea?
Negó con la cabeza. Sabía perfectamente que la Inquisición y su Sierra, más que curar su alma maldita, lo había llenado de demonios y en su corazón y cabeza ya no parecía haber lugar para sentimientos puros, mas aún podía hacer —como una ofrenda a ella— un último acto de nobleza. Se marcharía como la Pantera lo había pedido, se iría guardando su propio silencio y lo haría con tal sutileza que ella no le sentiría marcharse, ni volvería a saber jamás en su vida de Emerick Boussingaut, aún tuviese él que renunciar a sus títulos de nobleza. Sería lo mejor, ella estaría en paz, pues bien sabía él que ya no había paz para quien se quedase a su lado.
Cogió su camisa en el mismo silencio que se había propuesto y estuvo a punto de ponérsela por la cabeza, cuando sus ojos recayeron en la mancha de sangre que se había esparcido por las lujosas sábanas que minutos antes les habían refugiado. Emerick sabía que Jîldael no era ninguna virgen, ya que él mismo le había conocido cuando estaba embarazada de un hombre al que había odiado sin siquiera conocer. Supo en ese instante que físicamente también la había destrozado y aquello le resquebrajó aún más el alma. Así se llevó una mano a la boca, horrorizado de sí mismo y miró hacia la puerta por la que ella se había marchado, pero no se levantó para seguirla, sólo le miró con unas ansias terribles por rogar por una disculpa, mas su voluntad le retuvo, pues si lo hacía ella seguiría a su lado y entonces correría peligro.
Respiró profundo, incluso su mano que sólo debía tener el aroma del sexo femenino, olía al oxido de la sangre derramada. Se miró horrorizado, más en sus manos no había señal visible de sangre, pero ahí estaba, en algún lugar dejando escapar sus notas de fragancia. Entonces vio también sus heridas, aquellas que él mismo había descubierto de sus vendas en el jardín de esa misma casa y, sin pensarlo siquiera, dejó que los instintos más primitivos de su derecha, se hicieran con la izquierda y ahorran sus dedos en aquella herida aún no cicatrizada. No fue difícil hacerle sangrar de nuevo, las puntadas de Eustace habían sido buenas y ya no separaría sus tendones a menos que cortara el hilo, pero la carne siempre había cedido fácil, aún cuando se obligaba a mantenerse junta por medio de las puntadas.
Quiso gritar del dolor, quiso hacerse un ovillo y caer al mismo al suelo para retorcerse como brujo que se quema en hoguera, mas no cedió ante debilidades y persistió hasta desgarrarse y sacar de su mano la misma cantidad de sangre derramada, para así cubrir con la suya la mancha que coronaba la cama.
“Sangre sobre sangre” se dijo a sí mismo, sin llegar a verbalizarlo, pues lo único que salió de su boca, lo hizo en un susurro que no fue explicación, ni reproche.
—Perdón… Jîldael.
Susurró su nombre con la suavidad de un suspiro, llamándola por primera vez, después de tanto tiempo, por su verdadero apelativo. Lo hizo consciente de su significado y su súplica, lo hizo empuñando la sábana con aún más fuerza para que su sangre cubriera aún más de lo que la otra había manchado, y lo hizo mirándole a ella a través de la pared que les separaba, pues sentía que podía verle aún cuando sus ojos no le alcanzaran.
Y entonces se puso de pie, ya preparado para marcharse para siempre y dejarle así la posibilidad de una vida feliz y tranquila. Sin embargo, el destino no estuvo de su lado y antes de que él pudiese dar un paso hacia la puerta, otro hombre entró por ella. Venía apresurado, con la respiración agitada, como si le hubiesen avisado los sirvientes del desastre antes dejado en el mismo recibidor. Tenía el rostro delgado y porte de realeza, sin duda no era ninguno de los criados y por tanto el escocés supuso con rapidez que debía de ser él el Señor de la casa al que antes había mencionado el Maestre. Ambos se miraron con desconcierto, Emerick porque no esperaba ser visto antes de su partida y porque no se encontraba de ánimos para dar explicaciones, y el hombre por la escena tan extraña como inesperada; un desconocido a medio vestir, con la mano ensangrentada y las sábanas de Jîldael manchadas con aún más sangre.
El Boussingaut reaccionó rápido y acabó de abrocharse los pantalones antes de que el otro se lanzada en acusaciones y preguntas, pero aquellas nunca llegaron, ya que en ese instante el desconocido vio la silueta derrotada de la Pantera a través de la siguiente puerta y se apresuró en ir en su ayuda, esperando no encontrarla herida. Emerick vio entonces su oportunidad de huida y se apresuró en alcanzar la puerta, pero el recién llegado sólo alcanzó a poner la mano sobre el hombro de la francesa cuando se dio cuenta de su huida y regresó a trancadas para empujarle contra la muralla, convencido de que era ese hombre el infractor del peor de los ultrajes cometidos a una dama y, lo que era aún peor, a la mujer que amaba. El extraño, lleno de odio y venganza, comenzó a golpear e insultar a Emerick quien, luego de aguantar un par de segundos, se dio la vuelta para regresarle la mano, mas la bestia encerrada dentro del Boussingaut no sólo le dejaría defenderse sino que además vera en aquel ataque una nueva oportunidad para liberarse de su odio e insaciable sed de venganza.
Mas fue el mismo cuerpo y los movimientos de Jîldael que le llevaron a consumar por completo ese acto, sintiendo que una parte de sí rugía airosa dentro de su ser, al mismo tiempo que se apretaba ya por última vez a las caderas de la mujer. Así pensó en irse de inmediato, acabar y alejarse de ella para dejarle en la única compañía del dolor y el desamparo, sin darle la oportunidad de insultarle y maldecirle por lo que acababa de hacer con ella, y es que ¿acaso no había sido eso lo que había buscado?
Emerick también se sentía engañado, él era un verdadero lobo, desconfiado y salvaje, más aún a cuentas estaba herido. No era del tipo de animal que se acercaría a cualquier persona que dijera ser su amigo, mas Jîldael se había acercado a él presentándole una carnada que, en cuanto le hubo cogido, ella no dudó en intentar apresarle ¿qué esperaba; que el lobo no le mordiera? A los ojos del escocés, ella también tenía parte de la culpa, aún cuando él estuviese consciente de aquello no justificara sus acciones, pues eso ya era sabía él que era harina de otro costal y ya también poco le importaba hacer las separaciones, pues ¡qué poco que le importaba todo!
Así pues, predispuesto ya para marcharse, ella le estrechó en sus brazos, sorprendiéndole con un abrazo que le dejó totalmente abatido y desconcertado. Sin embargo, ella misma le soltó al poco rato y se separó de él para dejarle al alcance la salida. Jîldael no le regresaba la mirada, mas pudo él dilucidar el llanto de su alma aún antes de ver las primeras lágrimas derramarse por sus ojos y que ella le diera la espalda.
Entonces, por primera vez en aquella jornada, sintió dentro de él el escozor de la culpa.
La felina sollozó en un intento fallido por calmarse y concederse nuevamente el orgullo antes de dedicarle a él sus primeras palabras que, para su sorpresa, no fueron ni maldiciones, ni amenazas. Emerick le observó en la distancia, a cada segundo se sentía más confundido y sorprendido que el anterior. Mil respuestas se formularon en el interior de su cabeza, pero ninguna de ellas tuvo el valor de escapar por su boca; muchas de ellas fueron disculpas y muchas más maldiciones propias. No sabía, ni entendía, si la del Balzo estaba intentando ser irónica o demostrarse más fuerte de lo que en verdad era. Sin embargo, él sabía que estaba ya dañada y rota, más rota de lo que ella misma había confesado, pues esta vez se había roto a causa suya.
Le observó volver a ponerse de pie, después de haberse arrodillado ante él, y marcharse hacia la habitación contigua. Por un momento pensó en seguirle, por el otro en salir en silencio; ella misma le había pedido que se marchara y en lo más profundo de su oscura alma, sabía que eso era lo más adecuado, así que sentó sobre la cama para recoger sus pantalones y ponérselos mientras aún pensaba.
¿Realmente quería hacerle tanto daño? ¿Se sentía satisfecho con lo que había conseguido? ¿Estaría dispuesto a pedirle disculpas? ¿Sería en verdad una buena idea?
Negó con la cabeza. Sabía perfectamente que la Inquisición y su Sierra, más que curar su alma maldita, lo había llenado de demonios y en su corazón y cabeza ya no parecía haber lugar para sentimientos puros, mas aún podía hacer —como una ofrenda a ella— un último acto de nobleza. Se marcharía como la Pantera lo había pedido, se iría guardando su propio silencio y lo haría con tal sutileza que ella no le sentiría marcharse, ni volvería a saber jamás en su vida de Emerick Boussingaut, aún tuviese él que renunciar a sus títulos de nobleza. Sería lo mejor, ella estaría en paz, pues bien sabía él que ya no había paz para quien se quedase a su lado.
Cogió su camisa en el mismo silencio que se había propuesto y estuvo a punto de ponérsela por la cabeza, cuando sus ojos recayeron en la mancha de sangre que se había esparcido por las lujosas sábanas que minutos antes les habían refugiado. Emerick sabía que Jîldael no era ninguna virgen, ya que él mismo le había conocido cuando estaba embarazada de un hombre al que había odiado sin siquiera conocer. Supo en ese instante que físicamente también la había destrozado y aquello le resquebrajó aún más el alma. Así se llevó una mano a la boca, horrorizado de sí mismo y miró hacia la puerta por la que ella se había marchado, pero no se levantó para seguirla, sólo le miró con unas ansias terribles por rogar por una disculpa, mas su voluntad le retuvo, pues si lo hacía ella seguiría a su lado y entonces correría peligro.
Respiró profundo, incluso su mano que sólo debía tener el aroma del sexo femenino, olía al oxido de la sangre derramada. Se miró horrorizado, más en sus manos no había señal visible de sangre, pero ahí estaba, en algún lugar dejando escapar sus notas de fragancia. Entonces vio también sus heridas, aquellas que él mismo había descubierto de sus vendas en el jardín de esa misma casa y, sin pensarlo siquiera, dejó que los instintos más primitivos de su derecha, se hicieran con la izquierda y ahorran sus dedos en aquella herida aún no cicatrizada. No fue difícil hacerle sangrar de nuevo, las puntadas de Eustace habían sido buenas y ya no separaría sus tendones a menos que cortara el hilo, pero la carne siempre había cedido fácil, aún cuando se obligaba a mantenerse junta por medio de las puntadas.
Quiso gritar del dolor, quiso hacerse un ovillo y caer al mismo al suelo para retorcerse como brujo que se quema en hoguera, mas no cedió ante debilidades y persistió hasta desgarrarse y sacar de su mano la misma cantidad de sangre derramada, para así cubrir con la suya la mancha que coronaba la cama.
“Sangre sobre sangre” se dijo a sí mismo, sin llegar a verbalizarlo, pues lo único que salió de su boca, lo hizo en un susurro que no fue explicación, ni reproche.
—Perdón… Jîldael.
Susurró su nombre con la suavidad de un suspiro, llamándola por primera vez, después de tanto tiempo, por su verdadero apelativo. Lo hizo consciente de su significado y su súplica, lo hizo empuñando la sábana con aún más fuerza para que su sangre cubriera aún más de lo que la otra había manchado, y lo hizo mirándole a ella a través de la pared que les separaba, pues sentía que podía verle aún cuando sus ojos no le alcanzaran.
Y entonces se puso de pie, ya preparado para marcharse para siempre y dejarle así la posibilidad de una vida feliz y tranquila. Sin embargo, el destino no estuvo de su lado y antes de que él pudiese dar un paso hacia la puerta, otro hombre entró por ella. Venía apresurado, con la respiración agitada, como si le hubiesen avisado los sirvientes del desastre antes dejado en el mismo recibidor. Tenía el rostro delgado y porte de realeza, sin duda no era ninguno de los criados y por tanto el escocés supuso con rapidez que debía de ser él el Señor de la casa al que antes había mencionado el Maestre. Ambos se miraron con desconcierto, Emerick porque no esperaba ser visto antes de su partida y porque no se encontraba de ánimos para dar explicaciones, y el hombre por la escena tan extraña como inesperada; un desconocido a medio vestir, con la mano ensangrentada y las sábanas de Jîldael manchadas con aún más sangre.
El Boussingaut reaccionó rápido y acabó de abrocharse los pantalones antes de que el otro se lanzada en acusaciones y preguntas, pero aquellas nunca llegaron, ya que en ese instante el desconocido vio la silueta derrotada de la Pantera a través de la siguiente puerta y se apresuró en ir en su ayuda, esperando no encontrarla herida. Emerick vio entonces su oportunidad de huida y se apresuró en alcanzar la puerta, pero el recién llegado sólo alcanzó a poner la mano sobre el hombro de la francesa cuando se dio cuenta de su huida y regresó a trancadas para empujarle contra la muralla, convencido de que era ese hombre el infractor del peor de los ultrajes cometidos a una dama y, lo que era aún peor, a la mujer que amaba. El extraño, lleno de odio y venganza, comenzó a golpear e insultar a Emerick quien, luego de aguantar un par de segundos, se dio la vuelta para regresarle la mano, mas la bestia encerrada dentro del Boussingaut no sólo le dejaría defenderse sino que además vera en aquel ataque una nueva oportunidad para liberarse de su odio e insaciable sed de venganza.
P.S: Sabes que no conozco muy bien a nuestro artista invitado, así que perdón lo chanta de la última parte y agradecería que me ayudaras con eso en mi búsqueda de sangre y destrucción (?) XD
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
"La cólera es una ráfaga de viento que apaga la lámpara de la inteligencia.”
Robert Green Ingersoll
Robert Green Ingersoll
Se había marchado por unos días de Lyon para ir en busca de los pocos aliados que le habían seguido hasta esos confines del continente. Lo había hecho con el corazón compungido, alentado por Charles quien le aseguró que ella estaría a salvo. ¿Pero acaso se podía estar a salvo de sí mismo? Valentino sabía lo que era perder a un hijo, él mismo lo había padecido. Y sabía que, cuando se bebe tal cáliz venenoso, era muy difícil volver a ser uno mismo. Se prometió secretamente que no demoraría, que volvería pronto con ella, pues no le dejaría perderse en el dolor.
Por eso había aceptado la oferta y había pactado con los “demonios disfrazados de monjes”. Porque deseaba salvar a Jîldael. Porque, quizás salvándola a ella se salvaba a sí mismo y, al final de sus días, Lorelei quizás podría perdonarle. Era, con toda certeza, una causa perdida, una quimera tras la cual Valentino estaba corriendo, lo sentía; mas debía intentarlo, así había sido siempre; era para el aristócrata una cuestión de principios.
Miró el cielo, adusto, mientras reposaba unos momentos antes de continuar el retorno a su morada. Su cometido no había estado exento de peligros o engaños, pero, a fin de cuentas, había valido la pena; tendrían la ruta libre para marchar de Francia a Rusia; una vez en su propio territorio, el “Alfa” tomaría el mando, dispondría de su gente y podría tejer una red de protección en torno a Jîldael. El Lobo Estepario volvía al hogar. Un ansia nueva, casi, casi feliz, le sacudió el lomo y lo impelió a acicatear su montura con cierto desmedido entusiasmo, mas el suyo era un noble corcel que sabía resistir aquellos arranques febriles de su carácter a veces demasiado flemático. Corrió, pues, a los brazos de la mujer a quien, si bien no amaba, quería lo suficiente como para aventurarse en semejantes riesgos.
Pero el Lobo no sabía que otro Lobo se interponía en su destino.
***
Ella había sido ajena a todo lo que pudiera acontecer en la otra habitación; quizás, si hubiera visto la amargura y la culpa en los ojos del can, otros hubieran sido sus sentimientos. Pero no le vio morir de contrición, no le vio odiarse a sí mismo, ni el pequeño y simbólico acto de derramar la sangre de sus heridas sobre la sangre de sus heridas. No vio morir, a fin de cuentas, al joven y despreocupado Duque; no vio nacer el acero en su mirada, ni la roca en su corazón… Acaso, después de todo, era mejor que no viera nada.
Lo que ocurrió después… Bueno, eso había sido una jugarreta vil del Destino. Quizás el “Zorro” podría haberlo predicho, pero no estaba allí para alertarla, para recordarle que nunca, NUNCA debía bajar la guardia. Y es que, ¿cómo iba a mantener en pie su instinto de supervivencia cuando todo lo que deseaba era desaparecer?
La cosa es que sintió unas manos gentiles y cálidas que la envolvieron durante unos segundos, fugaz consuelo para su alma rota y moribunda, acompañadas de un tono amable, aunque algo rudo en el foráneo francés que articulaba:
— Del Balzo… — tembló la voz, matizada de creciente horror — Del Balzo… — perjuró su dueño, no contra ella, sino contra lo que veía.
Y entonces, por fin lo vio y su cerebro reconoció al hombre tras esa voz. Valentino de Visconti estaba frente a ella, haciendo conjeturas, apresurando conclusiones que no le llevarían más que a la ira de aquel que ha sido terriblemente agraviado. ¿Qué otra cosa podía esperarse de una cama ensangrentada, los restos de su camisola desgarrada, la herida en el pecho y un extraño de mirada insolente? ¡Alto! ¡¿Qué?! ¡Por supuesto, Dios bendito! La única conclusión posible para el italiano era que Emerick había irrumpido en la morada, había atacado a Jîldael y la había ultrajado hasta el cansancio. Aquello, en el férreo código moral de Valentino, era imperdonable y se pagaba con la vida. Y, obviamente, corría sin demora a ajustar cuentas con el “enemigo” que ya había construido en su cabeza.
La Pantera abrió los ojos con abyecto terror al comprender el curso que tomaban las cosas que, cual río desbordado, se escapaban de toda lógica y sentido común. Ahogó un grito al comprender lo que el Visconti intentaba hacer y, sin mayor demora, cogió la primera prenda que sus manos tocaron; se la puso al tiempo que corría tras el Licántropo con la esperanza de evitar la desgracia, pero no fue suficientemente veloz; ya ambos Lobos se entrelazaban en el cruel abrazo del combate, siendo Valentino quien contara con la ventaja de la sorpresa, asestándole un feroz empellón que arrojó al escocés contra la muralla, sin el menor decoro o elegancia. Y Emerick, herido de odio como estaba, tampoco medió razón alguna a su oponente. En el paroxismo de su locura, no se detuvo a defenderse (era simple admitir –y ella no lo habría negado– que el violento encuentro “amoroso” había sido consensuado), no argumentó, no hubo espacio para la madre razón. Todo era un maremágnum de violencia, como un volcán erupcionando con demasiado ímpetu, como si todo el odio del mundo hubiera encontrado refugio en ese cuerpo devastado y en esa alma negra que eran el Duque escocés.
Si alguien hubiera podido observar la escena con la frivolidad de los apostadores, habría sabido que Valentino de Visconti no tenía nada que hacer contra Emerick Boussingaut; ciertamente, el “zar” había contado con la ventaja de la sorpresa y, no obstante, más pronto que tarde quedó totalmente claro que nada tenía que hacer contra la máquina de guerra que había sido “Ramandú”. Cada movimiento, cada golpe, cada finta revelaban al guerrero experto que era el isleño y, aunque el Visconti era fuerte y joven gracias a su condición lupina, nada podía hacer el italiano ante la imponente arremetida de su enemigo.
La Felina, en esos breves eternos segundos, se sintió desfallecer contra el dintel que separaba ambos cuartos, superada por el odio amargo con que las heridas de su reciente humillación le acicateaban el alma; durante un momento, negro como el Hades, pensó en dejar que Emerick acabara con la vida de Valentino (tal parecía el único destino posible de aquel combate) y, de tal suerte, el remordimiento y la vergüenza terminaran de destruir lo poco que le quedaba de humanidad. Sin embargo, más allá de todas las cosas que acontecían en ese oscuro pasaje de su vida, una era del todo cierta: amaba al escocés y no podía soportar verlo hacerse tanto daño. Era como si “su” Lobo buscara hacerse daño a cada paso que diera, como si creyera que su sola existencia era motivo de castigo.
Y Jîldael no pudo soportarlo, así que (impulsiva como siempre había sido) se arrojó sin mayor treta entre ambos contendientes y a punto de esfuerzo, dolor y voluntad, logró que ambos Canes se separaran y, con su cuerpo ahora herido y cansado en medio, los mantuvo a raya más por voluntad que por imposición de carácter.
El primero en reaccionar, por supuesto, fue Valentino; se pudiera pensar que era el amor por la Felina el que le movía la mansa obediencia, pero lo cierto es que más tenía que ver su férreo código moral; él podía ser muchas cosas, pero no agredía a las mujeres; era una cuestión de valores que exhibía orgulloso ante Emerick a quien creía indigno de toda palabra y buen trato.
El otro Can, por el contrario, hizo ademán de lanzarse en una nueva refriega y a punto estuvo de lograrlo, estando Jîldael en medio y Valentino contenido de herirla por repeler la agresión lupina. La joven se interpuso decidida y contuvo a Emerick con un firme abrazo (sorprendiendo al iracundo Lobo que algo cedió ante la firmeza de carácter que exhibía la hembra):
— ¡No, Lobo! ¡No! — exclamó sobre el pecho del Boussingaut — Os destruiría… — insistió, quebrada la voz que luchaba por encontrar al hombre que amaba y que parecía haber muerto en esos minutos; pero no se arredró, no se rindió — No vale la pena. — dijo (“No valgo la pena”, quiso decir; estaba demasiado humillada, pese a todo) — No os ensuciéis las manos por alguien a quien no amáis. — replicó, furiosa consigo misma, al sentir las lágrimas quemarle los ojos; logró contenerse con un esfuerzo más allá de su condición.
No soltó a Emerick hasta que éste masculló algo ininteligible; no entendió sus palabras, pero le bastó para saber que el hombre había vuelto en sí. Lo soltó, sin mirarlo; lo poco que le quedaba de amor propio la impelió a protegerlo. Miró en cambio a Valentino, carcomida por la terrible culpa; a cada segundo más convencida estaba de que se merecía el dolor; respiró, deseando no tener que haber dicho nunca lo que tremulaba en sus labios:
— No penséis mal de él, mi estimado Valentino; nada de lo que aquí ha ocurrido ha sido contra mi voluntad… — replicó, digna, alzado el mentón, falsamente orgullosa la mirada. Por un segundo, creyó que Valentino iba a abofetearla (su expresión cambió a la misma velocidad con que su pensamiento desentrañaba sus palabras), pero el Hombre–Lobo no dijo nada. Parecía que no había nada que decir — Él ya se va, Monsieur Visconti. Es Monsieur Boussingaut, Duque de Aberdeen, me parece que debíais saberlo, ya que ambos pertenecéis a la realeza. No derraméis “sangre azul”, querido Valentino, no es necesario. Os ruego me deis unos momentos para arreglarme, luego de lo cual, mi criado y yo haremos abandono de este inmueble. Os prometo que… —
— ¡Basta, Del Balzo! —la interrumpió, con la furia del amor herido, el “zar” — Guardaos vuestro melodrama para otro momento. He venido a recogeros, a vos y a Monsieur Noir. — señaló Valentino, al tiempo que se estiraba la lujosa chaqueta y evitaba cruzar la mirada con la Pantera — Partimos hoy mismo rumbo a Baviera y, desde allí, seguiremos ruta con destino a Moscú. —
Aquello fue un balde de agua fría que la “Gata” nunca vio venir, pero no discutió.
Se lo merecía, repitió, apaleada. Y, cual chiquilla que ha sido duramente reconvenida por su padre, partió a vestirse y a prepararse para el largo viaje. Después de todo, había saldado su deuda y nada la detenía ya en París.
Una última lágrima resbaló de su mejilla mientras el cuarto vestidor la escudaba de los dos varones que alguna vez la habían querido y ahora, en cambio, sólo tenían para darle odio y desprecio.
Se lo merecía. Ley de equilibrio universal. Punto.
***
Por eso había aceptado la oferta y había pactado con los “demonios disfrazados de monjes”. Porque deseaba salvar a Jîldael. Porque, quizás salvándola a ella se salvaba a sí mismo y, al final de sus días, Lorelei quizás podría perdonarle. Era, con toda certeza, una causa perdida, una quimera tras la cual Valentino estaba corriendo, lo sentía; mas debía intentarlo, así había sido siempre; era para el aristócrata una cuestión de principios.
Miró el cielo, adusto, mientras reposaba unos momentos antes de continuar el retorno a su morada. Su cometido no había estado exento de peligros o engaños, pero, a fin de cuentas, había valido la pena; tendrían la ruta libre para marchar de Francia a Rusia; una vez en su propio territorio, el “Alfa” tomaría el mando, dispondría de su gente y podría tejer una red de protección en torno a Jîldael. El Lobo Estepario volvía al hogar. Un ansia nueva, casi, casi feliz, le sacudió el lomo y lo impelió a acicatear su montura con cierto desmedido entusiasmo, mas el suyo era un noble corcel que sabía resistir aquellos arranques febriles de su carácter a veces demasiado flemático. Corrió, pues, a los brazos de la mujer a quien, si bien no amaba, quería lo suficiente como para aventurarse en semejantes riesgos.
Pero el Lobo no sabía que otro Lobo se interponía en su destino.
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Ella había sido ajena a todo lo que pudiera acontecer en la otra habitación; quizás, si hubiera visto la amargura y la culpa en los ojos del can, otros hubieran sido sus sentimientos. Pero no le vio morir de contrición, no le vio odiarse a sí mismo, ni el pequeño y simbólico acto de derramar la sangre de sus heridas sobre la sangre de sus heridas. No vio morir, a fin de cuentas, al joven y despreocupado Duque; no vio nacer el acero en su mirada, ni la roca en su corazón… Acaso, después de todo, era mejor que no viera nada.
Lo que ocurrió después… Bueno, eso había sido una jugarreta vil del Destino. Quizás el “Zorro” podría haberlo predicho, pero no estaba allí para alertarla, para recordarle que nunca, NUNCA debía bajar la guardia. Y es que, ¿cómo iba a mantener en pie su instinto de supervivencia cuando todo lo que deseaba era desaparecer?
La cosa es que sintió unas manos gentiles y cálidas que la envolvieron durante unos segundos, fugaz consuelo para su alma rota y moribunda, acompañadas de un tono amable, aunque algo rudo en el foráneo francés que articulaba:
— Del Balzo… — tembló la voz, matizada de creciente horror — Del Balzo… — perjuró su dueño, no contra ella, sino contra lo que veía.
Y entonces, por fin lo vio y su cerebro reconoció al hombre tras esa voz. Valentino de Visconti estaba frente a ella, haciendo conjeturas, apresurando conclusiones que no le llevarían más que a la ira de aquel que ha sido terriblemente agraviado. ¿Qué otra cosa podía esperarse de una cama ensangrentada, los restos de su camisola desgarrada, la herida en el pecho y un extraño de mirada insolente? ¡Alto! ¡¿Qué?! ¡Por supuesto, Dios bendito! La única conclusión posible para el italiano era que Emerick había irrumpido en la morada, había atacado a Jîldael y la había ultrajado hasta el cansancio. Aquello, en el férreo código moral de Valentino, era imperdonable y se pagaba con la vida. Y, obviamente, corría sin demora a ajustar cuentas con el “enemigo” que ya había construido en su cabeza.
La Pantera abrió los ojos con abyecto terror al comprender el curso que tomaban las cosas que, cual río desbordado, se escapaban de toda lógica y sentido común. Ahogó un grito al comprender lo que el Visconti intentaba hacer y, sin mayor demora, cogió la primera prenda que sus manos tocaron; se la puso al tiempo que corría tras el Licántropo con la esperanza de evitar la desgracia, pero no fue suficientemente veloz; ya ambos Lobos se entrelazaban en el cruel abrazo del combate, siendo Valentino quien contara con la ventaja de la sorpresa, asestándole un feroz empellón que arrojó al escocés contra la muralla, sin el menor decoro o elegancia. Y Emerick, herido de odio como estaba, tampoco medió razón alguna a su oponente. En el paroxismo de su locura, no se detuvo a defenderse (era simple admitir –y ella no lo habría negado– que el violento encuentro “amoroso” había sido consensuado), no argumentó, no hubo espacio para la madre razón. Todo era un maremágnum de violencia, como un volcán erupcionando con demasiado ímpetu, como si todo el odio del mundo hubiera encontrado refugio en ese cuerpo devastado y en esa alma negra que eran el Duque escocés.
Si alguien hubiera podido observar la escena con la frivolidad de los apostadores, habría sabido que Valentino de Visconti no tenía nada que hacer contra Emerick Boussingaut; ciertamente, el “zar” había contado con la ventaja de la sorpresa y, no obstante, más pronto que tarde quedó totalmente claro que nada tenía que hacer contra la máquina de guerra que había sido “Ramandú”. Cada movimiento, cada golpe, cada finta revelaban al guerrero experto que era el isleño y, aunque el Visconti era fuerte y joven gracias a su condición lupina, nada podía hacer el italiano ante la imponente arremetida de su enemigo.
La Felina, en esos breves eternos segundos, se sintió desfallecer contra el dintel que separaba ambos cuartos, superada por el odio amargo con que las heridas de su reciente humillación le acicateaban el alma; durante un momento, negro como el Hades, pensó en dejar que Emerick acabara con la vida de Valentino (tal parecía el único destino posible de aquel combate) y, de tal suerte, el remordimiento y la vergüenza terminaran de destruir lo poco que le quedaba de humanidad. Sin embargo, más allá de todas las cosas que acontecían en ese oscuro pasaje de su vida, una era del todo cierta: amaba al escocés y no podía soportar verlo hacerse tanto daño. Era como si “su” Lobo buscara hacerse daño a cada paso que diera, como si creyera que su sola existencia era motivo de castigo.
Y Jîldael no pudo soportarlo, así que (impulsiva como siempre había sido) se arrojó sin mayor treta entre ambos contendientes y a punto de esfuerzo, dolor y voluntad, logró que ambos Canes se separaran y, con su cuerpo ahora herido y cansado en medio, los mantuvo a raya más por voluntad que por imposición de carácter.
El primero en reaccionar, por supuesto, fue Valentino; se pudiera pensar que era el amor por la Felina el que le movía la mansa obediencia, pero lo cierto es que más tenía que ver su férreo código moral; él podía ser muchas cosas, pero no agredía a las mujeres; era una cuestión de valores que exhibía orgulloso ante Emerick a quien creía indigno de toda palabra y buen trato.
El otro Can, por el contrario, hizo ademán de lanzarse en una nueva refriega y a punto estuvo de lograrlo, estando Jîldael en medio y Valentino contenido de herirla por repeler la agresión lupina. La joven se interpuso decidida y contuvo a Emerick con un firme abrazo (sorprendiendo al iracundo Lobo que algo cedió ante la firmeza de carácter que exhibía la hembra):
— ¡No, Lobo! ¡No! — exclamó sobre el pecho del Boussingaut — Os destruiría… — insistió, quebrada la voz que luchaba por encontrar al hombre que amaba y que parecía haber muerto en esos minutos; pero no se arredró, no se rindió — No vale la pena. — dijo (“No valgo la pena”, quiso decir; estaba demasiado humillada, pese a todo) — No os ensuciéis las manos por alguien a quien no amáis. — replicó, furiosa consigo misma, al sentir las lágrimas quemarle los ojos; logró contenerse con un esfuerzo más allá de su condición.
No soltó a Emerick hasta que éste masculló algo ininteligible; no entendió sus palabras, pero le bastó para saber que el hombre había vuelto en sí. Lo soltó, sin mirarlo; lo poco que le quedaba de amor propio la impelió a protegerlo. Miró en cambio a Valentino, carcomida por la terrible culpa; a cada segundo más convencida estaba de que se merecía el dolor; respiró, deseando no tener que haber dicho nunca lo que tremulaba en sus labios:
— No penséis mal de él, mi estimado Valentino; nada de lo que aquí ha ocurrido ha sido contra mi voluntad… — replicó, digna, alzado el mentón, falsamente orgullosa la mirada. Por un segundo, creyó que Valentino iba a abofetearla (su expresión cambió a la misma velocidad con que su pensamiento desentrañaba sus palabras), pero el Hombre–Lobo no dijo nada. Parecía que no había nada que decir — Él ya se va, Monsieur Visconti. Es Monsieur Boussingaut, Duque de Aberdeen, me parece que debíais saberlo, ya que ambos pertenecéis a la realeza. No derraméis “sangre azul”, querido Valentino, no es necesario. Os ruego me deis unos momentos para arreglarme, luego de lo cual, mi criado y yo haremos abandono de este inmueble. Os prometo que… —
— ¡Basta, Del Balzo! —la interrumpió, con la furia del amor herido, el “zar” — Guardaos vuestro melodrama para otro momento. He venido a recogeros, a vos y a Monsieur Noir. — señaló Valentino, al tiempo que se estiraba la lujosa chaqueta y evitaba cruzar la mirada con la Pantera — Partimos hoy mismo rumbo a Baviera y, desde allí, seguiremos ruta con destino a Moscú. —
Aquello fue un balde de agua fría que la “Gata” nunca vio venir, pero no discutió.
Se lo merecía, repitió, apaleada. Y, cual chiquilla que ha sido duramente reconvenida por su padre, partió a vestirse y a prepararse para el largo viaje. Después de todo, había saldado su deuda y nada la detenía ya en París.
Una última lágrima resbaló de su mejilla mientras el cuarto vestidor la escudaba de los dos varones que alguna vez la habían querido y ahora, en cambio, sólo tenían para darle odio y desprecio.
Se lo merecía. Ley de equilibrio universal. Punto.
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 09/09/2011
Localización : Junto a mi Maestre... aquí o allá...
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”La sorpresa es el móvil de cada descubrimiento.”
Cesare Pavese
Cesare Pavese
Ni siquiera sabía porque estaba peleando, alguna idea tenía de los motivos del otro, pero no así de los suyos; él sólo había golpeado por defenderse, pero más allá de ello, había seguido y, había seguido con la convicción de una lucha a muerte. El recién llegado poseía la técnica para el combate, pudo notarlo por sus movimientos, pero por lo visto poco había tenido en su vida de práctica real. Es diferente cuando sólo se aprende la teoría y quienes practican contigo son tus criados con miedo de herirte, que cuando eres un buscaplueitos de nacimiento y obtienes experiencia de peleas de adolescente y más tarde de una revolución entera, en donde cada segundo vivido era una lucha a muerte.
A punto estuvieron ambos de caer al suelo en medio de golpes y rugidos, mas repentinamente el recién llegado consiguió la ayuda de la felina, o al menos así es como lo vieron sus ojos que ya se sabían los vencedores de aquella treta. Y por un segundo, más colérico se sintió; el intruso se había convertido en una prenda, un trofeo que exhibir como cabeza de caza una vez que acabase con él y odiaba que se lo quitaran. Por eso quiso lanzarse una vez, lanzarse directo a la yugular y morderlo aún con sus propios dientes humanos si hacía falta, pero Jîldael le abrazó y dedicó a él unas palabras que le resultaron demasiado familiar, excepto tal vez por las últimas de ellas. El Duque le miró confundido, sin saber que decir o hacer exactamente, por lo que le cogió de los brazos y echo un paso atrás antes de mirar al desconocido y amenazarle con un gruñido.
Le hubiese gustado arreglarse la ropa y sacudirse alguna pelusa como si nada hubiese pasado, pero lo cierto era que casi no llevaba ninguna prenda digna de acomodar y sólo se arregló la camisa, aún a medio abrochar, de un sólo tirón, sin dejar de mirar a su “presa” con actitud desafiante, al tiempo que escuchaba las palabras de la mujer que aún se paraba en el medio.
Así que ese tal Valentino era el dueño de casa, Emerick había estado en lo cierto al suponerlo y entendía entonces —sólo un poco— el espíritu protector que parecía profesar for la felina. Sin embargo, algo le decía, muy dentro de sí, que eso no era todo. El hombre miraba a la Pantera como quien mira a una mascota que le ha deshonrado, pero ¿por qué? ¿Acaso la francesa nuevamente estaba emparejada con otro hombre al momento de buscarle a él? ¿Acaso además se había emparejado con uno que tenía aires de superioridad?
Sus ojos suspicaces pasaron del uno al otro mientras intentaba analizarles, especialmente al desconocido, a quien incluso se tomó la libertad de olfatear con disimulo por lo que pudo tener una idea, aún no certera, de su naturaleza sobrehumana. Por un momento creyó estar oliendo a su propia especie, y no le hubiese sorprendido después de haber medido fuerzas con él, pero ¿por qué Jîldael buscaría otro lobo para estar con él? ¿Cómo es que había llegado a la desquiciada idea de coleccionar chuchos?
Emerick frunció el ceño, de sólo pensar que pudiera ser él parte de una colección que tuvo ganas de incendiar aquella casa. No obstante, fue el mismo supuesto “otro lobo” que le sacó de la cabeza sus arrebatos orgullosos, precisamente alzando la voz y haciendo alarde de su poderío y mangoneando a la felina a su antojo, diciéndole incluso que se marcharían lejos. El escocés estuvo a punto de enseñarle los dientes en una instintiva muestra de su propio poderío, pero —en lugar de ello— una sonrisa ligeramente socarrona comenzó a dibujarse en su rostro. Estaba esperando ¡Vaya, sí que estaba esperando! la resupe orgullosa y atrevida de la Pantera, ver el como ella llegaba y le ponía en su lugar con ese carácter potente y abrasador que ésta tenía; fiera, indómita y sensual, como sólo a Lucius y Jîldael había conocido, pero nada de ello ocurrió… y en lugar de ello, la francesa agachó la cabeza y se marchó obediente hacia el vestidor.
Los ojos del escocés se abrieron impresionados, aún más amplios de lo que podían haberse abierto en toda esa jornada. No podía creer lo que estaba presenciando y mucho menos el de quien había provenido ese comportamiento.
—¿Desde cuándo acá, mademoiselle Jîldael del Balzo y Tolosa, obedece a su amo como una perra amaestrada? —preguntó sin poderse contener —¿Es más… desde cuándo acá es que mademoiselle Jîldael del Balzo y Tolosa posee un nuevo amo?
Ni siquiera miró al tal Valentino, sus asuntos eran con Jîldael y no daría importancia a otro lobo debilucho que pretendía darse aires de alfa. Si quería él tener soberanía sobre el Boussingaut tenía que pelear, pues el escocés no se doblegaría y tampoco le daría importancia a ese “señorito de la realeza” mientras no dejara de comportarse como tal. Así pues, lo ignoró y apresuró sus pasos hacia el mismo vestidor en donde la Pantera mantenía su postura sumisa de cachorro asusto.
—¿Quién sois vos o a qué demonios estáis jugando? —le preguntó directamente —Vos no vais a ninguna parte a menos que sea vuestra voluntad hacerlo, así como tendréis que vos y vuestra mascota sacarme a patadas si queréis que me marche antes de ver aquí a la mujer que yo conocí.
Señaló sin titubear y sin muestra alguna de echar pie atrás. Quizás más adelante podría tal vez pedir mas explicaciones, pero antes de ello tenía que asegurarse de que valiera la pena. Sí, él también había cambiado, pero no podía converse de que ambos lo hubiesen hecho en direcciones opuestas; él como una bestia salvaje y ella como una pulga amaestrada.
A punto estuvieron ambos de caer al suelo en medio de golpes y rugidos, mas repentinamente el recién llegado consiguió la ayuda de la felina, o al menos así es como lo vieron sus ojos que ya se sabían los vencedores de aquella treta. Y por un segundo, más colérico se sintió; el intruso se había convertido en una prenda, un trofeo que exhibir como cabeza de caza una vez que acabase con él y odiaba que se lo quitaran. Por eso quiso lanzarse una vez, lanzarse directo a la yugular y morderlo aún con sus propios dientes humanos si hacía falta, pero Jîldael le abrazó y dedicó a él unas palabras que le resultaron demasiado familiar, excepto tal vez por las últimas de ellas. El Duque le miró confundido, sin saber que decir o hacer exactamente, por lo que le cogió de los brazos y echo un paso atrás antes de mirar al desconocido y amenazarle con un gruñido.
Le hubiese gustado arreglarse la ropa y sacudirse alguna pelusa como si nada hubiese pasado, pero lo cierto era que casi no llevaba ninguna prenda digna de acomodar y sólo se arregló la camisa, aún a medio abrochar, de un sólo tirón, sin dejar de mirar a su “presa” con actitud desafiante, al tiempo que escuchaba las palabras de la mujer que aún se paraba en el medio.
Así que ese tal Valentino era el dueño de casa, Emerick había estado en lo cierto al suponerlo y entendía entonces —sólo un poco— el espíritu protector que parecía profesar for la felina. Sin embargo, algo le decía, muy dentro de sí, que eso no era todo. El hombre miraba a la Pantera como quien mira a una mascota que le ha deshonrado, pero ¿por qué? ¿Acaso la francesa nuevamente estaba emparejada con otro hombre al momento de buscarle a él? ¿Acaso además se había emparejado con uno que tenía aires de superioridad?
Sus ojos suspicaces pasaron del uno al otro mientras intentaba analizarles, especialmente al desconocido, a quien incluso se tomó la libertad de olfatear con disimulo por lo que pudo tener una idea, aún no certera, de su naturaleza sobrehumana. Por un momento creyó estar oliendo a su propia especie, y no le hubiese sorprendido después de haber medido fuerzas con él, pero ¿por qué Jîldael buscaría otro lobo para estar con él? ¿Cómo es que había llegado a la desquiciada idea de coleccionar chuchos?
Emerick frunció el ceño, de sólo pensar que pudiera ser él parte de una colección que tuvo ganas de incendiar aquella casa. No obstante, fue el mismo supuesto “otro lobo” que le sacó de la cabeza sus arrebatos orgullosos, precisamente alzando la voz y haciendo alarde de su poderío y mangoneando a la felina a su antojo, diciéndole incluso que se marcharían lejos. El escocés estuvo a punto de enseñarle los dientes en una instintiva muestra de su propio poderío, pero —en lugar de ello— una sonrisa ligeramente socarrona comenzó a dibujarse en su rostro. Estaba esperando ¡Vaya, sí que estaba esperando! la resupe orgullosa y atrevida de la Pantera, ver el como ella llegaba y le ponía en su lugar con ese carácter potente y abrasador que ésta tenía; fiera, indómita y sensual, como sólo a Lucius y Jîldael había conocido, pero nada de ello ocurrió… y en lugar de ello, la francesa agachó la cabeza y se marchó obediente hacia el vestidor.
Los ojos del escocés se abrieron impresionados, aún más amplios de lo que podían haberse abierto en toda esa jornada. No podía creer lo que estaba presenciando y mucho menos el de quien había provenido ese comportamiento.
—¿Desde cuándo acá, mademoiselle Jîldael del Balzo y Tolosa, obedece a su amo como una perra amaestrada? —preguntó sin poderse contener —¿Es más… desde cuándo acá es que mademoiselle Jîldael del Balzo y Tolosa posee un nuevo amo?
Ni siquiera miró al tal Valentino, sus asuntos eran con Jîldael y no daría importancia a otro lobo debilucho que pretendía darse aires de alfa. Si quería él tener soberanía sobre el Boussingaut tenía que pelear, pues el escocés no se doblegaría y tampoco le daría importancia a ese “señorito de la realeza” mientras no dejara de comportarse como tal. Así pues, lo ignoró y apresuró sus pasos hacia el mismo vestidor en donde la Pantera mantenía su postura sumisa de cachorro asusto.
—¿Quién sois vos o a qué demonios estáis jugando? —le preguntó directamente —Vos no vais a ninguna parte a menos que sea vuestra voluntad hacerlo, así como tendréis que vos y vuestra mascota sacarme a patadas si queréis que me marche antes de ver aquí a la mujer que yo conocí.
Señaló sin titubear y sin muestra alguna de echar pie atrás. Quizás más adelante podría tal vez pedir mas explicaciones, pero antes de ello tenía que asegurarse de que valiera la pena. Sí, él también había cambiado, pero no podía converse de que ambos lo hubiesen hecho en direcciones opuestas; él como una bestia salvaje y ella como una pulga amaestrada.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Fecha de inscripción : 23/09/2012
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