AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
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El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
Recuerdo del primer mensaje :
”Los sentimientos delicados que nos dan la vida yacen entumecidos en la mundanal confusión.”
Goethe
Goethe
Ayer había sido el día en que finalmente había dado con la casa del viejo zorro. Desconocía los motivos, pero el maestro había ido a refugiarse de regreso a Francia, a una vivienda bastante lujosa ubicada en la ciudad de Lyon en dicho país; una construcción que, según sus investigaciones, pertenecía a Valentino de Visconti, un nombre que le sonaba a realeza extranjera, algo que relacionado con el viejo "Noir" ya no le parecía sorprendente.
Se la había pasado todo el día dándole vueltas, pero no se había detenido a meditarlo hasta llegada la noche, mientras se decantó a pensar con una botella de brandi añejo. Si por él hubiera sido, habría llegado como tormenta en medio de la noche, pero no, el maestre no era alguien a quien pudiese intimidar, ni aún cuando se le tomase de sorpresa. Además, no iría a visitarle con intenciones hostiles... ¿o si?... La verdad es que no lo sabía, pero estaba seguro de que, por algún motivo u otro, necesitaba de su ayuda.
Su idea era volver a buscarle para retomar su entrenamiento y hacerse así con las fuerzas y destrezas necesarias para poder acabar con aquella Inquisidora que —literalmente— le había despojado de sus ganas de vida. Pero había descubierto tantas cosas, tantas, durante su estadía en Escocia. Ese viaje que le había llevado de regreso a sus tierras y a la felicidad que hubiese deseado durase para siempre. Por fin se había sentido con las fuerzas necesarias para volver a hurgar entre las reliquias familiares, para visitar parientes lejanos y antiguos amigos de sus padres. Había sido una fotografía y el desgastado diario de su propia madre el que le había delatado. Sino hubiese sido por Lucius y su embarazo, habría partido a Francia de inmediato para exigir sus explicaciones, pero su propia esposa le hizo entender que ya no valía la pena. Sin embargo, en ese momento, cuando ya no tenía a Lucius a su lado, cualquier oportunidad de desahogo le parecía sumamente tentadora y ya no le importaba si tenía más que perder que de ganar.
Se dijo a sí mismo debía relajarse, respirar profundo, terminar de embriagarse y dormir hasta el día siguiente para ir a enfrentarle con el aliento fresco, el alcohol fuera del cuerpo y la cabeza despejada de ideas poco constructivas. Lucius ya se lo había dicho, cuando aún estaba con vida ¿para que revivir fantasmas enterrados si con eso no lograba revivir al muerto?
Caminaba entonces con su mejor pose de caballero, la respiración acompasada y el propósito bien sano de volver a reencontrarse con su maestre para, de una vez por todas, dar por acabado aquel entrenamiento que alguna vez hubieron empezado. Nada más, el resto se lo callaría y lo llevaría hasta la tumba. Lo haría por el bien de ambos y la tranquilidad de su propia madre, quien esperaba estuviese descansando en paz en algún lugar de la inexistencia.
Finalmente dio con la casa cuya dirección tenía anotada y le observó por un momento desde la acera contraria. Parecía bastante lujosa, pero no podía imaginarse al viejo zorro viviendo ahí mucho tiempo, pues lo que había creído conocer de Charles, le decía que él siempre preferiría la libertad del campo, sus frondosas plantaciones y el aroma de la tierra húmeda y cultivada.
Emerick asintió con la cabeza, como si de ese modo se diese la convicción necesaria para enfrentarle, y miró hacia ambos lados antes de cruzar la calle. Aún con el sombrero de copa puesto, llamó a la puerta con su oscuro bastón de noble y roble. Los golpes sonaron con claridad y firmeza, mas no con fiereza, pues él venía hablar de caballero a caballero, o al menos esas fueron sus intenciones hasta que vio la silueta del hombre que esperaba ver acercándose al cristal de la puerta.
Nadie podría haber sido capaz de explicar lo que pasó en ese momento, quizás si algún sacerdote le hubiese visto, sólo podría haber dicho que le había poseído un demonio, pues ni siquiera fue capaz de esperar a que el anciano abriera la puerta para recibirle, cuando el licántropo arrojó su bastón a través de la vidriera de la entrada y abalanzó su propio cuerpo contra el portón, abriéndose paso a la fuerza entre un gran alboroto de cristales y madera.
El lobo quería matar al maestre tanto como quería abrazarlo.
Se la había pasado todo el día dándole vueltas, pero no se había detenido a meditarlo hasta llegada la noche, mientras se decantó a pensar con una botella de brandi añejo. Si por él hubiera sido, habría llegado como tormenta en medio de la noche, pero no, el maestre no era alguien a quien pudiese intimidar, ni aún cuando se le tomase de sorpresa. Además, no iría a visitarle con intenciones hostiles... ¿o si?... La verdad es que no lo sabía, pero estaba seguro de que, por algún motivo u otro, necesitaba de su ayuda.
Su idea era volver a buscarle para retomar su entrenamiento y hacerse así con las fuerzas y destrezas necesarias para poder acabar con aquella Inquisidora que —literalmente— le había despojado de sus ganas de vida. Pero había descubierto tantas cosas, tantas, durante su estadía en Escocia. Ese viaje que le había llevado de regreso a sus tierras y a la felicidad que hubiese deseado durase para siempre. Por fin se había sentido con las fuerzas necesarias para volver a hurgar entre las reliquias familiares, para visitar parientes lejanos y antiguos amigos de sus padres. Había sido una fotografía y el desgastado diario de su propia madre el que le había delatado. Sino hubiese sido por Lucius y su embarazo, habría partido a Francia de inmediato para exigir sus explicaciones, pero su propia esposa le hizo entender que ya no valía la pena. Sin embargo, en ese momento, cuando ya no tenía a Lucius a su lado, cualquier oportunidad de desahogo le parecía sumamente tentadora y ya no le importaba si tenía más que perder que de ganar.
Se dijo a sí mismo debía relajarse, respirar profundo, terminar de embriagarse y dormir hasta el día siguiente para ir a enfrentarle con el aliento fresco, el alcohol fuera del cuerpo y la cabeza despejada de ideas poco constructivas. Lucius ya se lo había dicho, cuando aún estaba con vida ¿para que revivir fantasmas enterrados si con eso no lograba revivir al muerto?
Caminaba entonces con su mejor pose de caballero, la respiración acompasada y el propósito bien sano de volver a reencontrarse con su maestre para, de una vez por todas, dar por acabado aquel entrenamiento que alguna vez hubieron empezado. Nada más, el resto se lo callaría y lo llevaría hasta la tumba. Lo haría por el bien de ambos y la tranquilidad de su propia madre, quien esperaba estuviese descansando en paz en algún lugar de la inexistencia.
Finalmente dio con la casa cuya dirección tenía anotada y le observó por un momento desde la acera contraria. Parecía bastante lujosa, pero no podía imaginarse al viejo zorro viviendo ahí mucho tiempo, pues lo que había creído conocer de Charles, le decía que él siempre preferiría la libertad del campo, sus frondosas plantaciones y el aroma de la tierra húmeda y cultivada.
Emerick asintió con la cabeza, como si de ese modo se diese la convicción necesaria para enfrentarle, y miró hacia ambos lados antes de cruzar la calle. Aún con el sombrero de copa puesto, llamó a la puerta con su oscuro bastón de noble y roble. Los golpes sonaron con claridad y firmeza, mas no con fiereza, pues él venía hablar de caballero a caballero, o al menos esas fueron sus intenciones hasta que vio la silueta del hombre que esperaba ver acercándose al cristal de la puerta.
Nadie podría haber sido capaz de explicar lo que pasó en ese momento, quizás si algún sacerdote le hubiese visto, sólo podría haber dicho que le había poseído un demonio, pues ni siquiera fue capaz de esperar a que el anciano abriera la puerta para recibirle, cuando el licántropo arrojó su bastón a través de la vidriera de la entrada y abalanzó su propio cuerpo contra el portón, abriéndose paso a la fuerza entre un gran alboroto de cristales y madera.
El lobo quería matar al maestre tanto como quería abrazarlo.
Última edición por Emerick Boussingaut el Sáb Ago 01, 2015 11:48 pm, editado 3 veces
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”Quien no comprende una mirada tampoco comprenderá una larga explicación.”
Proverbio árabe
Proverbio árabe
Le mantuvo la mirada aún más dificultosamente de aquella primera interrogante. El Duque estaba seguro de que a la felina no le gustarían sus confesiones, de que probablemente había ofendido y pisado su orgullo una vez más y que si se ganaba una bofetada de su parte, ésta sería muy bien merecida. Hasta él mismo, que se sabía orgulloso, pero no tanto como a ella le creía, habría echado de patitas a la calle a quien le viniera a decir aquello. Jamás en la vida podría estar junto a alguien que no le valora, ni siquiera como colegas. Pero ella lo hizo, aún cuando defendió su orgullo se quedó a su lado, y fue en ese momento, en ese preciso momento, que Emerick le creyó finalmente que ella en verdad le amaba.
—Esperad.
No fue una petición, sino más bien una orden, un “Detente ahí y no des un paso más porque en verdad no he acabado contigo”. Por ello le miró, con la misma determinación de aquella única palabra y se acercó a ella hasta ser un verdadero obstáculo en su camino.
—Sí, os quiero luchando a mi lado, pero no os quiero por ello. No sois la única guerrera que he conocido en mi vida, lo sabéis. He estado a la cabeza de muchos y he vencido a otros tantos y jamás os he visto pelear para decir que sois la mejor de todos. Con vosotros estoy apostando a ciegas, lo intuyo porque habéis sido discípula de Charles, pero también lo he sido yo y hasta a él le he conocido falencias —meneó la cabeza —. No, Jîldael, no os quiero por ello aún cuando yo mismo he utilizado aquel pensamiento para defenderme el orgullo.
Bajó la mirada y respiró profundo. Intentaba buscar las palabras necesarias para poder explicarse sin restregarle en la cara una vez más que en verdad no le amaba. Ella misma le había pedido que no lo repitiera y a él le importaba lo suficiente como para comenzar a obedecerla.
—Ya sabéis parte de mi verdad y sí, reconozco y acepto mis palabras —le miró a los ojos y alzó un ápice la voz para destacar las siguientes —“Si vuestra presencia me estorba”… y creo que hasta de un ser amado podría yo decir lo mismo. Incluso el amor se acaba, Pantera, y cuando se acaba se estorba y lo mejor es salirse del camino. Es cierto que cuando se ama se aguanta mucho más, se tiene más paciencia, pero ningún sentimiento es eterno si no se cuida de él, así como tampoco ningún sentimiento nace del aire.
Frunció ligeramente el ceño pues acababa de sentir una sensación extraña en el pecho, por lo que se miró a sí mismo y vio que nuevamente estaba manchando aquellas ropas con sangre. Suspiró cansado, necesitaba a Eustace —el curandero—, pero Eustace también había desaparecido de su vida a causa de la Inquisición. Se lamentó por haberse colocado las prendas sin acabar de secarse siquiera, pues la mezcla de agua y sangre hacía lucir las cosas peor de lo que eran. Así que antes de que la mujer comenzara a regañarle, como él presumía lo haría, se sacó la camisa por encima de la cabeza y la hizo una especie de bola para sujetársela contra el pecho y haciendo presión, intentando detener la sangre proveniente de aquella herida de plata.
—Sujetad esto, por favor.
Le pidió a modo de ayuda y esperó a que ella fuera la que se acercara para ayudarlo y, cuando la felina lo hizo, cuando estuvo a ya tan poca distancia suya y hubo posado su mano en contra de su pecho, él le tomó de la cintura y le estrechó entre sus brazos, sujetándole también del rostro para robar un beso de sus labios.
La había engañado, premeditadamente había visto la oportunidad en aquella mancha de sangre para acercarse a ella sin ella siguiera defendiendo su orgullo y negándose a sus palabras, porque sí, le deseaba, por supuesto que le deseaba aún cuando ella no entendiera sus palabras.
—Esperad.
No fue una petición, sino más bien una orden, un “Detente ahí y no des un paso más porque en verdad no he acabado contigo”. Por ello le miró, con la misma determinación de aquella única palabra y se acercó a ella hasta ser un verdadero obstáculo en su camino.
—Sí, os quiero luchando a mi lado, pero no os quiero por ello. No sois la única guerrera que he conocido en mi vida, lo sabéis. He estado a la cabeza de muchos y he vencido a otros tantos y jamás os he visto pelear para decir que sois la mejor de todos. Con vosotros estoy apostando a ciegas, lo intuyo porque habéis sido discípula de Charles, pero también lo he sido yo y hasta a él le he conocido falencias —meneó la cabeza —. No, Jîldael, no os quiero por ello aún cuando yo mismo he utilizado aquel pensamiento para defenderme el orgullo.
Bajó la mirada y respiró profundo. Intentaba buscar las palabras necesarias para poder explicarse sin restregarle en la cara una vez más que en verdad no le amaba. Ella misma le había pedido que no lo repitiera y a él le importaba lo suficiente como para comenzar a obedecerla.
—Ya sabéis parte de mi verdad y sí, reconozco y acepto mis palabras —le miró a los ojos y alzó un ápice la voz para destacar las siguientes —“Si vuestra presencia me estorba”… y creo que hasta de un ser amado podría yo decir lo mismo. Incluso el amor se acaba, Pantera, y cuando se acaba se estorba y lo mejor es salirse del camino. Es cierto que cuando se ama se aguanta mucho más, se tiene más paciencia, pero ningún sentimiento es eterno si no se cuida de él, así como tampoco ningún sentimiento nace del aire.
Frunció ligeramente el ceño pues acababa de sentir una sensación extraña en el pecho, por lo que se miró a sí mismo y vio que nuevamente estaba manchando aquellas ropas con sangre. Suspiró cansado, necesitaba a Eustace —el curandero—, pero Eustace también había desaparecido de su vida a causa de la Inquisición. Se lamentó por haberse colocado las prendas sin acabar de secarse siquiera, pues la mezcla de agua y sangre hacía lucir las cosas peor de lo que eran. Así que antes de que la mujer comenzara a regañarle, como él presumía lo haría, se sacó la camisa por encima de la cabeza y la hizo una especie de bola para sujetársela contra el pecho y haciendo presión, intentando detener la sangre proveniente de aquella herida de plata.
—Sujetad esto, por favor.
Le pidió a modo de ayuda y esperó a que ella fuera la que se acercara para ayudarlo y, cuando la felina lo hizo, cuando estuvo a ya tan poca distancia suya y hubo posado su mano en contra de su pecho, él le tomó de la cintura y le estrechó entre sus brazos, sujetándole también del rostro para robar un beso de sus labios.
La había engañado, premeditadamente había visto la oportunidad en aquella mancha de sangre para acercarse a ella sin ella siguiera defendiendo su orgullo y negándose a sus palabras, porque sí, le deseaba, por supuesto que le deseaba aún cuando ella no entendiera sus palabras.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“El más bello instante del amor, el único que verdaderamente nos embriaga, es este preludio: el beso.”
Paul Géraldy.
Paul Géraldy.
— Esperad. —
La breve frase no fue una petición, ni siquiera fue una pregunta. Ahí estaba el alfa de nuevo, presente para enfrentarla y ella le hubiera respondido altanera, en cualquier otro momento, en cualquier otro lugar; pero en ese preciso instante, en ese cuarto ya conocido por ambos, Jîldael estaba demasiado cansada para seguir peleando. De hecho, por eso se iba, porque necesitaba una tregua. Y por eso obedeció y esperó, ya sin esperar nada en realidad. Volteó hacia él, levemente, no del todo, para demostrarle que le oiría y se iría. Pero Emerick se interpuso directamente entre ella y la puerta de salida y la Del Balzo supuso, cansada de intentar comprenderlo, que algo de lo que había dicho no había sido del agrado del Duque y, por tanto, necesitaba de cierta impostergable corrección.
Hasta cierto punto, ella había tenido razón, pero se había equivocado. Y, por primera (primerísima) vez, se preguntó si era cierto que Emerick no la amaba o si no sería que, en realidad, estaba tan vinculado a Lucius que no se permitía reconocer que amaba a la Cambiante; después de todo, eso era lo que le había pasado a ella la vez en que los papeles estuvieron invertidos. No había elegido a Târsil porque lo amara más que a Emerick, ahora lo sabía (demasiado tarde, por supuesto); lo había elegido porque tuvo miedo de admitir, en lo más hondo de sí misma, que sólo podía amar al Lobo frente a ella. Y por eso había huido.
Lo miró, mientras él la aleccionaba sobre el verdadero significado de sus palabras, de su forma personal de darle una tregua.
¿Sería?
No, claro que no. Emerick no era un cobarde, en ninguna de sus formas. Él no tenía necesidad de mentir porque siendo un Alfa (ahora lo comprendía la Pantera), nada se pierde con la verdad. No se somete el orgullo, no se humilla el espíritu, no se rinde el cuerpo. Concluyó la fémina que, cuando un Alfa ama, simplemente extiende la verdad ante él, sin triquiñuelas, ni aparatosos cortejos. Así voló la esperanza lejos de ella.
Y entonces, Emerick dio su golpe maestro.
Se quitó la camisa y le pidió a ella que hiciera presión sobre la herida que la plata le había dejado. Jîldael tuvo el impulso de llevarse la mano al pecho, justo donde su propia llaga aún le escarnecía la piel, pero se contuvo e hizo lo que el Lobo le pedía.
— Era la camisa de mi… —
Y ahí, justo cuando ella bajó la guardia, Emerick se le metió bajo la piel, mandando toda voluntad y raciocinio directamente al más soberano carajo.
Pues la envolvió entre sus brazos, le afirmó el rostro con suavidad, y le plantó un beso en los labios. Y Jîldael se estremeció, sorprendida, y se sonrojó como la más cándida de las muchachas. Pero no le rechazó, ni le abofeteó (aunque una pequeña parte de sí quiso hacerlo), ni le rehuyó; obviamente –y eso el Licántropo parecía saberlo mejor que ella– deseaba estar cerca de él, deseaba besarle infinitamente, deseaba perderse en sus brazos y extraviarse en su mirada y ahogarse en su cuerpo. Aun cuando hubiera sido él el hombre que más había dañado su ego, Jîldael quería seguir siendo suya.
Por eso le bebió de los labios el néctar de la tramposa esperanza y se dejó seducir por el deseo que el Lobo destilaba, porque no era otra cosa más que la extensión de su propio deseo por él.
Demasiado pronto, sin embargo, el aire huyó de sus pulmones y necesitó separar su boca de los masculinos labios, al tiempo que un suspiro quedo se le arrancaba y el rubor le cubría las pálidas mejillas. No le miró a los ojos; no se sentía valiente ni segura (como siempre imaginó que se sentiría al lado de su verdadero amor; ¡qué distinta es la realidad de las fantasías!), sino que siguió oculta en el abrazo de Emerick y apoyó su frente en el pecho de él. Y entonces recordó la herida. Y entonces, sí que le soltó, con una violencia inusitada, producto del temor que la imagen de su cuerpo lacerado le causó.
— ¡Dios mío!… Esa herida no cierra, Emerick… No va a cerrarse por sí sola, es un hecho. — musitó con verdadero miedo, mientras recorría la habitación con la mirada, buscando aquello que el Maestre pudiera haber enviado cuando tuvo la intención de ser él quien se encargase del Boussingaut. Cuando su vista cayó en la solución, un mareo la azotó con tal fuerza que tuvo que reposar todo su peso sobre el Boussingaut hasta que tuvo la capacidad de volver en sí — Yo creía que Charles se refería a otra cosa cuando habló de ayudaros. — admitió avergonzada. No pudo reprimir el amargo recuerdo; la rotura de las costillas, los gritos y el dolor de Emerick, su propia angustia y su propia desesperación. A punto estuvo de negarse; no obstante, recordó sus intenciones más obscuras; ¿cómo iba a entrar a la Inquisición si le daba miedo coser a un herido? Sacudió la cabeza y se soltó del varón — Debéis saber que lo más cerca que he estado de esto es mi costumbre de bordar. — suspiró para esconder el miedo, mientras movía las cortinas de gasa alrededor de la cama e invitaba al Licántropo a tenderse sobre el lecho.
Hubo un segundo en que pensó que él se negaría, pero no; el Duque realmente confiaba en ella, tal y como pudo comprobarlo, lo cual le infundió nuevos ánimos para seguir adelante. Una vez que él se tendió, la joven cogió la fuente con agua y la esponja que le habían dejado en el cuarto y limpió lo mejor que pudo cualquier resto de sangre; volvió a empapar la zona con una toalla seca y, luego, tomó la aguja y el hilo que encontró junto a los otros utensilios; había una botellita con alguna especie de desinfectante que usó para limpiar la aguja; luego, se tomó el tiempo para ajustar el hilo que usaría en el cuerpo del Hombre-Lobo. Hizo todo esto con cierta matemática parsimonia, demorando el momento que realmente temía. Miró a Emerick sinceramente asustada, aunque nunca llegó a decirle cuánto temía hacerle daño, pero él, que parecía leer su mente, le acarició el rostro y se dejó hacer. La Cambiante volvió a suspirar –e hizo el más noble de los esfuerzos por no llorar–, tomó la aguja ya lista y comenzó con la terrible tarea de suturar la herida del escocés.
Definitivamente, no era nada parecido a bordar, menos aún cuando el rostro del Lobo se contraía con cada puntada que ella daba sobre su cuerpo; sin embargo, Jîldael agradeció con el alma que Emerick no gritara ni una sola vez, de lo contrario no habría podido concluir la agónica tarea. La Felina no dijo nada en todo ese rato; y era que apenas si podía evitar el llanto, pues no soportaba el sufrimiento que sabía que el Boussingaut estaba padeciendo; se rió de sí misma al comprender que, en ocasiones como ésa, sí era una verdadera “florecita de corte”, pero no compartió su ridículo descubrimiento con él; sólo podía seguir cosiendo en el más absoluto silencio.
Cuando al fin dio por terminada la tarea pudo mirarle a los ojos. Él tenía su frente algo perlada de sudor y un rictus de dolor le cruzaba la faz, pero en lo general, todo parecía estar bastante bien. Por fin, la Pantera encontró sus palabras.
— Ha sido terrible y os pido perdón si no he sabido evitaros dolor… Pero…, es que nunca había tenido que coser a nadie. — admitió, con un dejo de timidez en la voz y una cuota de rubor en las mejillas. Recordó entonces algo que él le había dicho antes y que hasta ese momento no había calibrado en su más hondo significado — Me… ¿Me llamasteis vuestra “familia”? ¿Me escogisteis como “vuestra” Pantera? — era entonces que, por fin comprendía todo, que daba paso a la paz y que decidió dejar de pelear contra los fantasmas del varón. Se inclinó un poco más sobre el Lobo, mientras él también se acercaba un poco más hacia ella — Quiero ser vuestra familia. Quiero perteneceros. Porque, de cierta forma, vos también me pertenecéis a mí. También sois mi familia. También sois mi Lobo… —
Cualquier otra cosa que pudiera decir murió sobre los labios de Emerick. Después de todo, ése siempre había sido su lugar. Junto a él.
***
La breve frase no fue una petición, ni siquiera fue una pregunta. Ahí estaba el alfa de nuevo, presente para enfrentarla y ella le hubiera respondido altanera, en cualquier otro momento, en cualquier otro lugar; pero en ese preciso instante, en ese cuarto ya conocido por ambos, Jîldael estaba demasiado cansada para seguir peleando. De hecho, por eso se iba, porque necesitaba una tregua. Y por eso obedeció y esperó, ya sin esperar nada en realidad. Volteó hacia él, levemente, no del todo, para demostrarle que le oiría y se iría. Pero Emerick se interpuso directamente entre ella y la puerta de salida y la Del Balzo supuso, cansada de intentar comprenderlo, que algo de lo que había dicho no había sido del agrado del Duque y, por tanto, necesitaba de cierta impostergable corrección.
Hasta cierto punto, ella había tenido razón, pero se había equivocado. Y, por primera (primerísima) vez, se preguntó si era cierto que Emerick no la amaba o si no sería que, en realidad, estaba tan vinculado a Lucius que no se permitía reconocer que amaba a la Cambiante; después de todo, eso era lo que le había pasado a ella la vez en que los papeles estuvieron invertidos. No había elegido a Târsil porque lo amara más que a Emerick, ahora lo sabía (demasiado tarde, por supuesto); lo había elegido porque tuvo miedo de admitir, en lo más hondo de sí misma, que sólo podía amar al Lobo frente a ella. Y por eso había huido.
Lo miró, mientras él la aleccionaba sobre el verdadero significado de sus palabras, de su forma personal de darle una tregua.
¿Sería?
No, claro que no. Emerick no era un cobarde, en ninguna de sus formas. Él no tenía necesidad de mentir porque siendo un Alfa (ahora lo comprendía la Pantera), nada se pierde con la verdad. No se somete el orgullo, no se humilla el espíritu, no se rinde el cuerpo. Concluyó la fémina que, cuando un Alfa ama, simplemente extiende la verdad ante él, sin triquiñuelas, ni aparatosos cortejos. Así voló la esperanza lejos de ella.
Y entonces, Emerick dio su golpe maestro.
Se quitó la camisa y le pidió a ella que hiciera presión sobre la herida que la plata le había dejado. Jîldael tuvo el impulso de llevarse la mano al pecho, justo donde su propia llaga aún le escarnecía la piel, pero se contuvo e hizo lo que el Lobo le pedía.
— Era la camisa de mi… —
Y ahí, justo cuando ella bajó la guardia, Emerick se le metió bajo la piel, mandando toda voluntad y raciocinio directamente al más soberano carajo.
Pues la envolvió entre sus brazos, le afirmó el rostro con suavidad, y le plantó un beso en los labios. Y Jîldael se estremeció, sorprendida, y se sonrojó como la más cándida de las muchachas. Pero no le rechazó, ni le abofeteó (aunque una pequeña parte de sí quiso hacerlo), ni le rehuyó; obviamente –y eso el Licántropo parecía saberlo mejor que ella– deseaba estar cerca de él, deseaba besarle infinitamente, deseaba perderse en sus brazos y extraviarse en su mirada y ahogarse en su cuerpo. Aun cuando hubiera sido él el hombre que más había dañado su ego, Jîldael quería seguir siendo suya.
Por eso le bebió de los labios el néctar de la tramposa esperanza y se dejó seducir por el deseo que el Lobo destilaba, porque no era otra cosa más que la extensión de su propio deseo por él.
Demasiado pronto, sin embargo, el aire huyó de sus pulmones y necesitó separar su boca de los masculinos labios, al tiempo que un suspiro quedo se le arrancaba y el rubor le cubría las pálidas mejillas. No le miró a los ojos; no se sentía valiente ni segura (como siempre imaginó que se sentiría al lado de su verdadero amor; ¡qué distinta es la realidad de las fantasías!), sino que siguió oculta en el abrazo de Emerick y apoyó su frente en el pecho de él. Y entonces recordó la herida. Y entonces, sí que le soltó, con una violencia inusitada, producto del temor que la imagen de su cuerpo lacerado le causó.
— ¡Dios mío!… Esa herida no cierra, Emerick… No va a cerrarse por sí sola, es un hecho. — musitó con verdadero miedo, mientras recorría la habitación con la mirada, buscando aquello que el Maestre pudiera haber enviado cuando tuvo la intención de ser él quien se encargase del Boussingaut. Cuando su vista cayó en la solución, un mareo la azotó con tal fuerza que tuvo que reposar todo su peso sobre el Boussingaut hasta que tuvo la capacidad de volver en sí — Yo creía que Charles se refería a otra cosa cuando habló de ayudaros. — admitió avergonzada. No pudo reprimir el amargo recuerdo; la rotura de las costillas, los gritos y el dolor de Emerick, su propia angustia y su propia desesperación. A punto estuvo de negarse; no obstante, recordó sus intenciones más obscuras; ¿cómo iba a entrar a la Inquisición si le daba miedo coser a un herido? Sacudió la cabeza y se soltó del varón — Debéis saber que lo más cerca que he estado de esto es mi costumbre de bordar. — suspiró para esconder el miedo, mientras movía las cortinas de gasa alrededor de la cama e invitaba al Licántropo a tenderse sobre el lecho.
Hubo un segundo en que pensó que él se negaría, pero no; el Duque realmente confiaba en ella, tal y como pudo comprobarlo, lo cual le infundió nuevos ánimos para seguir adelante. Una vez que él se tendió, la joven cogió la fuente con agua y la esponja que le habían dejado en el cuarto y limpió lo mejor que pudo cualquier resto de sangre; volvió a empapar la zona con una toalla seca y, luego, tomó la aguja y el hilo que encontró junto a los otros utensilios; había una botellita con alguna especie de desinfectante que usó para limpiar la aguja; luego, se tomó el tiempo para ajustar el hilo que usaría en el cuerpo del Hombre-Lobo. Hizo todo esto con cierta matemática parsimonia, demorando el momento que realmente temía. Miró a Emerick sinceramente asustada, aunque nunca llegó a decirle cuánto temía hacerle daño, pero él, que parecía leer su mente, le acarició el rostro y se dejó hacer. La Cambiante volvió a suspirar –e hizo el más noble de los esfuerzos por no llorar–, tomó la aguja ya lista y comenzó con la terrible tarea de suturar la herida del escocés.
Definitivamente, no era nada parecido a bordar, menos aún cuando el rostro del Lobo se contraía con cada puntada que ella daba sobre su cuerpo; sin embargo, Jîldael agradeció con el alma que Emerick no gritara ni una sola vez, de lo contrario no habría podido concluir la agónica tarea. La Felina no dijo nada en todo ese rato; y era que apenas si podía evitar el llanto, pues no soportaba el sufrimiento que sabía que el Boussingaut estaba padeciendo; se rió de sí misma al comprender que, en ocasiones como ésa, sí era una verdadera “florecita de corte”, pero no compartió su ridículo descubrimiento con él; sólo podía seguir cosiendo en el más absoluto silencio.
Cuando al fin dio por terminada la tarea pudo mirarle a los ojos. Él tenía su frente algo perlada de sudor y un rictus de dolor le cruzaba la faz, pero en lo general, todo parecía estar bastante bien. Por fin, la Pantera encontró sus palabras.
— Ha sido terrible y os pido perdón si no he sabido evitaros dolor… Pero…, es que nunca había tenido que coser a nadie. — admitió, con un dejo de timidez en la voz y una cuota de rubor en las mejillas. Recordó entonces algo que él le había dicho antes y que hasta ese momento no había calibrado en su más hondo significado — Me… ¿Me llamasteis vuestra “familia”? ¿Me escogisteis como “vuestra” Pantera? — era entonces que, por fin comprendía todo, que daba paso a la paz y que decidió dejar de pelear contra los fantasmas del varón. Se inclinó un poco más sobre el Lobo, mientras él también se acercaba un poco más hacia ella — Quiero ser vuestra familia. Quiero perteneceros. Porque, de cierta forma, vos también me pertenecéis a mí. También sois mi familia. También sois mi Lobo… —
Cualquier otra cosa que pudiera decir murió sobre los labios de Emerick. Después de todo, ése siempre había sido su lugar. Junto a él.
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”La paz comienza con una sonrisa.”
Madre Teresa de Calcuta
Madre Teresa de Calcuta
La besó como si antes jamás hubiese existido otro beso entre ellos, la besó como si por un momento olvidase gran parte de su pasado y ahí estuviera ella, recién acabando de romperle las costillas. Era como si el tiempo se hubiese quedado detenido tantos meses atrás que nunca ella le hubiese dejado, ni él jamás se hubiese enamorado de otra mujer en su ausencia.
Le sintió estremecerse entre sus manos y derretirse en sus labios como si ella perdiese su voluntad por completo para entregarse a sus deseos. No le importó de quien era la camisa o cuan importante sería aquella prenda para la Pantera, pues en ese momento nada podía importarle menos. Fue un beso largo, seductor, prolongado por la necesidad mutua de ambos por un beso liberado de cualquier atisbo de furia o resentimiento.
Se besaron hasta que sus pulmones pidieron un respiro, pero aún así ella permaneció refugiada en sus brazos, hasta que un pensamiento repentino le hizo alejarse de su refugio y mirarle a los ojos, para reconocer en ellos su expresión asustada. Emerick rió brevemente, divertido por la sorpresa de ella, pues si tan sólo le hubiese visto el día que fue rescatado de las aguas cual Moisés, probablemente se hubiese muerto del espanto.
—Es el efecto de la plata, además de ser un corte largo y profundo.
Alzó los hombros como si para él fuese demasiado obvio y es que estaba demasiado acostumbrado a las heridas. Bien podía verlo ella ahora, si se detenía a mirarlo; lejos había quedado el cuerpo virginal del muchacho que ella había conocido en su primer encuentro, pues el Duque no tan sólo había trabajado en sus músculos sino que se había ganado demasiadas cicatrices si se tiene en cuenta que en su cuerpo sólo quedaba huella de las heridas provocadas por la plata.
Emerick giró también la mirada a aquello que había acaparado la atención de la Pantera, cuando ésta mencionó de la ayuda que le había preparado el Maestre y una ligera, pero apenada sonrisa se le dibujó en la boca. Ya había perdido la cuenta de cuantas veces había sido asistido por su amigo Eustace, el curandero revolucionario, quien por motivos de su propia lucha ya tampoco estaba a su lado.
—Charles sabe lo que hace —reconoció bajando la mirada con nostalgia —. Esta es la primera vez que Eustace no está para cerrarme.
Suspiró con cierto aire de tristeza y se sentó al borde de la cama.
—Es exactamente lo mismo —respondió a su comentario sobre sus bordados —, mientras mas pequeñas las puntadas, menos visible será la cicatriz, pero mientras fino sea el borde piel que tomes, más probabilidades tienes de que ésta ceda y se vuelva a abrir.
Pudo ver en sus ojos la determinación necesaria para comenzar a cocerle y el como ella observaba la cama, dándole a entender que probablemente aquella sería la manera más cómoda para ella, por lo que él se tendió y ahí esperó pacientemente a que ella estuviera lista.
Dolía, claro que dolía, pero Emerick intentó demostrarlo lo menos posible en su rostro. No quería darle a ella otra preocupación o martirio en su tarea, deseaba hacérselo fácil y de algún modo deseaba también (aunque con muchas menos esperanzas) hacerle sentir cómoda.
Por fin todo acabó y Emerick se quedó tendido en la cama por un momento, aunque no sin antes cogerle de la mano y agradecerle por ello. Entonces ella pareció por fin vincular las palabras que momentos atrás él le había dicho, por lo que el licántropo sonrió y alejó hasta la mesita de noche las cosas que hubiesen quedado en la cama tras aquella pequeña operación, para hacer un espacio para Jîldael.
—Quedaos conmigo —dijo esta vez sin todo autoritario, aunque inmediatamente quizo anteponer una nueva petición —, pero primero dadme aquel rollo de gasa para cubrirme los puntos — le pidió señalando hacia los implementos —. Los puntos no deben tocarse por algunas horas; para un humano normal serían algunos días, pero como ni tú, ni yo lo somos, mañana a medio día ya podré dejarlos al descubierto para que sequen con mayor rapidez. Os lo digo por si necesitáis de ellos en algún momento, aunque esperaría que no.
Esperó a que la mujer trajera la gasa que había pedido y necesitó también de su ayuda para cubrirse los puntos con ella y atar las hebras por un costado de sus costillas. Sólo entonces se acomodó mejor sobre la cama y se refugió por debajo de las mantas antes de descubrir un espacio de la cama para que fuese ocupada por la Cambiante.
—Ha sido un largo día y vos tenéis cara de no haber dormido suficiente —le arropó entre sus brazos y acarició sus cabellos, recorriendo su rostro con la mirada, antes de detenerse en sus grandes y verdosos ojos —. Todo lo que he dicho delante de Charles ha sido cierto; yo jamás huiré abandonándoos a vuestra muerte.
Y entonces sus manos recorrieron su cintura, acariciándole con delicadeza antes se subir hasta su pecho y, por vez primera, desatarle el primer nudo de su corsé.
Le sintió estremecerse entre sus manos y derretirse en sus labios como si ella perdiese su voluntad por completo para entregarse a sus deseos. No le importó de quien era la camisa o cuan importante sería aquella prenda para la Pantera, pues en ese momento nada podía importarle menos. Fue un beso largo, seductor, prolongado por la necesidad mutua de ambos por un beso liberado de cualquier atisbo de furia o resentimiento.
Se besaron hasta que sus pulmones pidieron un respiro, pero aún así ella permaneció refugiada en sus brazos, hasta que un pensamiento repentino le hizo alejarse de su refugio y mirarle a los ojos, para reconocer en ellos su expresión asustada. Emerick rió brevemente, divertido por la sorpresa de ella, pues si tan sólo le hubiese visto el día que fue rescatado de las aguas cual Moisés, probablemente se hubiese muerto del espanto.
—Es el efecto de la plata, además de ser un corte largo y profundo.
Alzó los hombros como si para él fuese demasiado obvio y es que estaba demasiado acostumbrado a las heridas. Bien podía verlo ella ahora, si se detenía a mirarlo; lejos había quedado el cuerpo virginal del muchacho que ella había conocido en su primer encuentro, pues el Duque no tan sólo había trabajado en sus músculos sino que se había ganado demasiadas cicatrices si se tiene en cuenta que en su cuerpo sólo quedaba huella de las heridas provocadas por la plata.
Emerick giró también la mirada a aquello que había acaparado la atención de la Pantera, cuando ésta mencionó de la ayuda que le había preparado el Maestre y una ligera, pero apenada sonrisa se le dibujó en la boca. Ya había perdido la cuenta de cuantas veces había sido asistido por su amigo Eustace, el curandero revolucionario, quien por motivos de su propia lucha ya tampoco estaba a su lado.
—Charles sabe lo que hace —reconoció bajando la mirada con nostalgia —. Esta es la primera vez que Eustace no está para cerrarme.
Suspiró con cierto aire de tristeza y se sentó al borde de la cama.
—Es exactamente lo mismo —respondió a su comentario sobre sus bordados —, mientras mas pequeñas las puntadas, menos visible será la cicatriz, pero mientras fino sea el borde piel que tomes, más probabilidades tienes de que ésta ceda y se vuelva a abrir.
Pudo ver en sus ojos la determinación necesaria para comenzar a cocerle y el como ella observaba la cama, dándole a entender que probablemente aquella sería la manera más cómoda para ella, por lo que él se tendió y ahí esperó pacientemente a que ella estuviera lista.
Dolía, claro que dolía, pero Emerick intentó demostrarlo lo menos posible en su rostro. No quería darle a ella otra preocupación o martirio en su tarea, deseaba hacérselo fácil y de algún modo deseaba también (aunque con muchas menos esperanzas) hacerle sentir cómoda.
Por fin todo acabó y Emerick se quedó tendido en la cama por un momento, aunque no sin antes cogerle de la mano y agradecerle por ello. Entonces ella pareció por fin vincular las palabras que momentos atrás él le había dicho, por lo que el licántropo sonrió y alejó hasta la mesita de noche las cosas que hubiesen quedado en la cama tras aquella pequeña operación, para hacer un espacio para Jîldael.
—Quedaos conmigo —dijo esta vez sin todo autoritario, aunque inmediatamente quizo anteponer una nueva petición —, pero primero dadme aquel rollo de gasa para cubrirme los puntos — le pidió señalando hacia los implementos —. Los puntos no deben tocarse por algunas horas; para un humano normal serían algunos días, pero como ni tú, ni yo lo somos, mañana a medio día ya podré dejarlos al descubierto para que sequen con mayor rapidez. Os lo digo por si necesitáis de ellos en algún momento, aunque esperaría que no.
Esperó a que la mujer trajera la gasa que había pedido y necesitó también de su ayuda para cubrirse los puntos con ella y atar las hebras por un costado de sus costillas. Sólo entonces se acomodó mejor sobre la cama y se refugió por debajo de las mantas antes de descubrir un espacio de la cama para que fuese ocupada por la Cambiante.
—Ha sido un largo día y vos tenéis cara de no haber dormido suficiente —le arropó entre sus brazos y acarició sus cabellos, recorriendo su rostro con la mirada, antes de detenerse en sus grandes y verdosos ojos —. Todo lo que he dicho delante de Charles ha sido cierto; yo jamás huiré abandonándoos a vuestra muerte.
Y entonces sus manos recorrieron su cintura, acariciándole con delicadeza antes se subir hasta su pecho y, por vez primera, desatarle el primer nudo de su corsé.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“Es cierto que el amor conserva la belleza y que la cara de las mujeres se nutre de caricias, lo mismo que las abejas se nutren de miel.”
Anatole France.
Anatole France.
— Quedaos conmigo… — volvió a insistir; aunque esta vez su matiz de voz transmitía mayor gentileza y calidez.
La Pantera ni siquiera alcanzó a responder cuando ya él le hacía una nueva petición; era necesario envolver la herida en gasa, le explicó, sabiendo ambos lo que pronto enfrentarían. Abandonarían Francia, eso era lo único que Jîldael sabía; todo lo demás dependería en exclusiva de la voluntad de Emerick; él era un guerrero experimentado (de ello daban cuenta las innumerables cicatrices que la Felina recién empezaba a descubrir, ahora que le veía con atención), que confiaba en ella únicamente por el talento de su Maestre.
Y Jîldael sabía que estaba en desventaja; había enfrentado cosas horribles, pero no tenía marcas en su cuerpo que le recordaren aquellas nefastas experiencias. Empezaba a sentir el peso de su juventud, pues a diferencia de otros Cambiantes, su proceso de envejecimiento apenas había empezado pocos años atrás. No era como los otros, que tenían el doble de la edad que aparentaban y, por ende, eran más sabios, expertos y astutos. Ella, todavía flor matutina, tenía mucho, pero mucho que aprender.
Por ejemplo, tuvo su primera lección con la gasa –cómo fijarla, cuánto apretar–, a la que se dedicó con absoluta entrega. Sólo cuanto su tarea estuvo terminada, ambos volvieron a charlar. Con absoluta naturalidad, Emerick hizo un espacio en la cama para ella, el cual la Felina aceptó con la misma normalidad, como si todo ese tiempo separados nunca hubiera existido, como si, de alguna forma, aquello no fuera más que la justa continuación de su primer encuentro.
Se permitió la francesa tenderse junto a él y dejarse arropar. Apoyó su cabeza sobre el brazo izquierdo del Lobo mientras éste le juraba que jamás le abandonaría. Le acarició el rostro, con la fe ciega en sus palabras; por eso le seguía aunque no le dijera a donde la llevaba. Ambos compartían ese sentido de honor. Si se empeñaba la palabra, ésta se cumplía o se moría en el intento; mas, no alcanzó a decirle nada, pues ya el Boussingaut le dejaba sin aliento al recorrerle la curva de su silueta hasta deslizarse, atrevido, por sobre uno de sus pechos y deshacer el primer nudo de su vestido.
Le miró, seria y desconfiada, y se enderezó, poniendo cierta distancia de él, refugiándose de su lobuna mirada al darle momentáneamente la espalda. ¿Cómo decirle que ahora ella no se atrevía a ir más lejos? ¿Y si lo tocaba de una manera inapropiada? ¿O si sólo estaba imaginando que él la deseaba? ¿Acaso no había sido él mismo quien admitió castigarla por forzarle a la cama? La sombra de la duda parecía interponerse una vez más. Por un aciago segundo, los muros volvían a alzarse y Ares amenazaba con su terrible presagio de guerra. Por ese momento, el castillo de naipes parecía derrumbarse una vez más.
Sin embargo, fue la propia Jîldael quien destruyó a sus crueles fantasmas. Volteó hacia Emerick y, al verle, tuvo la certeza absoluta no sólo de sus palabras, sino también y sobre todo de sus intenciones. Era por completo verdad que no volvería a hacerle daño; podía confiar en él; podía creerle que la deseaba; podía correr el riesgo de entregarse a él, porque esta vez, él también lo quería. Como si en verdad fuera la muchacha de tanto tiempo atrás, le sonrió, segura y sensual, para luego besarlo, al tiempo que lo empujaba suavemente sobre la cama y le dibujaba el cuello con sus finos dedos. Se incorporó apenas unos centímetros:
— Os deseo, Emerick, como sé que tenéis exacta idea. Lo veo en vuestros ojos, que reflejan el mismo fuego que a mí me consume — enredó su mano con la mano del Lobo y las llevó sobre su pecho enhiesto, desesperado por sus caricias; todo su cuerpo lo gritaba, como lo suplicaba el cuerpo del Can, pero ninguno de ellos se movió — Sin embargo, como vos hace unos momentos, yo también necesito acicalarme; soy de esas gatas que sí disfrutan del agua, del jabón y de la espuma. Y… — no pudo evitar sonrojarse justo en ese momento, pese a que intentaba ser atrevida y sensual. Quizás ella no se diera cuenta de cuán atractiva era en ese preciso instante — Quisiera invitaros a la intimidad de mi propio cuarto; descubriréis que tengo una vista privilegiada del paisaje… — le aseguró, con una sonrisa, al tiempo que un corto beso sellaba la invitación.
No le dio tiempo a nada más. Se puso de pie en silencio, sin quitarle los ojos de encima; su mirada, de pronto, era jade y ámbar derretidos por el fuego de su alma que anhelaba a esa otra indomable alma; dio dos o tres pasos hacia atrás y, lentamente, se desató los nudos de su sencillo vestido y lo dejó caer a sus pies. Con una destreza felina lo apartó, junto con las botas. Allí estaban de nuevo, el corsé (que el mismo hombre-lobo había atado horas antes) y la aparatosa ropa interior burlándose de Emerick y de Jîldael. Pero ella era ahora más osada, más segura; supo arreglárselas para no necesitar ayuda, y jaló las cuerdas y la tela que la encerraban hasta que ya no hubo otra cosa sobre ella que no fuera su propia piel.
Así pues, la joven soltaba cualquier tapujo o vergüenza y se ofrendaba a sí misma, cual Venus, para que su amado se deleitara en la perfecta belleza de su desnudez.
***
La Pantera ni siquiera alcanzó a responder cuando ya él le hacía una nueva petición; era necesario envolver la herida en gasa, le explicó, sabiendo ambos lo que pronto enfrentarían. Abandonarían Francia, eso era lo único que Jîldael sabía; todo lo demás dependería en exclusiva de la voluntad de Emerick; él era un guerrero experimentado (de ello daban cuenta las innumerables cicatrices que la Felina recién empezaba a descubrir, ahora que le veía con atención), que confiaba en ella únicamente por el talento de su Maestre.
Y Jîldael sabía que estaba en desventaja; había enfrentado cosas horribles, pero no tenía marcas en su cuerpo que le recordaren aquellas nefastas experiencias. Empezaba a sentir el peso de su juventud, pues a diferencia de otros Cambiantes, su proceso de envejecimiento apenas había empezado pocos años atrás. No era como los otros, que tenían el doble de la edad que aparentaban y, por ende, eran más sabios, expertos y astutos. Ella, todavía flor matutina, tenía mucho, pero mucho que aprender.
Por ejemplo, tuvo su primera lección con la gasa –cómo fijarla, cuánto apretar–, a la que se dedicó con absoluta entrega. Sólo cuanto su tarea estuvo terminada, ambos volvieron a charlar. Con absoluta naturalidad, Emerick hizo un espacio en la cama para ella, el cual la Felina aceptó con la misma normalidad, como si todo ese tiempo separados nunca hubiera existido, como si, de alguna forma, aquello no fuera más que la justa continuación de su primer encuentro.
Se permitió la francesa tenderse junto a él y dejarse arropar. Apoyó su cabeza sobre el brazo izquierdo del Lobo mientras éste le juraba que jamás le abandonaría. Le acarició el rostro, con la fe ciega en sus palabras; por eso le seguía aunque no le dijera a donde la llevaba. Ambos compartían ese sentido de honor. Si se empeñaba la palabra, ésta se cumplía o se moría en el intento; mas, no alcanzó a decirle nada, pues ya el Boussingaut le dejaba sin aliento al recorrerle la curva de su silueta hasta deslizarse, atrevido, por sobre uno de sus pechos y deshacer el primer nudo de su vestido.
Le miró, seria y desconfiada, y se enderezó, poniendo cierta distancia de él, refugiándose de su lobuna mirada al darle momentáneamente la espalda. ¿Cómo decirle que ahora ella no se atrevía a ir más lejos? ¿Y si lo tocaba de una manera inapropiada? ¿O si sólo estaba imaginando que él la deseaba? ¿Acaso no había sido él mismo quien admitió castigarla por forzarle a la cama? La sombra de la duda parecía interponerse una vez más. Por un aciago segundo, los muros volvían a alzarse y Ares amenazaba con su terrible presagio de guerra. Por ese momento, el castillo de naipes parecía derrumbarse una vez más.
Sin embargo, fue la propia Jîldael quien destruyó a sus crueles fantasmas. Volteó hacia Emerick y, al verle, tuvo la certeza absoluta no sólo de sus palabras, sino también y sobre todo de sus intenciones. Era por completo verdad que no volvería a hacerle daño; podía confiar en él; podía creerle que la deseaba; podía correr el riesgo de entregarse a él, porque esta vez, él también lo quería. Como si en verdad fuera la muchacha de tanto tiempo atrás, le sonrió, segura y sensual, para luego besarlo, al tiempo que lo empujaba suavemente sobre la cama y le dibujaba el cuello con sus finos dedos. Se incorporó apenas unos centímetros:
— Os deseo, Emerick, como sé que tenéis exacta idea. Lo veo en vuestros ojos, que reflejan el mismo fuego que a mí me consume — enredó su mano con la mano del Lobo y las llevó sobre su pecho enhiesto, desesperado por sus caricias; todo su cuerpo lo gritaba, como lo suplicaba el cuerpo del Can, pero ninguno de ellos se movió — Sin embargo, como vos hace unos momentos, yo también necesito acicalarme; soy de esas gatas que sí disfrutan del agua, del jabón y de la espuma. Y… — no pudo evitar sonrojarse justo en ese momento, pese a que intentaba ser atrevida y sensual. Quizás ella no se diera cuenta de cuán atractiva era en ese preciso instante — Quisiera invitaros a la intimidad de mi propio cuarto; descubriréis que tengo una vista privilegiada del paisaje… — le aseguró, con una sonrisa, al tiempo que un corto beso sellaba la invitación.
No le dio tiempo a nada más. Se puso de pie en silencio, sin quitarle los ojos de encima; su mirada, de pronto, era jade y ámbar derretidos por el fuego de su alma que anhelaba a esa otra indomable alma; dio dos o tres pasos hacia atrás y, lentamente, se desató los nudos de su sencillo vestido y lo dejó caer a sus pies. Con una destreza felina lo apartó, junto con las botas. Allí estaban de nuevo, el corsé (que el mismo hombre-lobo había atado horas antes) y la aparatosa ropa interior burlándose de Emerick y de Jîldael. Pero ella era ahora más osada, más segura; supo arreglárselas para no necesitar ayuda, y jaló las cuerdas y la tela que la encerraban hasta que ya no hubo otra cosa sobre ella que no fuera su propia piel.
Así pues, la joven soltaba cualquier tapujo o vergüenza y se ofrendaba a sí misma, cual Venus, para que su amado se deleitara en la perfecta belleza de su desnudez.
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”La belleza no mira, sólo es mirada.”
Albert Einstein
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Todo iba bien para el lobo, o al menos eso creía, hasta que Jîldael se alejó poniendo algo de distancia para dedicarle una mirada desconfiada y entonces darle la espalda. Emerick, sin embargo, no se sintió confundido, sabía por el estado de negación por el que debía estar pasando la felina, ya que a pesar de que él le hubiese jurado la paz, no hacían veinticuatro horas en las que le había hecho la guerra. El Duque simplemente bajó la mirada resignado y estuvo a punto de acariciarle la espalda para darle a entender que no habían resentimientos, cuando ella volvió a girarse para mirarle a los ojos y acercarse a él una vez más para besarle en los labios, aunque aún manteniendo un espacio.
Jîldael hizo uso de su propio lenguaje atrevido y sensual para invitarle a su propio cuarto y darle a entender de que también necesitaba darse un baño, el cual describió con detalle, aumentando la imaginación del licántropo que acabó por sonreír.
Le dejó rehacer la distancia al verla ponerse de pie, e iba a él a seguirle, cuando ella comenzó a desprenderse de sus ropas, haciendo que él perdiese la noción de sus deberes por ese momento. Se quedó mirándole embelesado, mientras ella se manejaba entre sus ropajes con destreza y sensualidad felina, hasta que no quedó en ella pedazo de tela que ocultara la piel de su vista.
Emerick volvió a sonreír y, manteniendo la mirada de sus ojos, se deslizó por la cama hasta ponerse de pie y acercarse a ella, rodándole por la espalda mientras su dedo indice dibujaba en ella un camino de deseos ocultos que acababan en sus caderas, para distanciarse de su piel sólo lo necesario para coger de su mano y besar su dorso como si ella fuese la más delicada de las damiselas. Y entonces se acercó a ella una vez más y le alzó del suelo, cogiéndole entre sus propios brazos, como una pareja de recién casados, alistándose para cruzar el umbral de la primera noche de nupcias. Así el Duque le llevó hasta los felinos aposentos, pasándola a ella desnuda por los pasillos de la mansión, como si nadie más existiese en el lugar, como si el Mundo entro fuera completamente de ellos.
Algo recordaba de la mansión Del Balzo, por lo que supo llegar hasta su cuarto sin recibir indicaciones, y depositarla suavemente sobre el mismo piso de su baño, el cual ya también estaba alistado por alguno de los sirvientes. Fue ahí donde Emerick le tendió nuevamente una mano y le ayudó a meterse a la tina, para luego besarle en los labios a modo de despedida y separase definitivamente de ella, dándole el espacio necesario para que se acicalara. Sin embargo, nunca abandonó aquel baño y simplemente fue a sentarse sobre una de las butacas, para observarle desde la distancia, sin ocultar la mirada de deseo que afloraba en sus ojos cada vez que éstos recorrían su cuerpo.
Él mismo le habría bañado, de no ser que tuviese prohibido mojar sus vendajes, aunque sin duda —en esos momentos— le parecía mucho más atrevido realizar su papel de atento observador. Memorizaba cada centímetro de su piel y marcaba mentalmente (tal y como se marca un mapa) los lugares exactos que deseaba colonizar con sus labios y recorrer con sus manos. Era un juego de miradas mutuas, un juego en donde le seducía con la mirada y se dejaba seducir con la suya. Por eso, cuando la felina ya que sintió limpia, no hicieron falta que las palabras salieran de su boca para que él se pusiera nuevamente de pie y cogiese la toalla, esperándole a un costado para envolverle con ella.
Jîldael hizo uso de su propio lenguaje atrevido y sensual para invitarle a su propio cuarto y darle a entender de que también necesitaba darse un baño, el cual describió con detalle, aumentando la imaginación del licántropo que acabó por sonreír.
Le dejó rehacer la distancia al verla ponerse de pie, e iba a él a seguirle, cuando ella comenzó a desprenderse de sus ropas, haciendo que él perdiese la noción de sus deberes por ese momento. Se quedó mirándole embelesado, mientras ella se manejaba entre sus ropajes con destreza y sensualidad felina, hasta que no quedó en ella pedazo de tela que ocultara la piel de su vista.
Emerick volvió a sonreír y, manteniendo la mirada de sus ojos, se deslizó por la cama hasta ponerse de pie y acercarse a ella, rodándole por la espalda mientras su dedo indice dibujaba en ella un camino de deseos ocultos que acababan en sus caderas, para distanciarse de su piel sólo lo necesario para coger de su mano y besar su dorso como si ella fuese la más delicada de las damiselas. Y entonces se acercó a ella una vez más y le alzó del suelo, cogiéndole entre sus propios brazos, como una pareja de recién casados, alistándose para cruzar el umbral de la primera noche de nupcias. Así el Duque le llevó hasta los felinos aposentos, pasándola a ella desnuda por los pasillos de la mansión, como si nadie más existiese en el lugar, como si el Mundo entro fuera completamente de ellos.
Algo recordaba de la mansión Del Balzo, por lo que supo llegar hasta su cuarto sin recibir indicaciones, y depositarla suavemente sobre el mismo piso de su baño, el cual ya también estaba alistado por alguno de los sirvientes. Fue ahí donde Emerick le tendió nuevamente una mano y le ayudó a meterse a la tina, para luego besarle en los labios a modo de despedida y separase definitivamente de ella, dándole el espacio necesario para que se acicalara. Sin embargo, nunca abandonó aquel baño y simplemente fue a sentarse sobre una de las butacas, para observarle desde la distancia, sin ocultar la mirada de deseo que afloraba en sus ojos cada vez que éstos recorrían su cuerpo.
Él mismo le habría bañado, de no ser que tuviese prohibido mojar sus vendajes, aunque sin duda —en esos momentos— le parecía mucho más atrevido realizar su papel de atento observador. Memorizaba cada centímetro de su piel y marcaba mentalmente (tal y como se marca un mapa) los lugares exactos que deseaba colonizar con sus labios y recorrer con sus manos. Era un juego de miradas mutuas, un juego en donde le seducía con la mirada y se dejaba seducir con la suya. Por eso, cuando la felina ya que sintió limpia, no hicieron falta que las palabras salieran de su boca para que él se pusiera nuevamente de pie y cogiese la toalla, esperándole a un costado para envolverle con ella.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“La sonrisa es una verdadera fuerza vital, la única capaz de mover lo inconmovible.”
Orison Swett Marden.
Orison Swett Marden.
Lo miró fijamente durante esos segundos, mientras se estremecía completa, totalmente abandonada a ese sentimiento feroz que el Lobo le provocaba.
Era un temblor constante en su alma, una tormenta interior en su corazón que Jîldael no podía comprender ni mucho menos controlar. Y ella estaba acostumbrada a comprenderlo y a controlarlo todo. Y por eso lo amaba lo mismo que le temía. Emerick tenía un poder sobre ella que la joven nunca le entregó voluntariamente; más aún, él tenía ese poder sin siquiera haberlo buscado. Eran ambos víctimas de una fuerza que se superponía a sus voluntades, que les impelía a necesitarse, a buscarse, a unirse como dos fuerzas imánticas contra las que nada se puede hacer.
Así se sentía ella en esos instantes. Un caos que se le arremolinaba en el vientre, desatando su deseo y su pasión, al tiempo que la lucha interior la debatía entre su orgullo y su anhelo más profundo. Porque, ciertamente, también estaba asustada. Estaba asustada de todo: de él y su enorme poder; de ella misma y sus propios arrebatos; de equivocarse de nuevo y desatar la furia del Lobo y que esta vez su Pantera escapara de su jaula.
Y con sólo un movimiento de su mano, todas las mariposas del miedo volaron lejos de ella. Y entonces su caos se ordenó y la paz volvió a su corazón. Así, nada más, todo lo único que quedó en ella fueron el amor y el deseo por él. Volvió a estremecerse cuando Emerick deslizó sus manos por su cuerpo, como experto amante, dejando un rastro de fuego que la quemaba y la moldeaba, avivando la llama de esa tenaz pasión que la consumía sin acabarla. Él le cogió la mano y le besó el dorso, para finalmente acortar todas las distancias y cogerla en sus brazos, como si ella fuera su amada, remarcando la idea de pertenencia; ambos se pertenecían, para siempre. Y la Pantera ronroneó y se dejó cargar por el hombre que tanto amaba.
Se sostuvo de él y reposó su cabeza en el cuello de su hombre, mientras él se movía con elegante seguridad por los pasillos para llevarla a su propio cuarto; fue entonces que comprendió que el Boussingaut ya conocía aquella residencia, pues no necesitó de mayores instrucciones para llegar a su destino. No tuvo que preguntarlo; la conclusión llegó por sí sola. Allí se reunían ambos Canes a entrenar y por eso el Duque sabía de sus dotes de guerrera. Era, en verdad, el señor de la casa que se movía a sus anchas en sus nuevos dominios…
Una vez más, sus difusos pensamientos fueron interrumpidos por el escocés, que ahora la depositaba sobre la baldosa de su propio baño; cuando él la miraba de ese modo particular, ella realmente le creía que no había nada ni nadie más en el mundo que ellos dos. Y ella le creía que era su familia y que él podría quererla alguna vez. Con suma gentileza, el Lobo ayudó a la Cambiante a meterse en la tina, mientras que un gentil beso de él le antelaba lo que vendría después. Por un segundo, creyó que él la dejaría sola, pero no lo detuvo (aunque ella deseara lo contrario); por eso, se sorprendió al descubrir que Emerick en realidad lo único que hizo fue acomodarse en una butaca al otro lado del cuarto de baño. Allí se quedó, como un amante paciente, para deleitarse con la figura de la joven.
Allí estaba de nuevo ese rubor, esa vergüenza casi virginal que él volvía a provocarle, pero no le dijo nada; más bien, lo ignoró y actuó como si se encontrase a solas disfrutando de ese merecido descanso.
Lo cierto es que aquello no resultó muy difícil, pues, en cuanto se sumergió en el agua las heridas de su cuerpo aullaron sin contemplación. Apretó las piernas con fuerza, intentando reprimir el dolor que el hombre allí presente habíale causado horas antes, sin la menor contemplación. Cerró los ojos y gimió por lo bajo, procurando que el escocés no se enterara nunca de lo que en esos segundas ella estaba padeciendo. Apenas si lograba reponerse, cuando ya la herida del pecho volvía a gemir, dejando que un último hilo de sangre escapara de entre toda la madeja de piel y tela que aún se desprendía de esa zona; Jîldael cogió entonces la esponja de baño y, acudiendo a un valor que no sentía, se dio a la tarea de restregarse todo el cuerpo. Necesitaba sentirse limpia, necesitaba que el olor a sangre desapareciera de una buena vez, así que apuró su baño en cuanto el agua empezó a ensuciarse con la sangre seca de su cuerpo.
Salió sin elegancia y sin demoras del agua, como alguien que huye de una terrible peste; por fin se sentía limpia, pero no soportaba la imagen de aquella agua sucia en su tina. Por eso, no le vio venir sino hasta que él la asustó con su cercanía; un grito quedo escapó de sus labios cuando Emerick la tocó y ella dio un respingo que la distanció de sus intenciones.
El Boussingaut la miró, confundido; ciertamente, la Del Balzo lo había logrado, pues era claro que no comprendía las reacciones de la Felina. Ya repuesta del susto, le regaló una cálida sonrisa y volvió a acercarse a él, para permitirle envolverla en la mullida toalla que tenía preparada de antemano.
— No te preocupes, Emerick. — lo miró atentamente, esperando que él se diera cuenta de que abandonaba la formalidad y el protocolo de palacio, para dar paso al trato íntimo que sólo se reservaba para la familia; y esperaba también que, entendiendo sus intenciones, él también se animase a tratarla de una manera más cordial y cercana — Era sólo que había olvidado que no estaba sola. — le acarició el rostro y dejó que él la envolviera en la toalla.
Pero entonces el Lobo volvió a sorprenderla, pues se limitó a pasar la toalla por la espalda de la joven para luego jalar ambas puntas y atraerla en un abrazo en el que ambos cuerpos volvían a encontrarse. Él sonrió, anhelante e inquieto, movido de seguro por el fuego que le bullía en la sangre, al tiempo que la apretaba contra sí y hundía su nariz en el cuello de la muchacha para embeberse de su olor. La abrazó fuerte, mientras aspiraba su fresco aroma de mujer y unas simples palabras escapaban de sus labios:
— Mía. Mi Pantera. — musitó, conmovido por primera vez en todo ese largo día.
Jîldael se separó de él entonces y le besó en la frente.
— Tuya. Tu Pantera. — repitió, como un mantra para darle la paz que él tanto parecía necesitar.
Entonces, apretó la toalla contra su cuerpo y corrió hacia el cuarto contiguo, donde su cama esperaba por ellos. Allí se detuvo de golpe y se giró hacia él, sabiendo que él la había seguido sin demora. Movió las cortinas que envolvían a su lecho y abrió la cama, invitándolo a entrar en ella. Por su parte, Emerick se acercó a su lado y se quedó observándola con suma atención.
Sólo entonces, Jîldael dejó caer la toalla que la envolvía y dio un paso, tímido, hacia el Lobo. Y el Lobo dio otro paso hacia ella y le cogió un pecho, y lo apretó en su turgencia, y deslizó su mano, firme, feroz, desde allí hasta su vientre, repitiendo la caricia que momentos antes ella interrumpiera en la otra habitación. Y la mujer que era la Pantera no pudo resistir más y gritó de placer, al tiempo que lo amarraba en un abrazo y ambos caían sobre su cama.
Empezaba, por fin, el tiempo de la romanza…
***
Era un temblor constante en su alma, una tormenta interior en su corazón que Jîldael no podía comprender ni mucho menos controlar. Y ella estaba acostumbrada a comprenderlo y a controlarlo todo. Y por eso lo amaba lo mismo que le temía. Emerick tenía un poder sobre ella que la joven nunca le entregó voluntariamente; más aún, él tenía ese poder sin siquiera haberlo buscado. Eran ambos víctimas de una fuerza que se superponía a sus voluntades, que les impelía a necesitarse, a buscarse, a unirse como dos fuerzas imánticas contra las que nada se puede hacer.
Así se sentía ella en esos instantes. Un caos que se le arremolinaba en el vientre, desatando su deseo y su pasión, al tiempo que la lucha interior la debatía entre su orgullo y su anhelo más profundo. Porque, ciertamente, también estaba asustada. Estaba asustada de todo: de él y su enorme poder; de ella misma y sus propios arrebatos; de equivocarse de nuevo y desatar la furia del Lobo y que esta vez su Pantera escapara de su jaula.
Y con sólo un movimiento de su mano, todas las mariposas del miedo volaron lejos de ella. Y entonces su caos se ordenó y la paz volvió a su corazón. Así, nada más, todo lo único que quedó en ella fueron el amor y el deseo por él. Volvió a estremecerse cuando Emerick deslizó sus manos por su cuerpo, como experto amante, dejando un rastro de fuego que la quemaba y la moldeaba, avivando la llama de esa tenaz pasión que la consumía sin acabarla. Él le cogió la mano y le besó el dorso, para finalmente acortar todas las distancias y cogerla en sus brazos, como si ella fuera su amada, remarcando la idea de pertenencia; ambos se pertenecían, para siempre. Y la Pantera ronroneó y se dejó cargar por el hombre que tanto amaba.
Se sostuvo de él y reposó su cabeza en el cuello de su hombre, mientras él se movía con elegante seguridad por los pasillos para llevarla a su propio cuarto; fue entonces que comprendió que el Boussingaut ya conocía aquella residencia, pues no necesitó de mayores instrucciones para llegar a su destino. No tuvo que preguntarlo; la conclusión llegó por sí sola. Allí se reunían ambos Canes a entrenar y por eso el Duque sabía de sus dotes de guerrera. Era, en verdad, el señor de la casa que se movía a sus anchas en sus nuevos dominios…
Una vez más, sus difusos pensamientos fueron interrumpidos por el escocés, que ahora la depositaba sobre la baldosa de su propio baño; cuando él la miraba de ese modo particular, ella realmente le creía que no había nada ni nadie más en el mundo que ellos dos. Y ella le creía que era su familia y que él podría quererla alguna vez. Con suma gentileza, el Lobo ayudó a la Cambiante a meterse en la tina, mientras que un gentil beso de él le antelaba lo que vendría después. Por un segundo, creyó que él la dejaría sola, pero no lo detuvo (aunque ella deseara lo contrario); por eso, se sorprendió al descubrir que Emerick en realidad lo único que hizo fue acomodarse en una butaca al otro lado del cuarto de baño. Allí se quedó, como un amante paciente, para deleitarse con la figura de la joven.
Allí estaba de nuevo ese rubor, esa vergüenza casi virginal que él volvía a provocarle, pero no le dijo nada; más bien, lo ignoró y actuó como si se encontrase a solas disfrutando de ese merecido descanso.
Lo cierto es que aquello no resultó muy difícil, pues, en cuanto se sumergió en el agua las heridas de su cuerpo aullaron sin contemplación. Apretó las piernas con fuerza, intentando reprimir el dolor que el hombre allí presente habíale causado horas antes, sin la menor contemplación. Cerró los ojos y gimió por lo bajo, procurando que el escocés no se enterara nunca de lo que en esos segundas ella estaba padeciendo. Apenas si lograba reponerse, cuando ya la herida del pecho volvía a gemir, dejando que un último hilo de sangre escapara de entre toda la madeja de piel y tela que aún se desprendía de esa zona; Jîldael cogió entonces la esponja de baño y, acudiendo a un valor que no sentía, se dio a la tarea de restregarse todo el cuerpo. Necesitaba sentirse limpia, necesitaba que el olor a sangre desapareciera de una buena vez, así que apuró su baño en cuanto el agua empezó a ensuciarse con la sangre seca de su cuerpo.
Salió sin elegancia y sin demoras del agua, como alguien que huye de una terrible peste; por fin se sentía limpia, pero no soportaba la imagen de aquella agua sucia en su tina. Por eso, no le vio venir sino hasta que él la asustó con su cercanía; un grito quedo escapó de sus labios cuando Emerick la tocó y ella dio un respingo que la distanció de sus intenciones.
El Boussingaut la miró, confundido; ciertamente, la Del Balzo lo había logrado, pues era claro que no comprendía las reacciones de la Felina. Ya repuesta del susto, le regaló una cálida sonrisa y volvió a acercarse a él, para permitirle envolverla en la mullida toalla que tenía preparada de antemano.
— No te preocupes, Emerick. — lo miró atentamente, esperando que él se diera cuenta de que abandonaba la formalidad y el protocolo de palacio, para dar paso al trato íntimo que sólo se reservaba para la familia; y esperaba también que, entendiendo sus intenciones, él también se animase a tratarla de una manera más cordial y cercana — Era sólo que había olvidado que no estaba sola. — le acarició el rostro y dejó que él la envolviera en la toalla.
Pero entonces el Lobo volvió a sorprenderla, pues se limitó a pasar la toalla por la espalda de la joven para luego jalar ambas puntas y atraerla en un abrazo en el que ambos cuerpos volvían a encontrarse. Él sonrió, anhelante e inquieto, movido de seguro por el fuego que le bullía en la sangre, al tiempo que la apretaba contra sí y hundía su nariz en el cuello de la muchacha para embeberse de su olor. La abrazó fuerte, mientras aspiraba su fresco aroma de mujer y unas simples palabras escapaban de sus labios:
— Mía. Mi Pantera. — musitó, conmovido por primera vez en todo ese largo día.
Jîldael se separó de él entonces y le besó en la frente.
— Tuya. Tu Pantera. — repitió, como un mantra para darle la paz que él tanto parecía necesitar.
Entonces, apretó la toalla contra su cuerpo y corrió hacia el cuarto contiguo, donde su cama esperaba por ellos. Allí se detuvo de golpe y se giró hacia él, sabiendo que él la había seguido sin demora. Movió las cortinas que envolvían a su lecho y abrió la cama, invitándolo a entrar en ella. Por su parte, Emerick se acercó a su lado y se quedó observándola con suma atención.
Sólo entonces, Jîldael dejó caer la toalla que la envolvía y dio un paso, tímido, hacia el Lobo. Y el Lobo dio otro paso hacia ella y le cogió un pecho, y lo apretó en su turgencia, y deslizó su mano, firme, feroz, desde allí hasta su vientre, repitiendo la caricia que momentos antes ella interrumpiera en la otra habitación. Y la mujer que era la Pantera no pudo resistir más y gritó de placer, al tiempo que lo amarraba en un abrazo y ambos caían sobre su cama.
Empezaba, por fin, el tiempo de la romanza…
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”El amor, el dolor y el placer siempre están en guerra.”
Siro
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No hubo alcanzado a envolverle con la toalla que tenía preparada para ella, cuando la Pantera saltó de un susto inesperado y se separó de él del mismo salto. La miró confundido, pensaba que ya todos los miedos habían pasado, que en ese lugar estaban seguros y libres de enemigos, que entre ellos ya habían hecho las paces y que podía estar tranquila. Pero ahí estaba la felina, demasiado asustada, como si esperase la muerte a la vuelta de la esquina.
Ella cayó en cuenta de su huida y rápidamente intentó reparar su huida. Le obsequió una sonrisa y se acercó a él para permitirle refugiarle entre sus brazos y envolverle con la cálida toalla. Emerick le escuchó decir que no se preocupase y que se había olvidado de que no estaba sola. El Duque la entendió, pero sus palabras habían conseguido romper parte de su ego, como si por un momento ella le hubiese refregado en la cara su capacidad de olvidarle tan rápidamente.
Apenas le regresó la sonrisa y dejó que se marchase a su cuarto, mientras el Duque echaba un vistazo rápido hacia las aguas manchadas de sangre y se le remordía la mente. Quizás él también debía cocer su herida, aún cuando ella fuese más pequeña. Quizás él debía hacer demasiadas cosas y había hecho tan pocas.
Suspiró cansado y se armó con el valor suficiente para seguirla por aquella puerta, encontrándole junto a la cama, la que ya tenía abierta, lista para él, mientras le invitaba con la mirada. Emerick se acercó y se detuvo frente a ella y acarició uno de sus brazos, deslizando sus dedos cálidos por la suavidad de su piel, hasta que se olvidó por un momento de los rencores que como fantasmas se habían vuelto a interponer entre ellos.
La tomó con fiereza y desde la toalla la atrajo hasta que su cuerpo chocara con su cuerpo, despojándole de ésta de un sólo tirón con el que la dejó caer al suelo, mientras le tomaba a ella por la cintura y volvía a sellar sus labios con un beso.
—Mía. Mi Pantera.
Susurró apenas separado de su boca y junto a ella, se dejó sobre los costados de al cama en donde rodó junto ella, besándola, acariciándola, marcándola, hasta quedar el mismo centro, en donde sus labios comenzaban a dibujar sobre su cuerpo un mapa con sus besos. Y tras ellos, sus manos secando con sus caricias las huellas del vaho cálido y humedecido.
Dejó que sus manos se armaran de vida propia y tomasen las decisiones con el pensamiento de los instintos. En ellas se amoldó nuevamente la figura del cuerpo femenino, se amasaron sus pechos turgentes con el dolor del placer que escapaba por la boca de la fémina, al tiempo que sus besos habían decidido recorrer otro camino, uno más audaz y aventurero. Le besó una y otra vez bajando por sus vientre hasta llegar allá en donde todos los sentimientos de placer se arremolinaban entre las paredes internas de sus piernas.
Fue ahí en donde su lengua se aventuró a ir más allá de donde nunca había ido en ese cuerpo, a lamer de su sabor concentrado, a acariciar las paredes de su feminidad hasta llegar a desprender su aroma y extraer de ella el sabor de esencia.
Ella cayó en cuenta de su huida y rápidamente intentó reparar su huida. Le obsequió una sonrisa y se acercó a él para permitirle refugiarle entre sus brazos y envolverle con la cálida toalla. Emerick le escuchó decir que no se preocupase y que se había olvidado de que no estaba sola. El Duque la entendió, pero sus palabras habían conseguido romper parte de su ego, como si por un momento ella le hubiese refregado en la cara su capacidad de olvidarle tan rápidamente.
Apenas le regresó la sonrisa y dejó que se marchase a su cuarto, mientras el Duque echaba un vistazo rápido hacia las aguas manchadas de sangre y se le remordía la mente. Quizás él también debía cocer su herida, aún cuando ella fuese más pequeña. Quizás él debía hacer demasiadas cosas y había hecho tan pocas.
Suspiró cansado y se armó con el valor suficiente para seguirla por aquella puerta, encontrándole junto a la cama, la que ya tenía abierta, lista para él, mientras le invitaba con la mirada. Emerick se acercó y se detuvo frente a ella y acarició uno de sus brazos, deslizando sus dedos cálidos por la suavidad de su piel, hasta que se olvidó por un momento de los rencores que como fantasmas se habían vuelto a interponer entre ellos.
La tomó con fiereza y desde la toalla la atrajo hasta que su cuerpo chocara con su cuerpo, despojándole de ésta de un sólo tirón con el que la dejó caer al suelo, mientras le tomaba a ella por la cintura y volvía a sellar sus labios con un beso.
—Mía. Mi Pantera.
Susurró apenas separado de su boca y junto a ella, se dejó sobre los costados de al cama en donde rodó junto ella, besándola, acariciándola, marcándola, hasta quedar el mismo centro, en donde sus labios comenzaban a dibujar sobre su cuerpo un mapa con sus besos. Y tras ellos, sus manos secando con sus caricias las huellas del vaho cálido y humedecido.
Dejó que sus manos se armaran de vida propia y tomasen las decisiones con el pensamiento de los instintos. En ellas se amoldó nuevamente la figura del cuerpo femenino, se amasaron sus pechos turgentes con el dolor del placer que escapaba por la boca de la fémina, al tiempo que sus besos habían decidido recorrer otro camino, uno más audaz y aventurero. Le besó una y otra vez bajando por sus vientre hasta llegar allá en donde todos los sentimientos de placer se arremolinaban entre las paredes internas de sus piernas.
Fue ahí en donde su lengua se aventuró a ir más allá de donde nunca había ido en ese cuerpo, a lamer de su sabor concentrado, a acariciar las paredes de su feminidad hasta llegar a desprender su aroma y extraer de ella el sabor de esencia.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“Las pasiones son como los vientos, que son necesarios para dar movimiento a todo, aunque a menudo sean causa de huracanes.”
Bernard Le Bouvier de Fontenelle
Bernard Le Bouvier de Fontenelle
Rodaron juntos, impacientes, al tiempo que suaves jadeos se les escapaban de entre los labios y los besos, hasta que Emerick dominó todo el espacio y la encerró entre su propio cuerpo y la cama. Jîldael sonrió, desafiante primero, tranquila después, y recorrió el masculino rostro con sus manos. Es que eso era toda ella; no comprendía el mundo si no era a través de sus sentidos; no podía estarse sólo mirándole; tenía también que tocarle, saborearle, oírle… Vivirle a través de sí misma, como una prolongación de sus propias emociones. Así pues, podría repasar ese rostro mil veces con sus dedos y siempre sería su primera vez, nunca sería suficiente para ella.
Pero el Lobo no estaba ahí para dejarse hacer. El Alfa ahora contemplaba su particular dominio y disponía de él a su pleno antojo. Sería injusto decir que a Jîldael esto le enojase pues Emerick era un conocedor experto del arte de amar y no dejaba espacios para la indiferencia. Donde sus manos tocaran el cuerpo de la fémina, dejaba un surco listo para el fuego que era el deseo de su corazón, que parecía deslizarse sobre su piel como un río ardiente, que la preparaba con deliciosa y cruel lentitud para el éxtasis prometido.
Y, aunque era el Lobo el principal artífice de la obra, la Pantera no se quedaba atrás; no podía estarse quieta y sus manos, ávidas del cuerpo masculino, arañaron suavemente la espalda del escocés y le jalaron el cabello conforme él descendía a través de su sinuosa figura. Era, por supuesto, una prueba a su voluntad el dejarse llevar por él; ella, Felina en toda la extensión de esa palabra, sentía el impulso feroz de saltarle encima, de rugirle el deseo en el rostro, de batirse en amoroso duelo con su amante, porque los gatos (desde el principio de todos los tiempos) no saben de amores tranquilos y apacibles, no entienden sino de combate, lucha y sometimiento, incluso cuando se trata de sexo. Pero… Pero aquello que Jîldael compartía con el Duque era mucho más que solo el acto físico del sexo; era, al menos de su parte, amor; y, por primera vez, no el amor egoísta al que ella siempre estuvo acostumbrada. Era, por primera vez el amor generoso, que se dona a sí mismo ante el amante que imperioso, marcaba su cuerpo con sus besos y sus caricias.
Y, por eso, en vez de saltarle encima, como eran sus instintos naturales, simplemente se quedó tendida, entregada al ritmo de su Lobo. Y mientras más lo pensaba, lo sentía y lo vivía, más sonreía. Más suyo era él. Más suya era ella. Él la miró en esos segundos y le devolvió la misma feliz expresión; sus manos se adueñaron de sus sensibles pechos que se amoldaron perfectamente a ellas, como si siempre le hubieren pertenecido a él, que no se detenía y seguía su regadero de besos y fuego, robándole su voluntad y desatando a su animal interior, olvidado de toda vergüenza y pudor, entregados ambos simplemente a las emociones, que no se piensan porque la vida es demasiado corta para perderla en tales fruslerías…
Y entonces, la caricia violenta la sorprendió con tal fuerza que un grito se escapó de su boca, mientras su cuerpo convulso se arqueaba sin treguas ni descansos. Emerick no se detuvo; muy por el contrario, aumentó su fiero ataque, embebiéndose de ella, probándola hasta su intimidad más última, poseyéndola de una manera única y nueva y llevándose así lo mejor de ella. Y aunque Jîldael era una mujer de gran fuerza y velocidad, el Boussingaut era aún más fuerte que ella y supo retener sus violentas sacudidas, sin dejar de tocarla, sin dejarla escapar. De tal suerte, el espiral de deseo se fue concentrando en su punto más perdido dentro de sí misma y, olvidada de toda razón y voluntad, se dejó llevar como la salvaje en que se había convertido hasta el final de ese océano sin fin en el que el Lobo la hundía irremediablemente. Se revolcó, se arqueó de maneras impensables y tensó todo su cuerpo hasta que ya no pudo resistirlo más y el estallido de su orgasmo fue como una gigantesca ola que arrasó con todo en ella azotándola hasta los bordes de la muerte que era semejante experiencia, sacudida en incontables espasmos que se sucedían uno tras de otro sin que ella pudiera controlarlos. De lo único que fue verdaderamente consciente en esos instantes sin tiempo era de la presencia cálida de Emerick, que la sostuvo, que la bebió y que la observó morir y renacer y que, al final de ese largo viaje, la recibió con un beso en el que ella se ahogó, desesperada, para poder volver a respirar.
No había mundo, ni pensamiento, ni orden alguno. Habíase liberado un huracán en esa habitación, que contenía las voluntades primitivas de todo animal en celo, como si la diosa del placer hubiera yacido siempre en ese lecho para verles a ellos dos darle nueva vida y nuevo fuego. Apenas la joven recuperaba el ritmo de sus latidos cuando ya el varón acometía de nuevo contra su cuerpo, sediento aún de su deseo, buscador incansable de su placer; había límites que todavía podían romperse, había otros océanos en ese maremágnum (que eran ellos dos) que todavía debían conquistarse, pues aunque se había saciado en ella y su dulce muerte, aún a él le quedaban aliento y fuerzas para ahondarse y perderse con su Pantera, en esas otras profundidades, tan hondas que pareciera que sólo las Parcas las pudieran habitar…
Y su ansia encendió la tibia hoguera de la mujer que volvió a arder en invisible combustión y de este modo, juntos el uno en la otra, navegaron de nuevo a ese desconocido y terrible reino que era el placer de un orgasmo juntos. Se hundió el amante en la cavidad húmeda de su mujer que lo recibía en un lento vaivén de placer, a través del cual aprendían a amoldarse, a ser un único ritmo, un único corazón, un único jadeo. Fue entonces que el amor venció al deseo, al menos en el corazón de ella, y supo que nunca más otro hombre podría reclamarla, que nunca más otros labios podrían besarla, y que (espantoso, terrible sentimiento), si alguna vez se atrevía a desear un hijo, sólo podría tenerlo con él… Supo (y gritó tanto de felicidad como de miedo) que le pertenecía a él, de verdad y para siempre; no eran palabras al viento; era un hecho consumado, rayano en la locura y la perdición… Tantas veces ese día experimentó el mismo vértigo, el mismo miedo, que la certeza en ese instante le encogió el corazón y lo rompió, ya no de dolor, sino por el exceso de su felicidad. Fue el único segundo en que se detuvo, en que ralentizó el ritmo de su cuerpo y que le obligó a mirarla y se perdió en su mirada.
— Te amo. — fue todo lo que dijo.
Y aquellas palabras, dichas tantas veces ese día, sonaron como si se hubieran pronunciado por primera vez, con un significado nuevo, como si al decirlas se hubiera arrancado de facto su corazón y lo hubiera puesto en las manos de Emerick. Eran tan simples y pequeñas esas palabras. Y tan hondo y terrible su infinito valor, que tuvo que cerrar los ojos, mientras una lágrima se escapaba, al tiempo que volvía a besarlo y que el incendio desatado de su cuerpo volvía a estallar en ella para llevárselos a ese “Nunca Jamás” de sus deseos; sus caricias ya no fueron desesperadas, sino lentas, sus besos no eran ávidos, sino profundos, su ritmo no era caótico, sino intenso. No era tener sexo. Era hacer el amor, construir, literalmente, sus propias catedrales de deseo, cariño y placer.
Y aquel vasto océano que ahora se extendía ante ellos, empezaba, por fin, a tener forma y color. Empezaba por fin a tener un nombre. A ser un “nosotros”…
***
Pero el Lobo no estaba ahí para dejarse hacer. El Alfa ahora contemplaba su particular dominio y disponía de él a su pleno antojo. Sería injusto decir que a Jîldael esto le enojase pues Emerick era un conocedor experto del arte de amar y no dejaba espacios para la indiferencia. Donde sus manos tocaran el cuerpo de la fémina, dejaba un surco listo para el fuego que era el deseo de su corazón, que parecía deslizarse sobre su piel como un río ardiente, que la preparaba con deliciosa y cruel lentitud para el éxtasis prometido.
Y, aunque era el Lobo el principal artífice de la obra, la Pantera no se quedaba atrás; no podía estarse quieta y sus manos, ávidas del cuerpo masculino, arañaron suavemente la espalda del escocés y le jalaron el cabello conforme él descendía a través de su sinuosa figura. Era, por supuesto, una prueba a su voluntad el dejarse llevar por él; ella, Felina en toda la extensión de esa palabra, sentía el impulso feroz de saltarle encima, de rugirle el deseo en el rostro, de batirse en amoroso duelo con su amante, porque los gatos (desde el principio de todos los tiempos) no saben de amores tranquilos y apacibles, no entienden sino de combate, lucha y sometimiento, incluso cuando se trata de sexo. Pero… Pero aquello que Jîldael compartía con el Duque era mucho más que solo el acto físico del sexo; era, al menos de su parte, amor; y, por primera vez, no el amor egoísta al que ella siempre estuvo acostumbrada. Era, por primera vez el amor generoso, que se dona a sí mismo ante el amante que imperioso, marcaba su cuerpo con sus besos y sus caricias.
Y, por eso, en vez de saltarle encima, como eran sus instintos naturales, simplemente se quedó tendida, entregada al ritmo de su Lobo. Y mientras más lo pensaba, lo sentía y lo vivía, más sonreía. Más suyo era él. Más suya era ella. Él la miró en esos segundos y le devolvió la misma feliz expresión; sus manos se adueñaron de sus sensibles pechos que se amoldaron perfectamente a ellas, como si siempre le hubieren pertenecido a él, que no se detenía y seguía su regadero de besos y fuego, robándole su voluntad y desatando a su animal interior, olvidado de toda vergüenza y pudor, entregados ambos simplemente a las emociones, que no se piensan porque la vida es demasiado corta para perderla en tales fruslerías…
Y entonces, la caricia violenta la sorprendió con tal fuerza que un grito se escapó de su boca, mientras su cuerpo convulso se arqueaba sin treguas ni descansos. Emerick no se detuvo; muy por el contrario, aumentó su fiero ataque, embebiéndose de ella, probándola hasta su intimidad más última, poseyéndola de una manera única y nueva y llevándose así lo mejor de ella. Y aunque Jîldael era una mujer de gran fuerza y velocidad, el Boussingaut era aún más fuerte que ella y supo retener sus violentas sacudidas, sin dejar de tocarla, sin dejarla escapar. De tal suerte, el espiral de deseo se fue concentrando en su punto más perdido dentro de sí misma y, olvidada de toda razón y voluntad, se dejó llevar como la salvaje en que se había convertido hasta el final de ese océano sin fin en el que el Lobo la hundía irremediablemente. Se revolcó, se arqueó de maneras impensables y tensó todo su cuerpo hasta que ya no pudo resistirlo más y el estallido de su orgasmo fue como una gigantesca ola que arrasó con todo en ella azotándola hasta los bordes de la muerte que era semejante experiencia, sacudida en incontables espasmos que se sucedían uno tras de otro sin que ella pudiera controlarlos. De lo único que fue verdaderamente consciente en esos instantes sin tiempo era de la presencia cálida de Emerick, que la sostuvo, que la bebió y que la observó morir y renacer y que, al final de ese largo viaje, la recibió con un beso en el que ella se ahogó, desesperada, para poder volver a respirar.
No había mundo, ni pensamiento, ni orden alguno. Habíase liberado un huracán en esa habitación, que contenía las voluntades primitivas de todo animal en celo, como si la diosa del placer hubiera yacido siempre en ese lecho para verles a ellos dos darle nueva vida y nuevo fuego. Apenas la joven recuperaba el ritmo de sus latidos cuando ya el varón acometía de nuevo contra su cuerpo, sediento aún de su deseo, buscador incansable de su placer; había límites que todavía podían romperse, había otros océanos en ese maremágnum (que eran ellos dos) que todavía debían conquistarse, pues aunque se había saciado en ella y su dulce muerte, aún a él le quedaban aliento y fuerzas para ahondarse y perderse con su Pantera, en esas otras profundidades, tan hondas que pareciera que sólo las Parcas las pudieran habitar…
Y su ansia encendió la tibia hoguera de la mujer que volvió a arder en invisible combustión y de este modo, juntos el uno en la otra, navegaron de nuevo a ese desconocido y terrible reino que era el placer de un orgasmo juntos. Se hundió el amante en la cavidad húmeda de su mujer que lo recibía en un lento vaivén de placer, a través del cual aprendían a amoldarse, a ser un único ritmo, un único corazón, un único jadeo. Fue entonces que el amor venció al deseo, al menos en el corazón de ella, y supo que nunca más otro hombre podría reclamarla, que nunca más otros labios podrían besarla, y que (espantoso, terrible sentimiento), si alguna vez se atrevía a desear un hijo, sólo podría tenerlo con él… Supo (y gritó tanto de felicidad como de miedo) que le pertenecía a él, de verdad y para siempre; no eran palabras al viento; era un hecho consumado, rayano en la locura y la perdición… Tantas veces ese día experimentó el mismo vértigo, el mismo miedo, que la certeza en ese instante le encogió el corazón y lo rompió, ya no de dolor, sino por el exceso de su felicidad. Fue el único segundo en que se detuvo, en que ralentizó el ritmo de su cuerpo y que le obligó a mirarla y se perdió en su mirada.
— Te amo. — fue todo lo que dijo.
Y aquellas palabras, dichas tantas veces ese día, sonaron como si se hubieran pronunciado por primera vez, con un significado nuevo, como si al decirlas se hubiera arrancado de facto su corazón y lo hubiera puesto en las manos de Emerick. Eran tan simples y pequeñas esas palabras. Y tan hondo y terrible su infinito valor, que tuvo que cerrar los ojos, mientras una lágrima se escapaba, al tiempo que volvía a besarlo y que el incendio desatado de su cuerpo volvía a estallar en ella para llevárselos a ese “Nunca Jamás” de sus deseos; sus caricias ya no fueron desesperadas, sino lentas, sus besos no eran ávidos, sino profundos, su ritmo no era caótico, sino intenso. No era tener sexo. Era hacer el amor, construir, literalmente, sus propias catedrales de deseo, cariño y placer.
Y aquel vasto océano que ahora se extendía ante ellos, empezaba, por fin, a tener forma y color. Empezaba por fin a tener un nombre. A ser un “nosotros”…
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”A menudo encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlo.”
Jean de La Fontaine
Jean de La Fontaine
La supo suya en el instante en que ella murió de deseo entre sus labios. La bebió, sediento, sabiendo que se entregaba en toda su más íntima fragilidad; era consciente aunque ella pareciera no saberlo, del inmenso poder que poseía sobre la fémina y, lejos de sentir culpa por ello, se sintió extasiado y anhelante de empujarla más lejos en el deseo, de perderla todavía más dentro de sí misma, tan lejos que sólo él –y nadie más– pudiera traerla de vuelta a la vida.
La dejó retorcerse, la dejó morir, la miró descansar y la besó, como el príncipe de los cuentos que vuelve a la vida a su bella y particular durmiente. Le había extraído hasta lo más íntimo de su esencia y, sin embargo, él lo sabía, todavía podían ir más lejos. Así pues, la Pantera revivió en esa tibieza en la que aún descansaba, lista para saltar con él a donde él quisiera llevar.
Se deslizó suavemente dentro de ella, para dejarla abrazarlo con la calidez de su cuerpo, ahora agitado y ardiente; no la embistió con violencia, sino que dejó que ella le mostrara el ritmo de sus pasiones, y él, obediente y tranquilo, se amoldó a sus formas, a su cadencia, a sus gemidos y a sus placeres. Se contagió rápido de su deseo, de su desesperación y la acompañó en los jadeos que ahora los dos compartían a una misma vez porque era verdad irrevocable que se habían convertido en un solo cuerpo. Y la miró con ojos nuevos y pensó, como una idea que escapaba contra su voluntad consciente, que quizás –sólo quizás– en su futuro podía haber algo más que sólo venganza y muerte.
Fue entonces que Emerick sonrió, ya no la sonrisa cruel de la victoria en combate, sino ese gesto tranquilo y gentil, cargado de calidez y emoción, entregado a un sentimiento que no sabía que aún podía experimentar. Era como si, por fin, tantas horas y días y meses después, la fría escarcha de su corazón empezara a caer, como si ese invierno hostil y crudo en que había caído desde la muerte de Lucius finalmente hubiera decidido llegar a su fin. No fue un chispazo ni una revelación; ni siquiera estaba seguro de poder amarla alguna vez, pero era cierto que, por segunda vez en su vida, era Jîldael quien lo traía de vuelta a la vida, que golpeaba a su corazón para obligarlo a seguir latiendo, que le daba una luz, minúscula pero suficiente, de esperanza en medio de esa inmensa obscuridad en que se creyó para siempre condenado.
Y de pronto, sin aviso ni premeditación, sintió un pequeño dolor en su corazón, una emoción para la cual no tuvo palabras, ni gestos; fue una punzada, apenas imperceptible, que lo hizo detenerse durante unos segundos, para clavar su mirada en la de la Felina, como si ella pudiera darle respuesta alguna, como si, por el solo hecho de mirarla, pudiera entender qué le sucedía. Mas, para su sorpresa, ella también se había detenido y lo miraba con la misma perpleja expresión. Jîldael cedió primero a la estupefacción y le dijo esas palabras ya tantas veces dichas; una frase que había oído y dicho él mismo en incontables ocasiones y que, no obstante, le sonaron extrañas y nuevas. Y otro pequeño y doloroso latido en su pecho (no supo si de culpa o de redención) le atenazó la garganta y le robó cualquier cosa que él hubiera querido decir. No fue necesario, sin embargo, que él dijera nada, pues la Del Balzo no daba espacios ni treguas y volvía a su amoroso ataque, besándole con ansias nuevas, moviendo otra vez sus caderas, arañándole la espalda nuevamente, dejando en su piel infinitas marcas de su presencia, de su pertenencia y de su posesión.
Así pues, Emerick tampoco se estuvo quieto; ya no podía reprimir más el fuego, propio de los Lobos, que ahora lo empujaba a ese lugar más allá de la muerte, más allá de la consciencia y de la culpa y de la verdad. Se perdió en ese espacio infinito en que todo era simplemente la sensación impetuosa de su piel contra la piel de ella. Podría haberse vuelto loco en ese caos que eran ahora su cuerpo, su pensamiento y su alma, pero la Cambiante no lo dejó; lo mantuvo a salvo con sus caricias, con su mirada –que a ratos escondía tras los párpados, cuando el deseo parecía matarla–, con su voz cada vez más grave y más intensa. El Lobo no estuvo quieto y también la marcó como suya; le jaló los cabellos, le mordió el labio una y otra vez, al tiempo que la gentileza quedaba atrás y el vaivén de su cuerpo demandaba más ímpetu y velocidad, más fuerza, más violencia, más finitud.
No podría decir el Licántropo que eso fuera amor… Pero se pareció mucho cuando ella gritó su nombre y se amarró a él y le mordió el cuello y le enterró las uñas y, finalmente, cayó totalmente perdida en sus brazos, cuando él mismo moría en sus labios y en su cuerpo y se derramaba dentro de ella, presa de un orgasmo violento y universal…
Casi –casi– le creyó que sí lo era.
La dejó retorcerse, la dejó morir, la miró descansar y la besó, como el príncipe de los cuentos que vuelve a la vida a su bella y particular durmiente. Le había extraído hasta lo más íntimo de su esencia y, sin embargo, él lo sabía, todavía podían ir más lejos. Así pues, la Pantera revivió en esa tibieza en la que aún descansaba, lista para saltar con él a donde él quisiera llevar.
Se deslizó suavemente dentro de ella, para dejarla abrazarlo con la calidez de su cuerpo, ahora agitado y ardiente; no la embistió con violencia, sino que dejó que ella le mostrara el ritmo de sus pasiones, y él, obediente y tranquilo, se amoldó a sus formas, a su cadencia, a sus gemidos y a sus placeres. Se contagió rápido de su deseo, de su desesperación y la acompañó en los jadeos que ahora los dos compartían a una misma vez porque era verdad irrevocable que se habían convertido en un solo cuerpo. Y la miró con ojos nuevos y pensó, como una idea que escapaba contra su voluntad consciente, que quizás –sólo quizás– en su futuro podía haber algo más que sólo venganza y muerte.
Fue entonces que Emerick sonrió, ya no la sonrisa cruel de la victoria en combate, sino ese gesto tranquilo y gentil, cargado de calidez y emoción, entregado a un sentimiento que no sabía que aún podía experimentar. Era como si, por fin, tantas horas y días y meses después, la fría escarcha de su corazón empezara a caer, como si ese invierno hostil y crudo en que había caído desde la muerte de Lucius finalmente hubiera decidido llegar a su fin. No fue un chispazo ni una revelación; ni siquiera estaba seguro de poder amarla alguna vez, pero era cierto que, por segunda vez en su vida, era Jîldael quien lo traía de vuelta a la vida, que golpeaba a su corazón para obligarlo a seguir latiendo, que le daba una luz, minúscula pero suficiente, de esperanza en medio de esa inmensa obscuridad en que se creyó para siempre condenado.
Y de pronto, sin aviso ni premeditación, sintió un pequeño dolor en su corazón, una emoción para la cual no tuvo palabras, ni gestos; fue una punzada, apenas imperceptible, que lo hizo detenerse durante unos segundos, para clavar su mirada en la de la Felina, como si ella pudiera darle respuesta alguna, como si, por el solo hecho de mirarla, pudiera entender qué le sucedía. Mas, para su sorpresa, ella también se había detenido y lo miraba con la misma perpleja expresión. Jîldael cedió primero a la estupefacción y le dijo esas palabras ya tantas veces dichas; una frase que había oído y dicho él mismo en incontables ocasiones y que, no obstante, le sonaron extrañas y nuevas. Y otro pequeño y doloroso latido en su pecho (no supo si de culpa o de redención) le atenazó la garganta y le robó cualquier cosa que él hubiera querido decir. No fue necesario, sin embargo, que él dijera nada, pues la Del Balzo no daba espacios ni treguas y volvía a su amoroso ataque, besándole con ansias nuevas, moviendo otra vez sus caderas, arañándole la espalda nuevamente, dejando en su piel infinitas marcas de su presencia, de su pertenencia y de su posesión.
Así pues, Emerick tampoco se estuvo quieto; ya no podía reprimir más el fuego, propio de los Lobos, que ahora lo empujaba a ese lugar más allá de la muerte, más allá de la consciencia y de la culpa y de la verdad. Se perdió en ese espacio infinito en que todo era simplemente la sensación impetuosa de su piel contra la piel de ella. Podría haberse vuelto loco en ese caos que eran ahora su cuerpo, su pensamiento y su alma, pero la Cambiante no lo dejó; lo mantuvo a salvo con sus caricias, con su mirada –que a ratos escondía tras los párpados, cuando el deseo parecía matarla–, con su voz cada vez más grave y más intensa. El Lobo no estuvo quieto y también la marcó como suya; le jaló los cabellos, le mordió el labio una y otra vez, al tiempo que la gentileza quedaba atrás y el vaivén de su cuerpo demandaba más ímpetu y velocidad, más fuerza, más violencia, más finitud.
No podría decir el Licántropo que eso fuera amor… Pero se pareció mucho cuando ella gritó su nombre y se amarró a él y le mordió el cuello y le enterró las uñas y, finalmente, cayó totalmente perdida en sus brazos, cuando él mismo moría en sus labios y en su cuerpo y se derramaba dentro de ella, presa de un orgasmo violento y universal…
Casi –casi– le creyó que sí lo era.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“Sólo es capaz de realizar los sueños el que, cuando llega la hora, sabe estar despierto.”
León Daudí.
León Daudí.
Una verdad irrefutable era que Jîldael no había sido mujer de un solo hombre. Tampoco era mentira que cada una de esas veces en que se entregó a otro se había sentido enamorada y había pensado que era para siempre. Por eso, incluso, había estado a punto de comprometerse en matrimonio. Pero ahora, en esos instantes en que se entregaba a Emerick y lo recibía dentro de sí, Jîldael estaba a punto de descubrir una cosa más, que la cambiaría para siempre.
El ritmo de sus cuerpos, ahora un solo ritmo, parecía una suave barca que, mecida por el lago, se aventuraba ahora en la violencia inaudita de un bravo mar. Al principio, por supuesto, habían existido caricias y miradas cómplices; se habían acostumbrado la una al cuerpo del otro, sin apuros, con la paciencia propia de quienes han encontrado su refugio y su destino. Emerick memorizó de ella cada curva de su cuerpo, cada punto sensible en donde una cosquilla la retorcía o donde un suspiro se le escapaba. A su vez, la joven aprendió a arañarle en la medida justa en que el dolor y el placer fueran uno; descubrió los recovecos del cuerpo masculino; dónde besarlo, dónde morderlo, dónde descansar su mano y que todo ello fuera motivo de placer y de fuego cada vez más vivo. Así, pues, el movimiento lánguido poco a poco se quedó atrás y dio paso a embestidas más fuertes, a gemidos más profundos, a movimientos más veloces; se arquearon juntos, embebidos de placer y cariño.
Y en todo momento, ella se esforzó por no dejar de mirarlo, por entregarle todo de sí, no sólo su cuerpo, no sólo su corazón, sino también y sobre todo su alma. Y en ese fuego desatado, en ese océano desconocido, ambos vagaron juntos en la profundidad de sus emociones tan intensas que no podían expresarse de otro modo que no fuera la entrega de sus cuerpos y de sus almas. Y así la fuerza del deseo se hizo incontenible para esos cuerpos mortales, y se desbordó en un estallido orgásmico que, quizás, era muy parecido a uno estelar; quizás eso eran las estrellas a fin de cuentas; una extensión de las almas mortales que, de vez en vez, se rebasaban de placer. Quizás, en ese mismo instante, en alguna parte de ese universo infinito que ahora les contemplaba amarse, una estrella moría junto con ellos y, así como el alma de la Cambiante, estallaba en una explosión terrible y cataclísmica, sólo para que la Felina pudiera sobrevivir a semejantes emociones.
Gritó el nombre de Emerick y el llanto de la felicidad pareció marcharse por entre sus ojos, pero ella lo retuvo, para que su corazón no muriera y su alma no escapara. Lo mordió, le enterró las uñas y contuvo su cuerpo contra él, mientras se batía en una oleada de estertores que no se sometían a su voluntad. Al mismo tiempo, el Lobo moría con ella, derramándose en su interior, rugiendo su deseo, y abandonándose entre sus brazos, mientras el fuego terminaba de consumirlos y, poco a poco, retornaban de ese lugar al que sólo podían llegar juntos y volvían a la consciencia de sus cuerpos y de la habitación que los cobijaba. Fue ella la primera en rendirse, vencida por la fuerza de sus emociones.
Sintió como si cayera violentamente dentro de sí misma, al tiempo que las fuerzas de su cuerpo parecían irse lejos de ella, robándole la voluntad y el dominio que hasta entonces tenía. Emerick la sostuvo con amorosa diligencia, la acogió en sus brazos y la acunó con suma gentileza hasta el momento en que la joven tuvo la voluntad de su lado y abrió los ojos para mirarlo. No había sido consciente de que él se hubiera sentado y que la hubiera acomodado para acunarla, mucho menos se dio cuenta del momento en que él la había cubierto con las sábanas para que su cuerpo no perdiera el calor. Una cálida sonrisa cruzaba el rostro del Lobo, quien demostraba así su tranquila felicidad. El escocés le acarició el rostro y le besó la frente, al tiempo que la apretaba contra sí mismo, para luego volver a mirarla.
— No hemos muerto. — musitó Jîldael, con una suave sonrisa, en correspondencia con sus sentimientos.
Una suave carcajada se le escapó a él, que negó con la cabeza, mientras se deslizaba entre las mantas para quedar acostado junto a ella. Ahora era el turno de Jîldael de cobijarlo, mientras él se acomodaba en su pecho y, lentamente, se hundía en un sueño tranquilo y, por fin, reparador.
Y entonces, ella descubrió qué era lo diferente.
Todos los otros hombres de su vida habían sido puertos seguros; ella comprendía cómo pensaban y cómo actuaban; no había grandes sorpresas, pero tampoco grandes temores. Siempre había caminado sobre terreno seguro, siempre se había protegido para caer de pie. Había amado dejando siempre una puerta de escape, un lugar de seguridad al que ella pudiera huir cuando las cosas fueran mal; había sido sorprendida en más de una ocasión, por la muerte y el abandono, pero había sobrevivido precisamente porque se había asegurado de no perecer.
Pero no podía actuar así con el Lobo que ahora dormía en su pecho. Con él, nunca podía adivinar, ni podía protegerse. Emerick era un alfa que no se sometía, que no conocía de convenciones ni aceptaba protocolos. Amarlo era dar un salto ciego, amparado únicamente en su amor por él, que la impelía a seguirlo y a protegerlo a costa de sí misma. Entendía los motivos de su Maestre, que hubiera querido para ella un camino diferente; Charles la había protegido durante tantos años que no esperaba otra cosa para ella que un hombre que le diera seguridad y la cuidara cuando él faltase. Entendía la desazón del Can, ahora que ella elegía lo desconocido e indomable…
Pero Jîldael no quería vivir de otro modo; no podría concebir nunca más después de esa noche un camino que no fuera junto con el camino del Boussingaut. Caminaría junto a él el tiempo que fuera necesario, por los senderos que fueran necesarios. Por fin, ya no tenía miedo, aun cuando había comprobado en ese día eterno la oscuridad insondable del alma de Emerick y de cuánto podía lastimarla si él se sentía herido. Y, aún así, ya no tenía miedo.
Y con ese sentimiento de verdadera paz, se durmió entre los brazos del hombre con el que ahora compartía su lecho.
Y fue ese hombre, precisamente, quien apareció en sus sueños que, después de tanto tiempo, volvían a ser dulces y felices.
***
El ritmo de sus cuerpos, ahora un solo ritmo, parecía una suave barca que, mecida por el lago, se aventuraba ahora en la violencia inaudita de un bravo mar. Al principio, por supuesto, habían existido caricias y miradas cómplices; se habían acostumbrado la una al cuerpo del otro, sin apuros, con la paciencia propia de quienes han encontrado su refugio y su destino. Emerick memorizó de ella cada curva de su cuerpo, cada punto sensible en donde una cosquilla la retorcía o donde un suspiro se le escapaba. A su vez, la joven aprendió a arañarle en la medida justa en que el dolor y el placer fueran uno; descubrió los recovecos del cuerpo masculino; dónde besarlo, dónde morderlo, dónde descansar su mano y que todo ello fuera motivo de placer y de fuego cada vez más vivo. Así, pues, el movimiento lánguido poco a poco se quedó atrás y dio paso a embestidas más fuertes, a gemidos más profundos, a movimientos más veloces; se arquearon juntos, embebidos de placer y cariño.
Y en todo momento, ella se esforzó por no dejar de mirarlo, por entregarle todo de sí, no sólo su cuerpo, no sólo su corazón, sino también y sobre todo su alma. Y en ese fuego desatado, en ese océano desconocido, ambos vagaron juntos en la profundidad de sus emociones tan intensas que no podían expresarse de otro modo que no fuera la entrega de sus cuerpos y de sus almas. Y así la fuerza del deseo se hizo incontenible para esos cuerpos mortales, y se desbordó en un estallido orgásmico que, quizás, era muy parecido a uno estelar; quizás eso eran las estrellas a fin de cuentas; una extensión de las almas mortales que, de vez en vez, se rebasaban de placer. Quizás, en ese mismo instante, en alguna parte de ese universo infinito que ahora les contemplaba amarse, una estrella moría junto con ellos y, así como el alma de la Cambiante, estallaba en una explosión terrible y cataclísmica, sólo para que la Felina pudiera sobrevivir a semejantes emociones.
Gritó el nombre de Emerick y el llanto de la felicidad pareció marcharse por entre sus ojos, pero ella lo retuvo, para que su corazón no muriera y su alma no escapara. Lo mordió, le enterró las uñas y contuvo su cuerpo contra él, mientras se batía en una oleada de estertores que no se sometían a su voluntad. Al mismo tiempo, el Lobo moría con ella, derramándose en su interior, rugiendo su deseo, y abandonándose entre sus brazos, mientras el fuego terminaba de consumirlos y, poco a poco, retornaban de ese lugar al que sólo podían llegar juntos y volvían a la consciencia de sus cuerpos y de la habitación que los cobijaba. Fue ella la primera en rendirse, vencida por la fuerza de sus emociones.
Sintió como si cayera violentamente dentro de sí misma, al tiempo que las fuerzas de su cuerpo parecían irse lejos de ella, robándole la voluntad y el dominio que hasta entonces tenía. Emerick la sostuvo con amorosa diligencia, la acogió en sus brazos y la acunó con suma gentileza hasta el momento en que la joven tuvo la voluntad de su lado y abrió los ojos para mirarlo. No había sido consciente de que él se hubiera sentado y que la hubiera acomodado para acunarla, mucho menos se dio cuenta del momento en que él la había cubierto con las sábanas para que su cuerpo no perdiera el calor. Una cálida sonrisa cruzaba el rostro del Lobo, quien demostraba así su tranquila felicidad. El escocés le acarició el rostro y le besó la frente, al tiempo que la apretaba contra sí mismo, para luego volver a mirarla.
— No hemos muerto. — musitó Jîldael, con una suave sonrisa, en correspondencia con sus sentimientos.
Una suave carcajada se le escapó a él, que negó con la cabeza, mientras se deslizaba entre las mantas para quedar acostado junto a ella. Ahora era el turno de Jîldael de cobijarlo, mientras él se acomodaba en su pecho y, lentamente, se hundía en un sueño tranquilo y, por fin, reparador.
Y entonces, ella descubrió qué era lo diferente.
Todos los otros hombres de su vida habían sido puertos seguros; ella comprendía cómo pensaban y cómo actuaban; no había grandes sorpresas, pero tampoco grandes temores. Siempre había caminado sobre terreno seguro, siempre se había protegido para caer de pie. Había amado dejando siempre una puerta de escape, un lugar de seguridad al que ella pudiera huir cuando las cosas fueran mal; había sido sorprendida en más de una ocasión, por la muerte y el abandono, pero había sobrevivido precisamente porque se había asegurado de no perecer.
Pero no podía actuar así con el Lobo que ahora dormía en su pecho. Con él, nunca podía adivinar, ni podía protegerse. Emerick era un alfa que no se sometía, que no conocía de convenciones ni aceptaba protocolos. Amarlo era dar un salto ciego, amparado únicamente en su amor por él, que la impelía a seguirlo y a protegerlo a costa de sí misma. Entendía los motivos de su Maestre, que hubiera querido para ella un camino diferente; Charles la había protegido durante tantos años que no esperaba otra cosa para ella que un hombre que le diera seguridad y la cuidara cuando él faltase. Entendía la desazón del Can, ahora que ella elegía lo desconocido e indomable…
Pero Jîldael no quería vivir de otro modo; no podría concebir nunca más después de esa noche un camino que no fuera junto con el camino del Boussingaut. Caminaría junto a él el tiempo que fuera necesario, por los senderos que fueran necesarios. Por fin, ya no tenía miedo, aun cuando había comprobado en ese día eterno la oscuridad insondable del alma de Emerick y de cuánto podía lastimarla si él se sentía herido. Y, aún así, ya no tenía miedo.
Y con ese sentimiento de verdadera paz, se durmió entre los brazos del hombre con el que ahora compartía su lecho.
Y fue ese hombre, precisamente, quien apareció en sus sueños que, después de tanto tiempo, volvían a ser dulces y felices.
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”Dos cosas contribuyen a avanzar: ir más deprisa que los otros o ir por el buen camino.”
René Descartes
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Pasión, deseo… ¿amor?
Le hubiese gustado saberlo, saber con exactitud cuantos y que sentimientos convergían en su pecho durante aquel acto que por primera vez realizaba con entrega hacia la Pantera y no como un modo de desatar su propia rabia y castigarla con ello. Fue tierno y fue fiero en la misma medida, incluso cuando todo hubo acabado y Jîldael cayó rendida en sus brazos. Si no fuese porque su respiración estaba agitada y la felicidad estaba sosteniendo aún el brillo de sus ojos, Emerick había pensado que a la felina le habría pasado algo.
Le dejó suavemente sobre la cama y le arropó lo suficiente para que no se le helase el cuerpo, ni tampoco muriese de calor, por lo que cuando ella por fin habló, diciéndole que no habían muerto, la carcajada tuvo que salir de su boca, antes de negar con la cabeza y acostarse junto a ella.
Por un momento se dedicó a mirar el techo, simplemente buscando la tranquilidad que le permitiese volver a acompasar su respiración. Entonces cerró los ojos, no para dormir, sino para pensar, por primera vez en aquella tarde podía darse el tiempo para hacerlo, por primera vez no estaba batallando, arriesgando su vida o dando una nueva lucha entre las sabanas.
Abrazó a Jîldael y le besó la sien, mientras ésta se quedaba dormida y él se quedaba con ese gusto agridulce en la boca que le provocaba el haberla disfrutado, después de todo lo pasado, después de los desazones, después de Lucius.
Lucius…
Fue inevitable que su hermoso rostro llegase a sus pensamientos, que por un segundo desease que fuese Jîldael la que se hubiese muerto y la rubia estuviese aún a su lado, pero no… ese sería un pensamiento que, sin importar cuanto se repitiese en su mente, jamás saldría por su boca. Lamentablemente, su corazón seguía latiendo por las sombras del pasado, mientras su cabeza debía que debía vivir en la niebla del presente.
Se levantó con cuidado de no despertar a la Pantera y fue a beber un poco de agua, como si tuviese la esperanza de que lo físico lavase el agridulce de su boca seca. Bebió uno y dos vasos y se fue a mirar por la ventana, viendo a través de ella la sonrisa tétrica de la Luna que amenazaba con un día menos para su tortura mensual, por lo que decidió finalmente ignorarle y regresar al lecho compartido en donde acarició suavemente la espalda de la felina y finalmente se quedó dormido aún con sus dedos sobre ésta.
*******
Los rayos del sol comenzaron a penetrar tímidamente por la ventana y Emerick despertó abriendo los ojos lentamente, viendo delante de sí los oscuros cabellos de la Cambiante. Un nuevo sentimiento mezcla de culpa y de bienestar le llenó los pulmones antes de que lo hiciera el aire, por lo que se giró sobre su propia espalda y se puso de pie, buscando su ropa para poder vestirse, sintiendo como la Pantera también comenzaba a moverse.
—Buenos días.
Le saludó con una sonrisa desde los pies de la cama y se puso de pie para abotonarse los pantalones y agacharse a recoger su camisa. Ya con los tenues rayos de sol, su piel dejaba en evidencia el paso de la batalla y las cicatrices que le había dejado la enseñanza. Hacía un año o algo más, que Jîldael le había visto desnudo, como un verdadero noble, sin marca alguna sobre su piel, pero ese mismo año se había encargado de lavar la perfección del Duque para dejarle ahí al guerrero, aquel Líder de la Alianza que había luchado cara a cara con la muerte en innumerables ocaciones.
Emerick le regresó la mirada y se puso la camisa antes de acercarse a ella y arrodillarse sobre la cama para besarla en los labios.
—Nos tenemos que ir… —le miró a los ojos —Comeremos algo y empacaremos lo necesario para salir antes de medio día. No creo que tarden demasiado en encontrar el cadáver del Visconti.
Respiró profundo, sabía que aquello podía ser aún un tema delicado para Jîldael, lo había notado la noche anterior cuando él llegó a casa trayendo la fatídica noticia desbordándose por su labios, con un poco de sabor a triunfo y una pizca de olor a muerte.
—Lo siento.
Se disculpó tal y como hubiera hecho la noche anterior. Lo lamentaba, no por el noble, sino por ella, por hacerle daño… una vez más.
Le hubiese gustado saberlo, saber con exactitud cuantos y que sentimientos convergían en su pecho durante aquel acto que por primera vez realizaba con entrega hacia la Pantera y no como un modo de desatar su propia rabia y castigarla con ello. Fue tierno y fue fiero en la misma medida, incluso cuando todo hubo acabado y Jîldael cayó rendida en sus brazos. Si no fuese porque su respiración estaba agitada y la felicidad estaba sosteniendo aún el brillo de sus ojos, Emerick había pensado que a la felina le habría pasado algo.
Le dejó suavemente sobre la cama y le arropó lo suficiente para que no se le helase el cuerpo, ni tampoco muriese de calor, por lo que cuando ella por fin habló, diciéndole que no habían muerto, la carcajada tuvo que salir de su boca, antes de negar con la cabeza y acostarse junto a ella.
Por un momento se dedicó a mirar el techo, simplemente buscando la tranquilidad que le permitiese volver a acompasar su respiración. Entonces cerró los ojos, no para dormir, sino para pensar, por primera vez en aquella tarde podía darse el tiempo para hacerlo, por primera vez no estaba batallando, arriesgando su vida o dando una nueva lucha entre las sabanas.
Abrazó a Jîldael y le besó la sien, mientras ésta se quedaba dormida y él se quedaba con ese gusto agridulce en la boca que le provocaba el haberla disfrutado, después de todo lo pasado, después de los desazones, después de Lucius.
Lucius…
Fue inevitable que su hermoso rostro llegase a sus pensamientos, que por un segundo desease que fuese Jîldael la que se hubiese muerto y la rubia estuviese aún a su lado, pero no… ese sería un pensamiento que, sin importar cuanto se repitiese en su mente, jamás saldría por su boca. Lamentablemente, su corazón seguía latiendo por las sombras del pasado, mientras su cabeza debía que debía vivir en la niebla del presente.
Se levantó con cuidado de no despertar a la Pantera y fue a beber un poco de agua, como si tuviese la esperanza de que lo físico lavase el agridulce de su boca seca. Bebió uno y dos vasos y se fue a mirar por la ventana, viendo a través de ella la sonrisa tétrica de la Luna que amenazaba con un día menos para su tortura mensual, por lo que decidió finalmente ignorarle y regresar al lecho compartido en donde acarició suavemente la espalda de la felina y finalmente se quedó dormido aún con sus dedos sobre ésta.
*******
Los rayos del sol comenzaron a penetrar tímidamente por la ventana y Emerick despertó abriendo los ojos lentamente, viendo delante de sí los oscuros cabellos de la Cambiante. Un nuevo sentimiento mezcla de culpa y de bienestar le llenó los pulmones antes de que lo hiciera el aire, por lo que se giró sobre su propia espalda y se puso de pie, buscando su ropa para poder vestirse, sintiendo como la Pantera también comenzaba a moverse.
—Buenos días.
Le saludó con una sonrisa desde los pies de la cama y se puso de pie para abotonarse los pantalones y agacharse a recoger su camisa. Ya con los tenues rayos de sol, su piel dejaba en evidencia el paso de la batalla y las cicatrices que le había dejado la enseñanza. Hacía un año o algo más, que Jîldael le había visto desnudo, como un verdadero noble, sin marca alguna sobre su piel, pero ese mismo año se había encargado de lavar la perfección del Duque para dejarle ahí al guerrero, aquel Líder de la Alianza que había luchado cara a cara con la muerte en innumerables ocaciones.
Emerick le regresó la mirada y se puso la camisa antes de acercarse a ella y arrodillarse sobre la cama para besarla en los labios.
—Nos tenemos que ir… —le miró a los ojos —Comeremos algo y empacaremos lo necesario para salir antes de medio día. No creo que tarden demasiado en encontrar el cadáver del Visconti.
Respiró profundo, sabía que aquello podía ser aún un tema delicado para Jîldael, lo había notado la noche anterior cuando él llegó a casa trayendo la fatídica noticia desbordándose por su labios, con un poco de sabor a triunfo y una pizca de olor a muerte.
—Lo siento.
Se disculpó tal y como hubiera hecho la noche anterior. Lo lamentaba, no por el noble, sino por ella, por hacerle daño… una vez más.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“El futuro tiene muchos nombres. Para los débiles es lo inalcanzable. Para los temerosos, lo desconocido. Para los valientes es la oportunidad.”
Victor Hugo.
Victor Hugo.
Soñaba algo la Pantera, justo en ese momento; nunca recordaría qué, aunque a menudo, con el paso de los años, volviera a ese momento para obligar a su memoria a capturar lo etéreo, lo inalcanzable. Lo único que retuvo de ese fugaz y feliz momento fue el color de la luz, atrapado en incontables gotitas suspendidas en el aire de ese lugar que amaba sin haber visto jamás.
Pestañeó una, dos veces, y la imagen efímera murió con el suspiro de sus labios, al comprender que aquél no había sido más que un sueño; probablemente tan hermoso como huidizo. Aunque la nostalgia que llegaría a sentir en los años venideros siempre le oprimiese en las sombras de ese sueño fatuo, lo que en su presente la distrajo de todo anhelo fue, precisamente, la presencia del Lobo frente a ella; Jîldael no tuvo oportunidad, una sonrisa tonta se le escapó de los labios nada más verlo, al tiempo que él le miraba con gentileza y le daba la bienvenida a la nueva jornada.
Entonces esa pequeña burbuja de felicidad, nacida en ese sueño fantasma, refugiada en su pecho como una polizonte, simplemente se rompió en el acto en que comprendió lo que Emerick estaba haciendo. Y la joven lo sabía; no había tiempo para fruslerías cursis. Ellos apenas se habían reencontrado la jornada anterior y, sin embargo, en unas cuantas horas (terribles, infinitas) habían trastocado su mundo para siempre.
Emerick delatando su existencia a los enemigos, Jîldael tomando partido junto a quien hubiere sido el temible Ramandú. Ambos habían cambiado durante ese último año, de ello daban cuenta sobre todo las marcas del cuerpo del Duque, pero, para la Felina, nada había sido tan dramático como la jornada anterior, excepto quizás la muerte de su hijo. Un vacío le encogió el pecho y un escalofrío yerto sacudió su espalda. Una culpa tremenda, que nunca le diría a él, la carcomió por dentro; había sido la primera noche en que su último pensamiento no había sido para su hijo; había sido la primera vez que la palabra venganza no fue lo último que susurró antes de dormir y lo primero que pensara antes de despertar. Temió, de golpe, olvidar a Demian y se estremeció, perdida.
Afuera, en ese otro mundo, Emerick la miraba con cierta aflicción, muy diferente a su propia y secreta angustia.
—Nos tenemos que ir…— se explicó, abatido.
Por supuesto. Ahora eran fugitivos. Ahora ella volvía a ser fugitiva. Allí estaba ese otro fantasma, cuya sangre también alcanzara sus manos, aunque ella no le hubiese matado. Asintió a las palabras del Boussingaut, de manera mecánica, casi indiferente. Empezaba a acostumbrarse a dejar un regadero de sangre tras de sí, desde la muerte de su padre.
Jean, Jean… ¿Tan grande vuestro odio?…
Escuchó que el Lobo se disculpaba; se lo agradeció, pero no pudo responderle; una parte de sí se sentía una vil traidora, porque incluso en ese momento de su mañana, sabiendo cómo habían acontecido las cosas el día anterior, ella todavía agradecía al Cielo que fuera el escocés (y no el ruso) quien volviera a sus brazos al final de esa tormentosa jornada. Había querido al Visconti, por supuesto que sí. Pero, ¿cómo podría explicarle alguna vez a su propia razón lo que para ella hubiera sido la muerte de Emerick? Ni siquiera el propio Duque dimensionaba los alcances que su muerte habría tenido para el destino de la Del Balzo.
La Pantera suspiró, incapaz de hablar (pues el nudo le cogía la garganta, feroz) y, con su desnudez digna y libre, se dirigió hacia su cuarto de vestir; sin embargo, no fue ropa lo primero que buscó, sino las suaves cortinas de gasa que filtraban los dorados rayos del sol a esa hora de la mañana. La joven se apoyó contra la ventana, protegida la belleza de la piel por las cortinas a las que se abrazaba, mientras en ese segundo de paz miraba, quizás por última vez, aquéllos sus dominios que con tanto esfuerzo había recuperado, y que tan fácilmente volvía a soltar. Lyon era siempre así de fatídico, siempre así de fugaz. Como su sueño. Cuando parecía que podía habituarse a la vida de aristócrata, siempre había algo que la obligaba a salir corriendo, a volver la vista sobre su hombro, a preguntarse cuánto faltaría para que la Parca diese con su hilo y lo cortase.
Sabía que era inútil atormentarse con tales cuestiones… Y, sin embargo, ella se atormentaba… hasta que los pasos en el otro cuarto la trajeron de vuelta a su presente, tan incierto como feliz. Anidó ese frágil sentimiento de alegría, como se anida el tenue rayo de sol en invierno, con la esperanza de que sea un anuncio de primavera; no suspiró (¡pero cuánto quiso hacerlo!), por el contrario, sin demora, se dio a la tarea de escoger su atuendo. Otra vez, algo sencillo, nada de lujos, nada de hombres, nada llamativo. Un trajecito simple, propio de la esposa de algún mercader esforzado y sin mucha suerte; nada que llamase la atención de la Ley, nada que obligase a los otros a mirarla dos veces. Era cómodo su trajecito, por supuesto; pero era tan sencillo a la vez. Se miró frente al espejo, desnuda y observó, obsesiva, las cicatrices que el cuerpo empezaba a guardar para su recuerdo. Allí estaba la línea que iba desde su costado derecho hasta casi tocarle el corazón (era cierto que casi no se veía, pero ella siempre la encontraba), recuerdo de Astor y del día en que le arrebató a su hijo. Más abajo, todavía más pequeña e invisible, la marca con forma de medialuna, recuerdo del día en que su padre murió. En el cuello, cerca de su hombro, el rasguño del día en que se enteró de la muerte de Declan… Y, sobre todas ellas, la marca que el propio Emerick dejase sobre su piel, como una huella indeleble de todo cuando habían padecido el día anterior, como si la vida entera se hubiera contenido en esas pocas horas.
Ciertamente, no era el Duque el único que había cambiado. Jîldael también lo había hecho y ahora estaba a punto de firmar ese radical cambio haciendo algo que nunca antes habría tenido el valor de llevar a cabo. Por primera vez en su vida, se marcharía sin la protección de Charles.
Y entonces, todo cuanto ella había sido se rompió.
No lloró.
No gritó.
La joven Jîldael había muerto.
La mujer que era ahora tenía un rictus duro, una mirada negra, manos de acero, sangre helada en las venas… Y de ser fugitiva pasaría a convertirse en cazadora.
Esperaba que sus enemigos estuvieren listos. Esperaba, por el bien de ellos, que antelasen su venida.
Porque ella los golpearía con todo su poder. Desde dentro, como sólo un felino sabe desgarrar a su presa: desde el corazón de la Inquisición.
Con esa idea fija en su cabeza, olvidada de todo (incluso del hombre al otro lado de ese cuarto), deslizó sobre su cuerpo el que quizás fuera el último vestido que usaría en su vida.
***
Pestañeó una, dos veces, y la imagen efímera murió con el suspiro de sus labios, al comprender que aquél no había sido más que un sueño; probablemente tan hermoso como huidizo. Aunque la nostalgia que llegaría a sentir en los años venideros siempre le oprimiese en las sombras de ese sueño fatuo, lo que en su presente la distrajo de todo anhelo fue, precisamente, la presencia del Lobo frente a ella; Jîldael no tuvo oportunidad, una sonrisa tonta se le escapó de los labios nada más verlo, al tiempo que él le miraba con gentileza y le daba la bienvenida a la nueva jornada.
Entonces esa pequeña burbuja de felicidad, nacida en ese sueño fantasma, refugiada en su pecho como una polizonte, simplemente se rompió en el acto en que comprendió lo que Emerick estaba haciendo. Y la joven lo sabía; no había tiempo para fruslerías cursis. Ellos apenas se habían reencontrado la jornada anterior y, sin embargo, en unas cuantas horas (terribles, infinitas) habían trastocado su mundo para siempre.
Emerick delatando su existencia a los enemigos, Jîldael tomando partido junto a quien hubiere sido el temible Ramandú. Ambos habían cambiado durante ese último año, de ello daban cuenta sobre todo las marcas del cuerpo del Duque, pero, para la Felina, nada había sido tan dramático como la jornada anterior, excepto quizás la muerte de su hijo. Un vacío le encogió el pecho y un escalofrío yerto sacudió su espalda. Una culpa tremenda, que nunca le diría a él, la carcomió por dentro; había sido la primera noche en que su último pensamiento no había sido para su hijo; había sido la primera vez que la palabra venganza no fue lo último que susurró antes de dormir y lo primero que pensara antes de despertar. Temió, de golpe, olvidar a Demian y se estremeció, perdida.
Afuera, en ese otro mundo, Emerick la miraba con cierta aflicción, muy diferente a su propia y secreta angustia.
—Nos tenemos que ir…— se explicó, abatido.
Por supuesto. Ahora eran fugitivos. Ahora ella volvía a ser fugitiva. Allí estaba ese otro fantasma, cuya sangre también alcanzara sus manos, aunque ella no le hubiese matado. Asintió a las palabras del Boussingaut, de manera mecánica, casi indiferente. Empezaba a acostumbrarse a dejar un regadero de sangre tras de sí, desde la muerte de su padre.
Jean, Jean… ¿Tan grande vuestro odio?…
Escuchó que el Lobo se disculpaba; se lo agradeció, pero no pudo responderle; una parte de sí se sentía una vil traidora, porque incluso en ese momento de su mañana, sabiendo cómo habían acontecido las cosas el día anterior, ella todavía agradecía al Cielo que fuera el escocés (y no el ruso) quien volviera a sus brazos al final de esa tormentosa jornada. Había querido al Visconti, por supuesto que sí. Pero, ¿cómo podría explicarle alguna vez a su propia razón lo que para ella hubiera sido la muerte de Emerick? Ni siquiera el propio Duque dimensionaba los alcances que su muerte habría tenido para el destino de la Del Balzo.
La Pantera suspiró, incapaz de hablar (pues el nudo le cogía la garganta, feroz) y, con su desnudez digna y libre, se dirigió hacia su cuarto de vestir; sin embargo, no fue ropa lo primero que buscó, sino las suaves cortinas de gasa que filtraban los dorados rayos del sol a esa hora de la mañana. La joven se apoyó contra la ventana, protegida la belleza de la piel por las cortinas a las que se abrazaba, mientras en ese segundo de paz miraba, quizás por última vez, aquéllos sus dominios que con tanto esfuerzo había recuperado, y que tan fácilmente volvía a soltar. Lyon era siempre así de fatídico, siempre así de fugaz. Como su sueño. Cuando parecía que podía habituarse a la vida de aristócrata, siempre había algo que la obligaba a salir corriendo, a volver la vista sobre su hombro, a preguntarse cuánto faltaría para que la Parca diese con su hilo y lo cortase.
Sabía que era inútil atormentarse con tales cuestiones… Y, sin embargo, ella se atormentaba… hasta que los pasos en el otro cuarto la trajeron de vuelta a su presente, tan incierto como feliz. Anidó ese frágil sentimiento de alegría, como se anida el tenue rayo de sol en invierno, con la esperanza de que sea un anuncio de primavera; no suspiró (¡pero cuánto quiso hacerlo!), por el contrario, sin demora, se dio a la tarea de escoger su atuendo. Otra vez, algo sencillo, nada de lujos, nada de hombres, nada llamativo. Un trajecito simple, propio de la esposa de algún mercader esforzado y sin mucha suerte; nada que llamase la atención de la Ley, nada que obligase a los otros a mirarla dos veces. Era cómodo su trajecito, por supuesto; pero era tan sencillo a la vez. Se miró frente al espejo, desnuda y observó, obsesiva, las cicatrices que el cuerpo empezaba a guardar para su recuerdo. Allí estaba la línea que iba desde su costado derecho hasta casi tocarle el corazón (era cierto que casi no se veía, pero ella siempre la encontraba), recuerdo de Astor y del día en que le arrebató a su hijo. Más abajo, todavía más pequeña e invisible, la marca con forma de medialuna, recuerdo del día en que su padre murió. En el cuello, cerca de su hombro, el rasguño del día en que se enteró de la muerte de Declan… Y, sobre todas ellas, la marca que el propio Emerick dejase sobre su piel, como una huella indeleble de todo cuando habían padecido el día anterior, como si la vida entera se hubiera contenido en esas pocas horas.
Ciertamente, no era el Duque el único que había cambiado. Jîldael también lo había hecho y ahora estaba a punto de firmar ese radical cambio haciendo algo que nunca antes habría tenido el valor de llevar a cabo. Por primera vez en su vida, se marcharía sin la protección de Charles.
Y entonces, todo cuanto ella había sido se rompió.
No lloró.
No gritó.
La joven Jîldael había muerto.
La mujer que era ahora tenía un rictus duro, una mirada negra, manos de acero, sangre helada en las venas… Y de ser fugitiva pasaría a convertirse en cazadora.
Esperaba que sus enemigos estuvieren listos. Esperaba, por el bien de ellos, que antelasen su venida.
Porque ella los golpearía con todo su poder. Desde dentro, como sólo un felino sabe desgarrar a su presa: desde el corazón de la Inquisición.
Con esa idea fija en su cabeza, olvidada de todo (incluso del hombre al otro lado de ese cuarto), deslizó sobre su cuerpo el que quizás fuera el último vestido que usaría en su vida.
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 09/09/2011
Localización : Junto a mi Maestre... aquí o allá...
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”Comienza a manifestarse la madurez cuando sentimos que nuestra preocupación es mayor por los demás que por nosotros mismos.”
Albert Einstein
Albert Einstein
Jîldael apenas asintió con la cabeza en una actitud resignada y se puso de pie para marcharse a su propio vestidor. Emerick, al contrario de ella, se quedó sentado en la cama como si su destino no tuviese rumbo alguno. Pensaba y pensaba, el escocés, preocupado más que todo por el destino de la francesa, por si realmente sería capaz de cumplir con sus expectativas, de protegerla como ella merecía.
Mucho de lo que había dicho la noche anterior, había sido producto de la furia contenida hacia Charles, ese mismo al que había descubierto había sido su propio abuelo y, a quien creía, debía enfrentar una vez más a la hora en que bajaran las escaleras. Quizás se equivocaba, pero lo veía prácticamente un hecho.
Suspiró cansado, cansado de la batalla que llevaba acuestas y cansado de la que se le venía encima. Ambos sabían que no sería fácil, que tenían enemigos que no dejarían de buscarles y que de ahora en adelante debían dormir con un ojo abierto, atentos a cualquier cosa. Él, sin embargo, confiaba que lejos de Lyon las cosas fuesen mejores, confiaba que tal vez en Escocia encontrase la protección de su Ducado y de aquellos que aún eran sus aliados. Confiaba en sí mismo, en su astucia y su capacidad de liderazgo y las estrategias aprendidas, y de pronto… de pronto se sentía más aliviado.
Se puso de pie y terminó de ajustarse la ropa, antes de dirigirse al baño y lavarse el rostro para acabar de despertar a los ojos. Se acomodó el cabello y se miró al espejo, encontrando en su rostro tan diferente, y a la vez tan similar, al observado la última vez que se había mirado en uno de ellos. Sus facciones estaban intactas, el mismo azul de las olas seguía azotando sus ojos y el mismo color de piel le bañaba la silueta; pero él era distinto, su mirada era distinta, ya no era un rebelde, sino un fugitivo.
Intentó ignorar su nuevo rostro y se giró rápidamente para buscar la salida. Jîldael aún no regresaba a la recamara, por lo que Emerick miró por última vez a su cuarto y se dirigió hacia las escaleras en donde se asomó con cautela, antes de olisquear el aire, pues a esas alturas ya no confiaba ni en su propia sombra.
Al parecer, no había nuevos habitantes en aquella casona, no cazadores, ni tampoco enemigos. Bajó, de todos modos, observándolo todo, como si jamás hubiese visto la casa antes, o como si jamás se hubiese dado el tiempo de mirarla como entonces lo hacía. Fue así como llegó de regreso a la cocina, en donde la noche anterior hubiese comenzado la disputa. Por supuesto, ya nada estaba como le había dejado, el desorden se había limpiado y los criados preparaban el desayuno con premisa. Emerick les saludó con una educada reverencia y pasó a sentarse a la mesa, esta vez como un verdadero caballero.
—Esperaré por la Señora, gracias —dijo inmediatamente uno de los criados se acercó a atenderle.
Y fue entonces, que un aroma conocido le hizo volver a mirar a la puerta.
Mucho de lo que había dicho la noche anterior, había sido producto de la furia contenida hacia Charles, ese mismo al que había descubierto había sido su propio abuelo y, a quien creía, debía enfrentar una vez más a la hora en que bajaran las escaleras. Quizás se equivocaba, pero lo veía prácticamente un hecho.
Suspiró cansado, cansado de la batalla que llevaba acuestas y cansado de la que se le venía encima. Ambos sabían que no sería fácil, que tenían enemigos que no dejarían de buscarles y que de ahora en adelante debían dormir con un ojo abierto, atentos a cualquier cosa. Él, sin embargo, confiaba que lejos de Lyon las cosas fuesen mejores, confiaba que tal vez en Escocia encontrase la protección de su Ducado y de aquellos que aún eran sus aliados. Confiaba en sí mismo, en su astucia y su capacidad de liderazgo y las estrategias aprendidas, y de pronto… de pronto se sentía más aliviado.
Se puso de pie y terminó de ajustarse la ropa, antes de dirigirse al baño y lavarse el rostro para acabar de despertar a los ojos. Se acomodó el cabello y se miró al espejo, encontrando en su rostro tan diferente, y a la vez tan similar, al observado la última vez que se había mirado en uno de ellos. Sus facciones estaban intactas, el mismo azul de las olas seguía azotando sus ojos y el mismo color de piel le bañaba la silueta; pero él era distinto, su mirada era distinta, ya no era un rebelde, sino un fugitivo.
Intentó ignorar su nuevo rostro y se giró rápidamente para buscar la salida. Jîldael aún no regresaba a la recamara, por lo que Emerick miró por última vez a su cuarto y se dirigió hacia las escaleras en donde se asomó con cautela, antes de olisquear el aire, pues a esas alturas ya no confiaba ni en su propia sombra.
Al parecer, no había nuevos habitantes en aquella casona, no cazadores, ni tampoco enemigos. Bajó, de todos modos, observándolo todo, como si jamás hubiese visto la casa antes, o como si jamás se hubiese dado el tiempo de mirarla como entonces lo hacía. Fue así como llegó de regreso a la cocina, en donde la noche anterior hubiese comenzado la disputa. Por supuesto, ya nada estaba como le había dejado, el desorden se había limpiado y los criados preparaban el desayuno con premisa. Emerick les saludó con una educada reverencia y pasó a sentarse a la mesa, esta vez como un verdadero caballero.
—Esperaré por la Señora, gracias —dijo inmediatamente uno de los criados se acercó a atenderle.
Y fue entonces, que un aroma conocido le hizo volver a mirar a la puerta.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“{…} desde entonces, querido mío, tres de cada cinco Hombres cabales siempre han arrojado objetos contra el Gato cuando se topaban con él y todos los Perros cabales lo han perseguido, obligándolo a trepar a los árboles. Pero el Gato también ha cumplido su parte del trato. Ha matado Ratones y se ha portado bien con los Bebés mientras estaba en casa, siempre que no le tirasen del rabo con demasiada fuerza. Pero una vez cumplidas sus obligaciones y en sus ratos libres, es el Gato que camina solo y a quien no le importa estar aquí o allá, y si miras por la ventana de noche lo verás meneando su salvaje rabo y andando sin más compañía que su salvaje soledad... como siempre lo ha hecho…”
Rudyard Kipling. El gato que caminaba solo
Rudyard Kipling. El gato que caminaba solo
La mujer se vistió con tranquilidad; había decidido tomarse su tiempo pues su instinto le advertía que difícilmente volvería a tener esa despreocupada paz en su futuro inmediato. Escogió con calma los zapatos y se decidió por un par que, no siendo especialmente bonito, era resistente y cómodo; justo lo que necesitaría si debía huir a pie.
Luego, depositó la mirada sobre el reflejo que la observaba desde el otro lado. Allí continuaba esa expresión dura, determinada. Por supuesto, no había sido su imaginación. Ella había cambiado; fue entonces que se le ocurrió; era necesario hacer una cosa más.
Buscó en el cajón del tocador, hasta que dio con el instrumento, cuyo filo apoyó contra la mejilla derecha. Respiró hondo y, de un veloz movimiento, hizo el corte. Los restos cayeron al suelo, decorándolo con formas desconocidas, como si fueran la representación de una curiosa prueba de Roschard.
Jîldael despegó la vista morbosa desde el suelo y volvió a mirarse. Su cabello, que no había cortado desde la muerte de su padre ahora apenas le pasaba tres o cuatro dedos debajo del hombro. Sonrió, fría, mientras se recogía la cabellera en una sencilla trenza y la sujetaba con un trozo de tela basta. Tuvo la tentación de usar su perfume de siempre, pero resistió. Ya de por sí era demasiado difícil borrar su propio aroma; no necesitaba más complicaciones.
La mujer de mirada dura salió de su cuarto, sin detenerse a extrañarlo, con paso firme se dirigió al comedor, para dar las últimas indicaciones, pero las palabras murieron en sus labios cuando vio a Emerick sentado frente a ella, con actitud de espera.
— No tengo intenciones de desayunar. — le dijo escuetamente, sin quitarle la mirada de los ojos. Aunque no llegó a decirlo en voz alta, le parecía (y la pose de su cuerpo lo delataba) que era una pérdida de tiempo quedarse a comer cuando todavía contaban con la ventaja del anonimato. Vio la perplejidad en la mirada del Lobo y entonces ella también se sintió confundida.
¿Acaso no les esperaba un largo viaje hasta la costa norte de Francia? ¿Acaso no había pensado Emerick que ahora, además de huir de la Inquisición, también debían escapar de aquellos leales a Valentino? Jîldael sentía que él estaba siendo imprudente… o no le estaba contando todo su plan. Sin embargo, tampoco llegó a encararlo a causa de estas dudas, pues una de las criadas le interrumpió justo en ese momento:
— Niña… —
— Señora. — la corrigió ella, con voz firme y molesta. La sirvienta le observó, sorprendida, como si fuera otra persona la que tuviera frente a ella, no la joven de quien cuidase tantas veces antes. Jîldael sintió que le debía una explicación — Mi padre ha muerto hace mucho y me temo que Charles ya no puede hacerse cargo de mis asuntos. Eso me convierte en la Señora de esta casa. — se explicó, con mayor amabilidad esta vez.
Ciertamente, Jîldael sentía que no era la misma, que el tiempo de las lágrimas y la desesperación habían quedado atrás y que no tenían cabida en su nueva vida, pero nada de eso le impedía ser amable y agradecida con las personas que le fueron leales en la adversidad y que habían cuidado de ella y de su patrimonio. Les había prometido a todos vengarse de los asesinos de su padre, recuperar el esplendor de la Casa Del Balzo y asegurarles a ellos una vida tranquila y segura. Pero no había podido cumplir ninguna de sus promesas. Ahora, sin embargo, esperaba que fuese diferente, pero, para ello, debía empezar a comportarse como quien era: la heredera de Jean.
Una punzada en el pecho la molestó durante unos segundos, pero se repuso sin mayores inconvenientes. Había decidido ser la Señora justo en el momento en que los abandonaba. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Si no se marchaba, moriría. Miró a Emerick, en cuyos ojos ahogó a sus propios ojos; allí estaba ese azul obscuro y temible, cuya infinitud le daba paz.
— Señora — repitió la criada, sumisa — El Maestre Noir dejó esta nota para vuestra merced. Dijo que sólo debíamos entregarla en vuestras manos y así he cumplido. — agregó, al tiempo que extendía un sobre hacia la joven Felina.
La Pantera recogió el papel y extrajo el escrito que había dentro, en el momento en que los mozos ingresaban al comedor. Agitó la mano, indiferente, como gesto de asentimiento para el permiso tácito de presentar el desayuno. Pronto hubo sobre la mesa varias charolas de distinto tamaño; Había un gran jarro de café y otro de igual tamaño contenía leche fresca; una de las bandejas desbordaba de frutas, mientras el olor del pan recién horneado inundaba el lugar. No tardaron los cuencos con mantequilla recién batida, mermeladas y trozos de carne ahumada de la noche anterior. Era, claro, un banquete que Jîldael no degustaría en mucho tiempo. Y, sin embargo, apenas si probó alguna cosa de todo cuanto había frente a ella. Lo único que pudo distraerla de la momentánea tensión fue la presencia de Gaspard.
El niño se le acercó con la confianza de siempre y la abrazó, a cuyo saludo Jîldael respondió con el mismo íntimo afecto. Le acarició el cabello, le preguntó cómo iban los estudios y dejó que él le acomodara la silla a la cabecera de la mesa en donde accedió a sentarse. Quizás empezaba a entender un poco a Emerick; quizás Emerick había acudido al comedor sin otra intención que comer, pero para ella era la despedida de todas esas leales personas. Era, quizás, la última vez que viera a Gaspard. Y le agradeció al Duque no haberse ido sin esa última comida. Dejó la carta de Charles a su izquierda y se concentró, al menos por unos minutos, en los varones de esa sala. Le contó a Emerick acerca de Gaspard y cómo él y su madre habíanse librado de la muerte gracias a Jean. Miró al muchacho con afecto maternal y se alegró de que ya se estuviera convirtiendo en un jovencito. Sentía algo de alivio el saber que ya podría defenderse.
Mientras Emerick cruzaba algunas palabras con Gaspard (y éste le preparaba un café con leche), la Pantera se dio a la tarea de leer el mensaje de su mentor.
Era breve (quizás, demasiado breve) y no revelaba mucho acerca de las decisiones o el destino de Charles. Era, más bien, una despedida. Una bendición, la súplica del perdón y la partida. Nada más. Tal vez, la posibilidad incierta de volver a verse. Nada concreto. No podía serlo, ahora que todos eran fugitivos, ahora que el Can no tenía motivos para proteger su existencia.
Tantas ideas y tan opuestas atravesaron los pensamientos de la joven que pareció, por un segundo, que estallaría en cólera. Pero no fue así; por el contrario, la sensación de hielo, el rictus amargo parecieron apegarse a los bordes de su humanidad. Estaba bien que fuera así, después de todo. Ella no debía guardar afectos que la hicieran débil, no debía tener asuntos pendientes que la distrajesen, no debía haber amores con los cuales chantajearla. Estaba furiosa con Charles, empero, le dio la razón. El anciano había cortado la única cuerda que volvía a Jîldael una presa fácil: él mismo. Ahora, por fin, ella era libre para ser leal sólo con Emerick, para irse por el mundo, sin tener que buscar a Charles en cada rincón, o preocuparse sobre su bienestar.
Bebió el café en dos o tres sorbos y se puso de pie.
— ¿Sucede algo? — inquirió el Duque, preocupado, pues, aunque había respetado el incómodo silencio de ella, no le había quitado la mirada de encima, atento a cada uno de sus gestos y movimientos.
— Si pienso con mi cabeza en frío, la verdad es que no sucede nada malo… Pero… Me ha dolido perder a Charles. — admitió con absoluta franqueza. Ahora era su turno de devolverle una mirada de preocupación. Acarició el rostro de Emerick y besó su frente, pero no volvió a sentarse — Tranquilo; todo está bien. He pensado que debiésemos evitar los carruajes y, por el contrario, marcharnos a caballo. Es más seguro que ir a pie, y menos llamativo que los carruajes. Si estás de acuerdo, iré a ver que nos ensillen dos de medio pelo y que preparen aperos para el viaje. — dijo y sólo entonces volvió a sentarse, para demostrarle al Lobo que esperaría a su parecer para levantarse de esa mesa.
Pues la Pantera era orgullosa, y mucho, pero no era tonta. Comprendía que, si quería destruir a la Inquisición desde adentro, primero tenía que dejar que Emerick la llevase de la mano, que eligiese sus destinos, que le enseñase a ser un rebelde y, cuando todo ello hubiere concluido, que la ayudase a convertirse en Inquisidora. Y, claro, ella sabía que el Boussingaut podía lograr todas esas cosas y aún más.
Pero antes, precisamente para que todo ello se concretara, Jîldael tenía que hacer la única cosa que a su personalidad gatuna no le gustaba: dejar que otro tomase las decisiones importantes. Y eso hizo.
Confió en Emerick de la misma ciega forma en que tantos años antes había confiado en el huraño Charles Noir. Sólo una cosa era diferente esta vez.
A Emerick lo seguiría hasta el final. Y si ese final era la muerte, hasta allí le seguiría.
Sin suspicacias. Sin temor. Hasta el final.
***
Luego, depositó la mirada sobre el reflejo que la observaba desde el otro lado. Allí continuaba esa expresión dura, determinada. Por supuesto, no había sido su imaginación. Ella había cambiado; fue entonces que se le ocurrió; era necesario hacer una cosa más.
Buscó en el cajón del tocador, hasta que dio con el instrumento, cuyo filo apoyó contra la mejilla derecha. Respiró hondo y, de un veloz movimiento, hizo el corte. Los restos cayeron al suelo, decorándolo con formas desconocidas, como si fueran la representación de una curiosa prueba de Roschard.
Jîldael despegó la vista morbosa desde el suelo y volvió a mirarse. Su cabello, que no había cortado desde la muerte de su padre ahora apenas le pasaba tres o cuatro dedos debajo del hombro. Sonrió, fría, mientras se recogía la cabellera en una sencilla trenza y la sujetaba con un trozo de tela basta. Tuvo la tentación de usar su perfume de siempre, pero resistió. Ya de por sí era demasiado difícil borrar su propio aroma; no necesitaba más complicaciones.
La mujer de mirada dura salió de su cuarto, sin detenerse a extrañarlo, con paso firme se dirigió al comedor, para dar las últimas indicaciones, pero las palabras murieron en sus labios cuando vio a Emerick sentado frente a ella, con actitud de espera.
— No tengo intenciones de desayunar. — le dijo escuetamente, sin quitarle la mirada de los ojos. Aunque no llegó a decirlo en voz alta, le parecía (y la pose de su cuerpo lo delataba) que era una pérdida de tiempo quedarse a comer cuando todavía contaban con la ventaja del anonimato. Vio la perplejidad en la mirada del Lobo y entonces ella también se sintió confundida.
¿Acaso no les esperaba un largo viaje hasta la costa norte de Francia? ¿Acaso no había pensado Emerick que ahora, además de huir de la Inquisición, también debían escapar de aquellos leales a Valentino? Jîldael sentía que él estaba siendo imprudente… o no le estaba contando todo su plan. Sin embargo, tampoco llegó a encararlo a causa de estas dudas, pues una de las criadas le interrumpió justo en ese momento:
— Niña… —
— Señora. — la corrigió ella, con voz firme y molesta. La sirvienta le observó, sorprendida, como si fuera otra persona la que tuviera frente a ella, no la joven de quien cuidase tantas veces antes. Jîldael sintió que le debía una explicación — Mi padre ha muerto hace mucho y me temo que Charles ya no puede hacerse cargo de mis asuntos. Eso me convierte en la Señora de esta casa. — se explicó, con mayor amabilidad esta vez.
Ciertamente, Jîldael sentía que no era la misma, que el tiempo de las lágrimas y la desesperación habían quedado atrás y que no tenían cabida en su nueva vida, pero nada de eso le impedía ser amable y agradecida con las personas que le fueron leales en la adversidad y que habían cuidado de ella y de su patrimonio. Les había prometido a todos vengarse de los asesinos de su padre, recuperar el esplendor de la Casa Del Balzo y asegurarles a ellos una vida tranquila y segura. Pero no había podido cumplir ninguna de sus promesas. Ahora, sin embargo, esperaba que fuese diferente, pero, para ello, debía empezar a comportarse como quien era: la heredera de Jean.
Una punzada en el pecho la molestó durante unos segundos, pero se repuso sin mayores inconvenientes. Había decidido ser la Señora justo en el momento en que los abandonaba. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Si no se marchaba, moriría. Miró a Emerick, en cuyos ojos ahogó a sus propios ojos; allí estaba ese azul obscuro y temible, cuya infinitud le daba paz.
— Señora — repitió la criada, sumisa — El Maestre Noir dejó esta nota para vuestra merced. Dijo que sólo debíamos entregarla en vuestras manos y así he cumplido. — agregó, al tiempo que extendía un sobre hacia la joven Felina.
La Pantera recogió el papel y extrajo el escrito que había dentro, en el momento en que los mozos ingresaban al comedor. Agitó la mano, indiferente, como gesto de asentimiento para el permiso tácito de presentar el desayuno. Pronto hubo sobre la mesa varias charolas de distinto tamaño; Había un gran jarro de café y otro de igual tamaño contenía leche fresca; una de las bandejas desbordaba de frutas, mientras el olor del pan recién horneado inundaba el lugar. No tardaron los cuencos con mantequilla recién batida, mermeladas y trozos de carne ahumada de la noche anterior. Era, claro, un banquete que Jîldael no degustaría en mucho tiempo. Y, sin embargo, apenas si probó alguna cosa de todo cuanto había frente a ella. Lo único que pudo distraerla de la momentánea tensión fue la presencia de Gaspard.
El niño se le acercó con la confianza de siempre y la abrazó, a cuyo saludo Jîldael respondió con el mismo íntimo afecto. Le acarició el cabello, le preguntó cómo iban los estudios y dejó que él le acomodara la silla a la cabecera de la mesa en donde accedió a sentarse. Quizás empezaba a entender un poco a Emerick; quizás Emerick había acudido al comedor sin otra intención que comer, pero para ella era la despedida de todas esas leales personas. Era, quizás, la última vez que viera a Gaspard. Y le agradeció al Duque no haberse ido sin esa última comida. Dejó la carta de Charles a su izquierda y se concentró, al menos por unos minutos, en los varones de esa sala. Le contó a Emerick acerca de Gaspard y cómo él y su madre habíanse librado de la muerte gracias a Jean. Miró al muchacho con afecto maternal y se alegró de que ya se estuviera convirtiendo en un jovencito. Sentía algo de alivio el saber que ya podría defenderse.
Mientras Emerick cruzaba algunas palabras con Gaspard (y éste le preparaba un café con leche), la Pantera se dio a la tarea de leer el mensaje de su mentor.
Era breve (quizás, demasiado breve) y no revelaba mucho acerca de las decisiones o el destino de Charles. Era, más bien, una despedida. Una bendición, la súplica del perdón y la partida. Nada más. Tal vez, la posibilidad incierta de volver a verse. Nada concreto. No podía serlo, ahora que todos eran fugitivos, ahora que el Can no tenía motivos para proteger su existencia.
Tantas ideas y tan opuestas atravesaron los pensamientos de la joven que pareció, por un segundo, que estallaría en cólera. Pero no fue así; por el contrario, la sensación de hielo, el rictus amargo parecieron apegarse a los bordes de su humanidad. Estaba bien que fuera así, después de todo. Ella no debía guardar afectos que la hicieran débil, no debía tener asuntos pendientes que la distrajesen, no debía haber amores con los cuales chantajearla. Estaba furiosa con Charles, empero, le dio la razón. El anciano había cortado la única cuerda que volvía a Jîldael una presa fácil: él mismo. Ahora, por fin, ella era libre para ser leal sólo con Emerick, para irse por el mundo, sin tener que buscar a Charles en cada rincón, o preocuparse sobre su bienestar.
Bebió el café en dos o tres sorbos y se puso de pie.
— ¿Sucede algo? — inquirió el Duque, preocupado, pues, aunque había respetado el incómodo silencio de ella, no le había quitado la mirada de encima, atento a cada uno de sus gestos y movimientos.
— Si pienso con mi cabeza en frío, la verdad es que no sucede nada malo… Pero… Me ha dolido perder a Charles. — admitió con absoluta franqueza. Ahora era su turno de devolverle una mirada de preocupación. Acarició el rostro de Emerick y besó su frente, pero no volvió a sentarse — Tranquilo; todo está bien. He pensado que debiésemos evitar los carruajes y, por el contrario, marcharnos a caballo. Es más seguro que ir a pie, y menos llamativo que los carruajes. Si estás de acuerdo, iré a ver que nos ensillen dos de medio pelo y que preparen aperos para el viaje. — dijo y sólo entonces volvió a sentarse, para demostrarle al Lobo que esperaría a su parecer para levantarse de esa mesa.
Pues la Pantera era orgullosa, y mucho, pero no era tonta. Comprendía que, si quería destruir a la Inquisición desde adentro, primero tenía que dejar que Emerick la llevase de la mano, que eligiese sus destinos, que le enseñase a ser un rebelde y, cuando todo ello hubiere concluido, que la ayudase a convertirse en Inquisidora. Y, claro, ella sabía que el Boussingaut podía lograr todas esas cosas y aún más.
Pero antes, precisamente para que todo ello se concretara, Jîldael tenía que hacer la única cosa que a su personalidad gatuna no le gustaba: dejar que otro tomase las decisiones importantes. Y eso hizo.
Confió en Emerick de la misma ciega forma en que tantos años antes había confiado en el huraño Charles Noir. Sólo una cosa era diferente esta vez.
A Emerick lo seguiría hasta el final. Y si ese final era la muerte, hasta allí le seguiría.
Sin suspicacias. Sin temor. Hasta el final.
***
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