AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
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El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
Recuerdo del primer mensaje :
”Los sentimientos delicados que nos dan la vida yacen entumecidos en la mundanal confusión.”
Goethe
Goethe
Ayer había sido el día en que finalmente había dado con la casa del viejo zorro. Desconocía los motivos, pero el maestro había ido a refugiarse de regreso a Francia, a una vivienda bastante lujosa ubicada en la ciudad de Lyon en dicho país; una construcción que, según sus investigaciones, pertenecía a Valentino de Visconti, un nombre que le sonaba a realeza extranjera, algo que relacionado con el viejo "Noir" ya no le parecía sorprendente.
Se la había pasado todo el día dándole vueltas, pero no se había detenido a meditarlo hasta llegada la noche, mientras se decantó a pensar con una botella de brandi añejo. Si por él hubiera sido, habría llegado como tormenta en medio de la noche, pero no, el maestre no era alguien a quien pudiese intimidar, ni aún cuando se le tomase de sorpresa. Además, no iría a visitarle con intenciones hostiles... ¿o si?... La verdad es que no lo sabía, pero estaba seguro de que, por algún motivo u otro, necesitaba de su ayuda.
Su idea era volver a buscarle para retomar su entrenamiento y hacerse así con las fuerzas y destrezas necesarias para poder acabar con aquella Inquisidora que —literalmente— le había despojado de sus ganas de vida. Pero había descubierto tantas cosas, tantas, durante su estadía en Escocia. Ese viaje que le había llevado de regreso a sus tierras y a la felicidad que hubiese deseado durase para siempre. Por fin se había sentido con las fuerzas necesarias para volver a hurgar entre las reliquias familiares, para visitar parientes lejanos y antiguos amigos de sus padres. Había sido una fotografía y el desgastado diario de su propia madre el que le había delatado. Sino hubiese sido por Lucius y su embarazo, habría partido a Francia de inmediato para exigir sus explicaciones, pero su propia esposa le hizo entender que ya no valía la pena. Sin embargo, en ese momento, cuando ya no tenía a Lucius a su lado, cualquier oportunidad de desahogo le parecía sumamente tentadora y ya no le importaba si tenía más que perder que de ganar.
Se dijo a sí mismo debía relajarse, respirar profundo, terminar de embriagarse y dormir hasta el día siguiente para ir a enfrentarle con el aliento fresco, el alcohol fuera del cuerpo y la cabeza despejada de ideas poco constructivas. Lucius ya se lo había dicho, cuando aún estaba con vida ¿para que revivir fantasmas enterrados si con eso no lograba revivir al muerto?
Caminaba entonces con su mejor pose de caballero, la respiración acompasada y el propósito bien sano de volver a reencontrarse con su maestre para, de una vez por todas, dar por acabado aquel entrenamiento que alguna vez hubieron empezado. Nada más, el resto se lo callaría y lo llevaría hasta la tumba. Lo haría por el bien de ambos y la tranquilidad de su propia madre, quien esperaba estuviese descansando en paz en algún lugar de la inexistencia.
Finalmente dio con la casa cuya dirección tenía anotada y le observó por un momento desde la acera contraria. Parecía bastante lujosa, pero no podía imaginarse al viejo zorro viviendo ahí mucho tiempo, pues lo que había creído conocer de Charles, le decía que él siempre preferiría la libertad del campo, sus frondosas plantaciones y el aroma de la tierra húmeda y cultivada.
Emerick asintió con la cabeza, como si de ese modo se diese la convicción necesaria para enfrentarle, y miró hacia ambos lados antes de cruzar la calle. Aún con el sombrero de copa puesto, llamó a la puerta con su oscuro bastón de noble y roble. Los golpes sonaron con claridad y firmeza, mas no con fiereza, pues él venía hablar de caballero a caballero, o al menos esas fueron sus intenciones hasta que vio la silueta del hombre que esperaba ver acercándose al cristal de la puerta.
Nadie podría haber sido capaz de explicar lo que pasó en ese momento, quizás si algún sacerdote le hubiese visto, sólo podría haber dicho que le había poseído un demonio, pues ni siquiera fue capaz de esperar a que el anciano abriera la puerta para recibirle, cuando el licántropo arrojó su bastón a través de la vidriera de la entrada y abalanzó su propio cuerpo contra el portón, abriéndose paso a la fuerza entre un gran alboroto de cristales y madera.
El lobo quería matar al maestre tanto como quería abrazarlo.
Se la había pasado todo el día dándole vueltas, pero no se había detenido a meditarlo hasta llegada la noche, mientras se decantó a pensar con una botella de brandi añejo. Si por él hubiera sido, habría llegado como tormenta en medio de la noche, pero no, el maestre no era alguien a quien pudiese intimidar, ni aún cuando se le tomase de sorpresa. Además, no iría a visitarle con intenciones hostiles... ¿o si?... La verdad es que no lo sabía, pero estaba seguro de que, por algún motivo u otro, necesitaba de su ayuda.
Su idea era volver a buscarle para retomar su entrenamiento y hacerse así con las fuerzas y destrezas necesarias para poder acabar con aquella Inquisidora que —literalmente— le había despojado de sus ganas de vida. Pero había descubierto tantas cosas, tantas, durante su estadía en Escocia. Ese viaje que le había llevado de regreso a sus tierras y a la felicidad que hubiese deseado durase para siempre. Por fin se había sentido con las fuerzas necesarias para volver a hurgar entre las reliquias familiares, para visitar parientes lejanos y antiguos amigos de sus padres. Había sido una fotografía y el desgastado diario de su propia madre el que le había delatado. Sino hubiese sido por Lucius y su embarazo, habría partido a Francia de inmediato para exigir sus explicaciones, pero su propia esposa le hizo entender que ya no valía la pena. Sin embargo, en ese momento, cuando ya no tenía a Lucius a su lado, cualquier oportunidad de desahogo le parecía sumamente tentadora y ya no le importaba si tenía más que perder que de ganar.
Se dijo a sí mismo debía relajarse, respirar profundo, terminar de embriagarse y dormir hasta el día siguiente para ir a enfrentarle con el aliento fresco, el alcohol fuera del cuerpo y la cabeza despejada de ideas poco constructivas. Lucius ya se lo había dicho, cuando aún estaba con vida ¿para que revivir fantasmas enterrados si con eso no lograba revivir al muerto?
Caminaba entonces con su mejor pose de caballero, la respiración acompasada y el propósito bien sano de volver a reencontrarse con su maestre para, de una vez por todas, dar por acabado aquel entrenamiento que alguna vez hubieron empezado. Nada más, el resto se lo callaría y lo llevaría hasta la tumba. Lo haría por el bien de ambos y la tranquilidad de su propia madre, quien esperaba estuviese descansando en paz en algún lugar de la inexistencia.
Finalmente dio con la casa cuya dirección tenía anotada y le observó por un momento desde la acera contraria. Parecía bastante lujosa, pero no podía imaginarse al viejo zorro viviendo ahí mucho tiempo, pues lo que había creído conocer de Charles, le decía que él siempre preferiría la libertad del campo, sus frondosas plantaciones y el aroma de la tierra húmeda y cultivada.
Emerick asintió con la cabeza, como si de ese modo se diese la convicción necesaria para enfrentarle, y miró hacia ambos lados antes de cruzar la calle. Aún con el sombrero de copa puesto, llamó a la puerta con su oscuro bastón de noble y roble. Los golpes sonaron con claridad y firmeza, mas no con fiereza, pues él venía hablar de caballero a caballero, o al menos esas fueron sus intenciones hasta que vio la silueta del hombre que esperaba ver acercándose al cristal de la puerta.
Nadie podría haber sido capaz de explicar lo que pasó en ese momento, quizás si algún sacerdote le hubiese visto, sólo podría haber dicho que le había poseído un demonio, pues ni siquiera fue capaz de esperar a que el anciano abriera la puerta para recibirle, cuando el licántropo arrojó su bastón a través de la vidriera de la entrada y abalanzó su propio cuerpo contra el portón, abriéndose paso a la fuerza entre un gran alboroto de cristales y madera.
El lobo quería matar al maestre tanto como quería abrazarlo.
Última edición por Emerick Boussingaut el Sáb Ago 01, 2015 11:48 pm, editado 3 veces
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
"Nadie es nunca secundario para sí mismo.”
François Rabelais.
François Rabelais.
Si ella creía que todo el asunto había terminado, iba a comprobar que estaba muy equivocada. Apenas había tocado el umbral de su refugio cuando ya Emerick estallaba en una cruel pataleta:
— ¿Desde cuándo acá, mademoiselle Jîldael del Balzo y Tolosa, obedece a su amo como una perra amaestrada? Es más… —
¡¿Perra amaestrada?! ¡¿El se había atrevido a compararla con uno de esos infelices canes que viven al son y ton de sus antojadizos amos? Se detuvo en seco, al tiempo que un escalofrío de ira le recorría el frío espinazo. Tuvo el impulso descontrolado de marcarle el rostro insolente con una bofetada, pero se contuvo. Apretó los puños y reprimió el impulso de girarse para empapelarlo a punta de obscenidades más propias de las clases bajas; se tragó el amargo picor del que es ofendido y continuó sus pasos, zanjando con la indiferencia del gato herido cualquier posible diálogo con el Can.
Esperaba que Emerick alardeara un poco más, que gritase y despotricase quizás contra el propio Valentino (quien volvía a mirarle con superior indiferencia, como si Emerick no fuera digno de su trato; aunque luchase con toda su voluntad, el rey siempre salía a relucir en aquellas situaciones y esta vez no fue diferente), y luego, cansado del infantil arrebato, decidiera marcharse para siempre de esa estancia. Por eso ella se había ido al cuarto, porque no podía verlo partir.
Sin embargo, lo que no esperó jamás fue justamente lo que ocurrió. El Lobo había ignorado descaradamente a su congénere y le había seguido los pasos, furioso, ofendido, como si aún tuviera derecho de ajustar cuentas con la mujer a cuyo oído le había confesado su más profundo odio. Le pisó las huellas, sin demora y azotó la puertecita del cuarto vestidor que los separaba del dormitorio principal, sin siquiera darse cuenta de ese pequeño acto. Estaba tan enojado con la Felina que ni siquiera podía pensar las acciones más simples y concretas. Ella, por el contrario, volvió a ser consciente de esa distancia mínima, de esa especie de burbuja que volvía a encerrarlos, y provocaba que le faltara el aire y le fallaran las piernas.
Y ahora, al fin su instinto de supervivencia despertó de ese inusual letargo y la Pantera tuvo que girarse a verlo de frente, al tiempo que retrocedía para poner distancia de él. No era que le tuviera miedo al Lobo; la Cambiante sabía que estaba a su altura y contaba con la presencia de Valentino si Emerick decidía ponerse violenta; no, no le temía. Se temía a sí misma cuando estaba tan cerca de él; se había permitido ser débil y él la había lastimado; no podía permitirse ese error otra vez. Pero él no le daba tregua y ahora contraatacaba, ofendido, como si ella le importara.
Pestañeó, aturdida; ese gesto representaba todo lo que estaba sintiendo; no podía entender a Emerick, era como una especie de crucigrama, de laberinto en el que ella había entrado y del cual no podía salir. Así, pensó desesperada, debieron sentirse las víctimas del Minotauro, mientras luchaban por encontrar una vía de escape que no existía. ¿Cómo podía decir que la odiaba y al instante siguiente exigirle explicaciones de su proceder? Ella podía tolerarlo de alguien como Charles, que siempre había estado a su lado, que le había demostrado su amor y su preocupación… ¡Pero no se lo iba a aguantar a él! ¡No así! ¿Acaso no le había dejado ella muy en claro que nunca más le consentiría semejante trato? Pero Emerick parecía haber olvidado cualquier asunto previo a la llegada del “zar”; ahí estaba, apuntándola con el dedo, acusándola de sumisa y cobarde, una vez más:
— ¿Quién sois vos o a qué demonios estáis jugando? … Vos no vais a ninguna parte a menos que sea vuestra voluntad hacerlo, así como tendréis que vos y vuestra mascota sacarme a patadas si queréis que me marche antes de ver aquí a la mujer que yo conocí. —
Admitió en su fuero interno, en donde estaba a salvo de él (pues Emerick jamás conocería sus pensamientos) que un dejo de ternura le suavizó el rostro ante esas palabras. Pero la fiera que siempre había sido, altiva y orgullosa, estaba de vuelta en esa habitación. Volvió en el instante en que el propio Valentino quiso reprocharle por lo ocurrido en esas horas; ciertamente el “rey” no había visto en ella esa mirada de infinita paciencia que ahora le dedicaba al Duque. Pero ese sentimiento de “piadosa comprensión” la profesaba por todos los “perros” de su vida.
Y es que entendía que ellos tenían sus propios códigos morales, su propia jerarquía en donde uno era el alfa de la manada y el resto se sometía a la voluntad del líder; por eso, muchas veces (muchas más de las que le hubiera gustado) se había mordido la lengua, porque sabía que así eran las cosas para los gregarios caninos; pero no consentía (¡por favor!, ¡ni siquiera a su propio padre, en quien depositaba toda su lealtad, le había permitido domarle!) que nadie se atribuyera ningún tipo de dominio sobre ella.
Quizás pareciera que le cedía el control a Valentino, al guardar silencio ante su impetuosa orden, mas en verdad era que ella creía que se lo merecía. Si, por un segundo, hubiera encontrado injusto el trato del italiano, por supuesto que habría respondido, airosa a su réplica; pero no era otro motivo para su silencio que la culpa y el sentimiento de merecer sufrir. Sin embargo, había sido Emerick, primero con su trato beligerante y luego con el aire ofendido, quien había terminado por traer de vuelta a la orgullosa Pantera. Y Jîldael se estiró libre, como cuando sabía que su padre estaba molesto y ella se preparaba ansiosa para el enfrentamiento de palabras que siempre culminaba con un guantazo. Admitía, ese feroz lado suyo, que si Jean no le abofeteaba por insolente incluso se sentía decepcionada, pues pocas cosas disfrutaba ella como una buena justa verbal.
Así había sido siempre para ella que, caprichosa, estaba acostumbrada a desafiar a quienes ostentaban el poder. Y, quizás, la muerte de su padre (y la reciente muerte de Demian) le hubiera macerado un poco los ánimos, hasta ahora pasivos e indiferentes. Pero el Lobo sabía morder y la había herido con su ataque, obligándola a salir de cualquier refugio, físico o mental, y volver a imponer de ese modo su natural personalidad.
— ¡¿Por qué debería explicaros a vos quién soy o cuál es mi treta?! — replicó furiosa con él, oculto el miedo visceral de perderse como se perdía cada vez que estaban cerca el uno de la otra. Porque, se recordó, era ella sola la que se perdía; él, amarrado a su pasado, a sus amores, a sus lealtades, siempre sabía quién era, y la dejaba sola y deshecha; y no podía tolerar eso más — ¿Acaso, Milord, pensáis que he jugado con “vuestros” sentimientos? — preguntó irónica — ¡No tenéis cara de ofenderos, Emerick Boussingaut, después de hoy! — le gritó, fúrica e imponente, mientras daba uno y otro paso hacia él, como si ahora fuese ella quien crecía y llenaba todos los espacios — ¡No os atreváis a cobrarme vuestros heridos sentimientos cuando vos mismo me humillasteis trayendo a esta habitación el recuerdo de vuestra esposa, en el único momento en que yo había dejado todas mis defensas! ¡No fui yo quien se metió en esa cama llena de caretas y embustes, ni fui yo quien se regodeó con vuestro dolor! Admitimos los dos que vos me odiáis. — le enterró el dedo en el pecho, acusadora — Y ahora, porque otro hombre me levanta la voz, ¿os alteráis? Juro que no os entiendo. —
Se alejó de él, al darse cuenta de lo cerca que estaban; no quería seguir peleando, pero no podía detenerse tampoco; sin embargo, le dio la espalda y se apoyó en el marco de la ventana, buscando pacificarse un poco.
— No es mi amo, si eso os preocupa, Lobo. Yo no tengo amo, deberíais saberlo… — pensó en pedirle que se fuera y no decirle nunca todo lo que se atoraba dentro de ella, pero él se había quedado, y ella siempre lo iba a amar, así que continuó, cansada de ser fuerte, pero sin claudicar; no iba a cometer el error de ser vulnerable ante él, nunca más — Si hay algo que admiro de vos, Monsieur, es vuestra inagotable fuerza para luchar por los sobrenaturales. Durante un tiempo, os dedicasteis a todos quienes necesitaron de vuestra protección y por eso, la Iglesia os puso un precio tan alto a vos y a toda vuestra familia… Por eso la magnitud del horror; porque vos sois un hombre demasiado bueno para nosotros. Vos, Emerick, estáis en otra escala moral. En cambio yo… —
Guardó silencio cuando le pareció sentir pasos al otro lado del cuarto y entonces, un arrebato postrer de desesperación le pudo más y corrió a cerrar la puerta; pese a todo, no quería que él se fuera sin oírla, no cuando ya había empezado a hablar. Se recargó sobre la fina madera y se sostuvo de la manilla, mientras volvía a retomar la palabra.
— Yo soy una mujer egoísta que siempre ha protegido su propio pellejo, que, por mantenerse viva, ha arrastrado a otros inocentes a la muerte. Mis muertos me pesan, Emerick, me pesan demasiado. Y no podré tener paz hasta que vengue todas sus muertes. Por eso necesito aliados, por eso pareciera que obedezco a Valentino. Necesito de los contactos que él me pueda ofrecer. Es un buen amigo con quien comparto la orfandad y la pérdida de mi familia. Confío en él, lo admito y confío en el plan que ha urdido para mí… Pero, sobre todo, necesito irme de París, Lobo… Yo… No puedo seguir cargando muertes sobre mis hombros, ya os lo dije. Os agradezco que me rechacéis, pues he sobrevivido a todos los fantasmas de quienes murieron salvando mi vida…, pero (aunque vos no me creáis y os empeñéis en verme como vuestra enemiga) si os quedáis a mi lado, terminaréis tan muerto como los demás antes de vos. Y vos sois el único fantasma con el que no quiero cargar. Prefiero vuestro odio, vivo e intenso, que el silencio de vuestra muerte… Aunque vos nunca lo entendáis. — concluyó, ya no derrotada, sino fiera y terrible.
Iba a luchar, después de todo. Había decidido que, si debía convertirse en Inquisidora para destruir a sus enemigos, lo haría; no tenía nada que perder ya. Y, por primera vez, pese a todo el dolor, se sintió liviana y libre.
Soltó el pomo de la puerta y se apartó de la salida; no miró al Lobo frente a ella, sino que clavó su vista en la ropa. Debía vestirse y debía marcharse. Todo estaba terminado al fin. Y, como siempre que obraba según sus deseos, no había una sola cosa de la que pudiera arrepentirse, excepto quizás del frío que tendría que aguantar en Rusia.
***
— ¿Desde cuándo acá, mademoiselle Jîldael del Balzo y Tolosa, obedece a su amo como una perra amaestrada? Es más… —
¡¿Perra amaestrada?! ¡¿El se había atrevido a compararla con uno de esos infelices canes que viven al son y ton de sus antojadizos amos? Se detuvo en seco, al tiempo que un escalofrío de ira le recorría el frío espinazo. Tuvo el impulso descontrolado de marcarle el rostro insolente con una bofetada, pero se contuvo. Apretó los puños y reprimió el impulso de girarse para empapelarlo a punta de obscenidades más propias de las clases bajas; se tragó el amargo picor del que es ofendido y continuó sus pasos, zanjando con la indiferencia del gato herido cualquier posible diálogo con el Can.
Esperaba que Emerick alardeara un poco más, que gritase y despotricase quizás contra el propio Valentino (quien volvía a mirarle con superior indiferencia, como si Emerick no fuera digno de su trato; aunque luchase con toda su voluntad, el rey siempre salía a relucir en aquellas situaciones y esta vez no fue diferente), y luego, cansado del infantil arrebato, decidiera marcharse para siempre de esa estancia. Por eso ella se había ido al cuarto, porque no podía verlo partir.
Sin embargo, lo que no esperó jamás fue justamente lo que ocurrió. El Lobo había ignorado descaradamente a su congénere y le había seguido los pasos, furioso, ofendido, como si aún tuviera derecho de ajustar cuentas con la mujer a cuyo oído le había confesado su más profundo odio. Le pisó las huellas, sin demora y azotó la puertecita del cuarto vestidor que los separaba del dormitorio principal, sin siquiera darse cuenta de ese pequeño acto. Estaba tan enojado con la Felina que ni siquiera podía pensar las acciones más simples y concretas. Ella, por el contrario, volvió a ser consciente de esa distancia mínima, de esa especie de burbuja que volvía a encerrarlos, y provocaba que le faltara el aire y le fallaran las piernas.
Y ahora, al fin su instinto de supervivencia despertó de ese inusual letargo y la Pantera tuvo que girarse a verlo de frente, al tiempo que retrocedía para poner distancia de él. No era que le tuviera miedo al Lobo; la Cambiante sabía que estaba a su altura y contaba con la presencia de Valentino si Emerick decidía ponerse violenta; no, no le temía. Se temía a sí misma cuando estaba tan cerca de él; se había permitido ser débil y él la había lastimado; no podía permitirse ese error otra vez. Pero él no le daba tregua y ahora contraatacaba, ofendido, como si ella le importara.
Pestañeó, aturdida; ese gesto representaba todo lo que estaba sintiendo; no podía entender a Emerick, era como una especie de crucigrama, de laberinto en el que ella había entrado y del cual no podía salir. Así, pensó desesperada, debieron sentirse las víctimas del Minotauro, mientras luchaban por encontrar una vía de escape que no existía. ¿Cómo podía decir que la odiaba y al instante siguiente exigirle explicaciones de su proceder? Ella podía tolerarlo de alguien como Charles, que siempre había estado a su lado, que le había demostrado su amor y su preocupación… ¡Pero no se lo iba a aguantar a él! ¡No así! ¿Acaso no le había dejado ella muy en claro que nunca más le consentiría semejante trato? Pero Emerick parecía haber olvidado cualquier asunto previo a la llegada del “zar”; ahí estaba, apuntándola con el dedo, acusándola de sumisa y cobarde, una vez más:
— ¿Quién sois vos o a qué demonios estáis jugando? … Vos no vais a ninguna parte a menos que sea vuestra voluntad hacerlo, así como tendréis que vos y vuestra mascota sacarme a patadas si queréis que me marche antes de ver aquí a la mujer que yo conocí. —
Admitió en su fuero interno, en donde estaba a salvo de él (pues Emerick jamás conocería sus pensamientos) que un dejo de ternura le suavizó el rostro ante esas palabras. Pero la fiera que siempre había sido, altiva y orgullosa, estaba de vuelta en esa habitación. Volvió en el instante en que el propio Valentino quiso reprocharle por lo ocurrido en esas horas; ciertamente el “rey” no había visto en ella esa mirada de infinita paciencia que ahora le dedicaba al Duque. Pero ese sentimiento de “piadosa comprensión” la profesaba por todos los “perros” de su vida.
Y es que entendía que ellos tenían sus propios códigos morales, su propia jerarquía en donde uno era el alfa de la manada y el resto se sometía a la voluntad del líder; por eso, muchas veces (muchas más de las que le hubiera gustado) se había mordido la lengua, porque sabía que así eran las cosas para los gregarios caninos; pero no consentía (¡por favor!, ¡ni siquiera a su propio padre, en quien depositaba toda su lealtad, le había permitido domarle!) que nadie se atribuyera ningún tipo de dominio sobre ella.
Quizás pareciera que le cedía el control a Valentino, al guardar silencio ante su impetuosa orden, mas en verdad era que ella creía que se lo merecía. Si, por un segundo, hubiera encontrado injusto el trato del italiano, por supuesto que habría respondido, airosa a su réplica; pero no era otro motivo para su silencio que la culpa y el sentimiento de merecer sufrir. Sin embargo, había sido Emerick, primero con su trato beligerante y luego con el aire ofendido, quien había terminado por traer de vuelta a la orgullosa Pantera. Y Jîldael se estiró libre, como cuando sabía que su padre estaba molesto y ella se preparaba ansiosa para el enfrentamiento de palabras que siempre culminaba con un guantazo. Admitía, ese feroz lado suyo, que si Jean no le abofeteaba por insolente incluso se sentía decepcionada, pues pocas cosas disfrutaba ella como una buena justa verbal.
Así había sido siempre para ella que, caprichosa, estaba acostumbrada a desafiar a quienes ostentaban el poder. Y, quizás, la muerte de su padre (y la reciente muerte de Demian) le hubiera macerado un poco los ánimos, hasta ahora pasivos e indiferentes. Pero el Lobo sabía morder y la había herido con su ataque, obligándola a salir de cualquier refugio, físico o mental, y volver a imponer de ese modo su natural personalidad.
— ¡¿Por qué debería explicaros a vos quién soy o cuál es mi treta?! — replicó furiosa con él, oculto el miedo visceral de perderse como se perdía cada vez que estaban cerca el uno de la otra. Porque, se recordó, era ella sola la que se perdía; él, amarrado a su pasado, a sus amores, a sus lealtades, siempre sabía quién era, y la dejaba sola y deshecha; y no podía tolerar eso más — ¿Acaso, Milord, pensáis que he jugado con “vuestros” sentimientos? — preguntó irónica — ¡No tenéis cara de ofenderos, Emerick Boussingaut, después de hoy! — le gritó, fúrica e imponente, mientras daba uno y otro paso hacia él, como si ahora fuese ella quien crecía y llenaba todos los espacios — ¡No os atreváis a cobrarme vuestros heridos sentimientos cuando vos mismo me humillasteis trayendo a esta habitación el recuerdo de vuestra esposa, en el único momento en que yo había dejado todas mis defensas! ¡No fui yo quien se metió en esa cama llena de caretas y embustes, ni fui yo quien se regodeó con vuestro dolor! Admitimos los dos que vos me odiáis. — le enterró el dedo en el pecho, acusadora — Y ahora, porque otro hombre me levanta la voz, ¿os alteráis? Juro que no os entiendo. —
Se alejó de él, al darse cuenta de lo cerca que estaban; no quería seguir peleando, pero no podía detenerse tampoco; sin embargo, le dio la espalda y se apoyó en el marco de la ventana, buscando pacificarse un poco.
— No es mi amo, si eso os preocupa, Lobo. Yo no tengo amo, deberíais saberlo… — pensó en pedirle que se fuera y no decirle nunca todo lo que se atoraba dentro de ella, pero él se había quedado, y ella siempre lo iba a amar, así que continuó, cansada de ser fuerte, pero sin claudicar; no iba a cometer el error de ser vulnerable ante él, nunca más — Si hay algo que admiro de vos, Monsieur, es vuestra inagotable fuerza para luchar por los sobrenaturales. Durante un tiempo, os dedicasteis a todos quienes necesitaron de vuestra protección y por eso, la Iglesia os puso un precio tan alto a vos y a toda vuestra familia… Por eso la magnitud del horror; porque vos sois un hombre demasiado bueno para nosotros. Vos, Emerick, estáis en otra escala moral. En cambio yo… —
Guardó silencio cuando le pareció sentir pasos al otro lado del cuarto y entonces, un arrebato postrer de desesperación le pudo más y corrió a cerrar la puerta; pese a todo, no quería que él se fuera sin oírla, no cuando ya había empezado a hablar. Se recargó sobre la fina madera y se sostuvo de la manilla, mientras volvía a retomar la palabra.
— Yo soy una mujer egoísta que siempre ha protegido su propio pellejo, que, por mantenerse viva, ha arrastrado a otros inocentes a la muerte. Mis muertos me pesan, Emerick, me pesan demasiado. Y no podré tener paz hasta que vengue todas sus muertes. Por eso necesito aliados, por eso pareciera que obedezco a Valentino. Necesito de los contactos que él me pueda ofrecer. Es un buen amigo con quien comparto la orfandad y la pérdida de mi familia. Confío en él, lo admito y confío en el plan que ha urdido para mí… Pero, sobre todo, necesito irme de París, Lobo… Yo… No puedo seguir cargando muertes sobre mis hombros, ya os lo dije. Os agradezco que me rechacéis, pues he sobrevivido a todos los fantasmas de quienes murieron salvando mi vida…, pero (aunque vos no me creáis y os empeñéis en verme como vuestra enemiga) si os quedáis a mi lado, terminaréis tan muerto como los demás antes de vos. Y vos sois el único fantasma con el que no quiero cargar. Prefiero vuestro odio, vivo e intenso, que el silencio de vuestra muerte… Aunque vos nunca lo entendáis. — concluyó, ya no derrotada, sino fiera y terrible.
Iba a luchar, después de todo. Había decidido que, si debía convertirse en Inquisidora para destruir a sus enemigos, lo haría; no tenía nada que perder ya. Y, por primera vez, pese a todo el dolor, se sintió liviana y libre.
Soltó el pomo de la puerta y se apartó de la salida; no miró al Lobo frente a ella, sino que clavó su vista en la ropa. Debía vestirse y debía marcharse. Todo estaba terminado al fin. Y, como siempre que obraba según sus deseos, no había una sola cosa de la que pudiera arrepentirse, excepto quizás del frío que tendría que aguantar en Rusia.
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Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”Busque usted lo contradictorio en su pensamiento y en su conducta, y encontrará las explicaciones.”
Frases de Sergio Ramírez
Frases de Sergio Ramírez
No estaba realmente furico como ella le sentía, estaba más bien sorprendido y desconcertado de verla así tan sumisa y diferente a como siempre la había conocido. Quería saber las razones, llegar al meollo de todo ello y entender finalmente que había hecho ese hombre para conseguirlo, no precisamente porque deseara conseguir lo mismo, para sumisos los sirvientes, o al menos así es como lo pensaba. Por esa misma razón, no pudo disimular la sonrisa de triunfo al verle girarse con esa mirada iracunda y comenzar a defenderse de la manera en que ella siempre lo hacía; ahí estaba la Jîldael que él conocía.
Le dejó hablar sin interrupciones, desahogarse, pues era eso lo que le faltaba. Le escuchó con atención e hizo una lista mental de todo lo que le pareció importante destacar y se apoyó en uno de los estantes en donde se guardaba la ropa; brazos entrelazados por delante del pecho, mirada fija sobre ella y en los labios plegada la sonrisita de suficiencia que no explicaría, sino hasta que llegase su turno.
—Siempre habéis jugado con mis sentimientos —comenzó a responder —, os conocí de ese modo, Jîldael del Balzo: “Os he entregado todo... mas sé que no puedo pediros nada... todo; mi vida, mis promesas, mi temple, mi fuerza, mi honor, mis recuerdos, el perdón que algún día pude conseguir de mi familia... ¡Todo!... y vos... vos me habéis dejado sin nada…” —repitió las mismas palabras que otrora le había dedicado —Os entregué todo… y vos estabais comprometida con otro hombre. Recuerdo que incluso dijiste que os deseabais la muerte, que me llamaste “amor mío” y que aún cuando ambos sabíamos que sería un imposible, me acompañaríais en Luna Llena, pero me abandonasteis, rompisteis vuestra promesa y no volví a saber más de vos, ni siquiera cuando regresé a buscaros y comencé a entrenarme con vuestro maestre.
La sonrisa ya se había salido de su rostro desde el mismo momento en que había comenzado su relato, y en su lugar se encontraba ahora una expresión inconclusa, una que no alcanzaba a ser tristeza y tampoco alcanzaba a ser enojo. Bien sabía el escocés que antes de la Sierra, sus ojos podían delatar mucho más de sus sentimientos de lo que él deseaba demostrar, ya no era de esa manera, pero un momento volvió a sentirse traicionado por su propia mirada, así que desvió los ojos hacia un costado y suspiró.
—Os busqué por mucho tiempo, no sólo a vos misma sino también a una mujer que se os pareciera… conocí a Lucius de ese modo. Ya había perdido las esperanzas y me había conformado con la paz y tranquilidad que me entregaba una humilde pintora, era lo que necesitaba en medio de toda la guerra que había decidido llevar a cabo, pero entonces apareció ella —volvió a posar sus orbes azules sobre las suyas —… tenía vuestra mirada; altiva, presuntuosa y caprichosa. De inmediato me sentí atraído, de inmediato pensé que alguna vez podría volver a sentir lo mismo que había sentido por vos, pero Lucius fue diferente…
Tragó saliva, aún le costaba hablar de su mujer sin verse atorado por ese molesto nudo en la garganta y esa pequeña punzada molesta en su cabeza, causada por el recuerdo de su muerte y todos los sentimientos sentidos en ese momento y después.
—Lucius poseía muchas cosas de vuestro carácter… pero conmigo siempre fue diferente, conmigo siempre hizo la diferencia. No sólo me hizo sentir único, me hizo sentir valioso, necesitado de una forma diferente. Ella podía vivir sin mi del mismo modo que yo podía vivir sin ella, sólo que sería distinto, muy distinto.
Volvió a llenar sus pulmones de aire, antes de dejarle escapar pesadamente. Hablar de ella dolía y agotaba como si acabase de salir de una batalla. La había amado con la vida, incluso al punto de destruirse a sí mismo al darle la muerte piadosa, pues es algo que había hecho y volvería a hacer si pudiera.
—La amaba… la amé tanto como pude amaros a vos si hubieseis decidido quedaros a mi lado, pero no lo hicisteis. Vos desaparecisteis por voluntad propia para solamente hoy volveros a cruzaros en mi camino y exigirme que os ame y os desee como si jamás hubiese pasado nada… pero pasó, pasó que vos me recogisteis del piso para armarme en vuestros brazos y luego echarme al piso en mil pedazos, pasó que buscándoos me enamoré de otra y le entregué mi vida, pasó que ahora me habéis pillado vacío, herido y desconfiado y sin importaros incluso mi palabra cuando os he dicho que me esperarais para poder sanarme de mis heridas, pues habéis intentado doblegar mi propia voluntad para conseguir lo que vos queríais… Así que perdonadme pues, si os he mordido Señora mía, pero no sé como esperáis que reaccione si os acercáis así de brusca y dominante a un lobo herido, que antes ya ha sido herido por vuestra merced.
Concluyó mirándole a los ojos, antes de guardar un par de segundos de silencio, mirándola, y así despegarse de su apoyo para acercarse un paso más hacia ella, un paso más a los que ella misma ya había cedido, sin despegar su mirada de la suya. Había llegado ya la intimidad de ese espacio personal al que ella tanto temía y al que él tanto buscaba.
—Ahora… No sigáis hablándome a mi de perdidas, orfandades y muertes, que de eso querida Pantera, podría yo daros clases a vos y esa mascota vuestra. Vuestra merced no es más peligrosa de lo que yo mismo soy para vos e imagino que eso ya lo tenéis claro.
Así era y así había sido. Tanto Jîldael como Valentino eran huérfanos, pero también lo había sido él, aunque no desde niño. Sin embargo, por perdidas familiares y de seres amados, él llevaba la ventaja; dos esposas y dos hijos, todos asesinados por sus propias manos, los primeros muertos por su orgullo y los segundos… los segundos aún no había querido cuestionarlos, pues aún dolía demasiado como para seguirse echando encima los motivos que les habían llevado por ese camino, pero bien ciertamente, aún sabía que también era parte de su misma culpa. Mas no deseaba seguir analizándose en ese instante, quería dejar las cosas claras para ambos, pues sabía que lo que decidieran esa tarde sería lo definitivo ya que él no iría a buscarle a Rusia y ella tampoco cruzaría el océano para llegar a Escocia, así que continuó:
—Os odio, por supuesto que os odio, pero vos nunca habéis preguntado el por qué.
Terminó en un susurro mientras su mano se alzaba para acariciarle una mejilla…
Le dejó hablar sin interrupciones, desahogarse, pues era eso lo que le faltaba. Le escuchó con atención e hizo una lista mental de todo lo que le pareció importante destacar y se apoyó en uno de los estantes en donde se guardaba la ropa; brazos entrelazados por delante del pecho, mirada fija sobre ella y en los labios plegada la sonrisita de suficiencia que no explicaría, sino hasta que llegase su turno.
—Siempre habéis jugado con mis sentimientos —comenzó a responder —, os conocí de ese modo, Jîldael del Balzo: “Os he entregado todo... mas sé que no puedo pediros nada... todo; mi vida, mis promesas, mi temple, mi fuerza, mi honor, mis recuerdos, el perdón que algún día pude conseguir de mi familia... ¡Todo!... y vos... vos me habéis dejado sin nada…” —repitió las mismas palabras que otrora le había dedicado —Os entregué todo… y vos estabais comprometida con otro hombre. Recuerdo que incluso dijiste que os deseabais la muerte, que me llamaste “amor mío” y que aún cuando ambos sabíamos que sería un imposible, me acompañaríais en Luna Llena, pero me abandonasteis, rompisteis vuestra promesa y no volví a saber más de vos, ni siquiera cuando regresé a buscaros y comencé a entrenarme con vuestro maestre.
La sonrisa ya se había salido de su rostro desde el mismo momento en que había comenzado su relato, y en su lugar se encontraba ahora una expresión inconclusa, una que no alcanzaba a ser tristeza y tampoco alcanzaba a ser enojo. Bien sabía el escocés que antes de la Sierra, sus ojos podían delatar mucho más de sus sentimientos de lo que él deseaba demostrar, ya no era de esa manera, pero un momento volvió a sentirse traicionado por su propia mirada, así que desvió los ojos hacia un costado y suspiró.
—Os busqué por mucho tiempo, no sólo a vos misma sino también a una mujer que se os pareciera… conocí a Lucius de ese modo. Ya había perdido las esperanzas y me había conformado con la paz y tranquilidad que me entregaba una humilde pintora, era lo que necesitaba en medio de toda la guerra que había decidido llevar a cabo, pero entonces apareció ella —volvió a posar sus orbes azules sobre las suyas —… tenía vuestra mirada; altiva, presuntuosa y caprichosa. De inmediato me sentí atraído, de inmediato pensé que alguna vez podría volver a sentir lo mismo que había sentido por vos, pero Lucius fue diferente…
Tragó saliva, aún le costaba hablar de su mujer sin verse atorado por ese molesto nudo en la garganta y esa pequeña punzada molesta en su cabeza, causada por el recuerdo de su muerte y todos los sentimientos sentidos en ese momento y después.
—Lucius poseía muchas cosas de vuestro carácter… pero conmigo siempre fue diferente, conmigo siempre hizo la diferencia. No sólo me hizo sentir único, me hizo sentir valioso, necesitado de una forma diferente. Ella podía vivir sin mi del mismo modo que yo podía vivir sin ella, sólo que sería distinto, muy distinto.
Volvió a llenar sus pulmones de aire, antes de dejarle escapar pesadamente. Hablar de ella dolía y agotaba como si acabase de salir de una batalla. La había amado con la vida, incluso al punto de destruirse a sí mismo al darle la muerte piadosa, pues es algo que había hecho y volvería a hacer si pudiera.
—La amaba… la amé tanto como pude amaros a vos si hubieseis decidido quedaros a mi lado, pero no lo hicisteis. Vos desaparecisteis por voluntad propia para solamente hoy volveros a cruzaros en mi camino y exigirme que os ame y os desee como si jamás hubiese pasado nada… pero pasó, pasó que vos me recogisteis del piso para armarme en vuestros brazos y luego echarme al piso en mil pedazos, pasó que buscándoos me enamoré de otra y le entregué mi vida, pasó que ahora me habéis pillado vacío, herido y desconfiado y sin importaros incluso mi palabra cuando os he dicho que me esperarais para poder sanarme de mis heridas, pues habéis intentado doblegar mi propia voluntad para conseguir lo que vos queríais… Así que perdonadme pues, si os he mordido Señora mía, pero no sé como esperáis que reaccione si os acercáis así de brusca y dominante a un lobo herido, que antes ya ha sido herido por vuestra merced.
Concluyó mirándole a los ojos, antes de guardar un par de segundos de silencio, mirándola, y así despegarse de su apoyo para acercarse un paso más hacia ella, un paso más a los que ella misma ya había cedido, sin despegar su mirada de la suya. Había llegado ya la intimidad de ese espacio personal al que ella tanto temía y al que él tanto buscaba.
—Ahora… No sigáis hablándome a mi de perdidas, orfandades y muertes, que de eso querida Pantera, podría yo daros clases a vos y esa mascota vuestra. Vuestra merced no es más peligrosa de lo que yo mismo soy para vos e imagino que eso ya lo tenéis claro.
Así era y así había sido. Tanto Jîldael como Valentino eran huérfanos, pero también lo había sido él, aunque no desde niño. Sin embargo, por perdidas familiares y de seres amados, él llevaba la ventaja; dos esposas y dos hijos, todos asesinados por sus propias manos, los primeros muertos por su orgullo y los segundos… los segundos aún no había querido cuestionarlos, pues aún dolía demasiado como para seguirse echando encima los motivos que les habían llevado por ese camino, pero bien ciertamente, aún sabía que también era parte de su misma culpa. Mas no deseaba seguir analizándose en ese instante, quería dejar las cosas claras para ambos, pues sabía que lo que decidieran esa tarde sería lo definitivo ya que él no iría a buscarle a Rusia y ella tampoco cruzaría el océano para llegar a Escocia, así que continuó:
—Os odio, por supuesto que os odio, pero vos nunca habéis preguntado el por qué.
Terminó en un susurro mientras su mano se alzaba para acariciarle una mejilla…
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Fecha de inscripción : 23/09/2012
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
"El llanto es a veces el modo de expresar las cosas que no pueden decirse con palabras.”
Concepción Arenal.
Concepción Arenal.
Suspiró, sinceramente agotada cuando comprendió que él no se marcharía, pero no le pidió que se fuera; ella misma había aceptado el inclemente juego al cerrar la puerta y separarlos del mundo por unos momentos más. “No”, quiso decirle,“no es con vuestros sentimientos que juego, Lobo, sino con los míos propios”, pensó, mientras él describía con lujo de detalles todos sus terribles delitos.
Y, lo peor, era que él tenía razón. Ella le había llamado amor; ella había traicionado a dos hombres a la vez; ella lo había abandonado, arrojándolo así a los brazos de la que ahora siempre sería la primera, dejando a la Pantera como el mísero segundo plato de consuelo.
— Ya veo… — musitó para sí misma — Así que, después de todo, sí me estáis castigando y sí me lo merezco. —
Quiso replicar, quiso defenderse. Decirle que había tenido miedo, miedo de sí misma por primera vez, miedo de él que la transformaba en otra persona, miedo de ponerles en peligro a él y al hijo (¡y para lo que había servido después de todo!). Ella nunca había sido honorable, hasta el día en que su padre se dejó asesinar sólo para salvarle la vida; aquél había sido el primer cincelazo en su alma. Desde entonces, procuraba cumplir (malamente muchas veces, a regañadientes, el resto) su palabra empeñada. No había pensado, ¿podría entender eso él? ¿Que ella no meditaba sus acciones? ¿Qué procedía en base a impulsos e intuiciones y arreglaba su carga en el camino? Había pagado siempre las consecuencias de sus acciones, pero no había moderado su intempestivo temple… hasta la muerte de Demian. Cuando le conoció… Pero eso ya era agua pasada, ¿qué sentido tenía traer ese amargo cáliz al presente? ¿Acaso no sabía Emerick que ella era plenamente consciente de todas las cosas en las que le había traicionado? Parecía que no sabía o que no era suficiente, mas ella no se quejó, pero tampoco evadió su mirada. La Pantera había vuelto, por fin, y no saldría corriendo. Las palabras del Hombre–Lobo volvieron a herirla, pero ella aguantó, orgullosa, digna, firme.
— Os busqué por mucho tiempo, no sólo a vos misma sino también a una mujer que se os pareciera… conocí a Lucius de ese modo… —
Y allí estaba de nuevo la enemiga infame, otra vez su fantasma riéndose en su cara, robándole la preciosa segunda oportunidad que parecía muerta antes siquiera de haber nacido. Quiso gritarle que no le importaba, que bien podía irse a llorar a su “amada” por el mundo entero que ella nada tenía que ver en el asunto. Pero no habría sido justo; Emerick tenía razón. Si él se había enamorado de otra, eso había sido exclusiva responsabilidad de Jîldael. Frunció el ceño y le tembló la comisura de los labios, pero no se rindió, como antes no se rindiera frente a su padre, su más digno contendiente y le oyó hablar de ella y vio el amor (¡el amor!) que siempre le profesaría a la muerta. Y deseó ser amada con esa fuerza, con esa infinita intensidad. Pero estaba perdida. Nunca sería amada de ese modo; ella misma había sido el verdugo de su amor. No se quejó. Era mejor así; podría abrazar su causa sin culpas; podría asesinar, chantajear y torturar si era preciso y jamás tendría que temer que alguien pagara el precio de sus actos. A diferencia de Emerick, ella sí sería libre para consumar su venganza.
Así fue que dio otro paso hacia la perdición de su alma, de lo poco que quedaba de luz en su interior.
Vio sufrir al Lobo y su alma, casi yerta, se revolcó del dolor ajeno y deseó acogerlo en su regazo, ofrecerle consuelo y protegerlo de sí mismo, pero la Felina no se movió, ni demostró en su frío rostro ningún gesto que delatara sus verdaderas emociones; había levantado, al cabo de ese largo y terrible día, el primero de sus muros; si podía parapetarse tras ellos, de seguro podría seguir adelante sin ese molesto sentimiento que era la contrición. Le oyó, ¡claro que le oyó y qué hondo calaron las palabras del Duque en el alma de la Cambiante! Pero su faz era un desierto aparente y de ello, sonrió amargamente en su interior, se sintió del todo satisfecha.
Parecía que una eternidad había transcurrido de ese instante en que él le llamara vida, en que le permitiera rozar su alma. Ahora, por el contrario, estaban en veredas opuestas, al borde de convertirse en enemigos, si no de seguro en extraños. Qué cúmulo de frías emociones les separaban ahora, tan intensas que parecía imposible que antes hubieran estado unidos en la confianza y la calidez del descanso. Así daban cuenta las gélidas, acusadoras palabras del Licántropo:
— Ahora… No sigáis hablándome a mi de perdidas, orfandades y muertes, que de eso querida Pantera, podría yo daros clases a vos y esa mascota vuestra. Vuestra merced no es más peligrosa de lo que yo mismo soy para vos e imagino que eso ya lo tenéis claro. —
Ella rió, descarada, socarrona y le clavó la fría mirada:
— A diferencia de vos, “Duque”, yo no deseo haceros daños. No busco flagelaros como compensación de alguna vieja afrenta. A diferencia de vos, yo os haría daño sin desearlo; claro, el resultado es el mismo, que al contrario de vuestra merced, yo nunca he deseado vuestro sufrimiento. Así que no me comparéis con vos. — escupió ante tanto rencoroso veneno; no pudo acallar esas palabras y, sin embargo, era como si se las hubiera llevado el viento.
Y era que el Lobo volvía a la carga, reduciendo las distancias, robándole el aire, disminuyendo su fuerza, amedrentando a su voluntad. Se le llenaron los ojos de lágrimas, herido el orgullo que no podía resistirse a él. Sabía qué clase de vida le esperaba sin él y ya no le temía; había hecho su elección y correría en pos de ella sin la menor culpa… Pero, ¿por qué él podía derribar sus defensas? Necesitaba desprenderse de todo sentimiento y debilidad; necesitaba ser una roca… Y entonces Emerick venía y derrumbaba todas sus nobles intenciones, empujándola al olvidado acto de suplicar a un Dios ajeno e indiferente que por favor le diera una oportunidad, una sola oportunidad de poder amarlo, de poder caminar a su lado, como su mujer. No llegó a verbalizar ese pensamiento, no era estúpida, pero lo deseó, lo invocó, desesperada, mientras el Can se acercaba a ella y la acorralaba en apenas dos o tres pasos:
— Os odio, por supuesto que os odio, pero vos nunca habéis preguntado el por qué. — susurró en un tono de voz tan cálido, tan gentil, como gentil fue la mano que se apoyó en su mejilla que Jîldael pensó, por un momento, que estaba soñando. ¿Cómo podían las palabras ser tan distintas de los gestos? ¿A qué debía creerle? ¿A sus palabras? ¿A sus actos? Obedeció, porque no se puede tentar a un gato con la curiosidad y pretender que la resista. Había un sinfín de cosas que quería espetarle, con la misma furiosa indiferencia de unos momentos antes, pero sólo una frase salió de sus labios, al tiempo que su mano cubría la mano de Emerick y su mejilla se permitía descansar en él, mientras volvía a traicionarse y un par de lágrimas silenciosas se escapaban de su mirada ahora serena:
— ¿Por qué? —
***
Y, lo peor, era que él tenía razón. Ella le había llamado amor; ella había traicionado a dos hombres a la vez; ella lo había abandonado, arrojándolo así a los brazos de la que ahora siempre sería la primera, dejando a la Pantera como el mísero segundo plato de consuelo.
— Ya veo… — musitó para sí misma — Así que, después de todo, sí me estáis castigando y sí me lo merezco. —
Quiso replicar, quiso defenderse. Decirle que había tenido miedo, miedo de sí misma por primera vez, miedo de él que la transformaba en otra persona, miedo de ponerles en peligro a él y al hijo (¡y para lo que había servido después de todo!). Ella nunca había sido honorable, hasta el día en que su padre se dejó asesinar sólo para salvarle la vida; aquél había sido el primer cincelazo en su alma. Desde entonces, procuraba cumplir (malamente muchas veces, a regañadientes, el resto) su palabra empeñada. No había pensado, ¿podría entender eso él? ¿Que ella no meditaba sus acciones? ¿Qué procedía en base a impulsos e intuiciones y arreglaba su carga en el camino? Había pagado siempre las consecuencias de sus acciones, pero no había moderado su intempestivo temple… hasta la muerte de Demian. Cuando le conoció… Pero eso ya era agua pasada, ¿qué sentido tenía traer ese amargo cáliz al presente? ¿Acaso no sabía Emerick que ella era plenamente consciente de todas las cosas en las que le había traicionado? Parecía que no sabía o que no era suficiente, mas ella no se quejó, pero tampoco evadió su mirada. La Pantera había vuelto, por fin, y no saldría corriendo. Las palabras del Hombre–Lobo volvieron a herirla, pero ella aguantó, orgullosa, digna, firme.
— Os busqué por mucho tiempo, no sólo a vos misma sino también a una mujer que se os pareciera… conocí a Lucius de ese modo… —
Y allí estaba de nuevo la enemiga infame, otra vez su fantasma riéndose en su cara, robándole la preciosa segunda oportunidad que parecía muerta antes siquiera de haber nacido. Quiso gritarle que no le importaba, que bien podía irse a llorar a su “amada” por el mundo entero que ella nada tenía que ver en el asunto. Pero no habría sido justo; Emerick tenía razón. Si él se había enamorado de otra, eso había sido exclusiva responsabilidad de Jîldael. Frunció el ceño y le tembló la comisura de los labios, pero no se rindió, como antes no se rindiera frente a su padre, su más digno contendiente y le oyó hablar de ella y vio el amor (¡el amor!) que siempre le profesaría a la muerta. Y deseó ser amada con esa fuerza, con esa infinita intensidad. Pero estaba perdida. Nunca sería amada de ese modo; ella misma había sido el verdugo de su amor. No se quejó. Era mejor así; podría abrazar su causa sin culpas; podría asesinar, chantajear y torturar si era preciso y jamás tendría que temer que alguien pagara el precio de sus actos. A diferencia de Emerick, ella sí sería libre para consumar su venganza.
Así fue que dio otro paso hacia la perdición de su alma, de lo poco que quedaba de luz en su interior.
Vio sufrir al Lobo y su alma, casi yerta, se revolcó del dolor ajeno y deseó acogerlo en su regazo, ofrecerle consuelo y protegerlo de sí mismo, pero la Felina no se movió, ni demostró en su frío rostro ningún gesto que delatara sus verdaderas emociones; había levantado, al cabo de ese largo y terrible día, el primero de sus muros; si podía parapetarse tras ellos, de seguro podría seguir adelante sin ese molesto sentimiento que era la contrición. Le oyó, ¡claro que le oyó y qué hondo calaron las palabras del Duque en el alma de la Cambiante! Pero su faz era un desierto aparente y de ello, sonrió amargamente en su interior, se sintió del todo satisfecha.
Parecía que una eternidad había transcurrido de ese instante en que él le llamara vida, en que le permitiera rozar su alma. Ahora, por el contrario, estaban en veredas opuestas, al borde de convertirse en enemigos, si no de seguro en extraños. Qué cúmulo de frías emociones les separaban ahora, tan intensas que parecía imposible que antes hubieran estado unidos en la confianza y la calidez del descanso. Así daban cuenta las gélidas, acusadoras palabras del Licántropo:
— Ahora… No sigáis hablándome a mi de perdidas, orfandades y muertes, que de eso querida Pantera, podría yo daros clases a vos y esa mascota vuestra. Vuestra merced no es más peligrosa de lo que yo mismo soy para vos e imagino que eso ya lo tenéis claro. —
Ella rió, descarada, socarrona y le clavó la fría mirada:
— A diferencia de vos, “Duque”, yo no deseo haceros daños. No busco flagelaros como compensación de alguna vieja afrenta. A diferencia de vos, yo os haría daño sin desearlo; claro, el resultado es el mismo, que al contrario de vuestra merced, yo nunca he deseado vuestro sufrimiento. Así que no me comparéis con vos. — escupió ante tanto rencoroso veneno; no pudo acallar esas palabras y, sin embargo, era como si se las hubiera llevado el viento.
Y era que el Lobo volvía a la carga, reduciendo las distancias, robándole el aire, disminuyendo su fuerza, amedrentando a su voluntad. Se le llenaron los ojos de lágrimas, herido el orgullo que no podía resistirse a él. Sabía qué clase de vida le esperaba sin él y ya no le temía; había hecho su elección y correría en pos de ella sin la menor culpa… Pero, ¿por qué él podía derribar sus defensas? Necesitaba desprenderse de todo sentimiento y debilidad; necesitaba ser una roca… Y entonces Emerick venía y derrumbaba todas sus nobles intenciones, empujándola al olvidado acto de suplicar a un Dios ajeno e indiferente que por favor le diera una oportunidad, una sola oportunidad de poder amarlo, de poder caminar a su lado, como su mujer. No llegó a verbalizar ese pensamiento, no era estúpida, pero lo deseó, lo invocó, desesperada, mientras el Can se acercaba a ella y la acorralaba en apenas dos o tres pasos:
— Os odio, por supuesto que os odio, pero vos nunca habéis preguntado el por qué. — susurró en un tono de voz tan cálido, tan gentil, como gentil fue la mano que se apoyó en su mejilla que Jîldael pensó, por un momento, que estaba soñando. ¿Cómo podían las palabras ser tan distintas de los gestos? ¿A qué debía creerle? ¿A sus palabras? ¿A sus actos? Obedeció, porque no se puede tentar a un gato con la curiosidad y pretender que la resista. Había un sinfín de cosas que quería espetarle, con la misma furiosa indiferencia de unos momentos antes, pero sólo una frase salió de sus labios, al tiempo que su mano cubría la mano de Emerick y su mejilla se permitía descansar en él, mientras volvía a traicionarse y un par de lágrimas silenciosas se escapaban de su mirada ahora serena:
— ¿Por qué? —
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 09/09/2011
Localización : Junto a mi Maestre... aquí o allá...
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”En cualquier momento de decisión lo mejor es hacer lo correcto, luego lo incorrecto, y lo peor es no hacer nada.”
Theodore Roosevelt
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Emerick nunca había sido bueno leyendo a las mujeres, siempre en su juventud habían tenido que ser sus amigos quienes le dijeran cuando una chica demostraba estar interesada y, en sus relaciones pasadas, tampoco había sido bueno adivinando situaciones si acaso no le hablaban directamente de ellas. Sin embargo, esta vez pudo leer a Jîldael con tal claridad que no supo si acaso ella estaba siendo demasiado obvia o es que contaba con la ventaja de que momentos antes ella misma le hubiese confesado su amor.
Le sintió estremecerse entre sus dedos como la más inocente de las quinceañeras. No pudo evitarlo, miró a sus labios como acto reflejo, como si esperara ver en ellos el deseo de un nuevo beso, mas un par de lágrimas cayeron en su contorno e hicieron que sus ojos volviesen a subir a los ajenos ¿por qué lloraba? No vio angustia ni tristeza en su mirada, mas bien calma y paz, como si aquellas lagrimas se le hubiesen escapado de manera involuntaria, producto de alguna emoción, pero ¿cuál emoción?
Dudó por un par de segundos y se mordió los labios de la intriga, mas la caricia en su mano y la intensidad de su mirada le hizo recordar una vez más que ella esperaba una respuesta. Emerick sonrió, iba a ser sincero, después de todo siempre deseaba serlo, pero entonces se percató de que si lo hacía, ella podría caer aún más ilusionada, y si se iba…
No, no quería que se fuera, quería retenerla.
¿Por qué?
Era el momento de preguntarse a si mismo.
Tenía un par de razones; la más fuerte era producto de un sentimiento egoísta. Inmaduramente no deseaba que se fuese con ese otro lobo y no precisamente porque sintiera celos, era algo así como si le doliera el ego que ella se marchara de su lado después de todo lo que había pasado por ella, aún cuando ya fuese parte del pasado. La sentía como una tarea pendiente, como eso que siempre quiso cuando niño y nunca pudo tener, mas ahora de grande, aun cuando ya no le fuesen esas cosas, deseaba tenerla para así satisfacer sus deseos de la infancia. Le gustaba físicamente, su belleza siempre había llamado su atención y, bien sabía, que no sólo la suya. Era, además, una buena luchadora, lo sabía aunque jamás había llegado a pelear verdaderamente con ella, Jîldael había vivido una vida con el Maestre y a él sí que le había probado, pues él mismo le había entrenado cuando hubo necesitado aprender más de las debilidades de los cuerpos enemigos durante la era de la Alianza.
Era pues, por varios motivos, tanto infantiles como prácticos, que la Pantera le servía más a su lado que lejos de éste. Sonaba frío para los ojos de cualquiera, pero es que en verdad el corazón del Duque estaba ya demasiado congelado como para sentir por alguien más o invitar más bondad a sus decisiones. Aún así, llegó a pensar que si tal vez le tuviera a su lado, podría llegar a cambiar nuevamente y recuperarse a sí mismo, lo cual ya era en parte un pensamiento noble, pues para eso necesitaba primero quererla verdaderamente. Sin embargo, no dejaba —por el momento— de ser un nuevo análisis practico entre las ventajas y desventajas que podría traer convencer a la Pantera de quedarse a su lado.
—Siempre aparecéis para desterrarme del luto —sonrió —. Siempre aparecéis cuando más dolido estoy por la pérdida y más culpable me siento de desearos a mi lado. Aparecéis, como siempre, para danzar sobre los restos de mi temple y los naufragios de mi honor.
Era verdad, Jîldael siempre aparecía para atraerle en sus redes cuando él deseaba guardarse un tiempo más como respeto a sus muertos. No obstante, ambas veces habían sido diferentes; en la primera de ellas había caído como polilla atrapada por la luz de la vela, jamás había amado a su esposa como una mujer sino más bien como su mejor amiga, por eso Jîldael había sido su pasión y perdición, le había deseado como a nadie en la vida y le había dejado sin nada, perdido en el naufragio de su propia soledad y culpa, en cambio ahora, ahora ella la perdida y él quien se regodeaba en la decisión de invitarla en su barco o dejar que otro más le recogiera.
Aún la deseaba, sí, pero lo hacía de manera diferente, mas por conveniencia, por orgullo y burdas esperanzas, pero tal vez… sólo tal vez…
—Habéis sido, y seguís siendo, mi más desdichada perdición.
Le acarició sólo con un dedo en aquella mejilla retenida y luego le tomó firme, antes de que su mirada dudara una vez más entre sus ojos y su boca. Una vez más la deseaba, aun cuando esta vez sabía porque lo hacía, el sentimiento era el mismo; las ganas, el nerviosismo, las ansias.
—Jîldael… —susurró su nombre sólo por el simple placer de saborearlo en su boca —la inoportuna...
Y entonces le besó…
Le sintió estremecerse entre sus dedos como la más inocente de las quinceañeras. No pudo evitarlo, miró a sus labios como acto reflejo, como si esperara ver en ellos el deseo de un nuevo beso, mas un par de lágrimas cayeron en su contorno e hicieron que sus ojos volviesen a subir a los ajenos ¿por qué lloraba? No vio angustia ni tristeza en su mirada, mas bien calma y paz, como si aquellas lagrimas se le hubiesen escapado de manera involuntaria, producto de alguna emoción, pero ¿cuál emoción?
Dudó por un par de segundos y se mordió los labios de la intriga, mas la caricia en su mano y la intensidad de su mirada le hizo recordar una vez más que ella esperaba una respuesta. Emerick sonrió, iba a ser sincero, después de todo siempre deseaba serlo, pero entonces se percató de que si lo hacía, ella podría caer aún más ilusionada, y si se iba…
No, no quería que se fuera, quería retenerla.
¿Por qué?
Era el momento de preguntarse a si mismo.
Tenía un par de razones; la más fuerte era producto de un sentimiento egoísta. Inmaduramente no deseaba que se fuese con ese otro lobo y no precisamente porque sintiera celos, era algo así como si le doliera el ego que ella se marchara de su lado después de todo lo que había pasado por ella, aún cuando ya fuese parte del pasado. La sentía como una tarea pendiente, como eso que siempre quiso cuando niño y nunca pudo tener, mas ahora de grande, aun cuando ya no le fuesen esas cosas, deseaba tenerla para así satisfacer sus deseos de la infancia. Le gustaba físicamente, su belleza siempre había llamado su atención y, bien sabía, que no sólo la suya. Era, además, una buena luchadora, lo sabía aunque jamás había llegado a pelear verdaderamente con ella, Jîldael había vivido una vida con el Maestre y a él sí que le había probado, pues él mismo le había entrenado cuando hubo necesitado aprender más de las debilidades de los cuerpos enemigos durante la era de la Alianza.
Era pues, por varios motivos, tanto infantiles como prácticos, que la Pantera le servía más a su lado que lejos de éste. Sonaba frío para los ojos de cualquiera, pero es que en verdad el corazón del Duque estaba ya demasiado congelado como para sentir por alguien más o invitar más bondad a sus decisiones. Aún así, llegó a pensar que si tal vez le tuviera a su lado, podría llegar a cambiar nuevamente y recuperarse a sí mismo, lo cual ya era en parte un pensamiento noble, pues para eso necesitaba primero quererla verdaderamente. Sin embargo, no dejaba —por el momento— de ser un nuevo análisis practico entre las ventajas y desventajas que podría traer convencer a la Pantera de quedarse a su lado.
—Siempre aparecéis para desterrarme del luto —sonrió —. Siempre aparecéis cuando más dolido estoy por la pérdida y más culpable me siento de desearos a mi lado. Aparecéis, como siempre, para danzar sobre los restos de mi temple y los naufragios de mi honor.
Era verdad, Jîldael siempre aparecía para atraerle en sus redes cuando él deseaba guardarse un tiempo más como respeto a sus muertos. No obstante, ambas veces habían sido diferentes; en la primera de ellas había caído como polilla atrapada por la luz de la vela, jamás había amado a su esposa como una mujer sino más bien como su mejor amiga, por eso Jîldael había sido su pasión y perdición, le había deseado como a nadie en la vida y le había dejado sin nada, perdido en el naufragio de su propia soledad y culpa, en cambio ahora, ahora ella la perdida y él quien se regodeaba en la decisión de invitarla en su barco o dejar que otro más le recogiera.
Aún la deseaba, sí, pero lo hacía de manera diferente, mas por conveniencia, por orgullo y burdas esperanzas, pero tal vez… sólo tal vez…
—Habéis sido, y seguís siendo, mi más desdichada perdición.
Le acarició sólo con un dedo en aquella mejilla retenida y luego le tomó firme, antes de que su mirada dudara una vez más entre sus ojos y su boca. Una vez más la deseaba, aun cuando esta vez sabía porque lo hacía, el sentimiento era el mismo; las ganas, el nerviosismo, las ansias.
—Jîldael… —susurró su nombre sólo por el simple placer de saborearlo en su boca —la inoportuna...
Y entonces le besó…
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
"El más bello instante del amor, el único que verdaderamente nos embriaga, es este preludio: el beso.”
Paul Géraldy
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Le sintió dibujarle el rostro con la mirada, cual eximio artista ante el boceto de su obra y supo, herida en ese herido orgullo de su alma mil veces fragmentada, que él podía leer sus emociones con la certeza absoluta de la verdad que ella intentaba esconder. Y la Pantera azotó la cola, furiosa. ¡No, Jîldael! ¡No abandonéis vuestros parapetos, quedaos tras las almenaras, oteando el horizonte!
Pero ella ya no escuchaba la voz de su consciencia, pues cada fibra de su ser anhelaba la respuesta del Duque. Necesitaba saber, no sólo por el malsano hábito de la curiosidad, tan propio de su condición Felina (bien lo rescataba la sabiduría popular), sino porque necesitaba la paz del entendimiento.
Quizás si él se lo explicaba, con paciencia y tranquilidad, ella comprendería qué era lo que había hecho (más allá de su reverenda cobardía) para ser acreedora de todo el rencor que el alma lupina parecía tener empozada dentro de sí. Por eso, dejó que su razón pataleara lejos, como si de alguna forma a esa parte de sí misma también la hubiera dejado fuera de ese cuarto. ¡Fue tan simple quedarse a oírlo! Esa mano en su rostro, esa expresión inescrutable y la cercanía de su cuerpo, todo pesaba más que el hecho innegable de que Emerick era quizás la única persona que podía herirla de muerte sin hacerle ningún rasguño.
Y esperó a que él mismo decidiera volver a hablar, al cabo de ese largo escrutinio visual. Le vio morderse los labios y fruncir el ceño, pero no pudo comprender ese gesto; se sonrojó, porque algo en el Can le hizo sentirse pequeña y, peor aún, común y corriente, y volvió a sentirse pobre, como en el jardín; retrocedió un paso, pequeño, imperceptible, pero digno; quería ser fuerte, pese a todo. Emerick, no obstante, no le soltó el rostro, sino que la retuvo con ese sólo gesto y la inmovilizó con un simple movimiento de su pulgar.
Era increíble la mar de sensaciones que liberaba un acto tan simple como ése, pero ella fue capaz de retenerlo todo en su interior, de mantener la alerta, de no perderse, al menos no aún.
— Siempre aparecéis para desterrarme del luto — una sonrisa triste se le dibujó en el varonil rostro y la Cambiante tuvo que apretarle la mano para resistir el instinto de acariciarle la mejilla, y darle consuelo. Todavía, pese a todo su amor, estaba dolida por los hechos recientes. Era, después de todo, una gata, ¿qué más se le podía pedir? — Siempre aparecéis cuando más dolido estoy por la pérdida y más culpable me siento de desearos a mi lado. Aparecéis, como siempre, para danzar sobre los restos de mi temple y los naufragios de mi honor. —
Y con esas palabras, con la sinceridad de su mirada honda e insondable, Jîldael sintió que recuperaba su paz, que podía aceptar la pérdida, que, por fin, estaba preparada para dejarlo irse de su vida, pues sus argumentos le parecían lógicos y respetables. Era todo cierto, pensó; no podía discutirle que se habían encontrado ambas veces cuando él estaba más fragmentado que ella; tampoco era falso que ella, intentando merecerlo, lo había empujado lejos de sí. Que ella, y nadie más que ella, había sido la propia artífice de su destino. ¿Qué podía reclamarle? ¿Qué podía enrostrarle? Nada.
— Habéis sido, y seguís siendo, mi más desdichada perdición… — agregó el Licántropo, también en paz, casi como si fuera un halago, más que una acusación y Jîldael no pudo reprimir una suave sonrisa de complicidad — Jîldael… la inoportuna… — sentenció, sin otra intención que la de su cruda honestidad.
Y entonces la besó.
Y ella no quiso irse de su lado jamás, aunque supiera que era el único camino correcto.
Por el contrario, y a su vez, tan propio de su temperamento, Jîldael abandonó toda razón y se arrojó a los labios del hombre que amaba, que siempre amaría. Claudicó una vez más, pero no de manera rastrera y sumisa. Se rindió porque deseaba capitular ante sus labios. Se dejó vencer porque quería besarlo, porque lo amaba. Lo que viniera después de ese beso infinito, incontable, invaluable, se lo bancaría sin el menor reclamo; se lo habría merecido, y no se arrepentiría.
Por fin, imbuida de una fuerza nueva, de una calidez tranquila, todo su cuerpo y toda su alma reaccionaron en conjunto ante el beso del Hombre–Lobo. La Cambiante no se quedó quieta, como florecita de Corte, sino que le cogió el rostro con ambas manos, así como él la sostenía a ella y respondió al beso, y le dio vida nueva y lo extendió en su fugaz existencia, como el impulso postrer del destello de una supernova. Lo besó con amor y sin culpas, como si ese beso fuera el redentor de todas las culpas del Lobo y la Pantera; lo besó, feliz, con su alma totalmente serena.
Porque, sin importar cómo terminara ese día, por fin, había paz en su corazón.
Y esa paz, por fin, se la había dado el hombre que más amaba en su vida.
***
Pero ella ya no escuchaba la voz de su consciencia, pues cada fibra de su ser anhelaba la respuesta del Duque. Necesitaba saber, no sólo por el malsano hábito de la curiosidad, tan propio de su condición Felina (bien lo rescataba la sabiduría popular), sino porque necesitaba la paz del entendimiento.
Quizás si él se lo explicaba, con paciencia y tranquilidad, ella comprendería qué era lo que había hecho (más allá de su reverenda cobardía) para ser acreedora de todo el rencor que el alma lupina parecía tener empozada dentro de sí. Por eso, dejó que su razón pataleara lejos, como si de alguna forma a esa parte de sí misma también la hubiera dejado fuera de ese cuarto. ¡Fue tan simple quedarse a oírlo! Esa mano en su rostro, esa expresión inescrutable y la cercanía de su cuerpo, todo pesaba más que el hecho innegable de que Emerick era quizás la única persona que podía herirla de muerte sin hacerle ningún rasguño.
Y esperó a que él mismo decidiera volver a hablar, al cabo de ese largo escrutinio visual. Le vio morderse los labios y fruncir el ceño, pero no pudo comprender ese gesto; se sonrojó, porque algo en el Can le hizo sentirse pequeña y, peor aún, común y corriente, y volvió a sentirse pobre, como en el jardín; retrocedió un paso, pequeño, imperceptible, pero digno; quería ser fuerte, pese a todo. Emerick, no obstante, no le soltó el rostro, sino que la retuvo con ese sólo gesto y la inmovilizó con un simple movimiento de su pulgar.
Era increíble la mar de sensaciones que liberaba un acto tan simple como ése, pero ella fue capaz de retenerlo todo en su interior, de mantener la alerta, de no perderse, al menos no aún.
— Siempre aparecéis para desterrarme del luto — una sonrisa triste se le dibujó en el varonil rostro y la Cambiante tuvo que apretarle la mano para resistir el instinto de acariciarle la mejilla, y darle consuelo. Todavía, pese a todo su amor, estaba dolida por los hechos recientes. Era, después de todo, una gata, ¿qué más se le podía pedir? — Siempre aparecéis cuando más dolido estoy por la pérdida y más culpable me siento de desearos a mi lado. Aparecéis, como siempre, para danzar sobre los restos de mi temple y los naufragios de mi honor. —
Y con esas palabras, con la sinceridad de su mirada honda e insondable, Jîldael sintió que recuperaba su paz, que podía aceptar la pérdida, que, por fin, estaba preparada para dejarlo irse de su vida, pues sus argumentos le parecían lógicos y respetables. Era todo cierto, pensó; no podía discutirle que se habían encontrado ambas veces cuando él estaba más fragmentado que ella; tampoco era falso que ella, intentando merecerlo, lo había empujado lejos de sí. Que ella, y nadie más que ella, había sido la propia artífice de su destino. ¿Qué podía reclamarle? ¿Qué podía enrostrarle? Nada.
— Habéis sido, y seguís siendo, mi más desdichada perdición… — agregó el Licántropo, también en paz, casi como si fuera un halago, más que una acusación y Jîldael no pudo reprimir una suave sonrisa de complicidad — Jîldael… la inoportuna… — sentenció, sin otra intención que la de su cruda honestidad.
Y entonces la besó.
Y ella no quiso irse de su lado jamás, aunque supiera que era el único camino correcto.
Por el contrario, y a su vez, tan propio de su temperamento, Jîldael abandonó toda razón y se arrojó a los labios del hombre que amaba, que siempre amaría. Claudicó una vez más, pero no de manera rastrera y sumisa. Se rindió porque deseaba capitular ante sus labios. Se dejó vencer porque quería besarlo, porque lo amaba. Lo que viniera después de ese beso infinito, incontable, invaluable, se lo bancaría sin el menor reclamo; se lo habría merecido, y no se arrepentiría.
Por fin, imbuida de una fuerza nueva, de una calidez tranquila, todo su cuerpo y toda su alma reaccionaron en conjunto ante el beso del Hombre–Lobo. La Cambiante no se quedó quieta, como florecita de Corte, sino que le cogió el rostro con ambas manos, así como él la sostenía a ella y respondió al beso, y le dio vida nueva y lo extendió en su fugaz existencia, como el impulso postrer del destello de una supernova. Lo besó con amor y sin culpas, como si ese beso fuera el redentor de todas las culpas del Lobo y la Pantera; lo besó, feliz, con su alma totalmente serena.
Porque, sin importar cómo terminara ese día, por fin, había paz en su corazón.
Y esa paz, por fin, se la había dado el hombre que más amaba en su vida.
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”¿Es usted un demonio? Soy un hombre. Y por lo tanto tengo dentro de mí todos los demonios.”
Gilbert Keith Chesterton
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Y así… fue como Jîldael del Balzo y Tolosa firmó su sentencia.
Emerick no quería condenarla, al menos no por voluntad propia, pues precisamente era fuerza de voluntad lo que le faltaba en esos momentos; sólo un poco más de esfuerzo y claridad para dejarla ir y escapar de sus brazos a una vida menos tortuosa que la que en su actual panorama podía ofrecerle. Estaba consciente del daño que podría hacerle y también de que lo mejor hubiese sido alejarse, pero ya simplemente no deseaba luchar contra sus demonios interiores, aún cuando una parte importante de sí deseaba sacarlos afuera.
Era como si por un momento hubiese podido sentir sus demonios dentro, comiéndole la cabeza desde sus propias entrañas. Matar a Lucius, y casi morirse él mismo, había sido como viajar a través de la muerte de manera consciente, cuando el terror le había hecho desear alejarse lo más rápido posible, pero la misma muerte le seguía día a día, después de ese día; le absorbía y le atrapara con su manto a cada segundo, cada instante de su vida. Vivía en una especie del calma aparente, llena de temor ante un nuevo ataque, ante ser él una vez más el verdugo de otros, ante volver a amar y a matar por su misma mano. No, Jîldael jamás le entendía y tampoco ese tal Valentino, perder a sus seres amados por terceros no era lo mismo que perderlos por sí mismo… ya dos veces.
No podía amar, no podía… Estaba maldito…
Le sintió besarle con la necesidad de un ultimo beso, aferrarse a él como naufrago al tronco hueco y desearle como solo una mujer enamorada es capaz de hacer. Un pequeña punzada de culpabilidad se clavó en lo más oscuro de conciencia, pero pronto fue ahogada por esa misma oscuridad.
No podía amar, no podía… Estaba maldito…
Jîldael sería una buena soldado, un guardaespaldas que estaría dispuesto a entregar todo de sí, incluso la vida, sin llegar a dudarlo y a cambio de nada. Había sido entrenada por Charles y eso le volvía aún más valiosa, mas aún, aún cabía la posibilidad, la pequeña posibilidad de que pudiese ayudarle a recuperarse a sí mismo. Intereses, meros intereses, pero es que su corazón ya no tenía la fuerza de interponerse a su cabeza. Estaba roto, descompuesto, y era mejor verle de ese modo.
No podía amar, no podía… Estaba maldito…
—Quedaos conmigo —susurró sobre su boca, aún sin despegarse de sus mejillas —. Huiremos de Francia si así lo deseáis, pero quedaos conmigo, a mi lado, así como yo quedaré al vuestro.
Quería decirle ¡Cómo quería decirle que huyera! pero las palabras no salieron más de su boca. Quería protegerla, pero a su vez deseaba también aferrarse a ella como niño asustado de sus propios demonios, y entonces fue cuando él también se sintió indigno. Desvío su mirada, escondiendo aquel gesto de temor bajo una postura romántica, pues apoyó su frente con la suya y cerró los ojos como si disfrutara de aquel contacto, como si de verdad no quisiese alejarse de ella, pero quería… y a la vez no.
Estaba maldito…
Si ella le miraba a los ojos, si ella lograba ver lo que había dentro, su oscuridad, su vacío. No, no podía… Estaba maldito…
Maldito…
Emerick no quería condenarla, al menos no por voluntad propia, pues precisamente era fuerza de voluntad lo que le faltaba en esos momentos; sólo un poco más de esfuerzo y claridad para dejarla ir y escapar de sus brazos a una vida menos tortuosa que la que en su actual panorama podía ofrecerle. Estaba consciente del daño que podría hacerle y también de que lo mejor hubiese sido alejarse, pero ya simplemente no deseaba luchar contra sus demonios interiores, aún cuando una parte importante de sí deseaba sacarlos afuera.
Era como si por un momento hubiese podido sentir sus demonios dentro, comiéndole la cabeza desde sus propias entrañas. Matar a Lucius, y casi morirse él mismo, había sido como viajar a través de la muerte de manera consciente, cuando el terror le había hecho desear alejarse lo más rápido posible, pero la misma muerte le seguía día a día, después de ese día; le absorbía y le atrapara con su manto a cada segundo, cada instante de su vida. Vivía en una especie del calma aparente, llena de temor ante un nuevo ataque, ante ser él una vez más el verdugo de otros, ante volver a amar y a matar por su misma mano. No, Jîldael jamás le entendía y tampoco ese tal Valentino, perder a sus seres amados por terceros no era lo mismo que perderlos por sí mismo… ya dos veces.
No podía amar, no podía… Estaba maldito…
Le sintió besarle con la necesidad de un ultimo beso, aferrarse a él como naufrago al tronco hueco y desearle como solo una mujer enamorada es capaz de hacer. Un pequeña punzada de culpabilidad se clavó en lo más oscuro de conciencia, pero pronto fue ahogada por esa misma oscuridad.
No podía amar, no podía… Estaba maldito…
Jîldael sería una buena soldado, un guardaespaldas que estaría dispuesto a entregar todo de sí, incluso la vida, sin llegar a dudarlo y a cambio de nada. Había sido entrenada por Charles y eso le volvía aún más valiosa, mas aún, aún cabía la posibilidad, la pequeña posibilidad de que pudiese ayudarle a recuperarse a sí mismo. Intereses, meros intereses, pero es que su corazón ya no tenía la fuerza de interponerse a su cabeza. Estaba roto, descompuesto, y era mejor verle de ese modo.
No podía amar, no podía… Estaba maldito…
—Quedaos conmigo —susurró sobre su boca, aún sin despegarse de sus mejillas —. Huiremos de Francia si así lo deseáis, pero quedaos conmigo, a mi lado, así como yo quedaré al vuestro.
Quería decirle ¡Cómo quería decirle que huyera! pero las palabras no salieron más de su boca. Quería protegerla, pero a su vez deseaba también aferrarse a ella como niño asustado de sus propios demonios, y entonces fue cuando él también se sintió indigno. Desvío su mirada, escondiendo aquel gesto de temor bajo una postura romántica, pues apoyó su frente con la suya y cerró los ojos como si disfrutara de aquel contacto, como si de verdad no quisiese alejarse de ella, pero quería… y a la vez no.
Estaba maldito…
Si ella le miraba a los ojos, si ella lograba ver lo que había dentro, su oscuridad, su vacío. No, no podía… Estaba maldito…
Maldito…
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
"El hombre inteligente habla con autoridad cuando dirige su propia vida.”
Platón
Platón
Pudo sentir, por primera vez, la obscura oquedad en la que se adentraba conforme ese beso moría. Parecía que, por primera vez, Emerick dejaba traslucir algo de ese espíritu negro que había ocultado con tanto éxito hasta antes de compartir la cama. Y era que, conforme el ósculo moría, la propia consciencia de Jîldael volvía a la superficie para recordarle que ese hombre –que ahora la envolvía tan tiernamente– era el mismo que tan solo unos momentos atrás la había roto en cuerpo y alma. Y las alertas de su instinto de conservación se alertaron y le impelieron a huir; pero esa lid, desatada en sus propios abismo, jamás trasuntó al plano de lo físico y, con toda certeza, el escocés jamás llegó a enterarse de semejantes cuitas.
Muy por el contrario, la impelía a quedarse con él, tentándola con el veneno disfrazado de néctar, como si el Infierno alguna vez pudiera asemejarse al Paraíso.
— … Huiremos de Francia si así lo deseáis, pero quedaos conmigo, a mi lado, así como yo quedaré al vuestro. — susurró, en un estremecimiento quedo, como si realmente y por alguna desconocida razón, más allá de su razón, la Cambiante tuviera algún incalculable valor para el Lobo. Como si, pese a todos sus rencores y reticencias, él pensara que de algún modo tenerla a su lado era algo cuyo riesgo valiera la pena correr.
No dijo nada más, parecía como si luchara contra sí mismo. Quizás, no podía saberlo, era la culpa de pedirle que se quedara con él, habiendo transcurrido hacía tan poco la muerte de su esposa; quizás, era el egoísmo infantil de impedirle irse con Valentino. ¡¿Quién sabía, a fin de cuentas, que obscuros secretos se escondían en los pensamientos y en el alma de Emerick?! De seguro, pensó la joven, el fantasma de Lucius (nunca podría olvidar ese nombre, a cuyo sonido siempre asociaría las palabras de “vacío” y “odio”) era lo que no le daba paz. Quizás, en la mente de Emerick, retener a la Felina era traicionar a su amada y todo lo que ella se había llevado con su muerte.
Y entonces, el orgullo de la Del Balzo afloró con todo su poder:
— ¡No os atreváis a creer que soy tonta! ¡Ni penséis que podéis engañarme como si no tuviera voluntad propia! — le espetó, molesta, al tiempo que rompía la calidez del abrazo con que él la sujetaba — Si vos, Monsieur, sois de mente tan divaga que ya habéis olvidado el trato que me disteis en esa cama que ahora está manchada con mi sangre, os aplaudo; pero yo no lo he olvidado. — replicó, con voz firme, falsamente tranquila (la Pantera rugía dentro de ella) — Me castigáis por las cuentas pendientes, me enrostráis vuestro justo odio, y no os he culpado por ello, pues entiendo mi delito en ambas causas… Pero, Lobo, llamadme egoísta (recordaréis que nunca lo he negado), acusadme incluso de ser cobarde (que ya lo he admitido), pero no os atreváis a insinuarme en mi cara que soy estúpida. ¡Eso no os lo perdono! — alzó una décima su tono de voz, luego de lo cual, le dio la espalda, enojada consigo misma, sabiendo que no resistiría su furia y su dolor y escaparían lejos de ella en la débil manifestación de las lágrimas. ¡No! ¡No debía mostrarse vulnerable!
Caminó hacia donde colgaban las distintas vestimentas, algunas de las cuales eran de su propiedad, acordes a su rango, y otras muchas, los incontables disfraces con que ocultaba su llamativa figura para poder escapar de la Inquisición. Deslizó su dedo por cada traje hasta que se decidió por un bonito y sencillo vestido de franela verde botella que la sindicaba como una simple mujer de clase media, esposa de algún prestamista emergente, por ejemplo. Lo sacó con parsimonia y lo llevó frente al espejo de cuerpo entero que había en la habitación; repitió el mismo proceso al momento de elegir zapatos y de escoger la capa con que acompañaría su atuendo. Sabía que Emerick la observaba, meditabundo, pero no la estaba viendo en realidad; su mirada estaba más allá de la Pantera; ¿dónde se iba la mente del Lican en esos momentos? Hubiera dado su vida por conocer sus pensamientos, por descubrir sus intenciones y, más aún, por tener un pequeño espacio dentro de ese corazón hondo y terrible.
Lo miró cuando él parecía mirarla y, en realidad, divagaba muy lejos de ella. ¡Qué tonto era el amor!, pensó en esos segundos, mientras lo observaba con suma atención. Se quitó el sayón que se había puesto en el apuro por evitar el enfrentamiento entre ambos Canes y permaneció desnuda unos instantes, mientras se calzaba la ropa interior para luego envolverse el talle con su corsé favorito. Sólo entonces caminó hacia Emerick y lo trajo de vuelta a ese cuartito:
— Ayudadme con esto, por favor. — le pidió, con fingida indiferencia, al tiempo que le ofrecía la espalda — Supongo que sabéis cómo atar un corsé. — señaló, y una pequeña carcajada se le escapó de los labios; la ira había quedado atrás. Recuperó la serenidad conquistada con tanto esfuerzo y pudo sentir esa oleada de calidez que experimentaba cuando estaba en paz consigo misma — Me quedaré con vuestra merced, Emerick. Sé lo que eso significa para mí, y no lamentaré nada… Pero… — dudó; quizás estaba tentando demasiado su suerte. Se giró a verle cuando él terminó de ajustar la prenda — Realmente necesito irme de Francia, ¿acaso estaréis dispuesto a iros conmigo, Lobo, al menos, a Baviera? ¿O acaso tenéis otro destino que nos sea más favorable que el frío nórdico? — le acarició el rostro y se alejó lo suficiente de él para coger el vestido y calárselo de una vez; volvió a darle la espalda — La moda de hoy en día, como veis, no me permite ser autosuficiente…, pero es de las pocas cosas en que aún necesito ayuda. — dijo, sólo para quitarle tensión a su pregunta.
Había saltado a la negrura que era el Licántropo. Y lo seguiría a dónde él le pidiera ir. Y no guardaba ninguna esperanza para sí.
Eso, después de todo, era paz.
***
Muy por el contrario, la impelía a quedarse con él, tentándola con el veneno disfrazado de néctar, como si el Infierno alguna vez pudiera asemejarse al Paraíso.
— … Huiremos de Francia si así lo deseáis, pero quedaos conmigo, a mi lado, así como yo quedaré al vuestro. — susurró, en un estremecimiento quedo, como si realmente y por alguna desconocida razón, más allá de su razón, la Cambiante tuviera algún incalculable valor para el Lobo. Como si, pese a todos sus rencores y reticencias, él pensara que de algún modo tenerla a su lado era algo cuyo riesgo valiera la pena correr.
No dijo nada más, parecía como si luchara contra sí mismo. Quizás, no podía saberlo, era la culpa de pedirle que se quedara con él, habiendo transcurrido hacía tan poco la muerte de su esposa; quizás, era el egoísmo infantil de impedirle irse con Valentino. ¡¿Quién sabía, a fin de cuentas, que obscuros secretos se escondían en los pensamientos y en el alma de Emerick?! De seguro, pensó la joven, el fantasma de Lucius (nunca podría olvidar ese nombre, a cuyo sonido siempre asociaría las palabras de “vacío” y “odio”) era lo que no le daba paz. Quizás, en la mente de Emerick, retener a la Felina era traicionar a su amada y todo lo que ella se había llevado con su muerte.
Y entonces, el orgullo de la Del Balzo afloró con todo su poder:
— ¡No os atreváis a creer que soy tonta! ¡Ni penséis que podéis engañarme como si no tuviera voluntad propia! — le espetó, molesta, al tiempo que rompía la calidez del abrazo con que él la sujetaba — Si vos, Monsieur, sois de mente tan divaga que ya habéis olvidado el trato que me disteis en esa cama que ahora está manchada con mi sangre, os aplaudo; pero yo no lo he olvidado. — replicó, con voz firme, falsamente tranquila (la Pantera rugía dentro de ella) — Me castigáis por las cuentas pendientes, me enrostráis vuestro justo odio, y no os he culpado por ello, pues entiendo mi delito en ambas causas… Pero, Lobo, llamadme egoísta (recordaréis que nunca lo he negado), acusadme incluso de ser cobarde (que ya lo he admitido), pero no os atreváis a insinuarme en mi cara que soy estúpida. ¡Eso no os lo perdono! — alzó una décima su tono de voz, luego de lo cual, le dio la espalda, enojada consigo misma, sabiendo que no resistiría su furia y su dolor y escaparían lejos de ella en la débil manifestación de las lágrimas. ¡No! ¡No debía mostrarse vulnerable!
Caminó hacia donde colgaban las distintas vestimentas, algunas de las cuales eran de su propiedad, acordes a su rango, y otras muchas, los incontables disfraces con que ocultaba su llamativa figura para poder escapar de la Inquisición. Deslizó su dedo por cada traje hasta que se decidió por un bonito y sencillo vestido de franela verde botella que la sindicaba como una simple mujer de clase media, esposa de algún prestamista emergente, por ejemplo. Lo sacó con parsimonia y lo llevó frente al espejo de cuerpo entero que había en la habitación; repitió el mismo proceso al momento de elegir zapatos y de escoger la capa con que acompañaría su atuendo. Sabía que Emerick la observaba, meditabundo, pero no la estaba viendo en realidad; su mirada estaba más allá de la Pantera; ¿dónde se iba la mente del Lican en esos momentos? Hubiera dado su vida por conocer sus pensamientos, por descubrir sus intenciones y, más aún, por tener un pequeño espacio dentro de ese corazón hondo y terrible.
Lo miró cuando él parecía mirarla y, en realidad, divagaba muy lejos de ella. ¡Qué tonto era el amor!, pensó en esos segundos, mientras lo observaba con suma atención. Se quitó el sayón que se había puesto en el apuro por evitar el enfrentamiento entre ambos Canes y permaneció desnuda unos instantes, mientras se calzaba la ropa interior para luego envolverse el talle con su corsé favorito. Sólo entonces caminó hacia Emerick y lo trajo de vuelta a ese cuartito:
— Ayudadme con esto, por favor. — le pidió, con fingida indiferencia, al tiempo que le ofrecía la espalda — Supongo que sabéis cómo atar un corsé. — señaló, y una pequeña carcajada se le escapó de los labios; la ira había quedado atrás. Recuperó la serenidad conquistada con tanto esfuerzo y pudo sentir esa oleada de calidez que experimentaba cuando estaba en paz consigo misma — Me quedaré con vuestra merced, Emerick. Sé lo que eso significa para mí, y no lamentaré nada… Pero… — dudó; quizás estaba tentando demasiado su suerte. Se giró a verle cuando él terminó de ajustar la prenda — Realmente necesito irme de Francia, ¿acaso estaréis dispuesto a iros conmigo, Lobo, al menos, a Baviera? ¿O acaso tenéis otro destino que nos sea más favorable que el frío nórdico? — le acarició el rostro y se alejó lo suficiente de él para coger el vestido y calárselo de una vez; volvió a darle la espalda — La moda de hoy en día, como veis, no me permite ser autosuficiente…, pero es de las pocas cosas en que aún necesito ayuda. — dijo, sólo para quitarle tensión a su pregunta.
Había saltado a la negrura que era el Licántropo. Y lo seguiría a dónde él le pidiera ir. Y no guardaba ninguna esperanza para sí.
Eso, después de todo, era paz.
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”Los juicios irracionales llevan a nuevas experiencias.”
Sol LeWitt
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Y cuando todo había parecido por fin serenarse, vino el aluvión de odio voraz que se engulló toda la calma.
Jîldael exclamó repentinamente con su postura orgullosa, cual felina a quien sus palabras —esas mismas que creía él de tregua— hubiesen herido su honor como dagas afiladas. Emerick, por su parte, se sorprendió de semejante reacción ¿Cómo podría no hacerlo si hace tan sólo un segundo se habían besado y él había —aparentemente— bajado su guardia? ¿Cómo se atrevía ella a recriminarle de haber olvidado el trato antes dado, si ella misma había aceptado poner un manto sobre ello y enterrarlo con sus besos? ¿Qué era entonces? ¿Por qué se ofendía de cosas en donde ella misma había sido complice?
No entendía, claro que no. Tal vez porque los hombres son más simples, mas prácticos, más de hechos; tal vez porque las mujeres eran demasiado complicadas o, tal vez, porque ESA en particular lo era aún más. Por un momento le creyó incluso demente, bipolar. Tuvo ganas de mandarla a la mismísima mierda y llevar a cabo sus planes sin ella, ya que si bien sería excelente el tenerla a su lado, no había nada de ella que le sirviera que el dinero no pudiese pagar, y dinero tenía demasiado.
El Duque frunció el ceño y le dejo escapar, mitad congelado por el desconcierto y la otra mitad paralizado por el estupor. No entendía como su petición había llegado a ser semejante ofensa, pues así la repasaba una y otra vez en su mente sin lograr el hallazgo de ella. ¿Sería que…? No, no podía ser, un Cambiante era incapaz de leer la mente y él no podía haber sido tan obvio cuando ni siquiera él se aclaraba aún en los verdaderos motivos para pedirle a ella su compañía. No entendía, simplemente no entendía.
Y entonces ella le sacó de sus pensamientos con una pregunta que, una vez más, revivía a sus muertos: ¿Qué si sabía atar un corsé? ¿A quién creía ella que él habría ayudado a vestirse antes? ¿A una prostituta? ¿Una pareja cualquiera? No, por supuesto que no, y claro que sabía como atar un corsé, si lo había hecho varias veces con —precisamente— sus dos difuntas esposas, sus fantasmas del pasado, presente y futuro. Actuó casi por instinto, como si la mente no estuviese dentro de su cuerpo y es que en verdad volaba muy lejos, allá por los llanos y los valles del recuerdo. Ató ese corsé con suma precisión, casi tanta como si hubiese nacido para ello, pues ni siquiera su pensamiento estaba con aquella prenda de ropa o con la mujer que la vestía.
Una nueva voz lucho por traerle de regreso, una calmada, pacífica, muy diferente a la que antes había saldo por la boca de la Pantera, y darse cuenta que esa nueva voz salía de la misma, le hizo sorprenderse aún más que escuchar su respuesta. ¿Quién demonios era ella? ¿Por qué actuaba de esa manera? Era cambiante, orgullosa, pero también sumisa, un estallido que luego de destruirlo todo volvía a la calma con la misma facilidad que el cabello se mueve con la brisa. Emerick no supo si sería capaz de soportar semejante inestabilidad, y por ello se lo cuestionaba en silencio mientras le miraba sin decir aún una sola palabra. Él la había herido, sí, pero le había advertido de ello y ella había intentado someterle con insistencia. Un lobo no muerde sin antes enseñar los dientes. Pero ella… ¿Qué podía esperarse de ella?
—¿No lamentareis nada? Lo habéis hecho ya sin siquiera atreveros a cruzar la puerta.
La cuestionó con voz firme y serena. No quería seguir peleando, pero sí quería dejar en claro que volvería a morderla si acaso ella seguía insistiendo en transgredir sus límites o en agotar su paciencia cuando recién él estaba ofreciendo firmar una tregua. Por eso se apoyó en el marco de aquel enorme vestidor y talló la madera con sus propias manos, acariciando la sutil obra del artesano que antes había hecho ese trabajo.
—Tengo motivos para llevaros conmigo, Jîldael del Balzo, no carguéis la balanza del lado contrario —le miró directamente a los ojos, como si a través de su mirada quisiese grabarle sus palabras —. No intentéis nuevamente someterme a vuestros caprichos o ganareis mas motivos para vuestros alegatos y, por sobre todo, no volváis a hablarme a mi de voluntad propia cuando ha sido aquello precisamente lo que me habéis pisado… Os estoy ofreciendo una tregua, una tregua de la que preveo ambos sacaremos provecho, así que si no sois capaz de verla, perdonadme Pantera, pero no insinuaré nada, sino os diré directamente que sois una estúpida. No pretendo que olvidéis la sangre de aquellas sábanas, lo que pretendo es que la guardéis en vuestra memoria y así aprendáis del pasado sin necesidad de vivir en él.
No titubeó ni una sola de sus palabras, y aún cuando le hablo con voz y expresión serena, jamás dejó de mirarle a los ojos, pues por un momento al menos, ya no tenía miedo de sus demonios y les dejaba de lado para hablarle con una verdad maquillada, pero verdad al fin y al cabo.
—Os acompañaré en vuestra huida de Francia y os brindaré de un clima más cálido que el frío nórdico, mas no preguntéis mas detalles hasta que os haya sacado de esta casa. Las paredes siempre han sido bien dotadas de indeseados oídos.
Y ahí estaba de nuevo el Duque, aquel hombre sabio y educado, mascara tras la cual se escondía el verdadero lobo, disfraz que hace varios días había perdido y que ahora regresaba a ser parte de él como siempre lo había sido, mas no sabía hasta cuando. Hizo entonces una pequeña reverencia, cual caballero haciendo alarde de su nobleza, y abrió la puerta de aquel armario con la intención de salir de él y enfrentar, una vez más, la furia de lo que encontrase afuera.
Jîldael exclamó repentinamente con su postura orgullosa, cual felina a quien sus palabras —esas mismas que creía él de tregua— hubiesen herido su honor como dagas afiladas. Emerick, por su parte, se sorprendió de semejante reacción ¿Cómo podría no hacerlo si hace tan sólo un segundo se habían besado y él había —aparentemente— bajado su guardia? ¿Cómo se atrevía ella a recriminarle de haber olvidado el trato antes dado, si ella misma había aceptado poner un manto sobre ello y enterrarlo con sus besos? ¿Qué era entonces? ¿Por qué se ofendía de cosas en donde ella misma había sido complice?
No entendía, claro que no. Tal vez porque los hombres son más simples, mas prácticos, más de hechos; tal vez porque las mujeres eran demasiado complicadas o, tal vez, porque ESA en particular lo era aún más. Por un momento le creyó incluso demente, bipolar. Tuvo ganas de mandarla a la mismísima mierda y llevar a cabo sus planes sin ella, ya que si bien sería excelente el tenerla a su lado, no había nada de ella que le sirviera que el dinero no pudiese pagar, y dinero tenía demasiado.
El Duque frunció el ceño y le dejo escapar, mitad congelado por el desconcierto y la otra mitad paralizado por el estupor. No entendía como su petición había llegado a ser semejante ofensa, pues así la repasaba una y otra vez en su mente sin lograr el hallazgo de ella. ¿Sería que…? No, no podía ser, un Cambiante era incapaz de leer la mente y él no podía haber sido tan obvio cuando ni siquiera él se aclaraba aún en los verdaderos motivos para pedirle a ella su compañía. No entendía, simplemente no entendía.
Y entonces ella le sacó de sus pensamientos con una pregunta que, una vez más, revivía a sus muertos: ¿Qué si sabía atar un corsé? ¿A quién creía ella que él habría ayudado a vestirse antes? ¿A una prostituta? ¿Una pareja cualquiera? No, por supuesto que no, y claro que sabía como atar un corsé, si lo había hecho varias veces con —precisamente— sus dos difuntas esposas, sus fantasmas del pasado, presente y futuro. Actuó casi por instinto, como si la mente no estuviese dentro de su cuerpo y es que en verdad volaba muy lejos, allá por los llanos y los valles del recuerdo. Ató ese corsé con suma precisión, casi tanta como si hubiese nacido para ello, pues ni siquiera su pensamiento estaba con aquella prenda de ropa o con la mujer que la vestía.
Una nueva voz lucho por traerle de regreso, una calmada, pacífica, muy diferente a la que antes había saldo por la boca de la Pantera, y darse cuenta que esa nueva voz salía de la misma, le hizo sorprenderse aún más que escuchar su respuesta. ¿Quién demonios era ella? ¿Por qué actuaba de esa manera? Era cambiante, orgullosa, pero también sumisa, un estallido que luego de destruirlo todo volvía a la calma con la misma facilidad que el cabello se mueve con la brisa. Emerick no supo si sería capaz de soportar semejante inestabilidad, y por ello se lo cuestionaba en silencio mientras le miraba sin decir aún una sola palabra. Él la había herido, sí, pero le había advertido de ello y ella había intentado someterle con insistencia. Un lobo no muerde sin antes enseñar los dientes. Pero ella… ¿Qué podía esperarse de ella?
—¿No lamentareis nada? Lo habéis hecho ya sin siquiera atreveros a cruzar la puerta.
La cuestionó con voz firme y serena. No quería seguir peleando, pero sí quería dejar en claro que volvería a morderla si acaso ella seguía insistiendo en transgredir sus límites o en agotar su paciencia cuando recién él estaba ofreciendo firmar una tregua. Por eso se apoyó en el marco de aquel enorme vestidor y talló la madera con sus propias manos, acariciando la sutil obra del artesano que antes había hecho ese trabajo.
—Tengo motivos para llevaros conmigo, Jîldael del Balzo, no carguéis la balanza del lado contrario —le miró directamente a los ojos, como si a través de su mirada quisiese grabarle sus palabras —. No intentéis nuevamente someterme a vuestros caprichos o ganareis mas motivos para vuestros alegatos y, por sobre todo, no volváis a hablarme a mi de voluntad propia cuando ha sido aquello precisamente lo que me habéis pisado… Os estoy ofreciendo una tregua, una tregua de la que preveo ambos sacaremos provecho, así que si no sois capaz de verla, perdonadme Pantera, pero no insinuaré nada, sino os diré directamente que sois una estúpida. No pretendo que olvidéis la sangre de aquellas sábanas, lo que pretendo es que la guardéis en vuestra memoria y así aprendáis del pasado sin necesidad de vivir en él.
No titubeó ni una sola de sus palabras, y aún cuando le hablo con voz y expresión serena, jamás dejó de mirarle a los ojos, pues por un momento al menos, ya no tenía miedo de sus demonios y les dejaba de lado para hablarle con una verdad maquillada, pero verdad al fin y al cabo.
—Os acompañaré en vuestra huida de Francia y os brindaré de un clima más cálido que el frío nórdico, mas no preguntéis mas detalles hasta que os haya sacado de esta casa. Las paredes siempre han sido bien dotadas de indeseados oídos.
Y ahí estaba de nuevo el Duque, aquel hombre sabio y educado, mascara tras la cual se escondía el verdadero lobo, disfraz que hace varios días había perdido y que ahora regresaba a ser parte de él como siempre lo había sido, mas no sabía hasta cuando. Hizo entonces una pequeña reverencia, cual caballero haciendo alarde de su nobleza, y abrió la puerta de aquel armario con la intención de salir de él y enfrentar, una vez más, la furia de lo que encontrase afuera.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Fecha de inscripción : 23/09/2012
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
"Me gusta más la verdad cuando soy yo quien la descubre que cuando es otro quien me la muestra.”
Vincent Voiture
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Tal parecía que vivía mil edades en unas cuantas horas. Y que cada vez que creía haber encontrado paz, algo se torcía entre ellos dos para separarlos nuevamente, para sembrar la duda y la guerra. Y sólo cuando él habló fue que comprendió por qué no podían salir de esa especie de bucle en el que habían caído sin siquiera darse cuenta.
— … No intentéis nuevamente someterme a vuestros caprichos o ganareis mas motivos para vuestros alegatos y, por sobre todo, no volváis a hablarme a mí de voluntad propia cuando ha sido aquello precisamente lo que me habéis pisado… —
Una especie de hielo le recorrió el espinazo en cuanto esas palabras salieron de la boca del Duque. Y, aunque la joven no se perdió ni media palabra de lo que él dijo, su mente divagaba sobre aquella frase en cuestión. “…no volváis a hablarme a mí de voluntad propia…” . ¿Cómo no lo vio antes? Por eso habían peleado eternamente en esas horas; porque sus voluntades eran tan igualmente impetuosas como diferentes eran sus deseos. Lo que ella quería, él lo repudiaba. Lo que él necesitaba, ella, quizás, nunca podría dárselo.
Sintió cómo el color le abandonaba el rostro cuando comprendió que, peor aún, Emerick tenía razón. Herida en su amor propio, quiso correr a esconderse, lamer sus rasguños en privado y salir de nuevo, cuando ya no le doliera, cuando ya pudiera ser indiferente a la decepción que, otra vez, se instalaba en su vida. Pero no se movió, no dijo nada, y (se felicitó por el único triunfo moral que le quedaba) no lloró. Después de todo, era verdad cuando había dicho que no esperaba nada. Se dio cuenta de que estaba atrapada dentro de sí misma, con sus sentimientos tan tardíamente aceptados, con su plan de fuga a maltraer y con la Inquisición pisándole los talones.
Tenía que dejarse de chiquilladas de una buena vez por todas. Había estado tonteando desde el momento en que el Valborg se cruzara en su vida y, caprichosa e impulsiva, había tomado las decisiones equivocadas precisamente porque era voluntariosa, indisciplinada y arrogante. ¡Cuánta razón había tenido siempre su padre! Sintió vergüenza de su egoísmo y de su inmadurez. Era momento de crecer y Emerick le daba esa nueva oportunidad. Sonrió apenas; unos milímetros que ciertamente él jamás llegaría a notar y un destello débil de calidez envolvió su femenino pecho. Siempre era Emerick el que la obligaba a ser mejor, a madurar y crecer; eso sería algo que nadie más le podría quitar. Nunca.
Suspiró en esos instantes de silencio interior, mientras el propio Emerick se tomaba un respiro.
Había una balanza frente a ella y debía elegir… Pero no era una elección azarosa, no era algo que pudiera deshacer si se arrepentía. Acaso estaba frente a la decisión que marcaría el resto de su vida. Y, aunque en su corazón, ella supiera que sólo había un camino, se obligó a considerarlas, a mirar todas sus posibilidades; se lo debía a la memoria de su padre y al amor de su Mayordomo. Cerró sus ojos, en esa fracción de segundo, que no pesó en nadie más que en su pequeño y atormentado corazón.
Afuera de ese diminuto cuarto, estaban Valentino y el viaje a Rusia; era una ruta segura, que la llevaría directo a una poderosa monarquía y que le abriría rápidamente su acercamiento a Versalles. El italiano, además, contaba con el apoyo irrestricto de su Maestre. ¿Podía ella desoírlo y seguir, de nuevo, los impulsos de su corazón, que tantas veces tomó decisiones equivocadas?
Y ahí dentro, frente a ella, estaba Emerick y… nada. Ni una palabra acerca de huir juntos. Entonces, él volvió a hablar:
— Os acompañaré en vuestra huida de Francia y os brindaré de un clima más cálido que el frío nórdico, mas no preguntéis mas detalles hasta que os haya sacado de esta casa. Las paredes siempre han sido bien dotadas de indeseados oídos. — señaló, luego de lo cual, hizo una cortés reverencia y la dejó sola con sus pensamientos, sus temores y sus dudas.
Se derrumbó, temblorosa, en cuanto Emerick cerró la puerta tras de sí. Se dejó caer hasta el suelo mismo en donde la cálida madera del piso la abrazó para darle el consuelo que no podía encontrar. Lo sabía, en lo más íntimo y frágil de sí misma; siempre elegiría lo que su corazón anhelara, aun cuando la razón le predijera, certera como siempre, los infortunios con que sus sentimientos serían traicionados. Más aún, aunque él nunca lo dijera en voz alta, Jîldael lo sabía, sabía que no la amaba, que quizás nunca la amaría; la elegía porque era inteligente, fuerte, astuta y leal; compartían los mismos enemigos, se complementaban en el combate y, si se organizaban, podían liderar una revuelta memorable… Pero acaso, nada más.
¿Era suficiente?
Se imaginó eligiendo Rusia; se imaginó el resto de su vida sin el Lobo escocés. Y comprendió que su carta había estado echada. Había intentado pensar fríamente (el cadáver de su padre podía descansar en paz) y, con toda frialdad, elegía a Emerick. La tranquilidad que ahora le inundaba era muy diferente de la que hubiera experimentado unos momentos antes. Esta sensación carecía de la luz y del calor tan propios de la feliz esperanza. Y era que, al final de ese largo y terrible día comprendió que, mientras ambos quisieran imponerse al otro, vivirían en constante lid; uno de los dos –si querían tener una mínima esperanza– debía deponer su orgullo y someterse al otro. Y ese rol le quedaba a ella. De otra forma, jamás funcionaría.
Suspiró, resignada, tranquila, fría y calculadora. De ahora en más, lo único que debía importar era su venganza. Vería a Emerick como él la veía a ella: como una aliada, muy valiosa (lo suficiente para soportar su terrible y veleidoso carácter), pero nada más. Eso, por supuesto, no iba a ser gratis, pero bastaría. Ella encontraría la forma de que fuera suficiente. Se levantó del suelo; no derramó ni una lágrima, pero la palidez de su rostro no se marchó; tal parecía que no se iría jamás. No le importó. Cepilló su cabello, arregló los detalles finales de su atuendo y salió del cuarto. Estaba lista. Era momento de enfrentar, una vez más, la furia de lo que encontrase afuera.
***
— … No intentéis nuevamente someterme a vuestros caprichos o ganareis mas motivos para vuestros alegatos y, por sobre todo, no volváis a hablarme a mí de voluntad propia cuando ha sido aquello precisamente lo que me habéis pisado… —
Una especie de hielo le recorrió el espinazo en cuanto esas palabras salieron de la boca del Duque. Y, aunque la joven no se perdió ni media palabra de lo que él dijo, su mente divagaba sobre aquella frase en cuestión. “…no volváis a hablarme a mí de voluntad propia…” . ¿Cómo no lo vio antes? Por eso habían peleado eternamente en esas horas; porque sus voluntades eran tan igualmente impetuosas como diferentes eran sus deseos. Lo que ella quería, él lo repudiaba. Lo que él necesitaba, ella, quizás, nunca podría dárselo.
Sintió cómo el color le abandonaba el rostro cuando comprendió que, peor aún, Emerick tenía razón. Herida en su amor propio, quiso correr a esconderse, lamer sus rasguños en privado y salir de nuevo, cuando ya no le doliera, cuando ya pudiera ser indiferente a la decepción que, otra vez, se instalaba en su vida. Pero no se movió, no dijo nada, y (se felicitó por el único triunfo moral que le quedaba) no lloró. Después de todo, era verdad cuando había dicho que no esperaba nada. Se dio cuenta de que estaba atrapada dentro de sí misma, con sus sentimientos tan tardíamente aceptados, con su plan de fuga a maltraer y con la Inquisición pisándole los talones.
Tenía que dejarse de chiquilladas de una buena vez por todas. Había estado tonteando desde el momento en que el Valborg se cruzara en su vida y, caprichosa e impulsiva, había tomado las decisiones equivocadas precisamente porque era voluntariosa, indisciplinada y arrogante. ¡Cuánta razón había tenido siempre su padre! Sintió vergüenza de su egoísmo y de su inmadurez. Era momento de crecer y Emerick le daba esa nueva oportunidad. Sonrió apenas; unos milímetros que ciertamente él jamás llegaría a notar y un destello débil de calidez envolvió su femenino pecho. Siempre era Emerick el que la obligaba a ser mejor, a madurar y crecer; eso sería algo que nadie más le podría quitar. Nunca.
Suspiró en esos instantes de silencio interior, mientras el propio Emerick se tomaba un respiro.
Había una balanza frente a ella y debía elegir… Pero no era una elección azarosa, no era algo que pudiera deshacer si se arrepentía. Acaso estaba frente a la decisión que marcaría el resto de su vida. Y, aunque en su corazón, ella supiera que sólo había un camino, se obligó a considerarlas, a mirar todas sus posibilidades; se lo debía a la memoria de su padre y al amor de su Mayordomo. Cerró sus ojos, en esa fracción de segundo, que no pesó en nadie más que en su pequeño y atormentado corazón.
Afuera de ese diminuto cuarto, estaban Valentino y el viaje a Rusia; era una ruta segura, que la llevaría directo a una poderosa monarquía y que le abriría rápidamente su acercamiento a Versalles. El italiano, además, contaba con el apoyo irrestricto de su Maestre. ¿Podía ella desoírlo y seguir, de nuevo, los impulsos de su corazón, que tantas veces tomó decisiones equivocadas?
Y ahí dentro, frente a ella, estaba Emerick y… nada. Ni una palabra acerca de huir juntos. Entonces, él volvió a hablar:
— Os acompañaré en vuestra huida de Francia y os brindaré de un clima más cálido que el frío nórdico, mas no preguntéis mas detalles hasta que os haya sacado de esta casa. Las paredes siempre han sido bien dotadas de indeseados oídos. — señaló, luego de lo cual, hizo una cortés reverencia y la dejó sola con sus pensamientos, sus temores y sus dudas.
Se derrumbó, temblorosa, en cuanto Emerick cerró la puerta tras de sí. Se dejó caer hasta el suelo mismo en donde la cálida madera del piso la abrazó para darle el consuelo que no podía encontrar. Lo sabía, en lo más íntimo y frágil de sí misma; siempre elegiría lo que su corazón anhelara, aun cuando la razón le predijera, certera como siempre, los infortunios con que sus sentimientos serían traicionados. Más aún, aunque él nunca lo dijera en voz alta, Jîldael lo sabía, sabía que no la amaba, que quizás nunca la amaría; la elegía porque era inteligente, fuerte, astuta y leal; compartían los mismos enemigos, se complementaban en el combate y, si se organizaban, podían liderar una revuelta memorable… Pero acaso, nada más.
¿Era suficiente?
Se imaginó eligiendo Rusia; se imaginó el resto de su vida sin el Lobo escocés. Y comprendió que su carta había estado echada. Había intentado pensar fríamente (el cadáver de su padre podía descansar en paz) y, con toda frialdad, elegía a Emerick. La tranquilidad que ahora le inundaba era muy diferente de la que hubiera experimentado unos momentos antes. Esta sensación carecía de la luz y del calor tan propios de la feliz esperanza. Y era que, al final de ese largo y terrible día comprendió que, mientras ambos quisieran imponerse al otro, vivirían en constante lid; uno de los dos –si querían tener una mínima esperanza– debía deponer su orgullo y someterse al otro. Y ese rol le quedaba a ella. De otra forma, jamás funcionaría.
Suspiró, resignada, tranquila, fría y calculadora. De ahora en más, lo único que debía importar era su venganza. Vería a Emerick como él la veía a ella: como una aliada, muy valiosa (lo suficiente para soportar su terrible y veleidoso carácter), pero nada más. Eso, por supuesto, no iba a ser gratis, pero bastaría. Ella encontraría la forma de que fuera suficiente. Se levantó del suelo; no derramó ni una lágrima, pero la palidez de su rostro no se marchó; tal parecía que no se iría jamás. No le importó. Cepilló su cabello, arregló los detalles finales de su atuendo y salió del cuarto. Estaba lista. Era momento de enfrentar, una vez más, la furia de lo que encontrase afuera.
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Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 09/09/2011
Localización : Junto a mi Maestre... aquí o allá...
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“¿Versos autobiográficos ? Ahí están mis canciones,
allí están mis poemas: yo, como las naciones
venturosas, y a ejemplo de la mujer honrada,
no tengo historia: nunca me ha sucedido nada,
¡oh, noble amiga ignota!, que pudiera contarte.
Allá en mis años mozos adiviné del Arte
la armonía y el ritmo, caros al musageta,
y, pudiendo ser rico, preferí ser poeta.
—¿Y después?
—He sufrido, como todos, y he amado.
¿Mucho?
—Lo suficiente para ser perdonado…”
Amado Nervo. Autobiografía.
allí están mis poemas: yo, como las naciones
venturosas, y a ejemplo de la mujer honrada,
no tengo historia: nunca me ha sucedido nada,
¡oh, noble amiga ignota!, que pudiera contarte.
Allá en mis años mozos adiviné del Arte
la armonía y el ritmo, caros al musageta,
y, pudiendo ser rico, preferí ser poeta.
—¿Y después?
—He sufrido, como todos, y he amado.
¿Mucho?
—Lo suficiente para ser perdonado…”
Amado Nervo. Autobiografía.
La vio irse, grácil como una gacela, tras los pasos del Lobo en el momento mismo en que se arrepentía de haberla alentado a hacerlo. Por supuesto, él mismo le había dicho que lo siguiera; pudo sentir la fuerte carga entre ellos, la deuda que se debían y que no les dejaría vivir mientras no la pagaran. Pero, y después, ¿qué? Fue entonces, en esos fragmentos de segundo, que se arrepintió. Ella lo amaba, de la única forma que sabía amar. Por el contrario, Emerick… ¿Podía amar a su Pantera? Bien sabía el propio Charles cómo amaban los hombres de su familia y lo caro que pagaban el privilegio de ser amados. Temió por su discípula y quiso deshacer la bolita de nieve que había echado a rodar. Mas ya era tarde.
Se puso de pie, trabajosamente, no porque no tuviera las fuerzas físicas de levantarse, sino porque su moral estaba aún destruida y agotada. Una de las criadas que solo ahora se atrevía a aparecer, le ayudó a ponerse de pie y, juntos, recogieron todo el desastre y limpiaron el lugar, para dirigirse a la cocina, en donde la muchacha, sin mediar palabra alguna, le preparó un poco de té, que acompañó con unas hogazas de pan y unos trozos de queso fresco. Habiendo dispuesto la mesa para ello, la joven sirvienta se retiró a otras estancias de la enorme mansión.
Charles meditó en esos segundos, mientras bebía el té y cortaba un trozo de pan, sobre qué hacer. Comprendió que no podía aclararse por sí mismo; estaba demasiado involucrado afectivamente para poder decidir correctamente. Apuró un último trago y salió, veloz hacia el encuentro de uno de los Patri que les había acompañado en su huida hasta Lyon. ¡Cuánta falta le hacía su gente, justo ahora! Pero el Patri sabría qué hacer, más allá de los egoísmos y las envidias del viejo corazón del Noir.
Corrió el viejo, como si la vida se le fuera en ello, guiado por el instinto y por los pensamientos que le ataban a esos otros Canes. Así era como se encontraban siempre; se olían en el aire, se escuchaban en la mente, y se encontraban sin necesidad de buscarse. Durante un par de horas, Charles siguió el rastro, sin el menor atisbo de duda sobre la ruta escogida, o miedo por la distancia que empezaba a poner entre la casa y él. Pese a todas reticencias, era que Charles aún confiaba en Emerick. De pronto, le sintió más cerca, al otro; el más sabio, en quien el “Zorro” cifraba sus esperanzas, también lo estaba buscando. Apuró el paso, para ir a su encuentro.
Pero entonces, otro olor, apenas perceptible en la fría tarde, se coló por su aguda nariz. ¡No! ¡No era posible! ¡Valentino no podía haber vuelto tan pronto!
Atizado de pronto por el miedo contumaz, rechazó la llamada de su líder y apretó el paso de regreso a la mansión Visconti. Sabiendo que su humanidad era un estorbo, dejó que sus instintos se abrieran paso para dejar salir al animal dentro de él. En apenas un suspiro, la veloz danza que era su transformación dejaba atrás al viejo sirviente y se convertía en un coyote fuerte y veloz que corría presuroso para evitar una inminente desgracia.
Dos alfa en una misma casa era malo. Pero dos alfa prendidos de la misma mujer… Eso era una tragedia en todo el rigor de la palabra.
No quiso pensar; apuró el canino galope y cubrió la distancia que antes le había tomado horas en unos cuantos minutos. Uno de los caballerangos le reconoció, pese a su forma (advertidos estaban todos por el depuesto monarca ruso) y, mientras él retomaba su figura humana, se apuraba a darle ropa con la cual cubrir su figura. Acostumbrado como estaba a vestirse sobre la marcha, no tardó en calzarse los pantalones y la camisa, pero no recogió el resto de las prendas, pues los gritos que provenían del segundo piso daban cuenta de la urgencia de la situación.
Irrumpió en la sala con violento ímpetu, como si esperara encontrar un combate a muerte; no obstante, las figuras de Emerick y de Jîldael se perdían, rápidas e iracundas, en el pequeño cuarto de vestir, sobre el cual también pretendía arrojarse Valentino. El criado alcanzó a sujetarle por el brazo:
— ¡No, alteza! — exclamó con voz firme, obligando al Visconti a recordar quién era y a qué protocolo se debía, aun cuando los otros dos contertulios no respetasen las mismas reglas de cortesía — Comprendo que es vuestro hogar, Valentino, y que vos disponéis de las normas. Mas, os lo ruego, saltaos el protocolo esta vez. Dejad que ella ajuste sus cuentas con el Duque — insistió, sin soltar al Lobo, que aún se estremecía de ira apenas contenida.
— Me pedís un imposible, Charles. — replicó el italiano, altivo — La he encontrado llorando; no sé por qué, pero sí sé que fue él quien le hizo llorar. La llamó perra amaestrada en mi cara para luego encerrarse con ella por sólo Dios sabe qué negra razón. — el monarca era de nuevo un estadista, acostumbrado a impartir justicia y a que su voz fuera siempre la última en oírse — ¡No esperaréis que tolere semejante afrenta en mi casa! — resopló, soltándose del agarre de Charles.
Pero el anciano había crecido sirviendo y aconsejando a reyes; les entendía mejor que ellos mismos; conocía sus rencores, sus debilidades, su moral. Y Valentino no era diferente. Así que impuso sus derechos de antigüedad y se lanzó sobre el imprudente Can, azotándolo contra la pared.
— ¡He dicho que no, Majestad! — rugió por lo bajo, mientras cargaba todo su peso contra el otro — Dejaréis que Jîldael resuelva sus asuntos con Emerick Boussingaut. Cumplimentaréis vuestra palabra y respetaréis su privacidad. Invocaréis el principio de amistad al que vos mismo os ceñisteis y aceptaréis lo que ella escoja para sí misma. Y, Valentino de Visconti, no es un consejo ni un favor, que os quede claro — arguyó el “Zorro”, utilizando por primera vez el mismo tono arrogante que se le conoció en los palacios escoceses.
Así se había ganado su primer apodo. “Estepario”, le llamaban, y esa sola palabra infundía miedo y respeto.
No fue diferente ahora, tantos años después, en que ese crío altivo venía a tener ataques de grandeza. Sin la menor piedad, le bajó los insolentes humos y lo arrastró escalera abajo. Si Valentino decidía hacerle pagar por su arrebato, Charles sabía que no tenía más ventaja que su experiencia. Todo lo demás estaba en su contra, pero no le traía en cuidado. Pues Valentino, pese a todo le respetaba, y no quebraría las rígidas normas que le conminaban a obedecer a su consejero. Y como tal le había nombrado la primera vez que dejaron Lyon, así que (aunque fuera a regañadientes) Valentino iba a someterse a su orden.
Una vez en el primer piso, Charles terminó de vestirse en silencio, mientras Valentino deambulaba en la sala de estar, volviendo su mirada una y otra vez hacia el cuarto de la Pantera. El Mayordomo no tardó en adoptar nuevamente su papel de criado e indicar a la servidumbre que preparase la cena, mientras ellos aguardaban.
Cuando parecía haber transcurrido una eternidad (el sol empezaba a ocultarse en el horizonte), Emerick apareció en el rellano de la escalera, con porte adusto y actitud serena y distante. Por su parte, Valentino ocultó sus verdaderas emociones tras la fría máscara del aristócrata. Ambos hombres se saludaron con un gesto de cabeza, en señal muda de la frágil tregua que ahora (al menos momentáneamente) aceptaban respetar.
— ¿Mi Señora se encuentra bien? — le preguntó Charles con rudeza; no olvidaba lo que Valentino había dicho, pero tampoco deseaba otro enfrentamiento más; sentía el alma de su Ama, herida y cansada; podía percibir sus pensamientos agotados y tristes. No, no sería él quien le causara más daños ese día. Ya habría oportunidad de ajustar cuentas con el escocés.
— Está vistiéndose. Ya vendrá y vos mismo podréis concluir cómo se encuentra ella. — replicó Emerick, cuya voz no transmitió la menor emoción.
Todos habían vuelto a sus viejas mascaradas, levantaban sus muros y se protegían. Era como estar entre enemigos. Era como haber vuelto a los juegos de palacio. El silencio se hizo duro y pesado conforme los minutos avanzaban en el viejo reloj de cuerda de la estancia; la tensión se deshizo sólo cuando la pálida figura de Jîldael se reunió con ellos en el lujoso living. Pese a todo, la Del Balzo se movía con gracia y elegancia naturales, y por supuesto, siendo la única hembra del lugar, los tres varones recrearon su vista en ella; mas la muchacha sólo tenía su atención dispuesta en uno de ellos. Valentino.
— Querido Valentino. — musitó con suavidad, mientras una suave reverencia saludaba al italiano — Estoy en deuda con vos y con vuestra sincera amistad. Por eso, os ruego me perdonéis, pues he de rechazar vuestra amable oferta. — bajó los ojos; una parte de ella, bien lo sabía Charles, se sentía terriblemente incómoda. Él mismo hubiera querido que ella eligiera a Valentino, que se alejara para siempre de su nieto: la sangre Balliol estaba maldita, a fin de cuentas. Pero no; Jîldael siempre elegiría seguir a su corazón — No os culpo, si hoy se rompe nuestra amistad, pero no puedo mentiros. Me iré con Emerick Boussingaut; desapareceré un tiempo; conseguiré información vital y, cuando sea el momento, me enlistaré en la Inquisición. — escupió, dejándolos a todos petrificados con sus sorpresivas palabras; la Pantera guardó silencio unos segundos, como si les diera tiempo para comprender lo que ella decía antes de seguir hablando — Vos no podéis seguirme en ese camino. Y es mejor que lo sepáis ahora, que aún hay tiempo y que todavía podéis volver a Rusia para poneros a salvo… — la tristeza era la única expresión de su rostro, que ahora giraba hacia el Duque — Mi Maestre y yo nos marcharemos de inmediato, pues debemos retornar a nuestra propiedad, aquí en Lyon, para atender algunos asuntos pendientes. Allí esperaré vuestro mensaje. Tened buena noche, señores. — replicó a modo de despedida y se encaminó a la puerta.
Charles supo entonces que no iba a ser una noche tranquila, de ningún modo.
***
Se puso de pie, trabajosamente, no porque no tuviera las fuerzas físicas de levantarse, sino porque su moral estaba aún destruida y agotada. Una de las criadas que solo ahora se atrevía a aparecer, le ayudó a ponerse de pie y, juntos, recogieron todo el desastre y limpiaron el lugar, para dirigirse a la cocina, en donde la muchacha, sin mediar palabra alguna, le preparó un poco de té, que acompañó con unas hogazas de pan y unos trozos de queso fresco. Habiendo dispuesto la mesa para ello, la joven sirvienta se retiró a otras estancias de la enorme mansión.
Charles meditó en esos segundos, mientras bebía el té y cortaba un trozo de pan, sobre qué hacer. Comprendió que no podía aclararse por sí mismo; estaba demasiado involucrado afectivamente para poder decidir correctamente. Apuró un último trago y salió, veloz hacia el encuentro de uno de los Patri que les había acompañado en su huida hasta Lyon. ¡Cuánta falta le hacía su gente, justo ahora! Pero el Patri sabría qué hacer, más allá de los egoísmos y las envidias del viejo corazón del Noir.
Corrió el viejo, como si la vida se le fuera en ello, guiado por el instinto y por los pensamientos que le ataban a esos otros Canes. Así era como se encontraban siempre; se olían en el aire, se escuchaban en la mente, y se encontraban sin necesidad de buscarse. Durante un par de horas, Charles siguió el rastro, sin el menor atisbo de duda sobre la ruta escogida, o miedo por la distancia que empezaba a poner entre la casa y él. Pese a todas reticencias, era que Charles aún confiaba en Emerick. De pronto, le sintió más cerca, al otro; el más sabio, en quien el “Zorro” cifraba sus esperanzas, también lo estaba buscando. Apuró el paso, para ir a su encuentro.
Pero entonces, otro olor, apenas perceptible en la fría tarde, se coló por su aguda nariz. ¡No! ¡No era posible! ¡Valentino no podía haber vuelto tan pronto!
Atizado de pronto por el miedo contumaz, rechazó la llamada de su líder y apretó el paso de regreso a la mansión Visconti. Sabiendo que su humanidad era un estorbo, dejó que sus instintos se abrieran paso para dejar salir al animal dentro de él. En apenas un suspiro, la veloz danza que era su transformación dejaba atrás al viejo sirviente y se convertía en un coyote fuerte y veloz que corría presuroso para evitar una inminente desgracia.
Dos alfa en una misma casa era malo. Pero dos alfa prendidos de la misma mujer… Eso era una tragedia en todo el rigor de la palabra.
No quiso pensar; apuró el canino galope y cubrió la distancia que antes le había tomado horas en unos cuantos minutos. Uno de los caballerangos le reconoció, pese a su forma (advertidos estaban todos por el depuesto monarca ruso) y, mientras él retomaba su figura humana, se apuraba a darle ropa con la cual cubrir su figura. Acostumbrado como estaba a vestirse sobre la marcha, no tardó en calzarse los pantalones y la camisa, pero no recogió el resto de las prendas, pues los gritos que provenían del segundo piso daban cuenta de la urgencia de la situación.
Irrumpió en la sala con violento ímpetu, como si esperara encontrar un combate a muerte; no obstante, las figuras de Emerick y de Jîldael se perdían, rápidas e iracundas, en el pequeño cuarto de vestir, sobre el cual también pretendía arrojarse Valentino. El criado alcanzó a sujetarle por el brazo:
— ¡No, alteza! — exclamó con voz firme, obligando al Visconti a recordar quién era y a qué protocolo se debía, aun cuando los otros dos contertulios no respetasen las mismas reglas de cortesía — Comprendo que es vuestro hogar, Valentino, y que vos disponéis de las normas. Mas, os lo ruego, saltaos el protocolo esta vez. Dejad que ella ajuste sus cuentas con el Duque — insistió, sin soltar al Lobo, que aún se estremecía de ira apenas contenida.
— Me pedís un imposible, Charles. — replicó el italiano, altivo — La he encontrado llorando; no sé por qué, pero sí sé que fue él quien le hizo llorar. La llamó perra amaestrada en mi cara para luego encerrarse con ella por sólo Dios sabe qué negra razón. — el monarca era de nuevo un estadista, acostumbrado a impartir justicia y a que su voz fuera siempre la última en oírse — ¡No esperaréis que tolere semejante afrenta en mi casa! — resopló, soltándose del agarre de Charles.
Pero el anciano había crecido sirviendo y aconsejando a reyes; les entendía mejor que ellos mismos; conocía sus rencores, sus debilidades, su moral. Y Valentino no era diferente. Así que impuso sus derechos de antigüedad y se lanzó sobre el imprudente Can, azotándolo contra la pared.
— ¡He dicho que no, Majestad! — rugió por lo bajo, mientras cargaba todo su peso contra el otro — Dejaréis que Jîldael resuelva sus asuntos con Emerick Boussingaut. Cumplimentaréis vuestra palabra y respetaréis su privacidad. Invocaréis el principio de amistad al que vos mismo os ceñisteis y aceptaréis lo que ella escoja para sí misma. Y, Valentino de Visconti, no es un consejo ni un favor, que os quede claro — arguyó el “Zorro”, utilizando por primera vez el mismo tono arrogante que se le conoció en los palacios escoceses.
Así se había ganado su primer apodo. “Estepario”, le llamaban, y esa sola palabra infundía miedo y respeto.
No fue diferente ahora, tantos años después, en que ese crío altivo venía a tener ataques de grandeza. Sin la menor piedad, le bajó los insolentes humos y lo arrastró escalera abajo. Si Valentino decidía hacerle pagar por su arrebato, Charles sabía que no tenía más ventaja que su experiencia. Todo lo demás estaba en su contra, pero no le traía en cuidado. Pues Valentino, pese a todo le respetaba, y no quebraría las rígidas normas que le conminaban a obedecer a su consejero. Y como tal le había nombrado la primera vez que dejaron Lyon, así que (aunque fuera a regañadientes) Valentino iba a someterse a su orden.
Una vez en el primer piso, Charles terminó de vestirse en silencio, mientras Valentino deambulaba en la sala de estar, volviendo su mirada una y otra vez hacia el cuarto de la Pantera. El Mayordomo no tardó en adoptar nuevamente su papel de criado e indicar a la servidumbre que preparase la cena, mientras ellos aguardaban.
Cuando parecía haber transcurrido una eternidad (el sol empezaba a ocultarse en el horizonte), Emerick apareció en el rellano de la escalera, con porte adusto y actitud serena y distante. Por su parte, Valentino ocultó sus verdaderas emociones tras la fría máscara del aristócrata. Ambos hombres se saludaron con un gesto de cabeza, en señal muda de la frágil tregua que ahora (al menos momentáneamente) aceptaban respetar.
— ¿Mi Señora se encuentra bien? — le preguntó Charles con rudeza; no olvidaba lo que Valentino había dicho, pero tampoco deseaba otro enfrentamiento más; sentía el alma de su Ama, herida y cansada; podía percibir sus pensamientos agotados y tristes. No, no sería él quien le causara más daños ese día. Ya habría oportunidad de ajustar cuentas con el escocés.
— Está vistiéndose. Ya vendrá y vos mismo podréis concluir cómo se encuentra ella. — replicó Emerick, cuya voz no transmitió la menor emoción.
Todos habían vuelto a sus viejas mascaradas, levantaban sus muros y se protegían. Era como estar entre enemigos. Era como haber vuelto a los juegos de palacio. El silencio se hizo duro y pesado conforme los minutos avanzaban en el viejo reloj de cuerda de la estancia; la tensión se deshizo sólo cuando la pálida figura de Jîldael se reunió con ellos en el lujoso living. Pese a todo, la Del Balzo se movía con gracia y elegancia naturales, y por supuesto, siendo la única hembra del lugar, los tres varones recrearon su vista en ella; mas la muchacha sólo tenía su atención dispuesta en uno de ellos. Valentino.
— Querido Valentino. — musitó con suavidad, mientras una suave reverencia saludaba al italiano — Estoy en deuda con vos y con vuestra sincera amistad. Por eso, os ruego me perdonéis, pues he de rechazar vuestra amable oferta. — bajó los ojos; una parte de ella, bien lo sabía Charles, se sentía terriblemente incómoda. Él mismo hubiera querido que ella eligiera a Valentino, que se alejara para siempre de su nieto: la sangre Balliol estaba maldita, a fin de cuentas. Pero no; Jîldael siempre elegiría seguir a su corazón — No os culpo, si hoy se rompe nuestra amistad, pero no puedo mentiros. Me iré con Emerick Boussingaut; desapareceré un tiempo; conseguiré información vital y, cuando sea el momento, me enlistaré en la Inquisición. — escupió, dejándolos a todos petrificados con sus sorpresivas palabras; la Pantera guardó silencio unos segundos, como si les diera tiempo para comprender lo que ella decía antes de seguir hablando — Vos no podéis seguirme en ese camino. Y es mejor que lo sepáis ahora, que aún hay tiempo y que todavía podéis volver a Rusia para poneros a salvo… — la tristeza era la única expresión de su rostro, que ahora giraba hacia el Duque — Mi Maestre y yo nos marcharemos de inmediato, pues debemos retornar a nuestra propiedad, aquí en Lyon, para atender algunos asuntos pendientes. Allí esperaré vuestro mensaje. Tened buena noche, señores. — replicó a modo de despedida y se encaminó a la puerta.
Charles supo entonces que no iba a ser una noche tranquila, de ningún modo.
***
Última edición por Charlemagne Noir el Dom Oct 25, 2015 3:47 pm, editado 1 vez
Charlemagne Noir- Cambiante Clase Alta
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”La soberbia no es grandeza sino hinchazón; y lo que está hinchado parece grande pero no está sano.”
San Agustín
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Por un momento, sólo por uno… creyó escuchar alguna represalia o respuesta por parte de la Pantera. Sin embargo, ella permaneció como una roca abandonada en medio del desierto, toda tranquila y enmudecida, como si el tiempo y las inclemencias del clima jamás pasasen por ella. Emerick cerró así la puerta, con esa comezón en la palma de la mano (que aún se sujetaba del pomo) susurrándole en silencio lo que la Cambiaformas no había acabado de decir.
El Duque agachó la cabeza y miró el suelo, atento a cualquier ruido o señal de vida proveniente del interior. No se movió de esa puerta hasta escuchar un suspiro, uno de resignación que le indicaba que —probablemente— había dicho lo correcto. Sólo entonces apuntó sus pasos hacia el pasillo, recordando inmediatamente a las personas que había visto aparecer en esa habitación minutos atrás. Se detuvo y cerró los ojos un par de segundos para repasar las imágenes guardadas en su memoria; ni Valentino, ni el Maestre parecían portar algún arma visible y, según lo recordaba, había alcanzado a ver como Charles se acercaba presuroso al italiano. Eso le hizo pensar que le había detenido y convencido de darles espacio o lo había asesinado en su propia casa, pero el aroma de ambos fue invocado a su nariz que, muy astutamente, descartó de inmediato la segunda opción. Aún así, no se sentía completamente seguro de bajar.
Se detuvo una vez más en la puerta y respiró profundamente para aspirar sus aromas, supo que tampoco eran ellos los únicos habitantes de la morada y eso le hizo dudar aún un poco más ¿Cuántos de los presentes podría considerar aliados y cuántos de ellos enemigos? Ni siquiera tenía clara aún la lealtad de la Pantera y mucho menos la de su Maestre, tampoco sabía cuantos de los criados estaban advertidos de su naturaleza y si acaso contaban ellos con balas de plata.
Emerick no tenía miedo a la muerte, pero aún sentía que tenía mucho pendiente.
Resopló —también resignado— y, antes de dar el primer paso hacia las escaleras, recuperó su porte altivo y distante para ocultar sus temores y ansiedades ante cualquier posible enemigo. Bajó peldaño a peldaño, casi sin mover un músculo de su rostro, aún cuando sus ojos y su nariz buscasen disimuladamente la huella de la plata escondida en su bastón de caballero. Le encontró en una esquina, junto a la puerta, cercano al Maestre, mas no se detuvo a mirarle y sus ojos pasaron por él con total disimulo, como si jamás le hubiera visto, como si jamás le hubiese querido cerca. Sólo se detuvo por un momento, casi un segundo, en la presencia real de Valentino a quien simplemente saludó con una débil reverencia.
—¿Mi Señora se encuentra bien? —interrumpió Charles toda señal de protocolo.
El Duque no respondió, tampoco le miró. Simplemente se abrió pasó en medio de aquella sala con total soberanía, como si el Zar no fuera dueño de nada, como si de todos ellos él fuese el único alfa. Se tomó su tiempo, saboreando aquel silencio y la ansiedad de sus acompañantes, mientras dirigía su atención a uno de los finos adornos de la morada de Visconti.
—Está vistiéndose. Ya vendrá y vos mismo podréis concluir cómo se encuentra ella —respondió sólo cuando hubo percibido a sus espaldas el primer movimiento.
Volvió a dejar el adorno en su lugar y sólo desprendió la vista de las decoraciones cuando el aroma de Jîldael se esparció también por aquella sala. Le observó momentáneamente, aunque no por ello con menor atención. Se veía hermosamente deslumbrante, tal y como había previsto, así que el Escocés sonrió apenas y se volteó con sigilo para dirigirse a la puerta y, mientras ella hablaba, recuperar su bastón, su arma encubierta. Sabía que los otros dos le prestarían atención, sobre todo el Visconti; sabía también que quizás Charlemagne —su propio abuelo— descubriría sus propósitos en el momento en que él volviese a envolver con sus dedos la finesa de aquel accesorio, más sabía también que el anciano no haría nada por delatarle a menos que atentase contra el bienestar de su protegida. Pero Emerick sólo deseaba tener su espada cerca, a mano para cualquier posible enfrentamiento, pues algo le decía que en paz no se marcharía.
Escuchó las palabras de Jîldael ya preparado para marcharse con la dignidad en alto o luchar a muerte por ayudarle a salir de esa prisión de oro, pues sólo hasta ese momento no había tenido más que pistas de lo que sería la decisión que tomase la francesa, mas le aceptaría firmemente como si aquella fuese su verdadera última palabra. No se sorprendió de que rechazara la oferta de Valentino, pues era de cierto modo lo que estaba esperando, pero sí lo hizo al escuchar sus intenciones de enlistarse en las filas de Inquisición, ya que sin haberlo dicho en voz alta, era algo que él mismo había estado pensando para destruirla desde dentro. Así que no le miró más que por una fracción de segundo para inmediatamente ocultar su sorpresa y todo atisbo de satisfacción en su rostro. Se mantuvo mirando sus propios zapatos y los de Valentino, como si internamente hubiese establecido una lucha de poder a través de lo que denotaban sus ropas.
No se enteró de que las últimas palabras de la fémina iban dedicadas hacia él sino hasta que escuchó que sería en Lyon en donde esperaría su mensaje. Sólo entonces se apresuró en alzar su mirada y asentir a la Pantera con su cabeza, antes de hacerse a un costado de la puerta y abrirla para ella y el fiel servidor encubierto en cual se había vuelto a esconder el Zorro. No dijo nada, simplemente les dejó marchar, preparado para detener inmediatamente cualquier intento del Zar por retenerles, pero el hombre permaneció en su puesto como quien aceptaba una orden impuesta y Emerick no le sacó la mirada de encima ni aún cuando se hubo cerrado la puerta. Nuevamente saboreó un minuto de silencio, como si las contradicciones en la cabeza del Italiano alimentaran su propio ego, y sólo cuando pudo predecir la ruptura de la prudencia es que él tuvo la osadía de acallarle para ser el primero.
—¡Callaos! —le ordenó secamente, como si fuera Valentino el más problemático de los esclavos —Ya habéis escuchado a la hembra…
Hembra; una palabra que jamás usaría para dirigirse a Jîldael si no fuera porque a través de ella deseara provocar verdadera ira o impotencia. Razón por la que se dibujó también en su rostro una sonrisa torcida, presumida, altanera e incluso burlesca. Odiaba, de un tiempo hasta el último, a todos aquellos que gozando de algún de realeza jamás habían arriesgado su pellejo por algo más lejano que su propio culo o el de la mujer en donde deseaban ponerlo.
—No os necesita, “alteza”… lo único que habéis conseguido es que se arroje en bandeja a las garras de la Inquisición misma, mas que sepáis, no esperéis a que os haga el favor de detenerla. Si ella huye de vos… —se permitió una pausa para soltar un par de carcajadas mientras volvía a calzarse el sombrero que hasta ese momento colgaba de la percha de la entrada —no quiero imaginarme lo mediocre de vuestros intentos.
Sonrió nuevamente, haciendo una más remarcada reverencia con la intención de marcharse del lugar. Sin embargo el Zar respondió a sus ofensas de manera tan brusca y devastadora como el mismo Duque esperaba, porque sí, lo deseaba con todas ansias, desde su misma llegada a dicha morada. Anhelaba la lucha, derramar sangre ajena y también la propia, una pelea hasta la misma muerte, porque desde el fallecimiento de su esposa que la mitad de su alma se había ido con ella hasta los reinos de Hades sin poder recuperarla. Era entonces la proximidad a la muerte, su única manera de volver a sentirse vivo. Lo había sentido en su enfrenta con Charles, pero había algo en ese hombre aún respetaba y valoraba, también en Jîldael, pero no en el Visconti.
Se giró a su atacante con la misma rapidez con la que éste se le echaba encima y soltó su bastón para recibirle con sus propias garras. No recurriría al filo de la plata a menos que fuera necesario, no por nobleza, que de eso ya poco le quedaba, sino por la sensación egoísta que buscaba; peligro, adrenalina, proximidad a la muerte… volver a sentirse vivo.
El Duque agachó la cabeza y miró el suelo, atento a cualquier ruido o señal de vida proveniente del interior. No se movió de esa puerta hasta escuchar un suspiro, uno de resignación que le indicaba que —probablemente— había dicho lo correcto. Sólo entonces apuntó sus pasos hacia el pasillo, recordando inmediatamente a las personas que había visto aparecer en esa habitación minutos atrás. Se detuvo y cerró los ojos un par de segundos para repasar las imágenes guardadas en su memoria; ni Valentino, ni el Maestre parecían portar algún arma visible y, según lo recordaba, había alcanzado a ver como Charles se acercaba presuroso al italiano. Eso le hizo pensar que le había detenido y convencido de darles espacio o lo había asesinado en su propia casa, pero el aroma de ambos fue invocado a su nariz que, muy astutamente, descartó de inmediato la segunda opción. Aún así, no se sentía completamente seguro de bajar.
Se detuvo una vez más en la puerta y respiró profundamente para aspirar sus aromas, supo que tampoco eran ellos los únicos habitantes de la morada y eso le hizo dudar aún un poco más ¿Cuántos de los presentes podría considerar aliados y cuántos de ellos enemigos? Ni siquiera tenía clara aún la lealtad de la Pantera y mucho menos la de su Maestre, tampoco sabía cuantos de los criados estaban advertidos de su naturaleza y si acaso contaban ellos con balas de plata.
Emerick no tenía miedo a la muerte, pero aún sentía que tenía mucho pendiente.
Resopló —también resignado— y, antes de dar el primer paso hacia las escaleras, recuperó su porte altivo y distante para ocultar sus temores y ansiedades ante cualquier posible enemigo. Bajó peldaño a peldaño, casi sin mover un músculo de su rostro, aún cuando sus ojos y su nariz buscasen disimuladamente la huella de la plata escondida en su bastón de caballero. Le encontró en una esquina, junto a la puerta, cercano al Maestre, mas no se detuvo a mirarle y sus ojos pasaron por él con total disimulo, como si jamás le hubiera visto, como si jamás le hubiese querido cerca. Sólo se detuvo por un momento, casi un segundo, en la presencia real de Valentino a quien simplemente saludó con una débil reverencia.
—¿Mi Señora se encuentra bien? —interrumpió Charles toda señal de protocolo.
El Duque no respondió, tampoco le miró. Simplemente se abrió pasó en medio de aquella sala con total soberanía, como si el Zar no fuera dueño de nada, como si de todos ellos él fuese el único alfa. Se tomó su tiempo, saboreando aquel silencio y la ansiedad de sus acompañantes, mientras dirigía su atención a uno de los finos adornos de la morada de Visconti.
—Está vistiéndose. Ya vendrá y vos mismo podréis concluir cómo se encuentra ella —respondió sólo cuando hubo percibido a sus espaldas el primer movimiento.
Volvió a dejar el adorno en su lugar y sólo desprendió la vista de las decoraciones cuando el aroma de Jîldael se esparció también por aquella sala. Le observó momentáneamente, aunque no por ello con menor atención. Se veía hermosamente deslumbrante, tal y como había previsto, así que el Escocés sonrió apenas y se volteó con sigilo para dirigirse a la puerta y, mientras ella hablaba, recuperar su bastón, su arma encubierta. Sabía que los otros dos le prestarían atención, sobre todo el Visconti; sabía también que quizás Charlemagne —su propio abuelo— descubriría sus propósitos en el momento en que él volviese a envolver con sus dedos la finesa de aquel accesorio, más sabía también que el anciano no haría nada por delatarle a menos que atentase contra el bienestar de su protegida. Pero Emerick sólo deseaba tener su espada cerca, a mano para cualquier posible enfrentamiento, pues algo le decía que en paz no se marcharía.
Escuchó las palabras de Jîldael ya preparado para marcharse con la dignidad en alto o luchar a muerte por ayudarle a salir de esa prisión de oro, pues sólo hasta ese momento no había tenido más que pistas de lo que sería la decisión que tomase la francesa, mas le aceptaría firmemente como si aquella fuese su verdadera última palabra. No se sorprendió de que rechazara la oferta de Valentino, pues era de cierto modo lo que estaba esperando, pero sí lo hizo al escuchar sus intenciones de enlistarse en las filas de Inquisición, ya que sin haberlo dicho en voz alta, era algo que él mismo había estado pensando para destruirla desde dentro. Así que no le miró más que por una fracción de segundo para inmediatamente ocultar su sorpresa y todo atisbo de satisfacción en su rostro. Se mantuvo mirando sus propios zapatos y los de Valentino, como si internamente hubiese establecido una lucha de poder a través de lo que denotaban sus ropas.
No se enteró de que las últimas palabras de la fémina iban dedicadas hacia él sino hasta que escuchó que sería en Lyon en donde esperaría su mensaje. Sólo entonces se apresuró en alzar su mirada y asentir a la Pantera con su cabeza, antes de hacerse a un costado de la puerta y abrirla para ella y el fiel servidor encubierto en cual se había vuelto a esconder el Zorro. No dijo nada, simplemente les dejó marchar, preparado para detener inmediatamente cualquier intento del Zar por retenerles, pero el hombre permaneció en su puesto como quien aceptaba una orden impuesta y Emerick no le sacó la mirada de encima ni aún cuando se hubo cerrado la puerta. Nuevamente saboreó un minuto de silencio, como si las contradicciones en la cabeza del Italiano alimentaran su propio ego, y sólo cuando pudo predecir la ruptura de la prudencia es que él tuvo la osadía de acallarle para ser el primero.
—¡Callaos! —le ordenó secamente, como si fuera Valentino el más problemático de los esclavos —Ya habéis escuchado a la hembra…
Hembra; una palabra que jamás usaría para dirigirse a Jîldael si no fuera porque a través de ella deseara provocar verdadera ira o impotencia. Razón por la que se dibujó también en su rostro una sonrisa torcida, presumida, altanera e incluso burlesca. Odiaba, de un tiempo hasta el último, a todos aquellos que gozando de algún de realeza jamás habían arriesgado su pellejo por algo más lejano que su propio culo o el de la mujer en donde deseaban ponerlo.
—No os necesita, “alteza”… lo único que habéis conseguido es que se arroje en bandeja a las garras de la Inquisición misma, mas que sepáis, no esperéis a que os haga el favor de detenerla. Si ella huye de vos… —se permitió una pausa para soltar un par de carcajadas mientras volvía a calzarse el sombrero que hasta ese momento colgaba de la percha de la entrada —no quiero imaginarme lo mediocre de vuestros intentos.
Sonrió nuevamente, haciendo una más remarcada reverencia con la intención de marcharse del lugar. Sin embargo el Zar respondió a sus ofensas de manera tan brusca y devastadora como el mismo Duque esperaba, porque sí, lo deseaba con todas ansias, desde su misma llegada a dicha morada. Anhelaba la lucha, derramar sangre ajena y también la propia, una pelea hasta la misma muerte, porque desde el fallecimiento de su esposa que la mitad de su alma se había ido con ella hasta los reinos de Hades sin poder recuperarla. Era entonces la proximidad a la muerte, su única manera de volver a sentirse vivo. Lo había sentido en su enfrenta con Charles, pero había algo en ese hombre aún respetaba y valoraba, también en Jîldael, pero no en el Visconti.
Se giró a su atacante con la misma rapidez con la que éste se le echaba encima y soltó su bastón para recibirle con sus propias garras. No recurriría al filo de la plata a menos que fuera necesario, no por nobleza, que de eso ya poco le quedaba, sino por la sensación egoísta que buscaba; peligro, adrenalina, proximidad a la muerte… volver a sentirse vivo.
Última edición por Emerick Boussingaut el Lun Oct 19, 2015 7:05 pm, editado 1 vez
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
"Es duro caer, pero es peor no haber intentado nunca subir.”
Theodore Roosevelt
Theodore Roosevelt
Salió del que había sido su cuarto durante los últimos meses, sabiendo que lo dejaba para siempre. Una sensación de abandono le sobrecogió el corazón, como si hubiera perdido para siempre una parte de sí misma dentro de esas paredes. ¿Cuándo se había hecho tan difícil vivir? Suspiró, cansada y se dirigió con aire solemne a la sala de estar, deseando con el alma en un hilo que Valentino y Emerick no estuvieran matándose. No tenía fuerzas para otra pelea ese día.
Desde el ángulo en que estaba, ellos no podían verle, por lo que aprovechó la instancia para espiarles. Aguzó sus sentidos y percibió su entorno, rico en sonidos y olores que el común de los humanos no podría ni siquiera imaginar. Rápida de entendimiento, supo que aún estaban allí los dos Lobos, tensos, pero tranquilos, tolerándose lo justo en tan reducido espacio; no demoró en descubrir la causa, pues, como débil muro de contención, Charles permanecía entre ellos, manteniendo el delicado equilibrio de la paz. También supo, incluso antes de mostrarse, que ellos ya sabían que se acercaba a su encuentro.
Inevitablemente, los tres varones clavaron su mirada en ella, por distintos motivos, pero con la misma ansiosa intensidad. Quien menos le sostuvo la atención, por supuesto, fue Emerick y aquello le dolió en el amor propio, pero ya no le derrumbó; por supuesto, el Duque estaba fuera de emociones tan fútiles; Jîldael lo había aceptado y ya no se quejaba de tal indiferencia. A fin de cuentas, lo único que importaba era su alianza; cualquier otro sentimiento o debilidad (había comprendido al fin) era una total pérdida de tiempo. Por el contrario, la mirada firme y segura de Charles, cargada de ese amor incondicional que ella siempre retribuía, le devolvió la certeza de la elección tomada apenas unos segundos atrás. Pese a ello, la mirada casi frenética de Valentino, como si supiera la fatalidad de su respuesta, fija y ansiosa en su figura, no dejaba de romperle los pocos nervios que le quedaban.
¿Le gustaba Valentino? Sí; negarlo habría sido una bajeza de la que ella no era capaz, pues, aunque su alma ahora navegare por los rencores más hondos del ser humano, seguía siendo Jîldael una mujer de pocos, pero férreos principios. Le gustaba el Lobo italiano lo suficiente para caminar a su lado, disfrutar sus conversaciones, reírse juntos… Pero Emerick…, él la remecía hasta sus cimientes, la destrozaba para hacerla de nuevo, infundíale fuego a su alma y le hacía sentir viva, intensa y fresca. Nadie, nunca, podría compararse con lo que Emerick le provocaba, aun cuando supiera (con la misma terrible certeza) que él nunca podría amarla. Y por eso, por esa sola, única, terrible y maravillosa razón, era que Jîldael tomaba el camino del dolor, porque hay veces en que es el único camino hacia la paz.
Así la suerte sellada, sólo quedaba una cosa por hacer.
Caminó, derecha y resueltamente hacia Valentino, en cuya persona centró su mirada, como una especie de mantra para no perder el valor de lo que iba a hacer en ese momento. En esa especie de déjà vuh que siempre fue el Visconti en su vida, repetía con él los pasos que antes hubiera dado con Emerick, como si el monarca fuera una especie de eco, de bucle que le obligaba a repetir los mismos dolores. Porque a eso había bajado ella. A romper las esperanzas y la paz que tan duramente había encontrado el “Zar”. Habiéndole prometido un camino juntos, venía ahora ella para decirle, como antes le dijera al otro Lobo que lo abandonaría a mitad del camino… Y, quizás, en cualquier otra circunstancia, tal delito fuere imperdonable. Mas sin embargo, anhelaba la Cambiante en su mísera y pobre alma, que Valentino entendiera que precisamente por eso era que debía dejarlo. Ya una vez antes había traicionado a Emerick, dejándole a su deriva. Era incapaz de volver a cometer la misma falta por segunda vez.
Respiró hondo y escupió las palabras sin pausas, mientras el rostro del Visconti se desfiguraba en incontables emociones que la joven sólo podía sospechar, escondidas como estaban en la máscara fragmentada de su frialdad. Porque a ojos del mundo, Valentino parecía indolente; más ella sabía, aunque no viera nada, que él hervía de ira en su interior. Por eso, por el bien de todos, no le dio tiempo y simplemente se fue, escoltada en su huida por la lealtad de Emerick, quien discretamente le cubrió la espalda y le aseguró una salida digna del lugar.
Y así, se marchó, sabiendo que mucho de quien había sido se quedaba para siempre en la mansión del italiano… Y no obstante, ella no volvió la vista atrás ni una sola vez.
Subió al carruaje con dignidad, en completo silencio, lo mismo que Charles, cuyo ceño fruncido decía más que todas las palabras del mundo…
***
— No os necesita, “alteza”…—
Valentino le miró de hito en hito, la sangre hirviendo, el Lobo fúrico de vida y de muerte.
Miraba al otro Can como lo que era: un alfa sin manada queriendo robar la suya, buscando arrebatarle lo único que hasta ahora había evitado que enloqueciera.
Pero ella se había ido, para siempre, y, de cierta manera fue una liberación… Ya no necesitaba seguir fingiendo…
***
La Cambiante descendió del carruaje en absoluto silencio, mientras Gaspard, el pequeño caballerango, salía a su encuentro, tras meses de no verse las caras. Jîldael le miró con la ternura que sólo le reservaba a ese niño y besó su frente. Era bueno, a fin de cuentas, estar de vuelta en su hogar. Miró la mansión, tan enorme de pronto, siendo ella tan pequeña y el mundo se le hizo pesado sobre los hombros. Fue allí, por primera vez, en ese instante, que deseó ser fuerte, que se prometió no volver a necesitar nunca más a una persona del modo en que estaba necesitado al Boussingaut. Acaso se mintiera, mas había de intentarlo. Con tal resolución, ingresó en la residencia, al tiempo que Charles apuraba el paso y se dirigían ambos a la privacidad de la biblioteca donde, como en los viejos tiempos, habrían de discutir cuál sería la siguiente jugada en ese ajedrez que era la venganza de Jîldael.
Gaspard salió a la cocina para anunciar la llegada de la Señora…
***
La sonrisa cínica del ladrón fue más de lo que Valentino pudo resistir y, olvidado ya de toda ley, dejó que la bestia de su alma rugiera furiosa, invocando la sangre primitiva de aquél que se hacía llamar “alfa”. Corrió al encuentro del ponzoñoso enemigo y lo azotó contra la pared con la fuerza desmedida del lunático que se place en el sufrimiento ajeno. Todo era rabia, fuerza y brutalidad; el Lobo quería la sangre de su enemigo, quería asesinarle con sus manos, verle sucumbir mientras él frenético de vida recuperaba para sí lo que el escocés insistía en arrebatarle.
Emerick, por supuesto, no se quedó atrás en la ira desbordada. Casi como si fueran las dos puntas de una misma cuerda, ambos Lobos se enfrentaban a muerte, como heraldos del Inframundo que a su paso sembraban muerte y destrucción. El Boussingaut respondió la agresión con el vigor del despiadado verdugo, listo para un combate que sólo aceptaba a un vencedor.
El Visconti lo supo de inmediato. Sólo uno de ellos saldría vivo de ese lugar…
***
Después de una sopa caliente y hogazas de pan recién horneado, Jîldael seguía sentada en la biblioteca, mirando el mismo mapa que tan atentamente revisare el día que conoció a Târsil Valborg. Ahí seguían las mismas viejas marcas que habían trazado ella y Charles la primera vez que pensaron colarse en Versalles. ¡Qué infantiles e inútiles le parecían ahora semejantes ideas! Era como si mirase los apuntes de una niña que recién empieza a escribir. La verdad era que nunca había tenido una oportunidad real de violar la seguridad del palacio francés, mucho menos de obtener una entrevista con el Delfín; y, aunque todas esas cosas sucedieran, jamás el Rey iba a creerle a ella, cuando su nombre y el de su Casa habían sido borrados de la historia oficial. Miraba ahora esos registros sólo para no pensar en él, aunque él era lo único en que de verdad podía pensar…
***
Un segundo de tregua fue lo que Valentino necesito para comprender que aquella batalla no sería para él. Observó a su contrincante durante esos momentos definitivos y aciagos; ambos sudaban, sus respiraciones entrecortadas daban cuenta de la violencia con que se habían enfrentado. Emerick había recibido algunos cuantos golpes de lleno en el rostro, pero era él (¡él!) quien había sacado la peor cuenta de aquella lid. El Boussingaut le había quebrado al menos dos costillas; una de las tantas caídas le había abierto un viejo desgarro en la espalda, al tiempo que se resentían muñecas y tobillos producto de la presión que había tenido que soportar. Pero no podía, no quería renunciar a ella… Así que volvió a la carga una vez más…
***
De pronto, Jîldael tuvo un pálpito, un amago de angustia que se le ahogó en el pecho; un grito quiso escapar de su boca, pero lo retuvo, mientras un hielo frío le recorría la espalda y una pluma de cuervo, negra como la fatalidad, caía trágicamente a sus pies. Se levantó, convulsa, de su asiento y clavó la vista en la ventana, como si de ese modo pudiera hacer aparecer a Emerick frente a ella y de ese modo pudiera asegurarse de que él estaría a salvo de todo mal… Si pudiera tener la certeza… Si no le doliera el pecho como le dolía…
***
Lo sintió, como un prefacio de muerte, ese golpe final. Ante él danzaba la Dama de Negro, con su tez pálida y afilada, con sus manos huesudas y crueles… Y, tras ella, la figura frágil y encantadora de su Lorelei… Y de pronto, el rostro iracundo de Emerick surgía en medio de su delirio, para condenarle, para perdonarle y absolverle todos sus pecados… Ya no había nada que temer. ¿Qué podía darle la vida, cuando lo único que había deseado siempre estaba tras ese velo que ahora se descorría frente a él? Abandonó todo deseo y voluntad y se dejó ir, tranquilo y liviano, tras la silueta dulce y delicada de la única mujer que había amado… Lorelei…
***
¿Por qué lloraba Jîdael? Ni ella habría podido explicarlo. Lo único que podía justificar su dolor era el miedo, un único y claro miedo, que lo dominaba todo a su alrededor: el miedo de no volver a ver al nieto de Charles, el miedo de no oír nunca más su voz ni su risa, de no ver esos ojos suyos, tan astutos y sinceros, de no sentir su aliento o el roce de sus manos. Ese miedo, que le atenazaba el pecho, era lo único que podía explicar la traición a su idea férrea de no volver a llorar en la vida… Cerró los ojos y contuvo las lágrimas, mas un susurro se escapó de sus labios, vil traidor de sus más puros sentimientos:
— Volved, Emerick, por favor… —
Ni por medio segundo se le ocurrió pensar que las Parcas habían elegido a Valentino de Visconti…
***
Desde el ángulo en que estaba, ellos no podían verle, por lo que aprovechó la instancia para espiarles. Aguzó sus sentidos y percibió su entorno, rico en sonidos y olores que el común de los humanos no podría ni siquiera imaginar. Rápida de entendimiento, supo que aún estaban allí los dos Lobos, tensos, pero tranquilos, tolerándose lo justo en tan reducido espacio; no demoró en descubrir la causa, pues, como débil muro de contención, Charles permanecía entre ellos, manteniendo el delicado equilibrio de la paz. También supo, incluso antes de mostrarse, que ellos ya sabían que se acercaba a su encuentro.
Inevitablemente, los tres varones clavaron su mirada en ella, por distintos motivos, pero con la misma ansiosa intensidad. Quien menos le sostuvo la atención, por supuesto, fue Emerick y aquello le dolió en el amor propio, pero ya no le derrumbó; por supuesto, el Duque estaba fuera de emociones tan fútiles; Jîldael lo había aceptado y ya no se quejaba de tal indiferencia. A fin de cuentas, lo único que importaba era su alianza; cualquier otro sentimiento o debilidad (había comprendido al fin) era una total pérdida de tiempo. Por el contrario, la mirada firme y segura de Charles, cargada de ese amor incondicional que ella siempre retribuía, le devolvió la certeza de la elección tomada apenas unos segundos atrás. Pese a ello, la mirada casi frenética de Valentino, como si supiera la fatalidad de su respuesta, fija y ansiosa en su figura, no dejaba de romperle los pocos nervios que le quedaban.
¿Le gustaba Valentino? Sí; negarlo habría sido una bajeza de la que ella no era capaz, pues, aunque su alma ahora navegare por los rencores más hondos del ser humano, seguía siendo Jîldael una mujer de pocos, pero férreos principios. Le gustaba el Lobo italiano lo suficiente para caminar a su lado, disfrutar sus conversaciones, reírse juntos… Pero Emerick…, él la remecía hasta sus cimientes, la destrozaba para hacerla de nuevo, infundíale fuego a su alma y le hacía sentir viva, intensa y fresca. Nadie, nunca, podría compararse con lo que Emerick le provocaba, aun cuando supiera (con la misma terrible certeza) que él nunca podría amarla. Y por eso, por esa sola, única, terrible y maravillosa razón, era que Jîldael tomaba el camino del dolor, porque hay veces en que es el único camino hacia la paz.
Así la suerte sellada, sólo quedaba una cosa por hacer.
Caminó, derecha y resueltamente hacia Valentino, en cuya persona centró su mirada, como una especie de mantra para no perder el valor de lo que iba a hacer en ese momento. En esa especie de déjà vuh que siempre fue el Visconti en su vida, repetía con él los pasos que antes hubiera dado con Emerick, como si el monarca fuera una especie de eco, de bucle que le obligaba a repetir los mismos dolores. Porque a eso había bajado ella. A romper las esperanzas y la paz que tan duramente había encontrado el “Zar”. Habiéndole prometido un camino juntos, venía ahora ella para decirle, como antes le dijera al otro Lobo que lo abandonaría a mitad del camino… Y, quizás, en cualquier otra circunstancia, tal delito fuere imperdonable. Mas sin embargo, anhelaba la Cambiante en su mísera y pobre alma, que Valentino entendiera que precisamente por eso era que debía dejarlo. Ya una vez antes había traicionado a Emerick, dejándole a su deriva. Era incapaz de volver a cometer la misma falta por segunda vez.
Respiró hondo y escupió las palabras sin pausas, mientras el rostro del Visconti se desfiguraba en incontables emociones que la joven sólo podía sospechar, escondidas como estaban en la máscara fragmentada de su frialdad. Porque a ojos del mundo, Valentino parecía indolente; más ella sabía, aunque no viera nada, que él hervía de ira en su interior. Por eso, por el bien de todos, no le dio tiempo y simplemente se fue, escoltada en su huida por la lealtad de Emerick, quien discretamente le cubrió la espalda y le aseguró una salida digna del lugar.
Y así, se marchó, sabiendo que mucho de quien había sido se quedaba para siempre en la mansión del italiano… Y no obstante, ella no volvió la vista atrás ni una sola vez.
Subió al carruaje con dignidad, en completo silencio, lo mismo que Charles, cuyo ceño fruncido decía más que todas las palabras del mundo…
***
— No os necesita, “alteza”…—
Valentino le miró de hito en hito, la sangre hirviendo, el Lobo fúrico de vida y de muerte.
Miraba al otro Can como lo que era: un alfa sin manada queriendo robar la suya, buscando arrebatarle lo único que hasta ahora había evitado que enloqueciera.
Pero ella se había ido, para siempre, y, de cierta manera fue una liberación… Ya no necesitaba seguir fingiendo…
***
La Cambiante descendió del carruaje en absoluto silencio, mientras Gaspard, el pequeño caballerango, salía a su encuentro, tras meses de no verse las caras. Jîldael le miró con la ternura que sólo le reservaba a ese niño y besó su frente. Era bueno, a fin de cuentas, estar de vuelta en su hogar. Miró la mansión, tan enorme de pronto, siendo ella tan pequeña y el mundo se le hizo pesado sobre los hombros. Fue allí, por primera vez, en ese instante, que deseó ser fuerte, que se prometió no volver a necesitar nunca más a una persona del modo en que estaba necesitado al Boussingaut. Acaso se mintiera, mas había de intentarlo. Con tal resolución, ingresó en la residencia, al tiempo que Charles apuraba el paso y se dirigían ambos a la privacidad de la biblioteca donde, como en los viejos tiempos, habrían de discutir cuál sería la siguiente jugada en ese ajedrez que era la venganza de Jîldael.
Gaspard salió a la cocina para anunciar la llegada de la Señora…
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La sonrisa cínica del ladrón fue más de lo que Valentino pudo resistir y, olvidado ya de toda ley, dejó que la bestia de su alma rugiera furiosa, invocando la sangre primitiva de aquél que se hacía llamar “alfa”. Corrió al encuentro del ponzoñoso enemigo y lo azotó contra la pared con la fuerza desmedida del lunático que se place en el sufrimiento ajeno. Todo era rabia, fuerza y brutalidad; el Lobo quería la sangre de su enemigo, quería asesinarle con sus manos, verle sucumbir mientras él frenético de vida recuperaba para sí lo que el escocés insistía en arrebatarle.
Emerick, por supuesto, no se quedó atrás en la ira desbordada. Casi como si fueran las dos puntas de una misma cuerda, ambos Lobos se enfrentaban a muerte, como heraldos del Inframundo que a su paso sembraban muerte y destrucción. El Boussingaut respondió la agresión con el vigor del despiadado verdugo, listo para un combate que sólo aceptaba a un vencedor.
El Visconti lo supo de inmediato. Sólo uno de ellos saldría vivo de ese lugar…
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Después de una sopa caliente y hogazas de pan recién horneado, Jîldael seguía sentada en la biblioteca, mirando el mismo mapa que tan atentamente revisare el día que conoció a Târsil Valborg. Ahí seguían las mismas viejas marcas que habían trazado ella y Charles la primera vez que pensaron colarse en Versalles. ¡Qué infantiles e inútiles le parecían ahora semejantes ideas! Era como si mirase los apuntes de una niña que recién empieza a escribir. La verdad era que nunca había tenido una oportunidad real de violar la seguridad del palacio francés, mucho menos de obtener una entrevista con el Delfín; y, aunque todas esas cosas sucedieran, jamás el Rey iba a creerle a ella, cuando su nombre y el de su Casa habían sido borrados de la historia oficial. Miraba ahora esos registros sólo para no pensar en él, aunque él era lo único en que de verdad podía pensar…
***
Un segundo de tregua fue lo que Valentino necesito para comprender que aquella batalla no sería para él. Observó a su contrincante durante esos momentos definitivos y aciagos; ambos sudaban, sus respiraciones entrecortadas daban cuenta de la violencia con que se habían enfrentado. Emerick había recibido algunos cuantos golpes de lleno en el rostro, pero era él (¡él!) quien había sacado la peor cuenta de aquella lid. El Boussingaut le había quebrado al menos dos costillas; una de las tantas caídas le había abierto un viejo desgarro en la espalda, al tiempo que se resentían muñecas y tobillos producto de la presión que había tenido que soportar. Pero no podía, no quería renunciar a ella… Así que volvió a la carga una vez más…
***
De pronto, Jîldael tuvo un pálpito, un amago de angustia que se le ahogó en el pecho; un grito quiso escapar de su boca, pero lo retuvo, mientras un hielo frío le recorría la espalda y una pluma de cuervo, negra como la fatalidad, caía trágicamente a sus pies. Se levantó, convulsa, de su asiento y clavó la vista en la ventana, como si de ese modo pudiera hacer aparecer a Emerick frente a ella y de ese modo pudiera asegurarse de que él estaría a salvo de todo mal… Si pudiera tener la certeza… Si no le doliera el pecho como le dolía…
***
Lo sintió, como un prefacio de muerte, ese golpe final. Ante él danzaba la Dama de Negro, con su tez pálida y afilada, con sus manos huesudas y crueles… Y, tras ella, la figura frágil y encantadora de su Lorelei… Y de pronto, el rostro iracundo de Emerick surgía en medio de su delirio, para condenarle, para perdonarle y absolverle todos sus pecados… Ya no había nada que temer. ¿Qué podía darle la vida, cuando lo único que había deseado siempre estaba tras ese velo que ahora se descorría frente a él? Abandonó todo deseo y voluntad y se dejó ir, tranquilo y liviano, tras la silueta dulce y delicada de la única mujer que había amado… Lorelei…
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¿Por qué lloraba Jîdael? Ni ella habría podido explicarlo. Lo único que podía justificar su dolor era el miedo, un único y claro miedo, que lo dominaba todo a su alrededor: el miedo de no volver a ver al nieto de Charles, el miedo de no oír nunca más su voz ni su risa, de no ver esos ojos suyos, tan astutos y sinceros, de no sentir su aliento o el roce de sus manos. Ese miedo, que le atenazaba el pecho, era lo único que podía explicar la traición a su idea férrea de no volver a llorar en la vida… Cerró los ojos y contuvo las lágrimas, mas un susurro se escapó de sus labios, vil traidor de sus más puros sentimientos:
— Volved, Emerick, por favor… —
Ni por medio segundo se le ocurrió pensar que las Parcas habían elegido a Valentino de Visconti…
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Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 09/09/2011
Localización : Junto a mi Maestre... aquí o allá...
DATOS DEL PERSONAJE
Poderes/Habilidades:
Datos de interés:
Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”Si hay algo que he aprendido, es que la piedad es más inteligente que el odio, que la misericordia es preferible aún a la justicia misma, que si uno va por el mundo con mirada amistosa, uno hace buenos amigos.”
Philip Gibbs
Philip Gibbs
Y el Zar cayó ante sus pies, derrotado…
Mas no era él el único que habrá caído, pues aún cuando Emerick se mantenía erguido, sintió como algo dentro de sí se hubiese quebrado. No, no podía ser, no podía haberle durado tampoco; el escocés quería ser golpeado, necesitaba ser castigado, urgía luchar por su propia vida para sentirse realmente un triunfador y Valentino, muy lamentablemente, no había sido rival a su altura.
Impotencia, rabia, desilusión. Sentía demasiadas cosas pero ninguna de ellas era buena, así que resopló y se relamió los labios con frustración. ¡Qué ganas tenía de golpearle! ¡Qué rabia que sentía y que impotencia de no poder dejarla salir! Que si lo hacía, que gracia tendría el ganar así.
—Poneos de Pie… ¡PONEOS DE PIE!
Rugió con los puños apretados y la vena palpitante en medio de un rostro sudoroso y sangrante. No obstante, su rugido no fue suficiente para revitalizar al Visconti, pero si lo fue para que los criados del italiano no soportaran más el peso de la conciencia de saber apaleado a su amo, sin ellos hacer nada. La mayoría movidos por miedo, más que por lealtad; si el Zar moría, serían esclavos libres y deberían huir antes de volver a ser atrapados, algunos tendrían suerte, pero ¿y si vivía y ellos no habían hecho nada? Probablemente, muy probablemente, serían castigados. Tal vez no por Valentino, pero sí por las leyes de los “blancos”.
Y mientras el italiano parecía haberse perdido en un mundo de alucinaciones y ensueño, en donde estiraba una mano como queriendo alcanzar a un ser invisible, el Duque de Escocia era repentinamente apresado por un par de esclavos corpulentos que, sin golpearlo, le alejaban de su amo.
—¡Soltadme! ¡SOLTADME OS HE DICHO!
Rugió una vez más, zamboloteándo sus brazos para liberarse, como última amenaza antes de usar su fuerza sobrenatural sobre ellos. Mas éstos no hicieron caso a su advertencia y Emerick les empujó con todas sus fuerzas contra el muro que tenía a sus espaldas. Uno de ellos cayó y los otros dos le ayudaron a ponerse de pie para luego mirar al licántropo asustados. “¡Vamos, vamos!” dijeron probablemente en su lenguaje nativo y así huyeron, pero fue una mujer, una de las criadas quien sin importar el peligro, permaneció en la habitación con los ojos aguados del terror y la pena.
—¡Perdonadle! ¡Por favor, perdonadle! —suplicó la mujer, arrojándose de rodillas a sus pies para retenerle —Por favor…
Ella lloraba desconsoladamente y aún cuando el Duque hizo amago de librarse de su agarre, había algo en ella que no pudo vencer. La mujer suplicaba con verdadera congoja y se aferraba a sus piernas como si rogara por la vida de su propio hijo, y eso le desconcertó. Alguien ahí amaba al Visconti, alguien que a pesar de no ser libre y no tener nada que entregar, era capaz de poner su propia vida en riesgo por ese hombre a quien Emerick miraba sin poder entender. Mas fue en ella en quien se reconoció a sí mismo, suplicando por la vida de Lucius y entendiendo su dolor y eso le partió lo que le quedaba de corazón. Piedad, empatía; eran sin duda los puntos más débiles del escocés, puntos que él ya creía muertos y enterrados, pero se daba cuenta en ese momento de que no era así.
Entonces fue el mismo Valentino el que interfirió.
Tiempo había tenido de ponerse de pie y de volver a recuperar sus sentidos. Para siempre sería un misterio el porque realmente lo había hecho, pero si había alguien en ese cuarto que le conocía, podría haber dicho que se trataba de orgullo mas que de nobleza. Valentino de Visconti, después de todo, había sido un hombre esculpido para brillar entre la realeza y gobernar a un país. Alguien demasiado autosificiente como para permitir que otros interfirieran por él en un asunto que deseaba finiquitar y, aún cuando ello pudiera significarle la muerte, jamás podría haber vuelto a mirar a sus enemigos a la cara con una derrota a cuestas, algo que Emerick si había aprendido ya muchas veces a golpe de caídas. Ambos hombres habían luchado por motivos egoístas, por ego propio y furia contenida, pero era él quien tenía la posibilidad de rendirse, de tragarse el orgullo por aquel amor incondicional que la criada le profesaba. Sin embargo, él le rechazó.
—Soltadle —ordenó secamente el Visconti —Dejadnos a solas.
Emerick le miró sorprendido y sintió como sus piernas volvían a ser liberadas, pero también vio el orgullo herido y el odio interminable en la mirada del noble y supo que él no tenía intenciones de dejar inconclusa la batalla.
—No voy a luchar contra vos… no de esta manera.
—No os he pedido vuestra misericordia —refutó el Zar acercándose al ladrón de su manada.
—No sois precisamente vos de quien me he apiadado —respondió el lobo, echándole una mirada rápida a la criada que aún sollozaba en una esquina.
—¡Dejadnos! —alzó la voz, mirando por primera vez a la esclava que prácticamente le había criado —!Ya!
—¡No, no mi Señor, se lo pido! —volvió a rogar la mujer, echándose a caer.
Mas Valentino hizo vista ciega a sus suplicas y se abalanzó contra el Boussingaut para azotarle contra la muralla una vez más. Emerick resistió con fiereza, conteniendo a su lobo interno de salir responder la ofensa, mas le contuvo lo suficiente para separarle y al mismo tiempo sujetarle, intentando hacerle entrar en razón.
—No voy a luchar contra vos —repitió entre dientes apretados, por fin alejándole un par de metros de un nuevo empujón.
Mas el Visconti, rugió de furia y agarró una de las sillas para fustigarla contra el escocés, rompiéndola en mil pedazos, ya que si en verdad había una mujer en el mundo por la cual se detendría, esa mujer sería solamente Lorelei.
—¡Parad! —bramó Emerick en su resistencia, antes de recibir otro de los golpes que le hizo tambalear.
Sin embargo el escocés ya tampoco era tan noble y sólo ese segundo golpe fue necesario para hacerle volver a atacar. Una vez más ambos se echaban a la revuelta como canes desesperados por salir de sus pieles humanas y atacar directamente a la yugular. Ambos lobos gruñían y abrían sus fauces de odio y dolor mientras su sangre roja y espesa teñía las finas tablas de la tan lujosa residencia. Ambos, perros de la realeza, conocieron el dolor y el pánico de sentir la carne atravesada como animal de criadero que muge al caer en las garras del carnicero. Y ella, ella lloraba imparable, incontenible y desconsolada.
Fue en ese momento que el Valentino, una vez más perdiendo, cayó cerca del bastón del Duque que entre tanta pelea se había desprendido ligeramente de su vaina, que vio allí el filo de la plata y el secreto escondido de aquella espada. “Traidor” pensó el italiano cegado por el odio, sin darse cuenta que el otro en verdad jamás le había usado, y se hizo con ella para liberarla de su rígido manto y blandirla ante el otro sin aviso, rebanándole uno de los brazos y parte de su pecho. Emerick dio un salto hacia atrás, alertado por el punzante dolor de la plata, y dio cuenta de su desventaja.
Ambos se miraron por un sólo segundo sin decir palabra y se lanzaron nuevamente al ataque, el Visconti intentando cortar cuanto pudiera y el Boussingaut procurando contenerle de las muñecas, marcando entre ellos un ambiente de tensión cual hilo separa entre ambos a la vida y a la muerte.
Fue un duro golpe de cabeza el que hizo retroceder al italiano y soltar la espada, mas Emerick, aun con el llanto de la mujer recordándole su mismo dolor, soltó la espada y la dejó caer el piso. Sin embargo, Valentino, aún más humillado y enfurecido, le pateó directamente sobre una de las rodillas, torciéndosela y obligándole a caer también. Fue un golpe inesperado, una reacción de luchador innato que aprovechó una vez más para hacerse de la plata y doblegarla ante el cuello del enemigo quien le sujetó con una de sus propias manos, tiñéndola de sangre, mientras que con la otra cogió un palo de la anterior silla destrozada y astillada y lo atravesó directamente entre el hombro y el cuello de su atacante.
Valentino apenas se tragó el aire que tenía en frente y le regresó la mirada con ojos fatalistas; estaba finalmente derrotado e irremediablemente herido de muerte.
La mujer gritó aún más fuerte de lo que lo había hecho en toda su vida y su llanto floreció de su alma, abriéndole el pecho como si sus pulmones se hubiesen desgarrado de la pena. Y Emerick, Emerick no pudo esconder la culpa de su mirada y, con ojos aguados, enterró aún más el madero en el cuerpo del italiano para acortar su sufrimiento.
—Lo siento…
Se disculpó con ella en cuanto se hubo parado y dejado el cuerpo sin vida del enemigo en brazos de su amada, pues aunque no lo supiera él, Lorelei ahí lo esperaba y le recibía entre sus brazos espectrales para llevarle consigo a un universo desconocido.
El Duque tragó saliva, despejándose la garganta de las lágrimas que amenazan con escapársele de los ojos y se agachó a recoger su espada para alejarse del lugar y las almas que él mismo había destrozado.
—Lo siento…
Repitió en un susurro lejano al momento de cerrar la puerta y entonces mirar hacia la calle que ya también comenzaba a menguar en actividad. Llenó dolosamente sus pulmones de aire y se miró a sí mismo, herido y cubierto de sangre propia y ajena, por lo que prefirió agachar la cabeza, encorvar su porte y echarse a trotar sigilosamente en medio de callejones traseros y calles poco habitadas.
No podía sacarse de la cabeza los llantos de la mujer y el recuerdo de su propia pérdida, porque aún cuando ella no lo imaginara, sólo él había podido entenderla.
*******
Los golpes en la puerta de la Mansión del Balzo sonaron tan fuerte que parecían haber sido azotadas por el mismo Zeus y sus rayos y truenos, mas no se detuvieron, pues quien fuera que llamase parecía tener tanta prisa como alma pecadora perseguida por el Diablo.
Unos pasos apurados se sintieron del otro lado, porque alguien también había estado esperando.
—Pantera…
Escapó la voz cansada del lobo quien la envolvió en un abrazo.
Mas no era él el único que habrá caído, pues aún cuando Emerick se mantenía erguido, sintió como algo dentro de sí se hubiese quebrado. No, no podía ser, no podía haberle durado tampoco; el escocés quería ser golpeado, necesitaba ser castigado, urgía luchar por su propia vida para sentirse realmente un triunfador y Valentino, muy lamentablemente, no había sido rival a su altura.
Impotencia, rabia, desilusión. Sentía demasiadas cosas pero ninguna de ellas era buena, así que resopló y se relamió los labios con frustración. ¡Qué ganas tenía de golpearle! ¡Qué rabia que sentía y que impotencia de no poder dejarla salir! Que si lo hacía, que gracia tendría el ganar así.
—Poneos de Pie… ¡PONEOS DE PIE!
Rugió con los puños apretados y la vena palpitante en medio de un rostro sudoroso y sangrante. No obstante, su rugido no fue suficiente para revitalizar al Visconti, pero si lo fue para que los criados del italiano no soportaran más el peso de la conciencia de saber apaleado a su amo, sin ellos hacer nada. La mayoría movidos por miedo, más que por lealtad; si el Zar moría, serían esclavos libres y deberían huir antes de volver a ser atrapados, algunos tendrían suerte, pero ¿y si vivía y ellos no habían hecho nada? Probablemente, muy probablemente, serían castigados. Tal vez no por Valentino, pero sí por las leyes de los “blancos”.
Y mientras el italiano parecía haberse perdido en un mundo de alucinaciones y ensueño, en donde estiraba una mano como queriendo alcanzar a un ser invisible, el Duque de Escocia era repentinamente apresado por un par de esclavos corpulentos que, sin golpearlo, le alejaban de su amo.
—¡Soltadme! ¡SOLTADME OS HE DICHO!
Rugió una vez más, zamboloteándo sus brazos para liberarse, como última amenaza antes de usar su fuerza sobrenatural sobre ellos. Mas éstos no hicieron caso a su advertencia y Emerick les empujó con todas sus fuerzas contra el muro que tenía a sus espaldas. Uno de ellos cayó y los otros dos le ayudaron a ponerse de pie para luego mirar al licántropo asustados. “¡Vamos, vamos!” dijeron probablemente en su lenguaje nativo y así huyeron, pero fue una mujer, una de las criadas quien sin importar el peligro, permaneció en la habitación con los ojos aguados del terror y la pena.
—¡Perdonadle! ¡Por favor, perdonadle! —suplicó la mujer, arrojándose de rodillas a sus pies para retenerle —Por favor…
Ella lloraba desconsoladamente y aún cuando el Duque hizo amago de librarse de su agarre, había algo en ella que no pudo vencer. La mujer suplicaba con verdadera congoja y se aferraba a sus piernas como si rogara por la vida de su propio hijo, y eso le desconcertó. Alguien ahí amaba al Visconti, alguien que a pesar de no ser libre y no tener nada que entregar, era capaz de poner su propia vida en riesgo por ese hombre a quien Emerick miraba sin poder entender. Mas fue en ella en quien se reconoció a sí mismo, suplicando por la vida de Lucius y entendiendo su dolor y eso le partió lo que le quedaba de corazón. Piedad, empatía; eran sin duda los puntos más débiles del escocés, puntos que él ya creía muertos y enterrados, pero se daba cuenta en ese momento de que no era así.
Entonces fue el mismo Valentino el que interfirió.
Tiempo había tenido de ponerse de pie y de volver a recuperar sus sentidos. Para siempre sería un misterio el porque realmente lo había hecho, pero si había alguien en ese cuarto que le conocía, podría haber dicho que se trataba de orgullo mas que de nobleza. Valentino de Visconti, después de todo, había sido un hombre esculpido para brillar entre la realeza y gobernar a un país. Alguien demasiado autosificiente como para permitir que otros interfirieran por él en un asunto que deseaba finiquitar y, aún cuando ello pudiera significarle la muerte, jamás podría haber vuelto a mirar a sus enemigos a la cara con una derrota a cuestas, algo que Emerick si había aprendido ya muchas veces a golpe de caídas. Ambos hombres habían luchado por motivos egoístas, por ego propio y furia contenida, pero era él quien tenía la posibilidad de rendirse, de tragarse el orgullo por aquel amor incondicional que la criada le profesaba. Sin embargo, él le rechazó.
—Soltadle —ordenó secamente el Visconti —Dejadnos a solas.
Emerick le miró sorprendido y sintió como sus piernas volvían a ser liberadas, pero también vio el orgullo herido y el odio interminable en la mirada del noble y supo que él no tenía intenciones de dejar inconclusa la batalla.
—No voy a luchar contra vos… no de esta manera.
—No os he pedido vuestra misericordia —refutó el Zar acercándose al ladrón de su manada.
—No sois precisamente vos de quien me he apiadado —respondió el lobo, echándole una mirada rápida a la criada que aún sollozaba en una esquina.
—¡Dejadnos! —alzó la voz, mirando por primera vez a la esclava que prácticamente le había criado —!Ya!
—¡No, no mi Señor, se lo pido! —volvió a rogar la mujer, echándose a caer.
Mas Valentino hizo vista ciega a sus suplicas y se abalanzó contra el Boussingaut para azotarle contra la muralla una vez más. Emerick resistió con fiereza, conteniendo a su lobo interno de salir responder la ofensa, mas le contuvo lo suficiente para separarle y al mismo tiempo sujetarle, intentando hacerle entrar en razón.
—No voy a luchar contra vos —repitió entre dientes apretados, por fin alejándole un par de metros de un nuevo empujón.
Mas el Visconti, rugió de furia y agarró una de las sillas para fustigarla contra el escocés, rompiéndola en mil pedazos, ya que si en verdad había una mujer en el mundo por la cual se detendría, esa mujer sería solamente Lorelei.
—¡Parad! —bramó Emerick en su resistencia, antes de recibir otro de los golpes que le hizo tambalear.
Sin embargo el escocés ya tampoco era tan noble y sólo ese segundo golpe fue necesario para hacerle volver a atacar. Una vez más ambos se echaban a la revuelta como canes desesperados por salir de sus pieles humanas y atacar directamente a la yugular. Ambos lobos gruñían y abrían sus fauces de odio y dolor mientras su sangre roja y espesa teñía las finas tablas de la tan lujosa residencia. Ambos, perros de la realeza, conocieron el dolor y el pánico de sentir la carne atravesada como animal de criadero que muge al caer en las garras del carnicero. Y ella, ella lloraba imparable, incontenible y desconsolada.
Fue en ese momento que el Valentino, una vez más perdiendo, cayó cerca del bastón del Duque que entre tanta pelea se había desprendido ligeramente de su vaina, que vio allí el filo de la plata y el secreto escondido de aquella espada. “Traidor” pensó el italiano cegado por el odio, sin darse cuenta que el otro en verdad jamás le había usado, y se hizo con ella para liberarla de su rígido manto y blandirla ante el otro sin aviso, rebanándole uno de los brazos y parte de su pecho. Emerick dio un salto hacia atrás, alertado por el punzante dolor de la plata, y dio cuenta de su desventaja.
Ambos se miraron por un sólo segundo sin decir palabra y se lanzaron nuevamente al ataque, el Visconti intentando cortar cuanto pudiera y el Boussingaut procurando contenerle de las muñecas, marcando entre ellos un ambiente de tensión cual hilo separa entre ambos a la vida y a la muerte.
Fue un duro golpe de cabeza el que hizo retroceder al italiano y soltar la espada, mas Emerick, aun con el llanto de la mujer recordándole su mismo dolor, soltó la espada y la dejó caer el piso. Sin embargo, Valentino, aún más humillado y enfurecido, le pateó directamente sobre una de las rodillas, torciéndosela y obligándole a caer también. Fue un golpe inesperado, una reacción de luchador innato que aprovechó una vez más para hacerse de la plata y doblegarla ante el cuello del enemigo quien le sujetó con una de sus propias manos, tiñéndola de sangre, mientras que con la otra cogió un palo de la anterior silla destrozada y astillada y lo atravesó directamente entre el hombro y el cuello de su atacante.
Valentino apenas se tragó el aire que tenía en frente y le regresó la mirada con ojos fatalistas; estaba finalmente derrotado e irremediablemente herido de muerte.
La mujer gritó aún más fuerte de lo que lo había hecho en toda su vida y su llanto floreció de su alma, abriéndole el pecho como si sus pulmones se hubiesen desgarrado de la pena. Y Emerick, Emerick no pudo esconder la culpa de su mirada y, con ojos aguados, enterró aún más el madero en el cuerpo del italiano para acortar su sufrimiento.
—Lo siento…
Se disculpó con ella en cuanto se hubo parado y dejado el cuerpo sin vida del enemigo en brazos de su amada, pues aunque no lo supiera él, Lorelei ahí lo esperaba y le recibía entre sus brazos espectrales para llevarle consigo a un universo desconocido.
El Duque tragó saliva, despejándose la garganta de las lágrimas que amenazan con escapársele de los ojos y se agachó a recoger su espada para alejarse del lugar y las almas que él mismo había destrozado.
—Lo siento…
Repitió en un susurro lejano al momento de cerrar la puerta y entonces mirar hacia la calle que ya también comenzaba a menguar en actividad. Llenó dolosamente sus pulmones de aire y se miró a sí mismo, herido y cubierto de sangre propia y ajena, por lo que prefirió agachar la cabeza, encorvar su porte y echarse a trotar sigilosamente en medio de callejones traseros y calles poco habitadas.
No podía sacarse de la cabeza los llantos de la mujer y el recuerdo de su propia pérdida, porque aún cuando ella no lo imaginara, sólo él había podido entenderla.
*******
Los golpes en la puerta de la Mansión del Balzo sonaron tan fuerte que parecían haber sido azotadas por el mismo Zeus y sus rayos y truenos, mas no se detuvieron, pues quien fuera que llamase parecía tener tanta prisa como alma pecadora perseguida por el Diablo.
Unos pasos apurados se sintieron del otro lado, porque alguien también había estado esperando.
—Pantera…
Escapó la voz cansada del lobo quien la envolvió en un abrazo.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
"La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose. ”
Julio Cortázar
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La joven era la viva imagen de un gato enjaulado. Miraba de hito en hito a través de la ventana abierta desde la cual se colare la prenda de la fatalidad; se paseaba Jîldael, dibujando perfectos círculos con pasos rápidos y nerviosos. Mascullaba sus temores, se apretaba las manos y, de vez en cuando, sufría un pequeño ataque de histeria que le impedía respirar normalmente. Se calmaba, no sin esfuerzo, y el ritual volvía a comenzar, siempre intercalado con las observaciones de su Maestre:
— Mi Señora; Emerick es muchas cosas, debéis recordarlo. Y de todas ellas — hizo una pausa, mientras ella volvía a mascullar por milésima vez, luchando contra ese miedo abisal que se le empozaba en el alma, con las garras y el rostro de la Muerte, mil veces maldita. Ella le miró, por primera vez en ese día tan infinito — es su curtida experiencia en combate. No en vano, es Ramandú… Y… — dudó por unos segundos; pero era la verdad, y ella necesitaba escucharlo — La sangre Balliol es fuerte en él. Quizás, las Parcas lo amen… Pero Apolo también; el dios–sol es celoso, no le dejará marchar a las tinieblas. —
Jîldael le miró, terriblemente angustiada, luchando por confiar en quien había sido para ella corazón y paz. Debía creer, debía amarrarse a la luz o iba a volverse loca; y no podía, no podía abandonarse a los brazos de la Locura; tenía cosas que hacer, deudas que cobrar; todavía tenía asuntos pendientes. Y cuando todas esas deudas se saldaren, tal vez entonces podría pensar en esa parte de sí misma que crecía a pasos agigantados.
— Tal vez, tengáis razón, Maestre…, pero mi corazón sufre. He vivido mil muertes en estas horas; y viviré otras mil si sigo aquí encerrada… — musitó, dejándose caer sobre uno de los mullidos sillones de la estancia, en una especie de arrebato final que la demolía desde sus cimientes.
Una mirada histérica, abandonada se instaló en su rostro, ahora fiero y terrible. Quería sangre; necesitaba romper, mutilar y destruir. Y sabía exactamente dónde ahogar aquellas pasiones tan bajas y ruines. Saldría la Pantera, como otras noches, a buscar a un neófito, contra el que combatiría; en él ahogaría el miedo y la rabia, y respiraría paz y libertad. ¿Acaso no era eso lo que le había salvado de morir, una vez muerto su hijo? Quizás la sangre que arrebataba a otros le devolviera esa parte de sí misma que se extraviara junto con Demian.
Charles intuyó, sin necesidad de palabra alguna, cuáles eran los planes de la Épsilon y se arrojó sobre ella, encerrándola en el lugar donde ella se había dejado caer.
— ¡No, Ama! ¡Os quedaréis aquí! Me prometisteis no mancharos de sangre; hoy, todos cumpliremos la palabra empeñada. Y eso también os incluye a vos —
Ella le miró con expresión torturada, al tiempo que intentaba esgrimir alguna débil defensa de su perdida libertad…, pero entonces, esa misma cruel ventana les traía un vestigio de esperanza, un olor conocido y amado…
Y entonces, Charles ya no pudo detenerla más y la Cambiante corrió escaleras abajo, justo cuando la puerta era aporreada desde el exterior.
Y Jîldael lloró, una vez más (traicionadas todas sus promesas y toda su frialdad), de felicidad, porque por una vez en su vida, alguien escuchaba sus ruegos y le devolvían al hombre que amaba, vivo. Abrió la puerta entonces y se derrumbaron a un mismo tiempo, el uno sobre la otra, fundidos en lo único que podía salvarles de verdad: un abrazo.
— Pantera… —
— ¡Lobo! — jadeó, libre por fin todo el miedo que había padecido. Tomó su rostro, le recorrió con las manos, ávida, desesperada, como si estuviera ciega, como si él fuera una mentira de sus pensamientos y sólo sus manos pudieran mostrarle la verdad — ¡Dios del Cielo! ¡Estaba tan asustada! ¡Temía por vuestra persona, amor mío! ¡Vida que volvéis a mi vida, no me hagáis esto nunca más! ¡Yo…! —
Y en esos segundos, Jîldael lo olvidó todo, absolutamente todo, excepto una cosa: que Emerick estaba vivo y estaba con ella. Y lo besó, una infinita vez más, desesperada de su vida, embebida de su felicidad. Lo besó porque lo amaba y él estaba vivo y nada, (¡nada!) podía importarle más en ese instante que el aliento fresco y el cuerpo firme y la mirada intensa y la voz ronca de Emerick envolviéndola en ese abrazo poderoso que era todo vida, cansancio y destino.
Dejó que el calor del cuerpo lupino traspasara a su cuerpo frío y asustado y, sólo entonces, separó sus labios y apoyó su frente en el pecho del Duque. Él no la soltó. Ella no preguntó lo ocurrido. Simplemente permanecieron ahí, juntos, abrazados, congelados en ese último remanso de paz.
— Perdonadme… — musitó, consciente de todas las promesas que ahora traicionaba; recordó las palabras con que él la abofeteara unas horas antes y temió perderlo de nuevo, pero no lo soltó, aún no podía soltarlo — Temía tanto por vuestra vida, que teneros aquí, frente a mí… — no dijo nada más, no era necesario. Rompió el abrazo que tanto había anhelado en esos instantes y volvió a ser la Jîldael que había augurado. Veló su angustia y sus miedos tras la máscara frágil de la cortesía; respiró profundo antes de volver a decir nada y evitó mirarle a los ojos. Él todavía la hacía débil y, si quería ser una compañera digna de Ramandú, tenía que volverse alguien fuerte — No preguntaré aquello de lo que vos no deseáis hablar ni que yo deseo oír, al menos por ahora; de eso no os preocupéis. — se giró, para dirigirse a la cocina — Necesitáis descansar, Emerick, y comer algo; por favor, venid a mi mesa y compartid nuestra cena. Luego, os llevaré a vuestro aposento para que, por fin, descanséis; ha sido un largo, largo día. — contra toda prudencia, volvió a mirarlo, una vez más — Os lo ruego, aunque no tengáis motivos, confiad en mí y descansad; os juro que nadie pondrá en peligro vuestra vida. Aquí estáis a salvo —
Esa noche, tan postergada, tan lenta en llegar, por fin Jîldael podía respirar en paz.
Y, sin embargo, corrían vientos de guerra.
***
— Mi Señora; Emerick es muchas cosas, debéis recordarlo. Y de todas ellas — hizo una pausa, mientras ella volvía a mascullar por milésima vez, luchando contra ese miedo abisal que se le empozaba en el alma, con las garras y el rostro de la Muerte, mil veces maldita. Ella le miró, por primera vez en ese día tan infinito — es su curtida experiencia en combate. No en vano, es Ramandú… Y… — dudó por unos segundos; pero era la verdad, y ella necesitaba escucharlo — La sangre Balliol es fuerte en él. Quizás, las Parcas lo amen… Pero Apolo también; el dios–sol es celoso, no le dejará marchar a las tinieblas. —
Jîldael le miró, terriblemente angustiada, luchando por confiar en quien había sido para ella corazón y paz. Debía creer, debía amarrarse a la luz o iba a volverse loca; y no podía, no podía abandonarse a los brazos de la Locura; tenía cosas que hacer, deudas que cobrar; todavía tenía asuntos pendientes. Y cuando todas esas deudas se saldaren, tal vez entonces podría pensar en esa parte de sí misma que crecía a pasos agigantados.
— Tal vez, tengáis razón, Maestre…, pero mi corazón sufre. He vivido mil muertes en estas horas; y viviré otras mil si sigo aquí encerrada… — musitó, dejándose caer sobre uno de los mullidos sillones de la estancia, en una especie de arrebato final que la demolía desde sus cimientes.
Una mirada histérica, abandonada se instaló en su rostro, ahora fiero y terrible. Quería sangre; necesitaba romper, mutilar y destruir. Y sabía exactamente dónde ahogar aquellas pasiones tan bajas y ruines. Saldría la Pantera, como otras noches, a buscar a un neófito, contra el que combatiría; en él ahogaría el miedo y la rabia, y respiraría paz y libertad. ¿Acaso no era eso lo que le había salvado de morir, una vez muerto su hijo? Quizás la sangre que arrebataba a otros le devolviera esa parte de sí misma que se extraviara junto con Demian.
Charles intuyó, sin necesidad de palabra alguna, cuáles eran los planes de la Épsilon y se arrojó sobre ella, encerrándola en el lugar donde ella se había dejado caer.
— ¡No, Ama! ¡Os quedaréis aquí! Me prometisteis no mancharos de sangre; hoy, todos cumpliremos la palabra empeñada. Y eso también os incluye a vos —
Ella le miró con expresión torturada, al tiempo que intentaba esgrimir alguna débil defensa de su perdida libertad…, pero entonces, esa misma cruel ventana les traía un vestigio de esperanza, un olor conocido y amado…
Y entonces, Charles ya no pudo detenerla más y la Cambiante corrió escaleras abajo, justo cuando la puerta era aporreada desde el exterior.
Y Jîldael lloró, una vez más (traicionadas todas sus promesas y toda su frialdad), de felicidad, porque por una vez en su vida, alguien escuchaba sus ruegos y le devolvían al hombre que amaba, vivo. Abrió la puerta entonces y se derrumbaron a un mismo tiempo, el uno sobre la otra, fundidos en lo único que podía salvarles de verdad: un abrazo.
— Pantera… —
— ¡Lobo! — jadeó, libre por fin todo el miedo que había padecido. Tomó su rostro, le recorrió con las manos, ávida, desesperada, como si estuviera ciega, como si él fuera una mentira de sus pensamientos y sólo sus manos pudieran mostrarle la verdad — ¡Dios del Cielo! ¡Estaba tan asustada! ¡Temía por vuestra persona, amor mío! ¡Vida que volvéis a mi vida, no me hagáis esto nunca más! ¡Yo…! —
Y en esos segundos, Jîldael lo olvidó todo, absolutamente todo, excepto una cosa: que Emerick estaba vivo y estaba con ella. Y lo besó, una infinita vez más, desesperada de su vida, embebida de su felicidad. Lo besó porque lo amaba y él estaba vivo y nada, (¡nada!) podía importarle más en ese instante que el aliento fresco y el cuerpo firme y la mirada intensa y la voz ronca de Emerick envolviéndola en ese abrazo poderoso que era todo vida, cansancio y destino.
Dejó que el calor del cuerpo lupino traspasara a su cuerpo frío y asustado y, sólo entonces, separó sus labios y apoyó su frente en el pecho del Duque. Él no la soltó. Ella no preguntó lo ocurrido. Simplemente permanecieron ahí, juntos, abrazados, congelados en ese último remanso de paz.
— Perdonadme… — musitó, consciente de todas las promesas que ahora traicionaba; recordó las palabras con que él la abofeteara unas horas antes y temió perderlo de nuevo, pero no lo soltó, aún no podía soltarlo — Temía tanto por vuestra vida, que teneros aquí, frente a mí… — no dijo nada más, no era necesario. Rompió el abrazo que tanto había anhelado en esos instantes y volvió a ser la Jîldael que había augurado. Veló su angustia y sus miedos tras la máscara frágil de la cortesía; respiró profundo antes de volver a decir nada y evitó mirarle a los ojos. Él todavía la hacía débil y, si quería ser una compañera digna de Ramandú, tenía que volverse alguien fuerte — No preguntaré aquello de lo que vos no deseáis hablar ni que yo deseo oír, al menos por ahora; de eso no os preocupéis. — se giró, para dirigirse a la cocina — Necesitáis descansar, Emerick, y comer algo; por favor, venid a mi mesa y compartid nuestra cena. Luego, os llevaré a vuestro aposento para que, por fin, descanséis; ha sido un largo, largo día. — contra toda prudencia, volvió a mirarlo, una vez más — Os lo ruego, aunque no tengáis motivos, confiad en mí y descansad; os juro que nadie pondrá en peligro vuestra vida. Aquí estáis a salvo —
Esa noche, tan postergada, tan lenta en llegar, por fin Jîldael podía respirar en paz.
Y, sin embargo, corrían vientos de guerra.
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Última edición por Jîldael Del Balzo el Miér Nov 25, 2015 8:25 am, editado 2 veces
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Localización : Junto a mi Maestre... aquí o allá...
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”El primer castigo del culpable es que su conciencia lo juzga y no lo absuelve nunca.”
Juvenal
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El camino se le había hecho largo, estaba cansado y herido, y Jîldael no vivía en medio de la ciudad, sino hacia las afueras de ella, entre medio de todos los viñedos. Había llegado hasta ese lugar muchas veces, la primera de ellas guiado por el caballo de la felina mientras él la mecía inconsciente en sus brazos a pesar de sentirse moribundo. Las siguientes había sido en sus entrenamientos con el Maestre, sin embargo la Del Balzo jamás se había vuelto a aparecer cuando él estaba por ahí. Imaginaba que el mismo Charles había escogido las fechas de reunión cuando ella no estaba cerca porque ella no quería verle ni la sombra. Ahora lo entendía, pero ya poco importaba.
Ella le abrazó con las mismas ganas y la misma necesidad que él había sentido y que no había querido contener. Mas la Pantera parecía no creer lo que veía y abrazaba y le examinaba con su tacto desesperado. Por un momento Emerick pensó que examinaba sus heridas, pero luego dio cuenta que ella no parecía verlas, entonces quiso tocarse a sí mismo porque él ya tampoco las sentía y es que las marcas abiertas de los golpes se habían ya casi borrado por completo debido a su condición sobrehumana. Sin embargo, ahí quedaban las heridas abiertas de la plata y la sangre delatora que le teñía la piel y las ropas.
Respondió a su beso con ojos cerrados y confianza entregada. Su encuentro con aquella criada había hecho que de cierto modo se reencontrara a sí mismo y con ello también había vuelto a sentirse débil y vulnerable. Había vuelto a recordar el dolor de la perdida mucho más intensamente que él odio que sentía a sí mismo. Se había sentido desolado y aun cuando temiese volver a perder a su gente, sentía la necesitad de volver a sentir a alguien a su lado, de poder sostenerse en alguien, de entrar a un lugar con la seguridad de no saberse amanerado de muerte… Pero no estaba seguro de querer volver a pagar el precio que ello significaba.
Simplemente se dejo llevar, por primera vez en muchos días sin llegar a sentir ese odio personal que últimamente se había encargado de aguar cada momento. Le besó como una mujer debe ser besada, porque eso era Jîldael, una mujer con nombre propio, una mujer que no era ni Lucius, ni Isobelle, ni cualquiera de sus vidas pasadas. Y así, dejó que fuera ella, y no él, quien rompiera ese abrazo cuando ella lo creyese necesario. Era su regalo, se lo debía como tantas otras cosas, como el mismo hombre bueno que había enterrado con aquella sierra y que por vez primera parecía recordar.
Le siguió por el pasillo, dejando su bastón —fiel espada de plata asesina— en la entrada, como muestra real de su confianza entregada y se encaminó hasta la cocina, más no por hambre, ni obediencia. Estaba cansado, agotado por la batalla y las emociones vividas; la culpa, el reencontrarse a si mismo, el mirar alrededor y verlo todo de manera diferente, el no saber si caminaba despierto o en un sueño dormido. Ahí vio al Zorro y como la mirada de éste recayó inmediatamente en los detalles que la morena había pasado por alto; sangre, heridas viejas y otras aún abiertas.
Emerick se detuvo en la entrada con ganas de volver atrás para recuperar su espada. No se había olvidado del Maestre, pero no se había quedado pensando en como reaccionara éste al saberle el asesino del Visconti.
Moría por sentarse y descansar su espalda y las piernas, por limpiar el escozor provocado por la plata en su propia carne, por limpiarse la cara y sacarse el olor a sangre y muerte de encima, deseaba comer y saciar su hambre que comenzaba a doler también en el vacío de su estomago, pero lo que más anhelaba era sinceramente estar tranquilo. No mas batallas, al menos por aquella jornada.
—Yo lo maté —soltó a quema ropa, aún antes que alguien soltara la pregunta —. Yo maté a Valentino de Visconti.
Reconoció mirando directamente al Maestre y luego a la Pantera, mas no esperó a que estos dijeran nada y les dio tiempo de masticar sus propias palabras mientras se acercaba a una de las sillas en donde dejó caer su peso y por un momento cerró los ojos con verdadero alivio. Uno, dos, tres segundos antes de volver a abrirlos y estirarse para coger la jarra con el agua y servirse un vaso rebosante el cual se bebió de un sólo trago. Lo mismo hizo con un par de rebanadas de pan, mientras la huella de su sangre quedaba estampada en todo cuanto tocaba.
—Podéis juzgarme si así lo deseáis, pues aún cuando me negué a matarlo y acepté algunos de sus golpes sin propinar ninguno de vuelta, he sido yo quien ha buscado la primera refriega.
Suspiró y miró alrededor el pequeño caos dejado sobre la mesa, pues aún cuando no se encontraba del todo satisfecho, las manchas de su sangre le advertían que no tocara más nada.
—Lo siento.
Mencionó sin aclarar si pedía disculpas por la muerte de Valentino o por ensuciar la comida. Lo dejó abierto para interpretación de ellos, ya que él ya no tenía fuerzas para aclarar. Sin embargo, se disculpaba por ambos.
Así se llevó la mano herida hasta su propio regazo en donde ya no había nada de ropa que quedase por cuidar. Estaba sucio (no sólo de sangre), desgarbado, y su ropa cortada en medio del pecho y parte de su brazo en donde también se veía un poco del líquido carmín aún fresco. Moría por darse un buen baño, pero sabía que primero debía enfrentar sus culpas y esperar su castigo.
Ella le abrazó con las mismas ganas y la misma necesidad que él había sentido y que no había querido contener. Mas la Pantera parecía no creer lo que veía y abrazaba y le examinaba con su tacto desesperado. Por un momento Emerick pensó que examinaba sus heridas, pero luego dio cuenta que ella no parecía verlas, entonces quiso tocarse a sí mismo porque él ya tampoco las sentía y es que las marcas abiertas de los golpes se habían ya casi borrado por completo debido a su condición sobrehumana. Sin embargo, ahí quedaban las heridas abiertas de la plata y la sangre delatora que le teñía la piel y las ropas.
Respondió a su beso con ojos cerrados y confianza entregada. Su encuentro con aquella criada había hecho que de cierto modo se reencontrara a sí mismo y con ello también había vuelto a sentirse débil y vulnerable. Había vuelto a recordar el dolor de la perdida mucho más intensamente que él odio que sentía a sí mismo. Se había sentido desolado y aun cuando temiese volver a perder a su gente, sentía la necesitad de volver a sentir a alguien a su lado, de poder sostenerse en alguien, de entrar a un lugar con la seguridad de no saberse amanerado de muerte… Pero no estaba seguro de querer volver a pagar el precio que ello significaba.
Simplemente se dejo llevar, por primera vez en muchos días sin llegar a sentir ese odio personal que últimamente se había encargado de aguar cada momento. Le besó como una mujer debe ser besada, porque eso era Jîldael, una mujer con nombre propio, una mujer que no era ni Lucius, ni Isobelle, ni cualquiera de sus vidas pasadas. Y así, dejó que fuera ella, y no él, quien rompiera ese abrazo cuando ella lo creyese necesario. Era su regalo, se lo debía como tantas otras cosas, como el mismo hombre bueno que había enterrado con aquella sierra y que por vez primera parecía recordar.
Le siguió por el pasillo, dejando su bastón —fiel espada de plata asesina— en la entrada, como muestra real de su confianza entregada y se encaminó hasta la cocina, más no por hambre, ni obediencia. Estaba cansado, agotado por la batalla y las emociones vividas; la culpa, el reencontrarse a si mismo, el mirar alrededor y verlo todo de manera diferente, el no saber si caminaba despierto o en un sueño dormido. Ahí vio al Zorro y como la mirada de éste recayó inmediatamente en los detalles que la morena había pasado por alto; sangre, heridas viejas y otras aún abiertas.
Emerick se detuvo en la entrada con ganas de volver atrás para recuperar su espada. No se había olvidado del Maestre, pero no se había quedado pensando en como reaccionara éste al saberle el asesino del Visconti.
Moría por sentarse y descansar su espalda y las piernas, por limpiar el escozor provocado por la plata en su propia carne, por limpiarse la cara y sacarse el olor a sangre y muerte de encima, deseaba comer y saciar su hambre que comenzaba a doler también en el vacío de su estomago, pero lo que más anhelaba era sinceramente estar tranquilo. No mas batallas, al menos por aquella jornada.
—Yo lo maté —soltó a quema ropa, aún antes que alguien soltara la pregunta —. Yo maté a Valentino de Visconti.
Reconoció mirando directamente al Maestre y luego a la Pantera, mas no esperó a que estos dijeran nada y les dio tiempo de masticar sus propias palabras mientras se acercaba a una de las sillas en donde dejó caer su peso y por un momento cerró los ojos con verdadero alivio. Uno, dos, tres segundos antes de volver a abrirlos y estirarse para coger la jarra con el agua y servirse un vaso rebosante el cual se bebió de un sólo trago. Lo mismo hizo con un par de rebanadas de pan, mientras la huella de su sangre quedaba estampada en todo cuanto tocaba.
—Podéis juzgarme si así lo deseáis, pues aún cuando me negué a matarlo y acepté algunos de sus golpes sin propinar ninguno de vuelta, he sido yo quien ha buscado la primera refriega.
Suspiró y miró alrededor el pequeño caos dejado sobre la mesa, pues aún cuando no se encontraba del todo satisfecho, las manchas de su sangre le advertían que no tocara más nada.
—Lo siento.
Mencionó sin aclarar si pedía disculpas por la muerte de Valentino o por ensuciar la comida. Lo dejó abierto para interpretación de ellos, ya que él ya no tenía fuerzas para aclarar. Sin embargo, se disculpaba por ambos.
Así se llevó la mano herida hasta su propio regazo en donde ya no había nada de ropa que quedase por cuidar. Estaba sucio (no sólo de sangre), desgarbado, y su ropa cortada en medio del pecho y parte de su brazo en donde también se veía un poco del líquido carmín aún fresco. Moría por darse un buen baño, pero sabía que primero debía enfrentar sus culpas y esperar su castigo.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“Y arroja ante mis ojos, de confusión repletos,
Vestiduras manchadas y entreabiertas heridas,
¡Y el sangriento aparato que en la Destrucción vive!”
Charles Baudelaire. La destrucción
Vestiduras manchadas y entreabiertas heridas,
¡Y el sangriento aparato que en la Destrucción vive!”
Charles Baudelaire. La destrucción
Dejaron la mansión Visconti –en el más absoluto silencio– cuando el sol moría en el horizonte y llegaron a la mansión Del Balzo cuando ya Marte brillaba en el firmamento, rojo, como si fuera una oda a la sangre que ese día se derramaba.
Ninguno de ellos dijo nada, al descender del carruaje; tampoco lo hizo la servidumbre, aun cuando parecieran felices del retorno sorpresivo de la Señora. El único que hizo gala de su privilegio fue Gaspard, para quien Jîldael siempre tenía un trato deferente.
Mientras la joven se dirigía a la biblioteca, él asumió otra vez su rol de Mayordomo y, sin demoras, organizó la cocina, preparó el menú para la cena e indicó que, sin demoras, subieran un plato de sopa caliente y pan recién horneado a la biblioteca. Allí estaría su Ama, quien no se había alimentado adecuadamente en las últimas horas. Luego de ello, se reunió con ella a deliberar qué harían de ahí en adelante. Después de todo, él también tenía algo que decir sobre el Duque de Aberdeen.
El débil remanso de paz que habían conseguido no tardó en desvanecerse cuando a ambos les atenazó un presagio de muerte, pero fue Jîldael quien peor lo enfrentó. Charles pudo contenerla apenas, evitando que la felina bestia decidiera enfrentarse a la Muerte como quien enfrenta el nuevo día. No bien, había logrado retenerla en la casa cuando ya ella escapaba hacia los brazos del Boussingaut, olvidada de todo lo demás, incluido su Maestre. Una punzada de dolor recorrió al anciano, pero él no dijo nada; simplemente dirigió sus pasos al encuentro de su nieto.
No obstante su decisión primera (sabiendo que ambos tenían unas cuantas cosas que decirse), comprendió que no era buena idea interrumpir a los dos jóvenes, pues (aunque él no estuviera de acuerdo) era la propia Jîldael quien había corrido a los brazos de Emerick; así las cosas, Charles no tenía más remedio que respetar las acciones de la Del Balzo, motivo por el cual evitó la sala de estar y llegó a la cocina por otro camino; allí estaba, ordenando agregar un servicio más a la mesa cuando Jîldael y el Boussingaut ingresaron a la habitación. En esos segundos en que cruzaron sus miradas, ambos Canes se observaron fijamente, la desconfianza instalada entre ellos, el rencor aún vivo separando sus caminos, pero no dijeron nada; todos (incluido el viejo) estaban demasiado cansados para seguir peleando; todos necesitaban una tregua. Sin embargo, a Charles no se le pasaron por alto las huellas apenas visibles del combate, ni la sangre que seguía empañando sus ropas. El joven Lobo traía heridas más profundas que las de una simple refriega, el repentino silencio, los ojos que evitaban detenerse en su entorno... Algo allí no encajaba del todo, pero no se atrevió a preguntar; el presagio funesto volvía a consumirle el aire, dejándole sin palabras. Quiso evitarlo, retrasar el tiempo, congelar el silencio, pero entonces el Hombre–Lobo escupió su veneno:
— Yo lo maté… Yo maté a Valentino de Visconti. —
Emerick le miraba a él, como si quisiera desafiarlo a él, como si quisiera provocarlo a él; para cuando Charles tenía su réplica, ya el Duque fijaba su atención en la Cambiante, quien recién parecía darse cuenta de la sangre, cuyo olor metálico empezaba a inundarlo todo; la muchacha había tenido toda la intención de ir a su encuentro y de atenderle, pero se quedó petrificada en su lugar, como si la hubieran clavado al piso, como si no pudiera comprender lo que el aristócrata confesaba. Se quedó quieta ante él, tratando de procesar todo lo que ocurría a su alrededor. Charles caminó hasta situarse a su lado, pero no llegó a tocarla; nada era seguro en ese momento.
Quien sí parecía haberse quitado un peso de encima era el propio Emerick, que se acercó a una de las sillas sobre la que se dejó caer, cuan largo era. Al cabo de unos instantes, tragaba agua de un solo golpe y se llenaba la boca con pan, mientras sus manos ensangrentadas lo manchaban todo alrededor. Se excusó, luego, y aceptó un juicio, si ellos quisieren dárselo, y pidió perdón; y todo ello sonó como si Emerick Boussingaut realmente estuviera arrepentido.
— Vos… lo matasteis… — musitó Jîldael, al tiempo que se dejaba caer al suelo, la mirada perdida, la tez pálida y una sola lágrima resbalando por su mejilla.
Y, contra todo lo que su instinto salvaje le dictaba, Charles no saltó sobre él para matarle como su animal interior le pedía; lo que sí hizo fue azotar la mesa en donde Emerick comía y clavaba su mirada furiosa en él:
— Supongo que vuestra madre os enseñó modales, Monsieur. Al menos, yo sí se los enseñé a ella. — masculló, comiéndose la rabia que le roía las entrañas — Os levantaréis de esta mesa y os daréis un buen baño, seguido de lo cual, dejaréis que os curen las heridas que la plata os dejó; os vestiréis como el protocolo nos impone. Y luego, como el hombre civilizado que sois, aceptaréis cenar con nosotros, porque así es como un huésped responde a la cortesía de sus anfitriones. — le ordenó, sin un ápice de amabilidad en sus palabras — Sabed, “querido nieto”, que yo prefería al Visconti mucho más que a vos; él, al menos le quería, y estaba dispuesto a protegerla. Vos en cambio, la arrastráis a vuestro delirio porque sabéis que es una aliada fuerte… ¿Pero qué otra cosa podéis ofrecerle, que no sea dolor y muerte? — habría destilado todo el veneno que le corroía por dentro, habría saltado sobre él y le habría rajado la garganta, pero (como siempre, aunque ella nunca lo supiera) era su Épsilon quien le salvaba de sí mismo y esta vez no fue diferente:
— ¡Basta! — balbució Jîldael, mientras parecía volver en sí y miraba fríamente al “Zorro” — No tenéis derecho de usarme para atormentarle aún más, Maestre. Será tratado como un huésped y seremos corteses con él, porque así lo decidí yo. Ahora… — se puso de pie y Charles supo, sin que ella dijera nada, qué era lo que pretendía hacer; de dos firmes pasos la detuvo y la obligó a mirarle:
— ¡No! — gritó, dominado por la ira y el miedo. No podía ser que ella se abandonara de esa forma; ¡nadie debía tener poder sobre ella, nunca!, ¡para eso la había entrenado!; tenía que salvarla de sí misma, tenía que impedirle que se abrazara a la Muerte; Jîldael tenía que vivir por todos aquellos que habían muerto; podía fracasar en todo lo demás, pero no en ello. Se alzó, fiero y terrible en esos momentos — Dejaréis que sea Jane quien se encargue de preparar el baño. Dejaréis que sea yo quien le cure las heridas. Dejaréis que sea Gaspard quien le lleve la ropa. Vos seréis la Señora de esta casa y dispondréis de la cena y esperaréis en la sala de estar, como corresponde a vuestro abolengo. Así se hará. — replicó y todas las personas aludidas corrieron a cumplir las órdenes del anciano — Vos, Emerick, poneos de pie. Idos al baño, con Jane, lo necesitáis con urgencia. Mi Señora ha hablado y su palabra es ley y razón; como ella lo ha dispuesto, aquí estaréis seguro, nadie os hará daño; tenéis la palabra de la Familia Del Balzo. Sois nuestro huésped hasta que la joven Jîldael diga lo contrario. Y ese trato y cuidado es el que todos en esta casa, incluido yo, os daremos a vuestra eminencia. —
Sin algo más que decir, le dio la espalda y se dirigió a su propio cuarto; iba a ser una noche muy larga.
¡Qué cansado y viejo se sentía!
***
Ninguno de ellos dijo nada, al descender del carruaje; tampoco lo hizo la servidumbre, aun cuando parecieran felices del retorno sorpresivo de la Señora. El único que hizo gala de su privilegio fue Gaspard, para quien Jîldael siempre tenía un trato deferente.
Mientras la joven se dirigía a la biblioteca, él asumió otra vez su rol de Mayordomo y, sin demoras, organizó la cocina, preparó el menú para la cena e indicó que, sin demoras, subieran un plato de sopa caliente y pan recién horneado a la biblioteca. Allí estaría su Ama, quien no se había alimentado adecuadamente en las últimas horas. Luego de ello, se reunió con ella a deliberar qué harían de ahí en adelante. Después de todo, él también tenía algo que decir sobre el Duque de Aberdeen.
El débil remanso de paz que habían conseguido no tardó en desvanecerse cuando a ambos les atenazó un presagio de muerte, pero fue Jîldael quien peor lo enfrentó. Charles pudo contenerla apenas, evitando que la felina bestia decidiera enfrentarse a la Muerte como quien enfrenta el nuevo día. No bien, había logrado retenerla en la casa cuando ya ella escapaba hacia los brazos del Boussingaut, olvidada de todo lo demás, incluido su Maestre. Una punzada de dolor recorrió al anciano, pero él no dijo nada; simplemente dirigió sus pasos al encuentro de su nieto.
No obstante su decisión primera (sabiendo que ambos tenían unas cuantas cosas que decirse), comprendió que no era buena idea interrumpir a los dos jóvenes, pues (aunque él no estuviera de acuerdo) era la propia Jîldael quien había corrido a los brazos de Emerick; así las cosas, Charles no tenía más remedio que respetar las acciones de la Del Balzo, motivo por el cual evitó la sala de estar y llegó a la cocina por otro camino; allí estaba, ordenando agregar un servicio más a la mesa cuando Jîldael y el Boussingaut ingresaron a la habitación. En esos segundos en que cruzaron sus miradas, ambos Canes se observaron fijamente, la desconfianza instalada entre ellos, el rencor aún vivo separando sus caminos, pero no dijeron nada; todos (incluido el viejo) estaban demasiado cansados para seguir peleando; todos necesitaban una tregua. Sin embargo, a Charles no se le pasaron por alto las huellas apenas visibles del combate, ni la sangre que seguía empañando sus ropas. El joven Lobo traía heridas más profundas que las de una simple refriega, el repentino silencio, los ojos que evitaban detenerse en su entorno... Algo allí no encajaba del todo, pero no se atrevió a preguntar; el presagio funesto volvía a consumirle el aire, dejándole sin palabras. Quiso evitarlo, retrasar el tiempo, congelar el silencio, pero entonces el Hombre–Lobo escupió su veneno:
— Yo lo maté… Yo maté a Valentino de Visconti. —
Emerick le miraba a él, como si quisiera desafiarlo a él, como si quisiera provocarlo a él; para cuando Charles tenía su réplica, ya el Duque fijaba su atención en la Cambiante, quien recién parecía darse cuenta de la sangre, cuyo olor metálico empezaba a inundarlo todo; la muchacha había tenido toda la intención de ir a su encuentro y de atenderle, pero se quedó petrificada en su lugar, como si la hubieran clavado al piso, como si no pudiera comprender lo que el aristócrata confesaba. Se quedó quieta ante él, tratando de procesar todo lo que ocurría a su alrededor. Charles caminó hasta situarse a su lado, pero no llegó a tocarla; nada era seguro en ese momento.
Quien sí parecía haberse quitado un peso de encima era el propio Emerick, que se acercó a una de las sillas sobre la que se dejó caer, cuan largo era. Al cabo de unos instantes, tragaba agua de un solo golpe y se llenaba la boca con pan, mientras sus manos ensangrentadas lo manchaban todo alrededor. Se excusó, luego, y aceptó un juicio, si ellos quisieren dárselo, y pidió perdón; y todo ello sonó como si Emerick Boussingaut realmente estuviera arrepentido.
— Vos… lo matasteis… — musitó Jîldael, al tiempo que se dejaba caer al suelo, la mirada perdida, la tez pálida y una sola lágrima resbalando por su mejilla.
Y, contra todo lo que su instinto salvaje le dictaba, Charles no saltó sobre él para matarle como su animal interior le pedía; lo que sí hizo fue azotar la mesa en donde Emerick comía y clavaba su mirada furiosa en él:
— Supongo que vuestra madre os enseñó modales, Monsieur. Al menos, yo sí se los enseñé a ella. — masculló, comiéndose la rabia que le roía las entrañas — Os levantaréis de esta mesa y os daréis un buen baño, seguido de lo cual, dejaréis que os curen las heridas que la plata os dejó; os vestiréis como el protocolo nos impone. Y luego, como el hombre civilizado que sois, aceptaréis cenar con nosotros, porque así es como un huésped responde a la cortesía de sus anfitriones. — le ordenó, sin un ápice de amabilidad en sus palabras — Sabed, “querido nieto”, que yo prefería al Visconti mucho más que a vos; él, al menos le quería, y estaba dispuesto a protegerla. Vos en cambio, la arrastráis a vuestro delirio porque sabéis que es una aliada fuerte… ¿Pero qué otra cosa podéis ofrecerle, que no sea dolor y muerte? — habría destilado todo el veneno que le corroía por dentro, habría saltado sobre él y le habría rajado la garganta, pero (como siempre, aunque ella nunca lo supiera) era su Épsilon quien le salvaba de sí mismo y esta vez no fue diferente:
— ¡Basta! — balbució Jîldael, mientras parecía volver en sí y miraba fríamente al “Zorro” — No tenéis derecho de usarme para atormentarle aún más, Maestre. Será tratado como un huésped y seremos corteses con él, porque así lo decidí yo. Ahora… — se puso de pie y Charles supo, sin que ella dijera nada, qué era lo que pretendía hacer; de dos firmes pasos la detuvo y la obligó a mirarle:
— ¡No! — gritó, dominado por la ira y el miedo. No podía ser que ella se abandonara de esa forma; ¡nadie debía tener poder sobre ella, nunca!, ¡para eso la había entrenado!; tenía que salvarla de sí misma, tenía que impedirle que se abrazara a la Muerte; Jîldael tenía que vivir por todos aquellos que habían muerto; podía fracasar en todo lo demás, pero no en ello. Se alzó, fiero y terrible en esos momentos — Dejaréis que sea Jane quien se encargue de preparar el baño. Dejaréis que sea yo quien le cure las heridas. Dejaréis que sea Gaspard quien le lleve la ropa. Vos seréis la Señora de esta casa y dispondréis de la cena y esperaréis en la sala de estar, como corresponde a vuestro abolengo. Así se hará. — replicó y todas las personas aludidas corrieron a cumplir las órdenes del anciano — Vos, Emerick, poneos de pie. Idos al baño, con Jane, lo necesitáis con urgencia. Mi Señora ha hablado y su palabra es ley y razón; como ella lo ha dispuesto, aquí estaréis seguro, nadie os hará daño; tenéis la palabra de la Familia Del Balzo. Sois nuestro huésped hasta que la joven Jîldael diga lo contrario. Y ese trato y cuidado es el que todos en esta casa, incluido yo, os daremos a vuestra eminencia. —
Sin algo más que decir, le dio la espalda y se dirigió a su propio cuarto; iba a ser una noche muy larga.
¡Qué cansado y viejo se sentía!
***
Charlemagne Noir- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 04/11/2012
Localización : A los pies de Épsilon, siempre protegiéndola
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”La más bella palabra en labios de un hombre es la palabra madre, y la llamada más dulce: madre mía.”
Khalil Gibran
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El silencio reinó en la cocina como si el volver a hablar estuviese vetado con pena de muerte. Emerick apenas alzó la mirada para observarlas, para saber si acaso debía estar atento a sus movimientos, si acaso iban a atacarle. Apenas asintió con la cabeza ante la afirmación de Jîldael, quien luego de ello cayó al suelo cual muñeca rota.
—Lo siento…
Repitió de nuevo y apunto estuvo de pararse cuando las manos del maestre golpearon la mesa tan fuertemente que al Boussingaut se le erizó el cabello. Le miró directamente, a él si estaba dispuesto a atacarle si acaso osaba tocarle un sólo pelo, pues aún cuando estaba a ser dispuesto a ser juzgado por ambos, no aceptaría una pena en la que sólo el Zorro estuviese de acuerdo, pues él no tenía cara alguna para reclamar su cabeza.
— Supongo que vuestra madre os enseñó modales… —dijo el anciano y Emerick saltó de su asiento como si éste hubiese sido tomado por una descarga eléctrica.
“Madre” aquella había sido la palabra mágica de esa frase y tanto era su poder que ni siquiera le importó que más dijera.
—¿Cómo os atrevéis…?
Espetó casi en un gruñido gutural que a punto estuvo de reventarle la garganta, pero el otro siguió hablando, como si también se aguantase las ganas de atacarle. Bendita la distancia que estaba entre ellos, que hizo que el Duque no le saltara encima para quebrarle del cuello. Se contuvo apretando los puños, tanto por la mesa entre ellos, la distancia y, sobre todo, por la misma Jîldael que se encontraba destrozada junto al anciano.
Matarlo era lo único que quería y no le sacó la mirada de encima ni siquiera cuando fue la Pantera quien tomó nuevamente palabra. Les escuchó, claro que les escuchó, pero su lobo interior se revolvía fiero tras su mirada que degollaba al maestre entre sus pupilas, mientras el humano (presente en gran parte gracias a la Pantera) le retenía a punta de correa y barrotes.
—No —se negó el Boussingaut y le apuntó directamente con su propio dedo acusador —. Vos no entraréis a mi cuarto, ni os quedaréis conmigo a solas a menos que aceptéis las consecuencias… ¿Cómo os atrevéis a mencionar a mi madre mirándome a la cara? ¿Cómo os atrevéis a llamarme vuestro nieto para usarlo en mi contra? ¡Me importa una puta mierda que os hayáis preferido al Visconti! Vuestra palabra y vuestra persona para mi vale nada ¡NADA! Desde el mismo momento en el que habéis tenido la cara de mencionar a mi madre como arma de vuestra conveniencia, pues si alguna vez os he tenido respeto y consideración, todo ello se ha perdido en ese mismo instante… “Maestre”.
Tomó una servilleta de la mesa para apretarla en sus manos, sin romper aún la conexión asesina que tenía con los ojos del anciano y se acercó a él lenta e intensamente.
—Tampoco tenéis cara de venir a decirme que soy yo el único capaz de ofrecer dolor y muerte ¿Qué es lo que habéis dado vos a vuestra familia, zorro? Vuestra-entera-familia —remató siseando cada palabra —. Al menos yo no huiré abandonándola a su muerte.
Y por vez primera, miró a Jîldael al momento de referirse a ella, aunque sólo lo hizo por una fracción de segundo, pues las cosas con el Zorro no marchaban bien, nada de bien.
—"Así se hará…" —repitió sus propias palabras —"Como corresponde a vuestro abolengo…" —rió con sorna —¿Desde cuándo es abolengo el que el mayordomo de la casa sea el que tome las decisiones e imponga sus deseos a los de su propia ama? Pues es que ahora me pregunto si de verdad tenéis el descaro o es que sois demasiado estúpido para venir creer que soy yo el que quiere usar a la Pantera como una aliada poderosa… ¿Qué es entonces lo que vos habéis hecho todos estos años, Zorro… escondiéndoos en su casa tras una pantalla de mayordomo que oculta vuestra naturaleza de cobarde asesino y llevándole a ella por el mismo camino?
Tenía tantas cosas que decir, tantas que se había guardado y prohibido siquiera pensar por respeto a un hombre que acababa de descubrir no valía la pena.
—Lo siento…
Repitió de nuevo y apunto estuvo de pararse cuando las manos del maestre golpearon la mesa tan fuertemente que al Boussingaut se le erizó el cabello. Le miró directamente, a él si estaba dispuesto a atacarle si acaso osaba tocarle un sólo pelo, pues aún cuando estaba a ser dispuesto a ser juzgado por ambos, no aceptaría una pena en la que sólo el Zorro estuviese de acuerdo, pues él no tenía cara alguna para reclamar su cabeza.
— Supongo que vuestra madre os enseñó modales… —dijo el anciano y Emerick saltó de su asiento como si éste hubiese sido tomado por una descarga eléctrica.
“Madre” aquella había sido la palabra mágica de esa frase y tanto era su poder que ni siquiera le importó que más dijera.
—¿Cómo os atrevéis…?
Espetó casi en un gruñido gutural que a punto estuvo de reventarle la garganta, pero el otro siguió hablando, como si también se aguantase las ganas de atacarle. Bendita la distancia que estaba entre ellos, que hizo que el Duque no le saltara encima para quebrarle del cuello. Se contuvo apretando los puños, tanto por la mesa entre ellos, la distancia y, sobre todo, por la misma Jîldael que se encontraba destrozada junto al anciano.
Matarlo era lo único que quería y no le sacó la mirada de encima ni siquiera cuando fue la Pantera quien tomó nuevamente palabra. Les escuchó, claro que les escuchó, pero su lobo interior se revolvía fiero tras su mirada que degollaba al maestre entre sus pupilas, mientras el humano (presente en gran parte gracias a la Pantera) le retenía a punta de correa y barrotes.
—No —se negó el Boussingaut y le apuntó directamente con su propio dedo acusador —. Vos no entraréis a mi cuarto, ni os quedaréis conmigo a solas a menos que aceptéis las consecuencias… ¿Cómo os atrevéis a mencionar a mi madre mirándome a la cara? ¿Cómo os atrevéis a llamarme vuestro nieto para usarlo en mi contra? ¡Me importa una puta mierda que os hayáis preferido al Visconti! Vuestra palabra y vuestra persona para mi vale nada ¡NADA! Desde el mismo momento en el que habéis tenido la cara de mencionar a mi madre como arma de vuestra conveniencia, pues si alguna vez os he tenido respeto y consideración, todo ello se ha perdido en ese mismo instante… “Maestre”.
Tomó una servilleta de la mesa para apretarla en sus manos, sin romper aún la conexión asesina que tenía con los ojos del anciano y se acercó a él lenta e intensamente.
—Tampoco tenéis cara de venir a decirme que soy yo el único capaz de ofrecer dolor y muerte ¿Qué es lo que habéis dado vos a vuestra familia, zorro? Vuestra-entera-familia —remató siseando cada palabra —. Al menos yo no huiré abandonándola a su muerte.
Y por vez primera, miró a Jîldael al momento de referirse a ella, aunque sólo lo hizo por una fracción de segundo, pues las cosas con el Zorro no marchaban bien, nada de bien.
—"Así se hará…" —repitió sus propias palabras —"Como corresponde a vuestro abolengo…" —rió con sorna —¿Desde cuándo es abolengo el que el mayordomo de la casa sea el que tome las decisiones e imponga sus deseos a los de su propia ama? Pues es que ahora me pregunto si de verdad tenéis el descaro o es que sois demasiado estúpido para venir creer que soy yo el que quiere usar a la Pantera como una aliada poderosa… ¿Qué es entonces lo que vos habéis hecho todos estos años, Zorro… escondiéndoos en su casa tras una pantalla de mayordomo que oculta vuestra naturaleza de cobarde asesino y llevándole a ella por el mismo camino?
Tenía tantas cosas que decir, tantas que se había guardado y prohibido siquiera pensar por respeto a un hombre que acababa de descubrir no valía la pena.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Fecha de inscripción : 23/09/2012
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“Haciendo el bien nutrimos la planta divina de la humanidad; formando la belleza, esparcimos las semillas de lo divino.”
Friedrich Schiller.
Friedrich Schiller.
Hubo un momento en que le pareció que el mundo se había detenido y la expulsaba de su órbita. Todo, durante esos instantes, le pareció enfermo, irracional. El solo acto de respirar le parecía inconcebible, mientras un pito sordo se le pegaba en el oído y le impedía comprender cuanto ocurría a su alrededor. Le pareció que ellos discutían, pero no fue hasta que su Maestre ladró contra Emerick, con un odio inusitado y febril, que ella reaccionó.
Pues, en ese preciso instante, Jîldael supo a qué lado se inclinaba la balanza de su corazón.
Siempre, siempre protegería a Emerick.
Y una parte, una infinita parte más volvía a romperse dentro de su corazón, sabiendo lo que ahora sabía y todo lo que ello significaba.
Se interpuso entre ambos, sólo con la fuerza de sus palabras y el “Zorro” retrocedía unos pasos, pero no soltaba la presa. Era, a fin de cuentas, un alfa; lo sería por el resto de su vida aunque él mismo lo negara. Y, aunque ella fuera libre, aunque jamás hubiera obedecido a su padre, aunque nunca se sometió a otro arbitrio que no fuera su propia voluntad, por Charles sentía una devoción tan particular y única que incluso ahora, habiendo elegido su bando para siempre, aún se inclinaba ante él para ser la Señora que el Maestre le exigía y, de ese modo, aplacar la beligerancia entre ambos varones.
Mas, no contaba con el propio Emerick. El espíritu alfa (tan propio de los perros, tan extraño y atractivo para los gatos) era fuerte en él y Jîldael pensó que Charles tenía razón: el mismo tótem les gobernaba, impeliéndoles a alzarse como amos del mundo, cuya sombra los demás deben contentarse con pisar. Así pues, el joven alzó su voz contra el viejo y la habitación se llenó de su vigor y de su presencia, pese a que estaba herido y aún sangraba, como si la sangre fuera a correr por siempre.
— No. — dijo, en apariencia calmo — Vos no entraréis a mi cuarto, ni os quedaréis conmigo a solas a menos que aceptéis las consecuencias… — el Boussingaut estaba furioso y ella no podía culparlo; Charles había tenido el atrevimiento de tocar aquello que era lo más sagrado de su vida; su mente, aún dispersa y perdida se preguntó lo que habría sido tener a una madre para amar, sentir semejante devoción por otra persona; admiró al Duque, al mismo tiempo que lo envidió; tenía algo que ella jamás podría experimentar.
Una vez más se obligó a salir del estupor que la apresaba cuando vio, por el rabillo del ojo que Charles volvía sobre sus pasos para encararse con el insolente varón que ahora desafiaba su autoridad. Probablemente, ellos se habrían trenzado en otra disputa igual de inútil, pero la joven ya no podía tolerarlo más. Había tenido suficiente violencia por ese día y para el resto de su vida.
De violencia, ella misma había sembrado mucho. Ahora, desesperada y destruida, clamaba por unos minutos de paz y, haciendo eco de las instrucciones de su Maestre, asumía el rol que le correspondía a su posición social. Miró a ambos varones de hito en hito, mientras se ponía de pie y alisaba su traje. Respiró hondo, se acomodó el cabello y se estiró, en actitud regia.
— Basta. — dijo con voz suave, pero firme; no necesitó gritar, pero a nadie le cupo duda de que la Pantera tomaba su lugar entre ellos como una única hembra — Ha sido suficiente para todos. Si queréis mataros, hacedlo lejos de esta casa; no mancillaréis este lugar, jamás. — replicó, severamente; no debía quedar la menor duda de que hablaba en serio. Se volvió hacia el anciano y le acarició el rostro — Mi querido Maestre, os lo ruego; no me hagáis elegir; no os gustarían mis decisiones. — le dijo, con la tristeza pincelada en cada palabra.
Y ambos se leyeron sus pensamientos, en esos instantes, se compartieron los miedos y las esperanzas; él aulló, derrotado y dolido; ella bajó la mirada, triste y cansada. Charles le sostuvo la mano, pero contuvo el abrazo que, de otro modo, sólo le habría pertenecido a su discípula. Pero había llegado ese momento terrible, para cada padre o abuelo, en que el joven desea irse lejos, encontrar sus propios rumbos, despojarse de todo arrullo o consuelo y permitirse vivir por su propia cuenta. Así era justo en ese momento; Jîldael quería volar; su corazón, pese a todo, no había muerto; aún podía sentir; aún quería amar y correr detrás de su propia leyenda; de pronto, después de tanto vacío y desesperanza, ella volvía a estar llena de vida y esperanza. Quizás por eso fue que el Zorro pudo aceptarlo. Le soltó la mano, le besó la frente y se retiró de la mansión.
Y ella lo dejó irse, porque no había espacio para el odio, al menos por esa larga y agotadora noche. Suspiró, como muestra de todas las terribles emociones que la consumían, pero al girar hacia Emerick, Jîldael exhibía un rostro sereno y una actitud tranquila. Deshizo la distancia entre ellos con dos o tres pasos firmes y le tomó las manos entre las suyas, las acarició lentamente mientras intentaba ordenar sus ideas:
— Venid, milord, ante cualquier otra cosa, es verdad que necesitáis un baño y que os cure vuestras heridas. — no lo miró a los ojos, pues no estaba segura de poder mantenerse en ese estado de aparente calma; quería ser capaz de no llorar enfrente de él; quería demostrarle que sí era fuerte, incluso cuando era débil.
Cogióle las manos con mayor firmeza y se encaminó hacia el cuarto de huéspedes, esperando que él no se resistiera, que creyera en ella lo suficiente para ayudarle con el baño y las heridas; después de eso, si él decidía irse…, bueno, no era que ella pudiera obligarlo a nada; le había quedado muy claro en la casa de…
Se frenó de golpe, mientras empezaba a comprender las palabras de Emerick.
Valentino estaba muerto.
Un estremecimiento violento sacudió su cuerpo, mientras un nudo de lágrimas se ahogaba en su garganta. No lloró (ni lo lloraría en el futuro) sólo por una única, espantosa, pero feliz razón: se alegraba de que no fuera el Boussingaut, y ese sentimiento egoísta le hizo sentir aún peor. Y era que una mujer puede vivir siglos en un segundo; muy porbablemente, Emerick ni siquiera se enteró de aquellas aprensiones, evidentes sólo por el leve tropiezo de su pulso al caminar.
No pensaría en ello, no era el momento. Ya en el cuarto de huéspedes, un traje limpio (que había sido de su padre) yacía pulcramente tendido sobre la exquisita cama, de cuyo tálamo colgaba una suave cortina de gasa; a Jean siempre le había gustado ese estilo de dormitorio, tan propio de la aristocracia. En el cuarto contiguo, la doncella asignada se esmeraba en la tina de bronce para llenarla de agua caliente y perfumarla con flores y especias que ayudaran al Lobo a curarse más rápido. La mucama volteó hacia ellos y dio un respingo de sorpresa que Jîldael acalló sólo con la fuerza de su mirada. Sin intercambiar palabras, la sirvienta le entregó un mullido juego de toallas y dejó la habitación con suma prontitud.
Jîldael llevó las toallas hacia la mesa de servicio del cuarto, para luego ayudar a Emerick a desprenderse de los restos de ropa (todo en un pesado silencio interrumpido a ratos por los gruñidos y las quejas del todo comprensibles que se le escapaban al Licántropo); lo ayudó a meterse en la tina y, por supuesto, le ayudó a restregarse el cuerpo. Fue en medio de tales asuntos que ella por fin pudo volver a hablarle:
— Mi Maestre es un hombre difícil, lo sé. Y sé que tenéis justa razón para odiarle; no ha procedido con nobleza, hoy. — dijo, por fin mirándole de frente — Sólo os pido que tengáis en cuenta una sola cosa: Él no me eligió voluntariamente; mi padre le rogó largamente, durante días. Char… Athdar no me quería en su vida… Y nunca he sabido por qué aceptó quedarse a mi lado. Por eso… — se calló; tenía miedo de que Emerick la viera como una contendiente, que no comprendiera hasta qué punto era terrible su elección, precisamente porque lo había elegido a él. Tembló, pero encontró sus palabras — Por eso, tened misericordia; no le améis, no seáis gentil; pero no le matéis, os lo pido. Si me podéis elegir como vuestra aliada, es porque él hizo de mí una buena guerrera; todo lo mejor de mí existe hoy porque él supo encontrarlo antes. Charles — desertó del intento de darle su verdadero nombre, para ella siempre sería Charles Noir, su Maestre — sabe dónde están mi corazón y mi lealtad. Y al dueño de mi corazón y de mi lealtad le ruego que, al menos esta noche y esta casa no sean testigos de más sangre. Todos hemos tenido más que suficiente por hoy. — se quedó, congelada, esperando una respuesta de paz, que parecía no querer llegar. Derrotada, y contra todo lo que su alma le pedía, logró imponerse en la razón y se puso de pie, para dejarle a solas, como de seguro él estaba necesitando — Os esperaré en el dormitorio para curaros la herida de plata. Luego, si lo deseáis, pediré que os suban la cena al cuarto. Os lo dije antes: aquí estáis seguro. Vos no lo olvidéis, Emerick, por favor. — dijo y se dirigió al cuarto contiguo.
Allí, miró por la ventana y evitó la tentación de salir huyendo.
***
Pues, en ese preciso instante, Jîldael supo a qué lado se inclinaba la balanza de su corazón.
Siempre, siempre protegería a Emerick.
Y una parte, una infinita parte más volvía a romperse dentro de su corazón, sabiendo lo que ahora sabía y todo lo que ello significaba.
Se interpuso entre ambos, sólo con la fuerza de sus palabras y el “Zorro” retrocedía unos pasos, pero no soltaba la presa. Era, a fin de cuentas, un alfa; lo sería por el resto de su vida aunque él mismo lo negara. Y, aunque ella fuera libre, aunque jamás hubiera obedecido a su padre, aunque nunca se sometió a otro arbitrio que no fuera su propia voluntad, por Charles sentía una devoción tan particular y única que incluso ahora, habiendo elegido su bando para siempre, aún se inclinaba ante él para ser la Señora que el Maestre le exigía y, de ese modo, aplacar la beligerancia entre ambos varones.
Mas, no contaba con el propio Emerick. El espíritu alfa (tan propio de los perros, tan extraño y atractivo para los gatos) era fuerte en él y Jîldael pensó que Charles tenía razón: el mismo tótem les gobernaba, impeliéndoles a alzarse como amos del mundo, cuya sombra los demás deben contentarse con pisar. Así pues, el joven alzó su voz contra el viejo y la habitación se llenó de su vigor y de su presencia, pese a que estaba herido y aún sangraba, como si la sangre fuera a correr por siempre.
— No. — dijo, en apariencia calmo — Vos no entraréis a mi cuarto, ni os quedaréis conmigo a solas a menos que aceptéis las consecuencias… — el Boussingaut estaba furioso y ella no podía culparlo; Charles había tenido el atrevimiento de tocar aquello que era lo más sagrado de su vida; su mente, aún dispersa y perdida se preguntó lo que habría sido tener a una madre para amar, sentir semejante devoción por otra persona; admiró al Duque, al mismo tiempo que lo envidió; tenía algo que ella jamás podría experimentar.
Una vez más se obligó a salir del estupor que la apresaba cuando vio, por el rabillo del ojo que Charles volvía sobre sus pasos para encararse con el insolente varón que ahora desafiaba su autoridad. Probablemente, ellos se habrían trenzado en otra disputa igual de inútil, pero la joven ya no podía tolerarlo más. Había tenido suficiente violencia por ese día y para el resto de su vida.
De violencia, ella misma había sembrado mucho. Ahora, desesperada y destruida, clamaba por unos minutos de paz y, haciendo eco de las instrucciones de su Maestre, asumía el rol que le correspondía a su posición social. Miró a ambos varones de hito en hito, mientras se ponía de pie y alisaba su traje. Respiró hondo, se acomodó el cabello y se estiró, en actitud regia.
— Basta. — dijo con voz suave, pero firme; no necesitó gritar, pero a nadie le cupo duda de que la Pantera tomaba su lugar entre ellos como una única hembra — Ha sido suficiente para todos. Si queréis mataros, hacedlo lejos de esta casa; no mancillaréis este lugar, jamás. — replicó, severamente; no debía quedar la menor duda de que hablaba en serio. Se volvió hacia el anciano y le acarició el rostro — Mi querido Maestre, os lo ruego; no me hagáis elegir; no os gustarían mis decisiones. — le dijo, con la tristeza pincelada en cada palabra.
Y ambos se leyeron sus pensamientos, en esos instantes, se compartieron los miedos y las esperanzas; él aulló, derrotado y dolido; ella bajó la mirada, triste y cansada. Charles le sostuvo la mano, pero contuvo el abrazo que, de otro modo, sólo le habría pertenecido a su discípula. Pero había llegado ese momento terrible, para cada padre o abuelo, en que el joven desea irse lejos, encontrar sus propios rumbos, despojarse de todo arrullo o consuelo y permitirse vivir por su propia cuenta. Así era justo en ese momento; Jîldael quería volar; su corazón, pese a todo, no había muerto; aún podía sentir; aún quería amar y correr detrás de su propia leyenda; de pronto, después de tanto vacío y desesperanza, ella volvía a estar llena de vida y esperanza. Quizás por eso fue que el Zorro pudo aceptarlo. Le soltó la mano, le besó la frente y se retiró de la mansión.
Y ella lo dejó irse, porque no había espacio para el odio, al menos por esa larga y agotadora noche. Suspiró, como muestra de todas las terribles emociones que la consumían, pero al girar hacia Emerick, Jîldael exhibía un rostro sereno y una actitud tranquila. Deshizo la distancia entre ellos con dos o tres pasos firmes y le tomó las manos entre las suyas, las acarició lentamente mientras intentaba ordenar sus ideas:
— Venid, milord, ante cualquier otra cosa, es verdad que necesitáis un baño y que os cure vuestras heridas. — no lo miró a los ojos, pues no estaba segura de poder mantenerse en ese estado de aparente calma; quería ser capaz de no llorar enfrente de él; quería demostrarle que sí era fuerte, incluso cuando era débil.
Cogióle las manos con mayor firmeza y se encaminó hacia el cuarto de huéspedes, esperando que él no se resistiera, que creyera en ella lo suficiente para ayudarle con el baño y las heridas; después de eso, si él decidía irse…, bueno, no era que ella pudiera obligarlo a nada; le había quedado muy claro en la casa de…
Se frenó de golpe, mientras empezaba a comprender las palabras de Emerick.
Valentino estaba muerto.
Un estremecimiento violento sacudió su cuerpo, mientras un nudo de lágrimas se ahogaba en su garganta. No lloró (ni lo lloraría en el futuro) sólo por una única, espantosa, pero feliz razón: se alegraba de que no fuera el Boussingaut, y ese sentimiento egoísta le hizo sentir aún peor. Y era que una mujer puede vivir siglos en un segundo; muy porbablemente, Emerick ni siquiera se enteró de aquellas aprensiones, evidentes sólo por el leve tropiezo de su pulso al caminar.
No pensaría en ello, no era el momento. Ya en el cuarto de huéspedes, un traje limpio (que había sido de su padre) yacía pulcramente tendido sobre la exquisita cama, de cuyo tálamo colgaba una suave cortina de gasa; a Jean siempre le había gustado ese estilo de dormitorio, tan propio de la aristocracia. En el cuarto contiguo, la doncella asignada se esmeraba en la tina de bronce para llenarla de agua caliente y perfumarla con flores y especias que ayudaran al Lobo a curarse más rápido. La mucama volteó hacia ellos y dio un respingo de sorpresa que Jîldael acalló sólo con la fuerza de su mirada. Sin intercambiar palabras, la sirvienta le entregó un mullido juego de toallas y dejó la habitación con suma prontitud.
Jîldael llevó las toallas hacia la mesa de servicio del cuarto, para luego ayudar a Emerick a desprenderse de los restos de ropa (todo en un pesado silencio interrumpido a ratos por los gruñidos y las quejas del todo comprensibles que se le escapaban al Licántropo); lo ayudó a meterse en la tina y, por supuesto, le ayudó a restregarse el cuerpo. Fue en medio de tales asuntos que ella por fin pudo volver a hablarle:
— Mi Maestre es un hombre difícil, lo sé. Y sé que tenéis justa razón para odiarle; no ha procedido con nobleza, hoy. — dijo, por fin mirándole de frente — Sólo os pido que tengáis en cuenta una sola cosa: Él no me eligió voluntariamente; mi padre le rogó largamente, durante días. Char… Athdar no me quería en su vida… Y nunca he sabido por qué aceptó quedarse a mi lado. Por eso… — se calló; tenía miedo de que Emerick la viera como una contendiente, que no comprendiera hasta qué punto era terrible su elección, precisamente porque lo había elegido a él. Tembló, pero encontró sus palabras — Por eso, tened misericordia; no le améis, no seáis gentil; pero no le matéis, os lo pido. Si me podéis elegir como vuestra aliada, es porque él hizo de mí una buena guerrera; todo lo mejor de mí existe hoy porque él supo encontrarlo antes. Charles — desertó del intento de darle su verdadero nombre, para ella siempre sería Charles Noir, su Maestre — sabe dónde están mi corazón y mi lealtad. Y al dueño de mi corazón y de mi lealtad le ruego que, al menos esta noche y esta casa no sean testigos de más sangre. Todos hemos tenido más que suficiente por hoy. — se quedó, congelada, esperando una respuesta de paz, que parecía no querer llegar. Derrotada, y contra todo lo que su alma le pedía, logró imponerse en la razón y se puso de pie, para dejarle a solas, como de seguro él estaba necesitando — Os esperaré en el dormitorio para curaros la herida de plata. Luego, si lo deseáis, pediré que os suban la cena al cuarto. Os lo dije antes: aquí estáis seguro. Vos no lo olvidéis, Emerick, por favor. — dijo y se dirigió al cuarto contiguo.
Allí, miró por la ventana y evitó la tentación de salir huyendo.
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 09/09/2011
Localización : Junto a mi Maestre... aquí o allá...
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
”Y yo te quiero así: mía, pero tuya al mismo tiempo.”
Jaime Sabines
Jaime Sabines
Su mirada, por fin, se despegaba de la presa. Miró a la pantera, sólo cuando ésta alzó la voz para imponer también su presencia, como si por primera vez la notara presente en esa habitación. Entrecerró los ojos y le observó entera, como si esperara salir de ella alguna actitud amenazante, pero al corroborar que la fémina no significaba peligro alguno, volvió a fijar sus ojos sobre el Maestre, pues era él, después del todo, el único a quien deseaba poner en su lugar.
Jîldael tenía razón, lo sabía. Demasiada sangre se había derramado ya ese día, pero si el Zorro no aprendía a contener su palabras, dudaba que él pudiese contener al lobo que aún rugía dentro de sí. Así, sin bajar aún la guardia, fue testigo de como la hembra se interponía por delante del anciano, no precisamente para defenderlo, sino para despedirse de él como el cachorro que de un momento a otro se ha dado cuenta de que ya no le necesita para poder encontrar su propia comida. Pudo haber sentido lastima o quizás un poco de tristeza o nostalgia, pero el Lobo odiaba al Zorro en ese momento y no pudo más que sentir una cuota mínima de regocijo al darse cuenta que el mayor se retiraba de la batalla, dejándole a él como dueño de ese nuevo territorio.
Solos nuevamente, la Pantera se acercó a él sin miedo a ser lastimada de manera física. Pudo sentirlo, pudo leerle a través de aquella caricia y comprender que ella, de un modo u otro, esperaba volver a ser herida en donde los ojos humanos nunca verían.
Le permitió guiarle a través de la estancia sin mediar palabra alguna. Su mente aún divagaba rondando a las personas que habían pasado por su vida, incluyendo a la misma mujer que le precedía. ¡Cuán distintas habrían sido las cosas si la Pantera jamás le hubiera dejado!… O si el Zorro nunca hubiese huido. ¿Existiría? ¿Habría su madre sobrevivido para reclamar el Ducado de Aberdeen tras la protección de su padre? ¿Quién habría criado entonces a la Pantera? ¿Sería ella la misma que era ahora? ¿Sería él también el mismo? ¿Habría logrado amar y odiar tanto como lo había hecho? ¿Habría asesinado a Valentino? ¿Habría sido también un hombre lobo?
Aún se encontraba sumergido en sus propias interrogantes, cuando por el rabillo del ojo vio pasar a la mucama por su lado, para retirarse de esa nueva habitación y dejarles a solas. Sólo entonces alzó verdaderamente su mirada y vio con claridad el lugar en el que estaban. Era una habitación ya conocida, una que hace algo más de un año no veía y por tanto algunas cosas habían cambiado, pero seguía siendo la misma habitación que le había acogido aquella tarde en la que el Lobo y la Pantera se habían conocido y ésta le había salvado la vida a costa de tener que romperle y armarle de nuevo.
Permitió a Jîldael ayudarle con sus ropas, probablemente como a muy pocas personas podría permitirles. Muchas de ellas estaban, sin embargo, pegadas a su carne por la misma sangre ya seca de sus heridas. Pues lo único que aún sangraba fluidamente eran las heridas causadas por la plata. Le dejó acompañarle hasta la misma tina y verle completamente desnudo y herido. Estuvo a punto de pedirle que le dejara a solas incontables veces, pero era como si su boca no pudiese liberar sus pensamientos para pedírselo en voz alta. Sentía un poco de vergüenza, pudor y también culpa; podía ver en sus ojos parte del sufrimiento por la perdida de Valentino y la partida del Maestre, le veía con el alma dividida luchando débilmente por mantenerle aún integra y temía volver a romperle. Por eso, de cierto modo, le dejó hablar sin interrupciones una vez más. Sin embargo, cuando llegó su turno de responder, las palabras tampoco salieron de su boca y le dejó ir en silencio.
Le hubiese gustado decirle que le daba su palabra, que no mataría al Maestre porque en verdad no deseaba hacerlo, pero tampoco había deseado matar al Visconti y éste ya se sumaba a su lista de muertos. También se quedó sorprendido cuando fue la propia Jîldael quien le confirmó como dueño de su corazón y lealtad, ya que aún cuando en el fondo él de antes lo sabía, no esperaba que ella tuviese la certeza suficiente como para poder confirmárselo en voz alta y sin embargo ahí estaba; sumisa y entregada como seguramente nadie más en la Tierra le hubiese visto jamás y, más que alimentar su ego, le sintió como un peso que alimentaba la carga de su conciencia, como una responsabilidad heredada, como algo a lo cual no se podía negar.
Le vio marchar y agradeció la nueva soledad de ese cuarto de baño para poder aclarar sus ideas. Pensó en lo ya ocurrido y en lo que aún estaba por ocurrir, analizó sus culpas y se libró de unas cuantas. Pensó en Lucius, en la revolución de los sobrenaturales y en el absurdo poder de la Inquisición. Pensó en sus padres, en la traición de Athdar y la soledad que ahora se apoderaba de éste. Pensó en la muerte del Visconti y también en la duda de que había ocurrido finalmente con el antiguo amor de Jîldael y, una vez más, se preguntó si estaba haciendo lo correcto.
Él mismo acabó de lavar sus heridas y dejó correr el agua manchada de sangre y tierra, para luego enjuagarse con agua fresca y secarse después con una de las toallas y rodear su cintura con otra aún seca. Sólo entonces se decidió a abandonar la privacidad de ese cuarto de baño y reunirse en la habitación con Jîldael.
—Gracias —fue lo primero que dijo —, por todo…
Suspiró aliviado, como si en verdad hubiese necesitado decirlo y se acercó a la cama para coger las prendas de ropa e írselas poniendo encima.
—También hubiese sido yo quien os hubiese atendido si hubieseis sido vos la que estaba en mi lugar —le miró —. No puedo explicar el porqué, pero siento que no hubiese sido lo correcto… y no es porque vos pertenecéis a mi mismo abolengo. Es… Siento… —dudó como si no encontrara las palabras apropiadas y se quedó en silencio por un par de segundos antes de poder volver a hablar —No quiero que otro u otra cuide de vuestras heridas cuando yo también puedo hacerlo.
Y entonces sus palabras fueron de nuevo fluidas, pero no por ello salieron de su boca con mayor facilidad. Era como si él mismo fuese sorprendiéndose de sí mismo a cada palabra dicha, como si éstas fluyeran en un hilo de plata del cual antes sólo había visto el extremo ya desenredado y no lo que venía más allá.
—No quiero que sea otro el que vele vuestros sueños y esté a vuestro lado en celebraciones y batallas. Yo… quiero ser yo quien esté a vuestro lado; voluntariamente, no enlazado.
Desvió la mirada y respiró profundo antes de sentarse en la cama como si necesitase un segundo apoyo más allá de sus piernas. Había tenido el tiempo de pensar lo suficiente como para poder llegar a separar las piezas de dos diferentes rompecabezas. Sin embargo, era en ese momento cuando comenzaba realmente a armarlos.
—Soy un cerdo… Amo a Lucius con tanta fuerza que duele, pero… pero… —tragó saliva con la dificultad impuesta por el nudo que le aprisionaba la garganta —ella ya no está, ni tampoco regresará, lo sé. Por eso he regresado a vos cuando en verdad podría haberme ido, podría haber matado a Valentino y haber huido por mi propia cuenta, pero aquí estoy ¿Por qué? Porque soy lo suficientemente egoísta como para dejaros en libertad.
Volvió a mirarle a los ojos, sabía que sus palabras podrían herirla, pero más daño harían si las dejaba guardadas.
—No os amo… y no sé si pueda amaros algún día. Sin embargo, os deseo a mi lado y soy capaz de sentir celos por quien sea que pueda estar al vuestro. No sé si es porque jamás antes habéis sido mía aún cuando sabía que vuestro corazón si lo era, no sé si es por el orgullo que alguna vez destrozasteis al haber elegido a otro con la cabeza mas no con el corazón, no lo sé mas quisiera saber… Quisiera… que no fuera un motivo tan bajo, quisiera que fuera porque en verdad he descubierto que os amo, pero no es así. Os deseo Jîldael, os deseo con la fuerza de lo que único que nunca he podido tener. Os deseo a mi lado y a mis pies con tanta bajeza que he de confesar he sido yo quien arrastró a Valentino hasta el límite de su cordura, pues aún cuando mis intensiones jamás fueron matarle, sí deseaba hacerle daño… Fueron celos, estúpidos y enfermizos. Protegía y remarcaba el terreno de lo que creía mío tal y como lo he hecho en vuestra casa cuando el Noir ha tocado parte de mi familia… Mía, mi familia… mi Pantera.
Bajó la mirada y se quedó con la boca entreabierta, sorprendido de sus propias palabras, de sus verdades y vergüenzas, y se puso de pie para ser él quien esta vez mirase por la ventana con ganas de huir.
Qué estúpido, egoísta, culpable e inmaduro se sentía, pero que gran peso acababa de sacarse de encima.
Jîldael tenía razón, lo sabía. Demasiada sangre se había derramado ya ese día, pero si el Zorro no aprendía a contener su palabras, dudaba que él pudiese contener al lobo que aún rugía dentro de sí. Así, sin bajar aún la guardia, fue testigo de como la hembra se interponía por delante del anciano, no precisamente para defenderlo, sino para despedirse de él como el cachorro que de un momento a otro se ha dado cuenta de que ya no le necesita para poder encontrar su propia comida. Pudo haber sentido lastima o quizás un poco de tristeza o nostalgia, pero el Lobo odiaba al Zorro en ese momento y no pudo más que sentir una cuota mínima de regocijo al darse cuenta que el mayor se retiraba de la batalla, dejándole a él como dueño de ese nuevo territorio.
Solos nuevamente, la Pantera se acercó a él sin miedo a ser lastimada de manera física. Pudo sentirlo, pudo leerle a través de aquella caricia y comprender que ella, de un modo u otro, esperaba volver a ser herida en donde los ojos humanos nunca verían.
Le permitió guiarle a través de la estancia sin mediar palabra alguna. Su mente aún divagaba rondando a las personas que habían pasado por su vida, incluyendo a la misma mujer que le precedía. ¡Cuán distintas habrían sido las cosas si la Pantera jamás le hubiera dejado!… O si el Zorro nunca hubiese huido. ¿Existiría? ¿Habría su madre sobrevivido para reclamar el Ducado de Aberdeen tras la protección de su padre? ¿Quién habría criado entonces a la Pantera? ¿Sería ella la misma que era ahora? ¿Sería él también el mismo? ¿Habría logrado amar y odiar tanto como lo había hecho? ¿Habría asesinado a Valentino? ¿Habría sido también un hombre lobo?
Aún se encontraba sumergido en sus propias interrogantes, cuando por el rabillo del ojo vio pasar a la mucama por su lado, para retirarse de esa nueva habitación y dejarles a solas. Sólo entonces alzó verdaderamente su mirada y vio con claridad el lugar en el que estaban. Era una habitación ya conocida, una que hace algo más de un año no veía y por tanto algunas cosas habían cambiado, pero seguía siendo la misma habitación que le había acogido aquella tarde en la que el Lobo y la Pantera se habían conocido y ésta le había salvado la vida a costa de tener que romperle y armarle de nuevo.
Permitió a Jîldael ayudarle con sus ropas, probablemente como a muy pocas personas podría permitirles. Muchas de ellas estaban, sin embargo, pegadas a su carne por la misma sangre ya seca de sus heridas. Pues lo único que aún sangraba fluidamente eran las heridas causadas por la plata. Le dejó acompañarle hasta la misma tina y verle completamente desnudo y herido. Estuvo a punto de pedirle que le dejara a solas incontables veces, pero era como si su boca no pudiese liberar sus pensamientos para pedírselo en voz alta. Sentía un poco de vergüenza, pudor y también culpa; podía ver en sus ojos parte del sufrimiento por la perdida de Valentino y la partida del Maestre, le veía con el alma dividida luchando débilmente por mantenerle aún integra y temía volver a romperle. Por eso, de cierto modo, le dejó hablar sin interrupciones una vez más. Sin embargo, cuando llegó su turno de responder, las palabras tampoco salieron de su boca y le dejó ir en silencio.
Le hubiese gustado decirle que le daba su palabra, que no mataría al Maestre porque en verdad no deseaba hacerlo, pero tampoco había deseado matar al Visconti y éste ya se sumaba a su lista de muertos. También se quedó sorprendido cuando fue la propia Jîldael quien le confirmó como dueño de su corazón y lealtad, ya que aún cuando en el fondo él de antes lo sabía, no esperaba que ella tuviese la certeza suficiente como para poder confirmárselo en voz alta y sin embargo ahí estaba; sumisa y entregada como seguramente nadie más en la Tierra le hubiese visto jamás y, más que alimentar su ego, le sintió como un peso que alimentaba la carga de su conciencia, como una responsabilidad heredada, como algo a lo cual no se podía negar.
Le vio marchar y agradeció la nueva soledad de ese cuarto de baño para poder aclarar sus ideas. Pensó en lo ya ocurrido y en lo que aún estaba por ocurrir, analizó sus culpas y se libró de unas cuantas. Pensó en Lucius, en la revolución de los sobrenaturales y en el absurdo poder de la Inquisición. Pensó en sus padres, en la traición de Athdar y la soledad que ahora se apoderaba de éste. Pensó en la muerte del Visconti y también en la duda de que había ocurrido finalmente con el antiguo amor de Jîldael y, una vez más, se preguntó si estaba haciendo lo correcto.
Él mismo acabó de lavar sus heridas y dejó correr el agua manchada de sangre y tierra, para luego enjuagarse con agua fresca y secarse después con una de las toallas y rodear su cintura con otra aún seca. Sólo entonces se decidió a abandonar la privacidad de ese cuarto de baño y reunirse en la habitación con Jîldael.
—Gracias —fue lo primero que dijo —, por todo…
Suspiró aliviado, como si en verdad hubiese necesitado decirlo y se acercó a la cama para coger las prendas de ropa e írselas poniendo encima.
—También hubiese sido yo quien os hubiese atendido si hubieseis sido vos la que estaba en mi lugar —le miró —. No puedo explicar el porqué, pero siento que no hubiese sido lo correcto… y no es porque vos pertenecéis a mi mismo abolengo. Es… Siento… —dudó como si no encontrara las palabras apropiadas y se quedó en silencio por un par de segundos antes de poder volver a hablar —No quiero que otro u otra cuide de vuestras heridas cuando yo también puedo hacerlo.
Y entonces sus palabras fueron de nuevo fluidas, pero no por ello salieron de su boca con mayor facilidad. Era como si él mismo fuese sorprendiéndose de sí mismo a cada palabra dicha, como si éstas fluyeran en un hilo de plata del cual antes sólo había visto el extremo ya desenredado y no lo que venía más allá.
—No quiero que sea otro el que vele vuestros sueños y esté a vuestro lado en celebraciones y batallas. Yo… quiero ser yo quien esté a vuestro lado; voluntariamente, no enlazado.
Desvió la mirada y respiró profundo antes de sentarse en la cama como si necesitase un segundo apoyo más allá de sus piernas. Había tenido el tiempo de pensar lo suficiente como para poder llegar a separar las piezas de dos diferentes rompecabezas. Sin embargo, era en ese momento cuando comenzaba realmente a armarlos.
—Soy un cerdo… Amo a Lucius con tanta fuerza que duele, pero… pero… —tragó saliva con la dificultad impuesta por el nudo que le aprisionaba la garganta —ella ya no está, ni tampoco regresará, lo sé. Por eso he regresado a vos cuando en verdad podría haberme ido, podría haber matado a Valentino y haber huido por mi propia cuenta, pero aquí estoy ¿Por qué? Porque soy lo suficientemente egoísta como para dejaros en libertad.
Volvió a mirarle a los ojos, sabía que sus palabras podrían herirla, pero más daño harían si las dejaba guardadas.
—No os amo… y no sé si pueda amaros algún día. Sin embargo, os deseo a mi lado y soy capaz de sentir celos por quien sea que pueda estar al vuestro. No sé si es porque jamás antes habéis sido mía aún cuando sabía que vuestro corazón si lo era, no sé si es por el orgullo que alguna vez destrozasteis al haber elegido a otro con la cabeza mas no con el corazón, no lo sé mas quisiera saber… Quisiera… que no fuera un motivo tan bajo, quisiera que fuera porque en verdad he descubierto que os amo, pero no es así. Os deseo Jîldael, os deseo con la fuerza de lo que único que nunca he podido tener. Os deseo a mi lado y a mis pies con tanta bajeza que he de confesar he sido yo quien arrastró a Valentino hasta el límite de su cordura, pues aún cuando mis intensiones jamás fueron matarle, sí deseaba hacerle daño… Fueron celos, estúpidos y enfermizos. Protegía y remarcaba el terreno de lo que creía mío tal y como lo he hecho en vuestra casa cuando el Noir ha tocado parte de mi familia… Mía, mi familia… mi Pantera.
Bajó la mirada y se quedó con la boca entreabierta, sorprendido de sus propias palabras, de sus verdades y vergüenzas, y se puso de pie para ser él quien esta vez mirase por la ventana con ganas de huir.
Qué estúpido, egoísta, culpable e inmaduro se sentía, pero que gran peso acababa de sacarse de encima.
Emerick Boussingaut- Licántropo/Realeza
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Fecha de inscripción : 23/09/2012
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Re: El cordero que aullaba como lobo {+18} {Charlemagne Noir y Jîldael Del Balzo}
“La verdad tiene dos sabores: uno dulce, para el que la dice, y otro amargo, para el que la oye.”
Rodríguez Marín.
Rodríguez Marín.
Durante unos segundos, contempló seriamente la posibilidad de saltar por la ventana e irse, tal y como había hecho hasta hace unas noches atrás. Pensó en abandonarse a su propia negrura y, contra todo deseo y esperanza, derramar sangre inocente, sin la menor culpa; porque ella todavía podía escindir su alma una vez más y separarse de todo sentimiento piadoso.
Pero no lo hizo, por dos razones igualmente poderosas.
Se lo había prometido a su Maestre.
Y, bueno, ya antes había abandonado a Emerick. Aquello era algo que no volvería a repetir, nunca más, incluso cuando ella misma supiera que no valía la pena. Se quedaría junto a él, justo ahora, cuando él ya no podría amarla nunca más; pero Jîldael ya lo había aceptado. Así pues, la balanza ya estaba inclinada. Despegó las manos del borde de la ventana en el preciso instante en que Emerick ingresaba en el dormitorio.
Su gratitud fue lo primero que ella tuvo a su haber, pero la Felina le miró como si aquello fuere una bobería; nada de lo que ella había hecho tenía que ver con la generosidad, pero no se lo aclaró, Emerick no le dio tiempo. De hecho, nada de lo que ella pensaba hacer llegó a ocurrir esa noche. El Lobo se vistió en cuanto tuvo tiempo de hacerlo, como si temiera que su honra fuere ultrajada nuevamente y la Cambiante, que alcanzó a dar dos o tres pasos hacia él para curarle las heridas que dejare la plata sobre su cuerpo, dio un respingo ofendido. ¿Acaso no le creía? Quiso replicarle, pero tampoco tuvo tiempo; a medida que se vestía, el Boussingaut iba liberando su alma con la dolorosa pócima de la verdad.
Al principio, es justo decirlo, no parecía que fuese a doler; incluso parecía un halago o una promesa: si un día, su vida corría peligro, Jîldael podría confiar en la palabra de Emerick de protegerla siempre…
Y, hasta ahí, podría decirse que había esperanzas; por una milésima de segundo, el corazón de Jîldael se estremeció de felicidad al creer que a él le importaba lo que le pudiera ocurrir a ella.
Pero entonces vinieron las otras palabras, igualmente sinceras, despiadadamente honestas.
— No os amo… — escupió sin culpas, con demasiada facilidad, y el frío volvió a sacudirla en otro estremecimiento cruel; con la misma facilidad admitió el Lobo que la deseaba, y que sentía celos de ella. La puerta de su alma estaba abierta para que la joven le viera tal y como era, sin adornos ni engaños; la pura y despiadada verdad de su aquiescencia entregada a la Felina por sólo Dios supiera qué macabro motivo —Os deseo Jîldael, os deseo con la fuerza de lo que único que nunca he podido tener…— admitió Emerick y Jîldael tuvo el impulso de preguntarle si eso era un halago o un insulto, pero no dijo nada, ni le quitó la vista de encima. La verdad era que cada palabra del Duque la congelaba un poco más; estaba segura de que llegaría un momento en que no sentiría nada, y era justamente allí donde deseaba llegar, lo más pronto posible; por eso no le interrumpió, pues tenía la ridícula idea de que si él lograba congelarla de todo inútil sentimiento, podría ella, al fin, ser la guerrera que los sobrenaturales estaban necesitando, tan desesperadamente. Casi. Hubo una sola cosa que le impidió llegar hasta allí, hasta ese punto del que no había retorno —Protegía y remarcaba el terreno de lo que creía mío tal y como lo he hecho en vuestra casa cuando el Noir ha tocado parte de mi familia… Mía, mi familia… mi Pantera. —
Fue entonces que una especie de corriente la sacudió de verdad, como si Emerick la hubiera abofeteado sin siquiera mover un dedo. Lo miró de nuevo, como si no pudiera reconocerle.
— ¿Qué? — preguntó la Felina, sinceramente contrariada, como si aquello no pudiera encajar en su razón y una risa seca, desganada se escapó de sus labios, al tiempo que lo miraba fijamente aun cuando él ya no quisiera mirarla a ella — Me confundís, Emerick. Intento comprenderos, pero no lo consigo. Decís que no me amáis, como si yo no lo supiera ya; dejáis entrever en vuestras palabras que no me necesitáis, cuando eso ya me lo habían enseñado vuestros actos… Y entonces, de pronto y sin aviso, ¿admitís que vos me deseáis?, ¿que tenéis celos de mi persona?… ¿Vos, desearme a mí? ¿A la inoportuna? — le observó como si él fuere una rareza, una criatura ante la cual no podría bajar la guardia jamás — No, Lobo, vos no me deseáis. Vos tenéis vuestros motivos para mantenerme a vuestro lado, pero si mi presencia os estorba, no dudaréis en sacarme de vuestro camino. — le repitió las palabras con las que él mismo había sellado la sentencia de la joven; Jîldael no olvidaría nunca cada cosa que el Licántropo le dijera durante esa extenuante jornada; había un “antes” y un “después” para ella, sobre todo en lo referido a los límites que podía o no podía cruzar con el Can; y había sido un aprendizaje muy, MUY, doloroso, que no pretendía poner en tela de juicio, por su propia sanidad mental. Suspiró, realmente cansada — De todos modos, es lo que menos importa ahora. Ya sabía, Lobo, que vos no me amáis; es evidente que mis elecciones y mis sentimientos son del todo gratuitos; no creo que tengamos que recalcar a cada rato que no son recíprocos. Os elijo porque deseo protegeros y porque yo os amo y porque vos sois el dueño de mi corazón; sé que he llegado tarde a esa conclusión y que no puedo esperar nada de vos; y yo lo he aceptado. No entiendo, os repito, lo que vos entendéis por deseo (y creo sinceramente que estáis equivocado), pero nuevamente no me ha importado. Sin embargo, debo pediros una cosa: no soy tan fuerte como quisiera (y vos necesitáis de mí precisamente eso, que sea fuerte). Intento ser la compañera de batalla que vuestra merced merece y necesita, pero vos debéis ayudarme; no me encaréis a cada rato la cruda verdad, no es necesario. — se acercó a él y le acarició el rostro, como una señal de tregua, como la prueba fehaciente de su amor y su lealtad — No sé si pueda estar a vuestros pies; no sé si quiero ser sumisa ante vos, Emerick, así que no puedo prometer que cumpliré esa enmienda; soy un gato a fin de cuentas — le besó el dorso de la mano, como un gesto de muda y gratuita entrega — Os dejaré a solas, mi Señor, pues yo también necesito darme un baño. Si no deseáis bajar a cenar, pedid a la criada que os traiga la cena al cuarto. Nosotros nos veremos mañana. — replicó en absoluta calma, aunque su corazón estuviera irremediablemente roto.
Ella quería quedarse con él, quería dormir con él, quería despertar con él… Pero temía al Lobo, temía que la mordiera de nuevo, así que disfrazó sus acciones bajo la máscara del orgullo y se dirigió a la salida, aun cuando todo en su interior le suplicara correr a sus brazos.
El miedo y la verdad, después de todo, son los mejores maestros en el mundo.
***
Pero no lo hizo, por dos razones igualmente poderosas.
Se lo había prometido a su Maestre.
Y, bueno, ya antes había abandonado a Emerick. Aquello era algo que no volvería a repetir, nunca más, incluso cuando ella misma supiera que no valía la pena. Se quedaría junto a él, justo ahora, cuando él ya no podría amarla nunca más; pero Jîldael ya lo había aceptado. Así pues, la balanza ya estaba inclinada. Despegó las manos del borde de la ventana en el preciso instante en que Emerick ingresaba en el dormitorio.
Su gratitud fue lo primero que ella tuvo a su haber, pero la Felina le miró como si aquello fuere una bobería; nada de lo que ella había hecho tenía que ver con la generosidad, pero no se lo aclaró, Emerick no le dio tiempo. De hecho, nada de lo que ella pensaba hacer llegó a ocurrir esa noche. El Lobo se vistió en cuanto tuvo tiempo de hacerlo, como si temiera que su honra fuere ultrajada nuevamente y la Cambiante, que alcanzó a dar dos o tres pasos hacia él para curarle las heridas que dejare la plata sobre su cuerpo, dio un respingo ofendido. ¿Acaso no le creía? Quiso replicarle, pero tampoco tuvo tiempo; a medida que se vestía, el Boussingaut iba liberando su alma con la dolorosa pócima de la verdad.
Al principio, es justo decirlo, no parecía que fuese a doler; incluso parecía un halago o una promesa: si un día, su vida corría peligro, Jîldael podría confiar en la palabra de Emerick de protegerla siempre…
Y, hasta ahí, podría decirse que había esperanzas; por una milésima de segundo, el corazón de Jîldael se estremeció de felicidad al creer que a él le importaba lo que le pudiera ocurrir a ella.
Pero entonces vinieron las otras palabras, igualmente sinceras, despiadadamente honestas.
— No os amo… — escupió sin culpas, con demasiada facilidad, y el frío volvió a sacudirla en otro estremecimiento cruel; con la misma facilidad admitió el Lobo que la deseaba, y que sentía celos de ella. La puerta de su alma estaba abierta para que la joven le viera tal y como era, sin adornos ni engaños; la pura y despiadada verdad de su aquiescencia entregada a la Felina por sólo Dios supiera qué macabro motivo —Os deseo Jîldael, os deseo con la fuerza de lo que único que nunca he podido tener…— admitió Emerick y Jîldael tuvo el impulso de preguntarle si eso era un halago o un insulto, pero no dijo nada, ni le quitó la vista de encima. La verdad era que cada palabra del Duque la congelaba un poco más; estaba segura de que llegaría un momento en que no sentiría nada, y era justamente allí donde deseaba llegar, lo más pronto posible; por eso no le interrumpió, pues tenía la ridícula idea de que si él lograba congelarla de todo inútil sentimiento, podría ella, al fin, ser la guerrera que los sobrenaturales estaban necesitando, tan desesperadamente. Casi. Hubo una sola cosa que le impidió llegar hasta allí, hasta ese punto del que no había retorno —Protegía y remarcaba el terreno de lo que creía mío tal y como lo he hecho en vuestra casa cuando el Noir ha tocado parte de mi familia… Mía, mi familia… mi Pantera. —
Fue entonces que una especie de corriente la sacudió de verdad, como si Emerick la hubiera abofeteado sin siquiera mover un dedo. Lo miró de nuevo, como si no pudiera reconocerle.
— ¿Qué? — preguntó la Felina, sinceramente contrariada, como si aquello no pudiera encajar en su razón y una risa seca, desganada se escapó de sus labios, al tiempo que lo miraba fijamente aun cuando él ya no quisiera mirarla a ella — Me confundís, Emerick. Intento comprenderos, pero no lo consigo. Decís que no me amáis, como si yo no lo supiera ya; dejáis entrever en vuestras palabras que no me necesitáis, cuando eso ya me lo habían enseñado vuestros actos… Y entonces, de pronto y sin aviso, ¿admitís que vos me deseáis?, ¿que tenéis celos de mi persona?… ¿Vos, desearme a mí? ¿A la inoportuna? — le observó como si él fuere una rareza, una criatura ante la cual no podría bajar la guardia jamás — No, Lobo, vos no me deseáis. Vos tenéis vuestros motivos para mantenerme a vuestro lado, pero si mi presencia os estorba, no dudaréis en sacarme de vuestro camino. — le repitió las palabras con las que él mismo había sellado la sentencia de la joven; Jîldael no olvidaría nunca cada cosa que el Licántropo le dijera durante esa extenuante jornada; había un “antes” y un “después” para ella, sobre todo en lo referido a los límites que podía o no podía cruzar con el Can; y había sido un aprendizaje muy, MUY, doloroso, que no pretendía poner en tela de juicio, por su propia sanidad mental. Suspiró, realmente cansada — De todos modos, es lo que menos importa ahora. Ya sabía, Lobo, que vos no me amáis; es evidente que mis elecciones y mis sentimientos son del todo gratuitos; no creo que tengamos que recalcar a cada rato que no son recíprocos. Os elijo porque deseo protegeros y porque yo os amo y porque vos sois el dueño de mi corazón; sé que he llegado tarde a esa conclusión y que no puedo esperar nada de vos; y yo lo he aceptado. No entiendo, os repito, lo que vos entendéis por deseo (y creo sinceramente que estáis equivocado), pero nuevamente no me ha importado. Sin embargo, debo pediros una cosa: no soy tan fuerte como quisiera (y vos necesitáis de mí precisamente eso, que sea fuerte). Intento ser la compañera de batalla que vuestra merced merece y necesita, pero vos debéis ayudarme; no me encaréis a cada rato la cruda verdad, no es necesario. — se acercó a él y le acarició el rostro, como una señal de tregua, como la prueba fehaciente de su amor y su lealtad — No sé si pueda estar a vuestros pies; no sé si quiero ser sumisa ante vos, Emerick, así que no puedo prometer que cumpliré esa enmienda; soy un gato a fin de cuentas — le besó el dorso de la mano, como un gesto de muda y gratuita entrega — Os dejaré a solas, mi Señor, pues yo también necesito darme un baño. Si no deseáis bajar a cenar, pedid a la criada que os traiga la cena al cuarto. Nosotros nos veremos mañana. — replicó en absoluta calma, aunque su corazón estuviera irremediablemente roto.
Ella quería quedarse con él, quería dormir con él, quería despertar con él… Pero temía al Lobo, temía que la mordiera de nuevo, así que disfrazó sus acciones bajo la máscara del orgullo y se dirigió a la salida, aun cuando todo en su interior le suplicara correr a sus brazos.
El miedo y la verdad, después de todo, son los mejores maestros en el mundo.
***
Jîldael Del Balzo- Cambiante Clase Alta
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