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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Valentino de Visconti Miér Nov 05, 2014 8:59 am

Después del baile que se llevó a cabo en el Palacio de Invierno, Valentino decidió que era suficiente de Rusia, «al menos por un tiempo» se dijo, aunque no estaba seguro de querer volver. ¿Qué era el tiempo para un licántropo? Un cuentagotas; lento, mínimo, tortuoso. Inútil. ¿A qué se suponía que volvería? ¿A fingir ser lo que no era? Había comprobado lo infructuoso que era. ¿Iría a que lo que llevaba dentro jugara con él hasta hartarse otra vez? ¡Había estado a punto de deshonrar a una joven y a una nación entera por su causa! No, basta ya. Convencido de que era suficiente, emprendió viaje hacia el último sitio en la tierra donde se había sentido medianamente en paz: Francia. Pero no retornó a las calles parisinas, donde quizás algunos pudieran reconocerlo. En medio de su confusión, solamente tenía certeza de que no quería ver ni hablar con nadie. Necesitaba de su claustro.

Fue así que adquirió un inmueble en las afueras Lyon, dispuesto a que nadie, ni el espíritu de su difunta mujer, ni los recuerdos de aquel vals, ni siquiera él, pudieran encontrarlo. Días completos pasó en esa habitación ubicada en el desván, sin mayores lujos que los platos de alimento que le pasaban por debajo de la puerta. Marianne le insistía con voz cada vez más enfática de que no podía ocultarse para siempre, pero era inútil, pues la respuesta que el licántropo se daba a sí mismo era: «¿Por qué no? Mirad como lo hago»

De día miraba por la ventana hacia fuera, y cuando tenía sueño, dormía en el piso, viendo pasar lenta e inexorablemente los días para su próxima transformación. Sólo allí bajaría a las mazmorras para encadenarse. La pregunta era si con su cautiverio voluntario se estaba sanando o envenenando. Eso dependía… ¿no podía considerarse que sanar a un ser maldito fuese el veneno mismo? ¿se haría más fuerte el hijo de belcebú? Se lo preguntaba con una reincidencia que desafiaba la sanidad.

Pero en medio de su caos interior, un haz de cordura se hizo presente cuando sintió el repentino deseo de verse al espejo, el único en la estancia. El individuo que miraba como idiota ese reflejo, no hacía dos semanas fingía ser el gobernante que se esperaba que fuera, sentado en un trono de formalidades o bailando con doncellas. Ahora estaba aprisionado, inmóvil, en medio de ese gélido marco de plata.

Valentino se acercó unos centímetros y descubrió, por primera vez en su faz, el rostro de un muerto. Trazos descoloridos lo atravesaban, sin un toque de color en los amplios párpados abiertos. Un rostro vacío de todo matiz. Incluso su antifaz, su más preciada prenda de vestir que llevaba colgando de una mano, expresaba. En cambio aquel fallecido, al cual no tenía el valor para despertarlo porque parecía que no hubiera abierto nunca los ojos, le sugirió repentinamente la palabra derrota. Derrota, una colosal derrota, una derrota continua, de innumerables noches, una derrota aterradora que comenzó a crecer en su cuarto y dentro de su cabeza.

Señor, ¿está todo bien? ¿necesita algo? —escuchaba tras la puerta. Pocas veces contestaba. Y cuando lo hacía, la coherencia no estaba presente.

Valentino estaba sano, pero el lobo estaba lastimado. Era el precio de encadenarlo; eventualmente, la prisión causaba estragos en el reo. Mas dentro de esa prisión, lo hería aún el fantasma del pasado. No conseguía huir de su historia.

Os prometí una mentira sobre lo que no existe, Lorelei —susurraba de pronto, sin causa ni finalidad, al mundo fuera de la ventana.

Patrón, hace tiempo ya que nos dejó la señora —le contestó su ama de llaves en una ocasión que lo oyó, a la hora de la comida. No hubo respuesta de parte de Valentino.


Una tarde, sintió el extremo contrario invadirle. No quería estar encerrado de ninguna manera. Pareció que hubieran derramado fuego dentro de sus venas. Sin dar aviso a nadie, saltó por la ventana hacia las rosaledas. Salió al vergel, huyendo. Se internó en la espesura y sin previo aviso le acometió una misteriosa languidez. A medida que avanzaba fue cerrando los ojos, andando desorientado hasta que se abandonó a la tierra, acostándose desordenadamente contra un árbol. Se sintió flaquear y en vano meneó la cabeza para evaporar el sopor que se apoderaba de él. Comenzó a ver borroso, pero curiosamente tanto audición como olfato se agudizaron. Creyó percibir el sonido de las ruedas de un carruaje andando por esos caminos poco transitados; quizás era la muerte, al fin. Casi al mismo tiempo vino a sus narices el aroma de una criatura, ni tan humana ni tan bestia, pero igual de feroz. ¿Qué estaba pasando?

Me llaman… —gimió de pronto.

¡Con qué velocidad la sensación de contraposición fue acortando los segundos! El sol comenzaba a hervir en su muerte. El firmamento lo cortaba un hilo de bronce que pronto fue reemplazado por una roja furia. Refulgía el cielo como loco, pero no conseguía atenuar ni la fragancia que se aproximaba ni a la bestia que por los ojos al lupino le saltaba.


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Mensaje por Jîldael Del Balzo Dom Nov 09, 2014 3:28 pm


“La irregularidad, es decir, lo inesperado, la sorpresa o el estupor son elementos esenciales y característicos de la belleza.”

Charles Baudelaire.


Aquél fue el primer día que despertó sola en su lecho, desde que Declan había llegado a su vida. Contrario a su propia naturaleza, no sintió el aguijón de los celos apoderarse de ella. Se dijo a sí misma que era porque había madurado. Tal vez, en cierto modo, ella misma había cambiado.

O tal vez, el destino volvía a burlarse de ella.

No podía negarse que los años de fugitiva le habían forjado un carácter en apariencia duro y resistente; tampoco cabía duda de que era capaz de tomar decisiones que rayaban en lo imposible por crueles o desesperadas. Había mejorado su entendimiento de la política, sus estrategias eran más elaboradas, manejaba el dinero y los negocios con mayor precisión y éxito. Pero en sus afectos, todavía era (y probablemente siempre sería) la chiquilla que deseaba ser amada por su padre. Era, quizás, la única cosa de su salvaje humanidad que no se parecía en nada a la de un gato: Jîldael amaba con excesiva facilidad. Su felino interior sólo podía protegerla pasada la desgracia; ante la traición y el desengaño era que la joven replegaba sus sentimientos y su confianza con la terquedad digna de un gato feral; aferrada a su desconfianza y dolor, desterraba para siempre al que despreciare su cariño o traicionare su gratuita confianza.

Así fue con aquellos que traicionaron a su padre. Jean, ciertamente, nunca la amó, pero fue fiel a ella, al menos por el recuerdo de su madre; la protegió, le dio un hogar, la educó como su hija, aunque jamás pudiera quererla como tal; quizás, su máxima prueba de amor había sido permitirle tener a Agnés y a Charles. O morir en su lugar. Jean era, tantos años después, un rompecabezas que jamás podría completar. Pero, al menos, podría vengarlo.

Sacudió su cabeza, agotada, mientras su hijo se movía perezosamente dentro de ella. No solía pensar de esa forma en su padre; evitaba recordar el doloroso rechazo, el que prefería reemplazar con los recuerdos alegres que compartían cuando él le enseñaba finanzas o en las contadas ocasiones en que la llevó de viaje por el mundo para elegir las mejores cepas de vino. Estaba feliz. ¿Acaso sus fantasmas no podían darle aunque fuera unos días de descanso? El hijo se movió y le dio una patada, como si la regañara por seguir acostada; afuera, había un precioso día otoñal y ella estaba desperdiciándolo en avatares innecesarios.

Sonrió, cariñosa, como si tuviera a Demian frente a ella, tirándole de los vestidos para irse al jardín. Había decidido el nombre la noche anterior, cuando supo que su carácter sería una mezcla del Cambiante salvaje, heredado de su madre, y el Hombre indomable, heredado de su padre. Târsil había dejado su impronta en su retoño, pero Jîldael no le temía; sabía que la sangre Valborg haría a su hijo más fuerte y eso le pareció una bendición en un mundo que no aceptaba a los sobrenaturales. Ser mestizo no sería un castigo.

Una nueva patada de su bebé la hizo dejar de lado sus divagaciones. Una pequeña carcajada escapó de sus labios, mientras se dirigía a su baño e imaginaba su futuro como madre. Por lo general, una de las doncellas de la casa era quien se encargaba de prepararle la tina, pero en esos días en que solía despertar amarrada al cuerpo de Declan, había optado por prescindir de sus servicios; se alegró de sentir esa chispa de celos, que no eran sino la sombra de su personalidad. Muy en el fondo, le incordiaba la serenidad de su relación con el lican. Algo en todo ello no le cuadraba, pero no deseaba cuestionarlo; no deseaba divagar acerca de sí misma y de las decisiones que en el último tiempo había tomado. Por el contrario, se dejó embriagar por la felicidad efímera que en ese momento estaba experimentando. No era dada (menos aún desde la muerte de su padre) a pensar en el futuro; más bien se había acostumbrado a vivir su presente sin hacer proyecciones y, en consecuencia, tampoco pensaba mucho en sus sentimientos. Los vivía conforme aparecían y los lloraba conforme los perdía.

Unas horas después, se presentó a los sirvientes y exigió la presencia de Charles ante sí.

Ama, vuestro humor hoy no es de los mejores días... Os lo ruego, controlad vuestra felina arrogancia. — masculló el Can, con cierto cansancio, pero solícito a sus demandas como siempre que ella lo necesitara.

Pese a la máscara de fría autoridad que lucía ante la servidumbre, en la intimidad no dejó de mostrarse preocupada por su Maestre. Pero el “Zorro” no dijo nada; nunca lo decía y eso a la joven siempre le angustiaba, pero no insistió tampoco. Por el contrario, revisaron sus planes más ambiciosos; Alessa acudiría a la fiesta de Delattre y pronto volvería con noticias. Se quedarían a lo sumo unas dos semanas más y retornarían a París para intentar acercarse al nuevo monarca, no porque él les importara, sino porque esperaban dar con las ratas lambisconas de siempre y consumar por fin la venganza tanto tiempo postergada.

Sin embargo, el espíritu jovial de Jîldael no lograba animar al decaído espíritu de Charles quien le pidió como pocas veces que le dejase solo. Fue como retroceder en el tiempo y convertirse en la chiquilla que obedece al profesor. Muy seguramente en otras circunstancias, la Felina habría peleado con encono el quedarse a su lado, pero ese día, abatido como le vio, comprendió que debía dejarle a solas; él, después de todo, siempre había sido un líder... y un líder vive sus flaquezas en soledad.

Entendiéndolo con prontitud, ordenó que le preparasen a Topaze, el negro corcel que aún nadie conseguía domar del todo; el animal era imprevisible y los mozos de cuadra le evitaban como a la peste; pero no ella, no la Pantera. Sus criados no discutieron la peligrosa instrucción. Cuando ya el sol empezaba a perderse en el horizonte, ella estaba a lomo de su peligrosa montura, espoleándolo con gentileza, acostumbrándose a su ritmo, mientras dejaba que su propia mente se liberase de las presiones. Esa noche, volvía a ser mujer soltera, pues Declan no acudiría a visitarla y no soportaría el encierro en semejante estado de ansiedad, como si su cuerpo entero le exigiera liberar a la pantera y dejarla a merced de sus más animales instintos. Sólo la prudencia pudo contener a la bestia, pero no a la muchacha, quien, ávida de libertad se lanzó sin más a la breve carretera que pronto la sumiría en el tupido bosque aledaño.

Como si Topaze compartiera las ansias de su ama, no tardó en obtener rápido galope poniendo gran distancia entre ellos y la casona que dejaban atrás. Tal vez, habría cabalgado toda la noche de no ser porque mucho antes de tenerle en su perfecto campo visual, su olfato aún más fino percibió una presencia arrojada como si nada a la berma del camino. Detuvo de golpe el galope de su caballo y olisqueó el aire como Charles le había enseñado siendo ella muy joven (nunca se lo había planteado, pero de seguro era un habito muy perruno, pues él lo hacía a menudo). Pudo identificar en las suaves olas del viento crepuscular, el aroma masculino de quien no se ha bañado en días y, sin embargo, no es del todo humano. Curiosamente, fue el otro olor el que identificó con mayor facilidad.

Adelante, en el camino, un lican parecía debatirse entre la vida y la muerte.

No supo si fue la angustia o la malsana curiosidad felina lo que la empujó de nuevo a los lomos de Topaze, para apurar su llegada junto al extraño. A medida que se acercaban a él, repasó sus armas de “diario”: un puñal de plata a media pierna, una pistola metida entre los pliegues de su vestido y una daga corta en las riendas de su caballo. Era rápida, se dijo, y Charles la había entrenado bien. No había de qué preocuparse. Y, sin embargo, ella estaba preocupada.

No era miedo, comprendió. Era una extraña especie de fatalismo aceptado. Como si aquel extraño fuera a cambiar el curso de su vida. Un instinto ancestral que le tiraba en dos direcciones completamente opuestas, pero ella no obligó al caballo a volver sobre sus pasos, sino que le dejó seguir adelante. Nunca retrocedía.

Nunca.

Cuando le tuvo a la vista, una parte de sí supo que sus temores eran infundados, por lo que sin mayores precauciones, se bajó de su corcel y se dirigió a atenderle de lo que fuere que estuviese enfermo y lo acomodó sobre su regazo. El sujeto parecía enfermo y demacrado; la creciente barba revelaba días de abandono y descuido; sin embargo, era un hombre fuerte, todo músculos y fibra, delgado por falta de comida, pero jamás débil y, mucho menos, fofo. Un respingo de temor le recorrió el espinazo al pensar que si él despertare en ese momento y la declarase su enemiga, pocas oportunidades tendría ella de vencerlo en una lucha cuerpo a cuerpo. Mas no siendo ése el caso y comprendiendo la urgencia de sacarle del camino (la ruta era poco transitada, pero no por ello más segura), rasgó una parte de su enagua (su padre de seguro se revolcaba en su tumba; pues la tela había sido importada desde China) y la humedeció con el agua de la cantimplora que siempre llevaba con ella. Le limpió el rostro con la tela mojada y le humedeció el cuello. Luego, trató de sentarlo, usando su propio cuerpo como apoyo del inerte cuerpo masculino; una chispa de pudor le pudo esta vez, una vergüenza no conocida que la sonrojó, haciéndole sentir inmadura y tonta. Evitó pensar en ello y se concentró en el extraño a quien ahora intentaba reanimar sin mayor éxito.

Estaba a punto de rendirse y enviar por ayuda, cuando él abrió sus ojos con sumo esfuerzo de su parte y la miró sin verla en realidad:

Me llaman... — gimió de pronto, como si buscara un rostro más allá de Jîldael.

Una opresión de profunda tristeza encogió el corazón de la Del Balzo, como si el recuerdo de un sueño, o de un sueño dentro de un sueño, viniera de pronto a su memoria y la golpease con inesperada violencia. En otros tiempos, o en otra vida, o simplemente en un sueño –no podía recordarlo– ya había sostenido ella a un Hombre–Lobo entre sus brazos también perdido en el pasado y en el dolor... y ella, pudiendo salvarlo, le había dejado marchar. Contuvo las sorpresivas lágrimas y, por el contrario, acarició el rostro que deliraba en imágenes y ensoñaciones propias.

Monsieur. Despertad, por favor. Estamos a la intemperie, en una peligrosa ruta. — apartó sus ojos del varonil rostro y escrutó el solitario camino. Nada nuevo auguraba aquella noche sin luna, y el corazón de Jîldael volvió a encogerse, esta vez de temor, con la certeza previsora de los felinos — Os lo ruego; no puedo ayudaros si no me ayudáis vos.

Llevada por la piedad que le provocaba el desvalido extranjero, le apoyó el rostro contra su pecho, con una suavidad maternal y gentil, y le besó la frente. Y tomó una decisión radical. Se quedaría con él, sin importar lo que la noche, madre traidora, le deparase a los dos.

Su instinto había tenido razón.

Su vida estaba a punto de cambiar.

Una vez más.


***


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Mensaje por Valentino de Visconti Jue Nov 20, 2014 5:08 pm

¿Qué? ¿Quién?

Valentino era incapaz de emerger del submundo en el que se encontraba. Veía nebuloso, no le respondían ni los pies. Sólo el olfato le respondió. Inhaló repetidas veces hasta percibir la esencia que se había aproximado. Arrugó la nariz ipso facto; ¿un felino? No… con lo que le crispaban los nervios esos animales. Apenas los había tolerado en sus años de humano, plagados de alergias y quién sabe con qué otros malestares relacionados con su salud. En la actualidad, con el sello de la licantropía en cada uno de sus rincones, las enfermedades sólo eran un mal recuerdo, pero no así el instinto. De repente sintió el inexplicable impulso de corretear a ese ser...

«Monsieur. Despertad, por favor. Estamos a la intemperie, en una peligrosa ruta. Os lo ruego; no puedo ayudaros si no me ayudáis vos.»

¿Una hembra? —se preguntó, parpadeando seguido para aclarar su visión. Nada cambió, para su fastidio.— Esto no me puede estar pasando. No quiero tener que lidiar con mujeres. —siempre requerían de delicadezas, actitud normal en él, pero hasta lo normal hastiaba. Y ya no estaba para nadie.

Sintió que lo sacaban de esa posición desbordada. Un gruñido se le escapó de la garganta. Con lo que le pesaba el cuerpo, que lo alterasen únicamente lo sacaba aún más de su centro, convirtiéndolo en un rinoceronte malhumorado. Estaba confundido; peor lo estuvo cuando de parte de la desconocida cuyo rostro ni siquiera se había dignado a ver recibió afectuosas atenciones. Hirviendo se sintió aquel beso en su frente.

¿Qué está haciendo? —se preguntó, empezando a removerse torpemente en ese abrazo como un niño buscando salir de su pesadilla. Al final se rindió y se quedó respirando irregularmente apoyado en la felina.

Cerró los ojos rendido. Con la visión dejando de estorbarle, sus oídos le hicieron llegar una potente y suave melodía: el palpitar de la mujer. Odió sentirse tan vulnerable como un cachorro, que buscaran protegerlo. ¡Él había buscado estar ahí, maldita sea! No era ningún idiota ebrio despojado en el camino. Valentino se había puesto en peligro a propósito. ¿Y para qué? ¿Para que viniera una aparecida a pretender que podía decidir sobre su propio pellejo? Ya estaba harto. No había salido de una monarquía para entrar en una tiranía.

De la nada, un quejido más profundo salió de la garganta del lupino. Casi al instante, el instinto le devolvió parte de las fuerzas que le faltaban para, de un momento a otro, tomar a la manceba de los hombros y estamparla contra el suelo, quedando sobre ella. El pecho de Valentino bajaba y subía a una velocidad impresionante. Daba la impresión de que se acercaba furibunda la luna llena en su anatomía, pero no era el caso. Simplemente estaba enfadado. Esos ojos azules, de haber podido, se hubiera tornado rojos. En lugar de eso, la tensión en su sangre y en su faz lo manifestaban abiertamente.

¿Por… qué? —preguntó exigente con la garganta apretada por el renacer de su vigor— ¿Por qué no seguisteis con vuestro camino? Teníais vuestro destino y yo el mío. Mi destino era acabar aquí. Pero llegasteis y… —tomó una gran bocanada de aire para expresar su frustración—  Vos… ¡vos no teníais ningún derecho!

Con una tonelada de coraje acumulada en sus puños, golpeó la tierra que circundaba el rostro de la desconocida. Si hubiera podido partirle el cráneo, lo hubiera hecho. Inconscientemente, ya enseñaba sus colmillos y su espalda se arqueaba, preparada para defender lo suyo. Si ella osaba moverse, no sabía de lo que sería capaz. Ni siquiera lo estaba pensando. Los lobos son criaturas orgullosas, pero criaturas al fin y al cabo. La bestia se sentía herida por dentro, y no había estado más peligroso que aquel.

Excepto, tal vez, el que invocaba la luna.
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Dom Dic 21, 2014 10:57 pm

“Para la cólera y para el amor, todo lo que se aplaza se pierde”.

Pierre–Augustin de Beaumarchais.


Durante unos momentos, nada ocurrió y mucho sospechaba ella que tendría que arrastrarle hasta Topaze para poder regresar a la casona. No sabía qué podría salir peor: si arrastrar al sujeto o convencer al caballo de aceptarlo en su lomo.

Apenas si la muchacha cavilaba de qué forma obrar mejor cuando ya una muestra de reacción se presentaba en el individuo. Pero no fue, ni por asomo, la respuesta que ella habría deseado. Lejos de mostrarse débil o agradecido, el Lican se enfrentó a ella con una furia inusitada, sorprendiendo a la felina, quien no pudo hacer frente al desborde de poder del que el extraño comenzaba a hacer gala. De alguna forma, propia sólo de las criaturas sobrenaturales, el hombre logró girar sobre sí mismo y volcarla a ella de tal forma que la inmovilizaba contra el suelo ayudado tan sólo por el peso de su propio cuerpo; sin demora alguna, él le apresó las manos, como si fuera ella un enemigo del cual no se podía fiar.

Las palabras del sujeto confirmaron las sospechas de la Cambiante:

¿Por... qué? ¿Por qué no seguisteis con vuestro camino? Teníais vuestro destino y yo el mío. Mi destino era acabar aquí. Pero llegasteis y... Vos… ¡vos no teníais ningún derecho! — le espetó furibundo, agitada su respiración, reflejo de su ira apenas controlada.

Superado el asombro inicial, sus palabras no hicieron gran mella en su carácter y, lejos de intimidarla, azuzaron la herida de su orgullo felino. ¡Ella se había detenido para socorrerlo! ¡No para ser fustigada de ese modo! ¿Quién se creía ese sujeto que no sólo le aplastaba contra el suelo sin miramiento alguno sino que además le increpaba sus acciones? ¿Cuándo se había visto que el socorrido respondiese a la bondad con violencia? Todo ello no hizo más que encender la chispa de su propia cólera. ¡Suficiente tenía ella con su venganza personal como para tener que discutir además con un niño mimado que se ponía en peligro sin mayor consideración por los demás!

Así despotricaba su pensamiento cuando el Hombre–Lobo tuvo la mala idea de golpear el suelo al lado del rostro femenino y le enseñó los colmillos como haría un perro frente a un gato en clara señal de belicosa actitud. Eso fue lo que rebalsó la gota de su paciencia:

¡Ya tuve suficiente de vos! — le gritó, tan iracunda como él y un bufido, más propio de un gato que de una humana, escapó impetuoso de sus labios.

De un limpio movimiento, le dio un feroz rodillazo entre las piernas y, sobre la misma, estrelló su codo contra el rostro del extraño, para luego girar lejos de él (a uno o dos metros de peligrosa distancia), desde dónde se agazapó en cuatro patas, lista para transformarse en pantera si la situación así lo requería.

El tipo cayó, revolcándose de dolor (ella no golpeaba como niña, precisamente), pero no tardó en reponerse de la escaramuza, reincorporándose sin mayores problemas y tomando la misma posición corporal que ella exhibía. Ambos contendores se miraron fijamente, evaluando al enemigo, preparando el contraataque. Era la lucha mental, el que se descuidase perdería la batalla irremediablemente.

Todo ello, lejos de preocuparla, le produjo un placer malsano y excitante; nunca antes se había sentido más viva, más dichosa de pelear a destajo, como si por fin pudiera liberar ya no sólo a la pantera física, sino y sobre todo a la pantera de su alma; sentía que podía ser con este individuo, que se regalaba a ella en combate, todo lo fiera y libre que nunca antes fue, ni en combate ni en la cama; sentía que el Lican, lejos de ponerla en peligro, había aparecido en su vida para liberarla de su prisión mental. Desquiciado como él se exhibía, no tendría ningún miramiento con ella por ser mujer ni por estar embarazada; una parte de sí (esta vez, la que se regía por la prudencia) le conminaba a cuidarse, pues no era ella quien mayor daño sufriría de perder el duelo, pero la chica ni siquiera le prestó atención. Hacía tanto tiempo que no sentía tal descarga de adrenalina que no quiso remitirla. Estaba viva, era fuerte y, sobre todo, hacía tanto que no luchaba.

La Pantera rugía de felicidad.

Entonces, él, poseído por una fuerza superior que no se adivinaba unos momentos antes, se lanzó sobre ella para castigarla por lo que fuera que creyera él que había hecho mal. Quizás, pensó Jîldael, el sujeto la tomó por una criatura ordinaria y no imprimió toda su fuerza en el ataque; lo supo antes de recibir el impacto y supo, en esos segundos cruciales, que tenía la ventaja del primer asalto. Un jadeo de risa se le escapó cuando ambos cuerpos impactaron y rodaron por el borde del camino, cayendo hacia la espesura agreste de los primeros árboles que avisaban el bosque salvaje unos metros más allá. Sin la menor piedad, Jîldael le sujetó la cabeza y la golpeó con su frente, con una fuerza mayor a la que cualquier chica de su edad podría alardear, luego de lo cual, le lanzó un puñetazo directo al estómago, cuya potencia hizo que el extraño se azotara contra uno de los jóvenes árboles que les rodeaban. Pese a la fuerza de sus golpes, era claro que el licántropo también resistía sus embistes mejor que un hombre promedio.

Así las cosas, y develada su fuerza bruta, el sujeto frente a ella no se detuvo a lamentar la paliza, sino que le devolvió la refriega con una brutal bofetada, no de su mano, sino de su poderoso antebrazo; tal fue la violencia del golpe que ella cayó al suelo, cuan larga era, y un hilillo de sangre dio cuenta de su labio partido. El dolor no hizo más que aumentar su adrenalina interior. La “bestia” quería más sangre y la obtendría al precio que fuera.

Golpeáis bien, Monsieur, para ser un moribundo. — alardeó, orgullosa — Pero estáis lejos de ser una amenaza para mí. Lástima que no haya luna llena; quizás entonces, seríais un rival más digno... — lo desafió, rebosante de energía y furor. Él la observaba como si fuera una criatura de pesadilla, como si su figura femenina y frágil no encajara en su concepto de “mujer” — ¡Oh, claro! — suspiró, Jîldael, entendiéndolo de pronto — Vuestra merced sólo ha tratado con “florecillas” de corte, criaturas frágiles y molestas. Seguramente, es la primera vez que os enfrentáis a una hembra de verdad... Veamos entonces, quién es mejor: si vuestra merced, moribundo como estabais, o yo, preñada y todo. Prometo no tomar ventaja de mis “dones”. — replicó con cierto misterio.

Muy probablemente, él ya adivinaba que no era humana, pero le pareció más emocionante así, adivinándose ambos en aquel combate singular, no revelando nombres ni rangos, sino aquellos secretos que los dos cargaban y que sólo entre sobrenaturales podían compartir. De un modo peculiar, deseó al extraño frente a ella y deseó más estar a la altura de él.

No pensó ni una sola vez ni en Baptiste, ni en Târsil; sus fantasmas empezaban a quedar atrás. Tampoco pensó en Declan, ni por un segundo y, cuando se diera cuenta de ello, tampoco lo lamentaría.

Había llegado el momento de ser libre. Y sería gracias a ese extraño frente a ella.

Era un hecho. La Pantera rugía de felicidad.


***
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Mensaje por Valentino de Visconti Jue Dic 25, 2014 10:05 pm

¿Qué había dicho? ¿Que prometía no sacar provecho de sus dones? ¿Pero qué lengua tan poco quieta era esa? Ahora sí que el licántropo se arrepentía de no haberle partido el cráneo ahí mismo. Los ojos del macho se tornaron severos, volviendo su porte erguido una amenaza de guerra más que una ensayada postura de salón. Es más; ni se acordaba de haber bailado con doncellas y debatido con diplomáticos. La civilización se había esfumado tanto dentro como fuera de él.

Ocurrió que Valentino se sintió sumamente decepcionado de sí mismo. Una gatuna, una muy impertinente, había vulnerado su territorio, y en vez de expulsarla –que era lo que deseaba– sólo la había zamarreado un tanto, sin siquiera haber conseguido proteger su hombría en un penoso enfrentamiento inicial. En definitiva le faltó vigor. De pronto se puso a recordar la cantidad de veces en que no le había hecho justicia a su fuerza; tal pensamiento le colmó de abatimiento y de una vergüenza que no era propia del hombre, sino del lobo. La alimaña fue lastimada en su orgullo. Un gruñido gutural se le escapó, estremeciendo la tierra.

Tenéis mucho que perder como para celebraros a vos misma con tan libertad. Respirad y poneros de pié. No me robaréis el honor muriendo en el suelo.

Continuó con la mirada fija en la intrusa, fulminándola con la misma. La culpaba por su propia desventura, la desdicha de seguir viviendo. Valentino odiaba atacar en estado de debilida, pero ya había tomado una ofensiva bastante clara y la adrenalina en sus venas no se detenía. Así que continuaría en un orden ascendente de intensidades. Le servía para no pensar; si contenía sus miembros, su cabeza seguiría funcionando, atacándole con ideas absurdas, con pensamientos, con recuerdos, y no quería, no señor, se negaba. Desatando el infierno conseguiría tener la mente vacía por un segundo. Por una vez enterraría al reflexivo y filósofo de martirios. Sus músculos estaba listos para no dejarlo pensar, para que no lo analizara todo, no recordara cada detalle, cada gesto, cada ruido, porque ninguno era él. Era más; si pudiera eliminar los sonidos que captaba con la agudeza de su audición, incluyendo el galope en el pecho de la mujer, no sería tan malo.

Pelea como hombre… no; más bien como una hembra —se autocorrigió.

¿Por qué era relevante distinguir? Porque era peligroso que una hembra lo odiara, más aún si podía hacer lo que quisiera motivada con una criatura latiéndole en el vientre, pero ni siquiera se le pasaron por la mente. Su cuerpo le pedía que actuara sin parar para aplacar algo, aunque no sabía qué, pero ahí estaba. Para un hombre corriente aquello no tendría sentido, pero para un esclavo de la luna, vaya que sí. En el reino de los instintos, el control era menos que plebeyo. Sentía como si hubiese dormido un siglo y por fin estuviese despertando. Difícil era, tras décadas de estricta disciplina, librar las infinitas dosis de testosterona sin consecuencias más negativas que positivas. Empezó a dolerle el cuerpo. Estaba a punto de desmayarse, pero resistió con la dignidad que le quedaba, pues todavía valía la pena luchar por ella. No iba a morir, no si él lo impedía, pues aquel era su territorio. Eventualmente retornaría a su búsqueda por el deceso y, conociendo su perfeccionismo, lo lograría, pero sería por decisión propia y no porque una forastera lo sentenciara.

Decidido, avanzó hacia su contrincante, pero una aguda punzada lo detuvo en seco antes de terminar el primer paso. Miró hacia abajo y encontró la razón; furioso corría un río carmesí de su brazo derecho. ¿Eso había estado ahí y no se había dado cuenta? No quería detenerse a pensar en los órganos de su cuerpo. Fue entonces cuando tuvo la certeza de que mientras más dejara avanzar el tiempo, nuevos focos de dolor le saldrían al paso hasta que acabasen por cortarle el camino. En fin, qué remedio.

Acercó su boca a la herida, succionó esa región maltratada de piel con sus labios. Una vez frenado el flujo, volvió a alejarse y expulsó la sangre a un costado. Tenía los bordes aún teñidos de rojo cuando le sonrió a la cambiante con un gesto que ni él se conocía. Definitivamente esa mueca nunca vería un solo palacio.

No necesito ningún astro rey o consorte para os retractéis de esa insolencia petulante. Con vuestra sangre crearé la luna que tanto pedís para mataros. —y se lanzó. Aplacó el floreciente padecimiento de su anatomía con el elixir de la caza.

Dos frentes colisionaron.

Afirmó los costados de su oponente con rabia, hiriéndola. Era una acción natural, prácticamente automática; no necesitaba pensar para llevarla a cabo, sino sólo moverse de la misma forma que lo he había hecho cientos de veces antes, y todo fue tan simple que su mente quedó en blanco durante un segundo. Pero eso no significó que quedase en mudo, al contrario; recibir los golpes de vuelta era como si todos los sonidos aprovecharan el espacio libre que le dejaron las imágenes y los conceptos y decidieran llenarlo todo. Y no eran sólo sonidos recientes. No oía solamente los cuerpos bajando la ladera y la vegetación maltratada por su paso, sino que también tenía el presentimiento de estarse contagiando por un instinto sanguinario y bravío de parte de quien le combatía. Era un todo; la mezcla de sus elixires vitales, el sofocante calor de la sudoración, los zarpas de la felina arañándolo; una pequeña parte de su colección mental de sonidos o ruidos. Escuchó aquello por vez primera, quedando fascinado. Y mientras más oía, más duras eran las tacleadas y contragolpes. Al ponerle atención por segunda vez, sólo quiso apagarlo todo, que su cabeza fuera de él en vez de tener que compartirla con una orquesta caótica. Sin embargo, al mismo tiempo sabía que sin su repertorio se convertiría en algo simple, y eso le daba mucho más miedo que la bestia en su interior. Al caer ambos cuerpos en el agua de un río, no reparando en seguir luchando, se convenció de que más que seres sobrenaturales, tanto la intrusa como él eran sonidos, voces y rugidos que por algún motivo estaban vivos e interactuaban con otras voces a niveles nefastos. Así se encontraba el liberto ser, rugiendo a su contrincante al ritmo de los golpes del bastón de un ciego, o mirando al vacío mientras escuchaba cómo la fauna en la vegetación rugía ante su batalla.

Pero en un instante, todo se calló. Fue cuando de un momento para otro, Valentino apresaba a la fémina contra el suelo. Estaba, sin un toque de sentido humano, con su aliento impactando contra la nuca de ella. Oh, qué ganas de que ella fuera humana; así podría compartirle su maldición y se borraría su altanera sonrisa. Lo pensaría veinte veces antes de volver. Si bien sus dientes no se encontraban en el estado óptimo para roer el hierro, su mordida era tan letal como la de un lobo. Siempre podía morderla por simple satisfacción de su imperiosa necesidad. Las encías se le disolverían por el esfuerzo sobremedido, pero la adrenalina haría que se olvidara de las consecuencias hasta el día siguiente, cuando apenas lograra moverse.

Con el instinto avisándole que no tenía mucho tiempo antes de que su presa —sí, su presa— lograse reincorporarse, apresuró lo que el animal le pidió.

Transformaos ya, felina. Quiero ver todo cuanto sois. —susurró letal, ubicando sus colmillos sobre la vena yugular externa. Dioses… qué tensa estaba.— Cambiad o haré que vuestro deceso sea al son de vuestra sangre corriéndoos por el pescuezo.

Tras esa frase parecía que Valentino de Visconti, el erudito y solitario, había caído en un estado de sopor tras un par de ojos asesinos y rostro ensangrentado. Que siguiera durmiendo, pedía la bestia, y que no despertara mientras la cacería durase.
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Vie Dic 26, 2014 1:20 am

“El hombre más peligroso es aquel que tiene miedo.”

Ludwig Börne.


Él la miró ofendido y la Pantera supo que tendría lo que tanto deseaba su fiero corazón, pues era la bestia quien dominaba a la humana; y la bestia deseaba sangre y brutalidad. Las palabras del extraño, que devolvía el desafío le confirmaban sus sospechas. Tendría una pelea sin precedentes.

Jîldael no tardó en ponerse de pie, orgullosa y esbelta. Eso era algo que el enemigo debía concederle; era fiera, pero también era hermosa; pelear con ella debería ser un placer, en todo el rigor de la palabra. Ambos contendientes volvieron a guardar las defensas y durante unos minutos de atento estudio nada sucedió. Ya se habían medido las primeras fuerzas, así que era el momento de la estrategia, al menos para la Del Balzo. Con el “Zorro” de maestro fue que aprendió a no perder la cabeza en el medio de una batalla.
“Conservaos entera hasta el final, Ama”, le dijo más de una vez con severidad, “pues en una pelea, lo que menos cuenta es la fuerza, si no tenéis el cerebro de vencer a tu enemigo mentalmente. Eso lo decide todo: la frialdad de vuestras decisiones son la diferencia entre vivir y morir”. Tantos años después, Charles seguía siendo el más sabio de los dos.

En esos segundos en que le estudió con suma atención, le pareció percibir que el otro dudaba; era como si estuviera mortalmente partido en dos y luchase dentro de sí mismo por encontrarse, por no perderse dentro de sí mismo. Tuvo curiosidad de aquello que le perturbaba de tal modo; quizás si las cosas hubieren discurrido de modo diferente... Pero el pasado no podía volver; ¡qué absoluta pérdida de tiempo era llorar al tiempo perdido! Bufó, desdeñosa ante las tribulaciones del extranjero y, sin la menor condescendencia, eligió los puntos más débiles del gladiador frente a ella y esperó pacientemente a que el otro iniciara el ataque. Podía esperar toda la noche, no había prisas.

Pero no fue necesario ni cinco minutos. El sujeto dio unos pasos, pero algo le detuvo; Jîldael no tardó en descubrir con un secreto orgullo que el motivo del retraso eran las heridas que le había ocasionado al vagabundo que intentara salvar unos momentos atrás; no obstante, el Lican era un hueso realmente duro de roer; los conocimientos de sí mismo y de cómo tratarse las heridas delataban a un hombre–lobo que lleva años conviviendo con la maldición de Selene; ella debía tener eso en cuenta; sería fuerte y difícil de vencer, pues sus heridas estaban acostumbradas a cerrarse con suma rapidez, pues el cuerpo mortal de seguro ya había asimilado las características propias de los sobrenaturales y no demoraría en tomar ventaja de los daños que ella le pudiera causar. Nuevamente, él se dirigía a ella para desafiarla en el punto que, sin saberlo, era el que más le dolía: su arrogancia.

Pero ella, en vez de delatarse herida en el amor propio, sonrió, descarada, descubriendo un punto a su favor; el extraño era igualmente orgulloso y no se tomaría bien sus palabras de mala crianza; sabría manejarlo a través de las emociones y la debilidad de su cuerpo. Él, sin quererlo, sería un maravilloso entrenamiento que le serviría para prepararse contra sus verdaderos enemigos; si podía enfrentarse a un lobo malherido y salir ilesa, entonces, los cortesanos del rey serían un juego de niños.

Apenas si tuvo tiempo de volver a su presente, distraída fatalmente por ese anhelo de futuro que solía traicionarle, y con suma dificultad detuvo el golpe que amenazaba su vientre ya crecido. Se remeció, sorprendida por el dolor que venía desde su propio cuerpo, pues la cría, sintiéndose amenazada, parecía querer defenderse a costa de su madre. Pero la joven Felina, soberbia como ella sola, no reveló su verdadera condición al enemigo; por el contrario, se enfrentó a él con mayor ira y violencia. Un nuevo codazo encontraba punto de toque en el mentón del hombre, mientras que él, a su vez, devolvía el ataque comprimiendo las costillas de Jîldael con el deseo inhumano de romperlas; el dolor la cegó por unos segundos, al tiempo que sus vestiduras iban cediendo a la refriega y empezaban a dar cuenta del salvaje combate; no obstante ello, la joven siguió adelante, como si fuera un hombre que pudiera batirse a duelo. Cogió al sujeto por el hombro y de una firme llave lo lanzó a unos metros de ella, pero esta vez, no cayó deforme y rendido contra el suelo, sino que, para su temerosa sorpresa, encontró la manera de girarse y usar un árbol como su trampolín, de tal modo que pudo volverse contra ella y, en un doloroso abrazo, arrastrarla hacia un río cercano cuyas frías aguas la despertaron del embrujo temporal.

Fue entonces que lo sintió, como si ella misma lo estuviera padeciendo.

Un jadeo espantoso escapó de sus labios, al tiempo que se llevaba las manos al pecho.

Charles. — musitó, desesperada, mas no tuvo tiempo de reincorporarse, porque ya el lican enemigo volvía sobre ella con fiero ataque, intentando ahogarla en las frías aguas del torrente que atestiguaba su enfrentamiento.

Por primera vez, Jîldael luchó con desesperación, como un gato que es retenido contra su voluntad; sin mediar la fría táctica de la que hasta entonces hizo gala, cogió una piedra del lecho del río y la estampó contra la cabeza del sujeto que le apresaba con tanta furia; fue suficiente para que la soltara, pero no bastó para que la dejara ir. Contrario a lo que ella esperaba del golpe que le había dado, el sujeto parecía cada vez más repuesto y vigoroso. De improviso, la apresó entre sus brazos; pudo sentir como una mano indecorosa le tocaba el pecho en su afán de retenerla cerca de él, mientras la otra le descubría el cuello. De pronto, un terror malsano le hizo pensar que había errado, que no era a un Lican al que salvaba, sino a un vampiro que, cansado de su juego, deseaba ahora su muerte. Y ello no podría importarle menos si no fuera que en alguna parte Charles sufría un infarto que amenazaba con matarlo antes de que su discípula pudiera llegar a socorrerle. El miedo le recorrió el cuerpo entero y la sacudió en un temblor desmedido que el otro no percibió, extasiado como estaba por la fiereza de la lucha.

Transformaos ya, felina. Quiero ver todo cuanto sois. — la amenazó, al tiempo que sus colmillos asesinos le acariciaban la elegante curva de su cuello, bajo la cual su sangre latía furibunda — Cambiad o haré que vuestro deceso sea al son de vuestra sangre corriéndoos por el pescuezo. — repitió, falto de toda piedad o empatía con ella.

Lejos de compadecerse, Jîldael acabó por perder la poca paciencia que le quedaba. Dio gracias, como pocas veces, por ser pequeña y delgada. Con sumo cuidado, buscó un punto débil entre las costillas del enemigo y le dio un golpe certero con el codo, luego de lo cual se inclinó y giró su pierna en una barrida espectacular que mandó al Lobo de vuelta al agua, de tal suerte que ella quedó libre y no perdió tiempo en poner segura distancia de él.

¡No tengo tiempo para juego de críos cuando un hombre al que amo podría morir! — le gritó furiosa; tan colérica estaba que jamás se dio cuenta de que lloraba en ese momento — Me convertiré en lo que soy, no para complaceros, sino para salvarle... replicó, mientras en su pensamiento agradecía no haberse puesto joyas de gran valor, pues todo se perdería allí, en el cauce que ahora empezaba a abandonar.

Quizás, en otro momento, habría hecho gala pausada de la danza natural que era su transformación. A diferencia de los hijos malditos de Selene, que sufrían terriblemente para dar paso a sus bestias interiores, en los hijos de Diana aquello era tan natural como respirar; era como extender su pensamiento más allá de sus límites humanos y en un suspiro dejarse llevar por los cambios de su cuerpo; era una especie de cosquilla violenta la que daba paso a la transformación; primero las orejas, luego manos y pies, el lomo y finalmente, la cola, equilibrio de su cuerpo gatuno.

Por supuesto, toda ropa o joya prendada al momento de la transformación había que darla por perdida y así lo hizo la Felina que ya poseída por la Pantera se olvidó totalmente del Hombre–Lobo que dejaba atrás. No se acordó de Topaze, ni fue consciente de que el extraño se montaba en él para seguirla. Por lo mismo, tampoco se le pasó por la cabeza, ni por medio segundo, que él quisiera matarla de verdad.

De lo único que era consciente (que podía ser consciente) era de Charles muriendo y del tiempo que estaba en su contra.


***
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Mensaje por Valentino de Visconti Lun Ene 05, 2015 12:12 pm

Maldiciones salieron expulsadas al viento cuando el licántropo, sintiéndose tan extasiado con la sensación de libertad, no le hizo el peso suficiente a la resistencia de su oponente y acabó de boca contra el agua. Bajo qué maniobra más efectiva y ridícula había caído. Algo que no hacía más que engrandecer la testosterona implacable. Se puso de pie con las piernas ligeramente flectadas hacia la fémina con cautela. No estaba dispuesto a detenerse, pero al parecer ella sí. Y por quien, Valentino pensó, debía ser el macho de la cambiante.

¿Vuestro marido sabe que asaltáis extraños en el camino por diversión? Porque dudo mucho que un hombre medianamente cuerdo os dejase salir sin una correa. Así como yo no os permitiré salir de aquí. —sentenció con severidad.

Pero ella fue más rápida y acabó desapareciendo antes de que pudiera propiciar el ataque. Era evidente que no tenía tiempo ni de rebatirlo para defender su honra. Valentino juntó las cejas en evidente señal de molestia; ¿pero quién se creía para alterarlo de esa manera y luego irse sin más? Debía pagar.

No soy la bola de estambre de nadie. —Gruñó con el ego exigiéndole revancha— Esto no se acaba sólo porque vos lo queráis. —y emprendió carrera tras ella, recordando por qué no le gustaban los gatos.

Fue atravesando árbol tras árbol aproximándose cada vez más a la felina, aunque no lo suficiente como para brincarle encima, que una sonrisa juguetona adornó el rostro del lupino. No recordaba hacía cuánto no se sentía tan vivo. Era como si hubiese dormido cientos de años y por fin estuviera despertando. Sin duda su maldición, después de más de tres décadas en su cuerpo, seguía sorprendiéndolo como un océano infinito de misterio. Es que nunca comprendió los impulsos por los que se movía ni mucho menos percibió adecuadamente la intensidad que, con el tiempo, trazó surcos en su rostro. Pero algo le decía que su marca jamás había estado tan unida con él; aunque, terco como mula, él se repitiera que no y su instinto le susurrara al oído palabras que únicamente un alma gemela debería escuchar.

Le dolían los flancos como el infierno, pero se tragaba el dolor apretando las encías. Ella no correría para siempre si tanta urgencia tenía por encontrar a su compañero. Mas entonces, algo inesperado le salió a la vista: un edificio como bañado por la luna, así de marfil. ¿Adónde lo estaba llevando? Entonces, ella se detuvo. Bien, era el momento de atacarla antes de que ingresara a su guarida. Pero cuando se dirigía con paso firme a la intrusa dispuesto a reanudar la suspendida batalla, ella volvió a transformarse, exhibiendo su desnudez en todo su esplendor. Golpe bajo para el italiano, quien solamente atinó a voltearse a los segundos, dándose cuenta de que se había quedado observando unos instantes. Cierto, la sed de adrenalina le había hecho olvidar lo poco pudorosos que eran los cambiantes con su cuerpo, pero ella… no debía haberlo olvidado. Qué arma más desvergonzada había usado contra él.

Tramposa —susurró volteado con una mano tapándole la frente. De no haberse encontrado con la sangre bordeando la ebullición, hubiera sonreído.

Un segundo. Luego dos. Y así hasta que se dio cuenta de que la felina ya no estaba ahí. Sólo allí se volvió de frente.

Levantando la vista a aquel imponente inmueble de blanco, Valentino se sintió como si hubiese regresado a aquellos años pasados en los que vivía bajo el techo de su madre en Viena, oprimido por su insistencia en conservar extraños valores que para él carecían de significado. En aquellos tiempos las discusiones estallaban sobre las gotas imaginarias de gérmenes la gente depositaba sobre él. Nadie podía tocarlo, o lo enfermaría más.

Para escapar del recuerdo, Valentino paseó en el aire cálido hacia el interior. Mientras se acercaba a esa estancia que anunciaba a gritos que sería problemática, sintió cómo la vergüenza de la infancia se difuminaba en el pasado. Pero ahora se adentraba en todas las inseguridades que había sentido en el pasado, el pánico de caminar en la cuerda floja de la sociedad.

Quizá en el mundo perfecto su maldición sería un símbolo de felicidad. Un símbolo de devoción eterna con la luna: incluso si nunca llegase a una tregua con su platinada opresora, lo seguirá intentando por siempre. Seguirá llevando la marca. Pero la licantropía revelaba su presencia no solamente en la mansión a la que ingresaba como fiera expectante. Su brillo era para los demás como una señal de advertencia. Así quienes lo sintieran titubearían al aproximarse. Sospecha, desconfianza. Cualquier contacto humano se arruinaría antes de que Valentino pudiera abrir la boca.

Los pasillos del inicio estaban despejados. No seguiría sin antes alertar a los residentes.

Cambiantes, os huelo. ¡No os ocultéis! Esa felina ha irrumpido en mi territorio y debe batírselas con quien os habla. Es mi deber advertiros que no me iré de aquí sin ella.

Con el tiempo se aprendía a ser cauto al relacionarse con los demás. Valentino se acomodaba a su ritmo indeciso, atravesaba sus defensas de manera sutil. Pero esto le agotaba y solamente funcionaba hasta cierto punto. No le daba lo que necesitaba.

El lupino comenzó a ocultar la mayor cantidad de energía que pudo en el interior de su pecho. Pero a duras penas podía soportarlo: esa parte de sí, oculta por largo tiempo, tenía el poder para asfixiarlo.
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Miér Ene 07, 2015 7:03 pm

“En el fondo son las relaciones con las personas lo que da sentido a la vida.”

Karl Wilhelm Von Humboldt.


Probablemente, durante el trayecto, la Pantera fue consciente del hombre que le seguía los pasos; sin embargo, al tener ante sí la vista de su hogar, cualquier otra cosa a su alrededor (y eso incluía al vagabundo malagradecido) perdió toda relevancia para ella. Lo único que ocupaba la atención de Jîldael era Charles y su corazón que amenazaba con detenerse, con la amenaza implícita de dejarla sola y desamparada. Así, repentinamente, Jîldael volvía a ser la chiquilla temerosa y egoísta que no podía pensar más que en sí misma y en lo mucho que ella dependía del afecto y la seguridad que le daba su Maestre. “No os atreváis a dejarme” pensó, colérica, “o bajaré al Hades sólo para mataros otra vez. Os lo juro” sentenció decidida, mientras retomaba su forma humana, sin importarle que su desnudez ofendiera a alguien. Y era que, ¿cómo podía ella preocuparse de su enemigo sin nombre, si ni siquiera sabía la joven que él estaba allí?

Ciertamente, para un extraño, su comportamiento carecía del más mínimo decoro, pero, para sus criados (lo más cercano que había tenido a una familia) estaban tan acostumbrados a ello que, de hecho, había una criada esperándola con una camisola y una bata, en la eventualidad probable de que la joven (como era este caso) hubiese perdido su ropa, producto de su condición cambiante. Sin demora, la Felina dejó caer sobre su cuerpo la sedosa camisola para luego envolverse en la esponjosa bata; en cualquiera otra situación, se habría detenido a disfrutar del tacto de ambas telas; pero no podía en aquella noche enemiga detenerse en tales frivolidades. Apenas si ató el cinturón de la bata, sin mayores cuidados y dejó que la criada la guiara con su Maestre.

No le sorprendió en lo absoluto que Charles estuviera reposando en el cómodo sillón de la biblioteca personal. Por unos segundos, del todo incoherentes, Jîldael agradeció el bagaje cultural de su padre: Jean era un hombre que tenía un amplio gusto literario y siempre procuró que cada una de sus residencias tuviera una biblioteca ricamente nutrida con toda variedad de títulos y autores. La Felina estaba segura de que su padre era quién le había heredado ese gusto lector; en efecto, era ella quien había mejorado la comodidad de las bibliotecas recuperadas, añadiendo sillones y divanes que hacían de tales lugares sus espacios favoritos. Se felicitó internamente de tales decisiones y volvió a su doloroso presente casi contra su voluntad.

Charles yacía en el sillón, como si hubiera caído sobre él, sin la menor voluntad, y otros hubieran tenido que acomodarle lo mejor posible y, no pudiendo hacerlo mejor, le habían dejado allí y le habían cubierto con una manta a la espera de que se recuperase. La joven tuvo que reprimir el incipiente grito de horror que luchaba por escapar de sus labios; y era que el “Zorro” exhibía una palidez cadavérica y perlas de sudor le empapaban la frente; se apretaba el pecho con la diestra, mientras que con el antebrazo de la otra cubría sus ojos.

A la joven le pareció que alguien gritaba en alguno de los pasillos, pero no se concedió la más mínima importancia, sino que corrió directamente hacia el Can y se dejó caer de rodillas junto a él.

Mi querido Maestre... — le tembló la voz — ¿Qué cosa en el mundo podría derribaros a vos, que habéis sido el roble de mi vida? —— no lo dijo, pero temía, temía como sólo pueden temer los críos. Temía tanto que no se atrevía a pensar.

Él se movió con extrema lentitud, como si cada gesto fuera de un esfuerzo indecible y volteó a verla. Su mirada estaba llena de ternura y tranquilidad; le acarició el rostro a su discípula, como si quisiera calmarla, como si aquello que le ocurría fuera una simple molestia; pareció que iba a hilar una idea, pero ésta nunca salió de sus labios, pues, de improviso, su vista se enfocó más allá  de la joven. Su expresión confiada y honesta se disfrazó rápidamente bajo el antifaz de la servidumbre, sin que Jîldael llegara a comprenderlo del todo.

Ama...— musitó Charles, con voz débil — Deberíais haber tenido el decoro de prevenirme la visita de Su Gracia.— la regañó con amorosa rectitud.

¿Su... Gracia? — masculló, molesta, la Felina, pues si aquello era una pitanza por parte de Charle, carecía de todo sentido del humor. Alzó una ceja, inquisitiva, al tiempo que giraba sobre sí misma.

Dio un respingo de enojosa sorpresa. ¡Aquel vagabundo malagradecido había tenido el descaro de colarse en la intimidad de su hogar! Ni por un instante, se le ocurrió pensar que su Mayordomo se estaba refiriendo a él... hasta que el Can se puso trabajosamente de pie y se inclinó en una elegante reverencia.

Su Majestad, Valentino de Visconti, Zar de Rusia — acotó Charles, en otra reprimenda implícita a su discípula.

¿Cuántas incontables tardes habían dedicado a estudiar las distintas Casas Nobiliarias existentes a lo largo de toda Europa, esperando el momento de forjar alianzas? ¿Acaso todo ese esfuerzo había sido para nada? Por supuesto que su Maestre tenía todo el derecho de sentirse enfadado, pero ninguno de los dos dijo algo más al respecto; por el contrario, y sin demora alguna, Jîldael imitó al Noir y también se inclinó graciosamente ante su enemigo. ¡Su enemigo! ¡Madre del Amor Hermoso! ¡Había golpeado a un Rey! ¡A UN REY!

Jîldael Marie Séléne Del Balzo & Tolosa.— la presentó Charles — Hija de Jean Raymond Del Balzo–Armagnac, último descendiente no reconocido de los extintos Señores Del Balzo, cortesano del Delfín y muerto a traición.— una parte de ella misma quiso gritar a su Maestre por revelar su verdadera identidad; tan acostumbrada estaba a fingirse Valerie Noir, la nieta de un simple mayordomo, pero se contuvo de hacerlo. Sabía, aunque no lo pudiera entender del todo, que el anciano había actuado de ese modo por un motivo de gran peso que le explicaría a ella más adelante — Hija de Marie Hélène Tolosa & Couserans, cuya familia fue despojada de los derechos ducales de Haute–Garonne hace tres generaciones atrás.— concluyó la presentación el viejo criado y acentuó la reverencia. Nadie podría decir al verlo que parecía haber sufrido un infarto apenas unas horas antes.

Jîldael por el contrario, mantuvo la reverencia y apenas hizo un gesto de asentimiento con su cabeza, tal y como Charles y su padre le habían enseñado, tanto tiempo atrás.

Supongo que procede cortarme la cabeza. — masculló, desafiante, mirándolo directo a los ojos, contraviniendo todo protocolo social.

Si iban a cortarle la cabeza, se aseguraría de que el terrible castigo valiera la pena.


***


Última edición por Jîldael Del Balzo el Vie Ene 23, 2015 3:18 pm, editado 2 veces
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Mensaje por Valentino de Visconti Lun Ene 19, 2015 3:38 pm

«Su Majestad, Valentino de Visconti, Zar de Rusia»

En el acto el licántropo arrugó la nariz. ¿Había dejado el cargo y recorrido miles de kilómetros en esa estúpida jaula con ruedas para que siguiera persiguiéndolo el pasado? Está bien, era tolerable, aunque a duras penas. ¿Pero gente desconocida poniéndole la corona? Suficiente. No había dejado una prisión para entrar en otra. Sólo quería vivir en paz. Paz… palabra que no podía encontrar en los ojos de a quienes juraba marido y mujer. ¿Eran tan diferentes de él aquellos seres en permanente tensión? Podía estar viendo su propio reflejo en carne ajena. Debía ser por eso que, sumado a su estado debilitado e influenciado por la llegada de la próxima luna llena, la paciencia le estaba durando un estornudo.

Tensó una de sus manos y la llevó por encima de la coronilla, instalándola allí con suma fuerza, como si buscase removérsela del coraje. En lugar de eso, se lo tragó con un gruñido gutural.

No-me llaméis-así. —expulsó ofuscado, deseando que fuera una orden real. No gritó, pero su voz resonó entre los pasillos del lugar como las campanas de Notre Dame— Esos títulos son ya cruz ajena. No la volváis a cargar sobre mis hombros, que eso no os…

¡Momento! Algo no calzaba. Algo grave que no podía dejar pasar: ¿cómo sabía aquel canoso individuo que alguna vez había sido Zar de Rusia? Era más: asociaba a la perfección su rostro con su nombre y con el cargo que había desempeñado brevemente. Pero eso era imposible, si él había usado su antifaz todo el tiempo, prenda tan natural para él como una segunda piel. Nunca en sus años como licántropo la había despreciado. ¡¿Entonces por qué, por diez mil infiernos?!

Una tormenta de arena fue la que le bloqueó los oídos a Valentino. No siguió escuchando nada más a partir de esas palabras que lo identificaron. Los colores se esfumaron de su rostro, afilando aún más los contornos de éste. Era la señal del hombre primitivo volviéndose pequeño y de la quimera enjaulada rompiendo los barrotes que la separaban del liso y llano capricho. Fue ese ímpetu el que lo impulsó a sacar la daga de plata que escondía bajo la tela que recubría su tobillo para imponerse sobre sus adversarios. Con ella en mano separó un tanto las piernas e inyectó los ojos en el matrimonio. Algo escondían, y esa actitud a la defensiva no hacía más que confirmarlo.

¿Quiénes sois? ¿Qué sabéis? O juro que… —y de pronto llegó a una poco bendita conclusión. El único que podía seguir interesado en su muerte después de haber abdicado sólo podía ser:— Raimondo… ¡Sois espías de Raimondo di Medici! —se flageló mentalmente por su soberana estupidez; nunca debió haber salido de su territorio. Comenzó a oler a seres extraños aproximarse. ¡Una emboscada! Miró con resentimiento a los cambiantes— Así que era una trampa. Una maldita trampa. Fue maquinación vuestra desde el principio. Manipulasteis las vulnerabilidades de mi casta para dirigir vuestro impío proyecto. Golpe bajo, aunque brillante. Pero no dejaré que salgáis de aquí con mi cabeza. Yo pronto moriré, pero será mi tierra la que conserve mis huesos tras una batalla que yo elija. No él. Nunca ese monstruo ni mucho menos vosotros.

Estaba demasiado confuso para pensar, pero en el torbellino de su confusión decidió que tenía que actuar si quería obtener respuestas. No iba a fracasar. Les daría tiempo para respirar, pero no el suficiente para que le mintieran. Probablemente se estaban preparando para lanzarle una red de faltas a la verdad para tapar el gran agujero. No insultarían el remanente de su cordura. Así que, en un paso arriesgado y ridículamente osado, Valentino tomó a la mujer del brazo bruscamente y la giró para que su espalda quedara contra su pecho en un estrecho abrazo mortal. Al lupino le latía el corazón, colmado de adrenalina, a pesar de sí mismo, mas así y todo se obligó a mantenerse firme.

Bajó la boca al oído de su rehén y murmuró como en un soplido:

Yo no intentaría hacer brotar las zarpas. Arañasteis el tronco equivocado una vez y cayó sobre vos. Dos veces y obligaréis a que caiga sobre vuestra cría, Jîldael del Balzo. —Que no intentara nada, pues iba en serio. Un licántropo siempre iba en serio, y más cuando se sentía acorralado.

Con la absoluta certeza de que no había marcha atrás, el italiano apuntó al macho de la felina con la mirada.

Por respeto a vuestros años es que no estáis en el lugar de vuestra señora, pero eso no quiere decir que saldréis indemne. Decidáis lo que decidáis el número de caerá hoy no será menor a uno. O me decís qué plan lleváis con los Medici o tendréis por tapiz una fuente de sangre.
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Miér Ene 21, 2015 1:01 pm

“También a un gran hombre lo puede exasperar una miserable mosca.”

José Martí.


Ella lo miró con morboso interés y captó cada uno de sus gestos; el de la nariz le pareció distorsionadamente tierno; si al menos las circunstancias fueran diferentes.

Valentino se llevó una de las manos a la cabeza, como si se esforzara por reunir una paciencia que no tuviera:

No–me llaméis–así. — empezaba a quejarse hasta que de pronto algo pareció cambiar en el Lican.

Quizás, una persona corriente no habría percibido el sutil cambio, pero ella y Charles lo vieron venir incluso antes de que el mismo Visconti lo viera. Jîldael percibió la actitud de alerta en Charles, la represión de su impulso combativo, la sumisión fingida; ella no se quedó atrás y repasó las armas en las paredes de las que podría servirse para un eventual combate. Lejos de sentirse intimidada, disfrutó de la creciente sensación de libertad; era como si la pelea, tanto tiempo olvidada, le devolviera una parte esencial de sí misma; como si dejara de ser esclava de las apariencias y sólo en la lucha pudiera revelar su verdadera identidad.

Apenas si alcanzó a intercambiar una mirada con Charles cuando ya el otro actuaba sin premeditación alguna. En medio de gritos crecientes, les exigía su verdadera identidad y Jîldael tuvo el impulso cada vez más feroz de batirle la cara de un guantazo. ¡Ellos le habían dicho la verdad! ¡Para semejante idiotez, prefería seguir siendo Valerie Noir! Y la cosa se ponía mejor, cuando el Zar les acusaba de conspiración. ¡Cómo si ella no tuviera suficiente ya con sus propias conspiraciones!

Raimondo… ¡Sois espías de Raimondo di Medici!… — les espetó para luego agregar una retahíla incoherente sobre la muerte, las cabezas y las manipulaciones.

¡Por amor del Cielo! — exclamó furiosa, pero Charles le cogió la mano y la obligó a callarse. Ella estaba esforzándose por respirar cuando Valentino, presa de su pánico personal, actuó de una manera todavía más desquiciada.

De un solo y brutal movimiento, él la cogió por la muñeca y la hizo girar para dejarla enjaulada entre sus fuertes brazos, provocándole un jadeo de sorpresa. Sintió cómo una descarga eléctrica, demasiado agradable, le recorrió el espinazo al entrar en contacto con él. Para su fortuna, el licántropo no podía verle la cara, pero sí Charles, a quien se le iluminó la mirada como nunca antes le pareció haber ocurrido.

Pero el breve instante murió con las palabras del Zar:

Yo no intentaría hacer brotar las zarpas. Arañasteis el tronco equivocado una vez y cayó sobre vos. Dos veces y obligaréis a que caiga sobre vuestra cría, Jîldael del Balzo.

Un respingo de furia la recorrió esta vez e ignoró declaradamente el gesto de advertencia de su Maestre:

¡Os he ayudado cuando estabais en la berma del camino, a merced de otros que sí podrían desear vuestra muerte! — le gritó, mientras se azotaba en su forzado abrazo; ocultó malamente la sorpresa de no poder librarse tan fácilmente de él, pero eso no la detuvo — ¡Os revelamos nuestra verdadera identidad! Y eso, os lo juro, no lo hacemos jamás… ¡¿Y ahora venís y amenazáis la vida de mi hijo?! ¡Cuidad vuestras palabras, Licántropo! O no respondo de mis actos. — le advirtió.

Él soltó una risa cruel que sólo ella pudo escuchar, como si despreciara el valor de la vida y no le importara quién muriese esa noche. Parecía un demente. ¿Cómo pudo decir Charles alguna vez que el Zar de Rusia era conocido por su justicia y piedad? ¿Y si, después de todo, Charles se había equivocado de persona? No tuvo tiempo de pensar, pues Valentino no sólo ignoró la advertencia de Jîldael, sino que parecía únicamente preocupado por el Mayordomo:

Por respeto a vuestros años es que no estáis en el lugar de vuestra señora, pero eso no quiere decir que saldréis indemne. Decidáis lo que decidáis el número de caerá hoy no será menor a uno. O me decís qué plan lleváis con los Medici o tendréis por tapiz una fuente de sangre. — los amenazó, como si quisiera parecer intimidante y terrible.

En cambio, Jîldael y Charles compartían la expresión de risueña sorpresa. Ambos, con sumo esfuerzo, reprimieron el ataque de risa inminente.

¿Pensáis que mi Ama es mi esposa? — inquirió Charles, como si no pudiera dar crédito a semejante tontería — Ella es una aristócrata, si es que me oísteis bien. Y, si me miráis con suficiente atención, veréis que soy un criado y nada más. Mademoiselle Del Balzo es mi Señora. Y deberé mataros si vos intentáis hacerle algún daño. — respondió Charles, con suma calma, pero debajo de ella Jîldael sabía que la furia luchaba por salir a flote.

Ella permaneció serena, deseando que Valentino entrase en razón, pero entonces un grito les distrajo a todos.

¡Ama! ¡Ama! ¡Nos atacan! — gritó una de las doncellas, interrumpiendo la inusual conversación que los tres sostenían en la biblioteca; la chica se quedó atónita y sufrió un dramático desmayo.

Pero aquella pausa fue suficiente para que Valentino se distrajera y Jîldael pudiera apartarse de él. Casi de memoria, la Felina corrió a una de las paredes y tomó una de las espadas que disimulaban allí; la casa, como muchos otros lugares, estaba llena de elementos para defender a Jîldael y mantenerla con vida; una de las mejores ideas de Charles fue reemplazar todas las armas de fantasía por otras verdaderas, de tal modo que siempre tuvieran cómo protegerse de cualquier tipo de ataques. Y parecía que había llegado el momento de poner a prueba la estratagema del Mayordomo.

Sin la menor demora, Jîldael desenfundó una espada corta y apuntó con ella directo al corazón de Valentino.

Vuestra merced nos acusa de complot… Quizás sea el momento de comprobar que no sois vos el maquinador… — lo amenazó, luego de lo cual, sin descuidar a su enemigo, corrió a un punto de mira, a la entrada de la casa para vigilar el exterior.

Para su desagradable sorpresa, afuera había dos Inquisidores (sospechaba que uno de ellos era un Condenado), aporreando la entrada de su hogar con algo parecido a un rifle y una ballesta muy poderosa. Uno de ellos espoleó a su caballo y gritó:

¡Sabemos que estáis allí, Charles y Valerie Noir! ¡Estáis acusados de conspirar contra Jean Del Balzo y su hija, Jîldael, quienes fueron muertos a traición! ¡Entregaos o arrastraremos vuestros cadáveres hasta París! — el sujeto hizo una pausa, como si realmente creyera que ellos se iban a entregar sin combatir — ¡Vuestro cómplice, Declan Sinclair, ha sido muerto esta noche intentando protegeros, Valerie! ¡Pero ya veis que ha sido inútil! ¡Evitad más derramamiento de sangre y entregaos pacíficamente!

Por un segundo, para Jîldael todo desapareció a su alrededor y sintió como si su pecho se hubiera apretado violentamente  y no la dejara respirar. Tuvo que apoyarse en la pared, para no desmayarse, en el esfuerzo supremo de no llorar.

Declan estaba muerto por su culpa.

Un amago de risa se mezcló con las lágrimas que no pudo retener.

Tendrán que arrastrar mi cadáver hasta París. — masculló con los labios apretados de la ira y se giró para darles una clara respuesta a sus enemigos.

Se estrelló de lleno contra el firme pecho de Valentino, quien pareció consternado con las palabras del Inquisidor. Ella lo miró furiosa. ¿Por qué un hombre de su posición social estaría en una miserable berma, sin protección, aparentemente desvalido y abandonado? ¿No sería que el Zar necesitara tanto del apoyo de la Iglesia de Occidente que estaría dispuesto a venderla a ella, sin siquiera conocerla? ¿Quién era el espía, a fin de cuentas?

Puso cuidadosa distancia entre ella y Valentino y levantó la espada contra él, una vez más:

¡Qué accidente tan oportuno el vuestro, Alteza! Os caéis de vuestra montura justo en el borde del camino que une a Lyon con París, única ruta que pudieron tomar mis enemigos para dar con mi paradero. — lo miró, y todo en él le pareció sinónimo de muerte y traición — En general, no tengo buena memoria para las Casas Reales… Pero a Raimondo de Medici es imposible ignorarlo; su maldad es suprema y sobrehumana; debería ser asesinado por caridad. Y si mi vida dependiera de que esa ruindad de hombre me salvase, os aseguro que prefiero morir. Pero antes, mataré a cualquiera que haya tenido que ver con la muerte de mi padre. O la muerte de Sir Declan Sinclair. Así que espero que vuestra merced no tenga ningún trato con esos dos cadáveres de allá afuera… Porque si la tenéis, será mejor que salgáis de aquí antes de que yo acabe con ellos. — lo amenazó, luego de lo cual subió al techo de la mansión, siguiendo un pasaje secreto que Jean había construido para situaciones como aquella.

Sin tardanza, y sin deshacerse de su espada, cogió un rifle de camino al techo y sin detenerse ni por medio segundo, lo cargó a medida que avanzaba a su posición. Para cuando salió de la casa, el arma estaba lista para dispararse. Apuntó con suma concentración y, de un sólo tiro, derribó al Inquisidor más viejo, que se retorció de dolor, mientras su cuerpo se derretía por culpa de la bala de plata que Jîldael había disparado. El otro inquisidor, apenas un muchacho, se desfiguró de horror ante la caída de su líder e intentó una miserable huida, pero la Felina fue más rápida; cargó el arma una vez más, apuntó con fría calma y disparó. El chico había muerto antes de caerse del caballo.

Se felicitó a sí misma, pero no había tiempo, así que devolvió el rifle a su lugar y salió del pasaje secreto, lista para preparar la ruta de escape, pues sabía demasiado bien que los dos Inquisidores asesinados no eran más que la avanzada de una tropa mayor. Ya no era seguro quedarse y, para empeorarlo todo, Charles estaba delicado de salud; estaba claro que no podía perder un minuto más. Tan concentrada estaba que no prestó atención a su entorno y un grito escapó de su boca cuando se encontró, cara a cara, con un impasible Valentino, casi como una estatua tallada frente a ella. Evadió el hecho de que su primer pensamiento fue inapropiadamente sexual y se concentró en la ira creciente de la traición enemiga.  

Sois muy valiente, Majestad… O muy estúpido. — sentenció, con algo de respeto por su tenacidad. Le arrojó la espada que llevaba entre las manos, mientras que ella cogía otra de una armadura a su derecha — No os sorprendáis; este lugar está pensado para protegerme; encontraré un arma que me sirva a cada paso que dé. Y vos no. — le advirtió, mientras alzaba la espada y se preparaba para el combate — No perdáis el tiempo hablando; que vuestra espada revele la sinceridad de vuestro corazón. — replicó.

Y se preparó para el combate.


***
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Mensaje por Valentino de Visconti Dom Feb 01, 2015 11:50 pm

¿Ayudarlo? ¡Pero si no había hecho nada más que estropearlo todo! Que no le diera más razones para matarla, porque no estaba en su sano juicio. ¡Ah! Pero se las dio, o más bien dicho, ellos se las dieron. Esas risas que soltaron no fueron para él más que un insulto. Lo subestimaban. Estos cambiantes… como hacían y deshacían sus formas a voluntad, no medían lo que podía significar. Pero no tuvo tiempo para enfadarse más. La furia la inhibió aquello que despertó esa nueva información.

Tuvo que replantearse lo que estaba ocurriendo varias veces para hacer caso a su raciocinio más que a sus instintos amenazados. De modo que los cambiantes no estaban casados. Ya entendía por qué no la había conocido antes; hubiese sido el hazmerreír de cualquier salón, público o privado, si hubiese salido a escena con tamaño bulto en la barriga; podría acumular desdenes como para coleccionar. Por otro lado, eso quería decir que el hijo que esperaba no tenía padre. Pobre inocente; le harían pagar por los pecados de su madre. Porque su concepción formaba parte de los crímenes por los que la humanidad mostraba poca compasión. Lo llamarían «El bastardo Del Balzo» por el resto de sus días. Valentino gruñó apagado; había algo doloroso en los niños en gestación que se removía en él como un cuchillo que no lo dejaba de atravesar.

Una hembra preñada era peligrosa. Más si era felina, agresiva e irracionalmente posesiva con la carne de su carne. Así lo comprobó el licántropo cuando sintió el filo de la espada rozarle como una serpiente invadiendo la dermis. Aquello no hizo más que aumentar la cólera.

Adelante, ¡vamos! Vos, que sois la taimada más deliberada que jamás anduvo o se arrastró, corregid el error que cometisteis al despertarme de mi sueño. Si pensarais tan solo la mitad de lo que habláis, sabríais que para un licántropo no hay nada que cuidar.

Entonces sonaron los albores de la lucha. Ya no había que buscarlos en los talones; se podía olerlos e incluso saborearlos. Pero nada lo distraía de que lo vincularan con Raimondo.

¡¿Esa ha sido vuestra brillante deducción?! ¡Me deshonráis! Vos… vos no podéis tener mente alguna, así que nunca la conoceréis, porque sois--- —Pero ella ya había emprendido camino al techo. Tuvo que morderse la lengua y clavar los pies al piso para no ir tras ella. Si lo hacía, estarían todos acabados por una idiota maniobra. «Dios y la virgen, ¿de qué manera os ofendí que me enviáis esta plaga?» pensó con frustración.

Contó hasta diez, recordando que no estaba solo.

Ya respirando de manera más regular, aunque no calma, puso nuevamente a su mente a trabajar con el afán de que no surgiera el lado extremo con más fuerza. Instintivamente guió la mirada al senil individuo. No estaba seguro de que fueran aliados de Raimondo, pero tampoco podía descartar la posibilidad ni menos ponerse a analizarlo en concreto con los segundos atacándolo por la espalda. Se regañó mentalmente hasta obligarse a bajar las revoluciones ligeramente, pero no bajaría la guardia. No, eso nunca. Su estado permanentemente alerta era lo que le había permitido conservar la cabeza fundida con el cuello por años y no planeaba cambiar su método justo esa noche. Cualquier cosa antes que morir en tierras baldías. Aún le quedaba orgullo, para bien o para mal.

Se acercó a Charlemagne en silencio, pero con cautela. La calma de la experiencia era más peligrosa que el ímpetu de la juventud.

Vendrán más que esos —rompió el silencio Valentino refiriéndose a los invasores. Se oyeron disparos, pero no se olió sangre de felina.

Siempre vienen más. —contestó como un arrullo el señor— Se nos acaba el tiempo. Deben irse. Hay caballos esperándolos. No hagan uso de sus poderes o los detectarán. Mi ama sabrá adónde ir.

Por ningún motivo lo intentéis, anciano. Ninguna de las dos cosas. No os quedaréis aquí y no me haréis creer que un hombre con vuestro acento y modulación es un simple criado. —encaró a un sonriente veterano.

Ah, pero no te oponéis a ayudarla.

También me beneficia a mí.

Pero no es la razón por la cual accederéis.

No. No lo es. —tomó un respiro. La condenada adrenalina se negaba a abandonar por completo su cuerpo y no lo haría mientras las heridas se apresurasen en curarse— Es porque si vos no la hubieseis llamado, ella sería un cadáver y yo un asesino contumaz.

Hace sólo instantes la queríais muerta.

No quien os habla, sino quien os amenazó. Y todavía. Ceder es tan fácil que sobrecoge a quien lo sienta. El maldito no se duerme aún. —resistió la tentación de rajarse una llaga. No porque ardía, no porque doliera, sino porque llamaba a la luna— Hay dos naturalezas en mí, pero por desgracia una misma alma para ambas. Debo hacerme cargo de ella; no tengo acceso a otra. Decidme qué hacer y nos sacaré de aquí.




Para cuando Jîldael volvió, Valentino estaba de pié como estatua y Charles en su camino. En tiempo a cuentagotas actuaron. El licántropo estaba determinado. En su rostro había una pequeña tensión irritable, un nudo agudo del entrecejo, penetrante y difícil. Contemplaba cauteloso a Jîldael, cuidadosamente, más bien contenidamente, porque  a pesar de haber recibido instrucciones no podía decidir qué hacer con ella con el animal a flor de piel perturbándole la cabeza. No podía ceder ante ello, porque los pensamientos animales llevaba a acciones animales.

Hasta aquí. Si habéis de salvar un mundo, será el vuestro. No es una pregunta.

Miró a los ojos de la mujer. Lo poco y aun así contundente que había visto de ella le propinaba la certeza de que ella era prácticamente más criatura que humana, y saber eso lo alegró extrañamente. Era ella quien manejaba a la bestia a su voluntad. Aquello a Valentino le proporcionó una sensación de fuerza, de ventaja sobre el ambiente que los acechaba, de estar abriéndose camino a través de la tierra que los había parido y dejar al resto de las creaciones atrás. Por lo demás, se estaba llevando las energías consigo, aunque sólo fuese por la negación a entregarse con vida.

El gobernante maldito no quiso quedar apartado. Estaba saboreando algo dinámico y real. Ahora le tocaba actuar a él.

A estas alturas, Del Balzo, la valentía no puede ser sino la forma más soberbia de estupidez. Tal como esa que exhibís y que ahora yo adoptaré. Ahora, me permitáis o no… —de un movimiento la tomó por la cintura y la cargó por delante de él, cuidando de que el forcejeo no le hiciera presión en el vientre— ¡Venid aquí! ¡Venid, maldición! ¡Sois ya lo bastante salvaje sin necesidad de esforzaros!

La subió al caballo a la fuerza y le dio un ligero golpe al mismo para que partiera. Si se detenía a preguntarle a la felina, ella perdería el tiempo en discutirle. Los gatos eran caprichosos y él tenía muy poca paciencia. Fue lo último que hizo antes de emprender la marcha. Si ella hubiese podido pulverizarlo con una mirada lo hubiera hecho con los ojos, con la boca y las orejas, pero gracias al cielo ni una sola mirada mataba, aunque dejarse dominar por una podía acabar con la vida.

Se fueron. Él sintió un poder gozoso, sobre ella; un instinto muy próximo a la crueldad. Porque Jîldael era una víctima, pues tanto por su naturaleza como por su condición estaba en el último escalafón. Sintió que ella estaba dentro de su marco de acción, y él era generoso. La electricidad era turgente y voluptuosamente rica en los sentido del licántropo. Hubiera sido capaz de destruirla entera con el vigor de su impacto. Pero la pantera también estaba herida, a la merced de la vida. No era el momento.

Valentino quedó mirando hacia el cielo dubitativo durante algunos momentos. Apagó entonces los instintos no por voluntad, sino porque ya era suficiente. Estaba agotado. Tras haberse contenido se afirmó con los muslos al equino, absorto y perdido en el camino. Fue cuando empezó a trotar, a trotar preciso, imponentemente en una tregua con su bestia: pero nunca supo si de pesar o de goce.
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Lun Feb 09, 2015 9:07 pm

“Se viaja no para buscar el destino sino para huir de donde se parte”.

Miguel de Unamuno.


Hasta aquí. Si habéis de salvar un mundo, será el vuestro. No es una pregunta. — le ordenó el Licántropo y, más rápido y decidido que ella, no perdió el tiempo y la cogió entre sus brazos para llevarla sin dilaciones hasta la explanada posterior de la propiedad. Por un segundo exacto, la Felina se vio sorprendida en el goce de su cuerpo fiero, tan cerca de ella; tan imponente él, tan acostumbrado a ser obedecido sólo porque sí. Pero, al segundo siguiente, liberada su más acérrima ira, se debatió entre los brazos de su enemigo, golpeándolo sin culpa, como un gato engrifado que busca liberarse de su captor.

¡¿Cómo osáis ponerme vuestras manos encima?! ¡Os declarasteis mi enemigo! ¡No pretendáis…! — tan iracunda estaba que las palabras se le atoraron en la garganta; si hubiera podido, habría ahorcado al varón con sus propias manos, pero Visconti tenía fuerza, altura y determinación suficientes para someterla a su voluntad.

¡Venid aquí! ¡Venid, maldición! ¡Sois ya lo bastante salvaje sin necesidad de esforzaros! — le gritó el Lobo, al tiempo que la depositaba, contra su voluntad, sobre la montura de uno de sus caballos más salvajes.

¡Me alegra que lo sepáis, “Majestad”! — chilló, la voz cargada de sarcasmo — ¡Porque os haré la vida imposible! — fue todo lo que alcanzó a gritarle antes de que Valentino azotara los cuartos traseros de Topaze. El corcel obedeció en el acto, como si supiera que quien mandaba en ese momento era el macho lobo en desmedro de la Felina.

Furiosa, tanto con el equino como con el hombre–lobo, espoleó cruelmente a su indomable potro y lo obligó a girarse en dirección a su morada; nada ni nadie le impondría abandonar a sus sirvientes. No los dejaría a merced de sus enemigos; demasiado bien sabía ella de lo que era capaz la Santa Inquisición.

Pero no contó con que el Zar estuviera frente a ella, cortándole el paso e impidiéndole ejecutar sus planes:

¡Ya basta, Del Balzo! ¡No volveréis! — la increpó su interlocutor, acorralándola con Ghost, otro de sus caballos favoritos.

¿Qué es esto? ¿Vuestra merced cree que me detendrá sólo por usar mis monturas contra mí? ¡No me conocéis lo suficiente, “Zar”! ¡Y no pongáis a prueba...!

¡Ama! ¡Ama!

La joven sintió una extraña descarga eléctrica. Pocas personas podían distraerla de ese modo; entre ellas estaba el pequeño nieto de Jane, la encargada de la cocina en la mansión de Lyon, quien había invocado su atención en esos momento. Jîldael ni siquiera lo pensó cuando se lanzó caballo abajo para correr al encuentro del niño a quien amarró en un abrazo que era a la vez esperanza y preocupación.

—
¡Gaspard, en nombre del Amor Hermoso! ¡Decidme que estáis todos bien! — le suplicó, llorosa y angustiada. Probablemente, para quien sólo había visto su lado salvaje, la imagen de una Jîldael maternal y gentil era una especie de broma de mal gusto; sin embargo, ya fuera por su embarazo o porque Gaspard le recordaba a ella misma, el caso era que la Felina sentía una debilidad particular por el nieto de Jane y así lo demostró, lo mismo que revelaban sus palabras, del todo sinceras en la preocupación por sus sirvientes, actitud poco corriente entre los afortunados aristócratas: — Este hombre no me permite regresar a casa, pero…

¡No, Ama! ¡No volváis! — volvió a interrumpirla el niño, asustado de que ella insistiera en ponerse en peligro — Mientras vos luchabais valientemente en la azotea, el jefe Charles y Monsieur de Visconti organizaron la huida. Ya todos se han marchado y mi abuela envió una nota a Mademoiselle Strauss para que no retorne a esta mansión, sino que dirija sus pasos a Dijon. — explicó escuetamente, luego de lo cual, cogió aire y se enterró en el hombro de Jîldael, como su buscara valor en su abrazo. Ella lo envolvió con una inusitada dulzura y le acarició los cabellos, mientras Gaspard se tranquilizaba — Yo me he quedado atrás sólo para entregaros estas cosas. — musitó, al tiempo que apuntaba un gran paquete oculto entre los arbustos que rodeaban la mansión — Dijo el jefe Charles que debéis viajar con su Majestad el Zar… Y que no os atrevierais a llegar sin él. — agregó, intimidado.

La Cambiante le miró con un claro gesto de amenaza, pero nuevamente no discutió las órdenes del Noir:

Os lo agradezco Maestre…, pero vos y yo nos vamos a entender cuando os vuelva a ver. — susurró apenas; se puso de pie con prontitud y acarició el cabello del niño: — Debéis iros, Gaspard; yo tomaré una ruta alternativa con su “Alteza”, para despistar a nuestros enemigos. — le besó la frente y le dio espacio.

Gaspard la miró con una devoción absoluta y dijo:

Cuidaos, Ama… Os queremos viva al final de este viaje. — la abrazó brevemente y se convirtió en una hermosa perdiz cuyo veloz vuelo la perdió pronto en el  horizonte. Jîldael no perdió el tiempo mirándolo, sino que se dirigió a la encomienda y la deshizo con rapidez.

Frente a ella tuvo ropa de basta tela y sencillo diseño, más propia de sirvientes y humildes mercaderes, y una pequeña variedad de dagas, dardos, revólveres y espadas cortas que podían disimular entre sus ropajes. Sólo entonces volteó hacia el Zar:

“Majestad”, sé que vestís harapos, pero la tela de vuestros ropajes delata vuestra posición social. Y el camino hacia Dijon está lleno de granujas y traidores; ni qué decir de la Santa Inquisición. Mi Maestre me ordena llevaros conmigo — señaló, como si la hubieran sentenciado a muerte — y eso me obliga a redoblar las medidas de seguridad. — alzó una mano cuando vio que Valentino hizo ademán de interrumpirla, le clavó la vista, amenazante y prosiguió: — Quizás, hayáis sido un gran gobernante, pero me parece que no sabéis nada de pillos. No perdáis tiempo, Valentino de Visconti y cambiaos; como vos dijisteis, nuestra ventaja desaparece con cada segundo que permanecemos aquí. — agregó, cortante.

Le lanzó la ropa que Charles había escogido para él, mientras que ella se quitó la bata y la camisola y, sin pudor alguno, examinó su traje (propio de una labradora) y se lo puso sin demora; luego trenzó su cabello, como había visto a las mozas de sus viñedos y se enfundó en una humilde capa de lona, que los campesinos usaban para viajar. Finalmente, distribuyó las armas y escondió las suyas. Estuvo a punto de volver a subirse al caballo cuando comprendió que no podría llevarse las monturas tan queridas.

Con el dolor de su corazón, desensilló a Topaze y dejó apenas las bridas para poder controlarlo:

Deberemos dejar las monturas aquí… o nos arrestarían por robo. — dijo con los dientes apretados.

No dijo nada cuando Valentino la ayudó con la montura de Ghost y terminaron escondiéndolas lo mejor que pudieron, a sabiendas de que era un esfuerzo inútil. La joven no derramó una sola lágrima, pero sintió que una parte de ella volvía a morir con el abandono de aquellas sillas, correas y estribos. Miró una última vez en dirección de Lyon; le consolaba saber que la propiedad seguiría en manos de Charles, pero sabía que eso no detendría a la partida de Inquisidores y Cazadores que aprovecharían de saquearla en cuanto descubrieran que no había moradores. Suspiró, abatida, y volvió a subirse a los lomos de su potro y lo espoleó suavemente para tomar rumbo a su nuevo destino.

Vámonos. — indicó, totalmente decaída y guió a Valentino por una ruta que sólo los más humildes se atrevían a usar porque, en efecto, nada tenían para perder.

Aunque ella no lo supiera, aquél era un cambio para mejor… y lo descubriría más temprano que tarde.


***
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Mensaje por Valentino de Visconti Jue Feb 12, 2015 10:18 pm

¡Porque os haré la vida imposible!

«Y yo que pensaba que ya había empezado» se dijo con fastidio Valentino. Lo que se estaba poniendo a prueba, pensaba el que se negaba, no era la perseverancia de la felina, sino la poca paciencia del licántropo. Esperaba no tener que usar más que unas monturas como modo de advertencia, pero ella no ayudaba en absoluto. ¿Es que acaso tenía tan poco seso que ignoraba que los de su especie no se caracterizaban por la tolerancia?

Estaba a punto de llegar a su límite cuando irrumpió en el ambiente la presencia de un humano, un niño para ser más exacto. Su presencia bajó el ímpetu en Jîldael y los niveles de testosterona en Valentino, dándole tiempo a este último para reordenarse. No podía creer que aquella felina que parecía no matar una mosca fuese la misma que había enfrentado hacía sólo un par de horas atrás. Charles le había mencionado, cuando Jîldael estaba en pleno combate, de aquel niño de confianza. Un cambiante, como ellos. La felina no habría confiado en nadie que no compartiera el sentimiento de su condición. Demasiado altanera como para dejarlo ir sin sentirse amenazada. Ahora Valentino lo entendía al verla, que más que una visión parecía un examen. Agradecía que, incluso con el enemigo al acecho, la reflexión continuase visitando los rincones de su mente. Así no había forma de que se perdiese escenarios como aquellos.

La perdiz desapareció y la pantera se dirigió hacia él. No hizo falta observarla demasiado para notar que no estaba contenta del todo.

Imagino que un talante como el que exhibís sólo puede deberse a que estáis en conocimiento del plan. No es perfecto, pero es lo que pudimos organizar en medio de este desorden.

Siguieron frases de la Del Balzo hablando de seguridad. «Si sois vos la que nos ha puesto en peligro» quiso expresar el lupino, pero ella levantó la mano para interrumpirlo. «¿Hasta cuándo hará lo mismo?» se preguntó él, demasiado herido en su orgullo como para escucharla, pero tuvo que hacerlo cuando la vio —sin vergüenza alguna— despojarse de sus ropas. Esos retazos de piel desnuda alumbraron sus ojos, pero no les permitió seguir escudriñando, pues giró el rostro de inmediato por caballerosidad. Jîldael podía olvidar que ella era una mujer y él un hombre, pero la testosterona en la sangre de este último se lo recordaría hasta por si acaso.

El tono de voz que le siguió fue bastante más tenso y cortante para hablar.

Tenéis razón; me hacen tanta falta lecciones de cómo disimular como a vos de pudor y decencia. Y adivinad qué: Me encargaré personalmente de daros la primera. —cogió las ropas que se le habían entregado, se ubicó tras un árbol, y se encargo de reemplazar sus ropas de príncipe por las de siervo. Mucho más ligero. Hasta su pecho parecía recibir mejor el aire puro. No sabría sino hasta días después lo peligroso de aquel sentimiento.

Después pasó lo más obvio, pero a la vez lo más difícil para un felino: abandonar sus fieles pertenencias. Valentino era a la tierra como Jîldael a sus objetos. Lupino y felina. Ambos posesivos a su manera. Uno a la luna y otro al sol. No había nada que hacerle. Valentino siempre extrañaría Italia, a pesar de haber nacido en Viena, porque allí habían construido su cuna y porque allí había sido concebido. Sabía lo que le esperaba a Jîldael: mantener eternamente el recuerdo de aquellas monturas siendo despojadas a la intemperie. Porque así eran los gatos: celosos de sus cosas. Por eso odiaban cuando algo cambiaba de lugar.

Tenía que decir algo.

Los objetos nos ofrecen certeza, pero vuestra merced sabe como yo que son objetos. Efímeros y pasajeros, un poco más que nosotros. A veces son vitales para sobrevivir, pero hay que saber cuándo con ellos ya no se puede continuar. A veces nos acomodamos tanto a la seguridad que creemos que sin ella nos es imposible seguir, pero nos equivocamos; es la vida lo único que importa. Si morís, la certeza morirá con vos. Y con él también. —tenía el presentimiento de que era un varón el que moraba en las entrañas de la felina. Recordó por breves instantes que él también tuvo una esperanza similar junto a una mujer, que jugaba a adivinar el sexo de sus descendientes y que fue feliz al hacerlo. Ella también.

Se dijo que no era el momento de ver su pasado reflejado en el vientre de una fugitiva, más prometedor a un futuro que a una trágica memoria. Aquella criatura no terminaría igual. Tenía la oportunidad de salvaguardar ese sueño palpable.

¿Nos vamos?

Y con el «vámonos» de Jîldael retomaron el viaje recientemente emprendido. Poco sabían de lo duro que se haría. Si iban a trote lento se haría más llevadero, pero peligroso. Podían tener inquisidores pisándoles los talones en cualquier momento. Más fácil sería pasarles sus respectivas cabezas en bandeja de plata. Así que no se lo permitieron; tuvieron que mantener un ritmo mediano. Valentino se preocupó apenas notó que el plan no era decrecer la velocidad con que avanzaban, pues ello implicaba que los caballos se ajetrearían y que habrían consecuencias en el cuerpo de cierta mujer gestante. Porque no importaba qué tan duro fuera el mármol de su resistencia, estaba preñada. Los efectos no distinguían entre especies; era un estado de vulnerabilidad y de cuidado.

Valentino miraba hacia atrás cada cierto tiempo, verificando cómo llevaba la pantera el andar de su corcel. Se mostraba inquebrantable, pero el lupino percibía en ella cómo aguantaba la respiración con cada salto forzado del animal que la sostenía desde sus ensanchadas caderas. Fue entonces que no vio otra opción más que ubicarse junto a ella montado en el brioso ejemplar que le habían otorgado. A regañadientes Jîldael tuvo que tolerar la presencia del licántropo, pero eso no impidió que lanzara maldiciones. No permitía que la compadecieran, pero a Valentino ya le valía cada vez menos. Había olvidado la mansedumbre en la mansión de Charlemagne.

Ahorrad palabras y dejad de esgrimir vuestros gritos en mis oídos. Vuestro Maestre os ordenó a vos; no a mí. Me quedaré aquí porque es mi voluntad y si pensáis desafiarme, os hago saber que no he olvidado nuestro duelo, pero no será aquí donde tenga lugar. No esta tarde, no esta noche. ¿No os agrada? Seré enfático en deciros que este trayecto tampoco era mi primera alternativa, pero es la única razonable. La única que no termina con la muerte. Así que podéis aceptarlo o en su defecto con mucho gusto os puedo amordazar para llevaros en silencio hasta nuestro destino. Por mí podéis permanecer inmóvil todo el trayecto. Pero en mí no mandaréis ni el movimiento de una sola falange.  

Había cosas que no cambiaban, como que el felino era demasiado posesivo como para que no le alterasen los cambios y que los instintos del lupino triplicaban su intensidad cuando se movía en manada. Y más con uno que no le importaba recibir arañazos, porque podía morder de vuelta.

Pudieron sostenerse así durante un día completo y por una milésima de segundo parecía que podrían seguir así cuatro días más sin parar, pero el amanecer del segundo día mató las esperanzas. Todo por una cerrada neblina, tan opaca que era imposible echar una carrera con los equinos. Si lo hacían, corrían el riesgo de accidentarse o de incluso trisarle el tobillo a alguna criatura. No, demasiado riesgoso. Muy a pesar de los viajeros, tuvieron que avanzar despacio. Perdieron el trayecto de un la mitad de un día así.

A esas alturas Valentino supo que Jîldael no podría más sin descansar con ese embarazo casi de término. No sin convencer a los más vigorosos consiguió que declinaran por el día. Y se lo informó a Jîldael:

Acamparemos aquí. El agua no está muy cerca, pero si nos ubicamos a sus pies, nos atraparán antes del alba. Y tenemos que irnos al romper la aurora, ¿lo entendéis? Es lo más que puedo hacer. Cooperad, por vuestro bien. Por el de todos aquí.

Se asentaron en una zona intermedia, sin exceso de vegetación ni de claros. A los pies de un cerro. Sería útil como mirador por si llegaban intrusos, pero tampoco era como si se necesitase con urgencia. La percepción era el mejor obsequio de los sobrenaturales.

De todos modos Valentino era precavido y eligió para la embarazada una cueva deshabitada en esa misma colina como refugio nocturno. Era el sitio en donde menos buscarían, además de que conservaría la temperatura de una manera que las rudimentarias tiendas no podían siquiera aspirar. Unas cuantas ramas blancas apiladas más un poco de ropa encima y sería suficiente.

Pero no la encontró al regresar al campamento.

¿Adónde fue? —preguntó al encargado.

A buscar agua, señor. Salió con prisa. Le dije que esperara a que termináramos de levantar todo aquí, pero… bueno, creo que ya se ha dado cuenta de cómo es.

Y no era ninguna broma.

¿Agua? Pero está empezando a hacer fresco. Esta mujer... —se quedó mirando hacia el horizonte, preguntándose qué dirección la cambiante había tomado— Porca miseria. Está haciendo que me preocupe.
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Vie Feb 13, 2015 12:52 am

“Fragilidad tiene nombre de mujer”.

William Shakespeare.


Le resultaba curioso, ahora que lo pensaba, que el Lican se hubiera quejado por su falta de pudor, considerando que él no podía evitar quedarse en cueros con cada transformación lunar. Cualquiera pensaría (y la Felina lo hacía) que se habría acostumbrado a su desnudez y, en consecuencia a cualquier cuerpo desnudo, pues no representaban otra cosa que la condición natural de los humanos.

Pero se había equivocado medio a medio. Eran diferentes, después de todo. Para la joven, ser Cambiante era una parte totalmente natural de su persona; siempre había formado parte de ella. Y de pronto entendió que no había sido así para el Visconti. A él lo habían mordido; lo habían hecho más fuerte, más rápido, más inteligente, más longevo, sí, pero también lo habían condenado al dolor. Para siempre. Quizás ese pudor que a ella le resultaba tan ajeno era la forma que el Lican tenía para no perder su humanidad.

Quiso disculparse en su momento, pero él no le dio oportunidad y, orgullosa como era, la Cambiante tampoco insistió en ello. Fue él quien tuvo el primer gesto de amabilidad, tratando de alivianar su dolor al dejar atrás las monturas de su padre y suya propia como una dolorosa medida de seguridad. Pero no escogió las palabras adecuadas; minimizar la importancia de aquellos objetos simplemente ahondaba la profundidad de la terrible herida que ello le causaba.

Por supuesto, Valentino no sabía que su padre jamás la había amado; y tampoco sabía que apenas tuvo unos cuantos gestos de respeto hacia ella. Y menos aún muestras de cariño. Pero a Jîldael le gustaba pensar que había algo de amor en Jean para ella el día que descubrió que a su hija le gustaba montar. “Os haré una silla a vuestra medida cuando cumpláis dieciocho”, le había prometido el Canino. Y había cumplido su promesa; fue la única vez que compartieron algo cuando dibujaron los diseños que decorarían la silla de la heredera de la Casa Del Balzo; de hecho, Jîldael había basado su diseño en la silla favorita de su padre; fue la vez de su vida que Jean le regaló una sonrisa de orgullo. Nunca más.

Y ahora, ella debía deshacerse de la única cosa que la había hecho sentirse amada por su padre.

Y ahí estaba ese perfecto extraño, intentando convencerla de que las cosas no representan nada.

¿Qué sabía Valentino acerca de la vida y de la muerte que no hubiera aprendido ya la Felina a costa de sudor y lágrimas? Quiso gritarle, pero se contuvo; sabía que los Inquisidores les pisaban los talones; era momento de ser fuerte (una vez más) y de marchar sin mirar atrás.

Doce horas después, la muchacha seguía pensando en los objetos de su padre que ella perdería para siempre. Y mientras más lo pensaba, más se ennegrecían sus sentimientos, de tal suerte que al término de esa penosa jornada, fue totalmente incapaz de controlar su lengua y empezó a despotricar contra el mundo, el universo y lo que fuera que tuviera la mala idea de incordiarla con su mera existencia. La verdad era que Jîldael estaba sufriendo, pero su arrogancia no le permitía demostrar al extraño cuánto le estaba afectando aquel viaje. ¿Cómo iba a explicarle que las mujeres de su familia, tan fuertes como para doblegar a un lobo, podían morir por culpa de un simple embarazo? ¿Cómo iba a soportar que un aparecido le dijera que era mejor sacrificar al no nacido para proteger su propia existencia? Y, peor aún, ¿cómo iba a cumplir ella la promesa de llevarse al Lican intacto si en el momento en que se metiera con su hijo lo mataría sin culpa? No. Mejor era insultar a quien viniese por delante que abrir la fragilidad de su corazón.

Pero Valentino estaba siendo un maldito miserable que ni gritar en paz la dejaba:

Ahorrad palabras y dejad de esgrimir vuestros gritos en mis oídos. Vuestro Maestre os ordenó a vos; no a mí… — Jîldael pensó en bajarse del caballo y continuar la reyerta en el momento mismo en que el Visconti lo mencionó, pero el sólo amago le provocó un mareo tal que casi cayó de su montura. Un hielo frío le recorrió la espalda y por un segundo no pudo enfocar a su alrededor. pero logró sobreponerse no sin antes un soberano esfuerzo de su parte.

Sin embargo, la mirada atenta de Valentino le confesó que él ya sabía la verdad:

Me miráis con tanto descaro que empiezo a pensar que os gusto… — replicó casi a voz de pito, prueba fehaciente de su terrible humor y de su más lamentable estado físico.

A fin de cuentas, Jîldael era una gata y le gustaban los mimos y la comodidad. No tenía ninguno en ese momento y su mejor esperanza de recuperar ambos era confiar en el trayecto que les había escogido Charles y en la fe que su Maestre le tenía al Zar. Fue por eso, en consecuencia, que accedió a callarse, aunque sus blancos nudillos delataban al eximio observador el terrible martirio que estaba padeciendo. Por eso, y como una traición a su altanería, fue que obedeció tan mansamente a Valentino cuando éste dio la voz de alto.

Habíanse topado con un rústico campamento a los pies de un cerro cuya menuda vegetación aportaba lo suficiente para el camuflaje y el refugio. Fue el Lican el encargado de negociar la estadía, cosa que se le dio muy bien pues el líder del lugar no opuso la menor resistencia a los encantos del Visconti. Apenas unos minutos después espoleaba a Ghost en dirección de la Felina y Topaze:

Acamparemos aquí. El agua no está muy cerca, pero si nos ubicamos a sus pies, nos atraparán antes del alba. Y tenemos que irnos al romper la aurora, ¿lo entendéis? Es lo más que puedo hacer. Cooperad, por vuestro bien. Por el de todos aquí. — replicó con voz cansina, como si suplicara a la joven darse al buen sentido y evitar cualquier pelea.

Ella lo miró, pálida su faz y asintió; era incapaz de cruzar alguna palabra con él cuando el dolor le consumía tan violentamente. Lo vio perderse con el jefe para inspeccionar el lugar; Jîldael aprovechó de desmontar con ayuda de dos varones de escueta figura que la miraron mal por montar de forma masculina; mas ella les agradeció con gentiles palabras y les encargó a su corcel; el más joven de los sujetos pareció encantado de dedicarse al caballo, mientras que el más anciano seguía observándola con desconfianza.

La Felina no perdió el tiempo, en todo caso, y recuperó la buena voluntad de los aldeanos cuando se ofreció a la más femenina de las tareas: ir a buscar agua para preparar la merienda. Una de las niñas del lugar le indicó la posición del río y le dio dos baldes: uno para la comunidad; el otro para el joven matrimonio que les acompañaba. Del Balzo casi se atoró ante la insinuación de la niña, pero no se atrevió a desmentirla; en cambio, tomó los objetos y se dirigió al río.

Allí aprovechó de refrescarse el rostro, aliviar su sed y humedecer sus cabellos. No tuvo problemas tampoco en llenar los dos enormes baldes, ni de cargarlos hacia el campamento. Pero su cuerpo no era el de siempre y su fortaleza, que más de alguna vez le permitió llevar a cuestas a un varón inconsciente, ahora ni siquiera le permitía llevar agua a un campamento. El mareo volvió, más fuerte, como más fuerte era el dolor que parecía atravesarla como una sádica estaca que la rompía desde su vientre hasta su pecho. Jîldael de pronto empezó a sudar frío, el color abandonó hasta sus labios y la vista le falló una vez más. Apenas pudo guiarse por el sentido del olfato (pues el olor de Valentino era inconfundible) y su audición (la voz de él era todavía más peculiar).

Porca miseria. Está haciendo que me preocupe. — inquirió él y la Felina se sorprendió.

¿En verdad sonaba preocupado?

Ella apuró sus pasos, no porque quisiera burlarse de la angustia masculina, sino porque temía que él fuera una ilusión. Le pareció tenerlo al toque de su mano, pero no estuvo segura; soltó los baldes con total falta de tino (y aún así no se volcaron) y estiró su diestra para sostenerse del brazo del Lican, pero falló terriblemente en su cálculo y se fue de bruces sobre el Zar quien la sostuvo con una delicadeza nunca vista.

Lo lamento. — lloró Jîldael, humillada en su debilidad; escondió el rostro lo mejor que pudo — Soy más fuerte que cualquier fémina que vos hayáis conocido…, pero en mi familia un embarazo resulta mortal… Por favor — tartamudeó congelada, vencida por el dolor —, llevadme cerca de una hoguera; hacedlo por caridad… — musitó, antes de caer en ese letargo semiinconsciente.

Fue así que Jîldael descubrió que podía confiar en Valentino de Visconti… Pero también estaba a punto de descubrir que su mayor debilidad no era su embarazo, precisamente.


***


Última edición por Jîldael Del Balzo el Jue Feb 19, 2015 9:53 pm, editado 2 veces
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Mensaje por Valentino de Visconti Vie Feb 13, 2015 3:25 pm

Sin disminuir el desazón, Valentino volvió resignado a la cueva para terminar de alistarla. Cuando llegara Del Balzo le plantearía un buen par de cosas, incluyendo preguntas sin respuesta como qué pretendía haciéndose la valiente en su estado cuando le habían puesto precio a su cabeza. Y de ser necesario la encadenaría a una roca. Sí señor, de todas formas.

Ya comenzaba a refunfuñar cuando sintió la presencia de Jîldael a sus espaldas. Se giró sin demora, con una molestia prometedora.

¿Se puede saber qué infiernos estabais pensando, Del Balzo? ¿Cómo pudisteis haber siquiera concebido ir sola en busca de agua? Tenemos a la inquisición pisándonos los talones, son asesinos. Y vos su mayor blanco. Por todos los cielos, lleváis una cría. —hubiese continuado lanzándole un decálogo de reproches, pero la apariencia debilitada de la mujer lo bajó de esa nube— ¿Del Balzo?

Antes de cumplirse un solo segundo, ella se desplomó en su pecho tan frágil como el cristal. Para gran conmoción del lupino se deshizo en sus brazos. Y éste no pudo hacer sino dejar caer su armadura para no facilitar el daño. En vez de resistir y mantenerla de pié, se sentó lentamente en el suelo sujetándola para que no tuviera que soportar su propio peso. Para un corazón era presión suficiente, pero para dos era un exceso.

Que ella no tuviera ni la fuerza suficiente para defender su orgullo pataleando o maldiciendo dio cuenta de la debilidad por la que estaba pasando. Fue con eso en cuenta que con delicadeza Valentino depositó una de sus manos sobre la frente de la felina y la pasó con ternura por el mismo sitio. Ya era suficiente. Demasiado por hoy.  

Ya está. Respirad, manteneos allí. —susurró con pulcritud. Y fue con la misma suavidad que dio una orden que más bien sonada a petición— Jîldael… nunca volváis a hacer eso. No lo haréis. No os dejo. Ahora oídme. No hay tiempo para llevaros a una hoguera. Será con lo que dispongo que recuperaréis vuestra temperatura. Sé que es difícil, pero tenéis que confiar en mí. Replicad después, si eso os hace feliz.

Era peligroso, pero no quedaba otra opción. Si no hacía algo, un shock podía a. Y ya había muerto una mujer en sus brazos. Con prisa se removió las humildes ropas que le cubrían el torso y estrechó a la fémina con su cuerpo lo más cerca que pudo, aislándola del frío que penetraba por sus poros. Así permanecieron, tendidos, silenciosos. Cómo tiritaba, y lo más notable era que hacía todo por no temblar. ¿Pero a quién quería impresionar? ¿Pensaba acaso que él se burlaría de su estado?

Ya es bastante. Por favor, ya dejad de haceros la invencible y ocupad vuestras fuerzas en recuperar el calor.  

Lo que Valentino no había planeado pero que ahora estaba dando lugar era que recorrían su cuerpo terribles descargas semejantes a calambres, como si muchos voltios de electricidad lo hubiese alcanzado de repente. Con temor de sí mismo reconoció la sensación y trató de apartarlo. Pero él sólo era consciente de Jîldael, ahí en sus brazos silenciosamente, como una obstrucción maligna impensable a su raciocinio. Sólo eso ocupaba su mente, oprimiendo su respiración. Ni las palabras lo salvaría.

¿Mejor? —procuró distraerse, pero entonces ella levantó la mirada y frustró la edificación de ese cimiento.

Un estremecimiento voluptuoso terrible recorrió sus brazos. Ella estaba abriendo las puertas de una de las facetas más peligrosas del licántropo. Sus extremidades temblaron y eran fuertes, inconmensurables e irresistiblemente fuertes, como preparándose al deleite de una potencia aún mayor. Estaba llegando dicha potencia. Y con terror y agonía profundos se descubrió ya no acunándola, sino ubicándose sobre ella, en forma de pura fruición. El corazón era una pura llama en su pecho. Algo estaba ad portas, pero de algún modo no era completo. Faltaba un paso y debía consumarlo. Era necesario consumarlo para que esa presión se liberase, se cumpliese. Sin embargo, podía equivocarse al ceder. Y de todas las clasificaciones que se le podía dar a un error, este prometía ser garrafal. Mil errores, mil aciertos, nada importaba ahora, salvo el cumplimiento de ese éxtasis perfecto. Jîldael lo miró con fijeza durante algunos momentos y fue que él percibió con exactitud que ella sabía lo que estaba pasando.

Se arriesgó a errar. Se inclinó hacia delante y la besó demorándose en su boca con un ósculo lento, un lujo que sólo podía moverse despacio. Y pronto fue él una llama dura, perfecta, de deseo apasionado hacia la felina. Una necesidad que sólo un licántropo podía asimilar, porque tensaba el cuerpo con un extremo que parecía inevitable como la muerte, incuestionables.

Pero el camino se tornó oscuro en un palpitar. Se detuvo un instante, destruido y conmovido, dándole un par de segundos a la mujer para que ella lo detuviera. No pasó nada. Nada apretarse con fuerza contra ella, cubriéndole el rostro con besos férreos e implacables. La salvaje sangre latió dentro de él. Un espíritu intenso que también la despertaría a ella.
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Sáb Feb 14, 2015 12:10 am

“El amor auténtico se encuentra siempre hecho. En este amor un ser queda adscrito de una vez para siempre y del todo a otro ser. Es el amor que empieza con el amor”.

José Ortega y Gasset


Le parecía que había entrado en alguna especie de limbo, donde todo lo extraño parecía ser lo normal; de seguro, la caricia gentil que el Visconti le prodigó no era otra cosa que producto de su imaginación, lo mismo que su tono de voz angustiado que le ordenaba, como una súplica, que no volviera a ponerse en riesgo de ese modo.

Y ella, en ese mundo alterno de locura y desvarío, quiso decirle que sí, que nunca más se iría de su lado si él prometía no soltarla nunca más…, pero estaba soñando, lo sabía y sabía que debía despertar, así que luchó contra sí misma y contra ese maravilloso sentimiento de seguridad que le prodigaba su fantasioso lupino para poder despertar a la molestia que el Valentino verdadero de seguro estaba experimentando; la Pantera sabía que tendría razón de gritarla como le viniera en gana, pero a ella misma no le apetecían los gritos, así que procuró disponer su voluntad para ignorarlo completamente.

Pero, cuando abrió los ojos comprendió que podría hacerlo todo, incluso arrojarse al fuego del Infierno, excepto ignorar a Valentino de Visconti.

El Zar la sostenía entre sus brazos con suma gentileza, envolviéndola en ese calor tan propio de los Hombres–Lobo, lo que impidió que se desmayara o que algo peor ocurriera con su hijo, pero que le provocó inevitablemente que temblara sin control alguno; su orgullo felino estaba herido, por lo que, en un impulso tonto e infantil, trató de reprimir los espasmos de su cuerpo, hasta que el Lican la impelió a dejar de hacerlo; ella tuvo que morderse la lengua ácida, pues sabía que estaba siendo del todo ridícula. Aún más avergonzada que antes, se entregó a la debilidad de su cuerpo y permitió que fuera Valentino quien la cuidara, aunque una parte de ella (la prudente) la empujaba a escapar de esos brazos tan fuertes, de ese corazón impetuoso, de ese momento que a pasos agigantados se arrojaba a los brazos de un error monumental.

En efecto, lo que ninguno de ellos había planeado, pero que justo en ese momento empezaba a ocurrir, eran las poderosas descargas eléctricas que recorrían el espinazo de la joven, quien ya había recuperado su temperatura normal y la fuerza que tan común le resultaba. Sin embargo, aunque las molestias propias de su peligrosa gravidez ya había remitido su terrible ataque, ahora aparecía esta otra fuerza tremenda e invencible que era el imán que se había desatado entre ellos. Lo más seguro era que Valentino también percibiera esa fuerza arrolladora, tan omnipotente que Jîldael sentía que la mataría si se atrevía a luchar contra ella; pero él había decidido intentarlo; como prueba de esa humanidad propia de la nobleza, Valentino intentó ser fiel a los principios morales que le regían, preguntándole si ya estaba mejor; Jîldael, por el contrario, dejó escapar una risita enternecida, sabiendo que aquel intento, por más gentil que fuera, era una total pérdida de tiempo. Y así lo comprobaron ambos, apenas unos instantes después, cuando sus miradas se conectaron irremediablemente en el segundo exacto en que el fuego del deseo hacía posesión de sus cuerpos y les convertía en títeres de su ardiente voluntad.

La Felina le acarició el rostro y dejó que su índice se perdiera en el labio del Lican, mientras él, ya totalmente embebido de la fogosa pasión, en un espasmo violento de deseo, la amarraba en un íntimo abrazo, al tiempo que celoso y posesivo la cubría con su cuerpo y su masculinidad, como si incluso en esos momentos necesitara domar a la Pantera y enseñarle quién llevaba las riendas en esa nueva forma de enfrentamiento. Ella rió, desafiante, y le jaló los cabellos, conminándolo a combatirla y a demostrarle que podía vencerla.

Y lo hizo, con un simple y maravilloso beso.

En cuanto sus bocas colisionaron como dos fuerzas imánticas, la Del Balzo comprendió que estaba derrotada; comprendió que su sumisión no era en absoluto una fantasía, sino una realidad, preciosa y aterradora. Si hubo alguna vez una vía de escape para ella, la Felina renunció a su fuga en el momento en que respondió al ósculo, delicioso y violento con que la sometía el Lobo. Pero no se quedó atrás; Valentino estaría muy equivocado si pensara que ella se limitaría a ser una espectadora de su reyerta. Gata como era, se alzó frente a él, igualando sus cuerpos y dándose espacio a los dos para reconocerse y encontrarse en medio de las ropas y la noche que avanzaba a pasos agigantados. Furiosa de placer, le quitó la humilde camisa que le impedía solazarse en el torso masculino, mismo destino que sufrió el resto de la ropa que se interponía entre ella y el cuerpo de su Lobo. Valentino la cubrió de besos de doloroso placer, al tiempo que –excelente aprendiz– le imitaba y la invitaba a compartir su desnudez, por fin, sin tapujos ni vergüenzas de por medio. Ella se amarró a él anhelante y delicada, mientras volvía a tumbarse en el suelo y le permitía al varón cubrirla con su cuerpo y su calor. Durante un instante, una pequeña eternidad, aquello era lo único que podía llenar su cabeza y su corazón. Y nunca antes se sintió tan viva y tan amada como en ese momento en los brazos de Valentino, que luchaba de igual a igual contra ella y, sin embargo, la protegía de cualquier golpe o dolor.

Un escalofrío, conmovido y doliente, la recorrió de pies a cabeza, transformándola en delicado cristal que se moldea en las manos del artesano, que puede romperse a la menor muestra de violencia. Jadeó, superada por el placer y el miedo que la dominaban a partes iguales, pues lo deseaba, con una fuerza destructiva, en la misma medida en que quería, desesperadamente, proteger ese corazón suyo que demasiadas veces había sido roto y despreciado. Se detuvo, temblorosa y asustada, mientras ambos se consumían en ese abrazo de pasión, y le acarició el rostro firme y gentil.

Sois un misterio absoluto para mí, “Alteza” y yo, en cambio, soy un libro abierto para vos. — musitó, intimidada de los complejos sentimientos que la embargaban y que no podía explicar sin sentirse estúpida; ¿cómo podía explicarle a él el fuego abrasador que había desatado en sus entrañas? ¿Cómo decirle que, habiendo conocido tantos amantes a tan corta edad, se sentía como una virgen inexperta entre sus brazos y que temía (horriblemente lo temía) no saber cómo complacerlo? No; nada de eso podía salir de su boca aunque le desgarrase la garganta con ese silencio del que sus miedos no podían escapar — Sería tan simple, tan “natural” dar el siguiente paso. Y sin embargo,… — perdió el hilo de lo que buscaba decir, extraviada en esos ojos que la devoraban, que la perdían dentro del Licántropo que seguía besándola y tocándola.

No pudo seguir hablando, pues él le cogió el pecho (y cómo adoraba ella que la tocara entera, aunque no pudiera decirlo) y lo acarició con impetuosa suavidad, mientras volvía a amarrarla en un beso dominante y fiero. Y ella se arqueó, vencida ante el placer que él le prodigaba, como un cometa que colisiona contra la superficie del planeta que lo ha atrapado en su gravedad. Así era el poder de Valentino sobre la Pantera, una fuerza gravitacional de la que ella no podía ni quería escapar; un choque galáctico en que su mundo moría y renacía para amoldarse al Licántropo italiano y su voluntad indomable.

Gimió, de miedo y placer. Y se arrojó al fuego. Y apostó por el Zar, renunciando a todos los fantasma de su pasado para siempre, y le entregó su corazón, sin decirlo y sin preguntarle, sabiendo que, pasado el embrujo del deseo, Valentino indefectiblemente lo rompería, pues aquella pasión no podía ser sino el arrebato de la luna salvaje que lo poseía. Y, aun sabiendo que saldría herida, simplemente no le importó.


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Mensaje por Valentino de Visconti Miér Feb 18, 2015 10:34 pm

Cogió el rostro de Jîldael entre sus manos, que eran firmes e indomablemente poderosas. La garganta que ella exhibía era hermosa, y así de hermosamente suave era bajo sus labios. La misma fuerza que podía desgarrar vidas en un solo movimiento se volvía calor en medio de su afán descubridor, pues notaba los acordes resbaladizos de la vida de la felina con cada gemido que emitía. Y él quería apoderarse de eso, podía hacerlo suyo. ¡Qué júbilo! ¡Oh, qué dicha al fin, qué liberación al fin! El puro placer de dejar ir llenaba su alma. Estaba contemplando cómo aparecía el delirio en el rostro sonrojado de ella con cada palabra que expresaba, vigilando cómo se relajaban esos ojos y se contraían esos párpados. ¡Qué belleza de mujer era! ¡Qué cumplimiento, qué delicia sentir su piel contra la suya, como dos bestias batallando hasta salir los dos victoriosos! Ya ni siquiera se daba cuenta de los movimientos y de la lucha que hacía su moral por sacarlo de ahí. Esa lucha era la pasión contenida haciendo frente a la liberada en ese abrazo de fuego, que se hacía más violento mientras crecía el frenesí de deleite hasta alcanzar el cenit, el apogeo, donde toda lucha quedaba atrás y las caricias salían una tras otra, sin apaciguarse.

Jîldael, mi stai testando —suspiró con su voz fina, excitado— No volváis a hacer eso, asustarme así. Siempre debéis volver, porque si soy yo el que os encuentra lo lamentaréis, ¿me habéis oído?

Le recorría una debilidad, una relajación terrible en sus defensas hasta contra sí mismo, un deshielo, una desintegración de la fuerza; sin darse cuenta se había olvidado de que al principio la mujer que compartía los cueros junto a él había sido su presa en primer lugar. Había caído de rodillas. Y para añadirse a la dificultad de él, la luna llena no estaba a muchas noches de distancia, aumentando las sensaciones como una dolorosa amplificadora brillante de la cual no había escapatoria. Él deseaba tanto llegar al fin que no abrió los ojos cuando comenzó a trazar con sus besos un camino de entre los pechos de la cambiante hacia abajo.

Pero entonces llegó la realidad bruscamente para el licántropo cuando sus labios arribaron al vientre abultado de la mujer. Abrió los ojos de súbito al tiempo que la noción del tiempo y el espacio, rompiendo como pudo con su frenesí. Respiraba agitadísimo, más de lo que un par de pulmones humanos podrían soportar. ¿Qué había estado apunto de hacerle a una embarazada? Él… no, no podía hacerle eso. No así. Se estaba aprovechando y no había ni el más mínimo ápice de honor en ello.

No… —sentía que el deseo de la felina aumentaba, lo llamaba hasta sin decirle una palabra— ¡Suficiente! —tuvo que separarle las manos y ubicarlas tras la nuca. Si no era firme con ella, no podría serlo con su deseo— No está bien. Vos estáis preñada y débil, y yo tengo todo el poder para destruiros. Esto se tiene que detener aquí. Lo lamento, ha sido mi culpa.

Ascendió por el torso de la fémina dolorosamente, teniendo a veces que dejar de respirar para que su aroma no lo estimulase a continuar. Allí tuvo miedo de recaer, mucho temor de volver a iniciar lo que había interrumpido. Y volviendo su cabeza hacia Jîldael, besó la frente de la misma cual soplido del viento, la cubrió con su camisa, y se reincorporó consciente de que no debía continuar. Hasta podía hacer que perdiera la cría.

Se puso una mano en la frente, dándose cuenta del inmenso calor que se negaba a abandonarlo. Estaba seguro de que si volvía a mirarla, mandaría todo al demonio y satisfaría a ese licántropo al que había dejado salir, porque vaya que le había gustado. Una náusea nacida del desorden le impidió permanecer. Vistió sus pantalones lo más rápido que pudo y salió de la cueva sin decir una palabra. Podía sentir a Jîldael tras de sí maldiciendo su nombre y hasta tres generaciones hacia atrás, pero ya no podía regresar en toda la noche. ¿Y quién sabía? Si no lograba recomponerse, en todo el viaje.

Por poco resbaló por la pronunciada pendiente hacia abajo. Aquello le molestó. Algo tan insignificante como un accidente frustrado lo puso de mal humor. Eso le pasaba por contenerse y lo sabía. Saberlo sólo provocaba que se ofuscara más, que quisiera patear lo que se le cruzara por delante, aunque fuera aire. Pero como su parte racional estaba haciendo presión para volver a apoderarse de su cabeza, se alejó del resto de los hombres e (irónicamente) sus pies lo llevaron a la misma fuente de agua a la cual había acudido Jîldael hacía sólo minutos. Ingresó de manera abrupta, con pantalones y todo. Se mojó furioso el torso, la pelvis, la espalda y la cabeza, desordenando todavía más los rizos de su cabeza.

Sin embargo, aun después del baño de agua fría que apenas lo encerraba, el licántropo todavía tenía dudas buscando certezas:

Lorelei, ¿vos sabíais? —miró hacia el cielo estrellado, traicionero, burlesco— ¿Estaba escrito que sucedería? ¿Estoy condenado a traicionaros?
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Dom Mar 08, 2015 9:46 pm

“El miedo es más injusto que la ira”.

Amado Nervo.


Él la miró como si la estuviera viendo por primera vez, como si no hubiera existido antes de ese momento fundacional en que todo se reinventaba con el fuego del deseo. Y Jîldael se permitió sentir que todo era nuevo, que nada había sido sino hasta ese segundo eterno en que sus cuerpos se convertían en explosión de estrellas:

¿ … No volváis a hacer eso, asustarme así. Siempre debéis volver, porque si soy yo el que os encuentra lo lamentaréis, ¿me habéis oído? — le rogó él, como si ella le importara, como si no pudiera soportar perderla.

Aquello, por supuesto, era una fantasía, alentada por sus cuerpos que anhelantes se buscaban y se enredaban en besos y abrazos, cada vez más fieros e impulsivos. Ella lo sabía demasiado bien, como probablemente él conocía ese sentimiento arrebatador que era la pasión. ¿Cómo podían volverse el uno de la otra tan fundamentales y definitivos cuando apenas les separaban unas horas y mucho rencor desde que se conocieran? Sería tal vez que las experiencias terribles definen el carácter con la permanencia del hierro incandescente y, de ese mismo modo, el vínculo entre ambos fuera una colisión, intempestiva e inevitable.

Y de pronto, la tempestad era toda languidez y suavidad. Como si ella se rindiera ante él; como si él se entregara del todo a ella. Así fue como Valentino cayó de rodillas frente a ella y abrió un surco de fuego desde sus pechos hacia lo desconocido que era aquel “uno” que empezaban a construir juntos.

Mas entonces, como un balde de agua fría que ella no vio venir, él se detuvo con tal violencia que Jîldael pensó que sus enemigos se habían aparecido en la entrada de la cueva tan bien custodiada… Pero no. Nadie en la entrada importunaba aquel momento; era el Lican quien había decidido detenerse, dejándola a ella con un dolor palpitante en todo su cuerpo, con un vacío que crecía a pasos agigantados dentro de su pecho. Lo miró, atónita, sin dar crédito a los actos del varón:

¡Suficiente! — exclamó, repentinamente furioso, al tiempo que le tomaba las manos y la inmovilizaba con una destreza abismal. Lo cierto es que no era necesario; ella no tenía fuerzas para obligarlo a nada y a cada momento su debilidad aumentaba, producto del dolor y la decepción — No está bien. Vos estáis preñada y débil, y yo tengo todo el poder para destruiros. Esto se tiene que detener aquí. Lo lamento, ha sido mi culpa.

Cada palabra suya le hirió en lo más hondo de su amor propio. Había sido una fantasía, después de todo. Después de todo, él le recordaba que estuvieron a punto de cometer un error garrafal. Se puso de pie, sin mirarla; la besó con indiferencia y abandonó el lecho común, dejándola allí olvidada como flor de verano que nace en invierno.

El frío la recorrió y un par de lágrimas rebeldes se le escaparon de los humillados párpados; con sumo esfuerzo cogió la manta que le habían dado y se envolvió con ella, tratando de recomponerse, de recuperarse de ese golpe de gracia que le diera el Lican.

Pero él tenía razón. ¿Por qué entonces le dolía tanto el rechazo? Ella estaba acostumbrada a que esas cosas pasaren; había sobrevivido a otros desencantos y abandonos…, pero era éste el que le dolía y le dolía lo suficiente como para debilitarla. Sentía como si le hubieran dado una paliza monumental y no tuviera fuerzas para nada. Una parte de ella quería que él volviera, para poder gritarle y sacarse esa rabia que le carcomía las entrañas. La otra parte sabía que él no iba a volver; era un Lican y la luna estaba cerca, pero también era un noble y su moral era inquebrantable; lo poco que le animó esa triste noche fue comprender que él la consideraba lo suficientemente tentadora como para no atreverse a tenerla cerca.

Convencida de que él no volvería, alimentó la humilde hoguera, se envolvió en la manta y se acomodó para dormir. Pese a todo, apenas se apoyó contra la pared cayó rendida en los brazos de Morfeo.

***

A la mañana siguiente, el frío amanecer la despertó como cuchillos contra su espinazo, pues ni la manta que la envolvía consiguió protegerle de ese decadente despertar. Miró a su alrededor y comprendió que Valentino había pasado la noche fuera de la cueva. El frío de su cuerpo fue rápidamente expulsado por la ola de furia que le azotó las entrañas. Maldito cretino. ¿Qué había dicho él mismo sobre no preocupar al otro? Se vistió con prisas, furiosa a cada segundo que pasaba, mientras mascullaba el discurso que pensaba soltarle en la cara en cuanto lo viera. Recogió todo, con la prisa de la ira y, cuando estuvo lista, bajó al campamento principal en donde el joven del día anterior le entregó solícitamente las dos monturas, para luego darle noticias de Valentino.

Así que había pasado la noche junto al río. Una arrogante sonrisa se dibujó en el rostro de la joven al tiempo que se encaminaba al encuentro de su compañero de viaje; mas no hizo sólo verlo para que toda su rabia desapareciera y fuera reemplazada por una nostalgia que la sobrecogió. Carraspeó con torpeza:

“Alteza”. — masculló con molesta ironía — Cumpliendo vuestro itinerario, debemos partir ahora si no deseamos que nuestros enemigos nos den alcance… ¿O será que vuestra merced necesita congelarse un poco más antes de partir para asegurarse que cogerá el catarro del siglo por salvaguardar su ridículo honor? — él volteó de golpe hacia ella y la Felina le devolvió una mirada fría y acerada.

Eran enemigos una vez más.


***
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Mensaje por Valentino de Visconti Vie Mar 13, 2015 11:19 pm

Justo al día siguiente de haber dormido soñando con su mujer perdida a la muerte, Valentino se encontró con la que él necesitaba no necesitar.

¿Creéis que lastimando vanidades ajenas salváis la vuestra, Jîldael? Patrañas, ¿qué ganáis de esta manera?

Comprobó lo peor: que ella no estaba molesta; simplemente estaba furiosa con él. ¿Le daba la espalda a causa de algo que había dicho o hecho? Valentino estaba un tanto confundido; creía que había sido lo suficientemente delicado como para no ofenderla. Ah, felinas, ¿quién las entendía?

Señorita, decidme lo que hice para haceros declinar en vuestros ánimos. —murmuró— Fuera lo que fuese, lo hice por vuestro bien, sobretodo por el de la cría. Y si os molesté no lo hice intencionalmente. Si realmente queréis un trato diferente de mí, voy a hacer mi mejor esfuerzo para ayudaros, pero dentro de lo prudente, estimada. No más ni menos. Quiero que sepáis que como compañero vuestro en este viaje estaré muy decepcionado si seguís portando ese talante infantil por lo que estoy pensando. Pero como Valentino de Visconti os aviso que necesitaréis más que una cara larga para hacerme flaquear en mi palabra honrada. Yo aquí me quedo.

Y la dejó cabalgar a solas.



Fue un alivio para ambos llegar a su destino. La casa contenía distracciones para que no tuvieran que toparse el uno con el otro a través de silencios tensos. Ella se fue por su lado y él por el suyo. Sin amarse y sin buscarse, pero sin destruirse al menos físicamente. Valentino ya había perdido la cuenta de la cantidad de veces en que había sentido la agresividad de Jîldael crecer y disminuir a través de las paredes. Eso hasta que se descubrió contemplando muy interesado las caderas de la criada de la hora del té. Empezó a notar que su piel estaba más caliente, que su respiración era más jadeante, y que su deseo era más intenso. Se pasó la mano por detrás de la nuca y notó cómo se estremecía, cómo se rendía.

Habría tolerado un meneo de caderas así si no hubiera sido porque la noche anterior por poco había yacido con… «No, no penséis en ella».

Y aún así, una vez que ella se abrió paso por un instante en su mente, fue incapaz de detenerse. El licántropo en su interior hizo que se viese a sí mismo deslizar los dedos por el interior del muslo izquierdo de la felina. Como siempre ocurría cada vez que se aproximaba la metamorfosis, el deseo le atravesó. Y, de repente, necesitó desesperadamente yacer con una mujer, o dos si es que no era suficiente para calmar sus demonios.

Con la misma desesperación con la que sabía que ni Jîldael ni él volverían a ser los mismos después de su encuentro, contuvo esos pensamientos y se arrancó del asiento para dirigirse al lavado. Sería mejor que se diera prisa antes de que sus pensamientos se adueñaran de su voluntad. Frente al espejo respiró hondo, levantó una cubeta de agua, cerró los ojos y se abstrajo de todo salvo de la manera en que Jîldael se había sometido a él hacía sólo un día. Se mojó de pies a cabeza vertiendo el balde encima de él, metió la cabeza bajo el chorro de agua y se ocupó de viril calor.

Al primer roce, notó rápidos escalofríos en la ingle que le subieron por la espalda. Evocó recuerdos de la pantera y de sus gemidos. El olor de su excitación seguía impreso en sus fosas nasales. Sus temblorosas súplicas corporales le habían excitado. Notaba un cosquilleo en la base de la columna. La parte que deseaba recordar era cuando ella se ofrecía y su aroma le decía que estaba fértil y dispuesta. No era que hubiese pasado demasiado tiempo desde que se sintió rodeado por la sedosa opresión del sexo de una mujer, pero nada había cambiado desde entonces. No tenía razón para pensar que estar con Jîldael supondría alguna diferencia; el aplastante vacío y la decepción le inundarían en el momento en el que se disolviera su transformación. Después de eso ya no volvería a desear a... ¡No! ¡Maldición! No podía pensar en ella. El deseo ardía lentamente en su vientre y se extendía al resto de su anatomía. ¡Pero no cometería bajeza alguna como acabar él mismo con ese ardor o abusar de una desprevenida criada!  

Si no podía controlar ni sus pensamientos entonces estaba más que claro: se transformaría esa misma noche. No había podido prepararse porque sus estudiosos de los astros no les llevaba consigo, pero los síntomas en su cuerpo eran claros. Requería urgentemente de claustro, de cadenas o de un ancla de ser necesario. ¡Justo cuando Jîldael no le dirigía la palabra! Pero ya no importaba si quería oírlo o no; ¡tendría que hacerlo! Y no por capricho de él, sino porque la luna no dejaba otra alternativa.

La buscó por el aroma e irrumpió en su habitación abriendo las puertas de par en par. De haber ejercido un poco más de fuerza, las habría hecho pedazos. Es que dentro de sus prioridades no estaba medirse, pues ya no era posible; ahora sólo quedaba contenerse. Contenerse y que… Jîldael se apiadase por su paz.

Del Balzo, necesito las cadenas más resistentes de las que dispongáis. Unas que puedan sosegar a un elefante, ahora. Y por favor no preguntéis.
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Mensaje por Jîldael Del Balzo Sáb Mar 14, 2015 11:47 am

““El amor ahuyenta el miedo y, recíprocamente el miedo ahuyenta al amor. Y no sólo al amor el miedo expulsa; también a la inteligencia, la bondad, todo pensamiento de belleza y verdad, y sólo queda la desesperación muda; y al final, el miedo llega a expulsar del hombre la humanidad misma”.

Aldous Huxley.


Él volteó de golpe a verla. Y ella le sostuvo la mirada fría y acerada. Su orgullo había sido herido de un modo que no esperaba que ocurriera. Y cuando creía que Valentino no podía herirla más, él le demostró que podía superarse:

¿Creéis que lastimando vanidades ajenas salváis la vuestra, Jîldael? Patrañas, ¿qué ganáis de esta manera?

Ella apartó su mirada, con la misma rapidez que antes exhibiera el Lican, para evitar que éste descubriera cuánto le hería su indiferencia. Por supuesto, para el Visconti, lo ocurrido la noche anterior no había sido sino el arrebato de su cuerpo, prisionero de la Luna y su influjo maldito. En cambio, para ella había sido un descubrimiento valioso de sí misma, un regalo de la Vida que le hacía libre y le devolvía la felicidad que la Muerte se empeñaba en robarle.

Ambos se subieron a sus monturas e iniciaron la incómoda marcha en absoluto silencio, mientras los pensamientos de Jîldael escapaban de su voluntad y volaban en dirección de la memoria de Declan Sinclair; no pudo evitar el curso que sus ideas tomaron y, mientras pensaba en ese otro Lican, muerto por su causa, no pudo evitar compararlo con Valentino; ¡qué diferentes eran ambos hombres aunque los dos le hubieran marcado el alma para siempre! Mas era el “Zar” el misterio que ella deseaba resolver. Quería entenderlo en toda su infinita complejidad; quería mirarle desde dentro, comprenderle, pelearse incluso, desde lo más íntimo de su alma, sabiendo que sabía todo de él y que él se permitía saber todo de ella. Pero el Lobo no se lo permitía; le ponía barreras que detenían ese descubrimiento y la obligaban a replegarse dentro de sí misma.

Le concedió la razón a su Maestre; Charles había dicho la verdad cuando mencionó que el Zar ruso era, ante todo, justo, sabio y noble. Y pudo comprender a Valentino, muy a pesar suyo. Él había tenido la entereza de comprender esas emociones como lo que eran para el varón: el arrebato inconsciente del influjo de la Luna en su sangre; no valía más que eso, que un torrente incontrolable de deseo liberado y ya. Y siendo Valentino quien era, no podía proceder de otro modo más que como su moral, firme e inquebrantable, le exigía. Por eso él se había detenido; porque no concebía mancillar el honor de una mujer, más aún estando encinta, más aún siendo aristócrata. Todas las normas que habían constituido parte de la vida del varón amenazaron con quebrarse si él se hubiera dejado llevar. Y, a diferencia de otros hombres, Valentino no cedía a sus deseos, aunque contener el torrente de sus impulsos pusiera en peligro su propia vida. Así, so pena de morir en el intento, tuvo él la fuerza de carácter de retirarse con el honor limpio. Lo entendía. Pero no le perdonaba.

Porque, entonces, inevitablemente, volvía al mismo punto que lo rompiera todo, que los pusiera en veredas tan diferentes que parecía que un abismo se extendía entre los dos, infranqueable, definitivo. Pues nada había sido igual para la Felina; ella era libre, siempre lo había sido; su padre la educó para moverse en las costumbres de Palacio y de la Aristocracia, pero la Del Balzo no pertenecía a ese mundo; su espíritu felino había aprendido a buscar sus propios deseos, a cumplir sus propias esperanzas, sin que éstas nunca dependieran sino de su propia voluntad y decisión. Si se entregaba a él, con tal libertad, no era porque no recordase su cuna, sino porque no le importaba esa cuna; le importaba, por sobre todas las otras cosas, quién era, quién empezaba a ser cuando era con Valentino. Y era alguien que recuperaba la esperanza que tantas y tantas veces le había quitado la caprichosa Muerte.

¿Por qué el “Zar destronado” no podía verlo así? ¿Por qué, siendo él ya libre del peso de la Corona, insistía en atar su alma a un protocolo que no merecía tales sacrificios? Jîldael comprendió que aquélla era una batalla perdida cuando el Lican insistió en defender sus acciones:

Fuera lo que fuese, lo hice por vuestro bien, sobretodo por el de la cría. Y si os molesté no lo hice intencionalmente. Si realmente queréis un trato diferente de mí, voy a hacer mi mejor esfuerzo para ayudaros, pero dentro de lo prudente, estimada. No más ni menos…

Le escuchó, sin querer escucharle, y debió apretar las cinchas con especial rudeza, al límite de sus fuerzas, dañándose las manos sin remedio por causa del esfuerzo sobrehumano por no arrojarse sobre él y golpearle hasta el cansancio; pensó en soltarle alguna brutalidad, tan propia de su carácter malcriado, pero ni siquiera en ello habría encontrado paz. Así que le dejó decir y, en apariencia, le ignoró con total triunfo (aunque en su interior, cada palabra del aristócrata horadara todavía más su herido amor propio) y apuró a su montura, cuando el Lican dejó de hablar.

Así las cosas, ella no dijo nada. Y él la dejó cabalgar con su silencio taimado.

***

Una jornada apenas, arribaban con total seguridad a la Mansión de Dijon, en donde todos les esperaban con ansiosa calma. La llegada de Jîldael fue, para la servidumbre, como una brisa cálida en medio del frío invernal. Y, en efecto, ambos fugitivos, los últimos en llegar, lo hacían justo a tiempo, pues el clima avisaba el crudo invierno que amenazaba con encerrarles por varios días en aquella región de Francia. Jîldael cruzó los dedos porque la lluvia y la nieve llegasen pronto y borrasen cualquier rastro que sus enemigos pudieran seguir. Mas no era su voluntad la que los astros oían y, cada noche, la Luna se burlaba desde su trono, brillando intensa, anunciando la plenitud de su dominio con su figura cada vez más redonda y perfecta.

Así pues, le era imposible a la joven olvidarse de Valentino por más empeño que ella pusiera en tal propósito. Le evitaba deliberadamente, cambiando sus horas de comida, de lectura, de estudio; incluso sus horas de ocio las adecuaba al ritmo de vida de Valentino con la sola intención de no verle, lo cual era del todo infantil y ridículo, pues en su afán de evitarse su presencia, pasaba incluso más pendiente de él que si simplemente le hubiera ignorado. Más de alguna vez, Charles le enrostró la estupidez de su pueril plan, y ella, orgullosa y terca, se negó a cambiar sus hábitos, aunque ello le obligase a predecir cada paso del “Zar” en la casa. De ese modo, sin darse cuenta, se aprendió de memoria el olor de Valentino, la fuerza que imprimía en su caminar, el modo en que se movía e incluso el ritmo al que respiraba, de tal suerte que podía adivinarle incluso antes de verle. Y así pudo evitarle con total éxito.

Hasta que fue él quien le encontró, muy a su pesar, en la privacidad de su dormitorio:

Del Balzo, necesito las cadenas más resistentes de las que dispongáis. Unas que puedan sosegar a un elefante, ahora. Y por favor no preguntéis.

¿Cómo se atrevía él a darle órdenes y a exigirle que no preguntara nada? Su espinazo se erizó de rabia, más la mujer que era la Pantera se contuvo, cuando el calor excitante del cuerpo de Valentino inundó todos sus sentidos; como una especie de anestesia, Jîldael aplacó su mal carácter y, sin mirarle, le indicó que le esperara allí mientras ella se daba a la tarea de cumplir su petición.

Si lo hizo fue porque no comprendió en absoluto para qué podría un hombre como Valentino desear unas cadenas cuando ardía en la fiebre del deseo. Sólo cuando encontró un juego de cadenas lo suficientemente grueso y resistente, se le ocurrió a la joven la idea morbosa de que el Visconti había desatado alguna especie de demonio interior y se daba el placer de probar un sexo más violento, más en consonancia con su espíritu animal. Sonrió de placer, al saber que el hombre daba por fin libertad al lobo que era, mas la felicidad no le duró mucho cuando comprendió que para tales asuntos debía el Licántropo tener una necesaria compañía femenina que, con toda certeza, no sería ella, debido a su estado de gravidez.

Una rabieta, producto de los celos, le llevó a estrellar las cadenas contra la pared y, por un momento de egoísmo puro, decidió que no le ayudaría en tales perversiones; si quería revolcarse con una meretriz (o peor, con una de sus doncellas) que se las apañara él sólo; no obstante, sobre el mismo arrebato furioso, sus celos aún más crueles decidieron humillarle, poniendo en evidencia el secreto que ella develara sin problemas; que el “Zar” supiera que ella también sabía, a ver si tenía la cara de acostarse con otra mujer, después de haber lanzado un discurso tan sentido sobre la moral y la ética unas noches atrás.

Así pues, apuró sus pasos en dirección de Valentino e ingresó en su cuarto, como la furia hecha persona. De un colérico movimiento, arrojó las cadenas a los pies de Valentino y clavó en él su mirada gélida:

Ahí tenéis, “Majestad”, las cadenas que pedisteis. — masculló, celosa, hiriente — Ahora decidme dónde escondéis a vuestra amante, porque dudo que podáis lograr el placer que buscáis sin ayuda de una mujer. Os confieso, “querido” Valentino que jamás hubiera pensado que vos disfrutabais del sexo violento, con toda esa palabrería que me soltasteis sobre el honor y la decencia. — le dijo, socarrona, disfrutando de la cara del Lican que se desfiguraba a cada frase suya. Era justo lo que ella deseaba, que se sintiera desnudo, humillado y que no pudiera disfrutar ni medio golpe. Estaba completamente furiosa porque no admitía que los celos y la envidia se la estaban comiendo viva, así que insistió en ese juego cruel de palabras del que, no sabía, se iba a llevar la peor parte — Pero me alegro, ¿sabéis? Os hacía falta liberaros de esa prisión en la vos mismo os habíais escondido hasta ahora. Así que presentádmela, dejadme ver qué tiene ella que no pudiera ofreceros yo. — insistió y entonces comprendió que él estaba solo y un miedo lacerante le carcomió la espina dorsal — ¿O será…? ¿Acaso pensáis someterme con cadenas, Monsieur? ¡Os advierto que, pese a mi estado, sigo siendo una mujer fuerte! — le amenazó, intimidada.

Creyó, ¡qué tonta, ingenua era!, que era ella la mujer elegida y sólo entonces se dio cuenta de que era algo que no deseaba hacer. Y dejó que sus fantasmas y su paranoia crecieran a pasos agigantados dentro de su cabeza, pero su cuerpo, traidor, fue incapaz de moverse ni medio ápice de donde estaba.

Si Valentino hubiera querido, ella habría sido la presa más fácil de cazar. Y, lo peor de todo, es que, literalmente, había sido la propia Jîldael quien se había metido en la boca del lobo y ahora no sabía cómo salir de allí.

¿Cuándo aprendería a cerrar su boca y a no meterse donde no le llaman?


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