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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Valentino de Visconti Miér Nov 05, 2014 8:59 am

Recuerdo del primer mensaje :

Después del baile que se llevó a cabo en el Palacio de Invierno, Valentino decidió que era suficiente de Rusia, «al menos por un tiempo» se dijo, aunque no estaba seguro de querer volver. ¿Qué era el tiempo para un licántropo? Un cuentagotas; lento, mínimo, tortuoso. Inútil. ¿A qué se suponía que volvería? ¿A fingir ser lo que no era? Había comprobado lo infructuoso que era. ¿Iría a que lo que llevaba dentro jugara con él hasta hartarse otra vez? ¡Había estado a punto de deshonrar a una joven y a una nación entera por su causa! No, basta ya. Convencido de que era suficiente, emprendió viaje hacia el último sitio en la tierra donde se había sentido medianamente en paz: Francia. Pero no retornó a las calles parisinas, donde quizás algunos pudieran reconocerlo. En medio de su confusión, solamente tenía certeza de que no quería ver ni hablar con nadie. Necesitaba de su claustro.

Fue así que adquirió un inmueble en las afueras Lyon, dispuesto a que nadie, ni el espíritu de su difunta mujer, ni los recuerdos de aquel vals, ni siquiera él, pudieran encontrarlo. Días completos pasó en esa habitación ubicada en el desván, sin mayores lujos que los platos de alimento que le pasaban por debajo de la puerta. Marianne le insistía con voz cada vez más enfática de que no podía ocultarse para siempre, pero era inútil, pues la respuesta que el licántropo se daba a sí mismo era: «¿Por qué no? Mirad como lo hago»

De día miraba por la ventana hacia fuera, y cuando tenía sueño, dormía en el piso, viendo pasar lenta e inexorablemente los días para su próxima transformación. Sólo allí bajaría a las mazmorras para encadenarse. La pregunta era si con su cautiverio voluntario se estaba sanando o envenenando. Eso dependía… ¿no podía considerarse que sanar a un ser maldito fuese el veneno mismo? ¿se haría más fuerte el hijo de belcebú? Se lo preguntaba con una reincidencia que desafiaba la sanidad.

Pero en medio de su caos interior, un haz de cordura se hizo presente cuando sintió el repentino deseo de verse al espejo, el único en la estancia. El individuo que miraba como idiota ese reflejo, no hacía dos semanas fingía ser el gobernante que se esperaba que fuera, sentado en un trono de formalidades o bailando con doncellas. Ahora estaba aprisionado, inmóvil, en medio de ese gélido marco de plata.

Valentino se acercó unos centímetros y descubrió, por primera vez en su faz, el rostro de un muerto. Trazos descoloridos lo atravesaban, sin un toque de color en los amplios párpados abiertos. Un rostro vacío de todo matiz. Incluso su antifaz, su más preciada prenda de vestir que llevaba colgando de una mano, expresaba. En cambio aquel fallecido, al cual no tenía el valor para despertarlo porque parecía que no hubiera abierto nunca los ojos, le sugirió repentinamente la palabra derrota. Derrota, una colosal derrota, una derrota continua, de innumerables noches, una derrota aterradora que comenzó a crecer en su cuarto y dentro de su cabeza.

Señor, ¿está todo bien? ¿necesita algo? —escuchaba tras la puerta. Pocas veces contestaba. Y cuando lo hacía, la coherencia no estaba presente.

Valentino estaba sano, pero el lobo estaba lastimado. Era el precio de encadenarlo; eventualmente, la prisión causaba estragos en el reo. Mas dentro de esa prisión, lo hería aún el fantasma del pasado. No conseguía huir de su historia.

Os prometí una mentira sobre lo que no existe, Lorelei —susurraba de pronto, sin causa ni finalidad, al mundo fuera de la ventana.

Patrón, hace tiempo ya que nos dejó la señora —le contestó su ama de llaves en una ocasión que lo oyó, a la hora de la comida. No hubo respuesta de parte de Valentino.


Una tarde, sintió el extremo contrario invadirle. No quería estar encerrado de ninguna manera. Pareció que hubieran derramado fuego dentro de sus venas. Sin dar aviso a nadie, saltó por la ventana hacia las rosaledas. Salió al vergel, huyendo. Se internó en la espesura y sin previo aviso le acometió una misteriosa languidez. A medida que avanzaba fue cerrando los ojos, andando desorientado hasta que se abandonó a la tierra, acostándose desordenadamente contra un árbol. Se sintió flaquear y en vano meneó la cabeza para evaporar el sopor que se apoderaba de él. Comenzó a ver borroso, pero curiosamente tanto audición como olfato se agudizaron. Creyó percibir el sonido de las ruedas de un carruaje andando por esos caminos poco transitados; quizás era la muerte, al fin. Casi al mismo tiempo vino a sus narices el aroma de una criatura, ni tan humana ni tan bestia, pero igual de feroz. ¿Qué estaba pasando?

Me llaman… —gimió de pronto.

¡Con qué velocidad la sensación de contraposición fue acortando los segundos! El sol comenzaba a hervir en su muerte. El firmamento lo cortaba un hilo de bronce que pronto fue reemplazado por una roja furia. Refulgía el cielo como loco, pero no conseguía atenuar ni la fragancia que se aproximaba ni a la bestia que por los ojos al lupino le saltaba.


Última edición por Valentino de Visconti el Sáb Dic 20, 2014 6:33 am, editado 1 vez


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Mensaje por Valentino de Visconti Lun Abr 13, 2015 10:04 pm

Podía ver que estaba molesta, pero no le importó. No le importaba nada más su alma agonizando por la pasión que invadía impiadosa su cuerpo, como un metal helado sobre la piel de un desierto. Es que tenía la sensación de que si no encontraba alivio pronto, se desencadenaría la enfermedad sobre la tierra. Y era capaz de hacerlo, él mismo convertirse en un virus pestilente y abrasador. Así que solamente había dos opciones: o era liberado o contenido. La primera opción no estaba en discusión; podía matar, violar, despedazar a destajo y al día siguiente no recordar nada. Debía contenerse, y si tenía que tragarse mil Jîldaels con miradas coléricas, lo haría. Después de todo, a esas alturas podía beber fuego líquido y no sentir las quemaduras.

Agradeció a Dios y a todo lo bendito cuando ella no opuso objeción. Ya tenía bastante con sus berrinches y pataletas. Solía ser paciente, bastante, tanto como le habían enseñado los años y su propia condición, pero esta… felina, sacaba de quicio a cualquiera. Que se mostrase no dócil, mas resignada a ceder, ayudó a no acumular más carga, mas no a aligerar la que ya tenía a cuestas.

Siguió a la mujer a duras penas concentrado. El sudor le resbalaba por el cuerpo, naciendo en la sien y luego bajando por el esternón hacia abajo. Ni qué decir de sus manos. Por él ya se hubiera desnudado con el cuerpo ardiendo contra una pared helada.

Finalmente le fueron entregadas las preciadas cadenas, el seguro de la vida de todos los que ahñi moraban, pero no de la manera que esperaba. ¿Pero qué le ocurría a Jîldael? No hacía dos minutos estaba tranquila y dócil, ¿y ahora se las daba de bipolar? Ay, felinos, felinos del infierno. Fácil era atribuírselo a una especie, pero nada lo tenía preparado para lo que oiría a continuación.

Valentino quedó atónito. Atónito y terriblemente ofendido.

¿Qué? ¡Un momento! ¿¡En qué pensáis?! ¡Decidlo en este instante, os lo exijo! —pero se arrepintió de querer escucharlo— ¡No, no! ¡Estáis entendiendo todo mal! —niña malcriada. Podía verse como mujer e incluso llevar la flor de su femineidad con una criatura viva, pero hablaba desde un orgullo herido producto de una bobería incorrecta. Valentino tuvo que sujetarse la cabeza con ambas manos para no enfadarse exageradamente debido a la testosterona embravecida— ¿¡Cómo es posible que siquiera concibáis algo así!? ¿Me creéis capaz de violar a una doncella inocente, de hacerle tamaño daño? ¿¡Tenéis idea de lo que es para una humana yacer con un licántropo ad portar de su transformación?! ¡Me insultáis, Del Balzo! ¡Ya he asesinado a decenas inconsciente como para aniquilar también a los cientos que rondan por esta casa! Y es tal vuestro orgullo que pensáis más en él que lo único que importa, que es seguir viviendo. Gente muere por vuestra cuasas ¡y vos pensáis en vuestro orgullo herido! Está bien, hacedlo si queréis, pero yo no. No os contestaré una sola palabra ni me aprovecharé de vos. ¡No puedo; soy hombre!

Sobre la sugerencia de Jîldael sobre yacer con ella… ¿es que no había entendido que no era posible? ¿No tenía respeto por la vida que llevaba en el vientre? Pero qué irresponsable era. Su vanidad herida era tal que le impedía ver que lo que Valentino hacía era para protegerlos a todos, tanto a ellos como a él. Sí, a él, porque yacer con una mujer era peligroso también para el licántropo. Podía querer hacerla su hembra, y desde ahí la pasión se volvía un vínculo perpetuo. Valentino sería capaz de matarla por el sólo hecho de creerla suya. Con las mujeres con las que intimaba no ocurría eso, en parte porque no yacía con ellas más de una noche y por otra porque le comenzaban a temer, percibiendo esa aura profunda de quien llevaba su maldición. Pero esta pantera quería soplar esas brasas, convertirlas en fuego. No sabía en lo que se metía. Y como ella no sabía, él tenía el deber de la conciencia y responsabilidad.

Valentino hubiera seguido despotricando, en caída libre hacia el incremento de una furia ciega, pero repentinamente sintió un dolor agudo en el pecho que lo obligó a apoyarse en la pared. Sabía lo que significaba. Era el aviso. Un baño de escharcha sacudió sus venas como preludio a lo que venía. Fue lo que necesitó para docilitarse y dar las respectivas instrucciones. Cuando volvió el rostro, éste había abandonado súbitamente la cólera para mostrar un terror inmenso. Pavor a la bestia que reposaba dentro y que pronto se apoderaría de todo lo que conocía, incluyendo sus vínculos.

Fue entonces que un extremo de la cadena que lo rodeaba entre sus manos y las sujetó con tal fuerza que comenzaron a vibrar entre sus falanges. La mirada hacia Jîldael fue intensa y a la vez suplicante.

Necesito esto por vuestro bien más que por el mío. Por el vuestro y por el de todos aquí. ¿No lo veis? Estoy a punto de transformarme. Hubiera querido retrasarlo hasta llegar a nuestro destino final, pero esta marca yo no la mando. Os diría que le preguntarais a mi madre, a mi esposa, a los hijos que no alcanzaron a nacer, pero están muertos. Vosotros tenéis que vivir. Y luego… luego despotricáis contra mí cuanto queráis. Pero ahora llevadme abajo antes de que pierda el conocimiento.

Casi arrojándolas, depositó los eslabones unidos en las manos de Jîldael y retrocedió al instante, como arrojado por una fuerza maligna, y en verdad era así.

Comenzad. Una vez en vuestro calabozo, cuando presenciéis el primer espasmo… tirad de la cadena con todas vuestras fuerzas. Hacedlo como si me quisierais matar. Más de una memoria o sentimiento actual os despertará ese instinto asesino. Yo aguardaré por él.

El tiempo corría. No quedaba ya mucho más.


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Mensaje por Jîldael Del Balzo Vie Mayo 29, 2015 12:11 pm

“Sin piedad la justicia se torna crueldad. Y la piedad sin justicia, es debilidad”.

Pietro Metastasio..


Él sostuvo su cabeza con ambas manos, como si luchara por conseguir una paciencia infinita, como si ella no fuera más que una chiquilla malcriada que no sabe ni lo que dice ni lo que habla.

Lo peor de todo era que Valentino tenía razón. Acaso aquello era lo que más humillaba a la Pantera, pero no se movió, ni dijo nada. Mucho menos se disculpó; el único signo visible de su vergüenza era el rubor que no pudo controlar, mientras el Visconti le gritaba, justamente enardecido:

¿¡Cómo es posible que siquiera concibáis algo así!? — quiso decirle que sí; que tenía imaginación de sobra; mas, como pocas veces supo quedarse callada — ¿¡Tenéis idea de lo que es para una humana yacer con un licántropo ad portas de su transformación?! — una vez más sintió el impulso soberbio de responderle, del mismo modo en que replicaba a su padre (y por eso, claro, la conversación siempre concluía después del guantazo de Jean), pero otra vez no lo hizo.

Y es que había algo peculiar en la ira de Valentino que la dejaba sin palabras, que la amarraba al suelo en actitud silenciosa. Probablemente fuera la desesperación de su mirada, la convicción de su discurso… O tal vez fuera la simple empatía; o la culpa. ¿Quién podía saberlo? Lamentó en su fuero interno el haberle ofendido, masculló una retahíla incomprensible de la que Valentino jamás llegó a enterarse pues justo en ese instante una debilidad violenta le acució el espíritu y le dobló el cuerpo por la mitad, como si, de pronto, hubiera envejecido mil años en esos pocos segundos. Su mirada, abyecta de terror, suplicó desesperada por su tolerancia.

Jîldael por fin lo comprendió; algo había a lo que Valentino le tenía verdadero horror e intuyó la joven con casi total certeza que era a ese “otro él” que tanto trataba de ocultarle a los demás. Una fiera debía de habitar bajo esa piel severa y disciplinada; un monstruo sediento de sangre y de muerte… Él habló, de nuevo, con voz lánguida y torturada:

… ¿No lo veis? Estoy a punto de transformarme. — se justificó de mil maneras; apelando a las vidas que de seguro él mismo había segado. Jîldael dio un paso hacia él, mientras sus palabras repicaban incansables, agónicas — Y luego… luego despotricáis contra mí cuanto queráis. Pero ahora llevadme abajo antes de que pierda el conocimiento. — él también se movió hacia ella, torpe como si hubiera bebido hasta la inconsciencia y le lanzó las cadenas a sus manos — … Una vez en vuestro calabozo, cuando presenciéis el primer espasmo… tirad de la cadena con todas vuestras fuerzas. Hacedlo como si me quisierais matar. Más de una memoria o sentimiento actual os despertará ese instinto asesino. Yo aguardaré por él. — le ordenó, porque, pese a todo, seguía siendo el alfa de la manada.

De SU manada, tal vez, mas no de ella; Jîldael no pertenecía a nadie más que a sí misma. Y, aun cuando comprendiera sus motivos, aun cuando admirase su espíritu tan noble (que era capaz de matarse bajo el yugo autoimpuesto de las cadenas), decidió que no le obedecería. La Pantera, hermana salvaje del Lobo, no iba a tolerar semejante aberración. ¿Cómo podía Valentino vivir así? ¿Acaso no lo comprendía? Terminaría muerto en plena juventud si seguía amarrando al Lobo dentro de él; y vaya que era un lobo fuerte y digno. Había conocido a muchos de su especie, pero ninguno como él. Todos los demás parecían haberlo entendido; que no se podía vivir más que aceptando al Licántropo dentro de ellos, más que aprendiendo a vivir el salvajismo a la par que la civilidad. Pero Valentino no. Él no quería ser Lobo; él quería seguir siendo humano. La Felina lo entendía, ¡claro que lo entendía si ella misma tantas veces añoró el imposible de su padre vuelto a la vida! Sin embargo, ¡qué bien lo sabía la Del Balzo!, hay cosas que simplemente nunca vuelven a ser lo que eran; ella no volvería a tener a su padre jamás. Y Valentino jamás volvería a ser sólo un humano.

Había cosas que más valía aceptarlas de una vez, como el balde de agua fría en pleno invierno. Lo miró, con ojos llanos y afectuosos:

No. — dijo, con voz clara, firme. Dejó caer las cadenas al suelo, como si le quemaran, como si se sintiera asqueada de sólo tocarlas — No volveréis a hacer esto con vos mismo. No en mi casa. — sentenció, como si fuera una libertadora, cómo si él necesitara ser rescatado. Otro paso, tranquilo y firme, hacia el Hombre–Lobo. Y otro más hasta que le tuvo frente a sí, le cogió el rostro y le obligó a mirarle — Sois mejor de lo que erais como humano: más veloz, más fuerte, más sano. No veáis esto, Monsieur, como un castigo; si lo hacéis, Valentino, acabaréis enloqueciendo. Y un alma, como la vuestra, no merece ese destino tan ruin. — le pareció que él quiso replicarle, pero no se lo permitió — Depende de vos el cómo queráis verlo. Pero, si os lo permitís una vez, quizás descubráis que ha sido un regalo. No encerréis a la bestia; domadla; mostradle que ella os pertenece y no al revés. — le acarició la mejilla sudorosa y le acomodó los cabellos; comprendió que él no querría aceptar su propuesta, que retrocedería como si le hubieran estaqueado, pero ella tenía un as bajo la manga — Vendréis conmigo esta noche, Valentino de Visconti. A mí no me haréis daño. Soy una Cambiante, ¿recordáis? Mi Pantera estará a la altura de vuestro Lobo… — se explicó, pagada de sí misma, pero su expresión suave delataba su angustia — Dejad que “él” salga, Majestad. Dejad que os cuiden. Juro por mi vida y la de mi hijo que no mataréis a nadie… — rogó, piadosa.

Y era que, más allá de cualquier defecto, deseaba que él estuviera bien. Y no lo iba a conseguir amarrándose a esas estúpidas cadenas.

Pero ya no dependía de ella. Ahora era ese Lobo el que debía decidir.


***



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"En la venganza, como en el amor, la mujer es más bárbara que el hombre."
Friedrich Nietzsche.

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