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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Emerick Boussingaut Dom Sep 30, 2012 3:44 pm

"La venganza es una especie de justicia salvaje."
Francis Bacon


El anochecer ya se hacía presente y su humanidad temerosa agonizaba bajo el manto invisible de la licantropía. Minutos, tal vez segundos, restaban para la anunciada salida de la luna que ya se vislumbraba a través de una misteriosa luminosidad fantasmal al inicio del horizonte. Una botella de vino abierta y una túnica de seda ligera descansaban sobre la hierba humedecida por el rocío, mientras el halcón peregrino devoraba su presa como si supiera que se avecinaba la tormenta.

Emerick se sacaba la ropa con premeditada calma y la mirada fija en una pequeña casa de la colina contraria, hogar de uno de sus enemigos; un cazador, juguete de la Inquisición, que se jactaba de asesinar a sus apresados en la plaza publica de Paris. Dolor, cansancio, apatía... todo aquello desaparecía cuando la sed de venganza se imponía.

A vuestra salud — dijo con una sonrisa amarga y alzó la botella en dirección de la casita. Bebió con el sabor del peligro y brindó con la muerte, uno de los dos fallecería esa noche.

Los segundos del reloj avanzaban como tambores de un circo romano, marcando a cada sonido la cercanía del fin. La primera franja plateada apareció furiosa por detrás de la silueta oscura de los montes a sacudir ese cuerpo desnudo que temblaba ante su presencia mientras que el halcón soltaba su presa para huir con la túnica de seda. Corazón, pulmones, órganos, todos se rebelaban contra la fragilidad de ese cuerpecillo humano; crecían y se atropellaban desesperadamente en la pelea de ganar su propio espacio vital. La respiración agitada se convirtió prácticamente en un hipeo espasmódico, disipado a través con un gemido de dolor. Se estrelló contra el árbol buscando desesperadamente aferrarse a ese pequeño soplo de vida. Los músculos contraídos y rígidos, y la boca abierta por el ensanchamiento de sus encías, desgarradas al paso de su nueva y letal dentadura.

La franja plateada se extendía engrosándose lentamente en el horizonte, y el cuerpo masculino se entregaba en bandeja a ese maligno juego lunar; se estiraba, se alargaba, llevando a los nervios y la piel a su punto máximo de elasticidad y dolor. Ya no gritaba, la garganta y cuerdas vocales se destrozaban para volver a formarse diferentes. Los dedos, aún humanos, se enterraban en la corteza arbórea, rompiéndole las uñas que ya también desaparecían para ser reemplazadas por enormes y afiladas garras. Mandíbulas y hombros sobresalían de un cuerpo extrañamente alargado y casi esquelético al que por fin los músculos comenzaban a cubrir, dándole la forma de un mortífero depredador.

Y la franja plateada ya no era franja, sino un semicírculo de plata que reía burlesco y poderoso entre los montes ahora más claros. La piel blanquecina relucía siniestra por el reflejo del astro, los poros se abrían hambrientos, arrojando al exterior un espeso pelaje, incluso más blanco y reluciente que la misma luna, y que cubría su cuerpo como una ola en expansión, desde la espalda hacia el resto de su ser que ahora se estiraba imponente, majestuoso y asesino. Finalmente el licántropo estaba completo y saludaba a la villana luna con un irónico aullido de gratitud.


*****


Como cada luna llena, el arrogante cazador había salido en la búsqueda de nuevas presas. Ésta, había sido la última...

La noche avanzó tranquila, nadie más había en esa casa a quien matar. El hombre-lobo recorría los bosques, olisqueando el ambiente y prestando máxima atención auditiva a todo lo que le rodeaba. Por un momento, fue consciente de todo su entorno; el ululeo de las lechuzas, el aleteo de los murciélagos, los extraños sonidos de los animales nocturnos y sus aromas, las hojas de los árboles danzantes con la brisa, el olor de la tierra húmeda y del humus en descomposición, pero ningún sonido o fragancia aparentemente humana. Se echó sobre la hierba y cerró los ojos, ya casi amanecía y aún disfrutaba el sabor a oxido de la sangre enemiga.

No supo si alcanzó a quedarse dormido cuando una oleada de intensos aromas llegó a su nariz, trayéndole los olores del cementerio; cadáveres frescos y añejos, mezclados con lo que parecía ser la fragancia de alguna persona viva. Se puso de pie, atento y sigiloso par comprobar sus sospechas con una nueva olisqueada y se echó a correr feroz y directo, traspasando, de un salto, la alambrada que rodeaba al camposanto. Ahí, los aromas se volvían aun más densos, cercanos y enloquecedores, estaba cerca, y no era el único que lo sabía.

Gealach, el halcón peregrino, dejó caer la túnica de sus garras y se lanzó en picada contra el grupo de cuatro personas, chillando incesante, advirtiéndoles del peligro y casi atacándoles con sus propias uñas para hacerles correr. Buenas intensiones, pero mala estrategia, había sido esa la distracción que el asesino necesitaba.

Se abalanzó sin espera sobre uno de los hombres y, aún antes de que sus patas llegasen a tocar el suelo, desgarró su yugular de una única mordida, directa y certera que cubrió el piso de sangre. Alzó la mirada fiera, con el cuerpo inerte entre sus garras mientras escupía un pedazo de cuello, y ahí, gruño amenazador a la más cercana de sus presas.





Última edición por Emerick Boussingaut el Lun Ene 14, 2013 7:20 am, editado 5 veces
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Mensaje por Emerick Boussingaut Mar Oct 09, 2012 7:51 pm

"Es preciso considerar el pasado con respeto y el presente con desconfianza si se pretende asegurar el porvenir."
Petrus Jacobus Joubert


Gran confusión fue para los hombres aquella situación, el motivo de sus instintos más despiadados acababa de fugárseles de las manos en una trifulca de golpes y maldiciones; la mujer se había perdido de la vista de los hombres, un halcón irrumpía de pronto entre chillidos y amenazas, y un enorme lobo blanco saltaba contra ellos para acabar despedazando al primero en su camino.

Bastó un sólo gruñido, junto a la imagen tan grotesca del cochero a medio decapitar entre sus patas, para que el hombre que tenía enfrente se echara a correr despavorido, mas su escaso tiempo de vida no llegó a superar los dos metros de distancia antes de verse menguado por una enorme pantera desconocida. Gruñó una vez más, sólo por el instinto defensivo de su territorio, ante la idea de que esa nueva bestia pudiese intentar hacerse de su cena. Sin embargo, el movimiento de los otros dos hombres restantes, le distrajo temporalmente de su automatismo territorial y supo que aún quedaban presas por destrozar.

Ambos hombres sabían ya que sus únicas posibilidades de resistencia recaían en el ataque conjunto y en la huída de quien sobreviviera, pero el miedo bloquea al raciocinio, y el más cobarde de ellos, ya temblaba evidenciando que no se defendería mientras la orina fresca y caliente escurría a través de sus sucios pantalones.

El lobo aún agazapado sobre el cadáver de su primera víctima, se lanzó al asecho de la presa más débil; olía y se extasiaba con el aroma del miedo que se encargaba de avivar el fuego de su parte más asesina y bestial. Le aseguró con ambas zarpas, como si de una pelea entre canes se tratara, y le mordió el costado del rostro al tiempo que ambos, presa y cazador, caían al suelo desde donde el hombre intentaría a toda costa alejar sus fauces asesinas.

El segundo hombre, tontamente valiente —y en compensación astuto—, cogió uno de los chuzos usados para cavar las fosas sepulcrales y haciéndose de todas sus fuerzas, se lo atravesó al licántropo por el costado de las costillas. Un gemido potente y doloroso se escapó de su garganta y soltó a su presa para arrojarse contra su nuevo agresor, mas en un movimiento astuto, rápido y traicionero, regresó sobre su rapiña y le hundió los colmillos en el cráneo para sacudir su cabeza como si de un trapo viejo se tratara, haciendo que se le desencajaran las vértebras y se desnucara por completo.

El sujeto del chuzo retrocedió un par de pasos, aterrado, pero nuevamente al ver a ambas bestias ocupadas, recobró su valor y, con una mirada fiera, quiso enfrentar a la pantera, pero ambas alimañas se le lanzaron encima, a la pelea por ver quien se quedaba con el plato final. Los colmillos caninos atravesaron la carne y la jalaron sin la menor de las consideraciones con tal de hacerse de ella. No estaba dispuesto a soltarla, no estaba dispuesto a perder, los quería suyos a todos y sólo les compartiría si le daba la gana. Lo tiraba y lo sacudía con tal avidez que su cuerpo comenzaba a desmembrarse por varias partes en un deceso tan perverso y agónico como las llamas del infierno. Fue entonces cuando el brazo que sujetaba la pantera se desprendió por completo del resto del cuerpo, pero el lobo tampoco estaba dispuesto a cedérselo, así que soltó su parte y se adelantó sigiloso hasta la oscura felina.

Miró a la pantera con iracunda vesania, gruñó desde lo más profundo de su garganta y replegó los labios que ocultaban sus colmillos, ensangrentados y afilados como las herramientas del verdugo. Se agazapó un poco más hacia el suelo, con el pelaje de su lomo completamente erizado y la cola recta, estaba totalmente listo para el ataque que era inminente; se lanzó encima con garras y dientes, en una lucha encarnizada. Sus zarpas le empujaban con fuerza para estrellarla contra el suelo y sus fauces luchaban por abrirse en toda su amplitud y así aprisionar las suyas con tal de obligarle a la sumisión, como todo alfa que no quería matar aún, pues el lobo le veía como otra bestia, una desobediente y poco sumisa que no respetaba las posiciones de jerarquía, y que, si no lograba ser dominada, sería merecedora de la muerte.

Finalmente, en uno de sus ataques, el lobo logró asirse al cuello de la pantera y tirarla al suelo para dejarle entre sus patas, apretándole la garganta sin enterrar sus colmillos mientras dejaba escapar un gruñido de advertencia y exigía su rendición. Fue en ese momento, cuando el perímetro lunar tocó por primera vez el horizonte para comenzar a hundirse en él de forma gradual; el licántropo gimoteó dolorido y dejó a la felina en libertad. Pelaje blanco y negro al fin encontraban la paz.

El cuerpo empezaba a temblarle y las patas le flaqueaban haciéndole tambalear hasta postrarle en el suelo; los músculos rígidos parecieron dar un espectáculo agónico mientras el corazón bombeaba con irónico desenfreno, y entonces comenzó; la figura lobuna se revolcó de dolor en respuesta a un repentino espasmo que le replegó y estiró sus músculos con furia, como manos invisibles que jugaban con su cuerpo para deformarlo por completo. Los segundos avanzaban tortuosos y le hacían perder el pelaje que se debilitaba y reabsorbía por la piel, cuyos poros esperaban hambrientos para volver a cerrarse cuando estuvieran satisfechos.

La Luna se escondía vanidosa, refugiándose en los mantos de la montaña con la prisa de no ser alcanzada por el Sol. El cuerpo desfigurado le gemía suplicante hasta acallarse por la propia deformación de sus cuerdas vocales, como si el lobo se resistiera a abandonar su cuerpo implacable, destructivo y poderoso, y se negara a regresar a la fragilidad inminente de la existencia humana. Las garras se retraían, estilizándose y alargándose en finos y largos dedos; el lomo, las extremidades, la cabeza, todo por el mismo proceso lento y destructivo. El primer grito humano, de una boca aun letalmente dentada, resonó angustiado en el panteón. La respiración entrecortada de sus pulmones que luchaban por acomodarse en el lugar que les pertenecía y el dolor de la costilla herida se equilibraban en el nuevo silencio, mientras los colmillos volvían a esconderse como garras retráctiles que preferían ocultarse hasta la siguiente batalla.

Gealach revoleteó cerca del nuevo cuerpo humano con indecisión, desconfiada de la intrusa que aún estaba demasiado cerca para su gusto, así que dejó caer la túnica de seda en su costado y aterrizó del lado contrario de la felina, para abrir sus alas en posición ofensiva y comenzar a picotear con prisa entre los cabellos de su amo, antes de volar de nuevo y observar a ambos desde una rama cercana. El hombre tardó un par de picoteos en reaccionar, entonces replegó su brazo hasta la zona atacada y abrió sus nuevos ojos azules en busca del ave para acariciar sus plumas, sin embargo ella ya no estaba ahí.

Gealach — le llamó, creyéndola su única compañía, pero el ave no estaba cerca.

Frunció el ceño y se apresuró en sentarse sobre el suelo parcialmente nevado y ahora cubierto de sangre, mas una fuerte puntada en su costado le detuvo a medio camino haciendo que reparase en su herida y resoplara por ello. Quiso tomar su túnica, pero entonces les vio; a la pantera y a los cuerpos destrozados a su alrededor. Había asesinado, no estaba solo y sabía que esa clase de felinos no habitaba en Francia.

Miró al cambiaformas, a los cadáveres y de nuevo a él —nunca pensó que se trataba de una mujer—; descartó el que quisiera atacarle, pues ya no le había matado cuando había tenido la reciente oportunidad en el momento de su transformación, pero no entendía el porqué estaba ahí. Sin pensarlo dos veces, se lanzó de regreso al piso para rodar a través de él, hasta coger el chuzo que yacía junto al cuerpo desmembrado e interponerlo entre ambos como una advertencia. Ya no le importaba su desnudez, sólo le importaba salir vivo y seguir resguardando su identidad.

¿Qué es lo qué miráis... pervertido, voyerista o zafado mental? ¡Dad la cara de una vez!





Última edición por Emerick Boussingaut el Lun Ene 14, 2013 7:21 am, editado 4 veces
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Mensaje por Emerick Boussingaut Sáb Oct 13, 2012 7:35 pm

"La experiencia no tiene valor ético alguno, es simplemente el nombre que damos a nuestros errores."
Oscar Wilde


La hembra de halcón peregrino, chilló enojada y soberbia al ver que ese enorme felino golpeaba el piso con su cola haciendo notar sus ganas de cacería, pareciera que en verdad le tocase el orgullo el que gato le creyera una tonta ave incapaz de volar. Altiva y vanidosa, siempre había tenido un carácter muy marcado y casi humano, que más de alguna vez había causado una herida por picoteo en la piel de su amo, aún a pesar del cariño y devoción mutua que existía entre ellos desde hace casi siete años, cuando el polluelo cayó de su nido y fue encontrado por este joven curioso y amante de la vida silvestre.

Poco a poco, el Sol comenzó a coronarse como amo y señor de la gran bóveda celeste, mientras le quitaba el protagonismo a todos los otros astros y, muy lentamente, bañaba con su luz cada uno de los espacios abiertos del camposanto, incluyendo los restos humanos que le hacían sentirse nuevamente como un hombre maldito y culpable, y aquella mística criatura de tupido pelaje color azabache a la que, el ahora humano, seguía con la mirada fija en cada uno de sus movimientos.

La pantera se había puesto de pie y miraba a Emerick, directamente a través de sus amarillos ojos felinos, al tiempo que se acercaba a la túnica de éste, robándose temporalmente toda su atención y produciéndole esa sensación de incertidumbre de no saber si sería atacado. Gealach, por su parte, protestó una vez más y el hombre estuvo a punto de amenazar al felino con el chuzo para que no continuase acercándose, pero se detuvo al caer en cuenta que el cambiaformas sólo intentaba acercarse a la que antes había sido su destinada vestimenta. Su curiosidad por saber lo que haría con la ropa y la cautela de no provocar un enfrentamiento que podría evitarse, le hicieron dejarle acercarse hasta la prenda, después de todo ¿qué mas daba si tomaba su ropa y le convertía en jirones, dejándole así de desnudo? Ya le había visto despojado, de nada servía taparse ya, más aún teniendo en cuenta que poco importaba cuando los dos eran hombres.

Le miró expectante, tan fijamente como el felino le miraba a él, pareciendo que entre los dos quisieran leerse la mente y anticipar los movimientos ajenos; ambos salvajes y fieros por naturaleza, desconfiados como las bestias más solitarias, y sigilosos como los más temidos cazadores. Entrecerró sus ojos azules, aguzando la mirada lobera para ser testigo presencial de como el felino, con una inteligencia envidiablemente humana, se hacía de su propia túnica y se la metía por la cabeza para cubrirse con ella. Segundos después, el cuerpo de la bestia comenzó a mutar de una manera tan natural y fluida, como si hubiese nacido para ello, tanto que pareciera que su cuerpo hacía de sí una perfecta obra de arte tan jocosa y espontánea como la vida. Tan perfecta que era inevitable sentir celos de él, al ver lo injusta que era la caprichosa vida que tan en claro dejaba la diferencia entre el don de “él” y la maldición suya. Sin embargo, de un momento a otro, cuando las facciones de la pantera acabaron de definirse a su forma humana, él ya no era él, sino ella, una mujer de singular belleza y magnetismo que aún poseía ciertos rasgos salvajes y felinos.

El Duque parpadeó un par de veces con expresión incrédula, como si tuviese la esperanza de que en uno de aquellos parpadeos ella volviese a ser él, pero eso no ocurrió, y la mujer se jactaba de su femineidad moviéndose con gracia premeditada mientras la túnica masculina se deslizaba por su cuerpo, cubriéndolo casi por completo, a la vez que al licántropo literalmente se le caía la mandíbula por la evidencia carnal de su tan irrefutable error. Sin embargo, tanto por la sorpresa como por su misma idiotez, él no se movió ni un pelo de la posición ofensiva en la que aún estaba, a pesar de que ya no se observara en él ni un ápice de la seguridad y convicción que minutos antes había hecho mella en su mirada. Sólo la observaba con mutismo absoluto durante el momento que ella sacaba su propio hato de ropa, el que mantenía escondido en una de las tumbas, de lo que ahora también se daba cuenta, era un cementerio.

No podía negar la envidia que la mujer le producía; su capacidad de poder mantenerse consciente de donde y cuando iría a retomar su forma humana, y más aún mantener su capacidad de raciocinio a través de todo lo que duraba el proceso, el que más aún se prolongaba por el lapso que ella misma deseaba, sin dolor y sin sorpresas, realmente envidiable, como un gran golpe pegado directamente a la medula de su orgullo propio, mismo orgullo que ahora se apocaba ante el paisaje que se presentaba a su alrededor; sangre, cuerpos mutilados, rostros con ojos abiertos y sin vida, gargantas desgarradas, huesos rotos y lo peor de todo, antiguas personas con un pasado desconocido y gran posibilidad de poder haber sido padres de familia.

La castaña habló por fin, y como si hubiese podido leerle la mente y quisiera volver a regresarle a su mundo y provocarle aún más celos de los que ya sentía, le explicó el como se había dado el trabajo de dejar mudas de ropa, escondidas a través de toda París. Emerick le miró nuevamente y dejó escapar el aire de su boca con una mezcla de resentimiento y hastío, mas no había sido ya suficiente para ella, ya que las siguientes palabras de la fémina le dejaron aún más atónito, y hasta avergonzado, de lo que ya estaba. Una vez más, parpadeó confundido y sin saber que decir, pues se había equivocado medio a medio y el negar sus palabras implicaba el tener que disculparse e iniciar una larga charla de principios morales con la que aún consideraba una desconocida, no obstante, seguirla escuchando era una buena idea ya que de sus palabras posteriores sacaría su primera respuesta y su cabeza aún estaba algo impactada y lenta por el asesinato grupal que acababa de inferir de forma automática.

No... no soy felinofilo si así lo creéis, la verdad es que prefiero mirar las ancas de una mujer en lugar de las de una rechoncha pantera — respondió casi sin pensarlo, al mismo tiempo que le regresaba la mirada y alzaba una ceja como si con eso se encargara de cerrarle la boca a pesar de ser ella, quien ahora le arrojaba un poco de ayuda —representada en ropa— hasta la cercanía de sus pies. — Gracias — le reconoció de manera tanto verbal como física, ya que por fin bajaba también el chuzo, misma herramienta que había sido hasta ahora su única defensa.

Tomó la túnica y volvió a mirar a la mujer a los ojos antes de pasarse la prenda por la cabeza, con la intención de dedicarle una mirada de recelo por haberle llamado idiota, mas tuvo que interrumpirse a sí mismo por la fuerte punzada que le provocó la costilla rota en proceso de sanación. Respiró profundamente e hizo un esfuerzo por mantener el tronco derecho mientras se ponía de pie, afirmándose de una de las lápidas para así dejar caer la túnica a través de su cuerpo y hasta el largo de sus piernas. La túnica, por fin puesta, le daba el aspecto de alguien que se había escapado de la cama en mitad de la noche, pues a pesar de ser una túnica refinada, era tan ligera y sencilla que no dejaba de parecer una especie de camisón.

Es para decir que soy sonámbulo si acaso llegasen a sorprenderme antes de llegar a casa — le explicó, dando gracias internas por hasta ahora jamás haber tenido que necesitar una excusa como ella, y entonces señaló con la cabeza hacia su ave, que aún desconfiada, les miraba atenta desde una de las ramas menos tupidas del abeto — Es a lo más que podemos aspirar al no tener todas las facilidades que vos tenéis. Gealach no tiene la resistencia para cargar con un hato completo de ropa durante toda la noche y mi inquieta existencia. Así que si de verdad no queréis dar fin a mi vida, os agradecería por un poco de ayuda para salir de aquí — le dijo volviendo a mirarle a los ojos, con una petición sincera mientras terminaba de abotonarse la túnica.

No tengo idea en donde estoy... ni quienes eran aquellos — confesó con pesar y miró al rededor, denotando la sensación de arrepentimiento en la repentina opacidad de su mirada, pues el sol ya casi aparecía completo por sobre las montañas y la luz del día dejaba completamente al descubierto las atrocidades.

Si me ayudáis ahora, entonces podremos charlar de la capacidad efectiva de una mujer. Sé reconocer mis errores cuando los cometo, pero aún me falta convencerme un poco más de éste para llegar a pediros disculpas — le sonrió.




Última edición por Emerick Boussingaut el Lun Ene 14, 2013 7:21 am, editado 3 veces
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Mensaje por Emerick Boussingaut Jue Oct 25, 2012 8:13 pm

"El dolor es para la humanidad un tirano más terrible que la misma muerte."
Albert Schweitzer


La mujer rió de pronto con una risa que parecía demasiada ajena al semblante serio y desconfiado que había mostrado hasta apenas un minuto, y Emerick tuvo la impresión de que había una persona totalmente diferente bajo ese cascarón de apariencias, algo semejante a un diamante en bruto que repentinamente le provocaba una sensación de atracción y curiosidad entremezcladas y que le tentaban a trabajar su caparazón de piedra hasta lograr encontrar esa preciada y misteriosa joya. Así fue como, inexplicablemente, sonrió junto con ella, mas no tardó en regresar a la seriedad para continuar con el ofrecimiento de aquel peculiar intercambio de respeto y ayuda. Sabía que quizás no era un trato justo y por ello estaba dispuesto a compensarle más adelante, si acaso la mujer accedía a brindarle la asistencia solicitada.

Ella lo observó con la misma sospecha que él tendría en la mirada si es que estuviese en una posición como la suya, quizás estaba pidiendo demasiado, pero la verdad era que lo necesitaba y esa misma razón, es la que hacía regresar a su mente el motivo del porqué jamás salía al exterior en Luna Llena. Le mantuvo la mirada, expectante por cualquiera fuera la respuesta que pudiese recibir, todas las comprendería e incluso se había hecho una imagen mental de como reaccionaría él de estar en si su situación y entregarle a ella la más favorable de sentencias, esa que implicaba prestar todas las ayudas posibles, comprendiendo tanto el sacarle del lugar como ofrecerle un poco de ropa; él, como buen ejemplar caótico que era, le habría golpeado en la cabeza para dejarle inconsciente y que así no tuviese posibilidad de volver a ubicar su paradero en el caso de resultar una traidora, o vendida para los Inquisidores.

No supo cuanto tiempo más duraría aquel jueguito de miradas sospechosas, pero debía reconocer que, ciertamente, el mirarla a ella tampoco resultaba un desagrado, pues la mujer era a pesar de todo, la imagen más atractiva que pudiese ofrecer el entorno; entre el funesto escuadrón de lápidas grises y los cuerpos desmembrados que pronto las ocuparían, y de los cuales él mismo prefería olvidarse. Entonces, al igual que ella, recayó en su aspecto bien cuidado y la elegancia de su vestimenta, que a pesar de estar abandonada a la vida en uno de los muchos escondites de los cuales alardeaba, perduraba impoluta en el tiempo, y le hacía ver tan fresca y espléndida como si acabase de salir de su propia casa. Una vez más la envidia le carcomía.

Finalmente, la felina señora, pareciendo haber tomado ya una determinación, se puso de pie y, sin dejar de acosarle con aquella mirada inquisidora, comenzó a acercarse a una especie de sendero en donde por fin le sacó los ojos de encima. Por un momento, el noble pensó que se echaría a correr para huir y dejarle a él su suerte, una decisión que no impediría, ya fuese por el dolor que le provocaba su costilla rota, como por el respeto que tenía a ese asunto del libre albedrío. Estaba mentalmente preparado para salir adelante en cualquiera de las situaciones, pero la cambiaformas parecía tener nuevas sorpresas, y sin tener un motivo lógico para sus ojos lobunos, lanzó un sonoro y poco femenino chiflido que hizo al Duque dar un gran salto de alerta.

¿Pero vos estáis loca? ¿Cómo se os ocurre...? — alegó furibundo y ofendido, teniendo que callarse la boca aún antes de terminar sus protestas, pues un hermoso caballo blanco de grisáceas crines irrumpió en medio del camposanto, capturando su atención por un breve momento de incredulidad en el que realmente se le esfumó hasta el habla ¿Acaso se trataría de otro cambiaformas y se encargarían de silenciarle en pareja o... ?

Sí, puedo ayudaros. El panteonero se quedó dormido hoy. Eso, o “éstos” le han hecho algo... Vámonos, o estaremos en problemas. Antares nos llevará a mi hogar, si os parece bien — señaló la antigua felina, quien se encargó de cortarle en sus conclusiones para confirmarle que había conseguido la ayuda solicitada y apremiarle para que montase el caballo con nombre lucero.

Les observó, desconfiado, pasando sus ojos desde ella hasta el equino, y enseguida descartó que tratase de algún compañero suyo, ya que si lo era, dudaba que tuviese la autoestima tan baja como para aceptar ser montado por un desconocido. Aun así, las palabras de la bien vestida aristócrata le provocaban sospecha ¿Cómo era eso de llevarle hasta su hogar y de que “esos” podrían haber matado al panteonero? ¿Acaso les conocía? ¿Se había perdido de algo? Les miró, confundido, sin decidirse aún a subirse al caballo pues tenía demasiadas preguntas para ser respondidas, pero la mujer le apremió, y con justa razón, así que no tuvo más remedio que acercarse al animal y tomar las riendas que ella le ofrecía antes de dedicarle una última mirada de advertencia a su dueña.

Subió con cuidado, procurando no quejarse demasiado, tanto por la costilla rota, como por la desconfianza de la que aún no se podía deshacer. Subió la primera pierna y, cuando quiso pasar la segunda hacia el otro lado del animal, su atuendo le puso las trancas típicas de toda túnica larga que no estaba hecha de mil metros de tela, y tuvo que subírsela a regañadientes, dejando al descubierto una parte importante de sus piernas.

Esto es embarazoso — protestó entre dientes, mientras se acomodaba la ropa para quedar bien montado y, a su vez, dejar a la mujer el espacio necesario para que subiera también si acaso lo quería, pero un ruido entre los matorrales cercanos le hizo olvidarse la cortesía y agarrarle fuertemente de uno de los brazos para subirle al caballo de un sólo tirón, dejándole sentada delante de él, y así echar a correr a la bestia con suma prisa.

Se alejaron rápidamente del lugar de los hechos y tras echar un par de vistazos hacia atrás, que le permitieron ser testigo de como se alejaban del cementerio sin absolutamente más compañía que su fiel halcón, el que volaba por sobre sus cabezas disfrutando de aquel paisaje, le miró a ella y le entregó las riendas, teniendo que sujetarse de el cuerpo femenino, específicamente de su cintura y sus elegantes ropajes.

Poco a poco, a medida que se alejaban, sus niveles de adrenalina comenzaban a bajar, dando cabida al dolor ocasionado por la mala postura en la que llevaba su costilla rota. Intentó aguantarse el dolor y mantenerse al pendiente del paisaje, con la esperanza de lograr ubicarse en algún momento. El caballo galopaba constante, provocando un movimiento oscilante y continuo a través de su lomo, el cual repercutía también en el tronco del licántropo y, por consecuencia, en la zona fracturada que comenzaba a soldar en una muy mala posición, haciendo que una parte de sus huesos se adentrara al interior de su cuerpo, dañando aquellos órganos que en teoría debía proteger. Apretó los dientes y cerró los ojos, intentando no dejar escapar sus quejidos. No supo cuanto tardaron realmente en llegar, ya que de todos modos se le habría hecho una tortuosa eternidad, pero sí pudo ser consciente de cuando el caballo aminoró la marcha para detenerse. Abrió los ojos con dificultad e intentó ver, a través de sus párpados entrecerrados, lo que parecía ser una espléndida mansión de tres pisos y color ladrillo, ubicada en medio de un denso jardín de enormes y frondosos árboles.

Sentía la sensación de nauseas y esa presión en su costado que le obligó a quedarse quieto cuando quiso intentar bajar. Respiró profundamente y con un poco de dificultad, con las manos temblorosas deslizándose a través de las caderas de la mujer, no con la intención de tocarle astutamente, sino porque simplemente se le caían a favor de la gravedad y ahí se quedaban, derrotadas y sin fuerzas. Tampoco supo si la señora bajó, no supo siquiera lo que había pasado con ella, pues de pronto todo a su alrededor no era más que dolor, nauseas y ahogo. Entonces se llevó una mano a la costilla y se palpó, volviendo a cerrar los ojos con el espanto y la resignación de saberse con una costilla, que antes era protectora y ahora se convertía en una asesina.

No... no sé como vos os llaméis, pero... — habló, negándose aún a abrir los ojos, pues algo en su interior le hacía prever la respuesta negativa de la fémina, situación que probablemente le llevaría a tener una muerte lentamente agónica, y por fortuna inconsciente — necesito... pediros un nuevo f... favor... — se comunicaba con la voz débil, costosa, quebradiza, y abrió los ojos para buscar su mirada, teniendo notoria dificultad al enfocar bien sus ojos — necesito... necesito... que me rompáis... los huesos... necesito... que volváis a quebrar mis costillas... tienen... que soldar como co... corresponde... por favor... rápido...

Y, haciendo uso de todas sus fuerzas, se sujetó de las riendas y parte de la crin del caballo, mientras que su otra mano buscaba algún apoyo de ella para sujetarse y poder bajar, pero en el momento que intentó girar el tronco e hizo mover su eje, la costilla rota arrasó con lo que pilló a su paso, en el interior de su cuerpo, y un nuevo alarido de dolor retumbó en los boscosos terrenos mientras una de sus manos socorría inmediatamente a la zona de la fractura mal soldada, haciendo notar que, una vez más, ésta le habían hecho daño y que ese mismo le había hecho retomar toda su conciencia y sentido de alerta, como un verdadero shock de supervivencia.




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Mensaje por Emerick Boussingaut Jue Oct 25, 2012 10:38 pm

"Todos matan lo que aman: el cobarde, con un beso; el valiente, con una espada."
Oscar Wilde


En algún momento de su semi-estado de inconsciencia, le pareció ver que ella se alejaba, dándole la espalda, y la sensación que le hizo sentir fue prácticamente indescriptible; desolación absoluta y ganas de rendirse ahí mismo, de dejarse morir como una rata de campo que hubo sido tomada como juguete por los perros cachorros, y que si bien tenía probabilidades de supervivencia, sin la ayuda necesaria, las posibilidades de vivir se le escabullirían de sus manos como arena densa, tan lento como con más ganas se aferrase de ella, pero sin remedio alguno al pasar de las horas. Quiso dejarse caer, caminar tras ella si es que aún sus piernas se lo hacían posible, pero la dificultad de bajar era una trampa mortal que le esperaba ansiosa por tener un poco de futura carroña con la cual jugar. Su grito de dolor hizo volar a algunas aves de árboles cercanos y alertar a más de algún individuo de oído perspicaz, pero lo que él realmente quería era ayuda, su ayuda.

Ella regresó tras sus pasos, arrepentida, y por fortuna pudo prestar la ayuda oportuna, recogiéndole en sus brazos como la Virgen al Nazareno en una escena tan hermosa como brutal, en la que la vida recibía a la muerte, con todo y la sombra de un ave volando en círculos sobre sus cabezas, cual buitre esperaba su parte del botín aún no entregado. Un chillido de halcón bastó para alejar todos los augurios de muerte y demostrar que aún podía aferrarse a la vida y a esa extraña a quien de ahora en adelante debería su vida; ese mismo chillido de ave que aún le demostraba que le esperaba una amiga.

El dolor literal era lo que le había hecho mantenerse consciente y le hacía mirar los ojos humedecidos de su salvadora, que procuraba limpiarle el rostro con su propia mano como si de se modo intentase verse más fuerte, atenta y consoladora. Supo entonces, lo difícil que había sido la tarea que le había encomendado, y en ese preciso instante lo comprendió; le había ordenado poner todas sus fuerzas para quebrar y hacer trizas a quien literalmente acababa de salvarle la existencia, ella, una mujer cómoda y privilegiada de la vida que quizás nunca tuvo que ensuciar sus manos con sangre o que quizás aún peor, había visto morir a un ser querido con su pecho entre sus manos sin poder hacer nada por evitarlo.

Ella gritó pidiendo ayuda, haciendo aún más evidente el estado innegable de su desesperación. Una fila de nombres desconocidos que salían de su boca como una explosión desgarradora: Charles, había sido el primero y el primero siempre era, en estos casos, el más importante. Charles... un nombre que quedaría en su memoria sin fin alguno, simplemente por querer saber un poco más de la mujer que ahora le sujetaba en sus brazos, dejándole caer lentamente hasta el suelo sobre el cual le apoyaría para poder cumplir con su tan desgraciado cometido.

Pantera — le llamó con la voz queda, procurando retrasar un poco más esa salvadora tortura, y estiró una de sus manos hacia ella, quien aún le sujetaba de cerca.

Un miedo repentino e inhumano le había calado los huesos y quería impedir que le quebrase en ese mismo momento, pues la inseguridad le invadía de pronto, haciéndole pensar en uno y mil resultados catastróficos que pudiesen ocurrir con sus costillas y la caja torácica que éstas protegían, mas sabía que en realidad no tenía ningún otro remedio y que debía dejarle a actuar a ella, a la desconocida en quien, abiertamente, estaba depositando toda su vida. Respiró profundamente y le miró a los ojos por un segundo, intentando transmitirle la seguridad necesaria para hacer bien su tarea, pero fue en ese momento en el que se dio cuenta de la diferencia en el color de sus ojos felinos; uno era de un hermoso color marrón y el otro de un inusual tono verde miel. Sonrió, sonrió porque quiso sonreír al ver algo que seguramente pasaría inadvertido para tantos ojos y que para él se ofrecía dispuesto como un verdadero regalo del cielo, sonrió sin explicación alguna para el resto, pero sonrió. Y de pronto, tan repentinamente como aquella sonrisa, la mano que antes se había esforzado por alcanzarle, en algún momento logró asirse de las ropas femeninas y, con todo lo que le quedaba de fuerzas, se levantó levemente desde el suelo, al mismo tiempo que le atrajo a ella hasta sus labios para darle un beso, breve, pero tan intenso como quien sabe que podría ser el último de toda su existencia.

Confío en vos — le dijo al alejarle, aún sujeto a su atuendo y con sus pupilas azules fijas en sus ojos diferentes — Hacedlo — le ordenó con fuerza y decisión, y dejó caer atrás su cabeza, apretando tanto los párpados como los dientes, para ayudarse así a aguantar el dolor de lo que prometía ser una penosa sonata de infames alaridos.




Última edición por Emerick Boussingaut el Lun Ene 14, 2013 7:24 am, editado 2 veces
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Mensaje por Emerick Boussingaut Vie Oct 26, 2012 10:50 pm

"Así como el sabio no escoge los alimentos más abundantes sino los más sabrosos, tampoco ambiciona la vida más prolongada, sino la más intensa."
Epicuro


Sabía que el besarla había sido una locura, un arrebato impredecible de aquellos que muchas tienen los moribundos, y que sólo deseaba cumplir como su último deseo, para perderse en sus labios por un pequeño momento, y marcharse a mejor vida con un hermoso recuerdo ajeno al dolor. Jamás soñó con que ella respondiera, y jamás esperó llegar a sentirle dentro de su boca, y aún cuando quisiese que aquello perdurara un poco más, ya no tenía las fuerzas necesarias para seguir manteniéndose a la altura y su tiempo de conciencia se agotaba tan rápido como sus esperanzas de supervivencia. Fuese cual fuese su destino, ya estaba tranquilo y listo para ser rescatado por los brazos de su felina salvadora o para entregarse a los enormes brazos de Hades y marchar sobre ellos hacia las puertas del Inframundo.

Ya sólo apretaba sus párpados y dientes con toda la energía que le quedaba, cuando la aparición de una voz lejana y masculina le indicaba que alguien había respondido a los llamados angustiosos de la mujer. Abrió los ojos e intentó enfocarlos en el recién llegado, mas sólo era capaz de distinguir una silueta borrosa que no vislumbró con claridad hasta que ésta estuvo lo suficientemente cerca para matarle, ya que al parecer sería él quien le libraría de esa agonía.

Charles — le nombró volviendo a cerrar los ojos, disponiéndose a su propia entrega.

No sabía si era él realmente, pero podía sentirlo muy adentro de sí, en una corazonada tan fuerte que se hacía innegable; él debía ser Charles, a quien ella había nombrado en primer lugar y quien, podía notar ahora, era dueño de una voz tan sabia y confortante que, de cierto modo, le hizo sentir un poco de paz. Pero toda gratificante sensación obtenida, se acabó tan rápido como discípula y maestro se dispusieron a trabajar en él; ambos le tomaron con cuidado para moverle sobre el césped, pero todos los cuidados del mundos se hacían pocos para librarle del dolor. Le acomodaron y le desnudaron sin que él pudiese hacer nada por evitarlo; se sentía tan vulnerable e insignificante, tan expuesto y perdido, que lo único que quería era que el hombre se desquitase de una vez e hiciese su trabajo, pero ella se lo impidió.

No, Maestre, quiero hacerlo yo — dijo la pantera y fue ese el preciso instante en el que Emerick pudo sentir muy en el interior de su cuerpo una inexplicable sensación, tan extraña y compleja como la vida misma.

A pesar de todo el sufrimiento y del dolor que aquello implicaría, de lo difícil y amarga de la tarea, quería hacerlo ella, ella y no otra persona, ella aún a sabiendas de todo el miedo y la culpa que sentiría si fallaba, ella. Fue aquel, el detonante de esa extraña sensación que segundos antes se había posado en el interior de su pecho, y que aún cuando no fuese capaz de entenderla, fue la marca de ese el preciso instante en donde se forjaba un lazo irrompible e imperecedero; más allá del salvador y el salvado, se trataba de quien se entregaba voluntariamente por completo, como un cordero en sacrificio a los brazos de esa mujer, quien le reconocía en ese momento como su propia responsabilidad y que, también libremente, se disponía a autosacrificar una parte de sí, para mantenerle con vida.

Alguien le acarició en el rostro y volvió a abrir los ojos para confirmar la imagen de la mujer que ya había visto en sus pensamientos. Era ella, la mujer desconocida que ahora tenía nombre y que a cambio exigía el suyo, en la compañía de un beso; un beso incansable e inalcanzable como sus propios labios, un beso que se encargó de desconectarle la mente de su dolorido cuerpo y que contra toda razón, hizo que sus labios se movieran con los suyos, respondiéndole con entrega, ternura, y la esperanza de que la vida le alcanzase para volverle a repetir tan sólo una vez... una vez.

Y entonces, ocurrió.

Un golpe seco, certero y asesino que le hizo gritar tan fuerte como jamás había gritado y que le hizo abrir los ojos con la fuerza que antes no había tenido. Sintió como la costilla se hundía aún más en su cuerpo, partiéndose en dos partes que ahora se encajaban como garfios desgarradores que rajaban todo a su paso. Su cuerpo se quedó sin aire y en un presuroso intento de respiro, sus manos de aferraron a la hierba arrancándola de cuajo. Sabía que debía resistir, que debía aguantar sin huir, sin golpearle desesperado, sin moverse de aquel lugar a pesar de que no quería. Entonces espero al segundo golpe, cerrando los ojos y sus párpados temblaron, como si estuviera profundamente dormido en la peor de sus pesadillas, y sus piernas se sacudían en medio de espasmos continuos y acelerados a causa del suplicio. Y el segundo golpe llegó aún más terrible y tiránico que el anterior; sus dedos se hundieron en la tierra con las malezas y su cabeza se alzó del suelo como poseída por una fuerza brutal y superior antes de volver a caer secamente contra el prado. Gealach chilló tan fuerte como él y la única reacción consciente de Emerick fue manotearla con una mano salvadora cuando el ave iba directo a atacar el rostro de la mujer, mas no pudo volver a saber de ella ya que el tercer, y ultimo de los golpes, se precipitaba a caer sobre sus costillas, terminando de convertirlas en verdaderas astillas que pronto volverían a ensamblar. Por fin podía respirar.

La hembra de halcón, golpeada y humillada por su propio amo, había ido a parar a un árbol cercano desde donde chillaba furiosa y traicionada, ella no entendía razones, ella sólo sabía de cetrería y lealtad, lealtad que había empleado para protegerle en contra de quien, a sus ojos, no era más que su agresora; de ahora en adelante, mucho le costaría al Duque volver a ganarse la confianza de su compañera y amiga.

Emerick por otro lado, por fin podía llenar sus pulmones de aire y se esforzaba por abrir los ojos y volver a ver la luz del sol que filtraba entre las copas de los arboles, mas no tenía aún la fuerza ni las ganas necesarias para moverse un sólo milímetro. Todo le dolía, pero nada se comparaba con la pesadilla de la cual parecía acabar de despertar. Podía sentir su propio cuerpo y ser consciente de como todo comenzaba a componerse en su interior y, cuando por fin sintió un poco de energía, Jîldael volvía a coger su rostro para besarlo en la frente y acunarlo en sus brazos protectores en donde se permitió por fin descansar sin hablar ni moverse en lo absoluto, salvo por una de sus manos que buscó la de ella para acariciarla sutilmente con un dedo lento y aún descoordinado.

Llámame lobo — sonrió, queriendo darle un aire de burla que nunca llegó, pero sus ojos volvieron a buscar los suyos, tal y como había hecho antes, para corroborar la belleza de su heterocromía y compartir la paz de los suyos.

Suspiró. Al fin podía comenzar a disfrutar del alivio y ver más allá del dolor, podía sentirse como un nuevo hombre que acababa de nacer y que observaba todo alrededor como si cada cosa ya vista fuese completamente nueva y llamativa. Todo parecía tener un significado totalmente nuevo y lleno de vida; el aroma de la hierba, su textura áspera y el contraste de la suavidad de la piel que aún acariciaba —ya de mejor manera—, las aves que cantaban entre las hojas de los árboles que danzaban con la brisa, el calor de la manta que lo arropaba y los brazos que le protegían. Todo, absolutamente todo, parecía querer darle la bienvenida.

Jîldael — le llamó ahora por su nombre, pronunciándolo como si fuera poesía — Gracias.




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Mensaje por Emerick Boussingaut Lun Oct 29, 2012 7:01 pm

“A perdonar sólo se aprende en la vida cuando a nuestra vez hemos necesitado que nos perdonen mucho.”
Jacinto Benavente


Gealach observaba inquieta, desde las ramas de un enorme y hermoso Roble albar, permanecía con la mirada amarilla y afilada fija en las personas que desfilaban por los terrenos, mientras enterraba las garras iracundas en la corteza del viejo árbol. Chillaba de vez en cuando para hacerse notar, y en más de una ocasión sus se encontraron con los de su traicionero amo, a quien acribilló con un nuevo grito de reproche, mas no dejó de estar atenta de él hasta que vio a otro grupo de personas que le tomaban para subirle a una especie de camilla improvisada y entrar con él a la mansión de color ladrillo, que se encontraba a unos cuantos metros, oculta entre los árboles. Observó atenta a los dos que quedaron y sólo cuando ya no hubo nadie alrededor, se permitió desplegar las alas y emprender el vuelo en busca de alguna presa con quien poder liberar energías y obtenerlas de regreso.

*****

No me debes nada, “Lobo”... Era mi deber... — respondió ella, sacando de sus labios una nueva sonrisa débil. No sabía que le gustaba más; que le llamase Lobo, como era su verdadera esencia, o Cariño, como ella lo había hecho unos minutos atrás, con tanta ternura y entrega que se maldijo a sí mismo por no poder responder en ese momento con algo más apropiado que una caricia floja con apenas un dedo de su mano.

Cerró los ojos, cuando ella acercó su rostro al suyo y se permitió aspirar el aroma de su piel, por primera vez en ese día, llenaba sus pulmones con algo que no era veneno, sino su más exquisito y preciado antagonista. Se dejó arropar en esa cálida tranquilidad irrompible e intima, y permaneció acariciando su mano hasta el último momento; una mano suave, limpia y salvadora, una mano a la que debía su vida y en la que confiaba toda la que le quedaba; una mano que contrastaba con la suya, cubierta de tierra y aún con el olor de la hierba desgarrada por su propio dolor.

Charles y dos criados llegaron a asistirle para llevarle al interior de la mansión, y no supo como, pero le reconoció de inmediato: Charles... por fin podía ver su rostro y aquella mirada sabia y profunda que encajaba perfectamente con la imagen que se había hecho en su mente, a través de su voz. Era un hombre mayor y de aspecto místico, cuya experiencia podía leerse a través de sus ojos como un libro abierto, alguien en quien sabía que podría confiar y temer a partes iguales, dependiendo por el lado que se le buscase. Tuvo ganas de llamarle por su nombre y agradecerle en ese mismo instante, pero pronto se dio cuenta que el hombre estaba ahí para separarle de Jîldael y ya no quiso decirle ni una palabra. No quiso gritarle, no, a él lo respetaba; quiso pedirle, suplicarle, porque le dejara con ella por un momento más para agradecer y decir todo aquello que las circunstancias le habían arrebatado de la boca, enmudeciendo su corazón. Por eso, se negó a soltarla, y la mano áspera de tierra y hierba se aferró en vano a la mano suave y perfumada, como el cadáver que había alcanzado a tocar las puertas del Infierno y había sido devuelto a la vida por un ángel caído cuyas alas había perdido por causa del mismo esfuerzo y otros pesares que él desconocía.

Charles también se alejó de él, ambos le habían dejado solo a la merced de dos nuevos extraños que le trasladaban a interior de la casa, mientras un halcón conocido les miraba desde los árboles en constante vigía. En el interior, los criados se encargaron de despojarle de la manta y dejarle una vez más al desnudo para revisar sus heridas internas, las que él mismo palpó con sus propias manos, sintiendo la costilla prácticamente formada. Respiró con renovado alivio y se quedó por unos minutos más en la cama, dando tiempo a su cuerpo de sanar de forma natural, y enmendar los órganos afectados, hasta que el baño estuvo listo. Se paró con cuidado, y les acompañó de manera voluntaria, aunque un poco reticente.

Le ayudaron en la tina y le vistieron con ropa sencilla pero a la vez refinada, como si hubiesen conseguido una de las mismas mudas de su armario, razón por la que le fue imposible no preguntarse su procedencia, pero no quiso hablar con los criados más allá de un par de escuetas palabras de agradecimiento, no por las diferencias sociales sino por el temor a que, habiendo visto todo lo ocurrido, se alzasen las sospechas hasta tacharle como el sobrenatural que era, para luego usar esa información en su contra. Siempre era bueno mantener las distancias con los desconocidos, a excepción de aquellos a los que el sentimiento inexplicablemente les enlazaba con invisibles lenguas de fuego, como había ocurrido ese intenso y extraño día, tanto con la felina mujer como con el mayordomo quien le protegía.

Asintió con la cabeza, volviendo a sentarse en la cama cuando los criados se marcharon tras haberle aconsejado descanso, mas Emerick se volvió a poner de pie en cuanto los sujetos hubiesen dejado la habitación. No podía sentirse tranquilo sin ver a ninguno de ellos —Jîldael o Charles—, por tanto abrió la puerta para salir en la búsqueda de alguno de ellos, cuando el mayordomo apareció instándole en regresar a la cama junto con los criados que aún no se marchaban, ya que se habían quedado fuera para entregarle al mayordomo la información respecto a la recuperación del Duque. No pudo alegar nada, así que obediente, les hizo caso y se recostó sobre la cama, pidiendo que le dejaran las ventanas abiertas. Cerró los ojos y se dejó llevar por el cansancio de la noche y madrugada anterior; dos transformaciones, una encarnizada lucha, la noche en vigía lobuna, el suceso de sus costillas, todo aquello le pasaba en ese momento la cuenta y le obligaba a dormir.

Gealach, logró dar con la ventana de su amo, después de un par de horas de cacería, y se paró en el balcón desde donde le miró y chilló aún molesta. Emerick despertó y se giró para mirarla, antes de restregarse los ojos y sentarse en la cama para alzar su brazo en ademán cetrero, pero el ave se negó a volar hasta él y volvió a chillar con irritación. Aún no olvidaba el manotazo que él le había propinado cuando ella había intentado salvarle de la dolorosa tortura que le propinaba aquella mujer.

Gealach — le llamó el hombre-lobo, con cariño y arrepentimiento, pero el ave no quiso abrir sus alas.

El Duque meneó la cabeza y sonrió con la paciencia que sólo a sus seres queridos les tenía. Se puso de pie y se acercó a ella para intentar acariciarle entre las plumas, a pesar de los picotazos que el ave, orgullosa y dolida, le intentaba propinar: Sangre por perdón, era un sacrificio que para otras mentes podía sonar un tanto enfermizo, pero era un precio que él estaba dispuesto a pagar, a sabiendas que sería el camino más rápido y menos doloroso para conseguir su perdón. Finalmente, el halcón se dejó acariciar e incluso inclinó su cabeza, buscando el hueco de su mano para exigir aún más. Amo y amiga ya habían encontrado la paz.

Las horas habían pasado sin que su conciencia las notara, más su cuerpo ya estaba completamente sano y podía sentirlo. Era hora de agradecer y hacer preguntas, así que tras dedicarle un par de minutos más a su ave, la subió a su hombro y salió a los pasillos en la búsqueda de algún rostro familiar. Charles, que había estado atento ante cualquier novedad desde su despacho, salió de inmediato al encuentro del licántropo, y Emerick al fin tuvo su oportunidad para hablar con él.

Buena tarde — saludó con una educada reverencia y una sonrisa que para nada ocultaba la alegría que sentía de verlo — Charles ¿verdad? — le preguntó tendiéndole la mano como a un igual, sin importarle en absoluto que el hombre fuese, en términos teóricos y para él los únicos conocidos, tan sólo uno más de los criados — Mi nombre es Emerick Boussingaunt y estoy sumamente agradecido de vuestra ayuda — volvió a sonreír e intentó continuar con aquella conversación, puesto a que en verdad, y de manera inexplicable, se sentía en la necesidad de hacerlo; realmente parecía como si algo hubiese en ese hombre, que le gritase a boca jarro, que sería él una de las personas más importantes de su vida. Le preguntó por la cantidad de años que trabajaba con la señorita Jîldael, y sólo entonces se le ocurrió preguntar también por la ubicación de la Ama, a lo cual el mayordomo le respondió que se había marchado al cementerio.

Oh — se sorprendió Emerick, desviando la mirada, mientras en su cabeza se formulaba la hipótesis de que hubiese regresado para saber el destino de los cuerpos destrozados — Y... ¿Os ha dicho algo: si quería que le esperase o si regresará pronto? — preguntó aún con extrañeza y sin saber que pensar exactamente de tan repentina desaparición, pero la respuesta que recibió por el mozo le dejó aún más confundido:

La Ama no os ha dejado nada dicho en concreto, pero si yo fuera vuestra merced, no perdería el tiempo en estúpidos protocolos. Los gatos son esquivos y se cansan de rodeos inútiles*.

Emerick lo miró con la sorpresa descrita en sus ojos, tanto por lo inesperada de su respuesta como lo confusa de ella ¿Qué quería decir realmente? Se preguntaba en el interior de su cabeza, al tiempo que un veloz torbellino de posibles respuestas desfilaban en su mente ¿Estaba insinuando que fuera a buscarle y que...? No, no podía ser ¿O sí?

Esta bien — señaló, asintiendo una vez con la cabeza, como si ya estuviese seguro de lo que el hombre hablaba, pero al mismo tiempo, otra parte de él se negara a entenderlo — Y... ¿cómo llego al cementerio? — le preguntó sintiendo como toda su seguridad se desmoronaba ante los instintos y la duda. Charles, por su parte, se encargó de darle todas las indicaciones pertinentes, junto a un caballo ensillado y una sonrisa; mezcla de confianza y complicidad que Emerick no estuvo seguro de entender.

Nervioso, y sin saber a lo que iba realmente, se subió al caballo y ordenó a su halcón que regresara a casa. Bien podría tratarse de una emboscada para salvarse el pellejo de los asesinatos de aquella mañana, pues le estaba haciendo regresar a la escena del crimen con una explicación que no sabía si era de fiar, pero, muy en su interior, sentía que sí lo era porque Charles lo era, y por esa misma razón, se negaba a creer que estuviese tramando algo en su contra luego de haber ayudado incluso a salvarle el pellejo y hacerle sentir ese inexplicable respeto que el hombre le provocaba.

Cabalgó rápidamente, dándole vueltas a las palabras del mayordomo una y otra vez, acercándose peligrosamente a su verdadero significado y, cuando lo entendió, todo al rededor pareció detenerse y entonces hizo frenar al caballo de manera repentina. No podía ser, no, no podía... Charles quería juntarle con su Ama y él corría su encuentro como si verdaderamente lo deseara ¿Lo deseaba? Se preguntó, comenzando a sentir la falta de su respiración ¿Lo deseaba? Volvió a insistir su mente, haciendo que se le aguaran los ojos y el caballo relinchara molesto ante semejante indecisión respecto a su rumbo.

¿Cómo? ¿Cómo podía desearlo si hacía ocho años que vivía en el permanente luto de la muerte de su mujer y su hijo no nato? ¿Cómo podía ser que apenas una desconocida viniera ahora desbaratarle su vida? ¿Cómo podría alguna vez perdonarle Isobelle de haberle matado con sus propias manos si ahora le olvidaba? ¿Cómo... después de tanto tiempo de negarse a permitir la entrada de una nueva mujer en su vida? Respiró ahogadamente, negándose con todas sus fuerzas a echarse a llorar. Sabía que jamás había sido un santo, que había mirado con deseo un par de cuerpos femeninos, que había coqueteado y que incluso se había permitido riesgosa cercanía, pero jamás un beso ¡Jamás!... Hasta hoy... ¡Pero hoy iba a morir! Hoy había sido un arrebato justificable, hoy... hoy quería besarla de nuevo, y Charles se había lo había notado.

Echó al caballo a andar una vez más, pero esta vez a paso lento, como si quisiese alargar la tortura, como si quisiese dejarse llevar repentinamente por la indecisión para largarse a casa y robarse el caballo ¿Qué más daba? No era lo primero que robaba. Suspiró entrecortadamente e intentó calmarse tanto a él como al corcel, a quien había transmitido todos sus miedos.

El sentimiento de culpa no lograba dejarle tranquilo, quería irse por su propio camino y echarse a correr en huida, mas su cuerpo no le respondía y seguía rumbo al maldito cementerio, y con ello, a la muerte de toda la templanza y esperanza de perdón que por años había cultivado. Todo, todo lo que había hecho durante ocho años de solitarias pesadillas, de oraciones sin respuesta, de creencias injustificadas, de llantos culpables y perdón desesperado, todo... todo se iría a la mierda... Y lloró, lloró amarga y desesperadamente como un niño sin consuelo, lloró por la muerte de su propio duelo, lloró por aquellas promesas que jamás cumpliría, lloró por lo agrio de la sangre derramada sin justicia, lloró por la vergüenza de ese hijo al que jamás recuperaría, lloró por aquella esposa quien ya nunca más le esperaría, lloró... lloró... lloró...

Y el tiempo volvió a escurrirse, traicionero.

La entrada al cementerio se hizo presente e innegable, ahí estaba, imponente como el verdugo que pondría fin a todo lo honorable que hasta ahora conservaba, y Emerick le daba la cara, secándose los ojos y enfrentándole con todo lo que en él quedaba; valor infundado, esperanzas vanas y mucha estupidez.

Bajó del caballo y lo amarró junto a Antares, quien confirmaba la presencia de la felina. Caminó a paso lento y, mientras volvía a respirar con calma, se dio el trabajo de recoger algunas flores silvestres que daban un poco de vida al lúgubre sendero y les juntó en un pequeño ramillete de colores blanco y rojo, que sostuvo con fuerzas tan desmedidas que le bien hubiesen roto las manos en el caso de tener espinas. Entonces le vio; ahí estaba ella, arrodilla en el suelo, de espaldas a la entrada de un mausoleo, propiedad de los Del Balzo. Volvió a limpiarse la cara y se acercó con paso moroso hasta detenerse a su lado y arrodillarse junto a ella, frente a la tumba en donde depositó las sencillas y delicadas flores.

Adonis annua, Ornithogalum umbellatum... — musitó apenas con un hilo de voz, al mismo tiempo que tomaba su mano y, como si fuese parte de un acto reflejo, ella le abrazó, hundiendo el rostro en su pecho, de manera tan impulsiva como posesiva, como si realmente necesitase de su compañía. Su cuerpo, que ya temblaba de fragilidad, se estremeció al contacto de ese abrazo intenso al que respondió de manera inmediata, dispuesto a entregarle su consuelo. Acarició su espalda y con su mano derecha buscó tomarle rostro para hacer que le mirase a los ojos, mas jamas se esperó encontrar en ellos mucho de lo que él mismo procuraba ocultar. Pudo sentir, de una forma más lenta de lo que en verdad transcurría el tiempo, como comenzaban a desmoronarse uno a uno todos aquellos últimos pilares que le quedaban de su templanza y las esperanzas de mantener aquellas promesas hechas sobre una placa mortuoria que no tenía un cuerpo que cobijar, entonces le besó:

Le besó deliberadamente derrumbando todos sus límites, echando abajo la totalidad de sus miedos, dejándose llevar por los instintos y los sentimientos. Le besó como si fuera el último beso y se vistió de sus labios, envolviéndose con su lengua, atrayéndola e invitándola a llenarse de él mientras respiraba de su aliento para quemarse y fundirse por completo para encajar perfectamente en la forma de sus labios, de su boca, y disfrazar de dulzura el amargor de sus recuerdos. Le besó hasta la necesidad de respirar y apenas se separó de sus labios, aún rozándole la piel y aspirando de su aliento para encadenarla a su existencia. No quería alejarse, quería embriagarse, embriagarse de ella, de su vida, de su esencia.

Llénate de mi, ansíame, agótame, viérteme, sacrifícame. Haz tambalear los cercos de mis últimos límites. Pídeme, recógeme, conténme, ocúltame; que quiero pertenecerte, quiero ser tuyo** — susurró sobre la carne trémula de sus labios enrojecidos antes de tomarle nuevamente y confirmar la ruptura de sus promesas.







* y **:


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La pantera, el lobo y el halcón {Jîldael} Empty Re: La pantera, el lobo y el halcón {Jîldael}

Mensaje por Emerick Boussingaut Vie Nov 09, 2012 4:04 pm

“Lo más desolador, lo único verdaderamente desolador que hay en este mundo es tener que exclamar:
«¡Ya es tarde!».”

Wallace Stevens

Tarde (Sin Da?os a Terceros) by Ricardo Arjona on Grooveshark

Sentirla en sus brazos era, precisamente, todo el consuelo que necesitaba para volver a sentirse vivo. Sabía que no había una razón válida para ello, ni tampoco le quedaba la suficiente cordura para analizarlo; tampoco quería, no deseaba apartarle de su lado para darse el tiempo y el espacio de buscar motivos que jamás encontraría, así como tampoco deseaba dar cabida a los recuerdos de su antigua familia, de la culpa y de sus ofrendas rotas.

Hasta esa madrugada, el alma del Duque había yacido inerte, escarchada e inmóvil, dentro de un cuerpo rebosante de vida; vivía de las apariencias, del auto-convencimiento de que era feliz, de que amaba y soñaba, pero no era así. Pasaba las noches en vela, luchando contra sí para no cerrar los ojos, para no verles entre sus recuerdos imborrables, para no sentirles en sus sueños con vida, para no morir una y otra vez al despertar y darse cuenta de que no había sido más que una ilusión de su subconsciente, un delirio perverso que le hacía creer que aún tenía a su familia y que su hijo crecía para perdonarle por haberle matado y devorado a pedazos.

Pero ahora, en el transcurso de ese día, todo lo que alguna vez había creído imposible, por primera vez se hacía realidad.

Jîldael se colgaba a sus labios y le besaba con tanta pasión y necesidad, como nunca le habían besado, como jamás había sentido con una mujer, como si hubiese sido ese el último minuto de su existencia. Y él, le besaba como si a través de sus labios pudiese encontrar toda la liberación de su karma, como la resurrección de su propia vida sin vida, como verdaderamente se besaba a una mujer. Supo en ese momento, que ella le había regresado a la existencia, que su pecho pegado al suyo le ayudaba a bombear su corazón lastimado para que volviese a latir fuerza y le compusiera por dentro y amarrara todos aquellos trozos rotos de su pecho hasta volver a llenar los espacios vacíos.

Su nueva vida le jalaba los cabellos y le arañaba la espalda de manera dolorosa, pero tan placentera como si realmente hubiese existido para ella, para poder resistir a sus arrebatos de pasión y encenderse hasta el mismo grado de ferocidad. Eran tan opuestos como complementarios, estaban hechos para envejecer al mismo ritmo de los años, para sanar sus heridas con la misma rapidez con la que eran hechas, para acompañarse en sus horas más salvajes sin el peligro de herir al otro, para protegerse ambos de un mismo enemigo, para concordar incluso en lo desconocido ya que también sus signos del zodiaco estaban vinculados, pero como todo lo bueno que había ocurrido en su irónica y corta vida, aquella frágil burbuja de felicidad formada en su pecho también estaba condenada a morir y a reventarle dentro para volver a esparcir los mismos trozos rotos que acababa de unir. Había llegado tarde.

Ni siquiera sé vuestro nombre... Si no fuera por Charles, vos seguiríais siendo un extraño, ¡oh, Gran Duque de Escocia! — le espetó ella con el mismo altibajo de emociones del que él pronto se haría participe, y ni siquiera tuvo tiempo a responder cuando la noticia de su embarazo le arrebató violenta las palabras de la boca. Sólo entonces sus pupilas se deslizaron hasta su vientre, el que ahora comprendía abultado por una nueva vida y no por la gracilidad del cuerpo femenino tan natural como la Venus de Botticelli. Y ella continuó — A vos os conozco de unas horas..., pero os habéis metido dentro de mí, gobernando mis emociones sin siquiera pedirme permiso... Si fuerais un brujo, sería el decoroso momento de decirme...

No lo soy... — respondió sin la coordinación necesaria para juntar mas palabras.

Y ella le acarició el rostro y volvió a atarse a su cuerpo con una calma que no fue suficiente para alivianarle la cabeza. Quiso hacerle tantas preguntas respecto a ese hijo, respecto a su vida y su futuro, pero su miedo hizo presa de su boca y le mantuvo enmudecido. Algo en su interior le decía a gritos que el padre estaba vivo y sumamente presente, y así fue como sus siguientes palabras se lo confirmaron. Pero no fue solamente eso lo que sus oídos escucharon; ella también estaba herida por no poder tenerle, por no poder disfrutar de él libremente, y aquello, muy ilusamente, le regresaba un poco de su ya perdida alegría, aún cuando ya se sabía incapaz de interferir en medio de una familia, no después de que él mismo hubiera roto la suya... No podía.

Tampoco tuvo el tiempo de poder decir una palabra, antes que pudiese decir incluso “Os entiendo”, ella se desplomó sobre sus brazos como si su alma amenazara con salírsele del cuerpo. Le sujetó a tiempo y le miró con preocupación, pudiéndo ser testigo de como se le perdía la vista y entonces temió lo peor, pues sabía que si ese bebé se moría por su culpa, él moriría con él.

Lo haré — respondió asustado ante su petición, pero no supo si ella tuvo la conciencia necesaria para escucharle.

Miró alrededor en busca de alguna salida y su vista se encontró con los caballos que, con su ahora conocido embarazo, le hacían temer por el peligro que significaba la brusquedad de su galope. Volvió a escrutar el entorno con la esperanza de hallar alguna otra alternativa, pero esta vez sus ojos chocaron de golpe con uno de los nombres tallados en aquel mausoleo: “Jîldael del Balzo & Tolosa” ¿Le había mentido respecto a su nombre o como era costumbre en muchas de las familias aristocráticas, la mujer había sido bautizada con el nombre de una de sus antepasadas? No lo sabía, pero tampoco era lo más importante en ese momento, así que echó un último vistazo a todos esos nombres, a sabiendas que su cabeza lobera nunca sería capaz de olvidar y le tomó en sus brazos para buscar al mayordomo.

Avanzó hasta los caballos comprendiendo que no tenía más alternativa, así que recogió su bufanda del suelo y la puso por delante de la montura, para luego sacarse también la chaqueta y la camisa con el objetivo de usar las prendas como un improvisado colchón que junto a sus propias piernas, ayudarían a reducir el impacto del galope. Desató a ambos caballos y escogió al de ancas más regordetas, para subirse ambos a él y acomodar a Jîldael sobre sus extremidades y el pequeño jergón de ropa. La aferró a él como si intentase hacer de ella otra parte de su propio cuerpo, para que ambos se movieran juntos, aminorando así los vaivenes. Para Emerick, toda precaución tomada era poca cuando se trataba de la vida de un bebé, por eso aún así, mantuvo el trote mas suave posible, esperando a que el caballo fuese capaz de regresarles a casa.

Ella descansaba entre sus brazos, tan bella y tranquila como la más sádica de las tentaciones. Mirarla a ella era reconocer que, hasta ahora, nunca había sabido del verdadero significado de la belleza. Entonces no quiso seguir mirando, se obligó a mirar hacia el horizonte y apreciar como el Sol derramaba su luz sobre el suave prado que oscilaba febrilmente bajo la brisa de medio día, pero sus ojos traicioneros, regresaban de vez en cuando a apreciar aquel hermoso rostro que, en una promesa muda, había jurado proteger, incluso de él mismo.

Cerró los ojos y se acercó a ella para besarle en la frente, en la nariz, y por última vez en sus labios dormidos, tan suaves y cálidos como carentes de respuesta. Así era como debía de ser, ella debía seguir con su vida como si él jamás hubiese llegado a ella, pues no sería él quien privaría a aquel niño de tener a ambos padres juntos cuando ellos aún se amaban. Así que suspiró trabajosamente, como si una parte de su pecho se quebrase por dentro y muriera con la desesperanza de saber que todas sus promesas se habían roto a causa de nada. Pero ese era su destino, él mismo se lo había buscado y ahora es cuando debía pagar por ello, encadenándose a esa mujer como uno más de sus sirvientes y amigos. Dolía, dolía mucho y sabía que tendría aprender a vivir con ello, que no podía marcharse, que no podía dejarle sola, no hasta que fuese ella quien lo decidiese; necesitaba cuidarle él mismo, ver con sus ojos que se pondría bien y ser testigo de la construcción de su familia feliz. Necesitaba saber que al menos tres serían los afortunados y sólo uno el que continuara viviendo de las apariencias, sumido silenciosamente en su propia decepción.

Y la arbolada, que ocultaba la mansión, por fin salía a la vista.

Quiso apresurar al caballo, y echarse a correr para acabar cuanto antes con aquella agonía, pero supo que para él esas regalías no estaban permitidas, que tendría que aguantar y aprender a disfrutar del dolor o acabaría como un muerto en vida. Charles estaba afuera, esperando impaciente y con la preocupación tallada en el rostro, seguramente intuyó que algo andaba mal cuando vio a ambos jinetes montados sobre el mismo caballo.

Se ha desmayado, ella misma alcanzó a pedirme que le trajera ante vos — le explicó incluso antes de detenerse, y cuando lo hizo, bajó del caballo con cuidado extremo, para llevarle a ella con él y, una vez más, cargarle en sus brazos.

El mayordomo se apresuró en recibir a su ama, pero Emerick no se la entregó a pesar de sus reclamos y le alejó de ella al tiempo que negaba con la cabeza — Quiero estar con ella, decidme a dónde la queréis y yo la llevaré. No me sacaréis de su lado — le advirtió, y Charles tuvo que aceptar a costo de gruñidos.

El anciano le condujo a través de la finca hasta uno de los más lujosos aposentos, era el cuarto de Jîldael, lo supo en cuanto puso un pie en él y se inundó de su aroma y de ese toque de personalidad felina que reposaba en cada uno de sus rincones, pero que no se permitió disfrutar por la preocupación que llegaba puesta en ella. Le recostó en la cama con suavidad mientras escuchaba a Charles dar un par de instrucciones a los criados.

¿Qué hago? ¿En qué os ayudo? — le preguntó dispuesto a hacer lo que el hombre le pidiera.

Callad, mirad y no estorbéis — respondió el anciano, tan sagaz como astuto e hizo que el licántropo sólo asintiera con la cabeza y se quedase lo más tranquilo posible, siempre junto a ella y con su mano fría entrelazada a la suya. — Estaréis bien — le susurró, tan bajito como para que un humano no escuchara, pues él desconocía que, tanto el mayordomo como la matrona que acababa de entrar, eran también Cambiaformas.

La comadrona revisó a Jîldael, y Emerick permaneció a su lado, mirando atento desde su propia perspectiva en donde nada veía que no tapase su vestido negro. Grande fue su alivio cuando la partera anunció que estaba todo en orden, pero grande fue también su sorpresa cuando el mismo Charles se encargó de echar todo su recato por la borda y le pidió ayuda para desnudar a su Ama y vestirle con un camisón.

¿Qué? — preguntó el Duque tras sentir como la ladrona sorpresa le arrebataba los colores del rostro. Entonces el Maestre se puso manos a la obra y él no tuvo más remedio que aceptar aquello como parte de su sentencia, y ayudarle cual condenado camina moroso hasta el verdugo.

Le desvistió lentamente y con mucho nerviosismo, observando todo aquello que no se sentía con el derecho de observar, ni tocar. La crueldad de la vida jugaba con él, susurrándole al oído lo que se negaba a aceptar, como ese cuerpo, tan sagrado como inalcanzable, tan perfecto como seductor, le hacía morir de deseo a cada centímetro que dejaba expuesto de sus ropajes. Odió a Charles por obligarle a ello, por no pedirle ayuda a la matrona sino a él, le odió a ella por ser tan perfecta, por haberse desmayado en ese momento y se odio a sí mismo por no haberse quedado fuera ni haberse marchado cuando aún era tiempo. Así, traicionero consigo mismo, le temblaban las manos, le sudaba la piel e infructuosamente intentaba desviar la mirada, pero una y otra vez regresaba traidora sobre ella, la representación carnal de todos sus deseos.

Finalmente estuvo vestida y el bendito camisón cubría ahora su cuerpo, pero aún así, se rehusó a ser él quien le metiera en la cama. No se sentía seguro de si mismo, ni sabría si se aguantaría las ganas de besarle aunque sea en la frente, por lo que acercarse a ella delante del Maestre sería como firmar su propia declaración de todo aquello que había pasado y exponer ante él algo tan íntimo y tan de ellos, que no deseaba aún fuera profanado. Así que sólo se sentó a los pies de la cama y esperó a que fuese el otro hombre quien le acomodara por debajo de las mantas.

Me quedaré aquí — le dijo a Charles cuando ya todo estuvo listo, y le dedicó una mirada que demostraba que no transaría en ello y que calzaba perfectamente con la seguridad de su voz. Supuso que le había comprendido, pues el criado anunció su retirada y le ofreció una taza de té — Sí, por favor... y una camisa, si fuerais tan amable — le pidió antes que saliera.

Respiró profundamente y giró para mirar a la mujer que descansaba tranquila, perdida en un mundo ajeno al de ellos y entonces sintió la curiosidad de saber si acaso le recordaría en su mundo de sueños, mas él mismo se retractó de sus pensamientos que no eran los correctos, y se puso de pie, justo cuando el fiel sirviente apareció con la taza de té y una nueva camisa. — Muchas gracias — mencionó al recibir ambas cosas y le miró a los ojos esperando a que se marchara y no siguiese dándole ideas que hasta ahora no habían hecho más que empujarle más abajo en aquel pozo sin fondo en donde había caído y, una vez más, se quedó a solas con la mujer que había salvado su vida, reconstruido y vuelto a demoler durante ese mismo día.

Se puso la camisa, y tras mirar a Jîldael, tomó la taza de té y se la llevó junto a la ventana para beberla mientras observaba el paisaje e intentaba despejar la mente; le bebió sorbo a sobo, hasta que nada quedó nada el recipiente por beber, como si aquel té hubiera sido el consuelo de lo que no podía hacer. Dejó la taza vacía sobre uno de los muebles desde donde sacó un libro que parecía estar a medio leer y tras hojearlo rápidamente, se lo llevó hasta la cama.

Se recostó junto a ella y se apoyó de costado, sobre uno de sus brazos, desde dónde le observó; no sabía si luego de que despertase quisiera verle otra vez, así que tomó aquel momento como su propia y personal despedida. Quería memorizar su rostro así como ahora estaba, pacífico y ajeno a todo su mundo de remordimientos; cada línea, cada detalle hasta que él mismo lo creyó suficiente. Sólo en ese momento, abrió el libro y comenzó a leer en voz alta, con la esperanza de que algo hubiese en ella que le permitiese reconocer alguna voz y poder engancharse a ella para regresar a la conciencia y, tras leer algunas páginas, ella despertó.

Pantera — le nombró, interrumpiéndose en su lectura y le regaló una sonrisa mientras una mano inconsciente le acariciaba los cabellos — Me teníais preocupado — admitió con sinceridad y entonces continuó leyendo, pero sólo hasta llegar al punto que cerraba aquel párrafo. Luego, dejó el libro de lado, sobre la misma cama y le miró a esos ojos suyos, tan grandes como misteriosos y, que como toda ella, jamás podrían ser suyos.

Sí, soy Emerick Boussingaut, Duque de Escocia, pero vos... vos sois la mujer que con sus manos me salvó la vida cuando pensaba que yo era nadie — volvió a sonreír, pero enseguida bajó la mirada, escondiéndole a ella sus propios sentimientos, mas sabía que debía mirarle a los ojos para decir la verdad que ella se merecía, así que volvió a alzar sus pupilas para anclarse una vez más a su exquisita mirada bicolor, pero se detuvo en ese mismo momento al recordar la causa de su desmayo, así que sólo se limitó a decir aquello que no podría lastimarla — Lamento mucho haber llegado a volcar vuestra vida... pero quiero que sepáis que no me iré de vuestro lado, ni os dejaré sola... a menos que vos misma seáis quien me pida que lo haga.

Amistad... eso era todo, todo a cuanto podía aspirar sin dañar a esa familia que, como la suya, arriesgaba a romperse. No había más alternativa, no la había... y es que ¿cómo le decía cuánto sufría, cuánto había dado por ella, cuan desolado y roto había quedado? ¿Cómo? Si todo cuanto ella había dicho le había jugado en su contra, desmayándole con el riesgo de perder a su hijo que como el suyo aún no alcanzaba a nacer, ni tenía la culpa; no, ninguno la tenía. La culpa era del tiempo.

Tarde; era la conclusión de toda la historia que podrían haber escrito juntos, de todas aquellas palabras que como cartas solitarias flotarían dentro de botellas sobre el mar abierto, separándose dolorosamente sin la esperanza de volver a formar el libro que juntas escribirían. Tarde, como los polluelos que mueren dentro del huevo sin haber nacido por no alcanzar a desarrollarse a la misma velocidad que el resto de sus hermanos, esos que quedan abandonados en medio de un nido de cascarones rotos sin jamás llegar a saber cuan espléndidos podrían haber sido. Tarde...



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Última edición por Emerick Boussingaut el Lun Ene 14, 2013 7:23 am, editado 1 vez
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Mensaje por Emerick Boussingaut Vie Nov 23, 2012 3:14 pm

"Un guerrero acepta la derrota como una derrota, sin intentar transformarla en victoria."
Paulo Coelho



Y ella le miraba con la más tortuosa de las miradas, a través de dos brillantes luceros que amenazaban de extinguir al más hermoso de sus fulgores en un vaho de penas y agonías, por aquello que a ambos les era imposible. Y él le sostuvo la mirada con el agarre tembloroso y débil de sus propios ojos. Ambos, como dos ancianos que ya cansados de la vida, se sostienen el uno al otro para no caer en mitad del camino.

Le observó sentarse en la cama y darle la espalda, haciéndole creer, por un momento, que quizás sería mejor irse de aquella casa, pero él no quería hacerlo, ni tampoco tenía las fuerzas necesarias para dejarle en ese momento, en donde deseaba convertirse en el más egoísta de los egoístas. Bajó su mirada de regreso al libro que permanecía abierto sobre las mantas y cuyas palabras se le antojaban inexistentes, pues no eran más que borrosos manchones danzarines sobre los cuales poder dejar descansar su atención sin que tener que descubrir algún nuevo detalle de su rostro que le pareciera doloroso.

Ella se puso de pie, y aquel acto repentino le hizo mirarle otra vez; a ella y su caminar felino, a ella y la perfección de su espalda enmarcada por la gracilidad danzarina de su camisón que ondeaba con la suave brisa, a ella, únicamente a ella, la amarga y destronada reina de su corazón.

Suspiró y también se sentó sobre el borde de la cama y se llevó el libro consigo para cerrarlo entre sus manos, mientras la pesada y fría realidad volvía a caer sobre sus hombros cansados. Nuevamente se sentía vacío, había entregado todo para ni siquiera tener la posibilidad de luchar por el valor a sus propios principios, por lo que le había enseñado su familia, por lo que le había quitado la vida. Volvió a dejar caer la mirada cetrina sobre las hojas amarillentas de aquel ejemplar literario, que ya no le sostenía, al que abandonó sobre la mesita de noche en donde le vio a él; la fotografía de un hombre que no podía ser otro que el padre de ese niño y verdadero dueño de esa familia a la que él, villanamente, amenazaba de destruir.

Lo siento — apenas gesticuló aquellas palabras con sus labios, sin llegar a regalarles la gracia del sonido, pues era algo que deseaba sólo quedase entre ellos; el engañado y el abandonado. Ningún ganador.

Y entonces, las cosas también se ordenaron en su mente y comprendió, que a pesar de todo lo que pudiesen sentir, el único que sobraba en ese lugar... era él. Si tan sólo ella no le hubiera salvado la vida, si tan sólo no le debiera una promesa —la única que le quedaba tras ya haber roto las suyas—, podría haberse ido en ese mismo momento en que su orgullo caía a pedacitos como un cristal roto, demolido en tantas piezas, que ni siquiera el mejor pegamento podría regresarlo a lo que antes había sido.

Ella regresó tras sus pasos, hasta la misma cama en donde también se sentó, mas él no le miró hasta que fue la misma mano femenina la que le rozó el rostro, arrebatándole su atención a golpe de caricias.

No quiero que os vayáis, "Lobo" — le dijo ella de manera directa — Sé que os hubiera amado con la vida si fuera una mujer libre..., pero no lo soy — entrelazó ella sus manos con las propias, y sus ojos azules que quisieron mirarles, por un momento se quedaron clavados a los femeninos que ahora le observaban acuosos y condenados, pero la mano de ella, delicada y contradictoria, volvió a posarse sobre sus labios masculinos y desobedientes, que a toda costa le doblegaron a responderle aquel beso de despedida.

Sus bocas se encontraron y lucharon tibiamente con el sabor de la despedida, jugando al desconocimiento, al disfrutar de aquel ultimo momento, olvidándose de todo y de todos. Y sus manos buscaron hundirse en la sedosidad de sus cabellos, para acariciar lentamente la profundidad de su existencia, mientras le besaba con sus labios llenos de vivos movimientos y fragancias oscuras de dos alientos, que se envenenaban en la respiración simultánea de su aire que era uno, y cuyo aroma y sabor delicioso se retraía con el amargo adiós que, lentamente, se abría paso a través de las separación de dos amantes imposibles.

Ahora, puedo dejaros ir, Amor... Y ahora, puedo daros la bienvenida, Emerick Boussingaut, Duque de Escocia, amigo y aliado.

Sus palabras sonaban ciertas, pero demasiado lejanas para lo que él en verdad sentía, demasiado agrias y sobrias, frías como el témpano indeseable de una verdad propinada a golpes a la que aún no deseaba enfrentar, mas nada podía hacer que no fuese aceptarla y recibirla con la sonrisa cínica de la fuerza, la obligación del arrebato y la perdida que jamás le correspondería.

Sonrió con amargura, al mismo tiempo que dejaba caer su mirada por aquel árido abismo recién formado entre ellos y a través del cual habían caído todas sus esperanzas y sueños. Y entonces, él mismo posó una mano sobre la de ella, que acariciaba su mejilla, y le quitó de ahí obligándole a deshacer el contacto.

¿No os han enseñado a no decir mentiras, Jîldael? — le preguntó, llamándole por segunda vez por su nombre, pero esta vez ya no le sonaba a poesía sino más a bien a un arma peligrosa y de doble de filo — ¿Cómo es que podéis decir aquellas cosas con semejante facilidad?... Y delante de él — señaló ahora hacia la fotografía del hombre, pero antes de volver a decir algo más de lo que pudiera arrepentirse, se puso de pie.

Aspiró raudamente y dio un par de pasos hasta quedar detenido frente a la muralla decorada de toques personales y diferentes a los del resto de la mansión, pero a pesar de que sus ojos se paseaban por los objetos, su mente no procesaba los detalles, pues su cabeza ya estaba lo suficientemente atiborrada con tantas palabras que aun no sabía si deseaba dejarlas salir.

Os he visto desnuda — mencionó de pronto, como si entre todo el huracán de ideas que circulaban por su mente, aquello hubiese sido lo primero en escapar — Os he limpiado y vestido con mis propias manos, os he cuidado mientras dormíais, os he traído hasta aquí montada sobre mi propia ropa... — se giró entonces para darle a la cara y mirarle a los ojos con su mirada franca, pero temblorosa — Os he entregado todo... mas sé que no puedo pediros nada... todo; mi vida, mis promesas, mi temple, mi fuerza, mi honor, mis recuerdos, el perdón que algún día pude conseguir de mi familia... ¡Todo!... y vos... vos me habéis dejado sin nada...

Apretó los dientes y negó con la cabeza, intentando deshacer las lágrimas de su rabia contenida, de la vergüenza de sí mismo, de la frustración y el deseo incontrolable de martirizarse o desahogarse de algún modo tan ruin y cobarde que le regresara a su lugar. Respiró con dificultad y tras mirar hacia la ventana, volvió a acercarse a ella para arrodillarse frente a sus piernas en donde pudo tomar y besar su mano, como a la más noble de las doncellas, como ese saludo que jamás ofrendaba. Y fue, con el dorso de aquella misma mano, que él mismo acarició sus mejillas, quedándose apoyado en ellas.

No os estoy pidiendo nada — volvió a recordarle — Sólo quiero que sepáis, como mi amiga que decís ser, cuan horrible y estúpido me siento. — suspiró con fuerzas — Solía tener una familia, una familia feliz; un esposa... y un bebé que, así como el vuestro, se llevaba todos mis sueños sin siquiera haber visto su rostro. No fue una familia formada por mi voluntad, fue la esposa que se me destinó al momento de nacer, y jamás sentí desearla tanto como os he deseado a vos, jamás... pero le amé, a ella y a mi hijo por hacerme feliz, por hacerme sentir completo y parte de algo tan fuerte que sólo podría desarmarse a costo de muerte — alzó su mirada para encontrarse con sus ojos a través de sus pupilas centelleantes — ¿Y sabéis que pasó?... Murieron... Devorados por un licántropo que a su primera luna llena fue incapaz de reconocerse como tal y estalló como una verdadera bomba de tiempo llevándose todo lo que le quedaba de vida a su paso... — asintió, como la muda aceptación de lo innegable — Yo les maté... yo... y jamás me he perdonado por eso — apretó su mano — Me he pasado la vida rogándoles por un poco de perdón e intentando honrar su memoria... olvidándome de todos los placeres carnales, de todas de las mujeres y los niños que pudiesen ensuciar su memoria. Y habéis llegado vos... con vuestro hijo y vuestro maestre a cuestas, cuyas palabras mas vuestra presencia ha logrado mandarme todo a la mierda... — volvió a negar con la cabeza, intentando deshacerse de aquel nudo que se le atravesaba en la garganta — Me siento completamente incapaz de volver a separar otra familia, de quitarle a alguien lo mismo que yo perdí, pero... sólo quería que supierais, como la nueva amiga que vos decís ser, todo lo miserable ahora me siento... no por vos... sino por mi mismo y por todo aquello que tontamente he dejado caer... por nada... porque ya ni siquiera soy capaz de luchar por hacer que valga la pena...

Y ahí estaba él, tirado a sus pies como un verdadero muñeco de trapo viejo que aun se negaba a ser cubierto por la mortaja fúnebre de la muerte, pero ya sin la menor de las fuerzas para volver a ponerse de pie y luchar por aquello que alguna vez fue y pudo volver a ser.




Última edición por Emerick Boussingaut el Lun Ene 14, 2013 7:26 am, editado 1 vez
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La pantera, el lobo y el halcón {Jîldael} Empty Re: La pantera, el lobo y el halcón {Jîldael}

Mensaje por Emerick Boussingaut Miér Nov 28, 2012 2:59 pm

“La envidia silenciosa crece en el silencio.”
Friedrich Nietzsche


Mientras él hablaba, se aferraba a la mano femenina como si sus dedos fuesen una especie de cable a tierra que le resguardaba de no dejarse llevar hacia la locura, el último cordel de salvación que le amarraba a la Tierra para no ser tragado por una atmósfera desconocida y poco grata. No quería despertar, a pesar de saberse despierto, no quería enfrentar su realidad, su falta de juicio y el doloroso peso de los errores. Se aferraba como naufrago a la orilla de una playa con aroma a peligro.

Y ahora que le escuchaba a ella, ese mismo cable se cortaba abruptamente y desgarraba también su cordel de salvación para arrastrarle hacia la desconocida deriva que amenazaba con hacerle caer de golpe a su austera realidad, en donde la fría mirada de la Pantera le daba la bienvenida.

Los instintos eran fuertes en él, bastaba sólo una mirada amenazante para hacerle poner alerta, como el lobo interior que cargaba ya no tan sólo en sus lunas llenas, sino que en su propia esencia que ahora le acechaba, rasgándoles los pies de su debilitada humanidad. Pero así bastaban también sólo un par de lágrimas para hacerle retraer sus garras asesinas, que dudosas se retiraban a medias para permanecer prestas a cualquier señal de batalla.

Le escuchó en su llanto, en sus gritos, en su rabia, en su pena. Le escuchó como pocas veces escuchaba, con piedad y con paciencia, pero también con recelo y cuidado, y por ello fue que por fin soltó sus manos y le miró a cierta distancia, mientras ella le gritaba como una niña maleducada, y estuvo a punto de ponerse de pie cuando la voz de Jîldael se resquebrajó debilitada, como un anticipo previo a su caída de rodillas a su lado, donde se abrazó a él para acercarlo a su pecho, a su abrigo y protección como si de pronto él fuese el niño pequeño a quien ella debía ofrecer protección.

Emerick se quedó tranquilo y con el ceño fruncido mientras ella le acunaba entre sus brazos, estaba confundido, profundamente confundido sin saber que hacer ante semejantes contradicciones, y finalmente optó por tomarle de las muñecas para deshacer aquel abrazo y enfrentar su mirada, sin importar con cuanto hielo o lágrimas se encontrara.

Nunca... jamás, volváis a decir que morirías gustosa cuando ya poseéis la responsabilidad de un niño a cuestas ¡Jamás! — le recalcó a voz de exigencia — Los bebés son un regalo de Dios, un milagro y ninguno de ellos ha sido jamás un asesino, ni siquiera vos... Vuestra madre quizás no estaba apta para tener un hijo, pero era ELLA, no vos. Vos no naciste con un puñal en la mano, ningún bebé lo hace y si así fuera no existirían las madres, pero existen, y son madres porque han querido, siempre han tenido opciones por mucho que se evite hablar de ello... — le soltó de las muñecas, dejándole libre de los brazos para ahora sujetarla de ambas mejillas, las que tomó con más cuidado que firmeza — Y vuestro padre tuvo la opción también, no sería sacrificio si así no lo fuera... Ahora sois vos la que tenéis la tarea de hacer que valga la pena, vos sois la dueña de sus ojos y de todas las ilusiones que alguna vez posaron en vos para haber decidido de esa manera, vos sois su vida, y debéis honrarles por ello... por él — dijo al mismo tiempo que se atrevía a llevar una mano hasta su abdomen abultado — o ella — sonrió y acercó su rostro para besarle en ambas mejillas humedecidas desde donde recogió las lágrimas derramadas para ser consumidas por sus propios labios. Entonces le miró, sólo dudoso por un segundo antes de descender hasta su vientre en donde también se aventuró a depositar un beso.

Vos seréis la luz de vuestra madre — le susurró a ojos cerrados, recordando cuando él mismo había podido hacer aquello con su propio hijo para perderlo después, dejándole a él con la soledad y la desesperanza como sus únicas compañías, pero de pronto... Se alejó tan rápido como movido por una descarga eléctrica y le miró —a quien estuviera por debajo de ese vientre— con sorpresa, antes de bajar nuevamente y apoyar su oído en él — Puedo oír su corazón — susurró con una sonrisa incrédula que perduró en su rostro por un par de segundos, para luego desvanecerse hasta que se levantó y le miró a ella.

Mil sentimientos diferentes volvieron a cruzársele, haciendo cortocircuito en el interior de su cabeza y su corazón, que ya ni siquiera sabía si sentirse santo o villano; celos, alegría, rabia, esperanza, impotencia, amor... odio.

Se puso de pie y observó hacia la ventana antes de volver a mirar a Jîldael, madre y esposa ajena, y salir de la habitación en busca de alguna huida y, de cierto modo, para encontrarse consigo mismo. Por primera vez en aquel día, lleno sus pulmones de un aire limpio, en cuyo aroma traía el rastro de los aromas de la cocina. Recordó que nada había comido en todo el día, a excepción de aquel té que Charles generosamente le había ofrecido, y entonces supo que tenía hambre. Olisqueó el aire y se dejó conducir por el más desarrollado de sus sentidos hasta llegar a la cocina.

Buenas tardes — saludó a los criados que ahí se encontraban preparando la cena, y sin sacarles los ojos de encima, como si a través de ellos quisiera darles la advertencia de que en verdad era un hombre peligroso, se deslizó entre las despensas y sacó un buen trozo de pan el cual abrió para sacar descaradamente un trozo de carne a medio cocer de la cacerola en donde se preparaba.

El lobo tenía apetito, y el lobo... era todo lo que él era en esos momentos, en donde no quería que existiese el hombre.





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La pantera, el lobo y el halcón {Jîldael} Empty Re: La pantera, el lobo y el halcón {Jîldael}

Mensaje por Emerick Boussingaut Dom Dic 09, 2012 10:38 am

"La guerra no consiste sólo en la batalla sino en la voluntad de contender."
Thomas Hobbes


Comía de pie y apartado de todos los presentes, como el lobo solitario que era, aquel mismo capaz de saltarles encima si es que alguno de ellos osara acercarse más de lo que él estipulase permitido. Les miraba atentamente, cual cánido roe su más preciado hueso y advierte con la mirada que no desea ser molestado, pues defendería a su territorio con su vida. Y era así como los criados lo entendían y, con suaves murmullos, continuaban con su trabajo, evitando el acercarse demasiado, mientras mantenían la vista vigía sobre aquel individuo de mirada lobera y salvaje.

No pasó mucho tiempo para que Jîldael entrase también a la cocina y sus miradas se cruzaran para ablandar la suya. Se veía hermosa, como siempre, con el rostro despejado y el cabello amarrado en una felina trenza la cual se le antojaba como un vestigio de su propia cola. Ella se sentó frente a él y le observó fijamente y en silencio, como si de ese modo le invitara a sentarse también; él aceptó y, sin quitarle los ojos de encima, se ubicó delante de ella mientras una de las criadas dejaba ante la cambiaformas una especie de caldo que, a simple vista, se veía mas nutritivo que apetitoso.

Mas comida se posó sobre la mesa para rebosarla de exquisitos manjares que ambos disfrutaron con mayor prisa de la que hubieran deseado, pues el tiránico tiempo, una vez más, les apostaba en contra. Así fue como pronto el reloj marcó las ocho y sus campanadas hicieron que se le erizara la piel y se le inquietaran los nervios.

Emerick se puso de pie de un salto, pasando a llevar hasta la mesa, y miró a todos quienes le regresaban la mirada y, sin decir nada, ni perder aquel temible contacto visual, recogió un último trozo de pan y lo guardó entre sus bolsillos, antes de agradecer la comida y anunciar su retirada.

Muchas gracias por vuestras atenciones — le dijo a los criados y volvió a dirigirse a Jîldael para hablar a volumen de susurro — Debo irme — le comunicó de manera breve y salió de la cocina.

Una vez en el pasillo, miró hacia ambos lados de él, y tras hurgar entre sus recuerdos y la posición del sol, supo hacia donde debía salir. Apresuró el paso hasta la salida misma, en donde se detuvo y observó alrededor, intentando descifrar hacia que punto cardinal podría asegurar el lugar más desolado y, por tanto, apropiado para su transformación. Caminó a prisa, alejándose de la casa mientras decidía finalmente huir hacia los bosques de la montaña cuando un grito cortó su huída.

¡NOOO! — la voz lejana de la felina retumbó en sus oídos y volteó para ver a Jîldael discutiendo con su maestre, y supuso que el hombre le estaría exigiendo que, por cuidado de su propio hijo, no le siguiera.

El Duque supo que el anciano estaba en lo correcto, y sin perder más tiempo, ni poner oído al resto de la discusión, se echó a correr en dirección a los bosques montañosos, deteniéndose en un par de ocasiones para olfatear el aire y asegurarse de la ausencia de humanos alrededor. Fue en una de esas oportunidades cuando Jîldael le dio alcance, sorprendiéndole de que hubiese logrado salirse con la suya, pero no le dijo nada, sólo corrió a su lado, intentando así ganarle la carrera al tiempo que les pisaba a ambos los talones. Ninguno se detuvo más, ni él para olfatear, ni ella para mirarle, pues parecía ir demasiado concentrada en sus propios pensamientos mientras el bosque pasaba a su alrededor a gran velocidad.

Un par de venados huyeron a su paso, algún jabalí intentó seguirles en cacería, las aves volaban y chillaban asustadas de sus nidos y las ramas de los árboles eran apartadas con sus propios brazos con la misma facilidad que sus piernas saltaban los troncos caídos en lo que comenzaba a oscurecer aún más la base de los bosques mas sombríos, tupidos y vírgenes de la campiña francesa.

La pantera fue la primera en reducir la marcha y Emerick hizo lo mismo, pensando en que quizás podría haber sufrido alguna molestia a causa de su embarazo, pero la mujer, que ni siquiera tenía el pecho agitado, parecía mas interesada en escrutar el lugar que ya había elegido. Le observó curioso por un primer momento, y luego se dedicó a hacer lo mismo, hasta que ella le informó del tiempo que aún disponían.

¿Tenéis algún plan, Milord? ¿O sólo esperaremos a que la luna siga su curso natural? — preguntó la mujer, con la ingenuidad propia de una niña pequeña, como si en verdad creyese que se pudiese eludir aquella transformación.

¿Correr hasta China? — le respondió con seriedad, antes de sonreír de costado y posar sus manos sobre sus propias caderas para echar un vistazo al entorno — Es imposible huir de la Luna, Jîldael. No todo ha de ser siempre como se desea — le miró, pero hasta que la mirada de la mujer se cruzó con la suya, él la desvió.

Nunca esperó que lo que ella acaba de colgar, contuviera ropa para él, pues desde un principio supuso que era para ella misma y por eso ni siquiera se interesó en recordar su ubicación. Él estaba ya demasiado acostumbrado a tener que valérselas por sí mismo y no se esperaba ninguna atención de su parte, ni de la de nadie.

Le observó comenzar a desvestirse, y una vez más, no pudo evitar quedar hipnotizado por la sutileza y gracilidad de sus movimientos, hasta que ella misma quebró el silencio para comunicarle que preferiría esperarle como pantera. Su cerebro entendió, pero el resto de su cuerpo lo ignoró, tensándose ambas partes, deseosas de una encarnizada lucha interna donde ni la razón ni los sentimientos poseían la delantera. Tenía claro que no quería poseerle en el sentido carnal, tan sólo deseaba tocarle, besarle y acariciarle suavemente por última vez, como aquella despedida que ella se había permitido sin ser él quien se lo hubiese pedido. No rompería una familia, eso ya lo tenía decidido, pero... tan sólo un último adiós.

No me interesa vuestra desnudez — dijo tan fríamente como su sensatez le permitió, y desvió su mirada hacia la densidad del bosque.

Muchas vidas diminutas corrían de aquí para allá, disfrazas en sus sombras; ardillas, roedores pequeños, conejos y algún ave nocturna, dispuesta a hacerse un festín con sus cuerpos insignificantes. Suspiró profundamente y en su nariz se entremezclaron los aromas de la naturaleza con la dulce e intoxicante esencia femenina que irradiaba la pantera. Fue entonces cuando se acercó por la espalda de la mujer hasta sentarse a su lado, desde donde volvió a observar el bosque con una muy mal fingida calma, en donde fácilmente podía adivinarse aquella lucha interna, a punto de escapársele por los poros de la piel. Si el primer round lo había ganado su cerebro, este sin duda lo ganaba el corazón.

Jîldael — le llamó saboreando su nombre, al tiempo que se giraba a mirarle para perderse en sus ojos con sus últimos vestigios de humanidad y, olvidándose por completo de las palabras, le tomó desde atrás de la nuca para acercarle a sus labios y besarle como un verdadero pirata que recaía una vez más ante el pecado del robo de su besos — Sólo cinco minutos — le pidió en un susurro sobre sus labios prisioneros — Sólo cinco...

Eso era todo, todo lo que quería. Sólo cinco minutos para ser ellos mismos, ellos solos, sin luna, sin bosque, sin Târsil, sin Charles, sin bebé, sin prisa, sin pensamientos, sin culpas. Sólo ellos... Sólo cinco minutos.




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Mensaje por Emerick Boussingaut Lun Dic 24, 2012 11:27 pm

"Los animales son de dios. La bestialidad es humana."
Victor Hugo


Los labios femeninos se unieron con los suyos en ese tan esperado beso, en donde él los tomó, los saboreó, los besó y los hizo suyos como si hubiesen sido creados para pertenecerle del mismo modo como sentía que debía pertenecerle también su cuerpo. Le acarició sin prisas, le besó con premeditación y acomodó sus manos a ella, cual alfarero amolda su barro para hacer de sus manos el calce perfecto de la forma de su piel.

Ella le cogió por el cuello de su camisa para atraerle aún más y Emerick no tuvo la menor intención de oponer resistencia, y es que ¿cómo podía resistirse a esa mujer que en aquellos momentos representaba la completa totalidad de sus deseos? ¿Cómo podía decirle “No” a aquella que despertaba todos sus instintos con tan sólo una mirada?

Le miró a los ojos en el momento en que ella miró a los suyos, había tanto que decirse y tantas trancas que se los impedía, mas ya habían llegado hasta ahí, al borde del límite de no regreso, en donde sólo un beso bastaba para perderse por completo en sus ganas y en su cuerpo. Y ella le besó. Le besó sin restricciones, sin pensamientos y ambos dejaron todos sus prejuicios junto con su ropa que desaparecía de su cuerpo a cada caricia, cada suspiro que deseaba saborear y disfrutar al saber que el tiempo de ellos era limitado.

Se sorprendió al comprender de que ella disfrutaba mirándolo, y supo entonces que él le disfrutaba a ella del mismo modo; hermosa como era, su sola figura bastaba para encender lo más profundo de sus entrañas. Le observó ahí, tirada sobre la hierba, invitándole a él a dominarla, a hacerla suya sin importar mas nada, y él, evidentemente, aceptó. Se dejó caer sobre ella, deslizándose a través de su figura femenina en donde le besó sin restricciones; caderas, cintura, costillas, pocas eran para dar abasto a sus labios hambrientos que pronto se dirigieron a sus pechos para sensibilizarlos y hacerles esclavos de su aliento cándido e implacable que, como sus manos, no dudaban de conquistarle a cada centímetro que su tacto descubría.

Iba lento, sin apuros, recorriéndola con tiempo, saboreando premeditadamente cada espacio desconocido y deseado... sabiendo que quizás ella le ansiara con mas prisa, la misma prisa que se apoderaba de ambos cuando el deseo se hacía mas intenso, pero él quería más, quería hacerla desesperar, quería que le reclamase, que le pidiese suyo y derrumbar cada una de las barreras de sus prejuicios, para borrar el amargor de sus ataduras. Le tomó en sus brazos asiéndola hacia su propio cuerpo, fundiendo piel con piel en un preludio cálido de caricias estrechas. Atrayéndola, atrapándola, embrujándola, conquistándola, declarándola suya aún sin adentrarse en su cuerpo, torciendo ambos troncos como una misma estructura que se dejaba caer sutilmente sobre la hierba como una sola figura de extraña anatomía, de fuego y agua combinados en un mismo elemento. Y entonces le besó, le besó como jamás le había besado, le besó con el deseo de un juego prohibido, le besó con la pasión de haberla deseado a cada instante sin poderla tener, le besó con deseo contenido de saberla suya, le besó… una y otra vez, en la boca, su boca, su cuello, su piel, porque toda ella era suya, porque toda ella le pertenecía, porque él, el lobo, se había convertido en el rey de las felinos, y ella… la reina, había conquistado también el reino de los lobos… Ella, serpenteante y fiera… Ella… Toda ella…

Pero la Luna es cruel y no necesita de invitaciones para llegar a destruir todo lo que pudo haberse construido. Dolor, mucho dolor, como si aquel cuerpo celeste deseara hacerle pagar con creces toda aquella imprudencia cometida, imprudencias de las que, por cierto, podría jurar que jamás se arrepentiría.

Se alejó bruscamente, era hora de retomar la distancia y hacerla aún más abismante, lo que fuese necesario para mantenerle a salvo de sus garras, y entonces pareció quebrarse de pronto. Todos sus huesos sonaron al unísono que sus músculos se contrajeron, preparándose para formar ese nuevo cuerpo asesino del cual Jîldael debía mantenerse a salvo, mas la mujer parecía tan impresionada y absorta que por un momento le hizo pensar que no atinaría a nada, y sufrió, sufrió mucho mas que por el dolor físico de aquella transformación, sufrió de sólo pensar que podría matarla y arrebatarle la vida a ella y al bebé que llevaba dentro, a ese bebé que ni siquiera le pertenecía pero que desde ya cuidaba como suyo.

¡Jîldael! — le gritó entre sus gemidos para hacerle reaccionar, y entonces se acercó a ella, en medio de espasmos dolorosos e incontrolables para poder hacerse de su rostro con sus propias manos tensadas como garras aún no peligrosas — Estoy feliz... muy feliz — alcanzó a decirle antes de que la Luna le ganase la voz y sus alaridos.

Prontamente la Luna por fin pareció dejarle en paz, pues el lobo blanco aún gemía de dolor, pero ya había dejado de retorcerse y sólo parecía quedar ya el remanente de una tortura inevitable. Mas el lobo de pronto, simplemente, abrió sus ojos azul cielo y se puso de pie con presteza para lanzarse sobre la pantera y hacerle tambalear antes de agarrarse de su cola y tirar de ella para correr a lo lejos. Los remanentes de la felicidad humana se habían mantenido como la sensación instintiva que era, pues después de todo, la felicidad no es un sentimiento racional, sino una sensación de bienestar absolutamente instintiva y transferible a cualquier animal, incluso al más temible de los depredadores.

Era curioso, pero era real, y podía verse ahí en el lobo; rebosante de gusto mientras se dejaba caer de espaldas sobre la hojarasca para retozar y gruñir mientras se refregaba la espalda con tanto gusto que de pronto parecía ser el más domesticado de todos los canes.




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