El recuerdo es el perfume del alma

El baile era el tema predilecto de chismorreo de toda la ciudad. Todos los vecindarios habían contribuido para hacer posible el evento; las madres se habían puesto de acuerdo para preparar deliciosas comidas —patatas con bechamel, champiñones rellenos de queso, boilles, gigots asados, pechugas empanadas y un largo etcétera acompañado de vino dulce y vol-au-vent como postre—; los padres habían reunido sus herramientas y juntando esfuerzos, habían alzado una sencilla construcción de madera, de base hexagonal con un zócalo elevado donde los músicos tocarían, cubiertos por una pequeña cúpula sujetada por delgadas columnas. Por otra parte, los más pequeños, de entre los cuales estaba Sérène, se encargaron de hacer los adornos.

La niña de piel morena y rizos negros como el carbón tenía que rellenar, junto a varias pequeñas más, los vacíos jarrones con las flores más bonitas que fueran capaces de encontrar. Era una radiante mañana de abril, los últimos preparativos para la fiesta del día siguiente estaban siendo planeados o llevados a cabo. Las madres de las muchachas, les dieron permiso para salir a la proximidad del campo a recoger las flores silvestres que allí crecían. El alboroto de risas y gritos fue perdiéndose en la lejanía conforme el grupo de niñas se alejaba del lugar.

Corrían todas juntas, tan rápido como sus pequeñas piernas se lo permitían, con las faldas volando tras ellas en una vorágine de colores y sonidos. Jugaban a perseguirse las unas a las otras hasta que llegaron al prado lleno de flores, donde todas se tumbaron sobre el herbajo tratando de recuperar el aliento; tarea casi imposible porque continuaban riéndose. Las niñas hicieron una competición de quién hacía el ramo más bonito, dispersándose por la zona, revoloteando de aquí a allá con tal de conseguir el ejemplar más bonito para su manojo de flores.

La mañana pasó muy deprisa para todas, en cuanto estuvieron listas partieron de nuevo hacia la ciudad. El grupo presumía, sin excepción, que su ramo era el más bonito de todos, y el resto de las chiquillas reía sobre tal opinión. Divisaron el puente que debían cruzar para regresar a la ciudad cuando escucharon un disparo lejano. Las niñas más grandes guiaron al resto de nuevo hacía la ciudad, apremiándolas a regresas a sus refugios cuanto antes. Todas obedecieron, excepto una.

Haciendo uso de su lado más insensato, una Sérène diez años dejó caer el ramo que con tanto esmero había creado, dirigiéndose hacia el origen del sonido. Se detuvo al llegar a la linde del bosque, recelosa por entrar y perderse. El astro rey brillaba esplendoroso sobre su cabeza aunque los árboles poco le mostraban de lo que se hallaba delante de sí. En el preciso instante en que avanzó para adentrarse en el bosque, un joven de cabellos dorados salió de él, colisionando con la joven hechicera. Ambos cayeron al suelo, con sendos chichones en la cabeza.

—No vayáis por ahí si queréis vivir. —Le dijo. Tenía una intensa mirada de supervivencia.

Sin más preámbulos o tiempo de presentaciones, el desconocido se puso en pie y la agarró por el brazo, ayudándola a levantarse. Sin soltarla, corrieron por el mismo camino que había recorrido la niña, aunque en dirección contraria. Llegaron hasta la ciudad, Rouen, donde el chico quería permanecer escondido el máximo tiempo posible, camuflándolos entre las sombras, pasando inadvertidos por el ajetreo de la fiesta. En la sobra del puente, por el cual se accedía al centro de la ciudad sobrepasando el Sena.

—¿Vivis aquí? —Quiso saber el muchacho. Ante el asentimiento de Sérène prosiguió: —Bien, aquí me despido de vos, pues. —Realizó una perfecta reverencia de cortesía y se fue, dejando sola a una estupefacta Sérène.