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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Jean-Pierre Réveillère Dom Oct 06, 2013 4:28 pm

Silencio, a su alrededor todo estaba en un completo, y casi abominable, silencio. Y solead, a su alrededor todo era soledad o, al menos, así le gustaba pensarlo a él mas, ¿Por qué? Bueno, que uno de los hombres más respetados de la zona rica de París estuviese haciendo lo que estaba a punto de hacer no habría sido, ni mucho menos, demasiado bien visto. En aquel campo, sumido en aquel ínfimo claro oscuro compuesto por el cambio del Sol y la Luna, estaba a punto de ser perpetrados uno de los peores crímenes que todo ser humano podía cometer: matar. Si, Jean-Pierre Réveillère, aquel soldado de la ley siempre carcomido por su fama de responsabilidad y buen juicio, estaba a punto de asesinar a una persona. Y además a sangre fría, de manera premeditada, casi como si estuviese disfrutando del momento. Frente a él, de rodillas, yacía un hombre con el rostro cubierto por un saco de color marrón y desde el cual, de por seguro, no se podía observar nada. Temblaba de miedo al tiempo en que la sangre, ya seca, impregnaba el cuello de su camiseta. El francés, que daba muestras de una diabólica superioridad, se carcajeó, casi hasta regocijarse, al observar como su futura víctima no paraba de suplicar a Dios por su salvación. - Es triste, ¿verdad? - comentó, de buenas a primeras, mientras jugaba, de forma distraída, con un largo cuchillo. Era de un extraño acero blanco muy hermoso pero oxidado. Su filo, antes amenazante, ahora era un insulto ante cualquier herrero: estaba descuidado y lleno de pequeñas imperfecciones. Pero para él era perfecto, era el instrumento adecuado para instruirle a aquel pecador el castigo que se merecía. - Dios es cruel o, más bien, Dios es un grandísimo hijo de puta - escupió, con rabia contenida, mientras se acercaba hasta el hombre encapuchado. El policía sonrió mientras se acercaba a él justo al tiempo en que le proporcionaba un duro puñetazo en la sien izquierda. La víctima cayó bruscamente contra el suelo sin poder hacer nada, estaba atado de pies y manos, no podía escapar de su verdugo.

- Y es muy triste que le veneremos o le supliquemos piedad. Mira tú por donde: las tres mujeres a las que violaste y luego degollaste seguro que rezaron por ser salvadas y nada, las abandonó - empezó a decir mientras, sin cuidado alguno, le agarraba del cuello de la camisa. Su cuerpo, que ejerció casi como peso muerto, tamborileó de lado a lado mientras Jean-Pierre se encargaba de fijarlo bien contra el suelo. Observó, con cuidado, a los lados. No había nadie, a sus espaldas tampoco parecía haber testigo alguno. Colina abajo –estaba en lo alto de una– había una pequeña granja en la que no había nadie. Se había asegurado de que hubiesen ido a la fiesta que se daba en aquella mansión no muy lejos del lugar. Estaba solo, estaba seguro de ello. Sonrió al comprobar, mientras miraba la granja, que los cerdos estaban en su corral correspondiente. - Y ahora tú le suplicas por vivir… Sabes que no te lo mereces, ¿verdad? Pero es una suerte, yo soy un hombre benévolo. Hoy se hará justicia y, además, los cerdos no pasaran hambre, ¿Divertido, verdad? - explicó mientras se paseaba a su alrededor, dando vueltas una y otra vez mientras acariciaba el cuchillo con la yema del dedo pulgar. Un profundo suspiro escapó de los labios del policía mientras dejaba que el cuchillo acariciase, dejando una muy leve herida sobre su piel, el cuello de aquel crimina. Violador y asesino, ¿cómo una persona como aquella podía seguir viva y su esposa, santa entre santas, podía estar muerta? Los designios del señor eran un completo misterio pero él ya estaba harto, y lo estaba demostrando. El hombre, aunque Jean-Pierre no lo consideraba como tal, comenzó a balbucear asustado. Pedía clemencia y piedad, le rogaba por que le perdonase la vida y le permitiese comprender sus errores para arrepentirse de ellos. Réveillère, literalmente, le escupió en la cara aunque, por suerte o por desgracia, el saco impidió que la flema le impactase directamente en la piel.

- Primero las apuñalaste en los muslos para que no pudiesen correr u ofrecer resistencia - dijo, entonces, con un tono de voz frío y sepulcral, al tiempo en que su mano trazaba una trayectoria asesina. El cuchillo surcó el aire hasta dos veces, penetrando en la tierna carne de la víctima. Un grito de dolor explotó en la pradera mientras la sangre comenzaba a fluir desde los dos muslos del violador, recreando el primero de los pasos que había realizado en cada uno de sus crímenes. El policía dejó que el tiempo avanzase lentamente para que llorase por su vida, para que sintiese el dolor que el mismo había ocasionado a sus víctimas. – Luego se la metiste por el culo – enunció con rabia, pateándolo duramente para que cayese al suelo. No se lo pensó demasiado: se agachó y, con la cólera de un hombre que lo había perdido, le clavó el cuchillo en el recto desgarrándoselo por dentro, provocando una herida que, de por seguro, acabaría matándolo con el paso de las horas. Sintió, entonces, el horrible olor de quien se había, literalmente, cagado encima... El criminal no pudo más que llorar y exclamar cuanto le dolía todo aquello. Jean-Pierre conservó la calma aun a pesar de todo, el dolor de aquel hombre no le ocasionaba ni el más mínimo sentimiento de culpa. Ellas lo habían pasado peor y se lo pensaba demostrar de la forma más cruda posible. – Más tarde te decidiste a metérsela por delante… - explicó. Su puño, aquel que tenía libre, se apretó con tanta fuerza que su piel, blanca por naturaleza, se tiñese en rojo a causa de la presión ejercida. El hombre, que berreó como un animal, intentó resistirse pero no podía, estaba sin fuerzas y atado. Réveillère, con una falta de tacto impresionante, lo apuñalo una vez más y, esta vez, en su zona anatómica más característica como hombre. No quería matarlo, quería que sufriese. Dejó, entonces, que un breve período de tiempo, roto solo por sus gemidos, tuviese lugar. Esperó a que el dolor le corroyese las entrañas, y desease morir con mayor fuerza que nunca, para terminar su juicio. - Y, finalmente, les cortaste el cuello - sentenció. Su acero, manchado en sangre, se clavó en su garganta para desgarrarla de lado a lado, seccionando cualquier rastro de vida que pudiese restar en su cuerpo. Fue un corte profundo y lento.

La sangre, bajo aquella cruda realidad, salió disparada manchando la ropa del policía. Este no dijo nada, se limitó a patear el cadáver colina abajo para luego contemplar como rodeaba velozmente. Un breve salto, provocado por la velocidad del descenso, provocó que se introdujese en el cenagal de los cerdos. Se lo comerían, aquellos animales no dejarían ni rastro del cuerpo o la ropa. Fue entonces cuando, mientras contemplaba lo que en poco tiempo se convertiría en una horrible escena, que comprendió que aun se sentía vacía, que aún seguía enfadado, que el sabor de la venganza aun no impregnaba su lengua mientras se relamía los labios… - Tendré que deshacerme de esta chaqueta, está llena de sangre - se dijo así mismo, con toda la tranquilidad del mundo, mientras limpiaba el cuchillo sobre el prado. Se quitó lentamente la chaqueta y la envolvió sobre si misma disponiéndose, de este modo, a marcharse de la escena.
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Mensaje por Lila Misler Dom Oct 06, 2013 5:57 pm

A veces los fantasmas son más reales que las personas que habitan en el día a día con nosotros. Eso era lo que sentía que le pasaba a Lila, por mucho que se esforzara por huir de su pasado y poder hacer su futuro, no lo lograba, algo la ataba con tanta fuerza que ella estaba cansada de correr sin poder alejarse ni siquiera un poco. De nuevo, como cada tarde salió de la casa, iba vestida como cualquier otra chica, un vestido bastante sencillo con color de perla y el cabello perfectamente recogido en su nuca, el maquillaje discreto haciendo un leve matiz carmín en los pómulos y sus labios, eso le daba la vida que en verdad le faltaba. Se llevó la bendición de su nana y una sonrisa esperanzada para que los ojos de la muchacha ya no reflejaran tristeza, no sabía si se podría, pero al menos hacía un esfuerzo por aquella mujer que la había visto, cuidado y procurado desde que había nacido no podría darle un mal sabor de boca, nunca se perdonaría decepcionar a aquella mujer de cabellos blancos que había dedicado su vida para ella y que en ese momento sólo se quedaban la una a la otra, ¿Qué haría Gretchen sin Lila? Quizá morirse, pero ¿Qué haría Lila sin Gretchen? Se volvería una inútil y también moriría al poco tiempo, la dependencia que había creado una y otra había hecho que ahora no se concibieran por separado, la joven no sabía que tan bueno era eso, pero tampoco había pensado como evitarlo..

Un paso a fuera de la residencia Misler y ella se sentía perdida, no sabía si ir a la derecha o a la izquierda, pero quedarse de pie no era de las mejores opciones, se vería demasiado tonta, demasiado ingenua, las miradas caerían sobre ella mientras terminaban de pasar por aquella acera, así que era mejor comenzar a caminar. Sus dedos se movieron con gracia para poner los guantes en sus manos, los ojos castaños de la mujer se paseaban observando las residencias, todas tenían la opulencia que las hacía verse perfectas, majestuosas, simplemente el hogar soñado, pero ¿Por dentro sería igual? Ella lo dudaba lo suficiente como para que un suspiro se escapara de sus labios dejando como final un deje de melancolía, Lila sabía que el dinero compraba todo, menos la felicidad, el amor y la tranquilidad, pero además de aquello tampoco podía obtener sinceridad, tener una posición social nunca logró que las personas tuvieran lo que de verdad importaba, una sonrisa en los labios de la joven quedó como reflejo a todos aquellos pensamientos que se arremolinaban en su cabeza, haciendo que el tormento de ella creciera con sólo un poco de movimiento, llegó a la esquina más próxima, de la única que se había percatado en realidad, volteó hacia atrás, bien pudo haber sido arrollada por algún carruaje, negó con la cabeza ante aquella idea.

Se quedó ahí, de pie, por un par de segundos mientras la gente parecía haber huido, era bastante extraño, pero suponía que todos tenían cosas importantes que hacer o que en vez de estar en la calle preferían estar en algún salón ostentoso, en el teatro, en reuniones, en un baile en donde se comprometían y se unían las fortunas de las familias más poderosas en algún gremio, suspiró y fue con aquello que supo a donde quería ir... -Los campos...- escapó aquello en un susurro de sus labios, una sonrisa un poco más tranquila fue la que adornó sus labios mientras volvía a caminar a paso lento pero seguro. El sol ya se estaba ocultando cuando ella logró subir a aquella colina en donde su padre y ella siempre se iban a perder por horas, veían todo lo que había abajo, se lograba observar el viñedo a lo lejos y cuando las uvas eran perfectas aquello simplemente era un paisaje digno de observar. Tomó aire, sus piernas le temblaban y las manos las tenía un poco terrosas, al igual que la falda del vestido, pero no importaba, no quería quedar bien con nadie, se sentó en la hierba dejando que los rayos de sol le dieran en la cara mientras iban poco a poco desapareciendo, las vistas cada vez eran más oscuras y no lograba obtener ningún detalle que fuera admirable, pues lo lindo llegaba cuando la oscuridad reinaba y sólo las pequeñas luces se mantenían encendidas, su casa era la más bonita, según ella.

Un grito hizo que ella se girara de donde estaba aunque no lograba visualizar nada de forma correcta, sin quererlo los ojos ya se le habían anegado en lágrimas, pero ahora intentaba ver algo, los gritos y las palabras la habían paralizado, se acostó completamente en la hierba mientras observaba, un hombre que no lograba distinguir se ensañaba con otro, pero si todo lo que decía era verdad... La "víctima" no era tan inocente, pero ¿Acaso no había ya leyes? -Dios...- murmuró tapando su boca con la mano diestra intentando acallar el chillido que quería escapar de sus labios. Negaba con la cabeza mientras se iba arrastrando hasta quedar detrás de un árbol, no daba crédito a lo que acababa de ver. Miró de un lado a otro, quería ver a alguien, algo que la ayudara pero lo único que logró observar fue una bola humana yendo hacia una granja, sus manos temblaban al igual que sus piernas, no podía articular palabra alguna mientras intentaba pensar, pero ¿Qué pensaría? Ponerse delante de él sería un suicidio. Siguió caminando de espaldas hasta que su espalda topó con un tronco fuerte y ahí se recargó -Piensa, Lila, piensa, por favor, piensa, piensa- y a cada palabra las manos de ella golpeaban sus sienes como si ello ayudara a que las ideas fluyeran.
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Mensaje por Jean-Pierre Réveillère Mar Oct 08, 2013 7:26 am

Jean-Pierre ya había terminado su trabajo de aquel día por lo que lo más normal habría sido que marchase directamente a casa, ¿no? Si, habría sido lo más lógico pero el destino era caprichoso y, por primera vez en mucho tiempo, se había dicho así mismo que, tal vez, dar un paseo pudiese ser divertido. Llevaba muchos años encadenados a las sombras de su condena, el peso de ser el juez de todos aquellos desechos humanos era algo que empezaba a agarrotar su alma. Un suspiro escapo de los labios del policía mientras extendía los brazos hacia el cielo y se estiraba, relajándose. Estaba tranquilo, demasiado tranquilo como para haber cometido aquel crimen. La muerte, al parecer, le resultaba indiferente a aquel hombre que, supuestamente, luchaba por mantener la ley y el orden. Fue entonces cuando, dispuesto a iniciar su paseo, comenzó a caminar tranquilamente. El azar, sin embargo, tenía otros planes tanto para aquel hombre de mirada adusta como para la dama que, sin que él lo supiese, lo había visto todo. No tardó mucho tiempo en comenzar a desplazarse. No se esperó, para nada, el encontrarse con una mujer tras el tronco de un árbol. Sus ojos se abrieron, repentinamente, bajo la más pura de las sorpresas… ¡Le habían visto! Réveillère no fue capaz de articular palabra alguna y es que, como supiese quien era, estaba acabado. Si aquella mujer de cabellos rubios atinaba a desdeñar el misterio tras su rostro no tendría forma de continuar viviendo en París. Su mente empezó a trabajar a toda velocidad pero no encontró ninguna solución, si le reconocía como aquel famoso agente de la ley que recorría, día tras día, las calles de Paris estaba, literalmente, acabado. Sintió, por un breve segundo, como su ánima se desfragmentaba en miles de pedazos mientras el colérico peso del miedo le aplastaba sin oposición alguna. Jean-Pierre, tras mucho tiempo sin padecer de algo similar, recordó el sabor del terror en toda su expresión. Sintió como los labios se le humedecían y como la respiración se le cortaba al darse cuenta de que estaba en un callejón sin salida. Muchos habrían pensado que la mejor solución habría sido asesinarla pero él, a diferencia de cualquier otra clase de asesinos, no mataba a cualquier persona, solo a los que él mismo consideraba que, bajo el marco de los peores crímenes, se lo merecían…

- Por favor, no grite – atinó a decir, deprisa y un tanto nervioso, mientras tiraba el cuchillo al suelo para demostrar que no tenía intención de hacerle nada. Fue lo más acertado que atinó a razonar mientras se acercaba hasta a ella con las manos en alto. Por suerte parecía venir de alguna clase de fiesta, estaba casi seguro de que, aunque empezase a correr, la alcanzaría rápidamente. Él, a fin de cuentas, era un agente de la ley perfectamente preparado para afrontar toda clase de situaciones que requiriesen de esfuerzo físico mientras que ella, al menos en apariencia, no. Un suspiro, de esos que tenían la intención de calmarte cuando no eras capaz de pensar en nada, brotó de entre los labios del francés mientras su mente trabajaba a toda velocidad. Revisó toda la información que había ido almacenando a lo largo de su vida: psicología, protocolos sociales, novelas de misterio, artículos de periódico… Cualquier cosa que le pudiese resultar de utilidad en aquella clase de situación. Su memoria eidética, aquella que tantas tragedias le impedía olvidar, trabajo a toda potencia mientras Réveillère se acercaba muy lentamente hasta ella. Pensó, mientras buscaba algo que decir, en inmovilizarla pero eso solo le habría puesto en un aprieto todavía mayor. Por eso se mantuvo con las manos en alto y se detuvo a una distancia prudencial de ella, sin terminar de invadir su espacio vital. De haber estado en otro tipo de situación, seguramente, solamente habría podido admirar su belleza pero en aquella clase de encuentros… Bueno, en lo último que habría podido pensar era en cuan hermosa era o en cómo podría haber cumplido los protocolos sociales que tanto se le exigían a causa de su cargo.

- No espero que me entienda – dijo, entonces, mientras la miraba directamente a los ojos. Sus ojos, claros como el mismo amanecer, brillaron con especial intensidad. Jean-Pierre tenía que convencerla de que no era un simple asesino, de que todo aquello tenía una razón de ser perfectamente justificable. – Pero antes de empezar a gritar escuche lo que tengo que decirle, por favor – agregó no mucho después. Su tono de voz, siempre potente cuan trueno en mitad de una silenciosa noche, se mostró agradable y afable, más apagado de lo normal. No tenía la fuerza de siempre, era mucho más relajado y tranquilo, casi como perteneciese a una persona completamente distinta a la que había cometido tan brutal asesinato. Por un momento Jean-Pierre pensó en que la mejor opción era inventarse una historia, una gran mentira que lo colocase en el papel de hombre torturado que, buscando justicia, había perdido la razón. Convertirse en un personaje que inspirase pena podía ser una de sus mejores armas pero rápidamente comprendió que aquello no era lo que debía hacer… Réveillère había decidido hacía ya muchos años en lo que se iba a convertir, si aquel inmisericorde –e hijo de puta, como solía decir él- Dios habría decidido que aquel sería su fin no tendría otra opción más que aceptarlo. – No pienso hacerle nada, se lo juro. Escúcheme, por favor – repitió, otra vez usando aquella extraña muestra de “sumisión” a la hora de pedir por favor. El policía sabía que adoptar una actitud arrogante o demasiado fuerte solo terminaría cavando su propia tumba, tenía que elegir muy sabiamente sus palabras y sus gestos. Era por eso que se movía tan despacio, de forma tan calmada… Movimientos bruscos o frases enardecidas en la cólera de su corazón solo provocarían que no tuviese opción alguna de convencerla. No sabía lo que podría lograr pero tenía que intentarlo. Suspiró una vez más mientras esperaba a que el silencio se hiciese, a que le diese una oportunidad de hacerlo. No sabía si se lo permitiría, si saldría corriendo o si, simplemente, empezaría a gritar. No tenía ni la más mínima idea así que solo le quedaba una opción: intentarlo.

- Soy agente de policía y día tras día vivo rodeado de personas que solo viven para matar, violar… Monstruos que se regocijan en el dolor y el miedo de otras personas – empezó a explicar, en primer lugar, aun con las manos en alto. Supuso que ella misma pensaría eso de él si le había visto, cosa que había hecho pues, de lo contrario, no habría tenido esa expresión en el rostro. – He visto a mujeres violadas y a niños asesinados, he visto la peor cara de la humanidad… - continuó diciendo mientras se acercaba un paso más hasta ella. Su placa de agente de policía relució sobre su pectoral derecho cuando extendió ligeramente un brazo a un lado para que fuese visible por debajo de la chaqueta sin manga que llevaba. La chaqueta de manga larga, la que estaba manchada de sangre, se encontraba tirada en el suelo. – Ese hombre, no… Esa bestia a la cual extirpe todo rastro de vida, ese monstruo que hizo que yo mismo que me convirtiese en monstruo violó a tres mujeres y… y a una niña de siete años… - su tono de voz se atragantó, sus palabras no fluyeron con la seguridad que le había gustado. Jean-Pierre era un hombre fuerte, una persona en la cual no existía la duda o el miedo y que, sin embargo, ahora se tambaleaba. El recuerdo del cuerpo de aquella pequeña de ojos azules y cabellos morenos, desnuda, tirada en el suelo y sangrando por… No, no quería pensar en aquello. Odio, una vez más, la maldición que aquel Dios, cruel como él solo, le había impuesto. Suspiró otra vez. - ¡Le iban a dejar libre! El juez era su amiga… ¡Iban a soltarlo! Yo… yo no podía permitir que hiciese lo mismo otra vez, no quería ver a otra pequeña que apenas ha empezado a vivir de esa forma… - confesó, no estaba mintiendo. Si, aquel crimen había sido motivado por su venganza. Jean-Pierre no se iba a engañar así mismo, la principal razón de que hubiese acabado con la vida de aquel desgraciado habían sido sus ansias de sangre, su necesidad de sentir el poder de decidir sobre la vida de otra persona pero, aun así, no mentía. Aquel hombre había sido elegido por aquellos crímenes, porque iba a ser absuelto y, ciertamente, eso sí que no pedía permitirlo. – No espero que me comprendo, no me estoy justificando pero… nada, no es nada - terminó de decir, al final, mientras agachaba ligeramente la mirada. Aquel hombre fuerte y siempre seguro de sí mismo se encontró con un vació en su corazón, con aquel vacío que no le dejaba dormir por las noches, con aquel vacío que le había convertido en lo que hoy día era: un asesino sin remordimientos.
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