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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Yuna Rutledge Miér Nov 06, 2013 11:57 pm

Uno no debe nunca consentir arrastrarse
cuando siente el impulso de volar.

Helen Keller.

Cortesanas. Las mujeres que desprendían belleza con tan solo un movimiento de cadera o un vistazo por encima del hombro le parecían salidas de un cuento fantástico. De malas lenguas escuchaba todo tipo de ofensas o bajezas sobre ellas, pero la realidad es que las admiraba con ojos deslumbrados. Esa semana fue de hambre, ya que un puñado de sus cartas habían caído en el río y no podía trabajar sin ellas; solía pasar los días leyendo las cartas en la plaza central, aunque ahí corría el riesgo de ser asaltada por cualquiera más grande que ella. A esas alturas de su vida debía estar acostumbrada al estrés, la soledad y el trabajo duro, pero cuando veía a las bellas cortesanas, se le empañaban los ojos y le temblaban los labios. Ellas poseían una belleza digna de Diosas; con sus labios rojizos y carnosos, piernas interminables y vestidos de seda y satín. Sí, conocía a otras menos afortunadas que disponían solo de las curvas necesarias para encender a un hombre desesperado. Sin embargo, no desalentaba sus fantasías.

Cada noche dormía abrazada al libro que su padre alguna vez le obsequió; en él hablaba brevemente de una cortesana que, cortejada por un príncipe, rechazó todos los vestidos de seda y todas las joyas de tamaños colosales. Ella justificaba el rechazo con la incapacidad que tenía de ser una buena esposa, ya que amaba la libertad y temía perderla solo por bienes materiales. El príncipe sufría por la impotencia de no tener a su amada, a quien había ofrecido cuanto tenía; sin embargo, llevado por la locura y el deseo hacia la radiante musa, la raptó una noche sin luna y la ocultó en una cabaña. Ahí ya no eran un príncipe y una cortesana. Solo eran hombre y mujer. Ella se enamoró de él por sus ojos y no por su riqueza.

El recuerdo de aquella bella historia le arrancó una sonrisa insegura en tiempo presente. Quizás la cortesana de la historia fuese pobre y no tuviese un oficio respetado, pero a decir verdad, no se podía negar su belleza. Largos cabellos dorados y ojos azules cual zafíros. La joven húngara tenía una desafortunada complexión menuda y corpulenta, excepto ese día particular en el que el vientre era plano como una tabla por la falta de comida en el estómago. El feroz gruñido en éste le recordó donde estaba y qué hacía ahí. Parpadeó un par de veces y apresuró el paso.

Acompañaba a un grupo de gitanas las cuales tenían un trabajo muy importante que hacer ese día. Eran mujeres que poseían la belleza exótica del desierto; sus cabellos negros alcanzaban las estilizadas curvas de sus caderas y su piel resplandecía como la miel. Se habían puesto encima todo el oro que poseían, haciendo que sus cuerpos tintinearan a cada movimiento. Sus vestidos eran tradicionales y coloridos. Eran realmente bellas. Sin embargo, para quien no entendiera la delicadeza de la situación, no era una situación común que un grupo de gitanas vistiera de esa forma sin un hombre entre ellas. Solas a las lejanías de la ciudad, esperando a hombres que, cansados o necesitados, buscaban su compañía.

Cortesanas, sí. Las gitanas cortesanas eran tan escasas como los hombres fieles que no requerían de sus servicios, y de hecho, se suponía que no debían existir. Las costumbres gitanas eran muy estrictas con respecto al matrimonio y a la virginidad de la mujer. Debido a esto, o la tribu contemplaba reglas extraordinariamente flexibles para sus mujeres, o ellas debían abandonarla para tomar tal oficio. No sabía cual era el caso con las gitanas a las que acompañaba en silencio, pero daba igual. Era imposible no perderse en su belleza. Quizás no les molestara que una muchachita de 20 años las acompañara un tramo del camino, pero no sabía cuando comenzarían a perder la paciencia.

Estaban lejos de cualquier lugar, y solo con cierto esfuerzo podía verse el opaco resplandor de París cuando los primeros faroles se encendían al caer el sol vespertíno. Los destellos dorados del atardecer hacían brillar a las gitanas, y aunque ésta no lo supiera, a los ojos ambarinos de la más bajita de ellas. Y por fin, tras una larga caminata, llegaron al campamento militar.

¡Ingleses! —exclamó una de las gitanas en la antigua lengua romaní, emocionada. La palabra le resultó confusa a la más joven.
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Mensaje por Larden Dom Nov 10, 2013 2:18 am

“El hombre… el único animal que nunca está satisfecho”
Henry George (1839 - 1897)


Nunca fui un hombre que disfrutara del protagonismo. Una vez mi padre me dijo que cuando sintiera la necesidad de juzgar a alguien, recordara que no todos han tenido las mismas oportunidades que yo. Y eso, a pesar de que él y yo nunca solíamos hablar mucho, ni mucho menos con tanto significado, marco mi vida.

Como General de las fuerzas Reales Inglesas, aún en activo, nunca viajaba al frente de la caravana, prefería ir detrás. Nada tenía que ver con una estrategia evasiva o de engaño para el enemigo, simplemente no le daba importancia. Quien fuese capaz de sostener un arma o de cabalgar sobre el lomo de su caballo tenía el mismo derecho que yo a marchar en la posición que le apeteciese en el momento. Eso sí, debo confesar, siempre pedía el mejor caballo. No era de mí resistirme a tan majestuosos animales. Como tampoco era de mi prohibirles a mis hombres, el placer, aunque pasajero, hermoso y divino placer de la compañía de una mujer.

Habíamos llegado a las costas de Francia por el puerto de Cherburgo y avanzábamos hacía Paris para presentarnos ante el actual rey. El clima que nos había acompañado durante los 4 días y 3 noches de nuestro trayecto no había sido nada benevolente con nosotros. La lluvia caía sobre nuestros hombros haciendo el uniforme más pesado que de costumbre y hacía del suelo una mescla pegajosa de lodo que se aferraba a los cascos de los caballos mucho más que al de nuestras botas obligándonos a caminar junto a ellos como si de nuestro compañero de armas se tratase. Para mí, por supuesto,  no resultaba tan malo como parecía. Siempre he disfrutado de aquel tipo de clima.

La razón de nuestras, ahora, casi presencia en Paris eran meras burradas políticas. Yo tenía ya cerca de un año como embajador de la corona inglesa en Francia, había conservado mi título magnánimo a pesar de la derrota en América y sabía más del clima político del país de la gran bota que muchos de sus duques y lord en turno, pero aun así me era menester, según mi rey, presentar mis respetos y el de mi ejercito por lo menos una vez al año. < Que el rey vea que lo apoyamos. Que sienta nuestras palabras en nuestras acciones > decía el consejero del rey. Puras patrañas sin sentido. Hipocresía de la más vil. Ese mismo ejercito liderado por mi iba a ser, si todo marchaba como lo planeado, no el que protegiera al rey de Francia si no el que lo viera caer frente a los pies de Inglaterra.

Nuestro anfitrión había preparado un área especial para que fuese el sitio de nuestro campamento temporal. Estaba muy a las afueras de Paris como elemento estratégico de defensa y ataque y cómo tal compartiríamos territorio con otros menos afortunados que estaban ahí no precisamente como medida estratégica. Exiliados, convictos pasando desapercibidos, migrantes y principalmente, gitanos.

No recuerdo con exactitud cuántas veces he escuchado a un gitano llamarme “Payo” antes de acompañarlo de tal cantidad de insultos que sólo sabe Dios en cuantos idiomas y en qué cantidad fueron.  Si bien es cierto que aquellos son, digámoslo así, complicados con los que no pertenecen a su misma sangre hay en particular un grupo de gitanos, o ellas mejor dicho, que nos resultan, a mí en particular y a todos mis hombres, puro entusiasmo cuando las vemos a lo lejos. Pequeñas tiendas con coloridos y llamativos fondos nos anuncian su presencia como nuestros caballos le anuncias a ellas la nuestra.

El entusiasmo es mutuo, y es que aunque, quizá no seamos nosotros más para ellas que un cliente y para nosotros ellas no representen más que compañía por la noche, ambos nos alimentamos del otro. Siempre existirá esa conexión especial, una que no se puede obtener de todas las cortesanas, pero que es menester en aquellas gitanas que lo son. Ese misticismo y misterio que siempre las envolverá es como alimento para nuestras pequeñas cabezas… ambas.

Tan luego llegamos a su alcance la cosa parece tornarse en algún tipo de ritual de apareamiento en donde cada pareja animal suele reconocer su igual en el otro tan rápido y de forma tan natural  que nadie pelea por nadie. Es eso o es aquella magia gitana que tanto se rumorea, personalmente, prefiero creer en lo segundo. Porque me paso a mí.

Asegúrate de que alguien las acompañe al campamento por la noche, aun debemos llegar ahí y asentarnos, nadie puedo quedarse ni tocar un sólo cabello hasta que yo lo diga. Antes de que lleguen al campamento quiero que las esperes afuera y que reciban su dinero, no quiero problemas como la última vez  — acá es donde me golpeo la magia  —  Y quiero a ella a mi tienda – fueron mis órdenes.
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Mensaje por Yuna Rutledge Dom Nov 10, 2013 1:32 pm

Es muy probable que las mejores decisiones no sean
fruto de una reflexión del cerebro sino del resultado de una emoción
Eduardo Punset

La gitanilla más joven del grupo había supuesto que un encuentro como aquel se limitaría a un intercambio de palabras, risitas tontas y uno o dos besos al aire. Sin importar que fueran gitanas, a veces se contagiaban del coqueto aire francés. Pero cuando vio a todos moverse, incluso a sus actuales guías, comprendió que no era tan sencillo. Había un proceso de mayor complejidad que ella aun no podía entender; los rituales romaníes era lo que más cautivaba a los gadjos, según sabía. ¿Pero serían estos suficientes para justificar su presencia ahí?

Le aterraba pensar que alguien podría castigarla solo por estar donde no le correspondía; la mortífera mezcla de ingenuidad y curiosidad fue la que la llevó hasta ahí, decidida a descubrir cómo trabajarían unas gitanas cortesanas. Éstas a su vez parecían menos conscientes de su presencia, o cuando menos, fingían haberla olvidado. Estaban muy concentradas en la visión de los hombres a lo lejos.

Roham, como solían llamarla todos los que alguna vez preguntaban su nombre, quiso reír de verdad. Estaba fascinada, pero también divertida. Era impsobile no sonreír tan esplendorosamente con la imagen de mujeres tan hermosas pero tan inseguras de su aspecto. A diferencia de las cortesanas comunes, éstas llevaban poco maquillaje, casi todo concentrado en los gruesos y sensuales labios. A ella le hubiese gustado decirles que se veían perfectas, pero no se debía ser un gran conocedor para saber que su opinión tendría muy poco peso en sus consciencias. Además, ¿por qué ellas requerirían alguno de sus consejos?

¿Segura que hablas inglés? —le preguntó casi sobre el oído una de las más bellas a la gitana que, por lo visto, sería su única traductora. Ella mostró una expresión irritada y le aseguró que podía hacerlo.

Un hombre se acercó a ellas, no como si deseara ser el primero en probar los manjares nocturnos, sino como un mensajero. Tenía una estatura considerable para alguien dispuesto a la guerra, pero a la única gitana de piel clara, no le impresionó. De hecho, mientras sus "compañeras" eran escoltadas con gran galantería hacia tiendas seleccionadas, ella se desligó por primera vez y permaneció mirando el horizonte, hacia París. ¿En qué se había metido? Se alejó tanto de la seguridad de la ciudad para descubrir que, cualquier cosa que hicieran las cortesanas en esos campamentos, quedaría por siempre como un misterio. "Sí, se lo que hacen", se replicó a si misma, con una expresión de desaliento. Pero no era eso lo que quería ver. La mirada en las gitanas al ver a los ingleses parecía exhalar magia, pero aquello sería solo la entrada a un banquete de experiencias.

Lista estaba para retirarse, al mismo mundo hostil y sin gracia de siempre, cuando el mismo soldado de antes la tomó por el brazo. Aunque la fuerza implementada era gentil y solo con el fin de captar su atención, fue suficiente para hacerla saltar a la defensiva. Hombre y mujer se miraron al mismo tiempo con cierta vergüenza por sus comportamientos; era evidente que él no era un violador compulsivo y que ella desconfiaba de mucha gente. El soldado hizo volar un sin número de palabras en un idioma frío y cordial, lo que la hizo suponer que era inglés. De nuevo disponía a marcharse cuando el soldado pudo pronunciar "tienda", "gitana" y "velada" en francés. El joven rostro de la muchacha se iluminó de nuevo, como las dulces velas en Navidad. El soldado y ella se sonrieron mutuamente, sin comprender que sus ideas eran completamente diferentes. Él la guió hasta una tienda en particular y con un gesto de las manos, le indicó que esperara dentro.

Al principio esperó la entrada de una de las bellas cortesanas que la acompañaban, pero conforme transcurrían los segundos comenzó a temer lo peor. ¿Sería que... la habían confundido con una de ellas? Preocupada, aunque no del todo aterrada, caminó de un lado a otro de la tienda, preguntándose cómo saldría de esta. Bastaría explicarle todo a los soldados, ¿no? Pero la idea la desechó al recordar al soldado de antes y su poca idea del francés. Luego estaban las otras gitanas, quienes seguramente... ya estarían trabajando. Un malentendido así solía costarle muy caro a los que nada tenían, como ella.

Con el rostro enrojecido y la cabeza dandole vueltas, comenzó a cantar la vieja melodía que su padre siempre entonaba cuando deseaba calmar los nervios. Era una tonada dulce pero tan cargada de misticismo, que cada vez que alguien la cantaba sonaba a un hechizo. En su voz ronca y juvenil, era encantadora. Con el paso de los minutos sus hombros perdieron tensión y su mirada, concentrada en el fuego de una lámpara de aceite, se volvió mística.
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Mensaje por Larden Miér Mar 19, 2014 11:11 pm

El único modo de salvarse a una tentación es ceder a ella. Nada queda entonces más que la satisfacción o la voluptuosidad del arrepentimiento.
(Anónimo)



Hoy todo sabe, nuevamente, a sopa de colores.

El campamento, los hombres, las espadas sin filo y los rifles sin pólvora, las risas, las casacas rojas y los caballos, la ausencia de estos. Incluso aquella melodía... ¿De dónde proviene?

Todo me parece un poco irreal, no me recuerda en nada a los días de guerra. Aquella melodía parece desterrada de un lugar mejor y trasplantada aquí. O quizá soy yo el que fui arrancado del lugar donde pertenecía. Hace tan sólo unos meses los gritos y las voces exaltadas carecían de una risa que las acompañase como las de esta noche. La guerra toma todo eso que un hombre es capaz de expresar y lo convierte en furia. En los días de guerra la única responsabilidad de un soldado es permanecer con vida. No estoy seguro de si eso es posible, sobrevivir. Regresar como el mismo hombre que alguna vez se fue. Sin embargo, aquí estoy.

¿Escuchan eso, señores? — Al pie de mi tienda, dos centinelas aguardan — Ya tiene tiempo así, señor — Uno de ellos responde — Nunca había escuchado algo igual – El otro añade — Retírense, caballeros. Estoy seguro de que si se dan prisa aún pueden esperar dormir con calor en sus cuerpos esta noche — Los dos, fieles, permanecen inmóviles — ¿Señor? — Terminan por preguntar, pues después de todo son hombres — Vamos, lárguense antes de que cambie de opinión. Estaré bien.

Ambos vacilan un segundo pero no tardan en ponerse a ello. Yo, permanezco un segundo más fuera de la tienda, escuchándola. Cuando por fin entro la encuentro de pie y con la mirada perdida. Mucho antes de que siquiera intente hablar levanto mi mano en señal de que guarde silencio. Avanzo hasta una pequeña mesa y ahí me despojo de la espada a mi cintura y de las armas en mis costados — Esa era una melodía hermosa — Le hablo de espaldas y aunque no puedo verla siento su presencia,} y me alegra que no haya salido corriendo — ¿Cuál es su origen, tengo la sensación de haberla escuchado antes? — Le pregunto, pero antes de esperar una respuesta me vuelvo hacía ella y la miro con especial atención — ¿No puedes entenderme, cierto? — Levanto de nuevo la mano emulando la misma señal de antes, la respuesta es obvia — No digas nada, permíteme. De todos modos tengo que practicar mi francés.

Antes de cumplir los 12 años ya conocía el idioma. Cuestiones políticas y convencionales me obligaban a hacerlo. Aunque no había tenido oportunidad de practicarlo, no de la forma en la que me vería obligado ahora al ser el embajador de la corona inglesa — Deberás disculparme, primero porque hace mucho que no hablo tu idioma y segundo, por mi acento. Ese, mucho me temo, que por mucho que practiques nunca se va — Comencé a hablarle en francés aunque para ese momento ya había vuelto la espalda contra ella de nuevo y no sabía si me entendía.

No me había notado antes que no podías entender el inglés, uno siempre ha de suponer que ustedes, las cortesanas, saben por lo menos una o dos palabras, frases completas si me lo preguntas. Pero tú no, tú no sabes, como tú tampoco... eres una cortesana — Aquello último se lo dije despacio y con una sonrisa cómplice en los labios, como quien atrapa al otro en una travesura o en una mentira inofensiva.

¿Te sorprende que lo sepa? — La sonrisa no se ha ido de mi rostro y amenaza con convertirse en una carcajada si ella no reacciona pronto — ¡JaJa! No, no quiero que pienses mal, es en verdad algo extraño, tengo que admitirlo. Es decir, son ustedes los que pueden leer la mente ¿no?  — Al final aquella carcajada se ve transformada en una sonrisa mucho más sincera al encontrarme con sus ojos.

Te lo diré. Te diré cómo lo supe.  En la guerra… — Me interrumpo a mí mismo para dirigirme al otro lado de la mesa y por debajo de esta extraigo un par de vasos y una botella de bourbón. Lo único bueno que saque de América  — Como te decía. En la guerra aprendes cosas, usualmente lo que aprendes allá no es algo de lo que te sientas orgulloso o algo que puedas aplicar en otras circunstancias que no sean las propias de la batalla — Mientras le hablo sirvo en los dos vasos una cantidad considerable del whiskey — Sin embargo, hay una cosa que sí. Que sí puedes usar y que se usa para delatar algún tipo de comportamiento. La mirada — Señalo con una mano mis ojos y los de ella enseguida — Aprendes a leer la mirada. Y una de las cosas que la mirada te puede decir es cuándo alguien ve algo por primera vez. Es muy particular, un brillo especial parece querer salirse de los ojos y experimentar por sí mismo aquello que se nos presenta tan nuevo — Me detengo por un segundo y un gran suspiro es acallado por un sorbo del vaso, después, continuo — Como ya te dije, esto lo aprendí en la guerra. Cientos de soldados que veían por primera vez el verdadero rostro de la batalla me hicieron convertirme en un experto en leer la mirada. Y esa misma mirada, aquella que nos delata sin voluntad propia, la vi en ti, hoy, cuando las encontramos en el camino. No me preguntes por qué, de entre tantas cosas que podían distraer mi mirada, esta te eligió a ti. La cuestión es que supe que tú no eras una cortesana. O por lo menos no en la práctica. Puede que tus intenciones sean diferentes. Quizá sea esta tu primera vez.

Con un sorbo grande bebí el resto del líquido del vaso e hice lo mismo con el otro. Después, camine hasta un perchero ubicado en un rincón de la tienda — ¿Por qué no llenas mi vaso y el tuyo? si quieres puedes usar uno nuevo. Cuando termines podrías venir hasta aquí y ayudarme con esta chaqueta. Olvide que el uniforme de oficial es mucho más difícil de quitarse que de ponerse y mis guardias se han ido, apreciaría mucho tu ayuda. Y no te preocupes, sólo quiero estar más cómodo.


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Mensaje por Yuna Rutledge Sáb Abr 05, 2014 2:01 am

La sensualidad es la expresión más sencilla de la atracción,
pero la más efectiva al momento de la provocación.
Luis Gabriel Carrillo Navas  


Como el sueño que termina cuando la luz del sol se filtra bajo las cortinas de una ventana, todo quedó en un silencio abrupto. La interrupción no le incomodó más que la presencia de un hombre dentro de la misma tienda. En su madurez, bajo ningún concepto, había permanecido sola con un varón, y el que éste fuera extranjero parecía acreditar a la infracción un poco más de culpa. O al menos, algo así le habrían dicho las mujeres romanís tradicionales. Cuando vio entrar al soldado no sintió miedo o pánico. Su cuerpo se estremeció desde los pies hasta la cabeza y un grito se ahogó entre sus labios. La sorpresa de su entrada, y el desconcierto de sus primeras oraciones en inglés la mantuvieron rígida en un rincón de la tienda. Comparada con las otras mujeres, Roham era como una niña puesta en una situación de adultos.

Su cabello estaba corto al ras de la nuca, con ondulaciones que resaltaban la juventud de su rostro inseguro. Frunció el ceño con timidez al verse en desventaja con el soldado. Si tan sólo pudiera entender lo que decía. La inexperiencia era una peligrosa enemiga y no fue sino hasta ese momento que lo descubrió. No sospechaba lo que le deparaba la noche, ni lo que esos ojos oscuros como el café sin azúcar la harían experimentar. Sus labios se entreabrieron con esa mirada atenta, como si por un instante pudiera entenderlo.

Guardó silencio hasta escuchar palabras que pudiera reconocer, cuando menos, en francés. Sintió de inmediato una empatía por el hombre, y comenzó a notar en él un aura de extraño atractivo, como el olor al desayuno caliente por la mañana. Debido a que él insistía en darle la espalda, no pudo ver la sonrisa que emergió en el rostro de la gitana. Tímida, insegura, pero más que todo eso, fascinada. ¿Él diría algo respecto a su propio acento romaní que distorsionaba el francés? ¿Podrían siquiera entenderse? Al escucharle, comprendía la ligera ausencia de picardía que los franceses (en especial los parisinos) impregnaban en su idioma. Atenta a sus palabras, abrió los ojos con sorpresa e incluso sus manos saltaron hacia adelante, como si quisieran defender tímidamente su pecho.

Usted... ¿Cómo...? —Susurró, no muy segura de que él pudiera escucharla a la distancia. Hizo un mohín que podía denotar tanta diversión como fastidio por la broma del inglés. Tendría que explicarle que los gitanos no podían leer la mente, y que sólo un pequeño por ciento podía ver el futuro. Los gadjos atribuían al misterio de distintas culturas, quizás, demasiadas pamplinas. Pero retomó un respeto y admiración considerables hacia el soldado, quien ahora le explicaba bien como pudo haber adivinado algo así en un instante. Roham quedó fascinada, con los ojos brillantes de expectación. Quería saber más. De pronto la curiosidad que sentía por las cortesanas quedó en segundo plano, como si el misticismo fuera una manta que ahora envolvía al hombre de ojos oscuros. No se dio cuenta que avanzaba hacia él lentamente, paso a paso, sin intención de interrumpir su monólogo.

Descabellada atracción que empezó con el olor a licor y un curioso relato instructivo. No dudó en obedecer la sugerencia, como si se tratara de un antiguo arte que debía ser respetado y atesorado. Su voz, que casi parecía olvidada en el interior de la tienda, volvió a resonar.

Hay una primera vez para muchas cosas. —Puntualizó en tono neutral, mientras llenaba dos vasos. Sin embargo, no probó ninguno de los dos. En su lugar, se giró hacia el hombre y levantó el mentón para poder mirarlo a los ojos.— No me gusta beber. Arde en la garganta. —Guardó silencio y se acercó un poco más, dejando en la mesita de noche ambos vasos. La distancia se había vuelto corta tan pronto que la gitana se sobresaltó al sentir el calor de la otra persona. Sus pupilas temblaron bajo la luz de las lámparas y su ceño volvió a fruncirse.— No veo motivo para usar algo así. —Admitió una vez estuvo tan cerca que pudo tocarlo. La diferencia de estaturas era notable, y con suerte su cabello rozaría la manzana de adán del hombre.— Se ve incómodo, seguro que aprieta y si se le complica quitárselo, no es nada práctico. —Añadió, antes de interrumpirse a sí misma cuando comenzaba a retirar botón por botón. Parecían interminables.

Un intenso rubor le cubrió las mejillas cuando cayó en cuenta que estaba criticando a un soldado. Su mente maquinaba tan de prisa, que a veces no podía evitar justamente lo que pensaba. Se mordió el labio hasta que éste quedó rojo como una cereza madura. Demoró algunos minutos en poder retirar del todo la chaqueta, pero cuando lo hubiese hecho, el sonrojo que intentaba ocultar se intensificó cuando descubrió el torso masculino, cubierto sólo por una camisa blanca.

Usted me recuerda a un zorro de ojos astutos. —Murmuró, echando la cabeza hacia atrás para observar los orbes oscuros. Su mirada debía ser la guía para esa noche. Esperaba una señal para retirarse, o quizás, una razón para quedarse. No esperaba que un hombre pudiera decir palabras tan interesantes, incluso si el acento interfería con el idioma.
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