AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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En un rincón de la oscuridad | Privado
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En un rincón de la oscuridad | Privado
«Si algo puede salir mal, saldrá peor.»
Podía sincerarse consigo misma y aceptar que ese sitio en el que se ocultaba era una gran mentira. Una como otras tantas que se empecinaba en crear diariamente para un contento personal que no llegaba a concretarse a pesar de sus esfuerzos constantes. No podía escapar de él, ni de sus propios miedos e inseguridades. Allí estaba atrapada, como cada segundo de su vida, aunque en ese momento, físicamente. La nieve nocturna la había sorprendido arriba del carruaje que la conducía al centro de París, pero había quedado varada entre la blancura espesa y alta que se acumulaba en la calle. El virginal campo claro que se expandía a lo largo y a lo ancho había impedido que los caballos continuaran, pero en caso de poder hacerlo ellos, habían terminado siendo las ruedas las que quedaron atascadas. El cochero había anunciado que debía continuar el recorrido a pie o esperar allí hasta que alguien los socorriese, y Dulcie no podía darse el lujo de seguir esperando. Su tiempo se había convertido en una agotable fuente de oro, un torrente del metal dorado altamente cotizado, pues sentía que cada segundo que pasase, se extinguía el tiempo que le quedaba. Podía ser mucho, ser poco, pero vivía con la extraña sensación de que todo podía culminar en cualquier instante. Se sentía más vulnerable y solitaria que nunca, y eso era mucho decir.
Se ajustó el chal. Una suave ventisca helada comenzaba a soplar con cautela, pidiendo permiso. Estaba tan expuesta al frío como a los peligros. El escalofrío que le recorrió el cuerpo la llevó a estirar su brazo y con su palma encerró el costado izquierdo de su cuello, aún le tiraban las pequeñas incisiones que le había provocado un cliente. Estaba tan acostumbrada a ellas, que la desestimó con un chasquido de su lengua y regresó su mano al pecho, donde sostenía el abrigo. Se apoyó en la pared, allí estaba refugiada de la tormenta que se avecinaba, pero los pequeños copos comenzaban a caer otra vez. Uno se posó en el puente de su nariz, y ella lo barrió con el dedo índice, y una leve sonrisa despuntando sus comisuras. No siempre le había gustado la nieve, pero era grata la sensación de saberse viva para disfrutarla. A pesar de todo, agradecía poder seguir contando la historia. Una muy triste, pero suya al fin de cuentas; era lo único que realmente le pertenecía.
Miró sus pies, que comenzaban a enterrarse y los sacudió, luego mantuvo su vista en ellos, observando cómo volvían a cubrirse y perderse bajo la suave capa blanca. Algunas voces y alguna que otra risa, llegaban sofocadas de los ventanales pertenecientes a las edificaciones que circundaban el callejón. A pocos metros podía distinguir la luz del cigarrillo que sostenía en la boca el cochero, el pequeño movimiento rojizo delataba que al hombre le castañeaban los dientes. No lograba dilucidar el humo, que se perdía en la distancia. Sí veía el humo blanco de su propia respiración cuando exhalaba. No se había percatado, hasta ese momento, que tenía las manos heladas. Rebuscó en su diminuto bolso los guantes de cuero que solía llevar. Al encontrarlos, se los colocó con lentitud, los dedos rígidos corrompían la destreza. Restregó las palmas una y otra vez para darse calor, y la leve sensación de calidez que conseguía con cierto esmero, se esfumaba en cuanto se detenía. Decidió que lo mejor era ocultarlas bajo el chal. A pesar de que el vestido era de lana y abrigado, el haberse mantenido quieta comenzaba a entumecerle los músculos a causa de la baja temperatura. No sin dificultad, se incorporó para dar un paso al frente, y otro más, y así inició el trazado de un camino que cruzaba los escasos metros de ancho del improvisado paraje.
El correteo de dos ratas que cruzaron por debajo de sus faldas la obligó a apagar un grito. <<Las ratas son sabias, huyen del frío hacia el calor, hacia la comida>> y eso le recordó que hacía horas que no ingería alimento. Su estómago crujió en un sonido que la ruborizó a pesar de encontrarse sola. Giró la vista hacia el cochero, y descubrió que ya no estaba solo, sino que un hombre con un farol se le había acercado. El empleado le señalaba las ruedas atascadas con la cabeza, mientras se esmeraba en mantener ocultas sus manos bajo sus axilas, en un intento por darse calor. Dulcie desvió su atención para seguir transitando el corto camino. Sus pasos habían formado un pronunciado hueco, que dejaba ver el empedrado. El grosor de nieve que distinguió, le dio una idea de lo que deberían esperar para continuar su camino en el coche. El ir a su destino a pie, era una idea que prefería no contemplar, aunque cada vez parecía convertirse en la única alternativa posible. No temía a los peligros de la noche. Por buena o mala fortuna, había terminado inmunizándose a ellos; pero tampoco deseaba morir de frío, sola en la calle. De niña, antes de que su padre la vendiera, había soñado con tener un marido bueno con el cual envejecer, y morir a su lado calentitos en una cama. La vívida imagen que tantos años atrás la había alegrado, le arrancó una lágrima de nostalgia, que rodó por su mejilla derecha y que ella se apresuró en secar.
—Ya no existen los finales felices para ti, Dulcie —susurró con absoluta congoja. Continuó caminando, con una sonrisa intrascendente opacando su rostro.
Se ajustó el chal. Una suave ventisca helada comenzaba a soplar con cautela, pidiendo permiso. Estaba tan expuesta al frío como a los peligros. El escalofrío que le recorrió el cuerpo la llevó a estirar su brazo y con su palma encerró el costado izquierdo de su cuello, aún le tiraban las pequeñas incisiones que le había provocado un cliente. Estaba tan acostumbrada a ellas, que la desestimó con un chasquido de su lengua y regresó su mano al pecho, donde sostenía el abrigo. Se apoyó en la pared, allí estaba refugiada de la tormenta que se avecinaba, pero los pequeños copos comenzaban a caer otra vez. Uno se posó en el puente de su nariz, y ella lo barrió con el dedo índice, y una leve sonrisa despuntando sus comisuras. No siempre le había gustado la nieve, pero era grata la sensación de saberse viva para disfrutarla. A pesar de todo, agradecía poder seguir contando la historia. Una muy triste, pero suya al fin de cuentas; era lo único que realmente le pertenecía.
Miró sus pies, que comenzaban a enterrarse y los sacudió, luego mantuvo su vista en ellos, observando cómo volvían a cubrirse y perderse bajo la suave capa blanca. Algunas voces y alguna que otra risa, llegaban sofocadas de los ventanales pertenecientes a las edificaciones que circundaban el callejón. A pocos metros podía distinguir la luz del cigarrillo que sostenía en la boca el cochero, el pequeño movimiento rojizo delataba que al hombre le castañeaban los dientes. No lograba dilucidar el humo, que se perdía en la distancia. Sí veía el humo blanco de su propia respiración cuando exhalaba. No se había percatado, hasta ese momento, que tenía las manos heladas. Rebuscó en su diminuto bolso los guantes de cuero que solía llevar. Al encontrarlos, se los colocó con lentitud, los dedos rígidos corrompían la destreza. Restregó las palmas una y otra vez para darse calor, y la leve sensación de calidez que conseguía con cierto esmero, se esfumaba en cuanto se detenía. Decidió que lo mejor era ocultarlas bajo el chal. A pesar de que el vestido era de lana y abrigado, el haberse mantenido quieta comenzaba a entumecerle los músculos a causa de la baja temperatura. No sin dificultad, se incorporó para dar un paso al frente, y otro más, y así inició el trazado de un camino que cruzaba los escasos metros de ancho del improvisado paraje.
El correteo de dos ratas que cruzaron por debajo de sus faldas la obligó a apagar un grito. <<Las ratas son sabias, huyen del frío hacia el calor, hacia la comida>> y eso le recordó que hacía horas que no ingería alimento. Su estómago crujió en un sonido que la ruborizó a pesar de encontrarse sola. Giró la vista hacia el cochero, y descubrió que ya no estaba solo, sino que un hombre con un farol se le había acercado. El empleado le señalaba las ruedas atascadas con la cabeza, mientras se esmeraba en mantener ocultas sus manos bajo sus axilas, en un intento por darse calor. Dulcie desvió su atención para seguir transitando el corto camino. Sus pasos habían formado un pronunciado hueco, que dejaba ver el empedrado. El grosor de nieve que distinguió, le dio una idea de lo que deberían esperar para continuar su camino en el coche. El ir a su destino a pie, era una idea que prefería no contemplar, aunque cada vez parecía convertirse en la única alternativa posible. No temía a los peligros de la noche. Por buena o mala fortuna, había terminado inmunizándose a ellos; pero tampoco deseaba morir de frío, sola en la calle. De niña, antes de que su padre la vendiera, había soñado con tener un marido bueno con el cual envejecer, y morir a su lado calentitos en una cama. La vívida imagen que tantos años atrás la había alegrado, le arrancó una lágrima de nostalgia, que rodó por su mejilla derecha y que ella se apresuró en secar.
—Ya no existen los finales felices para ti, Dulcie —susurró con absoluta congoja. Continuó caminando, con una sonrisa intrascendente opacando su rostro.
Dulcie Sterling- Mensajes : 48
Fecha de inscripción : 31/05/2012
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Re: En un rincón de la oscuridad | Privado
Las pocas horas de noche que habían corrido hasta el momento habían sido más que suficientes para Daniel, se sentía frustrado luego de su último encuentro con sus socios, la idea de estar atascado en un cuerpo tan joven le restaba credibilidad y solo hasta estas alturas de su eternidad empezaba a ser evidente. Toda una noche se desplegaba frente a el llena de posibilidades pero, luego de salir de esa última negociación, solo podía pensar en subir a la comodidad de su coche e irse a casa.
El corto camino del edificio al andén donde lo esperaba su transporte fue suficiente para además, percatarse del mal clima, no solo venteó sino que la delicada aguanieve que caía sobre el empedrado empezó a volverse más densa y pesada, cubriendo el sendero de un blanco que brillaba molesto bajo las pálidas luces de los faroles encendidos.
Daniel subió a su coche y sin mediar palabra con el cochero empezaron a andar. En un intento por distraer su mente de ese altercado clavó sus ojos al paisaje que veía a través de el cristal de su ventana, y como todo viaje por su mente, como cada vez que su mente trataba de quedar en blanco, la música empezó a recorrer por su cuerpo, empezando por sus ojos cazadores de luces, rostros y colores, hasta la punta de sus dedos, que empezaban a bailar rítmicos sobre sus rodillas y una melodía zumbando en sus oídos y de su garganta empezaba a nacer un solfeo casi inaudible, su cabeza se contoneaba con ligereza de un lado a otro y por fin una sonrisa volvía a su rostro, esa que no podía desaparecer nunca, ni en el peor de sus días, era su más fiel arma y confiable escudo. Solo entonces, sumergido en ese pentagrama que se iba armando en su cabeza, se percato que la seguía con la mirada, quien sabe hace cuanto, pero su melodía la inspiraba ese caminar calmado, esa expresión en sus manos heladas en busca de calor, la seguía con la mirada cuando la divisó hacía un kilómetro de distancia, entrando a los callejones de París, cesó la danza de sus dedos y se inclinó hacia afuera de la ventana.
-Baje la velocidad, por favor, camarada.-
El cochero llevaba trabajando para él por un largo tiempo, a partir de su última llegada a Francia, así que no se desgastaba en preguntas ni siquiera para si mismo, solo se dedicaba a seguir sus ordenes sin chistar.
Mientras llegaban junto a la chica rubia que caminaba sola atravesando la nieve, Daniel seguía contemplándola sin apremio, mientras la música seguía floreciendo en su mente.
Habiéndola sobrepasado por unos cuantos metros, Daniel dio dos golpes en el cristal de su ventana y el cochero haló las riendas del caballo haciéndolo detenerse, Daniel abrió la puerta del carruaje y salió con serenidad, mientras se cerraba el abrigo contra el cuello.
-No debería caminar sola por esta parte de la ciudad, por favor, permítame acercarla a su destino-
Le hizo un gesto inclinando la cabeza como pidiendo permiso, sin poder sacar las manos de la calidez de sus ropajes, entrecerrando los ojos al golpe helado de la brisa pero sin corromper su sonrisa ladeada.
El corto camino del edificio al andén donde lo esperaba su transporte fue suficiente para además, percatarse del mal clima, no solo venteó sino que la delicada aguanieve que caía sobre el empedrado empezó a volverse más densa y pesada, cubriendo el sendero de un blanco que brillaba molesto bajo las pálidas luces de los faroles encendidos.
Daniel subió a su coche y sin mediar palabra con el cochero empezaron a andar. En un intento por distraer su mente de ese altercado clavó sus ojos al paisaje que veía a través de el cristal de su ventana, y como todo viaje por su mente, como cada vez que su mente trataba de quedar en blanco, la música empezó a recorrer por su cuerpo, empezando por sus ojos cazadores de luces, rostros y colores, hasta la punta de sus dedos, que empezaban a bailar rítmicos sobre sus rodillas y una melodía zumbando en sus oídos y de su garganta empezaba a nacer un solfeo casi inaudible, su cabeza se contoneaba con ligereza de un lado a otro y por fin una sonrisa volvía a su rostro, esa que no podía desaparecer nunca, ni en el peor de sus días, era su más fiel arma y confiable escudo. Solo entonces, sumergido en ese pentagrama que se iba armando en su cabeza, se percato que la seguía con la mirada, quien sabe hace cuanto, pero su melodía la inspiraba ese caminar calmado, esa expresión en sus manos heladas en busca de calor, la seguía con la mirada cuando la divisó hacía un kilómetro de distancia, entrando a los callejones de París, cesó la danza de sus dedos y se inclinó hacia afuera de la ventana.
-Baje la velocidad, por favor, camarada.-
El cochero llevaba trabajando para él por un largo tiempo, a partir de su última llegada a Francia, así que no se desgastaba en preguntas ni siquiera para si mismo, solo se dedicaba a seguir sus ordenes sin chistar.
Mientras llegaban junto a la chica rubia que caminaba sola atravesando la nieve, Daniel seguía contemplándola sin apremio, mientras la música seguía floreciendo en su mente.
Habiéndola sobrepasado por unos cuantos metros, Daniel dio dos golpes en el cristal de su ventana y el cochero haló las riendas del caballo haciéndolo detenerse, Daniel abrió la puerta del carruaje y salió con serenidad, mientras se cerraba el abrigo contra el cuello.
-No debería caminar sola por esta parte de la ciudad, por favor, permítame acercarla a su destino-
Le hizo un gesto inclinando la cabeza como pidiendo permiso, sin poder sacar las manos de la calidez de sus ropajes, entrecerrando los ojos al golpe helado de la brisa pero sin corromper su sonrisa ladeada.
Daniel Leoni- Vampiro Clase Alta
- Mensajes : 34
Fecha de inscripción : 28/11/2013
Re: En un rincón de la oscuridad | Privado
Dulcie habría dado lo que sea por estar sentada frente a una chimenea, bebiendo un té caliente cubierta con una manta de lana. Pero no. Estaba varada en un callejón, y la caída de nieve se acrecentaba conforme pasaban los minutos. Las piernas le dolían de tanto levantarlas para desenterrar sus pies, y las manos ya no le respondían cuando intentaba refregarse los brazos en un vano intento de transmitirse calor. Sentía la garganta seca y el frío le había agrietado los labios. El cochero se acercó a ella, estrujando el sombrero y con un gesto de congoja, se disculpó por lo sucedido, y le dijo que nada podía hacerse hasta que no cesase la nevada. Le ofreció que esperara en el interior del móvil, allí podría refugiarse mínimamente del frío. Pero Dulcie se negó, agradeciendo con la voz cortada por el constante tiritar de su cuerpo. Decidió que la mejor opción que tenía era caminar, quizá entrara en calor o muriera de frío, la cual no era una perspectiva del todo desalentadora, pues sabía que moriría joven. Lo había sabido siempre, y en una noche como lo era esa, la idea comenzaba a instalarse como una posibilidad más que cercana.
Se despidió del empleado, que insistió en acompañarla. La joven volvió a rechazar la invitación, pues podrían robarle su único medio de trabajo, y no quería sentirse responsable por ello. El hombre la observó perderse en una pequeña callejuela. Caminaba con dificultad, con la espalda arqueada, y el sonido de sus dientes castañeando en una danza espantosa, la aturdía casi tanto como el silbido del viento, que se embolsaba entre los muros de ladrillos que se elevaban incólumes. Hubiera querido llorar, pero temía que las lágrimas se le congelasen en las mejillas al caer. El frío era extraño, como si surgiera del interior, de sus entrañas; como si las terribles temperaturas hubiesen penetrado por cada poro de su piel y la atacasen desde adentro. Tenía la respiración acelerada, y su aliento se emblanquecía conforme exhalaba. Al inhalar, el aire helado le provocaba un agudo dolor en la garganta.
El sonido de un carruaje le hizo darse cuenta de que en esa parte de uno de los callejones, la nieve no era tan espesa. Lamentó que el suyo no hubiese llegado hasta allí, de haber sido así, no estaría pasando tan mal momento. Cuando pasó por su lado, estuvo tentada de hablarle al cochero para que la ayudase, pero Dulcie era una joven muy tímida, a pesar de todo. El móvil se detuvo, y ella también. Observó con desconfianza, miró hacia un lado, y luego hacia el otro. Estaba sola, total y absolutamente sola; y frente a ella, un desconocido descendió. A leguas se notaba que era un aristócrata. Anteriormente, la muchacha no se había percatado de lo ornamentado que era el coche, de la belleza del animal que lo tiraba. Confirmó su sospecha cuando el caballero se paró ante ella, a pesar de la oscuridad podía verlo, y su porte era elegante. La rubia había aprendido a no fiarse, y lo hizo notar frunciendo el seño ante su propuesta.
—Bue…Buenas noches —murmuró. Fue un esfuerzo muy grande el hablar. <<¿Qué tanto temo? Soy una ramera, al fin de cuentas>> —Le agradezco, Monsieur. La noche está realmente helada —subió al carruaje, y la calidez de su interior fue de las cosas más maravillosas que le habían pasado. El caballero se sentó frente a ella. —Es usted muy amable. Mi nombre es Dulcie Sterling. —<<¿A dónde le diré que voy? No puedo decirle que al burdel…>>
Se despidió del empleado, que insistió en acompañarla. La joven volvió a rechazar la invitación, pues podrían robarle su único medio de trabajo, y no quería sentirse responsable por ello. El hombre la observó perderse en una pequeña callejuela. Caminaba con dificultad, con la espalda arqueada, y el sonido de sus dientes castañeando en una danza espantosa, la aturdía casi tanto como el silbido del viento, que se embolsaba entre los muros de ladrillos que se elevaban incólumes. Hubiera querido llorar, pero temía que las lágrimas se le congelasen en las mejillas al caer. El frío era extraño, como si surgiera del interior, de sus entrañas; como si las terribles temperaturas hubiesen penetrado por cada poro de su piel y la atacasen desde adentro. Tenía la respiración acelerada, y su aliento se emblanquecía conforme exhalaba. Al inhalar, el aire helado le provocaba un agudo dolor en la garganta.
El sonido de un carruaje le hizo darse cuenta de que en esa parte de uno de los callejones, la nieve no era tan espesa. Lamentó que el suyo no hubiese llegado hasta allí, de haber sido así, no estaría pasando tan mal momento. Cuando pasó por su lado, estuvo tentada de hablarle al cochero para que la ayudase, pero Dulcie era una joven muy tímida, a pesar de todo. El móvil se detuvo, y ella también. Observó con desconfianza, miró hacia un lado, y luego hacia el otro. Estaba sola, total y absolutamente sola; y frente a ella, un desconocido descendió. A leguas se notaba que era un aristócrata. Anteriormente, la muchacha no se había percatado de lo ornamentado que era el coche, de la belleza del animal que lo tiraba. Confirmó su sospecha cuando el caballero se paró ante ella, a pesar de la oscuridad podía verlo, y su porte era elegante. La rubia había aprendido a no fiarse, y lo hizo notar frunciendo el seño ante su propuesta.
—Bue…Buenas noches —murmuró. Fue un esfuerzo muy grande el hablar. <<¿Qué tanto temo? Soy una ramera, al fin de cuentas>> —Le agradezco, Monsieur. La noche está realmente helada —subió al carruaje, y la calidez de su interior fue de las cosas más maravillosas que le habían pasado. El caballero se sentó frente a ella. —Es usted muy amable. Mi nombre es Dulcie Sterling. —<<¿A dónde le diré que voy? No puedo decirle que al burdel…>>
Dulcie Sterling- Mensajes : 48
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Re: En un rincón de la oscuridad | Privado
La chica entró en el carruaje, el frío de la helada había alcanzado a colarse por la puerta y ni aún la madera pudo mantener el calor dentro, y aún así dentro estaba mejor, los dos cuerpos volverían a brindar la tibieza del carruaje, el cuerpo de ella irradiaría calor luego de haberse alejado de la terrible tormenta para tratar de no congelarse.
Daniel subió tras de ella y cerró la puerta, no tuvo que decir una sola palabra más para que el coche empezara su marcha nuevamente.
-¿A donde se dirige señorita?, mi intención es dejarla frente a la puerta de su destino para que no tenga que recibir más frío.
Las manos de la joven buscaban un calor que su propio cuerpo era incapaz de brindarle aún y Daniel temía que no pudieran llegar al lugar que ella estaba intentando alcanzar a tiempo, los labios de Dulcie lucían violetas, agrietados casi como tallados en hielo, a punto de quebrarse, su cabello estaba cubierto por una delicada capa de nieve que se derretía con dificultad soltando gotas heladas sobre sus hombros, la piel de su rostro era blanca y casi traslúcida.
-Soy Leoni, Daniel Leoni, para servirle...
Dijo Daniel mirando con preocupación su condición, le ofreció una capa que llevaba en la parte de atrás del asiento que estaba ocupando a Dulcie para que se cubriera con el, pero sabía que no le sería más útil que el mismo calor del carruaje, pues llevaba pegadas de la piel unas vestiduras mojadas y congeladas. Daniel miró por la ventana para verificar su ubicación, conocía una casa de hospedaje a unas pocas calles de allí, la música en su cabeza había cesado y la sonrisa de su rostro había desaparecido, sentía como la respiración de Dulcie se hacía más tranquila y como la energía de su cuerpo de apagaba.
-Se que sonará indecoroso, pero usted necesita un lugar cálido y algo de comida antes de continuar, por favor, si esta en necesidad de rechazar mi ofrecimiento dígamelo ahora, no la obligaré.
Daniel trató de no demostrarle su preocupación, pero sí de sonar serio con lo que decía, esta mujer se había puesto en sus manos al entrar en su carruaje y se encontraba abatida por la tormenta, seguro su intención era darle un aventón, pero al ver su condición tenía que velar por su seguridad, luego de asegurarse que todo estuviera en orden, cada uno seguiría su camino. Eso tenía en mente.
Daniel subió tras de ella y cerró la puerta, no tuvo que decir una sola palabra más para que el coche empezara su marcha nuevamente.
-¿A donde se dirige señorita?, mi intención es dejarla frente a la puerta de su destino para que no tenga que recibir más frío.
Las manos de la joven buscaban un calor que su propio cuerpo era incapaz de brindarle aún y Daniel temía que no pudieran llegar al lugar que ella estaba intentando alcanzar a tiempo, los labios de Dulcie lucían violetas, agrietados casi como tallados en hielo, a punto de quebrarse, su cabello estaba cubierto por una delicada capa de nieve que se derretía con dificultad soltando gotas heladas sobre sus hombros, la piel de su rostro era blanca y casi traslúcida.
-Soy Leoni, Daniel Leoni, para servirle...
Dijo Daniel mirando con preocupación su condición, le ofreció una capa que llevaba en la parte de atrás del asiento que estaba ocupando a Dulcie para que se cubriera con el, pero sabía que no le sería más útil que el mismo calor del carruaje, pues llevaba pegadas de la piel unas vestiduras mojadas y congeladas. Daniel miró por la ventana para verificar su ubicación, conocía una casa de hospedaje a unas pocas calles de allí, la música en su cabeza había cesado y la sonrisa de su rostro había desaparecido, sentía como la respiración de Dulcie se hacía más tranquila y como la energía de su cuerpo de apagaba.
-Se que sonará indecoroso, pero usted necesita un lugar cálido y algo de comida antes de continuar, por favor, si esta en necesidad de rechazar mi ofrecimiento dígamelo ahora, no la obligaré.
Daniel trató de no demostrarle su preocupación, pero sí de sonar serio con lo que decía, esta mujer se había puesto en sus manos al entrar en su carruaje y se encontraba abatida por la tormenta, seguro su intención era darle un aventón, pero al ver su condición tenía que velar por su seguridad, luego de asegurarse que todo estuviera en orden, cada uno seguiría su camino. Eso tenía en mente.
Daniel Leoni- Vampiro Clase Alta
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Re: En un rincón de la oscuridad | Privado
Un ingobernable deseo de arrojarse del carruaje se apoderó de la rubia. A pesar de que tiritaba y sentía los miembros entumecidos a causa de lo gélido e intratable del clima, le parecía terriblemente deshonesto hacerse pasar por una muchacha en aprietos, cuando era una ramera que se dirigía al burdel a trabajar, y que si no lo hacía, el único ser que se preocupaba, mínimamente, por ella, sería el que pagase las consecuencias. Evocó a Strider, su mellizo, tantas ocasiones pensado como un héroe, y que había sido reducido a un montón de escombros de un pasado ruinoso y de un presente incierto. Cada día sus palabras le retumbaban en la mente, le zumbaban los oídos como mosquitos tediosos de una noche estival. No podría olvidar jamás la desazón que se apoderó de su alma cuando él confesó que el sentimiento que los unía no era tan puro como ella pensaba. ¿Y qué podía ser puro en su mundo? Nada, ya ni siquiera se tomaba el tiempo para peinar a sus muñecas. Cuando regresaba al Castillo de If, las veía todas acomodadas de la misma manera que las había dejado, pero ya no con sus trajecillos relucientes y sus melenas prolijas, sino, juntando polvo y lágrimas. Desde niña deseó que ellas cobraran vida, para tener amigas y conversar; sin embargo, los únicos que se habían vuelto reales eran todos y cada uno de sus miedos, todos y cada uno de sus demonios.
El movimiento del carruaje la devolvió a su triste situación de mentira. Intentó pensar una dirección que no quedase lejos del prostíbulo para poder llegar a pie sin contratiempos, pero ni siquiera sabía la calle en la que quedaba el sitio de placer. Lo cierto era que había caminado sin rumbo fijo, no teniendo un conocimiento exacto de a dónde se dirigía. Lamentó terriblemente su falta de información, y eso se traslució en su cara, que adoptó una expresión taciturna. La oscuridad del habitáculo que los encerraba, le confería la impunidad necesaria para que el extraño salvador no notase lo afligida que se encontraba.
—Oh… No sé con exactitud mi destino, mi cochero era el que la conocía —la voz le salía entrecortada, a causa del castañeo de sus dientes— Es un placer, Monsieur Leoni —recibió con gratitud la capa, y se la ajustó a la altura de la garganta, murmurando un agradecimiento.
La propuesta de comida caliente y un sitio cálido en el que refugiarse, era terriblemente tentadora. Por décima vez en la noche, imaginó una chimenea, una manta y un caldo delicioso. Se le hizo agua la boca de sólo pensarlo, pero no se atrevía a aceptar, le parecía un abuso de su parte el permitir que aquel caballero la invitase. Con manos temblorosas, abrió su bolsito y hurgó en él, sintió el tintineo de algunas monedas, y eso estuvo a punto de arrancarle una sonrisa. Si era capaz de costearse los gastos, podía permitir que Monsieur Leoni la llevase al sitio que, bajo aquellas circunstancias, se figuraba como la tierra prometida. Ajustó el cordón y levantó la vista, para observar a su acompañante.
—Debo tener el dinero suficiente para no rechazar tan noble invitación. Usted es como un ángel —uno oscuro, estuvo a punto de agregar, pero se mordió la lengua. —Si me permite, también lo invitaré, debo devolverle de alguna manera tamaño acto de generosidad para conmigo. Su merced es muy bondadoso —tragó con cierta dificultad. No se había percatado de que iba recuperando los ánimos lentamente, conforme lo más parecido al calor, comenzaba a impregnarse en su piel, a pesar de lo mojado y maltrecho que había quedado su atuendo.
El movimiento del carruaje la devolvió a su triste situación de mentira. Intentó pensar una dirección que no quedase lejos del prostíbulo para poder llegar a pie sin contratiempos, pero ni siquiera sabía la calle en la que quedaba el sitio de placer. Lo cierto era que había caminado sin rumbo fijo, no teniendo un conocimiento exacto de a dónde se dirigía. Lamentó terriblemente su falta de información, y eso se traslució en su cara, que adoptó una expresión taciturna. La oscuridad del habitáculo que los encerraba, le confería la impunidad necesaria para que el extraño salvador no notase lo afligida que se encontraba.
—Oh… No sé con exactitud mi destino, mi cochero era el que la conocía —la voz le salía entrecortada, a causa del castañeo de sus dientes— Es un placer, Monsieur Leoni —recibió con gratitud la capa, y se la ajustó a la altura de la garganta, murmurando un agradecimiento.
La propuesta de comida caliente y un sitio cálido en el que refugiarse, era terriblemente tentadora. Por décima vez en la noche, imaginó una chimenea, una manta y un caldo delicioso. Se le hizo agua la boca de sólo pensarlo, pero no se atrevía a aceptar, le parecía un abuso de su parte el permitir que aquel caballero la invitase. Con manos temblorosas, abrió su bolsito y hurgó en él, sintió el tintineo de algunas monedas, y eso estuvo a punto de arrancarle una sonrisa. Si era capaz de costearse los gastos, podía permitir que Monsieur Leoni la llevase al sitio que, bajo aquellas circunstancias, se figuraba como la tierra prometida. Ajustó el cordón y levantó la vista, para observar a su acompañante.
—Debo tener el dinero suficiente para no rechazar tan noble invitación. Usted es como un ángel —uno oscuro, estuvo a punto de agregar, pero se mordió la lengua. —Si me permite, también lo invitaré, debo devolverle de alguna manera tamaño acto de generosidad para conmigo. Su merced es muy bondadoso —tragó con cierta dificultad. No se había percatado de que iba recuperando los ánimos lentamente, conforme lo más parecido al calor, comenzaba a impregnarse en su piel, a pesar de lo mojado y maltrecho que había quedado su atuendo.
Dulcie Sterling- Mensajes : 48
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Re: En un rincón de la oscuridad | Privado
Le tranquilizó ver su rostro complacido al recibir la capa que le había ofrecido y ponérsela encima, la temperatura de su cuerpo se iba normalizando, aunque muy lentamente. Por su parte, el cochero parecía disminuir la velocidad, en espera de las indicaciones del nuevo destino que Daniel le dictaría, asumiendo que no sería el mismo que tenían antes de recoger de la calle a Dulcie.
La joven rebuscó en su bolso por algo de dinero, que, al cerciorarse de tenerlo allí aceptó la propuesta de Daniel, este lo pensó, evidentemente no había necesidad alguna de recibir dinero de su parte, era una invitación, estuvo a segundo de rechazar el dinero y la invitación, pero reconsiderando, si él lo rechazaba entrarían en discordia, y ahora mismo a Daniel solo le afanaba poder brindarle a la chica la protección que necesitaba, una vez cumplido eso podían llegar a un acuerdo en el que los dos resultaran satisfechos, tal vez dejar que pasara allí la noche y que al despertar encontrara su dinero de vuelta junto a la cama, o algo por el estilo, algo habría de arreglar. Por lo pronto aceptó con una sonrisa.
Daniel se asomó nuevamente por la ventanilla que lo comunicaba con el cochero para darle, en la menor cantidad de palabras posibles, su nuevo destino, al que arribarían en unos pocos minutos.
El coche se detuvo bajo unas antorchas que iluminaban toda una calle, un botones bien vestido abrió la puerta del carruaje ofreciéndole el apoyo de su mano a Dulcie para que bajara, mientras Daniel le pedía arreglar una habitación con chimenea y la cena que tuvieran en la carta lo más pronto posible a la alcoba.
Esperó que Dulcie se encontrara en el interior del lugar para acercarse al cochero.
- Creo que esto durará un poco, Arthur, por favor, guarda el coche, acomoda bien al caballo y entra con nosotros, te pediré una habitación-
Como pintaba la noche, Daniel no llegaría al lugar que tenía en mente, y solo tenía pensado visitarlo por que allí se alimentaría, dadas las circunstancias saldría en un par de horas para cazar algo por allí, y si le pedía a su cochero que lo siguiera transportando tal vez perdería la noche entera cuando podía salir a cazar y volver con tranquilidad antes del amanecer, incluso, volver en coche a su propio hogar antes de que se alzara el sol.
La joven rebuscó en su bolso por algo de dinero, que, al cerciorarse de tenerlo allí aceptó la propuesta de Daniel, este lo pensó, evidentemente no había necesidad alguna de recibir dinero de su parte, era una invitación, estuvo a segundo de rechazar el dinero y la invitación, pero reconsiderando, si él lo rechazaba entrarían en discordia, y ahora mismo a Daniel solo le afanaba poder brindarle a la chica la protección que necesitaba, una vez cumplido eso podían llegar a un acuerdo en el que los dos resultaran satisfechos, tal vez dejar que pasara allí la noche y que al despertar encontrara su dinero de vuelta junto a la cama, o algo por el estilo, algo habría de arreglar. Por lo pronto aceptó con una sonrisa.
Daniel se asomó nuevamente por la ventanilla que lo comunicaba con el cochero para darle, en la menor cantidad de palabras posibles, su nuevo destino, al que arribarían en unos pocos minutos.
El coche se detuvo bajo unas antorchas que iluminaban toda una calle, un botones bien vestido abrió la puerta del carruaje ofreciéndole el apoyo de su mano a Dulcie para que bajara, mientras Daniel le pedía arreglar una habitación con chimenea y la cena que tuvieran en la carta lo más pronto posible a la alcoba.
Esperó que Dulcie se encontrara en el interior del lugar para acercarse al cochero.
- Creo que esto durará un poco, Arthur, por favor, guarda el coche, acomoda bien al caballo y entra con nosotros, te pediré una habitación-
Como pintaba la noche, Daniel no llegaría al lugar que tenía en mente, y solo tenía pensado visitarlo por que allí se alimentaría, dadas las circunstancias saldría en un par de horas para cazar algo por allí, y si le pedía a su cochero que lo siguiera transportando tal vez perdería la noche entera cuando podía salir a cazar y volver con tranquilidad antes del amanecer, incluso, volver en coche a su propio hogar antes de que se alzara el sol.
Daniel Leoni- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 28/11/2013
Re: En un rincón de la oscuridad | Privado
Dulcie, por primera vez en su vida, no era tratada como una ramera. Ya ni recordaba la última vez que fue confundida por una señorita, y el suave gusto de esa mentira, le endulzaba el corazón. Aceptó la mano del lacayo para descender e, inmediatamente, comenzó a tiritar. El frío parecía habérsele colado por los huesos con un empeño atroz, y la joven decidió acurrucarse bajo la capa de su salvador. Lo escuchó dar las indicaciones con firmeza, pero sin dejar aquel hilo de amabilidad, y aquello le agradó. Estaba acostumbrada a los jefes indiferentes o crueles, que exigían sin dar a cambio, y encontrarse con alguien como Monsieur Leoni, le daba esperanzas de que el mundo aún no estaba perdido. Ella estaba atrapada en una oscuridad constante e infinita, profunda y desolada, era un naufragio sin ninguna tabla a la que aferrarse, y sólo restaba esperar que el destino hiciese su última jugada. La fatalidad la había convertido en despojos, le había quebrantado los sueños y rasgado la inocencia. A Dulcie ya no le quedaban recuerdos felices de un tiempo mejor y terminó sumiéndose en su propia alma, en su propio infierno. Lo último que le quedaba, también le había sido arrebatado.
Ingresaron a la posada y los recibió un anciano de rostro adusto, cientos y cientos de arrugas le surcaban el rostro, y la rubia pensó que en su vida había visto alguien más viejo que él. Parecía tener mil años, sin embargo, una chispa en sus ojos denotaba que habían sido bien vividos. Carecía de simpatía, las manos tenían un leve temblor y el anular derecho estaba a la mitad, pero hacía sus tareas con rapidez e impaciencia, parecía querer deshacerse lo más pronto posible de cualquier labor. Miró a los recién llegados y les pidió que esperasen, él desapareció tras una portezuela. Dulcie observó la pequeña sala, era acogedora y limpia, carente de lujos, pero el lugar serviría para apalear el frío. Giró su vista hacia Leoni, y el color de su piel le llamó la atención. Lo observó detenidamente y algo dentro suyo dio la voz de alarma. Distinguía un sobrenatural a leguas, el corazón le dio un vuelco y se le secó la garganta. ¿Cómo había sido tan ingenua de no percatarse antes? Decidió que disimularía y se encomendaría a Dios, en caso de que existiese. El anciano regresó con una llave, que le entregó al lacayo y al cual le ordenó que los guiase hacia una habitación. Caminaron por un largo pasillo.
—Monsieur…espero no haber truncado sus planes con mi repentina aparición —dijo mientras se dirigían a los aposentos. Intentó impregnarle seguridad a su voz, pero la actuación jamás había sido una de sus virtudes, y comenzaba a creer que desfallecería del miedo— Seguramente usted se dirigía hacia alguna cita, y entre mi presencia y la tormenta, no ha podido continuar su viaje. Sepa que puedo quedarme sola, cuando pase el temporal, puedo pedir que envíen por un coche para que me lleve a destino —pésima excusa y pésima estrategia querer deshacerse de él con un argumento tan tibio. Él tampoco llegaría muy lejos de desatarse una nueva nevada tan pronunciada. Lo mejor sería resistir.
Ingresaron a la posada y los recibió un anciano de rostro adusto, cientos y cientos de arrugas le surcaban el rostro, y la rubia pensó que en su vida había visto alguien más viejo que él. Parecía tener mil años, sin embargo, una chispa en sus ojos denotaba que habían sido bien vividos. Carecía de simpatía, las manos tenían un leve temblor y el anular derecho estaba a la mitad, pero hacía sus tareas con rapidez e impaciencia, parecía querer deshacerse lo más pronto posible de cualquier labor. Miró a los recién llegados y les pidió que esperasen, él desapareció tras una portezuela. Dulcie observó la pequeña sala, era acogedora y limpia, carente de lujos, pero el lugar serviría para apalear el frío. Giró su vista hacia Leoni, y el color de su piel le llamó la atención. Lo observó detenidamente y algo dentro suyo dio la voz de alarma. Distinguía un sobrenatural a leguas, el corazón le dio un vuelco y se le secó la garganta. ¿Cómo había sido tan ingenua de no percatarse antes? Decidió que disimularía y se encomendaría a Dios, en caso de que existiese. El anciano regresó con una llave, que le entregó al lacayo y al cual le ordenó que los guiase hacia una habitación. Caminaron por un largo pasillo.
—Monsieur…espero no haber truncado sus planes con mi repentina aparición —dijo mientras se dirigían a los aposentos. Intentó impregnarle seguridad a su voz, pero la actuación jamás había sido una de sus virtudes, y comenzaba a creer que desfallecería del miedo— Seguramente usted se dirigía hacia alguna cita, y entre mi presencia y la tormenta, no ha podido continuar su viaje. Sepa que puedo quedarme sola, cuando pase el temporal, puedo pedir que envíen por un coche para que me lleve a destino —pésima excusa y pésima estrategia querer deshacerse de él con un argumento tan tibio. Él tampoco llegaría muy lejos de desatarse una nueva nevada tan pronunciada. Lo mejor sería resistir.
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