AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Fool in the rain | Privado
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Fool in the rain | Privado
but I miss it now
cause my echo is the only voice coming back
—Lila, Sheldon, no se alejen demasiado —advirtió Slevin con voz nerviosa a sus dos fieles amigos, los perros de la raza Basset Hound que siempre lo acompañaban a todos lados.
Los animales estaban cansados, su anatomía, que constaba de un cuerpo largo pero pegado al piso y patas muy cortas y gruesas, les provocaba un rápido cansancio cuando realizaban largas caminatas, justo como la que habían dado ese día escoltando a su amo. Slevin no era la excepción. También se sentía agotado, aunque el cansancio era lo que menos le preocupaba en esos instantes. No quería admitirlo, pero era hora de aceptar que estaba perdido. Él no era un muchacho impulsivo, al contrario, su vida constaba de interminables rutinas que realizaba día a día, sin excepción alguna, pero, justo esa tarde había sido gobernado por la fuerte curiosidad que lo había impulsado a querer investigar qué había más allá de los sitios que conocía como la palma de su mano. Así era como había terminado en medio de un bosque, adentrándose cada vez más, hasta que ya no supo cómo volver. No conforme con ello, la lluvia le había sorprendido. Ahora, Slevin estaba mojado y se moría de frío. El cabello lo tenía pegado a la frente y de las rizadas hebras castañas escurrían pequeñas gotas transparentes que encontraban la muerte en su camisa azul, que igualmente estaba empapada. Cuando sus lentes empañados no le permitieron observar bien, se los quitó e intentó limpiar los cristales, luego volvió a colocárselos, con la mano temblorosa y los ojos clavados hacia todas direcciones, intentando reconocer el lugar. Pero era inútil. Slevin nunca había estado allí, los bosques no eran su territorio. Él era un muchacho hogareño, con cero alma aventurera. Su única esperanza era que sus mascotas, con su desarrollado olfato y característica inteligencia animal, pudieran guiarlo de vuelta a casa. Eso era lo único que deseaba en esos momentos: regresar a su hogar, refugiarse bajo las sábanas de su cama, y no salir al mundo por al menos una semana entera. Había aprendido la lección, la había memorizado para nunca olvidarla; la recordaría para toda su vida.
—¿Lila? ¿Sheldon? ¿Dónde están? —preguntó con la voz quebrada cuando los perros quedaron fuera de su vista.
Tiritando con los brazos abrazados a su propio cuerpo, giró sobre sus propios talones, trazando un pequeño círculo bajo sus pies, una y otra vez. Recorrió el pequeño perímetro en el que se encontraba, buscó detrás de cada árbol cercano, pero no había rastro alguno de sus amigos. Era como si una gran bestia de hocico enorme se los hubiera tragado a ambos de un solo bocado. La sola imagen lo aterrorizó. El pánico se apoderó de él, lo poseyó sin remedio alguno, e hizo que la histeria le invadiera de pies a cabeza. Ahora se encontraba completamente solo en medio de una inmensa masa verde que amenazaba con desaparecerlo. Se sentía pequeño, como si de pronto se hubiese encogido y hubiera tomado la forma de una especie de insecto, uno tonto y muy estúpido. Entreabrió los labios y comenzó a híperventilar. Escuchó su propia respiración, cada vez más agitada y más superficial. El aire no alcanzaba a llegarle a los pulmones y empezaba a sentirse ligeramente mareado por la falta de oxígeno en su cerebro.
—Todo está bien… Todo está bien…. —repitió una y otra vez, intentando calmarse, autoconvencerse, pero la verdad era que sus propias palabras sonaban falsas, sin fundamento alguno. Le aterró pensar que nunca lograría salir de allí, que pasarían días enteros y que, una semana después (si es que tenía suerte), encontrarían su cadáver, destrozado por los animales salvajes que se refugiaban en el bosque.
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… —comenzó a contar en voz baja y para sí mismo, tal y como hacía cada vez que algo lograba trastornarlo y sentía que no había salida. A lo lejos visualizó un árbol de grueso tronco y se dirigió a él con la intención de encontrar un poco de refugio. Se quedó allí, de pie, sin poder pronunciar palabra alguna para pedir ayuda, lo único que salía de su boca era esa serie de cinco números que repetía hasta el cansancio. Se le notaba visiblemente afectado por lo que le había ocurrido.
Los animales estaban cansados, su anatomía, que constaba de un cuerpo largo pero pegado al piso y patas muy cortas y gruesas, les provocaba un rápido cansancio cuando realizaban largas caminatas, justo como la que habían dado ese día escoltando a su amo. Slevin no era la excepción. También se sentía agotado, aunque el cansancio era lo que menos le preocupaba en esos instantes. No quería admitirlo, pero era hora de aceptar que estaba perdido. Él no era un muchacho impulsivo, al contrario, su vida constaba de interminables rutinas que realizaba día a día, sin excepción alguna, pero, justo esa tarde había sido gobernado por la fuerte curiosidad que lo había impulsado a querer investigar qué había más allá de los sitios que conocía como la palma de su mano. Así era como había terminado en medio de un bosque, adentrándose cada vez más, hasta que ya no supo cómo volver. No conforme con ello, la lluvia le había sorprendido. Ahora, Slevin estaba mojado y se moría de frío. El cabello lo tenía pegado a la frente y de las rizadas hebras castañas escurrían pequeñas gotas transparentes que encontraban la muerte en su camisa azul, que igualmente estaba empapada. Cuando sus lentes empañados no le permitieron observar bien, se los quitó e intentó limpiar los cristales, luego volvió a colocárselos, con la mano temblorosa y los ojos clavados hacia todas direcciones, intentando reconocer el lugar. Pero era inútil. Slevin nunca había estado allí, los bosques no eran su territorio. Él era un muchacho hogareño, con cero alma aventurera. Su única esperanza era que sus mascotas, con su desarrollado olfato y característica inteligencia animal, pudieran guiarlo de vuelta a casa. Eso era lo único que deseaba en esos momentos: regresar a su hogar, refugiarse bajo las sábanas de su cama, y no salir al mundo por al menos una semana entera. Había aprendido la lección, la había memorizado para nunca olvidarla; la recordaría para toda su vida.
—¿Lila? ¿Sheldon? ¿Dónde están? —preguntó con la voz quebrada cuando los perros quedaron fuera de su vista.
Tiritando con los brazos abrazados a su propio cuerpo, giró sobre sus propios talones, trazando un pequeño círculo bajo sus pies, una y otra vez. Recorrió el pequeño perímetro en el que se encontraba, buscó detrás de cada árbol cercano, pero no había rastro alguno de sus amigos. Era como si una gran bestia de hocico enorme se los hubiera tragado a ambos de un solo bocado. La sola imagen lo aterrorizó. El pánico se apoderó de él, lo poseyó sin remedio alguno, e hizo que la histeria le invadiera de pies a cabeza. Ahora se encontraba completamente solo en medio de una inmensa masa verde que amenazaba con desaparecerlo. Se sentía pequeño, como si de pronto se hubiese encogido y hubiera tomado la forma de una especie de insecto, uno tonto y muy estúpido. Entreabrió los labios y comenzó a híperventilar. Escuchó su propia respiración, cada vez más agitada y más superficial. El aire no alcanzaba a llegarle a los pulmones y empezaba a sentirse ligeramente mareado por la falta de oxígeno en su cerebro.
—Todo está bien… Todo está bien…. —repitió una y otra vez, intentando calmarse, autoconvencerse, pero la verdad era que sus propias palabras sonaban falsas, sin fundamento alguno. Le aterró pensar que nunca lograría salir de allí, que pasarían días enteros y que, una semana después (si es que tenía suerte), encontrarían su cadáver, destrozado por los animales salvajes que se refugiaban en el bosque.
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… —comenzó a contar en voz baja y para sí mismo, tal y como hacía cada vez que algo lograba trastornarlo y sentía que no había salida. A lo lejos visualizó un árbol de grueso tronco y se dirigió a él con la intención de encontrar un poco de refugio. Se quedó allí, de pie, sin poder pronunciar palabra alguna para pedir ayuda, lo único que salía de su boca era esa serie de cinco números que repetía hasta el cansancio. Se le notaba visiblemente afectado por lo que le había ocurrido.
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Daulte Claythorne- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 14/09/2012
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Re: Fool in the rain | Privado
Fingir ser humana con los Storr había resultado ser sorprendentemente sencillo la primera semana. Pretender; de eso se trataba. Al final del día, Yolène comprobaba bajo sus ojos escrutiñadores que las personas jamás guiaban su actuar por quienes eran, sino por quienes querían demostrar que eran. Ser pasaba a segundo plano; parecer lo era todo. ¿Y qué más sencillo que aplicar sus conocimientos enseñando a niños de familia bien constituida y de su misma clase social? Nada. Otras institutrices dirían que no había nada más complejo que equilibrar las exigencias de los padres con la disposición por parte de los alumnos a aprender, además de combatir los excesivos mimos por parte de la sirvienta para instaurar la disciplina, pero para la lupina era conservar la compostura a medida que se acercaba la fecha de su siguiente transformación.
—Sí. Sigue así, Yolène —se decía a sí misma mientras presionaba las teclas del piano, buscando maravillar a los chicos con el sublime sonido de tan magnífico instrumento.— Que no se note que su melodía triza tus oídos. Déjalos ver que lo disfrutas. Que se lo cuenten a la cocinera.
Si lo notaban, se lo dirían a sus padres posiblemente como una anécdota infantil, pero para ellos, los Storr, sería un indicio determinante para hacerlos llegar lenta pero irrevocablemente a la verdad de la educadora que vivía con ellos para contagiar con su supuesta moral a los retoños de la familia. Debía hacer como si la sensibilidad de su audición no estuviera ahí. No debía olvidar sonreír al final.
Así era ser un extra más en el gran montaje dentro del hogar de los Storr: sencillo para ver; difícil de lograr. Al menos así lo era hasta que su contención se acercaba su límite. No debía dejar pasar el hecho de que aunque su jaula fuera notablemente espaciosa y segura para hacer frente a las posibles sospechas de la sociedad, por dentro seguía siendo una fiera, y las fieras no estaban hechas para vivir bajo presidio perpetuo. Tarde o temprano, se verían las pezuñas del animal arañando sus barrotes hasta disolverlos por completo. Para evitar aquello, era imprescindible construirle una apertura para que pudiera vaciar su instinto salvaje hasta la siguiente crisis. Y Yolène la sentía cerca con cada mañana que amanecía más irritable. Si no se detenía, terminaría por desquitarse con los niños en medio de las lecciones ante el primer contratiempo. Si se atrevía a ponerles un dedo encima, adiós para siempre.
Una tarde, ya casi de noche, la piel erizada del cuello de la pelirroja le anunció que se aproximaba la luna llena, y con ella la diablesa de pelambrera de fuego gimiéndole a la luna por quien realmente era. Ahí estaba, mordiéndole le lengua traviesa y abúlica. Tenía que salir de allí. Ya.
—Daré una caminata por el jardín —sonrió a la criada con la gentileza de una joven dama de la Corte, pero con la necesidad de una alimaña. Antes de que surgieran dudas, las aclaró— Aún no me acostumbro a los brotes de primavera. Ayudará a mi irritada nariz para no despertarme en medio de la noche. Hace tan bien para dormir, ¿no lo cree? —Fue suficiente para que la dejaran en paz, a pesar de desde su transformación había borrado de su memoria por completo la sensación de las alergias que, por supuesto, ya no existían.
Al salir de la estancia hacia el exterior, Yolène se sonrió, sorprendida de ella misma. Casi por instinto se había echado un pañuelo al cuello para supuestamente protegerse de la brisa, cuando lo que menos tenía era frío. ¡Sí, por Dios! Tenía tanto calor por buscar la luz plateada del firmamento hasta que ésta la desnudara, que apenas logró internarse en la oscuridad profunda del bosque, hizo pedazos aquel retazo que asfixiaba su anatomía. ¿Qué más le molestaba? ¡Oh sí, el sombrero! Qué ridiculez. ¿Acaso a alguien se le había ocurrido tapar los rayos del sol? ¡Era imposible! Con suerte lograban ocultarse ellos, pero ese no era problema del astro rey; él era perfecto.
Estaba a punto de despojarse de la chistera que cubría su cabeza cuando sintió en el aire un cánido olor que cortó con su afán de liberarse. Miró hacia el este y ahí estaban, dos perros con la cola recta hacia arriba y la precaución de un grupo de caza. Desde luego comenzaron a ladrarle; sabían quién era, o mejor dicho, qué era. Lo arruinarían todo si continuaban llamando la atención. Fue así que Yolène pensó en eliminarlos en primera instancia, pero bastó un parpadeo para fijarse en los detalles que corregirían su pensamiento: Esos no eran perros vagos; no con ese pelaje tan brillante y aquel olor a alfombra de lujo con restos de chimenea. Incluso, por el aspecto bien nutrido de sus cuerpos, ni siquiera debían estar perdidos. Un par de olisqueadas más hacia arriba y la institutriz detectó a un ser humano cerca, aunque aparentemente inmóvil. Por desgracia no pudo detectar en aquel cuerpo lejano su procedencia, pero sí que se trataba de un macho.
Gruñó con frustración, intimidando a los perros hasta hacerlos encogerse entre sus patas, pero no alcanzando a alejarlos. Estaba atrapada. O acudía al encuentro del desconocido, o se convertiría en presa fácil para los cazadores que pudieran estar merodeando el área. Así fue que esta vez hizo vibrar su garganta de una manera más profunda, obligando a los caninos a buscar otra ruta. Yolène confiaba en que la llevarían a su amo “accidentalmente”.
En unos cuantos minutos, al salir de cierta espesura, alcanzó el árbol donde el susodicho se mantenía intacto junto a los finos animales, los cuales habían dejado de ladrarle, pero no de vigilarle. La mujer frunció el ceño al encontrar el rostro del varón aparentemente en un estado de negación, pero no le prestó mayor importancia al principio; tipos raros habían en todas partes. Pero sí se fijó en sus ropas elegantes, las cuales lo ubicaban varios peldaños arriba de ella. Tendría que obrar con cuidado si no quería quedar mal y que aquel hombre fuera con el desastre a sus jefes. Por eso entregó la más gentil de sus sonrisas y ladeó ligeramente un costado de sus faldas.
—Gracias a Dios he dado con usted. Algo me decía que estos buenos amigos no venían solos. Me atrevería a decir que son suyos, ¿es así, señor? Caminaba de vuelta a casa de mis principales cuando salieron de la nada y me dieron un buen susto —aprovechaba de colar una de sus tantas coartadas para no levantar sospecha, pero el sujeto en cuestión no parecía tomarle el peso a lo que decía. Estaba como ausente, ido.
La ígnea temía haber presenciado aquella imagen en una etapa pasada de su vida, cuando recién se había convertido en maestra y le daban a los pupilos más difíciles para educar a cambio de un sueldo nefasto que aceptaba porque tenía a quien alimentar. Tuvo un mal presentimiento.
—Buenas noches, señor. —volvió a anunciarse, esperando tener más suerte esta vez— Dígame, ¿usted se encuentra bien? —preguntó con voz suave y paciente, como si fuese uno de sus chicos teniendo dificultades en el silabario. Pero no estaba dando una lección; era más, era posible que fuese él quien le terminase aleccionando en la complicada asignatura de los desconocido.
—Sí. Sigue así, Yolène —se decía a sí misma mientras presionaba las teclas del piano, buscando maravillar a los chicos con el sublime sonido de tan magnífico instrumento.— Que no se note que su melodía triza tus oídos. Déjalos ver que lo disfrutas. Que se lo cuenten a la cocinera.
Si lo notaban, se lo dirían a sus padres posiblemente como una anécdota infantil, pero para ellos, los Storr, sería un indicio determinante para hacerlos llegar lenta pero irrevocablemente a la verdad de la educadora que vivía con ellos para contagiar con su supuesta moral a los retoños de la familia. Debía hacer como si la sensibilidad de su audición no estuviera ahí. No debía olvidar sonreír al final.
Así era ser un extra más en el gran montaje dentro del hogar de los Storr: sencillo para ver; difícil de lograr. Al menos así lo era hasta que su contención se acercaba su límite. No debía dejar pasar el hecho de que aunque su jaula fuera notablemente espaciosa y segura para hacer frente a las posibles sospechas de la sociedad, por dentro seguía siendo una fiera, y las fieras no estaban hechas para vivir bajo presidio perpetuo. Tarde o temprano, se verían las pezuñas del animal arañando sus barrotes hasta disolverlos por completo. Para evitar aquello, era imprescindible construirle una apertura para que pudiera vaciar su instinto salvaje hasta la siguiente crisis. Y Yolène la sentía cerca con cada mañana que amanecía más irritable. Si no se detenía, terminaría por desquitarse con los niños en medio de las lecciones ante el primer contratiempo. Si se atrevía a ponerles un dedo encima, adiós para siempre.
Una tarde, ya casi de noche, la piel erizada del cuello de la pelirroja le anunció que se aproximaba la luna llena, y con ella la diablesa de pelambrera de fuego gimiéndole a la luna por quien realmente era. Ahí estaba, mordiéndole le lengua traviesa y abúlica. Tenía que salir de allí. Ya.
—Daré una caminata por el jardín —sonrió a la criada con la gentileza de una joven dama de la Corte, pero con la necesidad de una alimaña. Antes de que surgieran dudas, las aclaró— Aún no me acostumbro a los brotes de primavera. Ayudará a mi irritada nariz para no despertarme en medio de la noche. Hace tan bien para dormir, ¿no lo cree? —Fue suficiente para que la dejaran en paz, a pesar de desde su transformación había borrado de su memoria por completo la sensación de las alergias que, por supuesto, ya no existían.
Al salir de la estancia hacia el exterior, Yolène se sonrió, sorprendida de ella misma. Casi por instinto se había echado un pañuelo al cuello para supuestamente protegerse de la brisa, cuando lo que menos tenía era frío. ¡Sí, por Dios! Tenía tanto calor por buscar la luz plateada del firmamento hasta que ésta la desnudara, que apenas logró internarse en la oscuridad profunda del bosque, hizo pedazos aquel retazo que asfixiaba su anatomía. ¿Qué más le molestaba? ¡Oh sí, el sombrero! Qué ridiculez. ¿Acaso a alguien se le había ocurrido tapar los rayos del sol? ¡Era imposible! Con suerte lograban ocultarse ellos, pero ese no era problema del astro rey; él era perfecto.
Estaba a punto de despojarse de la chistera que cubría su cabeza cuando sintió en el aire un cánido olor que cortó con su afán de liberarse. Miró hacia el este y ahí estaban, dos perros con la cola recta hacia arriba y la precaución de un grupo de caza. Desde luego comenzaron a ladrarle; sabían quién era, o mejor dicho, qué era. Lo arruinarían todo si continuaban llamando la atención. Fue así que Yolène pensó en eliminarlos en primera instancia, pero bastó un parpadeo para fijarse en los detalles que corregirían su pensamiento: Esos no eran perros vagos; no con ese pelaje tan brillante y aquel olor a alfombra de lujo con restos de chimenea. Incluso, por el aspecto bien nutrido de sus cuerpos, ni siquiera debían estar perdidos. Un par de olisqueadas más hacia arriba y la institutriz detectó a un ser humano cerca, aunque aparentemente inmóvil. Por desgracia no pudo detectar en aquel cuerpo lejano su procedencia, pero sí que se trataba de un macho.
Gruñó con frustración, intimidando a los perros hasta hacerlos encogerse entre sus patas, pero no alcanzando a alejarlos. Estaba atrapada. O acudía al encuentro del desconocido, o se convertiría en presa fácil para los cazadores que pudieran estar merodeando el área. Así fue que esta vez hizo vibrar su garganta de una manera más profunda, obligando a los caninos a buscar otra ruta. Yolène confiaba en que la llevarían a su amo “accidentalmente”.
En unos cuantos minutos, al salir de cierta espesura, alcanzó el árbol donde el susodicho se mantenía intacto junto a los finos animales, los cuales habían dejado de ladrarle, pero no de vigilarle. La mujer frunció el ceño al encontrar el rostro del varón aparentemente en un estado de negación, pero no le prestó mayor importancia al principio; tipos raros habían en todas partes. Pero sí se fijó en sus ropas elegantes, las cuales lo ubicaban varios peldaños arriba de ella. Tendría que obrar con cuidado si no quería quedar mal y que aquel hombre fuera con el desastre a sus jefes. Por eso entregó la más gentil de sus sonrisas y ladeó ligeramente un costado de sus faldas.
—Gracias a Dios he dado con usted. Algo me decía que estos buenos amigos no venían solos. Me atrevería a decir que son suyos, ¿es así, señor? Caminaba de vuelta a casa de mis principales cuando salieron de la nada y me dieron un buen susto —aprovechaba de colar una de sus tantas coartadas para no levantar sospecha, pero el sujeto en cuestión no parecía tomarle el peso a lo que decía. Estaba como ausente, ido.
La ígnea temía haber presenciado aquella imagen en una etapa pasada de su vida, cuando recién se había convertido en maestra y le daban a los pupilos más difíciles para educar a cambio de un sueldo nefasto que aceptaba porque tenía a quien alimentar. Tuvo un mal presentimiento.
—Buenas noches, señor. —volvió a anunciarse, esperando tener más suerte esta vez— Dígame, ¿usted se encuentra bien? —preguntó con voz suave y paciente, como si fuese uno de sus chicos teniendo dificultades en el silabario. Pero no estaba dando una lección; era más, era posible que fuese él quien le terminase aleccionando en la complicada asignatura de los desconocido.
Yolène Patoux- Licántropo Clase Media
- Mensajes : 31
Fecha de inscripción : 23/02/2014
Re: Fool in the rain | Privado
Slevin era una persona que sentía una necesidad casi obsesiva por el orden y la rutina, dos cosas que afectaban severamente todos los aspectos de su vida. Por ejemplo, cada mañana, al sentarse a la mesa para tomar el desayuno, se servía en un tazón exactamente cuarenta y cinco gramos de cereal de avena, mismos que tenía bien medidos porque los pesaba previamente en una pequeña báscula, para asegurarse. También contaba el número de prendas de vestir que se pondría antes de salir de casa y sentía ansiedad si no podía beber su taza de té todos los días a la misma hora, tal y como estaba ocurriendo en ese momento… aunque el té fuera lo que menos le preocupara en ese instante.
Cuando se estresaba demasiado, sentía que no podía respirar bien, y cerraba los ojos y comenzaba a contar. Pensar en números lo ayudaba a tranquilizarse. Los números eran sus amigos. La gente que en algún momento de su vida lo escuchado repetirlos, lo había mirado extrañada, sin comprender, y se había alejado de él como si se tratase de un ser sin cordura, un animal con alguna rara enfermedad de la que temían contagiarse. Hasta sus padres que podían presumir de conocerlo muy bien por haberlo criado y educado y haber convivido con él casi treinta años sin descanso alguno, aún no eran capaces de comprender qué orillaba a Slevin a comportarse de tal modo, a repetir tales cifras como si se tratara de un ritual. Slevin tampoco sabía cómo explicarlo. Todo lo que entendía era que, de algún modo, repetirlos, ya fuera en voz alta o en completo silencio, le hacía sentir menos angustiado, más seguro. Pero pronto se dio cuenta de que existían situaciones en las que el extraño rito de los números no funcionaba, y ésa era una de ellas.
Aun así, continuó repitiéndolos, de manera casi frenética, y mientras permanecía inmóvil con la espalda recta contra el árbol que tenía detrás, recordó una parte de su infancia, todas las veces que había permanecido a solas bajo la sombra de los árboles, observando correr, gritar y jugar a otros niños. Él siempre supo que era distinto, de una manera que en ese entonces no fue capaz de expresar ni comprender. Los otros niños tampoco supieron entenderlo. Sólo allí, junto a los árboles, fue capaz de sentirse seguro, sin tener que preocuparse de que otros niños se burlaran de él, que lo empujaran o lo golpearan. Por esa razón los árboles eran para él símbolos de protección, y muchas veces había fantaseado al imaginar que sus grandes y abundantes ramas eran como gruesos brazos que lo cuidaban y lo defendían. ¿Haría lo mismo ese árbol? ¿Sería capaz de salvarlo de su desgracia, de regresarlo mágicamente a casa si cerraba los ojos y lo deseaba como no recordaba haber deseado ninguna otra cosa?
El aterrorizado muchacho cerró los ojos, pero no fue capaz de mantenerlos así por mucho tiempo. Los abrió de golpe, muy grandes, como dos platos, cuando escuchó el ladrar de unos perros. Se dio cuenta de que se trataba de Lila y Sheldon, y en su interior agradeció profundamente al cielo que no hubieran sido devorados por un oso u otro animal salvaje, pero ni siquiera el alivio interno que sintió al ver a sus amigos logró disipar su terror. La experiencia lo había dejado en shock. Era lo más horrible a lo que había tenido que enfrentarse en sus casi tres décadas de vida. Nada que hubiera vivido antes se podía comparar con la ansiedad de saberse extraviado, desorientado, olvidado, y lo que hacía todavía más traumática su experiencia, era tener la seguridad de que nadie lo esperaba en casa, que nadie notaría su ausencia, y que por obvias razones, nadie acudiría a su rescate. Casi podía sentir la dolorosa muerte que se acercaba a él a pasos agigantados, reclamándolo a él y a sus amigos, como los buitres a la carroña. El miedo lo había paralizado imposibilitándolo para cualquier intento de pedir auxilio, ni siquiera se sentía capaz de alzar la voz para comenzar a gritar y pedir ser rescatados.
El cielo pareció escuchar sus mudas plegarias y le trajo a su salvadora, una mujer que apareció de pronto, como caída del cielo. Él la miró con su semblante trastornado. La sensación de saberse acompañado, fue refrescante, pero no logró tranquilizarlo. La presencia de la mujer lo alivió tanto como logró ponerlo todavía más ansioso, como ocurría cada vez que se encontraba ante la presencia de un extraño. Sin responder a ninguno de los comentarios y cuestionamientos que le fueron hechos, instintivamente se llevó las manos a la cabeza, cerró los ojos y dobló sus piernas hasta quedar acuclillado. Apenas unos segundos después, se dejó caer sobre la hierba que crecía alrededor del árbol; estaba mojada y fría. Se abrazó a sí mismo y sus perros revolotearon a su alrededor, lamiéndole el rostro y las manos, pero él no reaccionó ante sus muestras de cariño. Se hallaba consternado y no entendía lo que la mujer le decía, pues pese haberle cuestionado una sola cosa, él tenía la sensación de que le estaba haciendo demasiadas preguntas, y que lo estaba haciendo demasiado rápido. La información llegaba a él como un rayo y se le amontonaba en su cabeza, como los panes en las nuevas fábricas de la revolución industrial, donde a pesar de que la máquina no iba demasiado rápido, el pan seguía circulando y en ocasiones ocasionaba un bloqueo. Su mente era así, como una máquina panificadora que se obstruía fácilmente.
Ahí, tumbado sobre la hierba, emitió un sonido parecido a un gemido. Hacía ese ruido cuando llegaba demasiada información a su cabeza desde el mundo exterior.
—No sé… d-dónde estoy. Me… he… p-perdido. N-necesito… n-ecesito… T-tengo frío… —balbuceó finalmente, pero no se atrevió a levantar la vista para mirar los inquisitivos ojos de la extraña pelirroja a la que pedía auxilio y que lo seguía observando, posiblemente muy extrañada y confundida.
Off: Espero sepas disculpar mi demora que no ha sido intencional -_-
Cuando se estresaba demasiado, sentía que no podía respirar bien, y cerraba los ojos y comenzaba a contar. Pensar en números lo ayudaba a tranquilizarse. Los números eran sus amigos. La gente que en algún momento de su vida lo escuchado repetirlos, lo había mirado extrañada, sin comprender, y se había alejado de él como si se tratase de un ser sin cordura, un animal con alguna rara enfermedad de la que temían contagiarse. Hasta sus padres que podían presumir de conocerlo muy bien por haberlo criado y educado y haber convivido con él casi treinta años sin descanso alguno, aún no eran capaces de comprender qué orillaba a Slevin a comportarse de tal modo, a repetir tales cifras como si se tratara de un ritual. Slevin tampoco sabía cómo explicarlo. Todo lo que entendía era que, de algún modo, repetirlos, ya fuera en voz alta o en completo silencio, le hacía sentir menos angustiado, más seguro. Pero pronto se dio cuenta de que existían situaciones en las que el extraño rito de los números no funcionaba, y ésa era una de ellas.
Aun así, continuó repitiéndolos, de manera casi frenética, y mientras permanecía inmóvil con la espalda recta contra el árbol que tenía detrás, recordó una parte de su infancia, todas las veces que había permanecido a solas bajo la sombra de los árboles, observando correr, gritar y jugar a otros niños. Él siempre supo que era distinto, de una manera que en ese entonces no fue capaz de expresar ni comprender. Los otros niños tampoco supieron entenderlo. Sólo allí, junto a los árboles, fue capaz de sentirse seguro, sin tener que preocuparse de que otros niños se burlaran de él, que lo empujaran o lo golpearan. Por esa razón los árboles eran para él símbolos de protección, y muchas veces había fantaseado al imaginar que sus grandes y abundantes ramas eran como gruesos brazos que lo cuidaban y lo defendían. ¿Haría lo mismo ese árbol? ¿Sería capaz de salvarlo de su desgracia, de regresarlo mágicamente a casa si cerraba los ojos y lo deseaba como no recordaba haber deseado ninguna otra cosa?
El aterrorizado muchacho cerró los ojos, pero no fue capaz de mantenerlos así por mucho tiempo. Los abrió de golpe, muy grandes, como dos platos, cuando escuchó el ladrar de unos perros. Se dio cuenta de que se trataba de Lila y Sheldon, y en su interior agradeció profundamente al cielo que no hubieran sido devorados por un oso u otro animal salvaje, pero ni siquiera el alivio interno que sintió al ver a sus amigos logró disipar su terror. La experiencia lo había dejado en shock. Era lo más horrible a lo que había tenido que enfrentarse en sus casi tres décadas de vida. Nada que hubiera vivido antes se podía comparar con la ansiedad de saberse extraviado, desorientado, olvidado, y lo que hacía todavía más traumática su experiencia, era tener la seguridad de que nadie lo esperaba en casa, que nadie notaría su ausencia, y que por obvias razones, nadie acudiría a su rescate. Casi podía sentir la dolorosa muerte que se acercaba a él a pasos agigantados, reclamándolo a él y a sus amigos, como los buitres a la carroña. El miedo lo había paralizado imposibilitándolo para cualquier intento de pedir auxilio, ni siquiera se sentía capaz de alzar la voz para comenzar a gritar y pedir ser rescatados.
El cielo pareció escuchar sus mudas plegarias y le trajo a su salvadora, una mujer que apareció de pronto, como caída del cielo. Él la miró con su semblante trastornado. La sensación de saberse acompañado, fue refrescante, pero no logró tranquilizarlo. La presencia de la mujer lo alivió tanto como logró ponerlo todavía más ansioso, como ocurría cada vez que se encontraba ante la presencia de un extraño. Sin responder a ninguno de los comentarios y cuestionamientos que le fueron hechos, instintivamente se llevó las manos a la cabeza, cerró los ojos y dobló sus piernas hasta quedar acuclillado. Apenas unos segundos después, se dejó caer sobre la hierba que crecía alrededor del árbol; estaba mojada y fría. Se abrazó a sí mismo y sus perros revolotearon a su alrededor, lamiéndole el rostro y las manos, pero él no reaccionó ante sus muestras de cariño. Se hallaba consternado y no entendía lo que la mujer le decía, pues pese haberle cuestionado una sola cosa, él tenía la sensación de que le estaba haciendo demasiadas preguntas, y que lo estaba haciendo demasiado rápido. La información llegaba a él como un rayo y se le amontonaba en su cabeza, como los panes en las nuevas fábricas de la revolución industrial, donde a pesar de que la máquina no iba demasiado rápido, el pan seguía circulando y en ocasiones ocasionaba un bloqueo. Su mente era así, como una máquina panificadora que se obstruía fácilmente.
Ahí, tumbado sobre la hierba, emitió un sonido parecido a un gemido. Hacía ese ruido cuando llegaba demasiada información a su cabeza desde el mundo exterior.
—No sé… d-dónde estoy. Me… he… p-perdido. N-necesito… n-ecesito… T-tengo frío… —balbuceó finalmente, pero no se atrevió a levantar la vista para mirar los inquisitivos ojos de la extraña pelirroja a la que pedía auxilio y que lo seguía observando, posiblemente muy extrañada y confundida.
Off: Espero sepas disculpar mi demora que no ha sido intencional -_-
Daulte Claythorne- Vampiro Clase Alta
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Fecha de inscripción : 14/09/2012
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Re: Fool in the rain | Privado
Perturbador fue para Yolène, en primera instancia, presenciar cómo se deformaba ese rostro aparentemente inofensivo ante su intromisión. Frunció el entrecejo ante el confuso espectáculo. No lo entendía; ¿no se suponía que debía ser ella, la supuesta dama en peligro, quien desencadenara una especie de crisis de pánico? Estaba bien, ella era la lupina, pero eso era algo que le correspondía sólo a ella. El obtuso caballero no tenía por qué saberlo. Suspiró pesado; era muy quisquillosa cuando se trataba de desentrañar acertijos, y cuando se topaba con uno que le exigía inmediatez sin poder dársela, se ponía de malas. Y no era la mejor noche para pillarla sin ganas de tener paciencia. Pero así y todo tuvo la decencia de respirar profundo y contener los gruñidos que le picaban la garganta. ¿Por qué? Porque a pesar de lo irritante que podía ser un manojo de nervios, sumado a que la luna llena alborotaba su cuerpo y, en consecuencia, sus reacciones, no veía intención alguna en aquel atribulado ser que delatara burla o capricho. Ni siquiera hacía el esfuerzo de mirar a sus mascotas, las que probablemente le habían salvado la vida.
Ahora, ¿qué hacer? Irse sin más no era opción, o lo era, si quería que a la mañana siguiente irrumpieran en la residencia Storr exigiendo saber dónde se encontraba el responsable de los terrenos, para juzgarlo por la muerte de un rico heredero. Pero más allá de eso, aún era una mujer compasiva, lamentablemente para su salvajismo. Hasta las fieras podían tener instantes de amansamiento. Fue entonces que, recordando la institutriz de experiencia que era, cambió el método para con el desconocido. Se acercó lento, pero no demasiado. Estaba perturbado, y no había necesidad de enturbiar aún más su mirada. Prefirió inclinarse a su altura, pero mantener una distancia prudente. Habló lento y en un tono uniforme, como con los niños problema.
—Respire. Señor… usted se encuentra en los campos de París, medianamente cerca de la ciudad. Todo está bien. A sus criaturas no les pasó nada. Aquí no hay peligro. —estaba mintiendo. Para alguien en solitario, sobretodo en ese estado, siempre habría problemas al asecho. Que no estuvieran a la vista no implicaba que no estuvieran allí. Sin embargo, lo primero era calmar al individuo. Era imposible ver el fondo si las aguas permanecían oscuras.
¿Qué más? Ah, el señor tenía frío. La maestra se arrepintió de haberse despojado de su pañuelo descuidadamente en el camino. No se atrevía a dejar solo al buen caballero para ir a buscarlo. Se miró a sí misma un segundo; nada para ofrecerle, salvo lo que llevaba puesto y… claro, el cuerpo de un licántropo significaba una fuente de calor incomparable, pero con esa posición tan a la defensiva, ¿cómo lo tomaría él si se acercaba? ¿cómo lo tomaría ella?
—Es preciso buscar dónde guarecerse del frío. Si pudiera guiarme a su hogar, con gusto lo acompañaría hasta verlo a salvo. —moduló lo mejor que pudo, con la cabeza a cincuenta grados— Está bien si no lo puede recordar; hay un refugio cerca. Dígame lo que le gustaría hacer a su merced. No tema. Estoy aquí para ayudarlo.
Ahora, ¿qué hacer? Irse sin más no era opción, o lo era, si quería que a la mañana siguiente irrumpieran en la residencia Storr exigiendo saber dónde se encontraba el responsable de los terrenos, para juzgarlo por la muerte de un rico heredero. Pero más allá de eso, aún era una mujer compasiva, lamentablemente para su salvajismo. Hasta las fieras podían tener instantes de amansamiento. Fue entonces que, recordando la institutriz de experiencia que era, cambió el método para con el desconocido. Se acercó lento, pero no demasiado. Estaba perturbado, y no había necesidad de enturbiar aún más su mirada. Prefirió inclinarse a su altura, pero mantener una distancia prudente. Habló lento y en un tono uniforme, como con los niños problema.
—Respire. Señor… usted se encuentra en los campos de París, medianamente cerca de la ciudad. Todo está bien. A sus criaturas no les pasó nada. Aquí no hay peligro. —estaba mintiendo. Para alguien en solitario, sobretodo en ese estado, siempre habría problemas al asecho. Que no estuvieran a la vista no implicaba que no estuvieran allí. Sin embargo, lo primero era calmar al individuo. Era imposible ver el fondo si las aguas permanecían oscuras.
¿Qué más? Ah, el señor tenía frío. La maestra se arrepintió de haberse despojado de su pañuelo descuidadamente en el camino. No se atrevía a dejar solo al buen caballero para ir a buscarlo. Se miró a sí misma un segundo; nada para ofrecerle, salvo lo que llevaba puesto y… claro, el cuerpo de un licántropo significaba una fuente de calor incomparable, pero con esa posición tan a la defensiva, ¿cómo lo tomaría él si se acercaba? ¿cómo lo tomaría ella?
—Es preciso buscar dónde guarecerse del frío. Si pudiera guiarme a su hogar, con gusto lo acompañaría hasta verlo a salvo. —moduló lo mejor que pudo, con la cabeza a cincuenta grados— Está bien si no lo puede recordar; hay un refugio cerca. Dígame lo que le gustaría hacer a su merced. No tema. Estoy aquí para ayudarlo.
Yolène Patoux- Licántropo Clase Media
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Fecha de inscripción : 23/02/2014
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