AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El Inquisidor: Semillas de Lucifer.
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El Inquisidor: Semillas de Lucifer.
¡Cómo has caído del cielo, Lucero, hijo de la Aurora! Has sido abatido a la tierra dominador de naciones! Tú decías en tu corazón: "escalaré los cielos; elevaré mi trono por encima de las estrellas de Dios; me sentaré en el monte de la divina asamblea, en el confín del septentrión escalaré las cimas de las nubes, seré semejante al Altísimo."
Isaías 14. 12-14
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Isaías 14. 12-14
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El crujir de las hojas en el suelo, a medida que avanzaba, era el único sonido que escuchaban los árboles que allí habitaban, la brisa que de vez en vez hacía su aparición, susurraba junto a las verdes lóbulos de estos seres el ademán de un silencio que tanto regía, un divino “ssshhhh” llegaba a los oídos, sutil, terso, delicado, es así, como la misma naturaleza hablaba a cualquier persona que en ese bosque se aventurara. Pasando grandes árboles de frondosa madera, un camino sin camino le indicaba aquella húmeda tierra, uno que solo su memoria le decía, y el instinto de haber viajado varias veces por esa senda parisina; le acompañaban las garras frías de una soledad moribunda, y un avivado sentimiento de esperanza por compañía. Ya las agujas del reloj habían surcado más de las diez horas pasadas al mediodía, y aquel joven de piel tostada, recubierto de una armadura de telas azabache, era el valiente soldado que sin importar los miedos y peligros, iba por una amistad que nunca pensó que existiría.
Entre pasos y pasos, un charco de espesa sangre salpicó las botas negras que llevaba, fue una pisada del azar, porque era extraño encontrar a grandes rasgos ese fluido corporal; se inclino curioso para examinar mejor, y fueron sus dedos indiscretos los que intentaron sentir la textura de la misma, sumergiendo índice y medio de la mano diestra, para que justo en su oído izquierdo una voz particular susurrara a sumisos rasgos una frase en un idioma que detecto rápidamente por su particular pronunciación, el latín: “…In nomine Patris et fillii et Spiritus Sancti. Amén.”, un espasmo seco desde sus pulmones arropo la totalidad de su cuerpo, deteniendo aquella respiración calmada que predominó desde su salida de casa hasta ese preciso instante, permitiéndole en tan solo un segundo percibir un miedo terrible, una ira desconocida y un horror indescriptible, ¿Qué diablos significaba eso? Y sin más, tal como se fue, volvió a sentir el aire de nuevo abrirse paso en su interior, y esos orbes que antes veían carmesí viscoso, ahora solamente veían la tostada piel de los dedos del doctor. Aquella visión, como otras, se escribía recta en líneas torcidas, nada conciso, nada impreciso, siempre en medio, nunca más allá, nunca más acá. Y lo peor: eran indetenibles.
Retiro su mente de aquello y continúo su andar. La luz de una media luna caía en los pocos rubios cabellos que valientes se asomaban fuera de la capucha que le protegía, mismos que inevitablemente absorbían y reflejaban un brillo tan angelical, que podría dudarse de si la humanidad era parte de su ser. Esa luz blanca de la reina del manto nocturno, hacía notar aun más el azul intenso de los ojos de ese brujo, el color cielo característico de los mismos, resaltaban sin igual, casi irreales, casi inmortales, siendo ayudados de a poco por una sublime oscuridad. La tela negra de la túnica que llevaba encima era adaptada a su cuerpo en totalidad, confeccionada como si fuese una especie de chaqueta, le impedía a la lluvia mojar los ropajes más finos que cuidaban su piel, y de igual forma le protegían de aquel frío imperdonable invernal. Podría decirse que de un tiempo para acá, era esa misma túnica la que se volvía su uniforme, ya no era una bata blanca de hospital, era una túnica negra de nigromante, de ilusionista, de hechicero. Una túnica que le daba el toque místico de un brujo, de un humano privilegiado.
- Toc, toc. - Pronunció su boca, surcando el sonido de su voz un eco de esa noche, obviamente acompañaría el sonido producido con un golpe a la puerta de madera, una bonita casa en el bosque era el lugar donde vivía aquella amiga suya, una menuda y cómoda casa. - ¿Bonita noche para una visita, no? - Se quedaría observando aquel manto sobre su cabeza, varias estrellas titilaban esporádicamente, esa noche no habían demasiadas compañeras que opacaran su belleza, esa noche la naturaleza se vestía solamente para un vestido en menguante, tan brillante, que aquel claro dónde estaba la casa era lo suficientemente iluminado como para tener una cena, porque ni siquiera las nubes hacían acto de aparición, esa noche era perfecta para lo que Dios quisiese que ocurriera. Esperaría que esta le invitase a pasar y entraría con firmeza, siempre observando, siempre detallando todo el lugar.
- Traje para hacer el brindis. - Sonriendo suavemente extraería la mano izquierda debajo de la túnica, mostrando a la joven una botella de aquel vino que bebieron hace algún tiempo en una taberna de mala muerte de Paris, ese que compartieron por un rato, y les hizo conversar más y más, y quizás mismo que impulso una amistad que antes era simple y mortal rivalidad. De un pequeño bolso que guindaba en su cinto, sacaría dos pequeños vasillos, los metió junto a esos tres pares de pociones que acostumbraba a llevar, y el cuchillo de cocina que ahora estaba destinado a siempre cargar en su propiedad, un rosario de perlas blancas, y un anillo con un zafiro. Dispuso los vasos sobre una pequeña mesa de madera, uno para ella y uno para él, e inclino la botella con delicadeza para llenar los dos frascos, se sentaría en una silla frente a la ventana, disfrutando del exterior y extendería aquella metafórica “copa” para hacer ese característico y hasta cliché, sonido del brindis. - A su salud, señorita Daxmins. - Cómplice sonrisa y hasta una risilla dejaría salir, porque los vampiros eran inmortales, desearles salud, era algo estúpido, y luego de un trago su boca sería el primer receptor de aquel liquido tan peculiar, efectivamente lo ingeriría y se dejaría llevar por la sonrisa consiguiente a ello, estaba tan bueno como aquella vez.
- Tuve una extraña visión de camino aquí. - Rompería el silencio con eso, ella casi siempre sabía cuando los fantasmas le atormentaban, él le comentaba y la mayoría de las veces juntos intentaban descifrar la información. - Una frase en latín, no sé qué significa, porque no conozco eso, pero, parecía una oración, al final dijeron “Amén”, ¿qué crees que pueda ser? - Alzaría su mirada desde el espacio donde la tuvo perdida, para buscar aquellos cálidos ojos de la inmortal. Desde su primer uso de la nigromancia, hasta después del entrenamiento, aquel brujo primogénito Arcalucci había desarrollado la inevitable percepción espiritual, donde los espíritus, quisiera él o no, siempre le mostraban más y más, sueños, visiones, percepciones, sonidos, todo lo que estos pudiesen hacer, era un tormento, una consecuencia, una maldición; de haber nacido con la nigromancia como un don.
Lissander C. Arcalucci- Hechicero Clase Media
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Re: El Inquisidor: Semillas de Lucifer.
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¿Es posible que un ser al que se insiste, carece de alma, tuviera la increíble habilidad de soñar?. Leonor aún conservaba eso, y solo podría significar una cosa; algo estaba a punto de suceder.
No podría decir con claridad que era precisamente, pero muy dentro de ella se encontraba segura de que no sería algo bueno, por que para ser mas exacto aquellas visiones que la inmortal asociaba a sueños, terminaban siendo mas similares a unas terribles pesadillas. Sus ojos cerrados, intentando que su mente captara las mismas con precisión, aunque nunca era capaz de encontrarles significado concreto, considerando también que no le ocurría muy a menudo, y que no dejaba de parecerle extraño, llegando a sentirse temerosa frente a estos episodios.
Lamentablemente no podía hacer nada contra ello, simplemente ocurrió esta noche, este nuevo "amanecer" para la joven, quien aún se encontraba oculta de la luz solar, que lentamente comenzaba a difuminarse, dando el relevo a "Selene", recibiendo bajo su manto protector a las criaturas nocturnas.
Leonor salió con cuidado desde su agujero echo bajo la cama que antes la acogía entre sus sabanas, ahora "dormía" en un espacio muy reducido, pero que la hacía sentir confortable y cómoda, considerando lo mas importante: segura.
Acomodó todo en su lugar, y se acercó hasta un espejo que descansaba en el mueble de la habitación, arregló un poco el desorden que tenía en sus cabellos, usando el cepillo de su difunta madre. Luego de esto amarró parte del mismo con una cinta de color negro, aproximándose hasta donde guardaba su ropa. Observó un momento los vestidos que poseía, decidiéndose por uno en un tono rojizo, muy similar al color de su propio cabello. Los zapatos como siempre no fueron tema, simplemente se quedó descalza y avanzó hasta el centro de su hogar, acomodándose en el sofá, con su cuerpo totalmente relajado, mientras a su mente volvían las imágenes que había tenido antes. ¿Por que ahora?- se preguntaba a si misma una y otra vez, frustrándose al no poder borrar aquello de su mente.
Fue tanto la sumisión en aquellas visiones que no se percató de la presencia que había llegado a instalarse afuera de su puerta, la cual vino acompañada de unos cuantos golpes que inevitablemente la sobresaltaron, haciendo que se levantará de un golpe y solo ahí darse cuenta de quien se trataba.
- Por supuesto Lissander, adelante.- una sonrisa de alivio y alegría de dibujó en su delicado rostro, claro que le alegraba verlo, siempre las puertas de su casa estarían abiertas para su ahora, mejor amigo. Las vueltas de la vida habían actuado una y mil veces sobre ellos; fueron enemigos, luego conocidos en una Taberna, conformando un lazo que los llevaría hasta el cementerio, pensando que podrían controlar a la muerte con sus propias manos, y a pesar de todo, esas situaciones solo servían para acercarlos mas y mas, y ahora sencillamente eran inseparables.
Aguardó que el entrara, y se acercaría con entusiasmo mientras asentía a sus palabras, sin duda era una bonita noche, solo que un poco mas silenciosa que las pasadas, pero de alguna forma la joven esperaba que la presencia de el, ahuyentara las distracciones que se aferraban a su mente.
- Creo que recuerdo a la perfección ese vino, pues adelante ponte cómodo por favor.- le dijo sonriente, mientras se ubicaba en una de las sillas alrededor de la mesa, la cual se encontraba decorada por un florero con una rosa roja en el, algo extraño considerando la estación, pero ese era uno de sus secretos.
Delicadamente sostuvo la copa que le fue entregada, para posteriormente levantarla correspondiendo el brindis, soltando una risa por el motivo de este, mientras sus labios se posaban en el borde del cristal para beber un sorbo del liquido. Valoraba el echo de que su humor no cambiara a pesar de la cercanía que ahora tenían.
No estuvo segura por que sus palabras la preocuparon un poco, ella estaba consiente de las macabras habilidades de el, ya sea por que fue testigo de aquello, o por lo que el mismo le contaba, y de un tiempo a esta parte esos fragmentos que compartía con ella se hacían mas recientes.
- ¿Una visión?...- susurraría casi para si misma, recordando lo que le había atormentado a ella ese mismo día.
- No estoy muy segura, pero claro, considerando el echo de que escucharas el "Amen", podemos deducir que fue una oración, pero solo sabiendo que fue lo que viste, podríamos revelar la razón de la misma... si no, es mucho mas complejo.- muy cierto, era difícil comprender aquello si no se le entregaban mas detalles, pero entendía que el brujo se estaba viendo en una situación incomoda y aterradora.
- Cada vez esos episodios se te han vuelto mas recurrentes, y sabes, es extraño, hoy un poco antes de desper...-se silenciaría en seco, al sentir un ruido afuera, acompañado por una respiración que fue capaz de llegar hasta sus sensibles oídos, incluso pasando por alto la de su amigo, que se encontraba mucho mas cerca de ella.
Por segunda vez consecutiva se levantó rápidamente ubicándose entre la puerta principal y el, concentrándose en captar algo mas, claramente no era un animal, pero tampoco lograba escuchar nada mas, ni siquiera algún pensamiento que le delatara.
-No eres el único que se dispuso venir aquí hoy...- le aseguraría mientras se volteaba a observarle, sosteniendo fijamente su mirada.
- No estamos solos.- eso sería suficiente, le entregaría la poca información que tenía, esperando que se pusiera tan alerta como ella lo estaba. Ni siquiera tuvo el tiempo de comentarle acerca de lo que le había ocurrido, pero de alguna forma ahora entendía el por que.
Leonor Daxmins- Vampiro Clase Media
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Re: El Inquisidor: Semillas de Lucifer.
"Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?" (Rom 8,31). "Dios nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo... Manteneos firmes e inconmovibles, abundando siempre en toda obra buena, teniendo presente que nuestro trabajo no es vano ante el Señor" (1 Co 15,57-58).
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Viernes.
10PM.
Ayuno total.
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Las imágenes en carboncillo de mis próximos objetivos colgaron de la pared, mientras yo, con un par de dagas de plata, descargué mi furia contra ellos, lanzándoselas sin ninguna clase de consideración en medio de los ojos. Siempre exacto, siempre en el mismo lugar, ni un centímetro más, ni un centímetro menos. Así de preciso fue mi movimiento, así de acentuado mi odio contra toda aberración de la naturaleza que fuera en contra de las leyes de Dios nuestro señor. Bebí como nunca aquella noche en que la orden me llegó por medio de uno de los más fieles vasallos de nuestro máximo representante episcopal. Fue tanto el júbilo, que no cabía en mí, me sentí el ser más iluminado sobre la faz de la tierra. ¡Al fin se me presentaba la posibilidad de demostrar de lo que era capaz! Una de mi máximas pruebas – si no la más importante – de los últimos años. Para ellos me fui preparando con plena conciencia. Les estudié, les seguí los pasos a una distancia prudente para que no percataran de mi presencia. ¡No dormí, no comí en días, trabajando y analizando de sol a sombra! Una ardua tarea que por fin dio frutos, trayendo como resultado, el que me sintiera completamente apto y capaz, para enfrentarme con dos adversarios al mismo tiempo. Una tarea suicida para algunos, pero no para mí. Fui el candidato ideal, porque por mis venas nunca fluyó la compasión ni el remordimiento a la hora de matar en el nombre del todo poderoso, valiéndome de cualquier recurso que estuviera a mi alcance, aun así tuviese que ir en contra de mis propias creencias religiosas. Dios era tan bueno y tan bondadoso en si infinita misericordia, y la iglesia tan comprensiva, que nunca me vi en el predicamento de verme excomulgado; por el contrario, siempre perdonado, absuelto de todos mis pecados.
Me armé con lo estrictamente indispensable: Mi inseparable biblia (que siempre cargue conmigo, aunque me la supiese casi de memoria) el rosario de mi madre; aquel par de dagas que más que protección, siempre las consideré como mis fieles compañeras (Siempre me valí de mis astucias como brujo, de mis hechizos, contra hechizos y habilidades extraordinarias. Las palabras del poder. Una palabra de poder. Una o varias palabras que contenían el poder en sí mismo; en su misma pronunciación, en los sonidos que lo comprendían, más que de cualquier otro artefacto o utensilio de manufactura humana, no mágico) dos bultos de arena, amarrados en cinco partes cada uno, y por último cinco pequeños frascos de esencias. Les empaqué meticulosamente entre mis ornamentos personales; me enfundé con mi túnica de rojo encendido y espere pacientemente sentado en mi sótano, a que la luz del sol por fin se ocultara por el horizonte, dando paso a la oscuridad, fiel amiga, amante y compañera de luchas incansables. Recé apenas en un imperceptible susurro; pedí por la eterna salvación de mi alma en caso de perecer en la cruzada, implorando intercesión para no yacer por toda una eternidad bajo el abrazo del purgatorio.
Como cada noche, como cada salida a deshoras sin decir exactamente mi destino y hora de llegada - en caso de regresar sano y salvo - ya mi criado me esperaba en completo silencio afuera de la residencia, con mi caballo ensillado, listo para partir. No le dije ni una sola palabra, simplemente tomé las riendas, me trepé con presteza sobre el animal, y comencé a andar sobre aquel camino agreste desconocido para mí, puesto que nunca tomaba las mismas rutas de salida y de llegada. No quería volverme predecible; porque así como yo estudiaba a mis enemigos, yo también era enemigo de muchos. Mismos que deseaban ver mi cabeza colgada desde lo más alto de un árbol. Me odiaban, les odiaba, nada había nada oculto bajo el sol. La vida de un inquisidor siempre estaba rodeada de soledad, de incertidumbre, y de mucho sufrimiento. No había nada que pudiese gozar tanto como mi libertad y el deseo inocuo de realizar cuanto se me antojase con mi existencia, pues no tenía que entregarle cuentas a nadie salvo a la santa iglesia católica y a mí mismo.
Con el incesante galopar del caballo y el corazón latiéndome con fuerza, me apresté a adentrarme a la espesura del bosque. Si mis informantes y mi instinto tenían razón, mis objetivos se encontrarían no muy lejos de mi ubicación, en un pequeño asentamiento, alejados de cualquier contacto humano a la redonda. Debía ser lo suficientemente listo de que no se percatasen de mi presencia, hasta que yo así lo dispusiera, pues no iba a cometer la torpeza de rebelarme ante ellos sin tener el factor sorpresa, teniendo como garantía la oportunidad de atestar el primer golpe. No de magia, no de otra índole, sólo el que comprendiesen que no estaban solos. Sería la primera vez en toda mi vida como inquisidor, en que desearía intercambiar algunas palabras– aunque fuese por breves instantes – con dos sentenciados a muerte. Aunque claro, todo esto era relativo, porque si algo había aprendido en todos estos años de lucha incansable, es que nadie cedía terreno a nadie, aun tratándose del más cobarde de todos, ni nadie era un rival pequeño. Una vampira, un brujo. Una mujer y un hombre. El aquí el ahora. Desmonté, di un par de golpes con mucha fuerza el lomo del caballo utilizando el fuete y le obligué a que se retirase de ahí. Siendo entrenado por incontables horas, el magnífico alazán llegaría a buen resguardo sin ninguna dificultad, primeramente Dios. Inhalé y exhale en un par de ocasiones para tranquilizarme, troné mi cuello, los dedos de las manos, revisé por última vez mis aditamentos y finalmente, pero no menos importante, me arrodillé para ofrecerle una pequeña plegaria:
Rezarle a Jesucristo siempre me llenaba de energía, por eso al momento de santiguarme, y de ponerme de nuevo en pie, recordé para lo cual había venido, para lo cual había puesto un pie en la tierra. Para ser un soldado más del ejército de Dios, su espada justiciera. Cubrí mi rostro con la caperuza mi túnica, y comencé a andar, lento pero con paso firme.
Viernes.
10PM.
Ayuno total.
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Las imágenes en carboncillo de mis próximos objetivos colgaron de la pared, mientras yo, con un par de dagas de plata, descargué mi furia contra ellos, lanzándoselas sin ninguna clase de consideración en medio de los ojos. Siempre exacto, siempre en el mismo lugar, ni un centímetro más, ni un centímetro menos. Así de preciso fue mi movimiento, así de acentuado mi odio contra toda aberración de la naturaleza que fuera en contra de las leyes de Dios nuestro señor. Bebí como nunca aquella noche en que la orden me llegó por medio de uno de los más fieles vasallos de nuestro máximo representante episcopal. Fue tanto el júbilo, que no cabía en mí, me sentí el ser más iluminado sobre la faz de la tierra. ¡Al fin se me presentaba la posibilidad de demostrar de lo que era capaz! Una de mi máximas pruebas – si no la más importante – de los últimos años. Para ellos me fui preparando con plena conciencia. Les estudié, les seguí los pasos a una distancia prudente para que no percataran de mi presencia. ¡No dormí, no comí en días, trabajando y analizando de sol a sombra! Una ardua tarea que por fin dio frutos, trayendo como resultado, el que me sintiera completamente apto y capaz, para enfrentarme con dos adversarios al mismo tiempo. Una tarea suicida para algunos, pero no para mí. Fui el candidato ideal, porque por mis venas nunca fluyó la compasión ni el remordimiento a la hora de matar en el nombre del todo poderoso, valiéndome de cualquier recurso que estuviera a mi alcance, aun así tuviese que ir en contra de mis propias creencias religiosas. Dios era tan bueno y tan bondadoso en si infinita misericordia, y la iglesia tan comprensiva, que nunca me vi en el predicamento de verme excomulgado; por el contrario, siempre perdonado, absuelto de todos mis pecados.
Me armé con lo estrictamente indispensable: Mi inseparable biblia (que siempre cargue conmigo, aunque me la supiese casi de memoria) el rosario de mi madre; aquel par de dagas que más que protección, siempre las consideré como mis fieles compañeras (Siempre me valí de mis astucias como brujo, de mis hechizos, contra hechizos y habilidades extraordinarias. Las palabras del poder. Una palabra de poder. Una o varias palabras que contenían el poder en sí mismo; en su misma pronunciación, en los sonidos que lo comprendían, más que de cualquier otro artefacto o utensilio de manufactura humana, no mágico) dos bultos de arena, amarrados en cinco partes cada uno, y por último cinco pequeños frascos de esencias. Les empaqué meticulosamente entre mis ornamentos personales; me enfundé con mi túnica de rojo encendido y espere pacientemente sentado en mi sótano, a que la luz del sol por fin se ocultara por el horizonte, dando paso a la oscuridad, fiel amiga, amante y compañera de luchas incansables. Recé apenas en un imperceptible susurro; pedí por la eterna salvación de mi alma en caso de perecer en la cruzada, implorando intercesión para no yacer por toda una eternidad bajo el abrazo del purgatorio.
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Como cada noche, como cada salida a deshoras sin decir exactamente mi destino y hora de llegada - en caso de regresar sano y salvo - ya mi criado me esperaba en completo silencio afuera de la residencia, con mi caballo ensillado, listo para partir. No le dije ni una sola palabra, simplemente tomé las riendas, me trepé con presteza sobre el animal, y comencé a andar sobre aquel camino agreste desconocido para mí, puesto que nunca tomaba las mismas rutas de salida y de llegada. No quería volverme predecible; porque así como yo estudiaba a mis enemigos, yo también era enemigo de muchos. Mismos que deseaban ver mi cabeza colgada desde lo más alto de un árbol. Me odiaban, les odiaba, nada había nada oculto bajo el sol. La vida de un inquisidor siempre estaba rodeada de soledad, de incertidumbre, y de mucho sufrimiento. No había nada que pudiese gozar tanto como mi libertad y el deseo inocuo de realizar cuanto se me antojase con mi existencia, pues no tenía que entregarle cuentas a nadie salvo a la santa iglesia católica y a mí mismo.
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Con el incesante galopar del caballo y el corazón latiéndome con fuerza, me apresté a adentrarme a la espesura del bosque. Si mis informantes y mi instinto tenían razón, mis objetivos se encontrarían no muy lejos de mi ubicación, en un pequeño asentamiento, alejados de cualquier contacto humano a la redonda. Debía ser lo suficientemente listo de que no se percatasen de mi presencia, hasta que yo así lo dispusiera, pues no iba a cometer la torpeza de rebelarme ante ellos sin tener el factor sorpresa, teniendo como garantía la oportunidad de atestar el primer golpe. No de magia, no de otra índole, sólo el que comprendiesen que no estaban solos. Sería la primera vez en toda mi vida como inquisidor, en que desearía intercambiar algunas palabras– aunque fuese por breves instantes – con dos sentenciados a muerte. Aunque claro, todo esto era relativo, porque si algo había aprendido en todos estos años de lucha incansable, es que nadie cedía terreno a nadie, aun tratándose del más cobarde de todos, ni nadie era un rival pequeño. Una vampira, un brujo. Una mujer y un hombre. El aquí el ahora. Desmonté, di un par de golpes con mucha fuerza el lomo del caballo utilizando el fuete y le obligué a que se retirase de ahí. Siendo entrenado por incontables horas, el magnífico alazán llegaría a buen resguardo sin ninguna dificultad, primeramente Dios. Inhalé y exhale en un par de ocasiones para tranquilizarme, troné mi cuello, los dedos de las manos, revisé por última vez mis aditamentos y finalmente, pero no menos importante, me arrodillé para ofrecerle una pequeña plegaria:
Estoy firme, ceñidos mis lomos con la verdad, y vestido
con la coraza de justicia, y calzado los pies con el
calzado del evangelio de la paz. Tomo el escudo de
la fe. Y tomo el yelmo de la salvación, y la espada del
Espíritu, que es la palabra de Dios.
Tengo potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre
toda fuerza del enemigo, y nada me dañará.
Venceré sobre todo porque mayor es Él que está en
mí que el que está en el mundo.
Amén.
con la coraza de justicia, y calzado los pies con el
calzado del evangelio de la paz. Tomo el escudo de
la fe. Y tomo el yelmo de la salvación, y la espada del
Espíritu, que es la palabra de Dios.
Tengo potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre
toda fuerza del enemigo, y nada me dañará.
Venceré sobre todo porque mayor es Él que está en
mí que el que está en el mundo.
Amén.
Rezarle a Jesucristo siempre me llenaba de energía, por eso al momento de santiguarme, y de ponerme de nuevo en pie, recordé para lo cual había venido, para lo cual había puesto un pie en la tierra. Para ser un soldado más del ejército de Dios, su espada justiciera. Cubrí mi rostro con la caperuza mi túnica, y comencé a andar, lento pero con paso firme.
Antonio de Carvajal- Condenado/Hechicero/Clase Alta
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Localización : París, Francia.
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Re: El Inquisidor: Semillas de Lucifer.
¿Hablarás delante del que te mate, diciendo: Yo soy Dios? Tú, hombre eres, y no Dios, en la mano de tu matador.
Ezequiel 28. 9.
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Ezequiel 28. 9.
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- ¿Cuándo será el día que Eris Charlotte Arcalucci esté pendiente de guardar las cosas? - Una pregunta que no requería respuesta, porque no había quien la respondiera, ya que su soledad y él, estaban en la cocina acomodando lo que la señora criada que trabajaba para ellos debió hacer hacía mucho rato. Los platos, algunos restos de comida, cubiertos, copas, y hasta una botella vacía, yacían en aquella mesa de madera. Un suspiro de desgano surgió desde lo más profundo de su organismo, para luego volverse a acomodar aquello, tomando los platos, guardándolos en la respectiva repisa, los trozos y restos de comida, acomodándolos en un solo lugar para botarlos a los animales cercanos, si no iban a comérsela los dueños de la casa: ¿porqué no tener caridad con aquellas criaturas de Dios? Y por último, la botella y las copas…
Su diestra tomó el par de copas entre los dedos, su siniestra la botella, y la intentaron levantar rápidamente, porque vacía estuvo hasta el preciso momento en que la tocó; una mano sostenía la botella justo sobre la de él, una delicada y un tanto pálida mano con dedos minúsculos, sus orbes alzaron su mirar ante tal hecho y se encontraron con la sonrisa amigable de una mujer de cabello rojizo, aquella vampira se apareció ante él con una botella que ahora se se quebraba en sus manos como si contra el mismísimo suelo la hubiese estrellado, esparciendo el aire que estuvo allí desde siempre, y no el vino tinto fluido que habían tomado en ese bar hacía un tiempo atrás…
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- Desde que aprendí a dominar la nigromancia, las visiones no han cesado, al igual que las pesadillas. - Su rostro se mostró pensativo, su mirada se clavó en el liquido que contenía el cristal en su mano, el pequeño remolino que formaba el movimiento de la misma le habían hipnotizado, era una envolvente de pensamientos los que convergían en su interior, demasiados, las conexiones de las visiones era algo que le intrigaba, ¿de verdad los espíritus le mostraban cosas o era simplemente un juego para ellos? ¿Cómo podía saberlo? El riesgo lo asumió aquel día en la tienda con Aitiziber, el riesgo lo asumió en el cementerio cuando pecó por soberbia, el riesgo lo volvía a tener ahora día a día, porque maldita era la magia negra, y maldito había quedado él en medio de ella, enlazado al espiritismo hasta que su tiempo en la tierra sea agotado. - Eh… - Pronunció como reacción a lo dicho por la joven, estaba centrado en la conversación, recibiendo sus palabras como leña al fuego, cuando esta se detuvo porque esos benditos sentidos suyos habían percibido algo fuera de lo normal.
- (¿Alguien más? ¿Quién podría venir aquí? No pensé que me estuvieran siguiendo, no percibí nada cuando venía de camino.) - Era inevitable pensar, y para con ella, era inevitable transmitirle sus pensamientos, la pregunta era dirigida a su compañera porque tenía bien en claro que ella usaría siempre aquel don que le fue dado al momento de recibir el vampirismo: La telepatía. Los bosques de París eran caracterizados por ser una casa hogar para aquellos sobrenaturales inadaptados a la sociedad, muchos decidían vivir a expendas del mismo porque les proporcionaba alimento, refugio, y una tranquila vida, o no-vida, sea el caso, y todo esto claro, hasta ser descubiertos por algo más poderoso y fiero que cualquier evento o roce sobrenatural, es decir: la supervivencia del más fuerte. Lissander y Leonor sabían a la perfección que podrían encontrarse con cualquier cosa en aquella morada natural, y por ende, la chica se mostraba alerta y desconfiada. “Cualquier cosa”, era mucho peligro en París.
Su mano llevaría a su boca el dulce néctar del añejo vino, para manchar su organismo con tan sublime liquido y proporcionarle un poco más de la calma que no le sería arrebatada por el momento. Fue luego de ingerirlo todo lo que la copa tenía de un trago, cuando buscaría aquella surda el rosario de perlas que colgaría un segundo luego en su cuello. La mano que sostenía la copa pasaría ahora a arropar con sus dedos el Cristo de caoba hermosamente tallado, que resaltaba de aquel contraste. - Sor-Radjad sé mis ojos, muéstrame quien es aquel que usurpa esta humilde morada… - Pronunciarían sus labios en un susurro que podría ser oído por todo aquel en aquella habitación con la capacidad de percibir una aguja caer al suelo. Aquel llamado causaría que el rosario tomase un aura negra que se extendería a tomar todo el contorno del cuerpo del buen doctor, haciendo que a su lado se materializase una mujer de vestidura negra, con una cinta blanca que cubría el borde de su frente y su cabello, permitiéndole nacer de allí un velo que caía hasta sus hombros, en silencio y con una sutil calma en los ojos, vería a la que estaba en frente y luego desaparecería a cumplir la encomienda de aquel que le había invocado.
- (Intenta determinar si es un sobrenatural por el olor…) - Pensaría clavando sus ojos en la dueña de la pequeña casa, y luego subiría su mirada a esa monja tan dócil que invisible se postraba sobre el techo, vigilando al hijo de Dios que buscaba a los vasallos del diablo. - Es un soldado de nuestro Señor, un hijo de la fe, nacido para enfundar el valor contra el pecado… - Siempre enigmática, siempre metafórica, aquella le mostraba mediante palabras delicadas y una ilusión bien realizada, la información que su amo le había pedido, solamente a él, y nadie más, serían audibles las palabras que habían salido de su boca. - (Es un inquisidor…) - Pensó, para comunicar a su interlocutora lo que había descubierto. Pensó, para aceptar y asumir la verdad de lo que significaba aquel seudónimo. Pensó, para interiorizar.
Con cuidado se levantó de la silla, y clavó su mirada en Leonor; la determinación del joven brotaba de aquellos azulinos orbes suyos, una expresión seria se formaría en su faz y una reforma de energía en su cuerpo, cargando cada extremidad con ella, preparando una lista mental de hechizos, de habilidades, sus sentidos, todo, estaba preparado, siempre lo estaba, y quizás siempre lo estuvo. Sabía que algún día el destino prepararía el momento, lugar, y a los implicados para efectuar ese encuentro, que más que un encuentro fortuito con la muerte, era un encuentro con su pasado. Las heridas en su alma no habían sanado aun al año de lo ocurrido, y ahora que se presentaba aquella oportunidad, quería sanarlas, ¿Y qué mejor excusa que la defensa propia? Solo esperaba este escritor poder controlar aquel sentimiento de venganza que yacía sembrado en la fértil tierra del corazón del primogénito Arcalucci, pues, aunque dulce y seductora era la rosa, profundas y peligrosas eran sus espinas.
- (Prepárate…) -
Lissander C. Arcalucci- Hechicero Clase Media
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