AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El secreto es un ingrediente necesario del poder || Privado
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El secreto es un ingrediente necesario del poder || Privado
por Bárbara Destutt de Tracy Jue Ene 02, 2014 6:59 am
“¿Y quién no posee un fuego, una muerte, un miedo, algo horrible,
aunque fuere con plumas, aunque fuere con sonrisas?”
Alejandra Pizarnik
aunque fuere con plumas, aunque fuere con sonrisas?”
Alejandra Pizarnik
—Retírese ya mismo, por favor —Bárbara sonó más dura de lo que hubiera deseado. No esperó que el hombre saliera, cerró los ojos y se apretó las sienes con los dedos medios. Extendió su mano y bebió de un solo trago lo que quedaba de whisky en su vaso, y se levantó, impulsada por su instinto. Caminó a lo largo y a lo ancho de su despacho, su taconeo retumbaba en toda el ala este de la gran mansión. Su abogado de confianza bebía su copa de vino con parsimonia, sentado en el sofá de tres cuerpos forrado en terciopelo bordó, una de las últimas adquisiciones de la viuda, mientras esperaba que ella se calmara. La tranquilidad llegó minutos después...varios minutos después.
— ¿Qué desea que haga? Siempre puede fraguarse la información, ya lo sabe… —la idea del letrado flotó en el aire unos cuantos segundos. Él sabía la respuesta, pero no pedía nada con internarlo.
—Haremos lo que se debe hacer. No soy ese tipo de persona —hizo una pausa y clavó su mirada clara en la del caballero— Ya lo sabe —se dejó caer en su silla, y permitió que el hombre se pusiera de pie y le sirviera más whisky— Pero hay algo que sí deseo que haga… —Walter tomó asiento en una de las sillas, y en sus labios, se dibujó una sonrisa torcida.
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No era común verla en el Banco. Todos los empleados la miraban sorprendidos, mientras ella pasaba seguida de su séquito. Era temprano, muy temprano, y muchos de los dependientes aún no habían llegado. Le gustaba la sensación de poder que tenía allí dentro, y si bien era muy grande la responsabilidad de manejar una entidad privada que estaba en constante interacción con el Estado, le reavivaba los ánimos hasta estampar en su boca lo más parecido a una sonrisa que ésta podía dibujar. A pesar de que la esperaba una reunión cumbre, en la que le daría la dirección del banco al hijo ilegítimo de su difunto esposo, ya saboreaba el gusto dulce de la victoria. Sí, iba a confiarle una de sus mayores posesiones a un desconocido, descortés y vulgar bastardo, pero que también había demostrado ser muy hábil, y como todo hombre, había cometido el terrible pecado de subestimarla. Pierre A. Van Kröst había jugado sucio al presentarse en su mansión, meses atrás, reclamando una herencia que jamás le había sido legada. Lord Turner en ninguno de sus testamentos le daba, si quiera, un jarrón; sin embargo, en uno de los escritos que los investigadores habían encontrado, era nombrado como un hijo ilegítimo que debía ser buscado en caso de que él no contrajera nuevas nupcias o no tuviera vástagos dentro del matrimonio. Bárbara pensó que si Van Kröst contrataba unos buenos abogados, podían dar vuelta esa cláusula y despojarla de muchos de sus bienes; los suyos habían estado de acuerdo, y entre todos, decidieron que la dirección era un sitio de gran importancia, que no lo haría dudar y que, al mismo tiempo, estaría controlado por ella, ya que sería su jefa directa.
Pero esa no había sido la única jugada que armaron. Todos llegaron a la conclusión de que había que buscar la manera de mantener al bastardo a raya, y cuando en el mismo testamento que se lo nombraba como un cuasi heredero, se remarcaba su buena conducta para ser poseedor, brindaron con uno de los mejores vinos de la bodega de Destutt de Tracy. Días después, Walter apareció con una prostituta de baja calaña, a la cual Bárbara recibió como si fuera la heredera al trono de Inglaterra. La sentó en su escritorio, le sirvió uno de sus mejores tés, la alimentaron con los mejores bocadillos de su cocina y la trataron con toda la cortesía posible. El relato que hizo a continuación, llenó el cuerpo de la viuda de júbilo. Un tórrido romance entre Van Kröst y una ramera del lugar, una joven extraña que siempre usaba antifaz, y a la cual él frecuentaba casi enloquecido. Esa historia, con algún que otro dibujo que las fulanas harían a sus relatos por unos cuantos francos, serían más que suficientes para convertir al “heredero”, como lo habían apodado en el círculo íntimo de Bárbara, en un empleado sumiso, que no llevaría a cabo acciones fraudulentas que perjudicaran el nombre, la reputación y las finanzas de la joven. De haber sido una viuda normal, habría saltado de felicidad, habría y habría invitado a la ramera a pasar una temporada en la estancia que tenía en la zona rural.
—Imagino que se cree demasiado importante como para demorarse en llegar a su asunción —comentó Walter, que bebía su café.
—No te preocupes, Walter. Sé paciente —Bárbara observaba la calle a través de la ventana de su oficina, en el segundo piso del edificio. Estaba de brazos cruzados, con el medio luto que había comenzado a utilizar hacía poco, y que consistía en un vestido de un azul tan oscuro que parecía negro, el cabello recogido en un tirante rodete en la coronilla y su gesto serio, tan propio como su delicado aroma a rosas. —Llegará. No se perderá éste día, salvo que una borrachera en el burdel lo haya dejado tirado en la plaza junto al excremento de los caballos —el comentario hizo reír al abogado, que apuró su taza de café. Los demás ocupantes de la oficina, sus dos doncellas, el socio de Walter y los dos investigadores, ocultaron sus sonrisas.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 27/05/2012
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