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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Dauphine "Fiura" Sorcière Mar Ene 07, 2014 11:27 am

Invierno. A Dios no se le había ocurrido mejor escenario para un réquiem que aquel compuesto por bajas temperaturas, calles desiertas y —bien lo sabía Dauphine— niños enfermos. Por eso, esa mañana al notar que el camino de siempre se hallaba desparecido bajo una invasión de blanco, se alistó con más prisa de la usual para acudir a su trabajo como enfermera infantil en el hospital. Se quedaría hasta más allá del anochecer; lo sabía por la forma en que la escarcha volvía azulosa la madera de las bancas públicas. Como tenía experiencia viviendo, no titubeó en pagarle el doble a la institutriz de su joven sobrino para que se quedara a cuidarlo el tiempo que fuera necesario, porque nunca se sabía cuántas camas a su cargo podían estar ocupadas; fácilmente podían ser todas.

Con el «no se preocupe por nada» clásico de la preceptora, la bruja subrepticia acudió con prisa a su establecimiento de trabajo. No vio a ninguna de sus compañeras charlando en los pasillos como era lo habitual; las encontró corriendo por la sección infantil con frascos vacíos y jeringas descartadas por su reciente utilización. Pero a Dauphine jamás la inundaba el pánico como a las demás; podía deberse a que se creía con un poder que la diferenciaba de todas ellas pues le permitía levantar pacientes como lázaros o simplemente a que las piedras que rodaban en los torrentes más violentos del río eventualmente acababan por redondearse y volverlas listas para enfrentar casi lo que fuera.

Ya se fue —escuchó a sus espaldas. Se giró y encontró a una de las enfermeras más viejas relatándole lo ocurrido; tenía el rostro inmóvil, insensibilizado. Aquello pasaba cuando se llevaba años de servicio— Desde que llegó, no vimos mucha esperanza de sacarlo de su estado. Lo llenamos de antibióticos, pero no aguantó. Lo único que pudimos darle fue compañía.

La mujer de treinta años entrecerró sus ojos con un disimulado desprecio; la resignación que mostraban las demás trabajadoras al verificar que los medicamentos no surtían efecto en los cuerpos degenerados de sus infantes pacientes hacía que Dauphine agachara la cabeza ante la severa Fiura, quien dentro del cuerpo de la viuda de clase media destilaba fuego. Sucedía que no había nada que detestase más que ver escaparse las almas de los vivos hacia el pozo sin fondo de la muerte. La muerte le sabía mal, al metálico sabor de lo que no volvería jamás. Después de haber perdido a tantos, la encolerizaba ver que sus colegas le abrieran las puertas a La Parca casi extendiéndole una alfombra roja para que hiciera cuanto antojara.

Nuestro trabajo es crear esa esperanza para hacerla realidad. Nada más que eso —contestó Dauphine con voz neutral, pasando de la impertinente compañía para dirigirse a las camas que le habían asignado.

Se detuvo junto a un colchón sin compañía que lo llenase. Sobre él, un niño que apenas respiraba conservaba sus ojos cerrados y sus brazos abiertos sin orden alguno sobre las sábanas. La hechicera conocía bien esa postura; era la que se tenía cuando se escuchaban los inevitables galopes de los mensajeros del más allá persiguiendo apresuradamente los últimos suspiros de quien pronto ya no respiraría.

Los ojos de Dauphine se mantuvieron fijos sobre el cuerpo del menor, sobre sus labios pintados de rojo por la sangre expulsada. No podía evitar pensar en su sobrino Emilien; se parecía demasiado a él. Maldita empatía que llegaba cuando se le ocurría.

Tuberculosis. Ya veo por qué estás solo; en sus papeles dicen que estás acabado —se dijo a sí misma mientras ubicaba guantes en sus manos para comenzar la reanimación— En otra parte no tendrías esperanzas, pero aquí sí. Ten paciencia hasta que me dejen a solas contigo y recibirás mi regalo.

Dauphine tenía un oscuro secreto para que ninguno de sus enfermos muriera. Cada noche antes del amanecer que la llevaba de vuelta a sus labores como enfermera, ofrecía su cuello a los inmortales a cambio de unas gotas de ese efectivo elixir mejor conocido como sangre de vampiro. Algunos dirían que con su vigorisis bastaba y sobraba, pero si eso fallaba, sólo ese veneno revitalizador podía salvar de la muerte, y la muerte aterraba a Dauphine, por lo que Fiura la ayudaba a pecar. Por eso usaba cuelleras que taparan los notorios orificios carmesí sobre su piel lechosa. Se contaba el milagro, pero no el santo. Jamás el santo.


Última edición por Dauphine "Fiura" Sorcière el Mar Feb 18, 2014 8:35 pm, editado 1 vez


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Mensaje por Climent A. Marceau Miér Feb 05, 2014 6:34 am

- Las agujas se hierven. Y no hay más que hablar. - Con esa frase dicha en tono que no admitía réplica el doctor Marceau esperaba zanjar de una vez por todas el dichoso tema que alimentaba su eterna discusión con casi todas las enfermeras del hospital. Les costaba demasiado entenderlo para ser supuestos seres humanos racionales dotados de intelecto y sentido común, pero a menudo imponer un poco de lógica en la ciencia no era tan fácil como se suponía. Batallar contra lo que llevaba siglos haciéndose era como tirar de un carro tan cargado de prejuicios que a veces no avanzaba por más que uno se empeñara en moverlo, y así se sentía a menudo Climent sobre todo en los días en que todo el mundo parecía disfrutar de llevarle la contraria. Se notaba a distancia que la enfermera ardía en deseos de decirle a ese médico tan prepotente que todos los demás colegas de su profesión decían que hervir el material no servía para nada, pero se abstuvo porque pese a todo seguía siendo el doctor y ella una empleada de menor categoría que además solo llevaba allí empleada dos meses. Al hombre no le costaría mucho compadecer su inexperiencia de no ser porque estaban en juego las vidas de todos los niños de la planta. - También se hierve la ropa de cama. - Así pasaba la mayoría de horas allí: tratando de imponer aunque fuera la centésima parte de las nociones de higiene de las que se empapaba cada vez que iba a la biblioteca a leer antes que nadie las últimas revisiones de su ciencia que llegaban desde otras partes más avanzadas del ancho mundo.

Hacía tres años que había conseguido que cambiaran las vendas de los lisiados y limpiaran las heridas a conciencia con agua y jabón, y todavía tenía que soportar que más de un compañero lo acusara directamente con mirada de reproche cada vez que, a pesar de esas medidas, la gangrena terminaba por hacer acto de presencia y la amputación resultaba ser la única salida. Era por todos sabido lo que se resistía el doctor Marceau a desarticular un miembro, sobre todo en pacientes jóvenes, y a raíz de ello solía recibir consultas de gente notable que había sufrido lesiones montando a caballo o de cualquier otra forma y prefería oír una segunda opinión antes que someterse al serrucho oxidado de un cirujano carnicero. Así obtenía una renta nada despreciable que le permitía pagar su casa, en la planta superior de una construcción de dos plantas, y el consultorio del piso inferior. También así tenía lo suficiente para comer, encargar ropas a la sastrería, pagar bien a su única criada-cocinera, ahorrar un pellizco e invertir todo lo demás en medicina para los pobres. Compraba de su bolsillo mucho del material que necesitaban en el hospital y no le importaba cuántas vidas arrebatasen cada estación las epidemias de tisis o cólera, sabía que sin sus esfuerzos y los de otros como él las víctimas serían mucho más. Tenía que creerlo, ese era después de todo el motivo por el que cada día salía de la cama por la mañana con ánimos renovados para luchar contra el mismo mal que mucho tiempo atrás le había arrebatado a su esposa.

Siguió con su ronda de la tarde y se detuvo junto al lecho de uno de los niños que estaba peor. La enfermera Sorcière estaba con él, y aunque sabía que era médicamente imposible tuvo la corazonada de que al día siguiente el pequeño mejoraría. Dauphine siempre obraba milagros con sus cuidados, pero cada vez que Climent le suplicaba que impartiera cursos a sus compañeras explicándoles lo que hacía ella se negaba y le respondía que solo era suerte. El doctor Marceau no creía en la suerte, aunque sí en el trabajo duro, y mientras ese paciente no estuviera aún frío y rígido quedaban cosas por hacer. - Tiene encharcados los pulmones. - Opinó, hablando con suavidad y sentándose a un lado de la cama para escuchar el pecho del niño. - Hay que inclinarlo a treinta grados con almohadones bajo la espalda y respirará mejor. No sé si subirle la dosis de láudano. - Miró a Dauphine, claramente consultándole su opinión al respecto. La morfina le quitaría el dolor pero terminaría de apagar el poco aliento que le quedaba al pequeño. ¿Le quedaban realmente posibilidades?
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Mensaje por Dauphine "Fiura" Sorcière Vie Feb 21, 2014 2:32 pm

La ayuda había llegado; el doctor Marceau había accedido a ceder un poco de su esperanza profesional para el paciente menos prometedor. Sorcière se sonrió con recato ante el arribo del médico jefe de la sección infantil; le daba la bienvenida como el sanador que era y como colega, pero no como persona. La puerta secreta de Dauphine, esa que llevaba directo a Fiura, permanecía cerrada ante ojos civiles como los de Climent. La enfermera asentía con obediencia a superior, pero no bajaba la guardia, y menos considerando que el viudo ya le había preguntado con anterioridad a qué se debían sus “milagros” revitalizando críos con enfermedades terminales. No necesitaba entender nada, pues si llegaba a enterarse, la magia se acabaría para siempre. Podía ser que ya hubieran pasado la oscura edad media, pero la inquisición estaba al asecho y las personas comunes y corrientes eran sus primeros informantes, los más silenciosos y perfectos cómplices.

En silencio inclinó el cuerpo del niño como el médico le ordenó, posicionando las reutilizadas almohadas como si estuviese a punto de arropar a Emilien mientras pensaba en la mejor opción para la salud del menor. Láudano… fatal droga recientemente patentada. Últimamente era la favorita del doctor, y no había que ser un experto en pediatría para saber por qué, pues incluso aunque no frenara el paso hacia el otro mundo, sí lo hacía con el sufrimiento del trayecto hacia la otra vida. Se le había aplicado a ese paciente en particular, desde luego, pero muy poco; no se escatimaba en disminuir las medicinas y drogas suministradas con ese diagnóstico tan malo, y menos cuando se podían utilizar con pacientes más prometedores.

El rostro de la treintañera se puso mortalmente serio durante unos momentos; una decisión debía tomarse. Ella no era la doctora a cargo, por lo que el peso del siguiente paso sería solamente de su jefe, pero como toda mujer de magia sabía que la más ligera brisa podía decidir si la planta crecía orientada hacia el norte o hacia el sur. Que su peso fuera mínimo en comparación con el del doctor Marceau no implicaba influencia cero. Entonces miró y miró al infante con ojos de bruja y de enfermera a la vez para que tanto el orden espiritual como la razón le ayudasen a vislumbrar la respuesta. ¿Qué pasaría si aumentaba la dosis de narcótico? Reduciría la tos y el dolor; con suerte eliminaría ambos por completo, pero corría el riesgo de pagar con la pendiente vida del muchacho.

Pero vio algo más; sus ojos no estaban perdidos. Ni siquiera hablaba por los medicamentos, pero podía verse dentro de él que estaba luchando. Era sorprenderse encontrar luchadores de tal valentía en los civiles más vulnerables. Para Dauphine ya no había más que hablar.

Por favor considere subirle la dosis, doctor Marceau. Nos está viendo, ¿se fija? Sabe lo que estamos intentando hacer. Aún no ha perdido el conocimiento del todo. Quizás esté desorientado, pero… dentro de lo que se espera —acarició la frente del menor maternalmente.

Quería transmitirle sus fuerzas. Sólo debía aguantar hasta que los demás bajaran la guardia o se retiraran a respirar allá afuera, lejos de los pasillos colapsados del hospital. Si se ponía muy crítico, la sangre de vampiro sería siempre bienvenida para apaciguar la síntesis de proteínas que pudieran ser perjudiciales.

Sorcière se sentó en la cama junto al infante y comenzó a mojar trapos limpios. Lo primero para hacerlo durar era bajarle la fiebre, ya que si seguía sudando así, la deshidratación terminaría por matar su ya débil sistema inmunológico. Partió por limpiar los rojizos labios del flemático nene, fijándose en que la sangre continuaba fresca sobre su boca, y luego tomó otro retazo y aseó la fría transpiración remanente en su rostro y en su frente. No sería fácil, sino todo lo contrario, ya que implicaba quedarse todo el día en la misma actividad, pero ante el instinto maternal en ella despertado, Dauphine no tenía nada que hacer.

Doctor, pido permiso para quedarme con el menor hasta que se recupere. —habló con humildad sin dejar de lado su faena— Ya sé, estamos llenos, pero tengo una corazonada con respecto a este chiquillo. ¿Usted no?

Rogaba de que a pesar de que fuera ella quien llevaba la magia y él lo terrenal, estuvieran mirando lo mismo.



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Mensaje por Climent A. Marceau Lun Feb 24, 2014 4:24 am

El láudano era peligroso, pero más lo era en opinión de Climent quedarse corto con él. ¿Qué habían hecho aquellos niños para merecer el sufrimiento de irse quedando poco a poco sin respiración para perecer finalmente entre estertores de agonía? Si él fuese el paciente en una situación similar tenía muy claro que preferiría vivir un día menos con tal de marchar en paz, dormido en ese dulce sopor sin sueños que daba la droga, partiendo hacia el otro mundo con el alma tranquila. No obstante esa decisión, que resultaba muy fácil de tomar en ancianos, adquiría otro cariz con las personitas de corta edad que atendían en hospitales como ése. Uno nunca sabía cuándo un infante iba a dar un milagroso giro espectacular de ciento ochenta grados para rebelarse en el último momento contra su enfermedad y salir victorioso. La polio era un ejemplo maravilloso de esa fortaleza de los organismos jóvenes, que a menudo quedaban paralíticos pero se sobreponían. Aún en el 1.800 no se habían sufrido las grandes epidemias de lo que más adelante se catalogaría como un virus, pero Marceau ya se había topado con algunos casos en París de esa devastadora dolencia que a veces atacaba a los músculos respiratorios, dejando entonces a los médicos sin recursos para presentar batalla. Así era el día a día de su profesión y era muy importante no desfallecer, no rendirse nunca ante las grandes derrotas y aferrarse a los pequeños triunfos como a un clavo ardiendo. La enfermera Sorcière parecía saber mucho de eso. Quizá su toque mágico, el secreto de sus éxitos, tenía la misma base científica que el síndrome por el cual los bebés criados en orfanatos morían más que los otros a pesar de estar bien alimentados: la falta de afecto y contacto humano, del cariño de una madre que los acunara contra su pecho, los hacía marchitarse como una flor seca. Dauphine parecía tener un don para encontrar en toda la planta quiénes eran los pequeños con más riesgo de perder las esperanzas, y entonces acudía a su lado como un ángel de la guarda y luchaba por ellos, les daba su fuerza. Tenía que ser eso, ¿pues qué otra explicación había?

El médico se sentó al borde del lecho de Emilien y le abrió la camisa de dormir para aplicarle su estetoscopio, ese revolucionario cilindro de madera que aún hacía que sus colegas lo mirasen como si fuera un vulgar curandero gitano, en la zona del pecho donde estaba el corazón. El latido era débil pero rítmico, y las secreciones respiratorias dejaron parcialmente de obstruirle las vías principales en cuando la enfermera lo sentó inclinado sobre los cojines. Cada vez que el niño cogía aire se sentía un crepitar en las bases de su tórax. Lo miró a los ojos cuando la bruja le dijo que podía verlos. Le puso una mano en la frente y lo halló más caliente de lo que era normal, lo cual no dejaba de ser mejor señal que cuando se quedaban fríos. - El láudano le reducirá la tos, por eso no se lo he dado antes. El mecanismo de la tos es bueno para expulsar las secreciones, pero fíjese, ya hace unas horas que casi ni carraspea. - Los músculos se le habían cansado ya y el moco infectado se acumulaba dentro de sus pulmones. Climent no podía mentirse: el pronóstico de esa criatura era ominoso, y admitir ante sí mismo que solo tenía esperanzas porque la enfermera Sorcière estaba allí era reconocer que se sentía ridículo, así que dejó de darle vueltas y aceptó la opinión que acababa de pedirle a la mujer. - Se la subiré. - Decidió.

Apartó con delicadeza la sábana de la parte inferior de la cama y puso una de sus manos cálidas sobre el pie helado de su paciente, torciendo el gesto, pues era obvio que pese a sus órdenes directas nadie se había acordado de planchar una toalla para dejársela allí a modo de bolsa de agua caliente. Tuvo que ir personalmente al cuarto de la ropa y encargar que adecuaran un trapo que después llevó al mismo lecho para envolverle los tobillos a Emilien. - Así mejor. - Asintió, metiéndose las manos en los bolsillos de la bata y observando al niño buscando con todas sus ganas algo más que pudiera mejorar o hacer por él. No encontró nada. Dauphine le preguntó si no tenía una corazonada. - Ahora sí. - Contestó. - Usted tiene un toque muy especial. Puede quedarse con él todo el tiempo. - Ningún otro paciente la necesitaba más. La miró con discreción mientras se ocupaba del infante y le calculó unos diez años menos que a sí mismo, lo cual la convertía en una mujer no demasiado mayor todavía. Era también poseedora de una belleza muy peculiar con ese cabello de ondas suaves y unos ojos bien azules enmarcados por cejas que parecían dibujadas por el trazo de un pincel experto. Podría escoger al hombre que quisiera y casarse, haber tenido un par de hijos, pero allí estaba vistiendo el holgado camisón del uniforme y cuidando a los hijos de otras. ¿Por qué? - Voy a buscar el medicamento.


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Mensaje por Dauphine "Fiura" Sorcière Sáb Mar 22, 2014 11:18 pm

El buen doctor Marcea jamás le había negado a Dauphine que se quedara con un niño que, según ella y en contra de todo lo que dijeran sus compañeras, todavía tenía esperanza. Sin embargo, la bruja hacía uso de su intuición femenina sumándola con la magia que corría por sus venas para ver más allá de ese rostro amable, reflejo de lo que había quedado de un hombre que alguna vez había sentido el amor de una esposa que prematuramente Dios había tomado. ¿Qué obtenía con su percepción? Además de raras recetas mentales para aliviar los dolores de los múltiples pacientes atendiendo y por atender, el comienzo de una sospecha.

No se esperaba otra cosa aparte de esa; la enfermera lo conocía desde hace años, de cuando apenas era una novata, pero nada de miedosa. La figura del médico le había inspirado respeto inmediatamente en ese entonces, y al pasar los años entendería el por qué: Climent Marceau era el hombre más observador que hubiera conocido, dándole lecciones a su género de cómo a partir de detalles aparentemente insignificantes se podía sacar una verdad del tamaño de la catedral. La enfermera lo mantenía cerca por el apoyo que representaba, pero la bruja lo quería lo más lejos posible, en otro pueblo de ser posible, o en el continente negro, incomunicado hasta decir basta.

Pero no era tiempo de ponerle atención a sus conflictos internos. Había una vida que salvar y una vista que esquivar.

Se lo agradezco, Doctor. Aquí haré todo lo posible por bajarle la temperatura —con una sonrisa estándar invitó a que el profesional prosiguiera. Así podría cubrir mejor las huellas de lo que hiciera con el niño.

Una vez sola, Dauphine usó los cinco minutos aproximados que Climent tardaría en volver con la medicina para calcular los pasos a seguir una vez que él volviese. No se sentía a salvo planeando cuando él estaba cerca. Sola con el niño que no sin esfuerzo lograba darse cuenta de lo que le rodeaba. Con suerte el mozuelo llegaría a la hora del almuerzo, cuando mucho, por lo que dejar pasar esa hora de comida para quedarse junto a él no era factible para lo que se proponía. Tendría que arriesgarse dándole de beber una gota o dos de sangre de vampiro mezclada con los medicamentos que le serían inyectados. La vigorisis no era factible en público.

El frasco con el prohibido licor se sentía pesado dentro de sus ropas, llamándola a usar su contenido, pero como todo deseo, era ciego y no tenía idea del riesgo que implicada usarlo así, sin responsabilidad. Varias enfermeras cubrían las demás camas, conspirando para pillar a la otra en algo que pudiera sacarla del negocio para no tener que luchar por los reconocimientos.

Tuvo que morderse los labios con rapidez cuando el médico volvió para aplicar el medicamento. Le costaría, pero tendría que hacer al niña aguardar un poco más. Dios quisiera que Monsieur Marcieu ayudara a prolongar sus alientos, porque siendo honesta con sus conocimientos profesionales y también con los del alma turbia que la rodeaba para proporcionarle poder, la cosa no pintaba bien.

Doctor Marceau, ¿podría hacerle una pregunta que quizás vaya más allá de lo técnico? —llamó la enfermera mientras ayudaba a sujetar el niño en la correcta posición para facilitar la intromisión de los químicos en la carne anémica— Verá… aquí he visto milagros ocurrir cuando se trata de salvar niños. He sido testigo de cosas extraordinarias, como de mis compañeras poniéndose de acuerdo por una vez en toda su vida para consensuar en el tratamiento adecuado para cada paciente y de usted aguantando jornadas completas sin dormir por la misma causa y tal vez por un poco más. Al final del día, nadie sabe explicar de dónde viene esa energía. —tomó un respiro para mantener su ánimo aparentemente inalterable. Era esperado que una mujer normal mantuviera el tono gentil de la voz y usase un vocabulario lo menos directo posible. Haría todo lo que la hiciese ver normal para que nadie sospechada de la brujería que ejercía.— ¿No se ha preguntado dónde está el límite para alcanzar ese fin? Yo tengo un sobrino, Emilien, se lo he contado. ¿Y sabe? Lo último que me gustaría es verlo partir.

Así como con cualquiera de los hombres y mujeres del mañana. Estaba dispuesta a que el sol nunca se pusiera en su cielo con tal de verlo brillar para ellos. Quería ver a la muerte desterrada en un abismo. ¡Que nadie jugara con la vida, porque ella la congelaría!


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Mensaje por Climent A. Marceau Miér Abr 30, 2014 6:05 am

Ajeno al hecho de que estaba siendo estudiado el doctor asintió más tranquilo cuando Dauphine le confirmó que se haría cargo de ese paciente. Sabía que no tenía fundamentos científicos que respaldaran su intuición, pero el número de éxitos que aquella mujer cosechaba como enfermera empezaban a ser demasiados para poder ser achacados a la simple casualidad. Climent solo quería comprender qué era lo que ella hacía diferente para poder enseñárselo al resto de enfermeras y que así su índice de fallecimientos descendiera drásticamente. Tal y como era, un defensor infatigable de la modernidad y las nuevas técnicas, sospechaba que tal vez el triunfo de la señorita Sorcière sobre la Parca se debía a que extremaba cuidados en sus medidas de higiene. Por algún motivo a mucho del personal sanitario de ese centro - y de casi todo el mundo - le costaba mucho comprender que lavarse las manos podía marcar una diferencia considerable entre la recuperación de un paciente y su óbito.

Fue a buscar lo que necesitaba y regresó al lecho del convaleciente con una jeringuilla hipodérmica llena de un líquido ambarino. Se había asegurado de que todo el material que utilizaran bajo su jurisdicción estuviera hervido, así que solo quedaba apretar ligeramente el émbolo para evitar que se colaran burbujas de aire y puncionar luego la piel del niño. Dauphine le ayudó en ese menester con la misma diligencia que aplicaba a todo. Escuchó lo que la mujer decía con creciente interés, pues la cuestión se salía bastante de lo que habitualmente le preguntaban sus compañeras. - He visto cosas que no se creería, Dauphine. La fuerza del espíritu obra verdaderos milagros. - También había visto brujos practicando su magia para salvar vidas de un modo muy diferente a como él lo hacía, pero si apreciaba en algo su pellejo se guardaría siempre esa información. - Si me pregunta yo le diría que el límite es ese punto en el que el ser humano quiere jugar a ser Dios. - Terminó de vaciar la carga de medicina en el torrente sanguíneo de su pequeño paciente y retiró la jeringa del mismo.

El niño parecía más tranquilo ahora que respiraba un poco mejor, pero Marceau sabía que era la calma que precedía a la tempestad. Cuando el láudano impidiera que la tos fuese tan efectiva como antes quizá el infante empezaría a ahogarse con las secreciones que no podría expulsar. - Estoy seguro de que Emilien es afortunado de tener una tía que lo quiere tanto. - Dedicó a Dauphine una de sus sonrisas sinceras y cansadas.


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